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La obra de Gustav Meyrink

El Rostro Verde

El Rostro Verde (15). Gustav Meyrink. 1916. Conclusión

Las horas pasaban con una insoportable lentitud, parecía que la noche no quisiera terminar nunca.

El sol se elevó por fin, pero el cielo permaneció negro. Sólo una raya del color del azufre brillaba en el horizonte, como si una esfera semioscura de borde incandescente se hubiese inclinado sobre la Tierra.

Un pálido amanecer se infiltraba en el cuarto. El álamo, los matorrales lejanos, las torres de Amsterdam, aparecían débilmente iluminados, como si la iluminación procediera de un foco empañado. La llanura se extendía como un gran espejo turbio. Hauberrisser miró con los prismáticos hacia la ciudad, que envuelta en una luz lívida, se destacaba del fondo sombrío y parecía esperar la muerte a cada instante.

Un tímido y desalentado repique de campanas vibró a lo lejos. Bruscamente se calló, un mugido sordo llenó el aire, y el álamo se inclinó hacia la tierra como un gemido.

Ráfagas de viento barrieron el suelo como latigazos, peinando la hierba seca y arrancando los escasos matojos. Tras pocos minutos, todo el paisaje desapareció por el aire a causa de una gigantesca nube de polvo. Cuando volvió a emerger era apenas reconocible: los diques se habían convertido en espuma blanca y permanecían derribados en la tierra turbia, como troncos desmembrados. El huracán rugia con interrupciones cada vez más breves, pronto no se oyó más que un incesante bramido. A cada momento aumentaba su furia; el robusto álamo estaba doblado, formando un ángulo recto a pocos pies del suelo. Sin ramas, casi reducido a un tronco liso, se mantenía inmóvil en esa posición, oprimido por las masas aéreas que se desencadenaban por encima de él.

Sólo el manzano se mantenía quieto, como en un islote protegido de los vientos por una mano invisible, no se movia ni una sola de sus flores.

Vigas y piedras, escombros de casas, muros enteros, pasaban volando ante la ventana.

Entonces el cielo se tornó de un color gris claro y la oscuridad se disolvió en una luz fría y plateada.

Hauberrisser creyó que la rabia del huracán iba a calmarse, pero vio con espanto cómo se desprendía el corcho del álamo, convertido en fragmentos, desapareciendo sin dejar rastro. Inmediatamente, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, las chimeneas de las fábricas del suroeste se quebraron por la base, transformándose en finas lanzas de polvo blanco que la tormenta se llevó con la rapidez del rayo.

Los campanarios corrieron la misma suerte, uno tras otro; durante algunos segundos se vieron sus masas negruzcas elevadas por los torbellinos de tifón, y luego, rayas escapando hacia el horizonte, puntos… y nada más.

En poco tiempo, la región no fue más que rayas horizontales desfilando ante la ventana con tanta rapidez que la mirada no era capaz de distinguir objetos aislados.

Hasta el cementerio había sido minado y desnudado, a juzgar por las planchas de ataúd y las cruces que pasaban volando por delante de la casa, siempre en posición horizontal y sin cambiar de rumbo, como si carecieran de peso.

Hauberrisser oyó el gemido de las vigas del techo. Esperaba a cada instante verlas derrumbarse. Se le ocurrió la idea de bajar al portal y echar los cerrojos para que el viento no arrancara los postigos, pero una vez que llegó a la puerta del cuarto, volvió sobre sus pasos.

Advertido por una voz interior, comprendió que si apretaba la manivela la terrible corriente de aire quebraría los cristales de las ventanas y dejaría penetrar a las fuerzas desencadenadas, de manera que toda la casa se desmoronaría en un instante. Sólo podría hacer frente a la destrucción mientras la colina protegiera la casa de la violencia del viento, mientras que las puertas cerradas aislaran los cuartos entre sí como si fueran alveolos de abejas.

El aire de la habitación estaba helado y enrarecido. Una hoja de papel revoloteó desde el escritorio hasta la cerradura de la puerta, donde se quedó pegada.

Hauberrisser volvió a acercarse a la ventana. Miró hacia fuera: el huracán se había acrecentado, era un río impetuoso cuyo soplo dispersaba el agua de los diques, pulverizándola en el aire. Las praderas se parecían a una reluciente alfombra de felpa gris, y donde antes se alzaba el álamo no quedaba más que un tronco con una melena de fibras agitada por el viento. El rugido era tan monótono y ensordecedor que Hauberrisser empezó a creer que estaba rodeado por un silencio de muerte. Fue sólo al fijar con unos clavos las temblorosas ventanas, al dejar de oír los martillazos, cuando volvió a reparar en el estruendo que reinaba fuera.

Durante mucho tiempo no se atrevió a mirar hacia la ciudad, por temor a ver barridas la iglesia de San Nicolás y la vecina casa del Zee Dijk, donde se hallaban Pfeill y Swammerdam. Cuando por fin se atrevió a mirar, tímido y lleno de miedo, la vio alzarse intacta hacia el cielo, rodeada por un montón de escombros. «¿Cuántas ciudades quedarán todavía de pie en Europa?", se preguntó, estremecido. «Toda la ciudad de Amsterdam está arrasada. Una cultura decadente se ha convertido en una pila de polvorientas inmundicias».

Entonces, al comprender el impacto del acontecimiento en toda su plenitud, se sintió horrorizado.

Las impresiones del día anterior, el cansancio resultante y el repentino estallido de la catástrofe lo habían mantenido en una especie de aturdimiento mental ininterrumpido que sólo ahora comenzaba a disiparse. Recobró la lucidez. Se golpeó la frente.

—¿He estado dormido?.

Su mirada reparó en el manzano, que por un incomprensible milagro, había conservado todo su florido adorno, intacto. Se acordó de haber enterrado el rollo entre sus raíces el día anterior, le pareció que toda una eternidad había transcurrido en este corto lapso de tiempo.

¿No había escrito que poseía la facultad de separarse de su cuerpo?.

¿Por qué no lo había hecho?. ¿Ayer, durante la noche, o esta mañana al iniciarse el huracán?. ¿Por qué no lo hacía ahora?.

Por un instante volvió a conseguirlo: pudo ver su cuerpo apoyado en la ventana como una silueta vaga, extraña. El mundo exterior, a pesar de la devastación, ya no era, como en otras ocasiones, una imagen fantasmal privada de vida. Ante él se extendía una nueva tierra animada por vitales vibraciones. El presentimiento de un indescriptible encanto le atravesó el corazón. Todo lo que le rodeaba parecía querer adquirir una nitidez duradera… El manzano, ¿no era acaso Chidher, el árbol eternamente "verde"?. Un instante después, Hauberrisser estaba unido nuevamente a su cuerpo, contemplando el huracán, pero ahora sabía que tras la imagen de destrucción se ocultaba la nueva tierra prometida que acababa de ver con los ojos del alma.

Su corazón latía con fuerza, agitado por una jubilosa esperanza: sentía que se encontraba en el umbral del último y supremo despertar, dentro de él, el fénix batía sus alas para volar hacia el éter. Sintió tan nítidamente la cercanía de un acontecimiento que sobrepasaría de lejos toda experiencia humana, que apenas se atrevía a respirar. Era casi como aquel día en el parque de Hilversum, cuando besó a Eva, el mismo batir helado de las alas del ángel de la muerte, pero mezclado esta vez con el presentimiento de una futura vida indestructible. Las palabras de Chidher el Verde resonaron en sus oídos como si las pronunciara el manzano en flor: "Te daré, a causa de Eva, el amor que nunca acaba". Pensó en los innumerables muertos que yacían enterrados bajo los escombros de la destrozada ciudad, era incapaz de sentirse triste por ellos. «Resucitarán, aunque con otra apariencia, hasta que alcancen la forma última, la suprema forma del "Ser despierto", el que ya no muere. La naturaleza también se rejuvenecerá, como el fénix».

Una inesperada agitación se apoderó de él con tanta fueza que creyó sofocarse: ¿no era la presencia de Eva lo que sentía tan cerca?. Un soplo rozó su rostro.

¿Qué corazón, sino el de Eva, podía latir tan cerca del suyo?. Era como si unos sentidos nuevos intentaran nacer en él para abrirle el mundo invisible que se interpenetra con el mundo visible. De un instante a otro podía caer de sus ojos la venda que aún lo ocultaba.

—¡Dame una señal de que estás cerca de mí, Eva! —suplicó suavemente—. No dejes que pierda la fe en tu venida.

—Cuan miserable sería el amor que no fuese capaz de superar el tiempo y el espacio —oyó murmurar a una voz. El pelo se le puso de punta bajo el exceso de conmoción psíquica—. Aquí, en este cuarto, me curé de los horrores de la Tierra, y aquí esperaré a tu lado hasta la hora de tu despertar.

Un apacible sosiego lo envolvió. Miró a su alrededor, en la habitación reinaba una alegre y paciente espera, como una llamada contenida de la primavera, todas las cosas estaban como dispuestas y listas para el milagro de una inconcebible transmutación. Oyó los latidos de su corazón.

Percibía que la habitación, las paredes y los objetos que lo rodeaban no eran más que formas externas, engañosas, formas que se prolongaban en el mundo de los cuerpos como sombras de un reino invisible. En cada momento podía abrírsele la puerta del país de los inmortales.

Intentó imaginar lo que sucedería cuando sus sentidos interiores se despertaran:

«¿Estará Eva conmigo, iré a su encuentro, la veré y hablaré con ella, como hacen las criaturas de esta Tierra?. ¿O nos habremos convertido en colores, en sonidos sin forma que se mezclan?. ¿Estaremos rodeados de materia, como aquí, o atravesaremos el espacio cósmico igual que rayos de luz?. ¿Se transformará también el mundo de la materia, y nosotros, cambiaremos con él?. ¿Participaremos en esa transmutación?». Comprendió que sería una operación completamente natural, y no obstante, nueva e inconcebible para él. Quizás fuera una operación semejante a la formación de esos torbellinos de viento que había visto nacer de la nada durante el día anterior, torbellinos que adoptaban formas tangibles y perceptibles para todos los sentidos de su cuerpo. De todos modos no podía explicarse el fenómeno con claridad.

El presentimiento de un indecible éxtasis lo estremeció de tal manera que supo muy nítidamente que la realidad de la experiencia que le esperaba iba a superar con creces todo cuanto pudiera imaginar.

* * *

El tiempo pasaba.

Parecía ser el mediodía: un círculo luminoso estaba suspendido en lo alto del cielo, difuminado por la neblina. ¿Seguía haciendo estragos el huracán?. Hauberrisser escuchó con atención.

No había nada que pudiera servir como referencia. Los diques estaban vacíos, no había en ellos el menor rastro de movimiento. En lo que abarcaba la vista, no quedaba ni un arbusto. La hierba estaba aplastada. Ni una sola nube en el firmamento, la atmósfera se mantenía inmóvil.

Cogió el martillo y lo dejó caer. Lo oyó chocar contra el suelo con estrépito. Comprendió que, en el exterior, todo se había calmado. Pero los ciclones seguían soplando sobre la ciudad, como pudo observar con los prismáticos. Bloques de piedra sobrevolaban el aire; surgían trombas de agua del puerto, se deshacían, volvían a formarse y se alejaban en el mar.

¡Ay!. ¿Se equivocaba quizás?. ¿No estaba viendo cómo temblaban las dos torres de la iglesia de San Nicolás?. Finalmente se hundió una de ellas, y la otra se elevó en el aire, girando sobre sí misma, y estalló como un cohete. Su inmensa campana quedó suspendida por un momento entre el cielo y la tierra. Después cayó silenciosamente. A Hauberrisser se le paró la circulación de la sangre: ¡Swammerdam!. ¡Pfeill!.

¡No, no, no podía haberles sucedido nada: «Chidher el Verde, el eterno árbol de la humanidad, los protege con sus ramas». ¿Acaso no predijo Swammerdam que sobreviviría a la iglesia?. ¿Y no existían islotes como aquel manzano en flor en su oasis de césped verde, donde la vida se hallaba protegida de la destrucción con objeto de preservarla para la nueva era?.
En ese instante, el golpe de la campana al estrellarse, alcanzó la casa. Los muros retumbaron bajo el impacto de la onda expansiva con un sonido único, tan tremendo y perturbador que Hauberrisser creyó sentir cómo se le quebraban los huesos del cuerpo, como si fueran de cristal, casi perdió el conocimiento.

—Las murallas deJericó han caído… —escuchó la voz fuerte de Chidher el Verde resonando en la habitación— Ha resucitado de entre los muertos.

Silencio absoluto. Luego, el grito de un niño. Hauberrisser, perturbado, miró a su alrededor. Finalmente volvió en sí.

Reconoció las paredes desnudas de su cuarto, pero era como si al mismo tiempo fuesen las murallas de un templo, adornadas con frescos que representaban a dioses egipcios. Se hallaba en medio de la estancia. Las dos apariencias del cuarto eran reales. Veía las vigas de madera del suelo ser a la vez las baldosas del templo. Dos mundos se interpenetraban, se fundían en uno solo, quedando a la vez separados entre sí, como si Hauberrisser estuviera simultáneamente dormido y despierto. Deslizó la mano sobre la cal de la pared, palpó la superficie rugosa, y sin embargo tuvo la absoluta certeza de que sus dedos tocaban una alta estatua dorada, en la cual creyó reconocer a la diosa Isis sentada en su trono. Una nueva conciencia se había añadido a la habitual conciencia humana que había poseído hasta entonces, enriqueciéndolo con la percepción de un mundo nuevo que absorvía el antiguo, siendo paralelo, transformándolo y dejándolo perpetuarse de una manera milagrosa.

Todos sus sentidos, uno tras otro, despertaron en él doblemente, como flores que se abren, y salen del capullo. Las vendas se le cayeron de los ojos. Durante un largo momento no pudo comprender lo que había sucedido, como alguien que en toda su vida no ha visto más que la superficie de las cosas y de golpe toma conciencia de una tercera dimensión.

Comprendió gradualmente que había alcanzado la meta de esta vía, cuyo recorrido total es la razón secreta de toda existencia humana: convertirse en un ciudadano de dos mundos. Nuevamente gritó un niño.

* * *

¿No había dicho Eva que quería ser madre cuando volviera a él?. Recordó, estremecido.

¿Y no llevaba la diosa Isis un niño vivo y desnudo en sus brazos?. Alzó la vista y la vio sonreír. Ella se movía.

Los frescos se tornaban cada vez más nítidos, más coloridos, más luminosos. Había utensilios sagrados en la habitación. Todo era tan claro que Hauberrisser olvidó el aspecto del cuarto y no vio alrededor más que las rojas y doradas pinturas. Con el espíritu ausente fijó la vista en el rostro de la diosa y, lentamente, un vago recuerdo le vino a la mente: ¡Eva!. ¡Pero si era Eva, que ocupaba el lugar de la diosa egipcia!. Se llevó las manos a la cabeza, no acababa de creerlo.

—¡Eva!. ¡Eva! —gritó.

A través de los muros del templo vio reaparecer las paredes de su cuarto. La diosa seguía sonriéndole desde el trono, pero ante él, muy cerca, se hallaba una mujer joven y vigorosa, viva y real, el fiel retrato terrestre de la aparición.

—¡Eva!. ¡Eva! —Hauberrisser la abrazó, cubriéndola de besos, con un grito de júbilo y de indecible alegría.

—¡Eva!…

Durante largo rato, estrechamente abrazados, contemplaron la ciudad muerta a través de la ventana.

Hauberrisser percibió un pensamiento tal como si fuera la voz de Chidher el Verde, diciéndole:

—Ayudad, como lo hago yo, a las futuras generaciones a construir un nuevo mundo con los escombros del antiguo, para que llegue el día en que yo también pueda sonreír.

El cuarto y el templo habían cobrado una nitidez semejante. Como la cabeza de Jano, Hauberrisser podía contemplar al mismo tiempo el mundo terrestre y el de más allá, distinguiendo claramente las cosas y los detalles:

Era un ser vivo.

Aquí abajo y en el más allá.

FIN

El Rostro Verde (14). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XIII

El doctor Sephardi había pedido al barón Pfeill y a Swammerdam que vinieran a su casa. Llevaban más de una hora en su biblioteca.

Era ya noche cerrada. Hablaron de mística, de filosofía, de la Cabala, y del extraño Lázaro Eidotter, el cual, liberado hacía tiempo, había retornado a su negocio de bebidas alcohólicas, pero la conversación volvía siempre a la persona de Hauberrisser.

Al día siguiente era el entierro de Eva.

—¡Es terrible!. ¡Pobre hombre! —exclamó Pfeill, levantándose para andar por la habitación con pasos agigantados—. Si me pongo en su lugar me dan escalofríos —se paró y miró a Sephardi—. ¿No deberíamos ir a verlo y hacerle compañía?. ¿Qué opina usted, Swammerdam?. ¿Podemos excluir que se rompa esa tranquilidad incomprensible en la que está sumergido?. Si de repente volviera en sí y se encontrara solo y abandonado en su dolor…

Swammerdam negó con la cabeza:

—No se preocupe por él, señor. La desesperación ya no puede alcanzarlo. Eidotter diría que sus luces han sido intercambiadas.

—Su fe tiene algo terrible… —murmuró Sephardi— cuando lo oigo hablar de esa manera siento una especie de… espanto —vaciló un instante, preguntándose si no iría a abrir una llaga—. Cuando asesinaron a su amigo Klinkherbogk, usted nos preocupó mucho. Creímos que el suceso lo hundiría. Eva me pidió muy particularmente que fuese a verlo e intentara consolarlo. ¿Dónde pudo hallar la fuerza para soportar con tanto valor un horrible acontecimiento que debía haber sacudido los fundamentos de su fe?.

Swammerdam le interrumpió:

—¿Se acuerdan de la palabras que Klinkherbogk pronunció antes de morir?.

—Sí, frase por frase. Y más tarde comprendí también su significado. No cabe duda de que previó exactamente su fin antes de que el negro entrara en el cuarto. Lo que dijo acerca del rey de Etiopía bastaría para probarlo.

—Precisamente el hecho de que se haya realizado su profecía es lo que me consoló. Al principio, naturalmente, estaba derrumbado, pero cuando comprendí la magnitud del acontecimiento me pregunté. ¿Qué es preferible?. ¿Que una palabra pronunciada en trance se realice o que una niña enferma de tisis y un viejo y decrépito zapatero vivan algún tiempo más?.
¿Hubiera sido mejor que el espíritu mintiera?. Desde entonces el recuerdo de aquella noche es para mí una fuente de alegría pura y serena.

»¿Qué importa que los dos tuvieran que morir?. Créanme, ahora están más a gusto.

—¿Estás, pues, firmemente convencido de que existe una vida después de la muerte? —preguntó Pfeill—. Yo, desde luego, también lo creo —añadió en voz baja.

—Ciertamente estoy convencido de ello. Claro que el paraíso no es un lugar, sino un estado. Pero la vida en la Tierra tampoco es más que un estado.

—¿Y usted… añora ese estado?.

—N…No —Swammerdam vaciló como si le costara hablar del tema. Un viejo lacayo de librea morada vino a anunciar la llamada telefónica para el señor. Sephardi se levantó y abandonó la habitación.

Swammerdam prosiguió inmediatamente su discurso. Pfeill comprendió que no estaba destinado para los oídos de Sephardi.

—La cuestión del paraíso es un arma de doble filo. Hay mucha gente a la que podemos herir mortalmente al decirles que allá no hay más que imágenes.

—¿Imágenes?. ¿Qué quiere decir con esto?.

—Se lo explicaré con un ejemplo. Mi mujer, que como usted sabe, murió hace muchos años, me quería infinitamente, y yo a ella. Ahora, ella está en el "más allá" y sueña que estoy con ella. No sabe que no es sino mi imagen lo que está con ella. Si lo supiera, el paraíso sería para ella un infierno.

»Todos los moribundos que pasan al otro lado encuentran allí las imágenes de lo que añoran, y las toman por reales, incluso las de aquello que les importaba mucho —añadió señalando hacia los estantes llenos de libros—. Mi mujer creía en la Virgen. Ahora sueña con que está en sus brazos.

»Los propagadores de las luces que pretenden arrancar a las masas de la religión no saben lo que hacen. La verdad sólo es para una élite restringida. Debería quedar oculta a las masas. Quien sólo conoce la mitad de ella entra al morir en un paraíso sin color. El gran deseo de Klinkherbogk en esta tierra era ver a Dios, ahora está en el más allá y ve a "Dios".

»Era una persona sin conocimientos ni cultura, no obstante salieron de su boca palabras de verdad, engendradas por su sed de Dios. Pero un destino misericordioso le impidió descubrir su sentido profundo.

»Durante mucho tiempo yo no comprendí la razón; ahora la comprendo. Sólo habría entendido la mitad de la verdad, y su deseo de contemplar a Dios no se hubiera realizado, ni en la realidad ni en los sueños del más allá» —se interrumpió al oír los pasos de Sephardi.

Pfeill comprendió instintivamente el por qué: probablemente sabía del amor que sentía por Eva. Sabía que Sephardi, a pesar de ser un científico, era profundamente religioso y piadoso, y no quería destruirle su "paraíso", la ilusión de un más allá donde reunirse con Eva. Swammerdam prosiguió:

—Acababa de decir que el hecho de ver realizada la profecía de Klinkherbogk ha restado importancia a su muerte atroz, convirtiendo mi dolor en alegría. También esto puede ser un "intercambio de las luces"; la transformación de la amargura en la dulzura, lo cual sólo puede lograrlo el poder de la verdad.

—Sigue siendo para mí un enigma sin solución —interrumpió Sephardi— la manera cómo consigue usted vencer el dolor gracias al conocimiento. Yo también intento combatir el dolor que me produce la muerte de Eva por medio de pensamientos filosóficos, pero tengo la sensación de que nunca me aliviarán.

Swammerdam ladeó la cabeza, pensativo.

—Naturalmente. Esto se debe a que sus conocimientos son generados por el pensamiento, y no por la "palabra interior". Sin darnos cuenta desconfiamos de nuestros propios conocimientos y por ello nos parecen grises y muertos. Por el contrario, las inspiraciones que vienen de la palabra interior son regalos vivos de la verdad que nos alegran indeciblemente cada vez que nos acordamos de ellos.

»Desde que sigo esta "vía", rara vez he oído la palabra interior, y sin embargo, toda mi existencia es iluminada por ella.

—¿Y todo lo que dijo se hizo realidad? —preguntó Sephardi, reprimiendo una duda en su voz—. ¿O no se trataba de profecías?.

—Sí. Había tres profecías referentes al lejano futuro. La primera era así: gracias a mi ayuda se abrirá para una joven pareja un camino espiritual que permanecía sepultado desde hace miles de años; muchos podrán acceder a él en el porvenir. Es el único camino que da a la vida su verdadero valor, que da un sentido a la existencia. Esta profecía se ha convertido en el contenido de mi vida. De la segunda de las profecías prefiero no hablar, si lo hiciera me tomarían por loco.

Pfeill preguntó:

—¿Se está refiriendo a Eva?.

