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La obra de Gustav Meyrink

El Rostro Verde (15). Gustav Meyrink. 1916. Conclusión

Las horas pasaban con una insoportable lentitud, parecía que la noche no quisiera terminar nunca.

El sol se elevó por fin, pero el cielo permaneció negro. Sólo una raya del color del azufre brillaba en el horizonte, como si una esfera semioscura de borde incandescente se hubiese inclinado sobre la Tierra.

Un pálido amanecer se infiltraba en el cuarto. El álamo, los matorrales lejanos, las torres de Amsterdam, aparecían débilmente iluminados, como si la iluminación procediera de un foco empañado. La llanura se extendía como un gran espejo turbio. Hauberrisser miró con los prismáticos hacia la ciudad, que envuelta en una luz lívida, se destacaba del fondo sombrío y parecía esperar la muerte a cada instante.

Un tímido y desalentado repique de campanas vibró a lo lejos. Bruscamente se calló, un mugido sordo llenó el aire, y el álamo se inclinó hacia la tierra como un gemido.

Ráfagas de viento barrieron el suelo como latigazos, peinando la hierba seca y arrancando los escasos matojos. Tras pocos minutos, todo el paisaje desapareció por el aire a causa de una gigantesca nube de polvo. Cuando volvió a emerger era apenas reconocible: los diques se habían convertido en espuma blanca y permanecían derribados en la tierra turbia, como troncos desmembrados. El huracán rugia con interrupciones cada vez más breves, pronto no se oyó más que un incesante bramido. A cada momento aumentaba su furia; el robusto álamo estaba doblado, formando un ángulo recto a pocos pies del suelo. Sin ramas, casi reducido a un tronco liso, se mantenía inmóvil en esa posición, oprimido por las masas aéreas que se desencadenaban por encima de él.

Sólo el manzano se mantenía quieto, como en un islote protegido de los vientos por una mano invisible, no se movia ni una sola de sus flores.

Vigas y piedras, escombros de casas, muros enteros, pasaban volando ante la ventana.

Entonces el cielo se tornó de un color gris claro y la oscuridad se disolvió en una luz fría y plateada.

Hauberrisser creyó que la rabia del huracán iba a calmarse, pero vio con espanto cómo se desprendía el corcho del álamo, convertido en fragmentos, desapareciendo sin dejar rastro. Inmediatamente, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, las chimeneas de las fábricas del suroeste se quebraron por la base, transformándose en finas lanzas de polvo blanco que la tormenta se llevó con la rapidez del rayo.

Los campanarios corrieron la misma suerte, uno tras otro; durante algunos segundos se vieron sus masas negruzcas elevadas por los torbellinos de tifón, y luego, rayas escapando hacia el horizonte, puntos… y nada más.

En poco tiempo, la región no fue más que rayas horizontales desfilando ante la ventana con tanta rapidez que la mirada no era capaz de distinguir objetos aislados.

Hasta el cementerio había sido minado y desnudado, a juzgar por las planchas de ataúd y las cruces que pasaban volando por delante de la casa, siempre en posición horizontal y sin cambiar de rumbo, como si carecieran de peso.

Hauberrisser oyó el gemido de las vigas del techo. Esperaba a cada instante verlas derrumbarse. Se le ocurrió la idea de bajar al portal y echar los cerrojos para que el viento no arrancara los postigos, pero una vez que llegó a la puerta del cuarto, volvió sobre sus pasos.

Advertido por una voz interior, comprendió que si apretaba la manivela la terrible corriente de aire quebraría los cristales de las ventanas y dejaría penetrar a las fuerzas desencadenadas, de manera que toda la casa se desmoronaría en un instante. Sólo podría hacer frente a la destrucción mientras la colina protegiera la casa de la violencia del viento, mientras que las puertas cerradas aislaran los cuartos entre sí como si fueran alveolos de abejas.

El aire de la habitación estaba helado y enrarecido. Una hoja de papel revoloteó desde el escritorio hasta la cerradura de la puerta, donde se quedó pegada.