Swammerdam no contestó, limitándose a sonreír. Finalmente dijo:

—Y la tercera carece de importancia, aunque ello es imposible; no les interesaría.

—¿Tiene indicios del cumplimiento de al menos alguna de las tres predicciones? —preguntó Sephardi.

—Sí. Tengo una ineludible certeza. Poco me importa que se realicen, me basta con saber que soy incapaz de dudar de su realización.

»Ustedes no pueden comprender lo que significa sentir la verdad a flor de piel, la verdad que nunca se equivoca. Son cosas de las que hay que tener una experiencia propia.

»Nunca experimenté lo que se llama una visión "sobrenatural" salvo en una ocasión, en sueños. Se me apareció la imagen de mi mujer en una época en que yo andaba buscando un escarabajo verde. Nunca deseé "contemplar a Dios"; jamás se me apareció un ángel, como a Klinkherbogk; nunca encontré, como Lázaro Eidotter, al profeta Elias, pero la vivencia de la palabra bíblica "Bienaventurados los que no han visto y han creído" me ha recompensado mil veces por ello. En mí la frase se ha hecho realidad. He creído donde no había nada que creer, y he aprendido a considerar posibles cosas imposibles.

»A veces siento junto a mí a alguien gigantesco y todopoderoso, o sé que él protege a éste o a aquél. No lo veo ni lo oigo, pero sé que está ahí.

»No espero verlo alguna vez, pero pongo toda mi esperanza en él. Sé que tiene que venir una época terrible, espantosa, que será precedida por un huracán de una intensidad nunca vista. No me importa vivir o no esa época, soy feliz sabiendo que vendrá.

Un escalofrío recorrió a Pfeill y a Sephardi cuando oyeron estas palabras que Swammerdam pronunció con una fría calma.

—Me han preguntado esta mañana que dónde creía yo que podía haberse escondido Eva durante tanto tiempo. ¿Cómo podría yo saberlo?. Sabía que vendría, eso sí, y efectivamente vino. Y tan seguro como que yo estoy aquí sé que no está… muerta. Él la protege con su mano.

—Pero… ¡si está en un ataúd, en la iglesia!. ¡Mañana la enterrarán! —exclamaron Pfeill y Sephardi al mismo tiempo.

—Aunque la enterraran mil veces, aunque tuviera en mis manos su cráneo, sabría que no ha muerto.

—Está loco —le dijo Pfeill a Sephardi cuando Swammerdam ya se había marchado.

* * *

Las altas ventanas ojivales de San Nicolás despedían una luz tenue, un resplandor procedente del interior iluminaba la niebla nocturna.

Apoyando la espalda contra la tapia del jardín, confundido con la sombra, el negro Usibepu esperaba inmóvil a que pasara el guardia encargado de vigilar las mal afamadas calles del puerto desde que sucedieron los funestos acontecimientos del Zee Dijk. Tras oír cómo se alejaban los cansinos pasos, se subió por las rejas, escaló un árbol y saltó desde allí al tejado, abriendo la claraboya con precaución y dejándose caer suavemente, como un gato. En el centro de la nave, sobre un catafalco de plata, reposaba Eva, las manos juntas sobre el pecho, los ojos cerrados y la sonrisa rígida, en medio de un montón de rosas blancas. Cirios rojos y dorados, gordos como un brazo y altos como un hombre, velaban a ambos lados del sarcófago y en la cabecera, con sus inmóviles llamas.

En un nicho de la pared se hallaba la imagen de la Virgen Negra con el niño en brazos, y ante ella, suspendido de una cadena brillante que colgaba del techo, centelleaba el cristalino corazón de rubí de una lámpara eterna.

Tras las rejas, manos y pies de cera pálida, muletas con la inscripción "gracias a María", estatuas de Papas con sus tiaras blancas en la cabeza tallada en madera policromada, la mano alzada en ademán de bendición.

Sin hacer ruido, el negro se deslizó de columna en columna, lleno de sorpresa al contemplar aquellas cosas tan extrañas para él. Cuando vio los miembros de cera, su rostro se contrajo en una mueca, creyó que procedían de enemigos vencidos. Acechó a través de las ranuras de los confesionarios y palpó con desconfianza las grandes estatuas de los santos, quería comprobar que no estaban vivos.

Tras convencerse de que se hallaba solo, se acercó de puntillas a la muerta, contemplándola largo rato con tristeza. Algo aturdido por su belleza, acarició sus cabellos rubios y sedosos, y se sobresaltó como si temiera interrumpir su sueño. ¿Por qué se había asustado tanto de él aquella noche en el Zee Dijk?. No acababa de comprenderlo.

Cada una de las mujeres que había deseado, ya fuera negra o blanca, se había sentido orgullosa de ser suya. Incluso Antje, la camarera de la taberna del puerto, que también era una mujer blanca y tenía el pelo rubio. Con ninguna había tenido que recurrir a la magia Vidû, todas vinieron por sí mismas a echarse en sus brazos. ¡Menos ella!. ¡Todas a excepción de ella!.

Por poseerla, ¡cuan gustosamente habría renunciado a todo ese dinero por el que estranguló aquella noche al viejo de la corona de papel!.

Noche tras noche desde que huyó de los marineros, había errado en vano por las calles para encontrarla. Ninguna de esas mujeres que esperan a los hombres en la oscuridad pudo decirle donde se encontraba.

Se frotó los ojos con la mano.

Como un confuso sueño desfilaron ante él sus recuerdos: las tórridas estepas de su patria, y el comerciante inglés que lo llevó a Ciudad del Cabo prometiéndole que sería rey de los zulúes; la casa flotante que lo trajo a Amsterdam, el circo, junto a esa tropa de despreciables esclavos nubios con los que cada noche tenía que ejecutar danzas guerreras, por un dinero que enseguida se le iba; esta ciudad de piedra donde su corazón se consumía de nostalgia, nadie que entendiera su lengua…

Acarició suavemente el brazo de la muerta y en su rostro se dibujó la expresión del más absoluto abandono. ¡Ella no sabía que por su causa había perdido a su Dios!. Para que viniera hacia él, invocó al terrible Souquiant, el Dios-serpiente de rostro humano, perdiendo así el poder de caminar sobre las piedras incandescentes. Despedido del circo y sin dinero, iban a mandarlo de vuelta a África, donde volvería como mendigo en lugar de como rey. Saltó del barco, y nadando, llegó a la ribera.

Durante el día se escondía en las embarcaciones, y por la noche recorría el Zee Dijk, buscándola a ella, a la que amaba más que a su estepa, más que a sus mujeres negras, más que al sol en el cielo, más que a todo.

Desde entonces, una única vez se le había vuelto a aparecer el Dios-serpiente, iracundo; durante un sueño le dio la cruel orden de llevar a Eva a casa de un rival. Sólo ahora tenía el derecho devolver a verla, cuando ya estaba muerta.

Preso de un profundo dolor, dejó la mirada errar por la sombría iglesia: ¿un hombre crucificado con una corona de espinas en la cabeza y clavos atravesándole las manos y los pies?. ¿Una paloma con un ramo verde en el pico?. ¿Un anciano con una gran bola dorada en las manos?. ¿Un joven atravesado de flechas?. Sólo dioses blancos, extraños, cuyos nombres no podía invocar por no conocerlos. No obstante, ¡debían conocer la magia y saber resucitar a la muerta!. ¿De quién sino de ellos obtendría el señor Zitter Arpad el poder para hundirse cuchillos en la garganta, o tragarse huevos de gallina y hacerlos reaparecer?.
Una última esperanza lo inundó al reparar en la imagen de la Virgen. Debía de ser una diosa porque llevaba una diadema en la cabeza. Era negra, de manera que quizás comprendiera su lengua. Se inclinó ante la imagen, retuvo el aliento hasta escuchar los gemidos de los enemigos sacrificados que esperaban su llegada a las puertas del cielo para servirle como esclavos. Se tragó la lengua con un estertor para penetrar en el reino donde el hombre puede hablar con los invisibles. Nada.

Profunda, honda oscuridad en lugar de la pálida luz verdosa que estaba acostumbrado a ver. No podía encontrar el camino hacia la diosa extranjera.

Lentamente, y con tristeza, volvió junto al ataúd, se acurrucó al pie y entonó el canto mortuorio de los zulúes, una liturgia salvaje y terrible: a veces bárbaros sonidos guturales, a veces un murmulio como el golpe de los antílopes en fuga, roncos y desesperados rugidos, quejidos suaves y melancólicos que ahora parecían perderse en lejanos bosques y ahora despertaban con sollozos resonantes como el aullido de un perro que hubiera perdido a su amo.

* * *

Finalmente se levantó, quitándose una pequeña cadena blanca que pendía sobre su pecho. Estaba hecha de las vértebras cervicales de regias esposas estranguladas, era el símbolo de su dignidad como jefe de los zulúes, un fetiche sagrado que confería la inmortalidad a todos los que se lo llevaban a la tumba. Enrolló el horrible rosario en las manos de la muerta.
Era lo más valioso que había poseído nunca. ¿Qué le importaba, de ahora en adelante, la inmortalidad?. No tenía patria, ni aquí ni en el más allá. ¡Eva no podía ir al cielo de los negros, y él no podía entrar en el paraíso de los blancos!.

* * *

Un ligero ruido lo sobresaltó.

Tendió el oído como una fiera preparada para saltar. Nada.

No era más que el crujido de las fúnebres coronas que se marchitaban.

Entonces su mirada reparó en un cirio que estaba al pie del catafalco. La llama temblaba y se inclinaba hacia un lado, como bajo el efecto de una corriente de aire. ¡Alguien debía haber entrado en la iglesia!.

De un salto se escondió detrás de una columna. Miró fijamente en dirección a la sacristía, esperando que la puerta se abriese.

Nadie.

Cuando volvió la cabeza hacia el féretro se alzaba un trono de piedra en lugar del cirio. Estaba ocupado por un ser esbelto, de tamaño sobrehumano; llevaba sobre la cabeza la corona de plumas del juez de los muertos. Se mantenía inmóvil. Estaba desnudo, con una tela roja y azul ciñéndole las caderas, sus manos sujetaban un cayado y un látigo: se trataba de un dios egipcio. De su cuello pendía una cadena con una tablilla de oro. Frente a él, al pie del ataúd, se erguía un hombre bronceado con cabeza de Ibis, sosteniendo en la mano el símbolo egipcio de la vida: la cruz rematada por un anillo.

A cada lado del féretro había una silueta, la una con cabeza de gavilán, la otra con cabeza de chacal. El zulú adivinó que habían venido a juzgar a la difunta. La diosa de la Verdad, con una túnica ajustada y un tocado en forma de buitre, llegó por el pasillo central y se acercó a la muerta, la cual se incorporó con rigidez. Le sacó el corazón del pecho y lo depositó en una balanza.

La silueta de la cabeza de chacal puso una estatuilla de bronce en el otro platillo. El gavilán comprobó el peso.

El platillo de la balanza en el que estaba el corazón de Eva se hundió profundamente.

El hombre de la cabeza de Ibis anotó el peso con un punzón, en silencio, sobre una tablilla de cera. Entonces, el juez de los muertos dijo:

—Ella fue, en la Tierra, una sirviente piadosa del señor de los dioses, como recompensa ha alcanzado el país de la verdad y de la justicia. Despertará como divinidad viviente y brillará en el coro de los dioses que viven en los cielos, porque ella es de nuestra raza. Así está escrito en el libro de la morada secreta.

Desapareció en ese instante como tragado por el suelo. Eva, con los ojos cerrados, bajó del ataúd. En medio de los dos dioses, y siguiendo al hombre de la cabeza de gavilán, Eva traspasó los muros de la iglesia, silenciosamente, desapareciendo.

Los cirios se transformaron en siluetas bronceadas que portaban llamas flameantes sobre sus cabezas, las cuales cubrieron con la tapa el ataúd vacío.

Un crujido se propagó en el interior de la iglesia cuando los tornillos penetraron en la madera.



CAPÍTULO XIV

Un invierno sombrío y helado había extendido una helada y blanca sábana sobre Holanda, sobre sus llanuras, retirándola lentamente, muy lentamente. La primavera no llegaba. Como si la tierra no pudiera despertar.

Vinieron los días pálidos de mayo, y desaparecieron; las praderas seguían sin reverdecer.

Los árboles estaban desnudos, secos, sin capullos, con las raíces heladas. Por todas partes campos negros y yertos, hierbas pardas y marchitas. Aterraba la total ausencia de viento. El mar estaba inmóvil, desde hacía meses no caía una sola gota de lluvia, sólo había un sol insípido tras las nubes de polvo. Noches de bochorno, sin rocío.

El ciclo de la naturaleza parecía haberse detenido. La angustia a causa de los amenazadores acontecimientos, atizada por predicadores que llamaban al arrepentimiento y que recorrían las calles bramando sus cánticos, había prendido en la población como en la terrible época de los anabaptistas. Se hablaba de la inevitable escasez de víveres y del próximo final del mundo.

* * *

Hauberrisser había abandonado su piso de la Hooigracht para instalarse en una llanura al sureste de Amsterdam. Vivía solitario en una casa secularmente aislada, la cual, según las leyendas, había sido un dolmen. Se hallaba adosada a una pequeña colina, en medio de un pólder*.

*. Terreno pantanoso ganado al mar y que una vez desecado se dedica al cultivo.

Al regresar del entierro de Eva había reparado en ella. Como llevaba mucho tiempo deshabitada, pudo alquilarla enseguida. Ese mismo día trajo sus enseres, y con la llegada del invierno hizo instalar algunas comodidades. Deseaba estar a solas consigo mismo, lejos de los hombres, los cuales le parecían sombras sin vida. Desde su ventana podía ver la ciudad, con sus sombrías construcciones y su bosque de mástiles, yaciendo ante él como un humeante monstruo erizado.

Cuando enfocaba con los prismáticos las dos torres de la Iglesia de San Nicolás se sentía invadido por una sensación extraña: como si no fueran cosas lo que veía ante sí, sino recuerdos dolorosos, petrificados, que intentaban alcanzarlo con sus crueles brazos. Pero rápidamente se disolvían, fundiéndose con las casas y los tejados de la nebulosa lejanía.

Al principio visitó de vez en cuando la tumba de Eva en el cercano cementerio, pero su visita siempre había resultado un paseo mecánico, carente de sentido.
Intentaba imaginarse que ella yacía allí, bajo la tierra, y pensaba que debía experimentar tristeza, pero esta idea se le antojaba tan insensata que a menudo olvidaba depositar sobre la tumba las flores que traía, y volvía a llevárselas de vuelta. La noción del "dolor psíquico" se había convertido para él en una palabra sin sentido, perdiendo todo poder sobre su vida sentimental.

A veces, al reflexionar sobre esta extraña transformación de su ser, casi sentía miedo de su propia persona.

* * *

Una tarde se hallaba sentado ante la ventana, contemplando la puesta de sol.

Frente a la casa se alzaba un álamo ajado en un desierto de césped pardusco y seco. Solamente un poco más lejos, rodeado de una pequeña pradera verde, crecía, como en un oasis, un manzano cubierto de flores, era la única señal de vida en toda la región, los campesinos acudían en ocasiones a él en peregrinaje. «La humanidad, el fénix eterno, se ha reducido a cenizas en el curso de los siglos, —pensó mientras dejaba errar la mirada por las tristes llanuras—, ¿resucitará algún día?». Recordó la aparición de Chidher el Verde y sus palabras en el sentido de que se había quedado en la tierra para "dar".

—Y yo, ¿qué hago? —se preguntó—. ¡Me he convertido en un cadáver andante, un árbol desecado como ese álamo de ahi fuera!. ¿Quién sabe, aparte de mí, que existe una segunda vida misteriosa?. Swammerdam me indicó el camino, y un desconocido me lo explicó con su diario. Sólo yo guardo con avaricia los frutos que el destino me ha dado. Incluso mis mejores amigos, Pfeill y Sephardi, creen que me he retirado a llorar por Eva. ¿Tengo derecho a apartarme de los hombres porque me parezcan fantasmas que yerran sin meta por la existencia?. ¿O porque me parezcan orugas reptando por los suelos sin saber que son futuras mariposas?.

Un vivo deseo de ir en el acto a la ciudad y plantarse en una esquina, como uno más de los itinerantes profetas que anunciaban el día del Juicio, y gritar a las masas que existia un puente entre las dos vidas, entre ésta y la del más allá, lo empujó a adoptar una decisión repentina. Pero inmediatamente se corrigió: «No haría más que arrojar perlas a los cerdos. La masa no podría comprenderme. Suplican que baje del cielo un dios al que poder vender y crucificar. Y los pocos valiosos que andan buscando un camino de liberación, ¿me escucharían?. No. Los que dicen la verdad han perdido credibilidad».

No pudo evitar pensar en lo que había dicho Pfeill acerca de que antes de regalarle algo a alguien habría que preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el regalo.

—No, imposible, —se dijo, y empezó a reflexionar: «Es curioso pero cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oír mi voz».

Constató que ya casi había alcanzado ese límite. Recordó el diario y las singulares circunstancias en las que le había llegado.

«Lo continuaré con la descripción de mi propia vida, y abandonaré al destino lo que pueda ocurrir con él. El que me dijo que se había quedado para dar a todos según sus deseos deberá ocuparse de él como si fuese mi testamento, entregándolo a quienes puedan sacarle provecho, a aquéllos que aspiran a despertar espiritualmente. Si un solo ser alcanzara la inmortalidad gracias a mi relato, mi existencia habría tenido sentido».

Con la intención de reforzar las instrucciones del pergamino con sus propias experiencias y de llevarlo a su anterior vivienda para depositarlo en el armario secreto, se sentó y comenzó a escribir:

«Al desconocido que me seguirá en el tiempo:

»Cuando leas estas páginas, la mano que las escribió quizás esté podrida desde hace mucho tiempo.

»Tengo la certeza de que se descubrirán ante tus ojos en el preciso momento en que más las necesites, como el ancla de un desamparado barco que fuera a estrellarse contra los arrecifes.

«En el diario que se encuentra junto al mío hallarás una doctrina que incluye todo lo que una persona necesita para pasar, como por un puente, a un nuevo mundo poblado de maravillas. Lo único que puedo añadir es la descripción de mi vida y de los estados espirituales que he alcanzado gracias a esta doctrina. Con sólo reforzar en tí la certeza de que realmente existe una vía secreta que conduce más allá de la humanidad mortal, mis líneas cumplirían su cometido.

»Un soplo de inminentes terrores llena la noche en la que escribo estas palabras, terrores que no me conciernen a mí, sino a los innumerables que no maduraron en el árbol de la vida. No sé si veré por mis ojos corporales esa "primera hora" a la que alude mi predecesor en su diario, tal vez ésta sea mi última noche. Pero, aunque abandone esta tierra mañana o dentro de unos años, tiendo mi mano hacia el futuro, hacia la tuya.

»¡Cógela, como cogí yo la de mi predecesor, para que no se rompa la cadena de la enseñanza del "despertar" y lega tú también este testamento a los que te sigan!».

* * *

El reloj pasaba ya de la medianoche cuando su relato llegó al punto donde Chidher el Verde le impidió suicidarse. Iba y venía por la habitación, sumergido en sus pensamientos. Comprendió que allí se iniciaba el gran abismo que separa la comprensión de un ser normal, por muy imaginativo y crédulo que sea, de la de una persona espiritualmente despierta.
¿Existían palabras para expresar aproximadamente lo que había vivido a partir de aquel momento, casi sin interrupción?. Dudó mucho rato. No sabía si debía acabar el relato con la muerte de Eva; fue a la habitación contigua para buscar un estuche plateado que habia mandado hacer con objeto de albergar el rollo. Cuando registró el armario tropezó con la calavera de papel maché que habia comprado un año antes en el salón de artículos misteriosos.

La observó a la luz de la lámpara, meditabundo, y le vino a la mente la misma idea de antaño:

«Es más difícil sonreír eternamente que encontrar el cráneo que llevaba uno puesto en una vida anterior». Esta idea le pareció como la promesa de que aprendería a sonreír en un futuro feliz.

Su vida pasada, con sus apasionados y dolorosos deseos, le resultó tan incomprensiblemente extraña y lejana como si hubiera sido vivida por ese ridiculo y a la vez profético objeto de papel, en vez de por su propia cabeza. No pudo evitar una sonrisa al pensar que tenía… su propio cráneo en la mano.
Habia dejado atrás el mundo como si fuera la tienda de un ilusionista llena de baratijas y cachivaches.

* * *

Volvió a tomar la pluma y escribió:

«Cuando Chidher el Verde se hubo marchado, y con él, de forma incomprensible, todo dolor relacionado con Eva, me dispuse a acercarme a la cama para besar las manos de Eva cuando vi a un hombre arrodillado, la cabeza apoyada en el brazo de la muerta, en el cual reconocí, con sorpresa, mi propio cuerpo. No podía verme a mi mismo, si inclinaba la mirada para ver mis miembros no percibía más que un vacio. Al mismo tiempo, el hombre de al lado de la cama se levantó y miró sus pies, como yo mismo había creído hacerlo. Era como si fuese mi sombra y tuviese que ejecutar cualquier movimiento que yo le ordenara.

»Me incliné sobre la muerta y fue él quien lo hizo. Supongo que sufría al hacerlo, puede ser, pero no lo sé. Para mí, la que yacía allí, inmóvil, con una rígida sonrisa en los labios, era el cadáver de una joven desconocida, hermosa como un ángel, una imagen de cera que no me llegaba al corazón, una estatua de cera que se parecía a Eva en todos sus rasgos, pero sin que fuera más que su imagen. Me hacía tan inmensamente feliz el hecho de que no fuera Eva la muerta, sino una desconocida, que no podía pronunciar palabra a causa de la alegría.

»Luego entraron tres personajes en la habitación. Reconocí en ellos a mis amigos. Vi que se acercaban a mi cuerpo para consolarlo. Mi "sombra" sonreía sin contestar.

»¿Cómo hubiera podido contestar, si no era capaz de hacer nada sin que yo se lo ordenara?.

»Mis amigos, y las numerosas personas que vi después en la iglesia y durante el entierro, eran también sombras para mí, como mi propio cuerpo. El coche fúnebre, los caballos, los portadores de antorchas, las coronas, las casas ante las cuales pasamos, el cementerio, el cielo, la tierra y el sol: todo no eran más que imágenes sin vida interior, del color de un país de sueño al que yo echaba un vistazo, feliz y contento, porque todo aquello ya no me concernía. Desde entonces mi libertad ha ido creciendo, y sé que he sobrepasado el umbral de la muerte. A veces, durante la noche, veo mi cuerpo acostado, oigo su respiración regular, todo ello estando yo despierto. Él tiene los ojos cerrados, pero yo puedo mirar a mi alrededor y estar donde quiera. Cuando él camina yo puedo descansar, y descansar cuando él anda. Pero si me dan ganas, puedo ver a través de sus ojos y oír con sus oídos, mas entonces todo es triste y oscuro a mi alrededor, y vuelvo a ser como los demás hombres: un fantasma más en el reino de los fantasmas. Cuando me desprendo de mi cuerpo y lo observo como a una sombra que ejecuta automáticamente mis órdenes y participa de la vida aparente del mundo, experimento un estado tan extraño que no sé cómo describírtelo.