Hauberrisser volvió a acercarse a la ventana. Miró hacia fuera: el huracán se había acrecentado, era un río impetuoso cuyo soplo dispersaba el agua de los diques, pulverizándola en el aire. Las praderas se parecían a una reluciente alfombra de felpa gris, y donde antes se alzaba el álamo no quedaba más que un tronco con una melena de fibras agitada por el viento. El rugido era tan monótono y ensordecedor que Hauberrisser empezó a creer que estaba rodeado por un silencio de muerte. Fue sólo al fijar con unos clavos las temblorosas ventanas, al dejar de oír los martillazos, cuando volvió a reparar en el estruendo que reinaba fuera.

Durante mucho tiempo no se atrevió a mirar hacia la ciudad, por temor a ver barridas la iglesia de San Nicolás y la vecina casa del Zee Dijk, donde se hallaban Pfeill y Swammerdam. Cuando por fin se atrevió a mirar, tímido y lleno de miedo, la vio alzarse intacta hacia el cielo, rodeada por un montón de escombros. «¿Cuántas ciudades quedarán todavía de pie en Europa?", se preguntó, estremecido. «Toda la ciudad de Amsterdam está arrasada. Una cultura decadente se ha convertido en una pila de polvorientas inmundicias».

Entonces, al comprender el impacto del acontecimiento en toda su plenitud, se sintió horrorizado.

Las impresiones del día anterior, el cansancio resultante y el repentino estallido de la catástrofe lo habían mantenido en una especie de aturdimiento mental ininterrumpido que sólo ahora comenzaba a disiparse. Recobró la lucidez. Se golpeó la frente.

—¿He estado dormido?.

Su mirada reparó en el manzano, que por un incomprensible milagro, había conservado todo su florido adorno, intacto. Se acordó de haber enterrado el rollo entre sus raíces el día anterior, le pareció que toda una eternidad había transcurrido en este corto lapso de tiempo.

¿No había escrito que poseía la facultad de separarse de su cuerpo?.

¿Por qué no lo había hecho?. ¿Ayer, durante la noche, o esta mañana al iniciarse el huracán?. ¿Por qué no lo hacía ahora?.

Por un instante volvió a conseguirlo: pudo ver su cuerpo apoyado en la ventana como una silueta vaga, extraña. El mundo exterior, a pesar de la devastación, ya no era, como en otras ocasiones, una imagen fantasmal privada de vida. Ante él se extendía una nueva tierra animada por vitales vibraciones. El presentimiento de un indescriptible encanto le atravesó el corazón. Todo lo que le rodeaba parecía querer adquirir una nitidez duradera… El manzano, ¿no era acaso Chidher, el árbol eternamente "verde"?. Un instante después, Hauberrisser estaba unido nuevamente a su cuerpo, contemplando el huracán, pero ahora sabía que tras la imagen de destrucción se ocultaba la nueva tierra prometida que acababa de ver con los ojos del alma.

Su corazón latía con fuerza, agitado por una jubilosa esperanza: sentía que se encontraba en el umbral del último y supremo despertar, dentro de él, el fénix batía sus alas para volar hacia el éter. Sintió tan nítidamente la cercanía de un acontecimiento que sobrepasaría de lejos toda experiencia humana, que apenas se atrevía a respirar. Era casi como aquel día en el parque de Hilversum, cuando besó a Eva, el mismo batir helado de las alas del ángel de la muerte, pero mezclado esta vez con el presentimiento de una futura vida indestructible. Las palabras de Chidher el Verde resonaron en sus oídos como si las pronunciara el manzano en flor: "Te daré, a causa de Eva, el amor que nunca acaba". Pensó en los innumerables muertos que yacían enterrados bajo los escombros de la destrozada ciudad, era incapaz de sentirse triste por ellos. «Resucitarán, aunque con otra apariencia, hasta que alcancen la forma última, la suprema forma del "Ser despierto", el que ya no muere. La naturaleza también se rejuvenecerá, como el fénix».

Una inesperada agitación se apoderó de él con tanta fueza que creyó sofocarse: ¿no era la presencia de Eva lo que sentía tan cerca?. Un soplo rozó su rostro.

¿Qué corazón, sino el de Eva, podía latir tan cerca del suyo?. Era como si unos sentidos nuevos intentaran nacer en él para abrirle el mundo invisible que se interpenetra con el mundo visible. De un instante a otro podía caer de sus ojos la venda que aún lo ocultaba.