»Supon que te encuentras en un cine, con el corazón feliz porque acabas de sentir una gran alegría, y que contemplas en la pantalla a tu propio cuerpo sucumbiendo de dolor ante el lecho de muerte de la mujer amada, de la cual tú sabes que no está muerta, sino en casa, esperándote. Imagínate que más tarde oyeras a tu imagen proferir desesperados gritos de dolor con tu misma voz, como si ésta saliera por un altavoz, di, ¿te impresionaría este espectáculo?.

»Quisiera que lo vivieras tú mismo.

»Entonces sabrías, como yo lo sé ahora, que existe una posibilidad de escapar a la muerte.

»El grado que he podido alcanzar es esa gran soledad de la que habla mi predecesor en su diario. Podría ser para mí aún más terrible que la vida terrestre si fuera el último peldaño de la escalera que se me permitiese subir. Pero la jubilosa certidumbre de que Eva no ha muerto me eleva por encima de todo.

»Aunque todavía no puedo ver a Eva, sé que sólo tengo que dar un pequeño paso más en el camino del despertar para encontrarla, y de una manera mucho más real que cualquiera que nunca hubiera creído posible. Lo único que nos separa ya es una delgada pared, a través de la cual podemos sentir nuestra mutua presencia. ¡Cuánto más profunda e incomparablemente calmada es ahora mi esperanza de hallarla si la cotejo con la época en que la invocaba hora tras hora!.

»Entonces se trataba de una espera que me consumía, ahora tengo una certeza que me llena de alegría.

»Existe un mundo invisible que interpenetra al mundo visible. Tengo la certeza de que Eva habita en él como en una oculta demora, esperándome.

»Si tu destino fuera similar al mío y hubieras perdido a un ser amado, no creas que será posible volver a encontrarlo si no eliges el "camino del despertar".

»Piensa en lo que Chidher el Verde me dijo: "quien no aprende a ver en la tierra tampoco aprenderá en el más allá". Guárdate de la enseñanza de los espiritistas como si fuera veneno, son una de las pestes más temibles que jamás azotaron a la humanidad. Los espiritistas también afirman que entran en contacto con los muertos, creen que los muertos vienen a ellos; pero no es más que una ilusión. Afortunadamente, no saben quienes son los que vienen a ellos, si lo supieran tendrían miedo. Debes comenzar por ser tú mismo invisible antes de emprender el camino hacia los invisibles, por vivir simultáneamente aquí abajo y allá arriba, al igual que yo me he vuelto invisible incluso a los ojos de mi propio cuerpo.

»Yo todavía no he llegado tan lejos como para que se me conceda la visión del otro mundo, pero sin embargo, sé que los que abandonaron la tierra estando ciegos no se hallan allí. Son como melodías que se han extraviado en el aire y yerran por el universo hasta que vuelvan a encontrar unas cuerdas en las que poder vibrar nuevamente. El sitio donde ellos creen estar no es un lugar, es una isla de ensueños, sin dimensiones, poblada de sombras, mucho menos real que la Tierra.

»En verdad, sólo el ser despierto es inmortal. Los soles y los dioses perecen, únicamente él sobrevive y puede llevar a cabo lo que desee. No hay ningún dios por encima de él. No es vano el que nuestro camino se denomine la vía pagana: lo que los creyentes llaman Dios no es sino un estado que ellos mismos podrían alcanzar si fueran capaces de creer en sí mismos. Pero en su incurable ceguera se han creado un obstáculo que no osan franquear, se han fabricado una imagen para adorarla en lugar de convertirse en ella.

»Si quieres rezar, reza a tu yo invisible. Es el único dios que presta oídos a las oraciones. Los demás dioses te darán piedras en lugar de pan.

»Infelices aquéllos cuyas súplicas sean oídas después de rezar a un ídolo. Perderán su yo, puesto que nunca jamás serán capaces de creer que el favor se lo proporcionaron ellos mismos. Cuando tu yo invisible aparezca en tí como una realidad, lo reconocerás por el hecho de que proyecta una sombra. Yo tampoco supe quién era hasta el día en que vi mi cuerpo como una sombra. Llegará el día en el cual los hombres, los seres humanos, proyectarán sombras luminosas sobre la tierra en lugar de las vergonzosas manchas negras de ahora, y nuevas estrellas se levantarán. ¡Contribuye tú también a que se haga la luz!».

* * *

Hauberrisser se levantó bruscamente, enrolló los folios y los metió en el estuche de plata.

Tenía la nítida sensación de que alguien lo incitaba a darse prisa. En el cielo se vislumbraba ya la primera claridad de la mañana naciente. El aire tenía un color plomizo, y la reseca llanura que se extendía frente a la ventana se parecía a un inmenso tapete de lana gris donde los canales trazaban rayas claras. Salió de la casa con la intención de dirigirse a Amsterdam. Tras haber dado unos pocos pasos, renunció a su proyecto de ir a esconder el documento en su anterior domicilio de la Hooigracht. Volvió a proveerse de una pala. Comprendió que debía enterrarlo en algún sitio cercano. Pero, ¿dónde?. ¿Acaso en el cementerio?. Tomó esa dirección. No, allí tampoco.

Su mirada se detuvo en el manzano en flor. Era alli. Cavó un hoyo y depositó en él el estuche con el manuscrito.

Después fue lo más rápidamente que pudo a la ciudad, atravesando praderas y puentecillos con la grisácea luz del alba. Una gran preocupación por sus amigos, como si corrieran algún peligro, lo inquietaba de repente.

A pesar de la hora tan temprana el aire estaba reseco y caluroso, como anunciando tormenta.

Una calma sofocante daba a la región una apariencia siniestra, cadavérica. El sol colgaba como un disco de amarillo metal deslucido tras un velo de espeso vapor. A lo lejos, al oeste, sobre el Zuidersee, ardía un cúmulo de nubes rojas, parecía la tarde en vez de la mañana.

Impulsado por el vago temor de llegar demasiado tarde, tomaba atajos siempre que podía, caminando a través de los campos y las desiertas carreteras, pero parecía que la ciudad no quisiera acercarse.

Poco a poco, a medida que el día avanzaba, el aspecto del cielo se iba transformando: nubes blanquecinas en forma de ganchos se torcían como gusanos gigantescos azotados por invisibles torbellinos ante el fondo pálido, sin cambiar nunca de sitio; era como una lucha de monstruos aéreos enviados a la Tierra desde el espacio cósmico.

Como descomunales vasos volcados, remolinos en forma de embudos con la punta hacia arriba se hallaban suspendidos en el aire; fieras con las fauces abiertas se abalanzaban las unas sobre las otras, aglomerándose en un montón amenazador. Sólo en la tierra continuaba reinando la misma calma macabra, un viento al acecho.

Un alargado triángulo negro, una nube de langosta africana, pasó delante de él, oscureciendo su luz, de manera que por unos minutos toda la campiña estuvo sumergida en la noche; después fue a parar a lo lejos, aterrizando de forma oblicua. Durante toda la caminata, Hauberrisser no había tropezado con ningún ser vivo, cuando de golpe, se percató de la presencia de una extraña silueta sombría, de talla sobrenatural, con la nuca inclinada y ataviada con un talar.

La distancia no le permitió distinguir sus rasgos, pero reconoció los ademanes, la vestimenta, el perfil de la cabeza con sus largos rizos adornando las sienes. Se trataba de un judío viejo. Cuanto más se aproximaba más irreal se tornaba su figura: medía al menos siete pies de altura, no movía las piernas al andar y sus contornos tenían algo vago, difuminado.
Hauberrisser creyó observar incluso que de vez en cuando, una parte de su cuerpo, el brazo o el hombro, se alejaba para volver inmediatamente a su sitio.

Pocos minutos más tarde el judío era casi transparente, como si no estuviera formado por una masa compacta, sino por una acumulación de innumerables puntos negros, separados entre sí. Entonces, cuando la silueta se puso a su lado silenciosamente, Hauberrisser comprobó que estaba constituida por un enjambre de hormigas voladoras que habían adoptado una forma humana y la mantenían: un incomprensible espectáculo de la naturaleza, parecido a aquel enjambre de abejas que un día vio en el jardín del monasterio.

Durante un rato se quedó absorto en el fenómeno, mirándolo con asombro alejarse hacia el sureste, hasta desaparecer como el humo sobre el mar.

No acertaba a interpretar la aparición. ¿Era un presagio misterioso o era una mueca sin importancia de la naturaleza?. No le parecía plausible que Chidher el Verde escogiera una forma tan fantástica para hacerse visible.

Con la cabeza llena de elucubraciones, atravesó el parque del oeste, dirigiéndose hacia el Damrak para llegar cuanto antes a la casa de Sephardi. Un tumulto lejano le dio a entender que algo había ocurrido.

Pronto le fue imposible abrirse un camino a través de las principales calles a causa de las densas masas agitadas. Decidió internarse por las callejuelas de la Jodenbuurt.

Los adeptos del Ejército de Salvación desfilaban como tropas, rezando en voz alta o bramando el salmo: "Más la ciudad de Dios…".

Hombres y mujeres, sumidos en un éxtasis religioso, se arrancaban las ropas y se desplomaban de rodillas, con espuma en la boca, vociferando obscenidades al mismo tiempo que aleluyas; fanáticos secretarios de torso desnudo se flagelaban la espalda con convulsivas e histéricas risas; aquí y allá se derrumbaban algunos epilépticos, retorciéndose sobre los adoquines. Otros adeptos de cualquier secta estrafalaria se "humillaban ante el Señor", una recogida muchedumbre los rodeaba, tenían la cabeza descubierta y daban saltitos agachados, como ranas, y croaban: «¡Oh tú, mi amado niñito Jesús, ten piedad de nosotros!».

* * *

Asqueado y horrorizado, Hauberrisser erró por toda clase de callejuelas tortuosas, teniendo que desviarse continuamente de su camino a causa del gentío, hasta que ya no pudo avanzar más, viéndose encerrado por una multitud ante la sombría casa de la calle Jodenbree.

El salón de artículos misteriosos se hallaba cerrado, las persianas estaban echadas y faltaba el rótulo. Delante de la tienda se levantaba una plataforma de madera dorada con un trono, ocupado por el "catedrático" Zitter Arpad, que se vestía con un abrigo de armiño y tenía la frente adornada por una diadema de brillantes, como una aureola. Lanzaba monedas de cobre con su efigie a la extasiada multitud y pronunciaba un discurso con voz potente, aunque apenas audible a causa de los incesantes gritos de "Hosanna", en él se repetían constantemente las instigaciones demagógicas:

—¡Quemad a las prostitutas y traedme su oro pecaminoso!.

A duras penas logró Hauberrisser abrirse paso hasta una esquina. Intentaba orientarse cuando alguien lo cogió por el brazo, atrayéndolo hacia un portal. Reconoció a Pfeill. Los dos habían acudido a la ciudad con la misma intención, como pudieron constatar por las pocas palabras que llegaron a intercambiar, se gritaban por encima de las cabezas del gentío, el cual no tardó en separarlos de nuevo.

—¡Vente a casa de Swammerdam! —exclamó Pfeill.

Era imposible detenerse, hasta los patios más pequeños estaban inundados de gente. Cada vez que los dos amigos percibían un hueco en el hervidero de personas que les permitiera juntarse, tenían que aprovecharlo al máximo para poder avanzar, de manera que sólo podían comunicarse con frases breves y precipitadas.

—¡Un espantoso monstruo, este Zitter! —empezó Pfeill su entrecortado relato, hallándose ora delante de Hauberrisser, ora detrás o a su lado, pero siempre separado de él por un muro humano— La policía ha dejado de funcionar, así que no puede detenerlo en el ejercicio de sus actividades… y la milicia, hace tiempo que no existe… Se las da de profeta Elias, y la gente le cree y lo adora… El otro día provocó una horrible carnicería en el circo Carré… el gentío asaltó el circo… arrastraron a unas distinguidas señoritas extranjeras, cortesanas, desde luego, y lanzaron los tigres sobre ellas… Tiene la manía de los Césares… como Nerón… Primero se casó con la Rukstinat y después, para apoderarse de su dinero, la en…

—Envenenó —entendió Hauberrisser vagamente.

Acababa de separarse de Pfeill una procesión de encapuchados, con capirotes blancos y antorchas en las manos, cantando con voz indistinta y monótona la coral: «O sanctissima, o pi…issima dulcis virgo Maa…riii…aaa», y apagando con ella las últimas palabras de su amigo.

Pfeill volvió a aparecer, tenía la cara ennegrecida por el humo de las antorchas.

—Luego perdió todo su dinero en el poker. Y entonces, durante meses, fue médium en sesiones espiritistas. Tuvo una enorme clientela… Todo Amsterdam ha pasado por sus salones.

—¿Qué tal está Sephardi? —gritó Hauberrisser.

—Lleva ya tres semanas en Brasil. Me pidió que te transmitiera sus saludos… Ya antes de marcharse había cambiado totalmente. Sé poco de él. Se le apareció el hombre del rostro verde, y le dijo que debía fundar un estado judío en Brasil. También le dijo que los judíos, siendo como son el único pueblo internacional, estaban llamados a crear una nueva lengua que poco a poco fuera sirviendo de medio de comunicación para todos los pueblos de la Tierra, acercándolos así los unos a los otros. Una especie de hebreo moderno, no lo sé exactamente.

»A raíz de la aparición, Sephardi cambió totalmente, como de la noche a la mañana… Decía que ahora tenía una misión… Parece haber dado en el clavo con la fundación de su estado sionista. Casi todos los judíos de Holanda le siguieron, y todavía llegan incontables muchedumbres de todos los países imaginables que quieren emigrar al Oeste… Esto es un completo hormiguero…

Durante unos instantes los separó una tropa de mujeres que entonaban cánticos. Hauberrisser, al oír la palabra "hormiguero", empleada por su amigo, no pudo evitar pensar en el extraño fenómeno que había contemplado antes de llegar a la ciudad.

—En los últimos tiempos, Sephardi frecuentaba bastante a un tal Lázaro Eidotter, al que he conocido entretanto —prosiguió Pfeill—. Es un viejo judío, una especie de profeta… Últimamente se encuentra en un estado de trance casi continuo… Todo lo que anuncia, se cumple. Hace poco predijo una terrible catástrofe que se produciría en Europa con objeto de preparar la llegada de una nueva era… Decía que se alegraba de perecer él mismo en esa ocasión porque entonces le sería dado conducir hacia el reino de la plenitud a todos los que murieran. En cuanto a la catástrofe, no andaba tan equivocado… Ya ves lo que está pasando aquí, Amsterdam está a la espera del diluvio… La humanidad entera se ha vuelto loca… Hace tiempo que no funcionan los ferrocarriles, en otro caso habría ido a verte a tu arca de Noé. Parece que hoy el frenesí ha llegado a su punto culminante… ¡Ah!, tendría que contarte tantas cosas… Madre mía, si no fuera por el constante alboroto del entorno, apenas se puede terminar una frase… Me han ocurrido muchas cosas increíbles…

—¿Y Swammerdam, cómo está? —gritó Hauberrisser tratando de dominar el ulular de una tropa de hermanos autoflagelantes que avanzaban de rodillas.

—Me envió un mensajero —contestó Pfeill— para que fuera a verlo inmediatamente, después de recogerte a tí… Menos mal que nos hemos encontrado por el camino… Tiene miedo por nosotros, según lo que me comunicó el mensajero. Cree que sólo estaremos seguros cerca de él. Afirma que su voz interior le predijo una vez tres cosas, entre ellas la de que él sobreviviría a la iglesia de San Nicolás… Parece deducir de ello que saldrá vivo de la venidera catástrofe, y quiere que estemos junto a él para que, en vista de la nueva era, nos salvemos nosotros también.

Estas fueron las últimas palabras que Hauberrisser pudo entender. Un clamor ensordecedor que salía de la plaza hacia la que se dirigían los dos amigos, sacudió el aire, propagándose rápidamente: «¡El nuevo Jerusalén ha aparecido en el cielo!… ¡Un milagro, un milagro!… ¡Dios nos sea propicio!». Las voces corrían de buhardilla en buhardilla, saltando por encima de los tejados, y llegaban hasta los rincones más lejanos de los suburbios. Sólo pudo ver a Pfeill mover los labios velozmente, como si le gritara algo con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces se sintió como aupado por aquel flujo humano sumido en la locura, y fue arrastrado sin poder oponer ninguna resistencia hasta la plaza de la Lonja.

Allí, la multitud era tan compacta que debía mantener los brazos pegados al cuerpo y apenas si podía mover las manos. Todas la miradas estaban fijas en el cielo.

En lo alto del firmamento luchaban todavía extrañas siluetas nebulosas parecidas a gigantescos peces alados, pero por debajo se habían acumulado montañas de nubes coronadas de nieve, separadas por un valle iluminado por oblicuos rayos de sol, en el cual se divisaba el espejismo de una ciudad extranjera, meridional, con blancos tejados planos y portales moriscos. Hombres en flotantes albornoces, de orgullosos rostros cetrinos, atravesaban lentamente las pardas calles, tan próximos y tan pavorosamente nítidos que era posible distinguir los movimientos de sus pupilas cuando giraban la cabeza para, como parecía, contemplar con indiferencia el tremendo tumulto de Amsterdam. Fuera de la ciudad, ante los baluartes, se extendía un desierto rojizo cuyos límites se perdían en las nubes, atravesado por caravanas de camellos que eran como sombras en el aire luminoso.

Durante una hora permaneció la visión en el cielo, con un esplendor multicolor, palideciendo posteriormente de manera paulatina. Sólo un minarete alto y esbelto, de una blancura tan cegadora como azúcar centelleante, fue visible hasta el último momento, pero se desvaneció súbitamente en la neblina.

* * *

Era ya tarde cuando Hauberrisser, empujado continuamente por la marea humana, encontró por fin la ocasión para ecapar del gentío.

Era absolutamente imposible llegar hasta la casa de Swammerdam porque ello supondría atravesar gran número de calles y volver a pasar por la plaza de la Lonja. Decidió regresar a su ermita y esperar un día más adecuado.

Pronto se halló de nuevo en las muertas y silenciosas praderas del pólder. Todo el espacio bajo el cielo se había transformado en una impenetrable masa polvorienta.

Hauberrisser oía crujir las hierbas secas bajo sus pies apresurados. La soledad era tan profunda como el murmullo de la sangre en sus oídos.

Tras él yacía la negra ciudad de Amsterdam, envuelta en el resplandor de una ensangrentada puesta de sol que recordaba una enorme antorcha en llamas.

Ni un sólo soplo de aire. De vez en cuando, un chapoteo, un pez que daba un salto en el aire.

Cuando se consumó el crepúsculo, grandes manchas grises se arrastraron por la pradera como telas extendidas y en movimiento.

Hauberrisser se dio cuenta de que se trataba de incontables hordas de ratones que se deslizaban a través de los campos, agitados y emitiendo chillidos apagados.

Conforme avanzaba la oscuridad, la naturaleza parecía más inquieta, a pesar de que no se moviese tallo alguno. De cuando en cuando se formaban pequeños torbellinos en las pantanosas aguas, sin que el menor soplo de aire las tocara, como originadas por el lanzamiento de una piedra invisible. Hauberrisser podía distinguir ya el álamo de la puerta de su casa.
De golpe, surgiendo del suelo, se alzaron unas estructuras blancas en forma de columnas, interponiéndose entre él y la figura del árbol.

Avanzaron hacia él como silenciosos fantasmas, dejando tras de sí anchas líneas oscuras de hierbas calcinadas. Pasaron a su lado sin hacer el menor ruido, mudos espectros de la atmósfera, pérfidos y mortíferos.

* * *

Bañado de sudor, Hauberrisser entró en su casa.

La mujer del jardinero del cercano cementerio, que se ocupaba de los quehaceres domésticos, le había dejado la cena preparada. Estaba tan agitado que no pudo probar bocado.

Desasosegado, se echó en la cama sin desvestirse y esperó, sin pegar ojo, el día que iba a venir.

El Rostro Verde (13). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XII

Soplo de descomposición en el aire. Días agonizantes con un calor de incubadora y noches brumosas. La hierba de los prados cubierta al amanecer de telas de araña como manchas blanquecinas de moho. Entre los terrones marrón-violeta, charcos de agua fría y oscura que han dejado de creer en el sol. Flores de color paja que carecen de fuerzas para erguir las cabezas hacia el cielo transparente. Titubeantes mariposas de alas rotas, descoloridas. En las alamedas de la ciudad, las crujientes hojas cuelgan de tallos mustios. Como una mujer ajada que no hallara colores lo suficientemente chillones para disimular su edad, la naturaleza comenzaba a acicalarse con los multicolores afeites del otoño.

* * *

Hacía tiempo que el nombre de Eva van Druysen había sido olvidado en Amsterdam.

El barón Pfeill la dio por muerta, y Sephardi se vistió de luto. Únicamente en el corazón de Hauberrisser su imagen no podía morir.

Sin embargo, no hablaba de ella cuando venían a verlo sus amigos o el viejo Swammerdam. Se había vuelto taciturno y reservado, sólo conversaba con ellos sobre cosas indiferentes.

No quería mostrar con sus palabras que se había refugiado en la secreta esperanza de volver a ver a Eva, una esperanza que crecía de día en día, pero que temía expresar como si al mencionarla destruyera una frágil redecilla.

Sólo delante de Swammerdam dejaba entrever su estado de ánimo, sin expresarlo con palabras.

Desde el momento que concluyó la lectura del rollo, se estaba operando en él una transformación que apenas si comprendía. Al principio practicaba el ejercicio de la inmovilidad cada vez que se le ocurría. Por una parte se dedicaba a ello con curiosidad, y por otra con la actitud incrédula de una persona que, de forma permanente, como una divisa de frustración y desengaño, arrastra la siguiente convicción en el fondo de su alma: «De todas maneras no servirá para nada».

Al cabo de una semana limitó la duración del ejercicio, de una hora o más en cualquier momento a un cuarto de hora por la mañana, pero entregándose a él con todas sus fuerzas, y practicándolo por el ejercicio mismo en lugar de hacerlo con la fatigosa y siempre decepcionante esperanza de que algo maravilloso debería producirse.

Pronto el ejercicio se le hizo indispensable, como un baño refrescante que esperaba con gozo cada vez que se acostaba. Cierto es que durante el día se sentía sacudido por violentos ataques de desesperación al pensar en la idea de haber perdido a Eva. Rechazaba combatir estos pensamientos tan dolorosos por medio de la magia, habría sido como una huida frente al recuerdo abrasador de Eva, una actitud egoísta, insensible, un autoengaño, pero a pesar de todo, un día que el sufrimiento se le hizo tan insoportable que sólo el suicidio aparecía como posible solución, lo intentó.

Se sentó derecho, como estaba descrito en las instrucciones, y trató de conseguir a la fuerza un estado de vigilia superior, para, al menos momentáneamente, escapar de la intolerable tortura de sus pensamientos. Para su asombro, el intento dio resultado a la primera. Lo penetró una incomprensible sensación de certeza donde rebotaba cualquier duda, internamente experimentaba la afirmación de que Eva vivía, de que no corría peligro alguno. Antes, siempre que su pensamiento se volcaba en Eva, cien o más veces al día, había sentido el azote de latigazos incandescentes, pero ahora interpretaba estos mismos pensamientos como la jubilosa noticia de que Eva, allá a lo lejos, pensaba en él y le enviaba saludos. Lo que había sido dolor, de golpe se convirtió en fuente de alegría.

Por medio del ejercicio había creado en su interior un refugio al que poder retirarse a cada instante, un refugio en donde hallar constantemente una renovada confianza, en donde conseguir ese crecimiento interior que para quienes no lo han experimentado no es más que una palabra desprovista de sentido. Antes de conocer este nuevo estado había pensado que sustraerse al dolor por Eva era cicatrizar aceleradamente las llagas de su alma, una aceleración del proceso de curación efectuado por el tiempo para calmar la pena de los seres humanos. Se había defendido con todas las fibras de su ser contra tal curación, como lo haría cualquiera al darse cuenta de que la atenuación de la pena causada por la pérdida de una persona amada conlleva siempre la difuminación de su imagen, de la cual no quiere separarse. Pero antre ambos escollos, un estrecho sendero cuya existencia no podía sospechar, todo sembrado de flores, se había abierto ante él: la imagen de Eva no estaba cubierta por el polvo del pasado, como él había temido, no, sólo el dolor se había esfumado. En lugar de una imagen velada por las lágrimas, Eva misma había resucitado para él. En los minutos de calma interna sentía su presencia con tanta nitidez como si estuviera ante él en carne y hueso. A medida que se retiraba del mundo, conseguía vivir horas de una felicidad tan profunda como nunca hubiese creído posible, horas durante las cuales iba de cognición en cognición, comprendiendo cada vez con mayor claridad que existían verdaderos milagros de experiencia interior, milagros que contrastaban con los hechos exteriores como la luz con la sombra, y no sólo de modo aparente, como antes había imaginado, sino efectivamente. La metáfora del Fénix le impresionaba cada día más hondamente. Siempre hallaba nuevos significados en ella, permitiéndole comprender con una plenitud insospechada la extraña diferencia que hay entre los símbolos vivos y los símbolos muertos. Todo cuanto buscaba parecía estar contenido en este símbolo inagotable. Solucionaba por él los enigmas, como un ser omnisciente al que sólo tenía que preguntar para conocer la verdad. Mientras luchaba por dominar los pensamientos, se había dado cuenta de que a veces, después de lograrlo y de creer saber exactamente de qué manera lo había logrado, al día siguiente no podía encontrar ni la menor traza de este conocimiento en su memoria. Estaba tan borrado de su cerebro, y aparentemente, tenía que partir de cero para descubrir de nuevo el método. «El sueño de mi cuerpo me robó los frutos que había cosechado», se solía decir en tales casos. Para evitarlo, decidió mantenerse despierto todo el tiempo que pudiera, pero una mañana lo iluminó la idea de que la extraña desaparición de todo recuerdo no era más que el fenómeno de las "ascuas que se consumen", de las cuales el fénix debía renacer sin cesar, rejuvenecido. Comprendió que el hecho de crearse métodos y pretender servirse de ellos, era algo terrestre y transitorio, que lo valioso no era el cuadro terminado, como había dicho Pfeill, sino la capacidad de pintar. Tras entender esto, la lucha por el dominio de sus pensamientos había pasado de ser un combate agotador a ser un continuo placer. Ascendía de grado en grado sin darse cuenta, hasta constatar un día con sorpresa que poseía la clave de un dominio con el que nunca hubiera osado soñar ni siquiera.

«Es como si hasta el presente yo hubiera estado rodeado por un enjambre de pensamientos similares a abejas que se alimentaran de mí, —había explicado a Swammerdam con el que, en aquella época, todavía solía hablar de experiencias interiores—. Ahora puedo alejarlos a voluntad y vuelven a mí cargados de ideas, como abejas cargadas de miel. En otro tiempo me saqueaban, hoy me enriquecen».

Unas semanas más tarde halló por casualidad en el pergamino la descripción de una experiencia análoga, casi en los mismos términos, y reconoció con alegría intensa que había elegido el buen camino del desarrollo interior sin haber recibido ninguna instrucción.

Las páginas en cuestión habían estado pegadas unas a otras a causa de la humedad y el moho; se soltaron gracias a los rayos solares que alcanzaban el rollo desde la ventana.

Tuvo conciencia de que en su pensamiento se había producido una operación idéntica.

En los últimos años, y ya antes de la guerra, había oído y leído muchas cosas acerca de lo que se denominaba mística, y de modo instintivo había vinculado todo lo relacionado con ella con la noción de "oscuridad". Cuanto pudo aprender sobre ella llevaba el sello de la confusión y recordaba los éxtasis de un opiómano. Y efectivamente, su juicio no era equivocado, porque lo que se entendía por mística en el lenguaje corriente no era en realidad más que un ir a tientas a través de la niebla. Ahora podía percatarse de la existencia de un auténtico estado místico, difícil de descubrir y aún más difícil de conquistar, un estado que no sólo quedaba por debajo de la realidad de las experiencias cotidianas, sino que la sobrepasaba con creces en vivacidad y vigor. No quedaba ya nada del entusiasmo de los "místicos" en éxtasis, ningún aullido de libertad en vista de una redención egoísta, que para realzar su brillo, necesita el sangriento espectáculo de los condenados a las penas eternas del infierno. También se había desvanecido como una pesadilla la ruidosa satisfacción de esa masa bestial que se cree de lleno en la realidad mientras digiere.

Tras apagar la luz, Hauberrisser se había sentado ante su mesa. Esperó en medio de la oscuridad. La noche se extendía como un paño colgado de la ventana, oscuro y pesado.

Sentía la proximidad de Eva, pero no podía verla.

Cuando cerraba los ojos, flotaban colores como nubes bajo sus ojos, disolviéndose y reconcentrándose. Por la experiencia que había adquirido sabía que esos colores constituían la materia con la cual podían crearse imágenes a voluntad, imágenes que en principo parecían rígidas e inertes, y que posteriormente, como animadas por una fuerza misteriosa, cobraban una vida autónoma, se transformaban en seres parecidos a él.

Hacía pocos días que había conseguido por primera vez formar y animar de esta manera el rostro de Eva. Creyó hallarse en el buen camino que lo llevaría a reunirse con Eva espiritualmente. Pero entonces recordó el párrafo referente a las alucinaciones de las brujas y comprendió que era allí donde comenzaba el reino ilimitado de los fantasmas, en el que bastaba entrar para no poder salir nunca más.

Sintió que cuanto más se desarrollara en él la facultad de transformar en imágenes los deseos secretos de su alma, más peligro correría de extraviarse en un sendero que no permitía el retorno.

Rememoró, con un sentimiento simultáneo de horror y de añoranza, los instantes durante los cuales había logrado evocar el fantasma de Eva; gris como una sombra al principio, y vistiéndose de color y de vida después, hasta hallarse ante él con toda la nitidez de un ser de carne y hueso.

Todavía sentía el frío glacial que se apoderó de su cuerpo cuando, impulsado por un instinto mágico, intentó involucrar los demás sentidos, el oído y el tacto, en la visión.

Desde entonces, se sorprendía deseando resucitar la imagen ante sus ojos, y siempre tenía que juntar todas sus fuerzas para resistir la tentación.

* * *

La noche avanzaba, pero no podía decidirse a dormir. Constantemente lo cercaba el confuso presentimiento de que tenía que existir algún medio para que Eva viniera hacia él, pero no bajo una forma vampírica animada por el soplo de su propia alma, sino en carne y hueso.

Emitió sus pensamientos para que retornaran a él cargados de nuevas inspiraciones acerca de la manera de lograr su propósito. Los progresos que había hecho en las últimas semanas le habían mostrado que este método consistente en emitir preguntas y aguardar pacientemente la respuesta, esta lúcida alternancia entre un estado activo y otro pasivo, ni siquiera fracasaba cuando se trataba de descubrir cosas que no hubieran podido ser desveladas por medio de procesos lógicos de pensamiento.

Las ideas le venían a la cabeza, una tras otra, y cada vez eran más fantásticas e inusuales; todas resultaron demasiado ligeras al pesarlas en la balanza de sus sentimientos.

Una vez más fue la clave del "estado de vigilia" la que le ayudó a abrir la cerradura secreta. Pero esta vez sintió instintivamente que también su cuerpo, y no sólo su conciencia, debía despertar en un nivel vital superior. Las fuerzas mágicas dormitaban en el cuerpo, eran ellas las que tenían que despertar para poder actuar sobre el mundo material.

Recordó, como un ejemplo instructivo, que la danza de los derviches árabes no tenía, en el fondo, otro fin que excitar el cuerpo para llevarlo al "estado de vigilia" superior.

Como bajo el efecto de una inspiración, posó las manos sobre sus rodillas y se irguió, imitando el ademán de las estatuas de los dioses egipcios, los cuales le parecieron de repente, por sus estáticos rostros, símbolos de un poder mágico. Impuso a su cuerpo una inmovilidad cadavérica mientras emitía una corriente de voluntad abrasadora a través de cada una de sus fibras. Al cabo de pocos minutos bullía dentro de él un incomparable huracán.

En su cerebro resonaba una insensata mezcla de voces humanas y animales, ladridos furiosos de perros, el canto estridente de innumerables gallos. En la habitación estalló un tumulto tal que parecía que la casa iba a explotar. Las metálicas vibraciones de un gong reverberaban en sus huesos, como si el infierno anunciara el día del Juicio Final, tuvo la impresión de convertirse en polvo. La piel le escocia como una túnica de Nessus, pero apretó los dientes y no consintió a su cuerpo ni el menor movimiento. Entretanto llamaba a Eva sin cesar, con cada uno de los latidos de su corazón.

Una voz apagada, apenas un murmullo y sin embargo capaz de atravesar el alboroto como la punta de una aguja, le advertía que no jugase con fuerzas cuyo poder desconocía, que no poseía la suficiente madurez para dominarlas, que de un momento a otro podían precipitarlo en una incurable locura. Hauberrisser no la escuchó.

La voz se hacía cada vez más potente, tanto que el ruido del entorno parecía estar muy lejano; la voz le pedía a gritos que volviese atrás. Eva vendría con toda seguridad si no cesaba de llamarla a través de esas oscuras fuerzas del infierno. Si viniera antes de cumplirse el tiempo de su evolución espiritual, su vida se apagaría en ese mismo momento, como la llama de una vela, y él mismo se cargaría así con un fardo de dolor que sería incapaz de soportar. Apretó los dientes y continuó sin escuchar. La voz intentó convencerle con argumentos racionales, diciéndole que Eva habría venido desde hacía tiempo o que le habría enviado un mensaje si le fuera posible; tenía pruebas suficientes de que estaba viva, constantemente le mandaba pensamientos llenos de amor y cada día experimentaba la certeza de su presencia muy cerca de él… Hauberrisser no escuchó, siguió llamando a Eva sin cesar.

Lo consumía el deseo de tenerla en sus brazos, aunque sólo fuera por unos instantes.

De pronto el tumulto enmudeció. Hauberrisser vio entonces que la habitación aparecía iluminada como en pleno día.

En el centro del cuarto, como surgido del suelo, se levantaba un poste de madera podrida que llegaba casi hasta el techo, rematado por una viga transversal, como una cruz decapitada.

Una serpiente de color verde claro, gorda como un brazo, estaba enroscada en el poste, mirándole con sus ojos sin párpados.

Su rostro, con la frente vendada por un trapo negro, era semejante al de una momia humana; la piel de los labios, disecada y fina como el pergamino, se veía muy estirada sobre los dientes amarillos y putrefactos.

A pesar de la deformación cadavérica de los rasgos, Hauberrisser reconoció en ellos un lejano parecido con el rostro de Chidher el Verde, tal como lo había visto en la tienda de la calle Jodenbree.

Con los cabellos erizados y el corazón parado por el horror, escuchó las palabras que surgían lentamente, sílaba a sílaba, como un silbido atenuado, de la boca descompuesta:

—¿Qué… qu… ieres… de… mí?.

Durante un instante lo paralizó un terror espantoso. Sentía la muerte detrás de él, acechándole; creyó ver una horrible araña negra deslizándose por la tabla de la mesa… Entonces su corazón gritó el nombre de Eva.

Enseguida, la habitación se vio nuevamente sumida en la oscuridad. Bañado de sudor, buscó a tientas el interruptor de la luz y lo apretó. La cruz decapitada, donde estaba instalada la serpiente, había desaparecido.

Tuvo la impresión de que el aire estaba envenenado. Casi no podía respirar, los objetos giraban ante sus ojos.

—¡Tiene que haber sido una alucinación provocada por la fiebre! —se dijo, intentando en vano calmarse. Pero era incapaz de deshacerse de la angustia que lo ahogaba, del miedo a que todo lo que acababa de contemplar hubiera ocurrido efectivamente en la habitación.

El cuerpo se le llenó de escalofríos al recordar la voz que lo había advertido. La sola idea de volver a escucharla gritándole que con sus locos experimentos de magia había puesto en peligro la vida de Eva le quemaba el cerebro. Creyó que se asfixiaba, se mordió la mano, se tapó los oídos, sacudió los sillones para volver en sí, abrió la ventana y respiró el aire frío de la noche… pero no sirvió de nada: la certidumbre interna de haber cometido un error irreparable en el dominio espiritual de las causas persistía a pesar de todo. Como bestias enfurecidas, se abalanzaron sobre él los pensamientos que, orgullosamente, creía haber dominado. Ninguna "voluntad de inmovilidad" le servía ya. El método del "despertar" fracasó también.

—Esto es una locura, locura, locura —repitió convulsivamente, con los dientes apretados y dando frenéticas vueltas por la habitación—¡no ha pasado nada!. ¡Fue una visión y nada más!. ¡Estoy loco!. ¡Imaginación!. ¡Fantasía!. ¡La voz me engañó, y tampoco la aparición era real!. ¿De dónde saldrían el poste, y la serpiente… y la araña?.

Se esforzó por soltar una fuerte carcajada con su boca torcida. —¡La araña!. ¿Por qué no está ya? —intentó burlarse de sí mismo.

Encendió una cerilla para buscar debajo de la mesa, pero no tuvo el valor de mirar por miedo a que pudiese estar allí, como un residuo del fantasmal acontecimiento.

Respiró aliviado al oír unas campanas dando las tres de la madrugada.

—Gracias a Dios, la noche se acaba.

Se acercó a la ventana, y asomándose, escudriñó largo rato la noche caliginosa, para ser testigo, como creía, de las primeras señales del crepúsculo. Súbitamente se dio cuenta de su verdadero motivo: estaba esperando, con los sentidos aguzados, que Eva viniese por fin.

«Deseo tanto volver a verla que mi imaginación me ha engañado estando yo despierto y consciente, con esta pesadilla de fantasmas»; trató de tranquilizarse atravesando de nuevo la habitación, pero la nostalgia volvía a apoderarse de él. Entonces su mirada se quedó fija en una mancha oscura que había en su suelo, una mancha que no recordó haber visto nunca antes.

Se agachó y vio que la madera estaba podrida justo en el sitio donde había estado el poste de la serpiente.

Se le cortó la respiración, ¡imposible que la mancha estuviera antes!.

Un golpe violento, como si alguien llamara a la puerta, lo arrancó de su hipnosis.

¿Eva?.

¡Allí, otra vez!.

¡No!. No podía ser Eva, era un puño recio el que aporreaba la puerta de la calle.

Corrió hacia la ventana y preguntó quién andaba por ahí, en la oscuridad.

No hubo respuesta.

Al cabo de unos instantes se repitieron los rudos e impacientes golpes en la puerta. Tiró de una cuerda que permitía abrir la puerta de abajo. El pestillo resonó estrepitosamente. Escuchó con atención… Nadie. Ni el menor ruido en la escalera.

Finalmente hubo un crujido apenas perceptible, como si una mano buscara la manivela.

La puerta se abrió y el negro Usibepu entró silenciosamente, iba descalzo y tenía el pelo mojado a causa de la humedad de la niebla.

Involuntariamente, Hauberrisser buscó un arma, pero el zulú no le hizo el menor caso, parecía no verlo siquiera, dio la vuelta a la mesa con pequeños y vacilantes pasos, su mirada estaba fija en el suelo, y su nariz dilatada temblaba constantemente, como la de un perro siguiendo un rastro.

—¿Qué hace usted aquí? —gritó Hauberrisser. El negro no le contestó, apenas giró la cabeza.

Su respiración profunda y jadeante era un indicio de que se hallaba completamente inconsciente, como un sonámbulo.

De golpe pareció haber encontrado lo que buscaba, porque cambió de dirección, y con la cara inclinada hacia el suelo, se acercó a la mancha podrida.

Entonces levantó la vista lentamente, como si siguiera una línea hacia el techo, hasta dejar la mirada suspendida en el aire. Su gesto era tan vivo, tan convincente, que Hauberrisser creyó ver por un momento surgir nuevamente la cruz decapitada.

Ya no le cabía duda de que era la serpiente lo que el negro miraba, sus ojos permanecían clavados en un punto de la altura y sus gruesos labios murmuraban, como si hablara con ella. La expresión de su fisionomía cambiaba incesantemente, pasando del deseo ardiente al hastío cadavérico, de la alegría salvaje a los celos flameantes y la rabia indomable.

La inaudible conversación había terminado. Dirigió la cabeza hacia la puerta y se acurrucó en el suelo.

Hauberrisser lo vio abrir la boca, estaba preso de un espasmo, sacó la lengua y la retiró de un golpe, tragándosela, a juzgar por el gutural ruido y los movimientos de los músculos de su garganta.

Sus pupilas comenzaron a temblar bajo los párpados abiertos y su rostro se tiñó de un color grisáceo, una palidez de muerte.

Hauberrisser quiso acercarse a él y sacudirlo para que se despertara, pero un cansancio inexplicable lo retuvo sobre la silla, como paralizado, apenas podía levantar el brazo. La catalepsia del negro se le había contagiado.

Como una pesadilla perpetua, inamovible, ajena al tiempo, se extendía la habitación ante sus ojos, con la sombría e inmóvil silueta del negro.

El péndulo monótono de su corazón era lo único que parecía continuar vivo. Hasta habían desaparecido sus temores por Eva.

Varias veces oyó campanarios dando la hora, pero era incapaz de contar las campanadas, el letárgico semi-sueño interponía entre los sones espacios casi eternos.

Debían haber pasado varias horas cuando, por fin, el zulú empezó a moverse. Como a través de un velo, Hauberrisser lo vio levantarse, y aún en trance, salir de la habitación. Juntó todas sus fuerzas para romper el estado de letargo y bajó corriendo tras el negro. Pero éste ya había desaparecido; la puerta de la casa estaba abierta de par en par y la espesa e impenetrable niebla había absorbido todo rastro de Usibepu.

Ya iba a volverse cuando escuchó de repente un paso ligero. Un instante después Eva emergía del vapor blanquecino y se dirigía hacia él.

Con un grito de júbilo la tomó en sus brazos, pero ella parecía totalmente extenuada, no recobró el conocimiento hasta que la llevó a la habitación y la depositó suavemente en un sillón. Entonces se mantuvieron abrazados durante largo tiempo, incapaces de concebir lo excesivo de su felicidad. Él estaba de rodillas ante Eva, sin poder articular palabra, y ella, llena de ternura, había cogido entre sus manos la cabeza de Hauberrisser, cubriéndolo de besos una y otra vez. El pasado ya era para él un mero sueño olvidado, cualquier pregunta acerca de los trágicos sucesos acontecidos, o sobre el paradero de Eva hasta ahora, habría sido como robar tiempo al precioso presente.

Un flujo de sonidos invadió la habitación: se habían despertado las campanas de la iglesia. Pero no las oyeron. La pálida luz de la mañana otoñal penetraba a través de los cristales. No repararon en ella. Sólo tenían ojos el uno para el otro. Hauberrisser le acariciaba las mejillas, le besaba las manos, los ojos, la boca, aspiraba el perfume de sus cabellos… todavía no podía creer que era verdad y que sentía latir el corazón de Eva contra el suyo.

—¡Eva, Eva!. ¡No me dejes nunca más!. ¡Dime que nunca más me dejarás, Eva!.

Ella lo abrazó, frotando su mejilla contra la de él.

—No, no, siempre estaré cerca de tí. Incluso en la muerte. ¡Soy tan feliz, tan indeciblemente feliz de haber podido venir a estar contigo!.

—¡Eva, no hables de la muerte! —gritó Hauberrisser al sentir que las manos de su amada se tornaban frías—. ¡Eva!. ¡Eva!.

Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de besos.

—No tengas miedo… ya no puedo abandonarte, amado mío. El amor es más fuerte que la muerte. Él lo dijo y ¡él no miente!. Estaba muerta y él me devolvió la vida. Siempre me devolverá la vida, aunque muera.

Hablaba como si tuviera fiebre. Hauberrisser la levantó y la acomodó en la cama.

—Me ha cuidado durante todo el tiempo que he estado enferma. Durante semanas me volví loca, me agarraba al collar rojo que la muerte lleva en el cuello, colgaba en el aire, entre el cielo y la tierra. ¡El rompió el collar!. Desde entonces estoy libre. ¿No me sentiste a tu lado todo el tiempo, hora tras hora?. ¿Por qué, por qué pasan tan rápidamente las horas?…

Le faltó la voz.

—¡Déjame… déjame ser tu mujer!. Quiero ser madre cuando vuelva a estar contigo.

Se entregaron a un amor salvaje, infinito. Se sumergieron, los sentidos perdidos, en un océano de felicidad.

* * *

—¡Eva!. ¡Eva!. —No contestó.

—¡Eva!. ¿No me oyes?.

Hauberrisser abrió bruscamente la cortina de la cama.

—¡Eva!… ¡Eva!…

Cogió su mano, la soltó y cayó inerte; escuchó su corazón y había dejado de latir; sus ojos se habían quebrado.

—¡Eva, Eva, Eva! —dio un grito horrible, se enderezó y fue hacia la mesa, titubeante— ¡Agua, ir a por agua!.

Entonces se derrumbó, como alcanzado por un puñetazo en la frente.

—¡Eva!.

El vaso estalló cortándole los dedos. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la cama, tirándose de los pelos.

—¡Eva!.

Quiso tenerla contra sí; observó la sonrisa de la muerte en su rostro rígido y recostó la cabeza sobre su hombro, gimiendo de dolor.