—¡Dame una señal de que estás cerca de mí, Eva! —suplicó suavemente—. No dejes que pierda la fe en tu venida.

—Cuan miserable sería el amor que no fuese capaz de superar el tiempo y el espacio —oyó murmurar a una voz. El pelo se le puso de punta bajo el exceso de conmoción psíquica—. Aquí, en este cuarto, me curé de los horrores de la Tierra, y aquí esperaré a tu lado hasta la hora de tu despertar.

Un apacible sosiego lo envolvió. Miró a su alrededor, en la habitación reinaba una alegre y paciente espera, como una llamada contenida de la primavera, todas las cosas estaban como dispuestas y listas para el milagro de una inconcebible transmutación. Oyó los latidos de su corazón.

Percibía que la habitación, las paredes y los objetos que lo rodeaban no eran más que formas externas, engañosas, formas que se prolongaban en el mundo de los cuerpos como sombras de un reino invisible. En cada momento podía abrírsele la puerta del país de los inmortales.

Intentó imaginar lo que sucedería cuando sus sentidos interiores se despertaran:

«¿Estará Eva conmigo, iré a su encuentro, la veré y hablaré con ella, como hacen las criaturas de esta Tierra?. ¿O nos habremos convertido en colores, en sonidos sin forma que se mezclan?. ¿Estaremos rodeados de materia, como aquí, o atravesaremos el espacio cósmico igual que rayos de luz?. ¿Se transformará también el mundo de la materia, y nosotros, cambiaremos con él?. ¿Participaremos en esa transmutación?». Comprendió que sería una operación completamente natural, y no obstante, nueva e inconcebible para él. Quizás fuera una operación semejante a la formación de esos torbellinos de viento que había visto nacer de la nada durante el día anterior, torbellinos que adoptaban formas tangibles y perceptibles para todos los sentidos de su cuerpo. De todos modos no podía explicarse el fenómeno con claridad.

El presentimiento de un indecible éxtasis lo estremeció de tal manera que supo muy nítidamente que la realidad de la experiencia que le esperaba iba a superar con creces todo cuanto pudiera imaginar.

* * *

El tiempo pasaba.

Parecía ser el mediodía: un círculo luminoso estaba suspendido en lo alto del cielo, difuminado por la neblina. ¿Seguía haciendo estragos el huracán?. Hauberrisser escuchó con atención.

No había nada que pudiera servir como referencia. Los diques estaban vacíos, no había en ellos el menor rastro de movimiento. En lo que abarcaba la vista, no quedaba ni un arbusto. La hierba estaba aplastada. Ni una sola nube en el firmamento, la atmósfera se mantenía inmóvil.

Cogió el martillo y lo dejó caer. Lo oyó chocar contra el suelo con estrépito. Comprendió que, en el exterior, todo se había calmado. Pero los ciclones seguían soplando sobre la ciudad, como pudo observar con los prismáticos. Bloques de piedra sobrevolaban el aire; surgían trombas de agua del puerto, se deshacían, volvían a formarse y se alejaban en el mar.

¡Ay!. ¿Se equivocaba quizás?. ¿No estaba viendo cómo temblaban las dos torres de la iglesia de San Nicolás?. Finalmente se hundió una de ellas, y la otra se elevó en el aire, girando sobre sí misma, y estalló como un cohete. Su inmensa campana quedó suspendida por un momento entre el cielo y la tierra. Después cayó silenciosamente. A Hauberrisser se le paró la circulación de la sangre: ¡Swammerdam!. ¡Pfeill!.

¡No, no, no podía haberles sucedido nada: «Chidher el Verde, el eterno árbol de la humanidad, los protege con sus ramas». ¿Acaso no predijo Swammerdam que sobreviviría a la iglesia?. ¿Y no existían islotes como aquel manzano en flor en su oasis de césped verde, donde la vida se hallaba protegida de la destrucción con objeto de preservarla para la nueva era?.
En ese instante, el golpe de la campana al estrellarse, alcanzó la casa. Los muros retumbaron bajo el impacto de la onda expansiva con un sonido único, tan tremendo y perturbador que Hauberrisser creyó sentir cómo se le quebraban los huesos del cuerpo, como si fueran de cristal, casi perdió el conocimiento.