«Abajo en la calle alguien manipula unos recipientes metálicos… ¡La lechera!… Sí, sí, claro… Ruido metálico. La lechera… Ruido metálico…». De pronto se sintió incapaz de pensar. Oyó latir cerca de él un corazón y contó los latidos tranquilos y monótonos sin saber que eran suyos. Maquinalmente, acarició las sedosas y largas mechas de cabellos rubios extendidos sobre la almohada. «¡Qué hermosas son! ¿Por qué ya no se oye el tic-tac del reloj?». Elevó la mirada. «El tiempo se ha detenido. Naturalmente. Todavía no es de día. Sobre el escritorio hay unas tijeras, y las dos velas del candelabro están encendidas. ¿Por qué las habré encendido?. Me olvidé de apagarlas cuando se fue el negro. Claro. Y después ya no tuve tiempo de hacerlo porque vino Eva… ¿Eva?.

Está… ¡Está muerta!. ¡Muerta!" —gimió una voz en su interior; las llamas del dolor, un dolor terrible, intolerable, le envolvieron.

—¡Terminar!. ¡Terminar!. ¡Eva!. Tengo que seguirla. ¡Eva, Eva!. Espérame. ¡Eva, tengo que seguirte! —jadeante, se precipitó sobre el escritorio y quiso hundirse las tijeras en el corazón, pero se detuvo—. ¡No, la muerte es demasiado poco!. ¡Saldré ciego de este maldito mundo!.

Entreabrió las puntas para clavárselas en los ojos, loco de desesperación, cuando una mano le golpeó en el brazo con tanta violencia que las tijeras cayeron al suelo con estrépito.

—¿ Quieres ir al reino de los muertos a buscar a los vivos?. —Chidher el Verde se encontraba ante él, igual que aquel día en la tienda de Jodenbuurt, vestido con un talar negro y los rizos blancos cayéndole sobre las sienes.

—¿Crees que "allí" está la realidad?. No es más que un paraíso pasajero para los espectros obcecados, de la misma forma que la Tierra es un paraíso pasajero para los soñadores ciegos. Quien no aprende a "ver" en la Tierra tampoco lo hará en el otro lado. ¿Piensas que porque su cuerpo esté ahí tendido Eva no podrá resucitar?. Ella vive, eres tú quien todavía está muerto. Quien ha alcanzado la vida una vez, como ella, ya no puede morir, y el que está muerto, como tú, puede nacer a la vida.

Cogió el candelabro e invirtió la posición de las dos velas, la de la izquierda hacia la derecha y la de la derecha hacia la izquierda. Hauberrisser dejó de percibir los latidos de su corazón, como si de golpe hubiera desaparecido de su pecho.

—Tan cierto como que ahora puedes poner la mano en mi costado es que estarás unido a Eva cuando tengas la nueva vida espiritual. Que la gente la crea muerta, ¿qué te importa?. No se puede esperar de los dormidos que vean a los despiertos.

»Hiciste una invocación del amor pasajero —señaló el lugar en el que había surgido el poste de la serpiente, posó su pie sobre la mancha podrida y ésta desapareció—. Te he traído el amor pasajero porque no me quedé en la tierra para tomar. Me quedé para dar. A cada cual lo que desea. Pero los hombres no saben lo que su alma desea. Si lo supieran, serían videntes.

»En la tienda mágica del mundo deseaste unos ojos nuevos, para ver las cosas terrestres bajo una nueva luz. Recuerda, ¿no te dije que primero tendrías que perder los viejos ojos a fuerza de llanto antes de poder recibir unos ojos nuevos?.

»Deseaste conocimiento y te di el diario de uno de los míos que vivió en esta casa cuando su cuerpo era todavía perecedero. Eva deseó el amor inmortal. Se lo di, y te lo daré también a tí, por intermedio de ella. El amor efímero es un amor fantasmal. Cuando veo brotar en la Tierra un amor que se eleva por encima de lo fantasmal, extiendo sobre él mis manos como unas ramas protectoras, para preservarlo de la muerte, porque no sólo soy el fantasma del rostro verde, también soy Chidher, el árbol eternamente reverdecido».

* * *

Cuando el ama de llaves, la señora Ohms, llevó el desayuno a la habitación, contempló con espanto el cadáver de una bella joven tendido sobre la cama, y a Hauberrisser arrodillado ante ella, con la mano de la muerta apretada contra su mejilla.

Mandó un mensajero a buscar a sus amigos, a Pfeill y a Sephardi.

Cuando llegaron lo creyeron desmayado y se acercaron a él. Retrocedieron aterrados ante la expresión sonriente de su rostro y el brillo de sus ojos.

El Rostro Verde (12). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XI

Las semanas pasaron y Eva seguía sin aparecer. El barón Pfeill y Sephardi se enteraron de la noticia a través de Hauberrisser, y pusieron en marcha todo lo imaginable para dar con la desaparecida. Fijaron anuncios en todos las calles con sus señas personales y el caso no tardó en transformarse en el tema de conversación predilecto de todo Amsterdam.

La casa de Hauberrisser se vio asediada por un vaivén contínuo, la gente se apiñaba ante la puerta, entraban uno tras otro pretendiendo haber encontrado algún objeto perteneciente a Eva. Se ofrecía una fuerte recompensa a quien trajese alguna información sobre su paradero.

Se extendieron diversos rumores según los cuales había sido vista en tal o cual sitio; se recibieron cartas anónimas pobladas de alusiones oscuras, misteriosas, acusando a personas inocentes de haber raptado a la joven y de tenerla retenida, cartas escritas por locos y por malintencionados; las echadoras de naipes surgieron por docenas, igual que los "videntes" que presumían de facultades que no poseían. El alma colectiva de la población, que hasta ahora le había parecido inofensiva, revelaba sus más bajos instintos: la codicia, la maledicencia, la jactancia, las pérfidas calumnias. Algunas descripciones llevaban tal sello de veracidad que a menudo Hauberrisser recorría la ciudad, acompañado por un policía, para entrar en pisos ajenos en los que, según las declaraciones, se hallaba presa Eva.

La esperanza y la decepción jugaban con él como una pelota. De pronto no quedó ni una calle, vía o plaza, donde no hubiera registrado una o más casas, yendo siempre tras pistas falsas. Era como si la ciudad se vengara así de su anterior indiferencia. Swammerdam venía todas las mañanas a verlo. Esta visita constituía para él un consuelo en medio de tanta tristeza. A pesar de llegar siempre con las manos vacías, de que su única respuesta a la pregunta habitual era un simple movimiento de cabeza, su expresión de inquebrantable serenidad le transmitía una vez más la fuerza necesaria para afrontar los obstáculos. No volvieron a hablar del manuscrito, pero Hauberrisser intuía que éste era el verdadero objetivo del viejo coleccionista. Una mañana, Swammerdam no pudo contenerse más.

—¿Todavía no ha comprendido que una hornada de pensamientos ajenos y hostiles está asaltándole para quitarle la razón? —preguntó, apartando la vista—. Si fueran avispas furiosas las que lo atacaran, enseguida sabría de qué se trata. ¿Por qué no hace frente a este enjambre de moscas del destino como si fueran avispas? —Swammerdam se interrumpió bruscamente y se fue de la habitación.

Un poco avergonzado, Hauberrisser reaccionó. Redactó una nota en la que decía que estaba de viaje y que todas las informaciones referentes a Eva van Druysen debían comunicarse directamente a la policía de ahora en adelante. Mandó al ama de llaves que la pegara en la puerta.

Pese a eso no consiguió calmarse. Por lo menos diez veces por hora sentía deseos de bajar y arrancar la nota. Cogió el rollo y se forzó a leerlo, pero sus pensamientos se perdían en la búsqueda de Eva tras de cada línea. Cada vez que fijaba su atención en el papel se decía a sí mismo que era una idiotez estudiar unas cuestiones tan puramente teóricas, tan desconectadas de la realidad, en un momento en el que cada minuto debía dedicarse a la acción.

Estaba dispuesto a encerrar el cuaderno en el escritorio cuando sintió muy claramente que se hallaba dominado por una fuerza pérfida e invisible. Se detuvo un instante para reflexionar, pero más que reflexionar, lo que hizo fue escuchar.

—¿Qué fuerza extraña e inquietante es ésta —se interrogó a sí mismo—que suplanta a mi propio Yo y me obliga a hacer lo contrario de lo que había decidido un minuto antes?. ¿Quiero leer y no voy a poder?.

Hojeó nuevamente el libro, y cada vez que le surgía una dificultad volvía a asaltarlo el mismo pensamiento insistente: «Déjalo ya, no vas a encontrar el principio. Es un trabajo inútil». Puso en guardia a su voluntad para no permitirle entrar. Su vieja costumbre de autoobservarse exigía una vez más sus derechos.

—¡Si por lo menos pudiera hallar el principio! —gimió dentro de él una voz engañosa e hipócrita mientras pasaba las hojas mecánicamente. El texto mismo le dio entonces la respuesta.

«Es el principio —leyó en un párrafo al azar, sorprendido de tropezarse justo con esta palabra— que le falta al hombre. No es que sea difícil encontrarlo, el obstáculo consiste en la idea obsesiva de tener que buscarlo.

»La vida es misericordiosa, nos regala un comienzo en cada instante. A cada segundo, nos es planteada la cuestión: ¿quién soy yo?. Pero no somos nosotros quienes la planteamos, por eso no encontramos el principio.

»Cuando nos la planteemos seriamente, habrá llegado el día en cuyo crepúsculo morirán aquellos pensamientos parásitos que se habían introducido en la fiesta de nuestra alma, para asistir al banquete.

»El arrecife de coral que ha ido construyendo a lo largo de milenios y al que llamamos "nuestro cuerpo" es su obra, su nido, su refugio. Para hacernos al mar, primero tenemos que abrir una brecha en el arrecife de cal y arcilla, y luego tenemos que disolverlo para que vuelva a su estado espiritual original. Más tarde te enseñaré cómo construir una casa nueva con las ruinas de este arrecife».

Hauberrisser depositó el rollo sobre la mesa para meditar un poco. Poco le importaba ya que la página fuera un borrón o una copia de una carta que al autor dirigía a un desconocido, la segunda persona empleada en el texto había conseguido capturarlo, hacerle creer que él era el único destinatario. Decidió interpretar el manuscrito en este sentido de ahora en adelante. Reparó especialmente en una cosa: el escrito, a veces, se parecía a un discurso tal como hubieran podido pronunciarlo Pfeill, Sephardi o Swammerdam. Ahora comprendía que los tres estaban impregnados del mismo espíritu que emanaba de la agenda enrollada, los tres se habían convertido en una especie de dobles para lograr que el pequeño señor
Hauberrisser, actualmente tan desamparado y tan hastiado del mundo, se transformara en un ser realizado.

«Ahora escucha lo que tengo que decirte: ¡Ármate para los tiempos venideros!.

»Pronto el reloj del universo dará las doce, la cifra es roja y está bañada de sangre. Por este signo la reconocerás. La primera hora nueva será precedida por un huracán. Vela para que no te sorprenda dormido, porque los que entren en el nuevo día con los ojos cerrados seguirán siendo las mismas bestias de antes y ya nunca se despertarán. Existe un equinoccio espiritual. La primera hora nueva de la que te he hablado es un punto de inversión a partir del cual la luz se coloca en equilibrio con la oscuridad.

»Durante otro milenio más, los hombres aprendieron a dominar la naturaleza y a descifrar sus leyes. Bienaventurados aquellos que comprendieron el sentido de tal trabajo, los que captaron que la ley interior es igual a la exterior, pero una octava más alta. Estos son los llamados a la cosecha, los demás son siervos que labran la tierra con la vista inclinada.

»Desde el diluvio está oxidada la llave que abre nuestra naturaleza interior. La clave es estar despierto, estar despierto lo es todo. De nada está más convencido el hombre que de estar despierto. Pero en realidad se halla preso en una red de ensueños que él mismo ha tejido. Cuanto más apretada esté la red, más sólido será el reino del sueño. Los que se enredan en ella duermen, andan por la vida como manadas hacia el matadero, apáticos, indiferentes, sin pensar.

»Los soñadores de entre ellos no ven sino a través de las mallas un mundo enrejado, no ven sino porciones engañosas, no saben que se trata de fragmentos desprovistos de sentido de un todo gigantesco, y guían su conducta por ellos. Tales soñadores no son los poetas ni las personas fantásticas, como podrías creer. Son los hacendosos, los laboriosos, los incansables de este mundo, los roídos por la rabia de actuar. Se parecen a feos escarabajos afanándose por escalar un tubo liso, escalarlo y volverse a caer una vez arriba.

»Se imaginan que están despiertos, pero lo que creen vivir no es en realidad más que un sueño predeterminado hasta en el menor detalle y en el que la voluntad no tiene ninguna influencia. Ha habido y hay algunas personas conscientes de que sueñan, son pioneros aproximándose al baluarte. Detrás de ellos se esconde un Yo eternamente despierto, videntes como Goethe, Schopenhauer y Kant, pero carecían de las armas imprescindibles para tomar al asalto la fortaleza y su llamada a la lucha no despertó a los dormidos.

»Estar despierto lo es todo.

»El primer paso es tan sencillo que está al alcance de cualquier niño. El que no sabe cómo se anda no quiere renunciar a las muletas heredadas de sus antepasados. Estar despierto lo es todo.

»Está despierto en todo lo que hagas. No creas que ya lo estás. No, estás durmiendo y soñando.

»Junta todas tus fuerzas y, durante un momento, oblígate a sentir cómo recorre tu cuerpo esta sensación: ¡ahora estoy despierto!. Si consigues experimentar esa sensación reconocerás inmediatamente que tu anterior estado era como el de un sonámbulo, como el de un drogado.

»Es el primer paso todavía vacilante de un largo, largo viaje desde la servidumbre hacia la omnipotencia. Avanza así, de despertar en despertar.

»No hay un sólo pensamiento torturador que no pueda vencerse de esta manera. Lo dejas en el camino y ya no podrá alcanzarte, te elevarás sobre él como la copa del árbol se eleva por encima de las ramas secas.

»Una vez que hayas logrado extender el estado de vigilia a tu cuerpo, los dolores cesarán por sí mismos como hojas marchitas. Los baños por inmersión en agua helada de los judíos y los brahmanes, las vigilias nocturnas de los discípulos budistas y los ascetas cristianos, los suplicios a que se someten los faquires de la India, no son más que ritos externos petrificados, vestigios de un esfuerzo prehistórico por despertar y permanecer despierto. Lee los libros sagrados de todos los pueblos de la Tierra. La enseñanza secreta acerca del estado de vigilia los recorre en su totalidad como un hilo rojo. Es la escalera del cielo de Jacob, que luchó durante toda la noche con el ángel del Señor, hasta que el "día" le trajo la victoria. Debes subir de escalón en escalón, de luz en luz, si deseas vencer a la muerte; las armas de la muerte son el sueño y el aturdimiento. El escalón inferior de la escalera de Jacob se llama "genio". ¿Con qué palabras podríamos designar los escalones superiores?. La masa los desconoce y los considera como leyendas. La historia de Troya también fue considerada una leyenda durante siglos, hasta que alguien tuvo el coraje de comprobarla realizando excavaciones.

»En el camino del despertar, tu primer enemigo será tu propio cuerpo. Luchará contra tí hasta el primer canto del gallo. Pero si llegas a ver amanecer el día de la eterna vigilia, te distinguirás de todos esos sonámbulos que se creen seres humanos y son en realidad dioses dormidos; entonces el sueño se alejará para siempre de tu cuerpo y serás dueño del universo.

»Serás capaz de obrar milagros si lo deseas, y ya no tendrás que esperar humildemente que a algún falso dios le plazca obsequiarte… o cortarte la cabeza.

»Una felicidad habrá desaparecido para tí: la felicidad del perro fiel, siempre contento de reconocer la superioridad de un amo al que puede servir. Pregúntate: ¿cambiarías, incluso en tu estado actual, tu vida por la de tu perro?.

»¡Que no te espante el temor de no alcanzar la meta en esta vida!. El que pisa una vez nuestro camino, siempre volverá al mundo con una madurez interna suficiente para continuar su trabajo. Nace como "genio".

»El camino que te muestro está sembrado de extraordinarias experiencias: personas ya fallecidas, a las que tú conocías en vida, resucitarán ante tí y te hablarán. Se te aparecerán formas luminosas, bañadas de claridad, que te bendecirán. ¡No serán más que imágenes!… imágenes emanadas de tu cuerpo cayendo en una mágica muerte bajo la influencia de tu voluntad transformada, formas que se convertirán de materia en espíritu de la misma manera que el hielo se disuelve en nubes de vapor al entrar en contacto con el fuego.

»Cuando todo lo cadavérico haya sido arrancado de tu cuerpo podrás decir que el sueño se ha alejado de tí para siempre. Entonces se consumará ese milagro que los seres humanos no pueden creer porque no lo comprenden, porque no saben que materia y energía son la misma cosa, el milagro de que, aunque te entierren, no haya cadáver en el ataúd.

»Sólo entonces, y no antes, sabrás distinguir la esencia de la apariencia. Aquel a quien encuentres en esos momentos no podrá ser sino uno de los que te precedieron en el camino. Los demás sólo serán sombras.

»Hasta ese instante no sabrás si eres el más desdichado o el más feliz de los hombres. Pero no temas, ninguno de los que optaron por el camino del despertar fue abandonado por sus guías, aunque se extraviaran.

»Voy a decirte cómo podrás reconocer si una aparición es realidad o es una quimera: si se te acerca mientras tu conciencia está turbada, y los objetos del mundo exterior se confunden o se desvanecen ante tus ojos, entonces no te fies. ¡Tienes que estar ojo avizor!. Porque es una parte de tí… Si no adivinas su significado oculto, no es más que un fantasma sin consistencia, una sombra, un ladrón que roe tu vida.

»Los ladrones que roban la fuerza del alma son peores que los ladrones de la Tierra. Te atraen como fuegos fatuos hacia el pantano de una engañosa esperanza para abandonarte en las tinieblas y desaparecer para siempre.

»No te dejes engañar por ningún milagro aparente que hagan para ayudarte, por ningún nombre sagrado que adopten, por ninguna profecía que puedan enunciar, aunque ésta se cumpliera; son tus enemigos mortales, deshauciados del infierno de tu cuerpo, contra ellos habrás de luchar por la supremacía.

»Las fuerzas que exhiben son las tuyas propias, se han apoderado de ellas para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir más que a costa de tu vida, pero si los vences, se derrumbarán, se convertirán en dóciles instrumentos que podrás mantener a tu antojo. Son innumerables las víctimas que se han cobrado entre los hombres. Repasa la historia de los visionarios y los sectarios, constatarás que la vía que sigues está cubierta de cráneos. De forma inconsciente la humanidad ha levantado un muro contra ellos: el materialismo. Este muro constituye una protección infalible; es un símbolo del cuerpo y al mismo tiempo es una prisión que impide ver lo que hay más allá.

»Ahora, cuando el muro se desmorona lentamente y el fénix de la vida interior renace de sus cenizas, los buitres de otro mundo comienzan también a batir sus alas. Por ello, ten cuidado. Sólo la balanza en la que pesarás tu conciencia te podrá indicar si puedes fiarte de las apariciones, cuanto más despierta esté tu conciencia en mayor medida se inclinará a tu favor la balanza. Si un guía o un hermano espiritual se te aparece, tendrá que hacerlo sin saquear tu conciencia; como el incrédulo Tomás, podrás poner tu mano en su costado.

»Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros, bastaría que te comportaras como una persona normal. ¿Pero qué ganarías con ello?. Quedarías aprisionado en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo "muerte" te arrastrara al cadalso. El deseo de los mortales de contemplar a los seres sobrenaturales despierta simultáneamente a los fantasmas de los infiernos, porque es un deseo impuro, ávido, porque prefiere "tomar" en lugar de suplicar que se le enseñe a "dar".

»Toda persona que vive en la Tierra como en una prisión, todo ser piadoso que implora su salvación, todos conjuran sin darse cuenta el mundo de los fantasmas. Hazlo tú también. ¡Pero hazlo conscientemente!. ¿Existe una mano que guarda a aquéllos que lo hacen inconscientemente, convirtiendo en islotes los pantanos donde deberían extraviarse inexorablemente?. No quisiera negarlo rotundamente, ya que no lo sé, pero no lo creo.

»Cuando tu camino atraviesa el reino de los fantasmas, te percatarás poco a poco de que no son más que pensamientos que de golpe se han hecho visibles. Esta es la razón de que te parezcan extraños y adopten formas de criaturas, el lenguaje de las formas es distinto del lenguaje del cerebro.

»Entonces habrá llegado el momento de que se lleve a cabo en tí una transformación insólita: las personas que te rodean se convertirán en fantasmas.

»Todos los seres que has amado se convertirán súbitamente en espectros. Incluido tu propio cuerpo.

»Es la soledad más terrible que uno pueda imaginar, la soledad de un peregrino en un desierto donde quien no sabe hallar la fuente de la vida está condenado a morir de sed. Cuanto acabo de decirte está escrito igualmente en los libros de los hombres piadosos de todos los pueblos: la venida de un nuevo reino, la vigilia, la superación del cuerpo y de la soledad.
No obstante, un abismo infranqueable nos separa de estos religiosos, ellos creen que los hombres buenos entrarán un día en el paraíso, y que los malos serán arrojados a las tinieblas del infierno, nosotros sabemos que llegará un tiempo en el que muchos despertarán y serán separados de los que duermen, como los amos se separan de los esclavos. Los que están dormidos no pueden comprender a los despiertos. Nosotros sabemos que el bien y el mal no existen, sino solo la "verdad" y el "error". Ellos creen que el "estado de vigilia" consiste en entregarse a las oraciones, manteniendo abiertos los ojos y los sentidos durante toda la noche, nosotros sabemos que el "estado de vigilia" es un despertar del Yo inmortal, y que la falta de sueño experimentada por el cuerpo es una consecuencia natural de ese despertar. Ellos creen que hay que descuidar y despreciar al cuerpo porque es pecaminoso, nosotros sabemos que el pecado no existe, que tenemos que comenzar por el cuerpo y que hemos bajado a la Tierra para transformarlo en espíritu. Ellos creen que para purificar el espíritu es necesario retirarse a la soledad con el cuerpo, nosotros sabemos que hay que incomunicar primero al espíritu para transfigurar el cuerpo. Sólo a tí te incumbe elegir tu camino, el nuestro o el de ellos. Tu elección debe efectuarse por tu propia y libre voluntad. Yo no tengo derecho a aconsejarte. Vale más cosechar el fruto amargo de la propia iniciativa que seguir un consejo ajeno y contemplar un fruto dulce en el árbol.

»No actúes como tantos que pese a conocer muy bien lo que está escrito: "examinad todas las cosas y conservad de entre ellas la mejor", no examinan nada y conservan lo primero que se les presenta.»

* * *

La página había llegado a su fin, el tema quedó interrumpido. Al cabo de un rato de búsqueda, Hauberrisser creyó haber encontrado la continuación. El desconocido al cual iba dirigido el texto parecía haberse decidido por la "vía pagana de la dominación del pensamiento", porque el autor continuaba su discurso en otro folio bajo el título de:

«"EL FÉNIX"

»En el día de hoy has sido admitido en nuestra comunidad, eres un nuevo eslabón de la cadena que se extiende de eternidad en eternidad.

»Mi responsabilidad termina aquí, pasa a manos de otro a quien tú no puedes ver en tanto que tus ojos no dejen de pertenecer a la tierra.

»Está infinitamente lejos de tí, y sin embargo, está muy cerca, no lo separa de tí el espacio, pero está más allá de los límites del universo. Te rodea por todas partes como el agua rodea al nadador en el océano, pero tú no sientes su presencia.

»Nuestro símbolo es el fénix, el símbolo del rejuvenecimiento, el águila legendaria del cielo de Egipto, un águila de plumaje purpúreo y dorado que tras consumirse en su nido de mirra vuelve siempre a renacer de sus cenizas.

»Te dije que el principio del camino es tu propio cuerpo: quien sabe esto, puede iniciar el viaje en cualquier momento. Ahora te enseñaré a dar los primeros pasos: Debes separarte de tu cuerpo, pero sin querer abandonarlo, desprendiéndote de él como si aislaras la luz del calor. Ahí acecha ya tu primer enemigo.

»Quien se arranca de su cuerpo para atravesar los espacios corre el riesgo de hacer lo mismo que las brujas, que no hacen más que extraer un cuerpo fantasmal de su grosero cuerpo terrestre, y montarlo como una escoba para acudir al aquelarre. La humanidad, con un instinto seguro, se ha forjado una protección contra este peligro: se reserva siempre una
incrédula sonrisa frente a la posibilidad de tales artilugios. Tú ya no necesitas la duda para protegerte, tú tienes en lo que te he dado una armadura mucho más eficaz. Las brujas se imaginan estar participando en el aquelarre mientras que en realidad su cuerpo yace rígido e inconsciente en la habitación. Cambian la percepción terrestre por otra espiritual y dejan escapar lo mejor para ganar lo peor, en lugar de enriquecerse se empobrecen.

»Ya habrás deducido que ese no es el camino del despertar. Para comprender que tú no eres tu cuerpo —en contra de lo que piensan la mayoría de los humanos— debes reconocer las armas con las cuales lucha por dominarte. Es cierto que por el momento estás en su poder, tu vida se apagaría si tu corazón dejara de latir y todo se hace oscuridad cuando él cierra los ojos. Tú crees que te mueves, pero sólo es una ilusión, es él quien se mueve sirviéndose de tu voluntad. Tú crees pensar pero es él quien genera los pensamientos, te hace creer que proceden de tí para que hagas todo lo que quiera. Siéntate erguido y proponte no mover ni un sólo miembro, no parpadear, quedarte inmóvil como una estatua: verás cómo se abalanza sobre tí inmediatamente, lleno de odio, para obligarte a que te sometas nuevamente a él. Te combatirá de mil maneras hasta que le permitas moverse de nuevo, su descomunal furor y su precipitación en la lucha te pueden indicar hasta qué punto teme por su supremacía, y lo grande que debe ser tu poder para que recele tanto de tí.

»Pero tu cuerpo esconde una trampa, pretende inducirte a pensar que es en este terreno, el de la voluntad interior, donde se libra la batalla decisiva por la supremacía, pero esto solamente son escaramuzas en las cuales, si fuera necesario, estaría dispuesto a dejarte vencer con objeto de subyugarte después aún más ferozmente. Los que consiguen la victoria en tales escaramuzas se convierten en los más desgraciados de los esclavos; se toman por vencedores y llevan en la frente un estigma: "carácter fuerte". El fin que tú persigues no consiste en disciplinar tu cuerpo, le prohibes moverse con la única intención de reconocer las fuerzas de que dispones. Dichas fuerzas son numerosísimas, y por ello, casi insuperables.
Podrás sentir cómo las dirige contra tí, una tras otra, si perseveras en esta medida aparentemente tan simple: permanecer inmóvil. Primero experimentarás la potencia de los músculos que tienden a vibrar y temblar, el hervor de la sangre bañando de sudor tu rostro, los latidos violentos del corazón, escalofríos en la piel hasta que el vello se te eriza, vacilar todo tu cuerpo como si el centro de gravedad se hubiese desplazado. Todo esto podrás superarlo a través de la voluntad, pero no será solamente la voluntad: habrá ya un estado superior de vigilia escondido detrás de ella, invisible bajo su yelmo mágico. Incluso esta victoria carece de valor. Aunque llegaras a controlar tu respiración y los latidos de tu corazón continuarías siendo un "fakir", un "pobre". ¡Un "pobre"!, la palabra lo dice todo…

»Los siguientes adversarios que te opondrá tu cuerpo son los escurridizos enjambres de moscas del cerebro, los pensamientos. Contra ellos ya no sirve la espada de la voluntad. Cuanto más la blandas, más furiosamente zumbarán a tu alrededor, y si lograras ahuyentarlos, aunque sólo fuera un instante, serías vencido de otro modo: durmiéndote, en los sueños.

»En vano les ordenarás que se mantengan quietos, sólo hay una manera de escapar de ellos: refugiándote en el estado de vigilia superior.

»La forma de alcanzar ese nivel debes hallarla por tí mismo. Tu sensibilidad tendrá que tantear incesante y cautelosamente, y al mismo tiempo tendrás que exhibir una férrea decisión. Eso es todo lo que puedo decirte sobre el tema. Cualquier consejo que se te diera en relación con esta penosa lucha sería como un veneno. Estás frente a un escollo que nadie, salvo tú mismo, puede ayudarte a franquear.

»No hace falta que ahuyentes los pensamientos para siempre. La lucha contra ellos tiene un propósito claro: llegar al estado superior de vigilia.

»Después de alcanzar dicho estado se te acercará el reino de los fantasmas de que te hablé.

»Surgirán formas espantosas, luminiscentes, querrán hacerte creer que proceden de otro mundo. Pero no serán sino pensamientos que todavía no habrás dominado, pensamientos que adoptan una forma invisible.

»Recuerda esto: ¡cuanto más majestuosa sea su apariencia, más nocivos resultarán para tí!.

»Muchas falsas creencias se elaboraron a partir de estas apariciones, haciendo que la humanidad retrocediera hacia las tinieblas. No obstante, cada uno de estos fantasmas posee un sentido profundo; no son sólo imágenes. En lo que a tí se refiere, y entiendas o no su lenguaje simbólico, son las marcas que señalan el nivel que has alcanzado en tu evolución espiritual.

»La etapa siguiente ya te la mencioné, en ella tus contemporáneos se convertirán en fantasmas ante tus ojos. Esta etapa, como todo lo relacionado con el dominio espiritual, alberga simultáneamente el veneno y el antidoto.

»Si te estancas en el punto de considerar a los humanos como a fantasmas, entonces sólo habrás absorbido el veneno, y serás como aquél de quien dicen las Escrituras: "Si no tienes amor, estás vacío como el metal que resuena". Pero si descubres el sentido oculto en cada una de estas sombras humanas, verás con los ojos del espíritu, y no sólo su núcleo vivo, sino también el tuyo propio. Entonces te será devuelto cuanto te fue quitado, como a Job. Estarás… de nuevo… donde estabas antes, como gustan comentar irónicamente los insensatos. No saben que es muy distinto volver a casa tras una larga estancia en el extranjero que no haber salido nunca de ella.

»Una vez que hayas alcanzado este punto, nadie sabe si se te concederán los poderes milagrosos que poseían los profetas de la antigüedad, o si en lugar de ello encontrarás la paz eterna. Tales fuerzas constituyen un don deliberado de quienes detentan la clave de los misterios.

»Si las recibes y te sirves de ellas, debe ser en interés de la humanidad, que necesita signos así.

»Nuestra vía acaba en la plena madurez, cuando la hayas conseguido serás digno de recibir el regalo de los poderes. ¿Te serán concedidos?. No lo sé.

»Pero de las dos maneras te habrás convertido en un fénx, en tu mano está alcanzarlo por la fuerza.

»Antes de despedirme de tí quisiera enseñarte cómo podrás reconocer un día, en el momento del "gran equinoccio", si estás llamado a obtener el don de las fuerzas milagrosas. Escucha: Uno de aquellos que poseen la clave de los misterios se quedó en la Tierra para buscar y agrupar a los llamados. Al igual que él no puede morir, su leyenda tampoco morirá.
Algunos sospechan que se trata del "Judío Errante", otros lo llaman Elias. Los gnósticos pretenden identificarlo con Juan el Evangelista. Cualquiera que afirma haberlo visto describe su aspecto de modo distinto. No te dejes desconcertar si en el futuro encuentras personas que te lo describan así. Es muy natural que cada uno lo vea de una manera. Un ser como él, que ha transformado su cuerpo en espíritu, ya no está ligado a ninguna forma fija.

»Un ejemplo te mostrará que tanto su forma como su rostro no pueden ser sino imágenes, imágenes que son una fantasmal apariencia de lo que en realidad es.

»Supon que se te aparece como un ser de color verde. El verde, aunque puedas verlo, no es ningún color en sí mismo, resulta de la combinación del azul y el amarillo.

»Esto lo saben todos los pintores. Pero pocos son los que saben que el mundo que nos rodea es como el color verde, que en verdad no es lo que parece ser.

»Deduce de este ejemplo que si se te apareciera como un hombre de rostro verde, ello significará que su auténtico rostro aún no te ha sido revelado.

»Si lo ves tal como es en realidad, es decir, como una forma geométrica, como un sello en el cielo que nadie salvo tú puede ver, entonces sabrás que estás llamado a obrar milagros. Yo lo encontré como un ser de carne y hueso, y pude poner mi mano en su costado. Su nombre era…».

Hauberriser adivinó el nombre. Estaba escrito sobre la página que llevaba consigo constantemente, era ese nombre que se presentaba ante él con tanta persistencia:

"Chidher el Verde"

El Rostro Verde (11). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo X

El primer acto de Sephardi, la mañana siguiente a su visita a Hilversum, consistió en ir a ver al psiquiatra Debrouwer para informarse sobre el caso de Lázaro Eidotter.

Estaba demasiado convencido de la inocencia del viejo judío como para no sentirse obligado a intervenir en favor de su correligionario, más en cuanto que el doctor Debrouwer pasaba por ser un alienista extremadamente mediocre y de diagnóstico poco seguro.

Aunque Sephardi sólo había visto a Eidotter una vez en su vida, sentía gran simpatía por él.

El sólo hecho de que formara parte de un círculo de místicos cristianos siendo judío, permitía suponer que era un Chassid cabalístico, y todo lo referente a esta extraña secta judía le interesaba en el mayor grado.

* * *

No se había equivocado al suponer que el psiquiatra emitiría un juicio totalmente erróneo. Apenas había expresado su convicción de que Eidotter era inocente y de que sus confesiones se explicaban por un ataque de histeria, cuando fue interrumpido por el doctor Debrouwer, cuyo exterior delataba al pseudocientífico de cabeza hueca:

—El examen no ha revelado ninguna anomalía. Sólo lo tengo en observación desde ayer, pero está claro que no hay ningún síntoma patológico.

—¿Considera, entonces, que el viejo es un asesino consciente y que su confesión es verídica? —preguntó el doctor Sephardi con sequedad.

Los ojos del médico adoptaron una expresión de inteligencia sobrenatural. Se colocó hábilmente a contraluz, para que el reflejo de sus pequeñas gafas ovaladas realzara aún más, si cabía, su imponente rostro de pensador. Bajando la voz, como si de un secreto se tratara, dijo en tono misterioso:

—No es que Eidotter sea el asesino, pero sí es cómplice. Se trata de una conspiración.

—¿Ah, sí?. ¿Y en qué basa usted esa conclusión?.

El doctor Debrouwer se inclinó hacia delante y susurró:

—Su confesión coincide en ciertos puntos con los hechos, por consiguiente, debe conocerlos. Se denunció a sí mismo como asesino para que sus cómplices tuvieran tiempo de escapar.

—Se conocen, pues, todos los detalles del asesinato.

—Desde luego. Uno de nuestros más célebres criminalistas los descubrió a partir del dictamen pericial. El zapatero Klinkherbogk, en un ataque de… dementia praecox —Sephardi tuvo que contener la sonrisa— apuñaló a su nieta con una lezna, y cuando se disponía a abandonar el cuarto, fue asesinado por el criminal que acababa de entrar a la habitación. Después, el asesino tiró el cadáver por la ventana, al canal. Se ha encontrado una corona de papel dorado que pertenecía a Klinkherbogk flotando sobre el agua.

—¿Y el relato de Eidotter es exactamente igual?.

—¡Sí, precisamente! —el doctor Debrouwer soltó una carcajada—. Cuando los inquilinos supieron lo del asesinato, algunos de ellos quisieron despertar a Eidotter y lo encontraron desmayado, sin conocimiento. Está claro que fingía. Y por otra parte, de no haber participado en el crimen, no podía saber que la pequeña murió acuchillada por una lezna, no obstante lo mencionó expresamente en su confesión. El hecho de que también se haya declarado culpable del infanticidio tiene fácil explicación: lo hizo para confundir a la policía.

—¿Y de qué modo pretende haber sorprendido al zapatero?.

—Afirma que se subió por una cadena que cuelga desde el tejado hasta el agua del canal, y luego dice que le rompió el cuello a Klinkherbogk, que lo había recibido alegre y con los brazos abiertos. Puras tonterías, desde luego.

—Dice usted que es imposible que supiera lo de la lezna. ¿No podría habérselo dicho alguien antes de entregarse a la policía?.

—Imposible.

Sephardi se quedó muy pensativo. Su hipótesis inicial en el sentido de que Eidotter se había declarado culpable para cumplir una misión imaginaria que se correspondiese con su nombre de "Simón, el portador de la cruz", no se tenía en pie. Si el médico no mentía, ¿cómo era posible que Eidotter conociera el detalle de la lezna?. Sephardi intuyó que el caso del viejo tenía que ver con fenómenos de adivinación consciente.

Abrió la boca para expresar su sospecha de que el asesino podría ser el zulú, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, sintió, desde el fondo de su ser, un golpe violento que lo hizo callar enseguida.

Había sido casi como un contacto físico, pero a pesar de ello no concedió mayor importancia al asunto. Se limitó a preguntar si le estaba permitido hablar con Eidotter.

—En principio no debería consentirlo —respondió Debrouwer— sobre todo porque usted, según las informaciones del tribunal, estuvo con él poco antes de los acontecimientos, en casa de Swammerdam. Pero si insiste, y en atención a su inatacable reputación de sabio aquí en Amsterdam, excederé con gusto mis atribuciones —tocó el timbre y ordenó a un guardia que acompañara a Sephardi a la celda.

* * *

El viejo judío, tal como se le podía ver a través de la ventanilla de la puerta, estaba sentado ante la ventana enrejada, contemplando el cielo soleado.

Al oír la puerta se levantó con indiferencia.

Sephardi se acercó a él rápidamente y le apretó la mano.

—He venido a verle, señor Eidotter, primero porque lo considero un deber de correligionario…

—Correligionario —murmuró Eidotter respetuosamente, haciendo una reverencia.

—…y segundo, porque estoy convencido de su inocencia.

—Inocencia —repitió el anciano como un eco.

—Me temo que no confía en mí —continuó Sephardi tras un silencio—. No se preocupe, he venido como amigo.

—Como amigo —dijo Eidotter como una máquina.

—¿Acaso no me cree?. Me causaría mucha pena.

El viejo judío pasó la mano por la frente con lentitud, como si acabara de despertar.

Poniéndose la mano en el corazón, y articulando penosamente las palabras —se esforzaba por evitar todo rastro de dialecto— dijo:

—Yo… yo no tengo… enemigos. ¿Y entonces?… Y por lo que ha dicho de que viene como amigo, ¿de dónde sacaré el derecho de dudar de sus palabras?.

—Muy bien. Me alegro. Voy a poder hablarle con toda franqueza, señor Eidotter —Sephardi aceptó la silla que le ofrecía el viejo, y se sentó de manera apropiada para poder observar su fisonomía—. Si ahora le planteo algunas preguntas, no es por curiosidad, sino para ayudarle a salir de la fatal situación en que se encuentra.

—…Ayudarle… —murmuró Eidotter.

Sephardi se calló durante un rato. Contempló con atención el rostro del anciano, que aparecía inmóvil e impasible, sin la menor traza de emoción.

Advirtió a primera vista las profundas arrugas que surcaban su cara, debía haber sufrido horriblemente. Sin embargo, reparó en un extraño contraste, un brillo ingenuo en sus ojos abiertos, una claridad como nunca había visto en un judío ruso. En la habitación de Swammerdam, pobremente iluminada, no se había dado cuenta de ello. Había tomado al viejo por un sectario, influenciado por una religiosidad exagerada, que oscilaba entre el fanatismo y la autoflagelación. El hombre que ahora estaba frente a él era completamente distinto. Sus labios no eran toscos, ni tenían la expresión astuta y repugnante que solía caracterizar al típico judío ruso. En cada línea revelaban una extraordinaria potencia imaginativa.

Sephardi no podía imaginarse que esa mezcla de pueril inocencia y decadencia senil fuera capaz de llevar un despacho de licores en un barrio de criminales.

—Dígame —empezó con tono amable— ¿cómo se le ha ocurrido autoinculparse del asesinato de Klinkherbogk y de su nieta?. ¿Quería proteger a alguien?.

Eidotter negó con la cabeza:

—¿A quién tendría que proteger, si he sido yo el que los mató?.

Sephardi fingió que daba crédito a su afirmación:

—¿Y por qué los mató?.

—Pues… por los mil florines.

—¿Y dónde tiene guardado el dinero?.

—Eso ya me lo preguntaron los Gaónims —señaló hacia la puerta con el dedo pulgar—. No lo sé.

—¿No se arrepiente de lo que ha hecho?.

—¿Arrepentirme? —el viejo reflexionó—. ¿Por qué iba yo a arrepentirme?. Si no es culpa mía.

Sephardi se sorprendió. Aquello no era una respuesta de loco. Dijo sencillamente:

—Desde luego que usted no tiene la culpa. Porque no ha cometido el crimen. Usted estaba durmiendo en la cama, todo se lo ha imaginado. Tampoco se subió por la cadena. A su edad no hubiera podido hacerlo.

Eidotter vaciló.

—¿Quiere decir que yo no soy el asesino?.

—Naturalmente. Está más claro que el agua.

El anciano volvió a meditar durante un instante antes de gruñir con indiferencia:

—Bueno. Parece lógico.

En sus facciones no se esbozó ni la menor señal de alegría. Ni siquiera pareció sorprenderse.

El asunto le resultaba a Sephardi más enigmático cada vez. De haberse producido un cambio de conciencia en Eidotter, se reflejaría en sus ojos, los cuales, sin embargo, tenían todavía la misma mirada pueril de antes. Tampoco podía tratarse de una simulación intencionada, el anciano había aceptado el hecho de su inocencia como algo que no merecía ser comentado.

—¿Sabe lo que habría pasado de haber cometido usted el asesinato realmente? —preguntó Sephardi con insistencia—. ¡Lo habrían condenado a muerte!.

—¡Hm!. Condenado a muerte.

—Sí, señor. ¿No le asusta la idea?.

Evidentemente, la cuestión no producía ningún efecto en el viejo. Su rostro se volvió tan sólo algo más pensativo, como si lo iluminara un recuerdo. Alzó los hombros y dijo:

—Han ocurrido cosas mucho más terribles en mi vida, señor doctor.

Sephardi aguardó a que siguiera hablando, pero Eidotter se había sumido nuevamente en un silencio de muerte.

—¿Siempre ha sido comerciante de licores?.

El viejo sacudió la cabeza, asintiendo.

—¿Marcha bien su negocio?.

—No lo sé.

—Pues si es tan indiferente con su negocio, un día lo perderá todo.

—Claro, cuando uno se descuida —fue la ingenua respuesta de Eidotter.

—¿Y quién cuida de él?. ¿Usted?. ¿O tiene mujer e hijos que se ocupen de él?.

—Mi mujer murió hace mucho tiempo y… y los niños también.

Sephardi creyó ver un camino abierto hacia el corazón del anciano.

—¿No piensa de vez en cuando en los suyos con amor?. No sé si hará mucho tiempo desde que los perdió, pero es imposible que se sienta feliz con su soledad. Verá, yo tampoco tengo a nadie que se ocupe de mí, puedo ponerme en su lugar fácilmente. No se lo pregunto por curiosidad, ni por descifrar el enigma que representa usted para mí —dijo, olvidando sin darse cuenta el motivo de su visita— lo hago por pura humanidad y…

—…y porque su estado de ánimo lo necesita, y no puede evitarlo —completó Eidotter, transformado por un instante.

En el semblante hasta ahora apagado del viejo se reflejó por un momento un sentimiento de compasión y de profunda comprensión.

Un segundo después su cara volvió a ser la misma página en blanco del principio de la visita. Sephardi lo oyó murmurar, como ausente de espíritu:

—Rabbi Jochanan dijo: «Formar un matrimonio acertado entre los seres humanos es un milagro más grande que el realizado por Moisés en el mar Rojo».

Comprendió de pronto que, aunque sólo fuera por un instante, el viejo había compartido su dolor por la pérdida de Eva, un dolor del que él mismo no era plenamente consciente en este momento. Recordó una leyenda de los Chassidim según la cual existían algunas personas en esa comunidad, que sin estar locos, presentaban toda la apariencia de estarlo, personas que al ser despojadas de su Yo experimentaban las penas y alegrías de otros con tanta fuerza como si fuesen propias. Lo había tomado por una fábula. ¿Podría resultar que ese viejo de razón perturbada constituyera un vivo testimonio de la leyenda?. Su comportamiento, el hecho de que él mismo creyera haber matado a Klinkherbogk, su forma de actuar hasta el momento, visto así todo se situaba bajo una luz diferente.

—¿No recuerda si alguna vez se le ocurrió creer que había hecho algo determinado y luego resultó que en realidad era una acción de otra persona? —preguntó Sephardi con sumo interés.

—Nunca he reparado en ello.

—¿Es usted distinto de otras personas en cuanto a su modo de pensar, de sentir?. Distinto de mí, por ejemplo, o de su amigo Swammerdam. La otra tarde, cuando nos conocimos en su casa, no estuvo usted tan callado, señor Eidotter, sino mucho más vivo. ¿Tanto le ha afectado la muerte de Klinkherbogk? —lleno de compasión, cogió la mano del viejo—. Si está preocupado, o si necesita un descanso, confíese a mí, yo haré todo lo que pueda por ayudarle. Además, no creo que ese negocio en el Zee Dijk sea lo más apropiado para usted. Quizás pueda encontrarle otra ocupación más… digna. ¿Por qué rechazar la amistad que se le ofrece?.

Las cálidas palabras de Sephardi le cayeron bien al anciano. Sonreía con la felicidad de un niño alabado, aunque no parecía comprender lo que Sephardi le proponía.

—¿Fui… fui distinto la otra tarde? —preguntó al fin, balbuceante.

—Desde luego. Habló largamente conmigo y con los demás. Era como… más humano. Incluso llegó a discutir con Swammerdam acerca de la Cabala. Deduje de ello que se había dedicado usted mucho a la cuestión religiosa y a Dios.