—Las murallas deJericó han caído… —escuchó la voz fuerte de Chidher el Verde resonando en la habitación— Ha resucitado de entre los muertos.

Silencio absoluto. Luego, el grito de un niño. Hauberrisser, perturbado, miró a su alrededor. Finalmente volvió en sí.

Reconoció las paredes desnudas de su cuarto, pero era como si al mismo tiempo fuesen las murallas de un templo, adornadas con frescos que representaban a dioses egipcios. Se hallaba en medio de la estancia. Las dos apariencias del cuarto eran reales. Veía las vigas de madera del suelo ser a la vez las baldosas del templo. Dos mundos se interpenetraban, se fundían en uno solo, quedando a la vez separados entre sí, como si Hauberrisser estuviera simultáneamente dormido y despierto. Deslizó la mano sobre la cal de la pared, palpó la superficie rugosa, y sin embargo tuvo la absoluta certeza de que sus dedos tocaban una alta estatua dorada, en la cual creyó reconocer a la diosa Isis sentada en su trono. Una nueva conciencia se había añadido a la habitual conciencia humana que había poseído hasta entonces, enriqueciéndolo con la percepción de un mundo nuevo que absorvía el antiguo, siendo paralelo, transformándolo y dejándolo perpetuarse de una manera milagrosa.

Todos sus sentidos, uno tras otro, despertaron en él doblemente, como flores que se abren, y salen del capullo. Las vendas se le cayeron de los ojos. Durante un largo momento no pudo comprender lo que había sucedido, como alguien que en toda su vida no ha visto más que la superficie de las cosas y de golpe toma conciencia de una tercera dimensión.

Comprendió gradualmente que había alcanzado la meta de esta vía, cuyo recorrido total es la razón secreta de toda existencia humana: convertirse en un ciudadano de dos mundos. Nuevamente gritó un niño.

* * *

¿No había dicho Eva que quería ser madre cuando volviera a él?. Recordó, estremecido.

¿Y no llevaba la diosa Isis un niño vivo y desnudo en sus brazos?. Alzó la vista y la vio sonreír. Ella se movía.

Los frescos se tornaban cada vez más nítidos, más coloridos, más luminosos. Había utensilios sagrados en la habitación. Todo era tan claro que Hauberrisser olvidó el aspecto del cuarto y no vio alrededor más que las rojas y doradas pinturas. Con el espíritu ausente fijó la vista en el rostro de la diosa y, lentamente, un vago recuerdo le vino a la mente: ¡Eva!. ¡Pero si era Eva, que ocupaba el lugar de la diosa egipcia!. Se llevó las manos a la cabeza, no acababa de creerlo.

—¡Eva!. ¡Eva! —gritó.

A través de los muros del templo vio reaparecer las paredes de su cuarto. La diosa seguía sonriéndole desde el trono, pero ante él, muy cerca, se hallaba una mujer joven y vigorosa, viva y real, el fiel retrato terrestre de la aparición.

—¡Eva!. ¡Eva! —Hauberrisser la abrazó, cubriéndola de besos, con un grito de júbilo y de indecible alegría.

—¡Eva!…

Durante largo rato, estrechamente abrazados, contemplaron la ciudad muerta a través de la ventana.

Hauberrisser percibió un pensamiento tal como si fuera la voz de Chidher el Verde, diciéndole:

—Ayudad, como lo hago yo, a las futuras generaciones a construir un nuevo mundo con los escombros del antiguo, para que llegue el día en que yo también pueda sonreír.

El cuarto y el templo habían cobrado una nitidez semejante. Como la cabeza de Jano, Hauberrisser podía contemplar al mismo tiempo el mundo terrestre y el de más allá, distinguiendo claramente las cosas y los detalles:

Era un ser vivo.

Aquí abajo y en el más allá.

FIN

1 comentario

jeferson -

agradezco mucho esto texto, soy de Brasil y gustaria de saber, quienes es que ha traducido. Tambiem gustaria de saber se sabes donde se puede leer en la web El dominico blanco. Gracias por su web.