Sephardi se interrumpió rápidamente, un cambio se estaba produciendo en el viejo.

—Cabala… Cabala —murmuraba Eidotter—. Sí, claro, estudié la Cabala. Mucho tiempo. Y Babli también y… y Jeruschalmi…

Sus pensamientos empezaban a perderse en el pasado lejano; los articulaba como si fueran ajenos, se expresaba como si estuviera enseñándole imágenes a otro, ahora despacio, ahora deprisa, conforme desfilaban por su memoria.

—Lo que dice la Cabala sobre Dios está equivocado. En la vida es completamente diferente. En aquella época, en Odessa, aún no lo sabía. En el Vaticano, en Roma, tuve que traducir pasajes del Talmud.

—¿Ha estado usted en el Vaticano? —exclamó Sephardi con asombro.

El viejo no lo oyó.

—Luego se me secó la mano.

Levantó el brazo derecho; los dedos de la mano aparecían encorvados y nudosos como raíces, a causa de la artritis.

—En Odessa los griegos ortodoxos me tomaron por un espía, por mis relaciones con los goyyím romanos… y de pronto ardió nuestra casa, pero Elias, su nombre sea alabado, nos salvó del peligro, y mi mujer Berurje, yo y los niños, tan sólo nos quedamos en la calle.

»Más tarde, tras la fiesta de los Tabernáculos, vino Elias y comió en nuestra mesa. Yo sabía que se trataba de Elias, pero Berurje pensaba que su nombre era Chidher el Verde.

Sephardi se sobresaltó. ¡El mismo nombre había sido mencionado la tarde anterior en Hilversum, cuando el barón Pfeill contó las experiencias de Hauberrisser!.

—En la comunidad se reían de mí. Siempre decían: «¿Eidotter?, Eidotter es un Nebbochant, anda por ahí como un demente». No sabían que Elias me instruía en la doble ley que Moisés transmitió a Josué, de la boca al oído —sus rasgos, iluminados por la revelación, se transfiguraron—. Tampoco sabían que El intercambió en mí las dos luces de los Makifim. Después hubo una persecución de judíos en Odessa. Tendí mi cabeza, pero el golpe fue a parar a Berurje, su sangre corrió por el suelo cuando intentaba proteger a los niños. Los niños murieron a golpes, uno tras otro.

Sephardi se levantó de un salto, se tapó los oídos, y espantado, clavó la vista en Eidotter, cuyo sonriente rostro no traslucía huella alguna de emoción.

—Ribke, mi hija mayor, gritaba pidiéndome ayuda cuando se abalanzaron sobre ella, pero me tenían agarrado. Entonces la rociaron con petróleo y… le prendieron fuego.

Eidotter se calló. Bajó la cabeza, pensativo, y se puso a arrancarse hilillos de las costuras de su kaftán. Parecía tener plena conciencia. Sin embargo, no debía experimentar ningún dolor, porque al cabo de un rato continuó con voz clara:

—Más tarde, cuando quise volver a estudiar la Cabala, no pude, porque tenía intercambiadas las luces de los Makifim.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sephardi, tembloroso—. ¿Que el terrible dolor había trastornado su mente?.

—El dolor, no. Y tampoco mi espíritu está trastornado. Es como lo que se dice de los egipcios, que tenían una poción que provoca el olvido. De otra manera, ¿cómo podría haber sobrevivido?. Después de aquello, durante mucho tiempo no supe quién era, y cuando recobré la memoria, me faltaba lo que el hombre necesita para llorar, y también algunas cosas que hacen falta para pensar. Las Makifim estaban invertidas. Desde entonces tengo la cabeza en el corazón y el corazón en la cabeza, por decirlo de alguna manera. Sobre todo en determinados momentos.

—¿Podría explicármelo? —preguntó Sephardi suavemente—. Pero sólo si le apetece, por favor. No quisiera que crea que se lo pregunto por curiosidad.

Eidotter lo cogió de la manga.

—Mire, doctor. Cuando le doy un pellizco a la tela, usted no siente ningún dolor, ¿no?. Si le duele a la manga, ¿quién puede saberlo?. Pues lo mismo me sucede a mí. Lo sé muy bien, pero no lo siento. Porque mis sentimientos están en mi cerebro. Tampoco me es posible dudar de lo que se me dice, como solía hacerlo en mi juventud, en Odessa. Tengo que creerlo, porque mi cerebro está en mi corazón. Del mismo modo, no puedo reflexionar como antes, o se me ocurre algo o no se me ocurre nada. Si se me ocurre, entonces es que es así en realidad, lo percibo tan nítidamente que no podría distinguir si lo he vivido o no. Por eso ni siquiera trato de reflexionar sobre ello.

—¿Y sus quehaceres cotidianos?. ¿Cómo se las arregla para llevarlos a cabo?.

Eidotter señaló la manga nuevamente.

—Cuando llueve la ropa nos protege de la humedad, y cuando brilla el sol nos protege del calor. Que usted se preocupe o no de ello no importa, la ropa lo hace por sí sola. Mi cuerpo se ocupa del negocio, pero yo no sé nada sobre eso. Rabbí Simón ben Eleasar dijo: «¿Acaso visteis jamás un pájaro ejerciendo una profesión?. Y sin embargo se alimenta sin problemas. ¿No debería alimentarme sin problemas yo también?». Naturalmente, si las Makifim no estuvieran intercambiadas dentro de mi, no podría dejar solo a mi cuerpo, estaría atado a él.

Sephardi, reparando en la claridad del discurso, examinó los ojos del anciano y vio que, aparentemente, ya no se diferenciaban en nada de los de cualquier judío ruso. Al hablar, hacía gestos con las manos, y su voz tenía ahora un timbre persuasivo. Sus diferentes estados mentales se sucedían sin transición.

—Claro que un hombre no puede conseguir esto por sí mismo —continuó Eidotter—. No sirven para nada los estudios, ni las oraciones, ni tampoco el Mikwaóth —el bautismo por inmersión. Nosotros solos no podemos lograrlo, tiene que venir alguien del más allá para intercambiarnos las luces.

—¿Cree que fue alguien del "más allá" quien lo hizo por usted?.

—Claro que sí, fue Elias, el profeta, ya se lo he dicho. Cuando un día entró en nuestro cuarto, yo ya sabía que era él al escuchar sus pasos. Previamente, al pensar que algún día podía ser nuestro huésped, creía que todos mis miembros temblarían cuando lo viera ante mí. Usted sabe, doctor, que nosotros los Chassidim esperamos su llegada continuamente. Pero fue una cosa muy natural, como si cualquier judío ordinario entrara por la puerta. Ni siquiera mi corazón latió más deprisa. Lo único que noté fue que, aunque me esforzara, yo no podía dudar de que era él. Lo observé atentamente y su cara me pareció cada vez más familiar; de pronto supe que no había pasado ni una noche en mi vida sin que lo hubiera visto en sueños. Como me hubiera gustado averiguar cuándo lo vi por primera vez, escarbé en mis recuerdos y vi pasar toda mi juventud, y mi infancia, y todavía más temprano, me ví en otra vida anterior, como un hombre adulto, y nuevamente como un niño, y así seguía. Yo nunca había pensado que hubie ra vivido antes. El siempre estaba conmigo y siempre tenía la misma edad y el mismo aspecto que el forastero que en ese momento se sentaba en mi mesa. Naturalmente, me fijé en cada uno de sus movimientos, en todo lo que hacía. De no saber que era Elias nada me habría llamado la atención, pero sabiéndolo, cada gesto suyo adquiría un significado profundo. En el curso de la conversación intercambió la posición de los candelabros de la mesa, entonces percibí claramente que había invertido las luces dentro de mí. A partir de aquel instante fui otro hombre muy distinto, meschugge, como me decían en la comunidad. El motivo de que intercambiara las luces en mi interior lo conocí más tarde, cuando masacraron a mi familia. Usted quería saber el por qué de que Berurje creyera que se llamaba Chidher el Verde, ¿verdad, doctor?. Pues bien, ella pretendía que se lo había dicho.

—¿Y luego ya no volvió a encontrarlo?. Comentó antes que le instruyó en la Merkaba, es decir, en la segunda ley secreta de Moisés.

—¿Encontrarlo? —repitió Eidotter, pasándose la mano por la frente como si tuviera que entender lentamente de qué se estaba hablando—. ¿Encontrarlo?. Una vez conmigo, ¿cómo podría haberse marchado?. El está siempre conmigo.

—¿Y lo ve constantemente?.

—No lo veo en absoluto.

—Pero si dice que siempre está con usted. ¿Cómo hay que entender eso?.

—No puede entenderse con la razón, doctor.

—¿No podría explicármelo con un ejemplo?. ¿Le habla Elias cuando lo instruye, o qué hace?.

—Cuando usted se siente alegre… ¿está con usted la alegría?. Sí, naturalmente. Pero no puede verla ni oírla. Pues así es.

Sephardi se calló. Advirtió que entre él y el anciano se abría un abismo de incomprensión espiritual que era incapaz de franquear.

En conjunto, lo que el viejo acababa de decirle concordaba con sus propias teorías sobre la evolución interior de la raza humana. Él siempre había dicho, como el día anterior en Hilversum, que este camino evolutivo se hallaba en la religión y en la fe religiosa, pero ahora que tenía delante un ejemplo vivo en la persona del anciano, se sentía sorprendido y decepcionado a la vez por la realidad. Debía reconocer que Eidotter, por el hecho de no estar sujeto al dolor, era infinitamente más rico que los demás humanos, le envidiaba su facultad, pero no se hubiera cambiado por él. Una duda nació en él, la de si estaría o no en lo cierto con respecto a lo que había dicho en Hilversum sobre la vía de la debilidad y la búsqueda de un redentor.

Había pasado toda su vida solo, aislado, rodeado de un lujo inútil, absorbido por estudios de todas clases. Ahora le pareció haber pasado por alto muchas cosas y haberse perdido lo más importante.

¿Aspiraba efectivamente y con toda su alma a la llegada de Elias, como este pobre judío ruso?. No; a través de sus lecturas se había dado cuenta de que era necesario desearlo para que la vida interior despertara en él, y su deseo se limitaba a la imaginación. Ahora tenía delante a un ser de carne y hueso que realmente consiguió realizar un deseo así, y entonces él, Sephardi, el gran sabio, se confesaba a sí mismo que no quería estar en su lugar. Profundamente avergonzado, se prometió explicar en la próxima ocasión que viera a Hauberrisser, a Eva y al barón Pfeill, que en realidad no sabía prácticamente nada, que se veía obligado a confirmar la opinión de un comerciante de licores judío de mente perturbada acerca de las experiencias espirituales: "Esto no se comprende con la razón".

—Es como un viaje al reino de la plenitud —continuó Eidotter tras un silencio durante el cual había sonreído felizmente— y no de un retorno, como creía antes. Pero, hasta que no tenga las luces invertidas, todo lo que crea una persona es erróneo, tan erróneo que no puede ser concebido. Uno espera la llegada de Elias, y cuando llega, se da cuenta de que en realidad no es él quien ha venido, sino uno mismo quien ha ido a su encuentro. Uno cree tomar mientras está dando. Creemos estar parados, esperando, y estamos en movimiento, buscando. El hombre camina mientras que Dios permanece quieto. Elias vino a nuestra casa, ¿lo reconoció Berurje?. Ella no fue hacia él y por tanto, él no vino a ella, de modo que pensó que era un judío forastero que se llamaba Chidher el Verde.

Sephardi miró con emoción los ojos radiantes del anciano.

—Ahora he comprendido muy bien lo que quiere decir, aunque no pueda sentirlo. Se lo agradezco. Quisiera poder hacer algo por usted.

»Puedo garantizarle su libertad con toda seguridad, no será difícil convencer al doctor Debrouwer de que su confesión no guarda ninguna relación con el asesinato. Aunque… —añadió, más bien para sí mismo— por el momento, todavía no sé como voy a explicarle el caso.

—¿Puedo pedirle un favor, doctor?.

—Desde luego, naturalmente.

—Entonces no le diga nada a ese de ahí fuera. Que siga creyendo que he sido yo. No quiero tener la culpa de que descubran al asesino. Ahora sé quién fue. Entre nosotros: fue un negro.

—¿Un negro?. ¿Como lo sabe, de repente? —exclamó Sephardi perplejo y algo receloso.

—Es como sigue —explicó Eidotter con tranquilidad—: Cuando, tras haber estado unido a Elias como en un sueño no soñado, volví parcialmente en mí, en la bodega, había ocurrido algo entre tanto. Yo suelo creer que he presenciado las cosas, que he participado en ellas. Si alguien, por ejemplo, le ha pegado a un niño, creo que lo he hecho yo, y tengo que ir a consolarlo. Si alguien se olvida de darle de comer a su perro, creo que ha sido un olvido mío y voy a darle la comida. Y si luego, por casualidad, me entero de mi error, no tengo más que unirme un instante con Elias y volver enseguida para saber como sucedieron las cosas. Casi nunca lo hago, porque no tiene sentido, y además, cuando me separo de Elias me da la impresión de quedarme ciego. Pero como usted ha estado meditando durante tanto rato, lo he hecho, y he visto que era un negro el que mató a mi amigo Klinkherbogk.

—¿Cómo, cómo ha podido ver que era un negro?.

—Pues, volvía a ascender mentalmente por la cadena, mirándome por fuera, y he visto que era un negro con un collar rojo en el cuello, descalzo y vestido con un mono azul. Al examinarme interiormente, constaté que yo era un salvaje.

—Eso sí que habría de contárselo al doctor Debrouwer —exclamó Sephardi al levantarse.

Eidotter lo retuvo por la manga.

—¡Me prometió guardar silencio, doctor!. No debe verterse sangre, por el amor de Elias. Mía es la venganza… y además… —su semblante amable adoptó de pronto una expresión de fanatismo amenazador, profético— además, ¡el asesino es uno de los nuestros!. No un judío, como está usted pensando en este momento —explicó al percatarse de la cara de sorpresa que había puesto Sephardi— pero sí uno de los nuestros. Acabo de reconocerlo, viéndolo internamente. ¿Que sea un asesino?. ¿Quien tiene derecho a juzgarlo?. ¿Nosotros?. ¿Usted y yo?. Mía es la venganza. El es un salvaje, y tiene su fe. Dios nos preserve a todos de tener una fe tan espantosa como la suya, pero su fe es auténtica y viva. Estos son los nuestros, los que tienen una fe que no se derrite en el fuego de Dios. Swammerdam, Klinkherbogk, y también el negro. ¿Qué es eso de ser judío, cristiano, pagano?. Sólo nombres para quiénes tienen una religión en lugar de una fe. Así que le prohibo decir lo que sabe sobre el negro. Si tengo que morir por él, ¿podría usted privarme de realizar esta ofrenda?.

* * *

Conmovido, Sephardi volvió a su casa.

Le daba vueltas a la idea de que en el fondo, curiosamente, el doctor Debrouwer no se había equivocado al sostener que Eidotter participaba en una conspiración, y que aspiraba a ganar tiempo para el verdadero asesino. Todo concordaba, y sin embargo, el doctor Debrouwer no podía estar más alejado de la verdad. Sólo en ese momento comprendió perfectamente las palabras de Eidotter: «Todo lo que cree una persona es erróneo en tanto sus luces no hayan sido invertidas, tan erróneo que no puede ser concebido. Creemos tomar cuando damos, creemos estar parados, esperando, y en realidad estamos andando y buscando».

El Rostro Verde (10). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo IX

CAPÍTULO IX

Después de cenar, Hauberrisser permaneció durante una hora con el barón Pfeill y el doctor Sephardi. Estuvo distraído y taciturno. Su pensamiento estaba tan centrado en Eva que se sobresaltaba cada vez que se dirigían a él.

Pensó en los días venideros y de pronto le resultó insoportable su soledad en Amsterdam, pese a que poco tiempo atrás le había gustado tanto. Aparte de Pfeill y Sephardi, cuya personalidad lo atrajo desde el primer momento, no tenía amigos ni conocidos, y por otro lado, hacía mucho tiempo que había roto las relaciones con su patria. Ahora que conocía a Eva, ¿sería capaz de soportar su habitual existencia de ermitaño?.

Consideró la posibilidad de trasladarse a Amberes, en donde al menos podría respirar el mismo aire que ella. Y quizás pudiera verla de vez en cuando.

Sufría al recordar la frialdad con que le comunicó su decisión de dejar en manos del tiempo o del azar la última palabra en cuanto a si se establecería entre ellos un vínculo duradero, pero luego evocaba sus besos, y embriagado por la felicidad, se solazaba en la fortuna de que se hubieran encontrado.

Dependía de él, se dijo, que la separación durara sólo unos días. ¿Qué le impediría ir a verla la semana siguiente y pedirle que mantuvieran el contacto?. Según tenía entendido ella era totalmente independiente y no tenía que consultar con nadie sus determinaciones.

Pero por muy claro y llano que le pareciese el camino hacia Eva, evaluó todas las circunstancias y no pudo evitar que una confusa sensación de angustia se alzara como una barrera frente a sus esperanzas, un sentimiento irreductible que habia experimentado con nitidez por vez primera cuando se despidieron. Intentaba imaginar un futuro de color de rosa, se esforzaba a pensar en un desenlace satisfactorio, hacía esfuerzos convulsivos para contrarrestar el implacable "no" que resonaba en su corazón. Estaba al filo de la desesperación.

Una larga experiencia le había enseñado que, una vez despiertas esas raras certezas interiores acerca de la inminencia de una catástrofe, y aunque en apariencia fueran infundadas, era inútil querer acallarlas. Quiso apaciguarse diciéndose que su inquietud era una consecuencia natural del amor. Aguardaba con impaciencia el momento de enterarse de que Eva había llegado sana y salva a Amberes.

Sephardi y él descendieron en la estación de Westerpoort, que se hallaba más cerca del centro de la ciudad que la estación central. Acompañó al doctor hasta la calle Heerengracht y una vez allí echó a correr hacia el hotel Amstel con objeto de dejar un ramo de rosas para Eva, un ramo que Pfeill, adivinando sus pensamientos, le había ofrecido sonriente.

El conserje le comunicó que la señorita van Druysen acababa de partir, que si tomaba un taxi aún podía llegar antes de la salida del tren.

Un coche lo llevó rápidamente a la estación. Esperó.

Los minutos pasaron y Eva no llegaba.

Telefoneó al hotel y tampoco había vuelto allí. Le aconsejaron que preguntara en la consigna.

Las maletas no habían sido retiradas. Sintió oscilar el suelo bajo sus pies. Entonces, consumido de inquietud por Eva, comprendió cuánto la amaba. Ya no podría vivir sin ella.

El ultimo obstáculo que se interponía entre ellos, una leve sensación de ser aún extraños el uno para el otro, se derrumbó completamente bajo el peso de su preocupación. Sabía que si la hallara ahora, la cogería entre sus brazos y la cubriría de besos, y no la dejaría marcharse nunca más.

Faltaba un minuto. Ya apenas si le quedaban esperanzas de verla llegar. No obstante aguardaría hasta que el tren se pusiera en marcha.

Era evidente que le había sucedido algo. Tuvo que obligarse a permanecer tranquilo.

¿Qué camino podría haber tomado?. No tenía ni un minuto que perder. Si no había ocurrido ya lo peor todavía quedaba un recurso: sopesar la situación con espíritu frío y lúcido, que era un método cuya validez había constatado en sus viejos tiempos de ingeniero e inventor, un método que podía ser una fuente casi inagotable de ideas ingeniosas. Desplegando todo su potencial imaginativo, trató de desvelar el engranaje secreto de los acontecimientos, los cuales debían haberse producido antes de que Eva abandonara el hotel. Intentó ponerse en su lugar, especulando acerca de cuál sería su estado de ánimo mientras esperaba el momento de marcharse.

El hecho de que enviara previamente su equipaje en vez de utilizar el coche del hotel le hizo suponer que proyectaba ir a ver a alguien.

Pero… ¿a quien?… ¿y tan tarde?…

Súbitamente recordó que Eva había rogado a Sephardi que fuera a ver a Swammerdam lo antes posible.

El viejo coleccionista de mariposas vivía en el Zee Dijk —un barrio de criminales, según decía el artículo del asesinato—. ¡Sí!. No habia podido ir a ningún otro sitio.

Pensó en las terribles eventualidades que podían amenazarla en aquel barrio y le dieron escalofríos. Había oído hablar de tabernas en las que se robaba a los extranjeros y, tras asesinarlos, arrojaban sus cuerpos al canal… el pelo se le erizaba al imaginar que hubiera podido ocurrirle algo así a Eva.

Instantes después, el automóvil cruzaba velozmente el puente de Openharen, que llevaba a la Iglesia de San Nicolás. Se detuvieron. El chófer le explicó que era imposible entrar con el coche en los estrechos callejones del Zee Dijk, el señor debía ir a la taberna del "Príncipe de Orange", le dijo mientras señalaba hacia un rayo de luz, y preguntar al tabernero por la dirección que buscaba.

* * *

La puerta de la taberna estaba abierta y Hauberrisser entró precipitadamente. El local, excluyendo al hombre que estaba de pie detrás del mostrador y que lo miraba con disimulo, se hallaba vacío. A lo lejos estallaron fuertes gritos que parecían proceder de alguna pelea.

El tabernero, después de recibir una propina, le indicó que el señor Swammerdam vivía en el cuarto piso y, a regañadientes, le mostró una escalera bastante peligrosa.

—No, la señorita van Druysen no ha vuelto por nuestra casa —contestó el viejo coleccionista moviendo la cabeza después de que Hauberrisser le contara sus preocupaciones.

Aún no se había acostado y se hallaba completamente vestido. Una única vela, casi consumida, sobre la mesa vacía, y la expresión dolida de su rostro, daban a entender que había pasado horas en la habitación meditando acerca del terrible final de su amigo Klinkherbogk.

Hauberrisser le cogió la mano.

—Perdóneme, señor Swammerdam, por sorprenderlo así, en plena noche y sin ninguna consideración hacia su dolor. Sí, sé lo que acaba de perder… —se interrumpió al advertir la expresión perpleja del anciano— incluso conozco los detalles, el doctor Sephardi me lo ha contado todo hoy. Si a Vd. le parece bien, luego podemos hablar de ello detenidamente, pero en este momento toda mi preocupación es Eva. Si pensaba realmente venir a verle y la han asaltado por el camino… ¡Por el amor de Dios, no quiero ni pensarlo!.

Hauberrisser se incorporó de un salto, y totalmente fuera de sí a causa de la inquietud, se puso a dar vueltas por el cuarto. Swammerdam reflexionó durante un rato y con tono optimista le dijo:

—Por favor, no quisiera que interpretara mis palabras como una fórmula vacía y consoladora… La señorita van Druysen no ha muerto.

Hauberrisser se dio la vuelta vehementemente.

—¿Cómo lo sabe?.

El tono tranquilo y firme del anciano le había quitado un peso de encima.

Swammerdam vaciló un momento antes de contestar.

—Porque entonces la vería —dijo finalmente a media voz. Hauberrisser le cogió del brazo.

—¡Le suplico que me ayude si puede!. Sé que toda su vida ha estado presidida por la fe, quizás su mirada pueda ver más profundo que la mía. Una persona imparcial puede ver a menudo…

—No soy tan imparcial como Vd. cree, señor Hauberrisser —lo interrumpió—. Sólo he visto una vez a la señorita, pero no exagero si le digo que la quiero tanto como si fuese mi hija. No me dé las gracias, no hay de qué. Es absolutamente natural que haga todo lo que esté en mis débiles manos para ayudarles a ella y a Vd., aunque para ello tenga que verter mi vieja e inútil sangre. Ahora escúcheme tranquilamente, se lo ruego: probablemente está en lo cierto al suponer que le ha ocurrido algún accidente. No fue a ver a su tía, en tal caso yo lo hubiera sabido a través de mi hermana que acaba de regresar del convento. No puedo asegurarle que la encontremos hoy, pero lo intentaremos por todos los medios. Y si no la hallamos, por favor, no se preocupe, estoy totalmente seguro de que… alguien en comparación con el cual no somos nada, la protege. No quisiera emplear expresiones que le resulten enigmáticas… Tal vez un día llegue el momento de poder decirle por qué estoy tan firmemente convencido de que la señorita Eva habrá seguido un consejo que yo le di… Lo que le ha ocurrido hoy será posiblemente la primera consecuencia de ello. Mi amigo Klinkherbogk eligió en su día un camino similar al que ahora ha tomado la señorita Van Druysen. Yo había presentido su final desde hacía mucho tiempo, pero me aferraba a la esperanza de poder evitárselo con mis ardientes oraciones. La noche pasada me probó algo que yo sabía desde siempre: la oración es un medio para despertar de manera intensa las fuerzas que dormitan dentro de nosotros. Creer que los rezos pueden modificar la voluntad de Dios es una locura. Los hombres que han puesto su suerte en manos del espíritu que mora en ellos mismos se rigen por la ley espiritual. Se han emancipado de la tutela de la tierra, cuyos dueños serán un día. Los sucesos que les ocurren tienen un sentido, sirven siempre para impulsarlos hacia adelante. Todo cuanto les ocurre lo hacen en un momento y de una manera que jamás podría ser más propicio. Créame, señor, ése es el caso de la señorita Eva. Lo difícil es invocar al espíritu que debe guiar nuestro destino. Sólo oye la voz del que está maduro, y la llamada debe ser dictada por el amor al prójimo, en otro caso se despertarían en nosotros fuerzas tenebrosas.

»Los Judíos Cabalistas lo expresan así: "Hay seres del imperio sin luz del Sí, ellos interceptan las oraciones que no tienen alas". Con ello no se refieren a demonios que estén fuera de nosotros, sino a los mágicos venenos de nuestro interior, esos venenos que desintegran nuestro Yo cuando se despierta.

—¿Pero, no podría ser que como su amigo Klinkherbogk, Eva haya ido hacia su perdición? —exclamó Hauberrisser, agitado.

—¡No!. Déjeme terminar, por favor. Nunca habría tenido el valor de darle un consejo tan peligroso si en aquel momento no hubiera percibido la presencia de aquél a quien acabo de mencionar. Ni Vd. ni yo somos nada frente a él. Durante mi larga vida, y a través de indecibles sufrimientos, he aprendido a distinguir su voz de las insinuaciones de los deseos humanos.

El único peligro que corre la señorita Eva es el de escoger un mal momento para la invocación, y ese momento peligroso, gracias a Dios, ya ha pasado. ¡Hace apenas unas horas —Swammerdam sonrió con alegría— que ella ha sido escuchada!. Quizás… no quiero ufanarme por ello, porque tales cosas me suceden cuando estoy ausente y absorto, en trance… Quizás haya tenido yo la suerte de haber podido acudir en su ayuda.

Fue hacia la puerta y la abrió para su huésped.

—Ahora vamos a hacer lo que nos dicte la fría razón. En tanto que todo lo material no esté de nuestro lado, no tendremos derecho a esperar ayuda de lo espiritual. Bajemos a la taberna y ofrezca dinero a los marineros para que busquen a la señorita, prometa recompensar a quien la encuentre sana y salva. Podrá Vd. comprobar que son capaces de arriesgar sus vidas si fuera necesario. Estos hombres son mejores de lo que suele creerse, lo que pasa es que se han extraviado en la selva de sus almas y por ello dan la impresión de ser bestias salvajes. En ellos se oculta una porción de heroísmo que buena falta les haría a tantos burgueses decentes. Esta capacidad heroica se manifiesta en ellos como salvajismo porque no saben reconocer la naturaleza de la fuerza que los impele. No temen a la muerte, y los hombres valientes nunca son malos en el fondo. El signo más evidente de que alguien lleva dentro de sí la inmortalidad es su desprecio por la muerte.

Swammerdam y Hauberrisser penetraron en la taberna. La sala estaba repleta. En mitad de la misma, tendido en el suelo, yacía el cadáver del marinero chileno cuyo cráneo había sido destrozado por el negro.

A preguntas de Swammerdam, el tabernero respondió de manera evasiva, dijo que no había sido más que una de tantas peleas de las que se producían a diario en el puerto.

—¡El maldito negro de ayer…! —empezó a decir la camarera Antje, pero no pudo continuar porque el tabernero le propinó un violento golpe en las costillas.

—¡Cállate, guarra! —le gritó—. Era un fogonero negro de un barco brasileño, ¡¿entendido?!.

Hauberrisser llamó aparte a uno de los bribones, le dio una moneda y comenzó a interrogarle.

Enseguida se vieron rodeados por toda una banda de tipos salvajes que les ofrecían las más diversas descripciones de la forma en que habían ajustado las cuentas al negro. Sólo estaban de acuerdo en un punto: se trataba de un fogonero extranjero. El amenazador semblante del tabernero los mantenía a raya y sus gruñidos les recordaban que bajo ningún concepto debían dar ningún detalle que pudiera delatar al zulú. Sabían que, de habérseles ocurrido apuñalar a tan valioso parroquiano, el tabernero no hubiera movido ni siquiera el dedo meñique, pero también sabían que la sagrada ley portuaria los obliga a aliarse incluso con el enemigo cuando un peligro foráneo los amenazaba.

Hauberrisser escuchaba con impaciencia las fanfarronadas cuando de pronto oyó algo que hizo que su sangre se le agolpara en el corazón: Antje mencionó que el negro había asaltado a una dama joven y distinguida.

Se apoyó un momento sobre Swammerdam para no derrumbarse. Luego vació su cartera en la mano de la camarera, era incapaz de pronunciar una sola palabra, y la invitó mediante señas a que contara lo ocurrido.

Habían oído gritos de mujer, contaron todos juntos, y salieron a la calle.

—Yo la he tenido en mi regazo, estaba desmayada —exclamó Antje.

—¿Pero dónde está?. ¿Dónde está? —gritó Hauberrisser.

Los marineros se callaron, mirándose con perplejidad, como si acabaran de comprender. Nadie sabía dónde estaba Eva.

—Yo la he tenido en mi regazo —insistió Antje—. Se veía que no tenía ni la menor idea del lugar en el que Eva había desaparecido.

Todos salieron corriendo, Hauberrisser y Swammerdam iban en medio del grupo. Exploraron las callejuelas gritando el nombre de Eva e iluminando cada rincón del jardín de la iglesia.

—Por allí se subió el negro —explicó la camarera señalando hacia el tejado verde— y aquí la dejé sobre el adoquinado, yo también quería perseguirlo, luego llevamos el muerto a la taberna y me olvidé de ella.

Despertaron a los inquilinos de las casas vecinas para preguntarles si Eva se había refugiado en alguna de ellas, pero en ninguna parte había rastro alguno de la desaparecida.

Roto el cuerpo y el alma, Hauberrisser prometió todo lo que deseara al que fuese capaz de traerle noticias de Eva. Swammerdam intentó en vano tranquilizarlo. La idea de que Eva, desesperada por lo ocurrido, se hubiera suicidado tirándose al canal, le quitaba los últimos restos de sentido común. Los marineros se desplegaron a lo largo de toda la Nieuwe Vaart, hasta el muelle de Prins Hendrik, y volvieron sin el menor resultado.

Pronto el barrio entero participó en la búsqueda; los pescadores, apenas vestidos, sondearon los atracaderos con las farolas de sus barcos y prometieron que al amanecer rastrearían todos los canales.

A cada instante, Hauberrisser temía enterarse por boca de la camarera, que no cesaba de narrarle de mil maneras distintas los detalles del suceso, de que el negro había violado a Eva. Esa pregunta le quemaba el corazón sin que se atreviese a formularla. Finalmente se decidió, y balbuciendo, dio a entender lo que pensaba.

Los golfos, que trataban de consolarlo jurándole que despedazarían al zulú en cuanto lo hallaran, se quedaron callados, evitaron mirarlo a los ojos y algunos escupieron en silencio. Antje sollozó quedamente.

A pesar de habitar en aquella inmundicia, todavía era lo bastante mujer como para compadecerse del corazón roto de Hauberrisser. Sólo Swammerdam permanecía tranquilo y sosegado. La inquebrantable confianza que se reflejaba en su rostro, la amable paciencia con la que movía la cabeza, sonriendo suavemente, cada vez que alguien hacía la conjetura de que
Eva se hubiese ahogado, terminaron por inspirar una renovada actitud de esperanza en Hauberrisser. Finalmente siguió el consejo del anciano, marchándose a casa en su compañía.

—Ahora acuéstese y descanse —aconsejó Swammerdam cuando llegaron al piso—. No permita que las preocupaciones alteren su sueño. Se puede trabajar mejor con el alma cuando no es estorbada por las penas del cuerpo, se puede trabajar con ella mejor de lo que se imaginan los hombres. Déjeme que me encargue de todo lo que queda por hacer. Avisaré a la policía para que busque a su prometida. No es que espere mucho de ello, pero es necesario llevar a cabo todo lo que exige la razón sensata.
Por el camino, Swammerdam había tratado de desviar hacia otros temas la atención de Hauberrisser, de tal manera que el joven le contó brevemente el hallazgo del diario enrollado y le mencionó sus planes de emprender unos estudios que se habían visto truncados quizás para siempre.

El viejo, viendo que la desesperanza volvía a nacer en el semblante de Hauberrisser, cogió su mano y no la soltó durante un rato.

—Quisiera transmitirle la seguridad que siento con respecto a la señorita Eva. Si tuviera tan sólo una mínima parte de ella, Vd. mismo sabría lo que el destino espera que haga. Pero entretanto, lo único que puedo hacer es darle un consejo. ¿Seguirá Vd. mi consejo?.

—Puede estar seguro —prometió Hauberrisser, nuevamente perturbado por el recuerdo de las palabras de Eva en Hilversum en el sentido de que Swammerdam, gracias a su viva fe, sería capaz de encontrar lo más elevado—. Confíe en ello. Emana tanta fuerza de Vd. que a veces me da la sensación de hallarme protegido contra el huracán por un árbol milenario.
Cada palabra suya me reconforta.

—Quiero contarle un pequeño incidente —comenzó Swammerdam—que me ha servido de referencia en la vida, por muy insignificante que al principio me pareciera. En aquel entonces yo era aún bastante joven y acababa de sufrir una decepción tan grande que la tierra se me antojó durante mucho tiempo un lugar lúgubre e infernal. El destino me trataba como un verdugo implacable. Inmerso en tal estado de ánimo, sucedió que un día fui testigo de la manera en que se adiestraba a un caballo. Lo tenían atado a una larga correa, obligándolo a dar vueltas en círculo sin que se le permitiera ni un segundo de reposo. Cada vez que llegaba a un obstáculo que debía saltar, lo esquivaba y se ponía terco. Los latigazos llovían sobre su lomo durante horas, pero el caballo se negaba a saltar. El hombre que lo atormentaba no era cruel, sufría visiblemente a consecuencia del brutal trabajo que debía cumplir. Tenía una cara amable y bonachona, y cuando le reproché su comportamiento, me contestó: «Preferiría gastarme todo el jornal en comprarle terrones de azúcar si con ello comprendiera lo que quiero de él. Lo he intentado muchas veces, pero siempre sin resultado. Es como si el diablo habitara en este animal y le cegara el cerebro. Y eso que se le exige tan poca cosa». Vi un ansia mortal en los delirantes ojos del caballo cada vez que se acercaba de nuevo al obstáculo, el temor a recibir más latigazos hacía reverberar en ellos el miedo. Me rompí la cabeza intentando hallar otro medio de hacerse comprender por el pobre animal. Mientras le gritaba, primero con el espíritu y después con palabras, que saltase porque de esa manera todo se acabaría rápidamente, tuve que constatar, muy a mi pesar, que el doloroso sufrimiento era el único maestro capaz de hacerle llegar a la meta. Entonces reconocí súbitamente que yo actuaba lo mismo que el caballo: el destino me estaba golpeando y todo lo que yo sabía es que sufría.

»Odiaba a la fuerza invisible que me torturaba, pero hasta aquel momento no había acabado de comprender que todo aquello sucedía únicamente para que yo realizara algo, quizás salvar un obstáculo espiritual que se hallaba ante mí.

»Esta pequeña experiencia se convirtió en un hito en mi camino: aprendí a amar a los seres invisibles que me empujaban hacia delante a latigazos, porque sentía que hubiesen preferido darme azúcar si con ello consiguieran elevarme a un escalón superior al que ocupa la efímera humanidad.

»El ejemplo que cito está algo cojo, naturalmente —continuó Swammerdam con humor—. Cabe la pregunta de si el caballo progresaría realmente por haber aprendido a saltar, o de si hubiera sido mejor dejarlo en su estado salvaje. Pero sobra que le diga esto. Para mí contó sobre todo una cosa: hasta entonces había vivido en la errónea convicción de que todo lo malo que me sucedía era un castigo, atormentándome por descubrir la razón de merecerlo. De repente encontré un sentido para los rigores del destino y aunque a menudo no comprendía qué obstáculo debía saltar, me esforzaba por ser un caballo dócil.

»Pude experimentar en mí mismo el extraño y oculto sentido básico del versículo bíblico que habla del perdón de los pecados: con la noción del castigo había desaparecido igualmente la del pecado. Sustituí la caricatura de un Dios vengador por una fuerza benéfica, despojada de forma, que sólo deseaba instruirme, de la misma manera que el hombre quería instruir al caballo. A menudo he contado esta historia a otras personas, pero casi nunca caía en suelo fértil. La gente se persuadía de que, siguiendo mi consejo, podrían adivinar lo que el invisible "domador" esperaba de ellos. Y como los golpes del destino no cesaban inmediatamente, volvían a caer en la vieja rutina, volvían a cargarse con la misma cruz que antes, unos quejándose y otros refugiándose en una falsa humildad, "resignados". Le diré una cosa: el que está tan avanzado como para adivinar a veces lo que quieren de él los seres del más allá, ya ha realizado la mitad del trabajo. El sólo deseo de adivinarlo, por sí mismo, conlleva ya un cambio total en la concepción de la vida. La capacidad de adivinar, es algo más, es el fruto de esa semilla.

»¡Es tan difícil adivinar lo que debemos hacer!. Nuestros primeros pasos son un tanteo irrazonable, las acciones que llevamos a efecto recuerdan a las de los lunáticos, y no parecen estar relacionadas entre sí. Pero poco a poco vemos cómo emerge un rostro del caos, un rostro en cuyas facciones podemos leer la voluntad del destino. Al principio sólo hace muecas.
Así ocurre con todo lo grande. Cada nuevo invento, cada idea nueva que se manifiesta en el mundo es al comienzo una especie de mueca. El primer modelo de avión fue, durante mucho tiempo, y hasta que se convirtió en un auténtico aeroplano, una caricatura de un dragón.

—Quería Vd. decirme lo que cree que debería hacer —pidió Hauberrisser casi con timidez. Adivinaba que el anciano se había extendido tanto por temor a que su consejo, al que estimaba ostensiblemente como muy valioso, no fuese recibido con la debida consideración y pudiera ser desechado.

—Es cierto, señor. Pero tenía que poner antes los fundamentos para que no se extrañe por lo que voy a encomendarle. Tendrá que hacer algo que en su opinión significará más bien una interrupción del impulso natural que experimenta ahora. Sé, porque es humano y comprensible, que en este momento sólo desea buscar a Eva. No obstante, lo que debe hacer es lo que sigue: tiene Vd. que buscar la fuerza mágica que excluirá que en el futuro le suceda otra desgracia a su novia. De otro modo podría ser que la encuentre únicamente para volver a perderla, así como los humanos se encuentran en la Tierra para ser separados por la muerte. Es necesario que la encuentre, pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera nueva, encontrarla doblemente. Usted mismo me dijo en el camino que su vida estaba cambiando paulatinamente, como un río amenazado de perderse en las arenas. Todo ser humano llega algún día a este punto, aunque no sea en una sola existencia. Conozco eso. Es como una muerte que sólo concierne al ser interior, dispensando al cuerpo.
Pero precisamente ese es el instante más valioso que poseemos, un instante que puede conducir a la victoria sobre la muerte. El espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué pasaría si ahora encontrara a Eva?. De tener el valor suficiente para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus respectivas vidas continuaría fluyendo aún durante algún tiempo, pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No mencionó que Eva tenía mucho miedo de casarse?. Es precisamente porque el destino quiere preservarla de ello, por eso les ha reunido tan rápidamente como los ha separado.

»En cualquier otra época su vivencia no sería más que una mueca de la vida, pero en ésta, cuando casi toda la humanidad se halla frente a un enorme vacío, me parece imposible. No puedo conocer el contenido del rollo que le llegó de tan misteriosa forma. Sin embargo, le aconsejo que deje de lado lo externo y busque lo que necesita en las lecciones escritas por aquel desconocido. Se lo aconsejo muy vivamente. Pese a que tropiece en ellas con las muecas de una desconcertante caricatura; aunque las mismas lecciones fuesen engañosas acabaría encontrando en ellas lo que necesita.

»Quien busca correctamente no puede hallar una mentira. No existe mentira en la que no pueda descubrirse la verdad. Sólo es necesario que el que busca se encuentre en el punto justo. —Swammerdam se despidió de Hauberrisser con un rápido apretón de manos—. Y usted se encuentra hoy en ese punto exactamente. Podrá usted servirse sin peligro de temibles fuerzas que en otro momento lo conducirían irremediablemente hacia la locura, porque ahora es el amor quien las convoca.

El Rostro Verde (9). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo VIII

Eva tenía intención de visitar a su tía, la señorita de Bourignon, a la mañana siguiente, para consolarla, y coger posteriormente un tren expreso hacia Amberes.

Pero una carta que encontró a su llegada al hotel, una carta redactada con prisa y salpicada de restos de lágrimas, la indujo a revisar su decisión.

La anciana señorita, totalmente derrumbada al parecer por el impacto de los acontecimientos del Zee Dijk, daba cuenta de su firme determinación de no salir del convento hasta que no se le calmara el dolor y se sintiera en condiciones de afrontar con renovado interés los asuntos de este mundo. En la última frase se quejaba de una insoportable jaqueca que le impedía recibir cualquier visita.

Eva se tranquilizó al comprobar que el equilibrio emocional de la vieja dama no se habia alterado en absoluto. Decidió mandar su equipaje a la estación y tomar el tren de la medianoche, el cual le había sido recomendado por el conserje porque, según decía, estaría menos atestado que los demás.


Se esforzó por liberarse de la penosa sensación que le había causado la carta.

¿De modo que así eran los corazones femeninos?. Ella había temido que "Gabriela" no pudiera sobreponerse al rudo golpe y en lugar de eso… ¡jaqueca!.

—Las mujeres hemos perdido el sentido de lo grande —se dijo, llena de amargura—. Lo abandonamos en la dulce época de nuestras abuelas, convirtiéndolo en esas miserables labores de ganchillo.

Angustiada, la muchacha se llevó las manos a la cabeza.

—¿Seré yo un día igual que ellas?. ¡Cómo deploro haber nacido mujer!.

Los tiernos pensamientos que la habían embargado durante todo el viaje se despertaron nuevamente. De pronto le pareció que la habitación se inundaba del sensual aroma de los tilos en flor. Hizo un esfuerzo por no pensar en ello y se sentó en el balcón a contemplar el cielo sembrado de estrellas. Antaño, en su época infantil, se sentía consolada por la idea de que un Creador, instalado allá arriba en su trono, se preocupaba por su minúscula persona. Ahora la apesadumbraba una especie de vergüenza por ser tan pequeña.

En el fondo de su corazón despreciaba el empeño de las mujeres por igualarse con los hombres en todos los sectores de la vida, pero no obstante, el hecho de no poder ofrecer al hombre amado otra cosa que su belleza se le antojaba demasiado poco, demasiado irrisorio.

Las palabras de Sephardi afirmando la existencia de un camino oculto en virtud del cual la mujer podía ser para el hombre más que una mera alegría terrenal, habían sido para ella como un rayo de esperanza que la iluminaba, un rayo que apuntaba a lo lejos. ¿Pero por dónde buscar la entrada?.

Llena de vacilación trató de reflexionar sobre el modo de poder hallar ese camino, pero no tardó en darse cuenta de que, en lugar de la lucha enérgica por la iluminación que un hombre libraría, su tanteo no era más que una débil e infructuosa súplica de luz dirigida a los poderes que se esconden tras de las estrellas.

Experimentaba el dolor más dulce y hondo que puede consumir a un corazón joven y femenino: encontrarse con las manos vacías frente al ser amado mientras se desea con toda el alma darle un mundo de felicidad. Se sintió triste y miserable. No había ningún sacrificio, por muy duro que fuese, que no hubiera heho con júbilo por él… Comprendía, gracias a su delicado instinto femenino, que lo máximo que una mujer podía dar era el sacrificio de sí misma, pero todo cuanto imaginaba poder ofrecer le parecía una vez más ridículo, efímero e infantil comparado con la dimensión de su amor.

Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el menor deseo en sus ojos… ¡todo eso debía ser muy fácil!. Pero, ¿conseguiría con ello hacerlo feliz?. Tales dones no sobrepasaban el nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse más allá de todo lo imaginable.

La amarga pena de ser rica como un rey en deseos de dar y pobre como un mendigo en cuanto a qué dar, una pena que hasta ahora sólo había sentido confusamente, creció dentro de ella hasta adquirir unas proporciones gigantescas, apoderándose de todo su ser con el mismo empuje que antes habría conducido a los santos hacia el martirio, por encima de las burlas y de los insultos de la masa.

En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda, y con los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hacia la misteriosa corona de vida, para que pudiese recogerla y darla. Como si una mano le hubiera tocado los cabellos, levantó la cabeza y vio que el cielo había cambiado repentinamente: Una hendidura de luz pálida se dibujaba de un extremo a otro, en ella se precipitaron las estrellas como nubes efímeras empujadas por el viento. Entonces se abrió una gran sala donde unos ancianos vestidos con amplias túnicas se sentaban en torno de una larga mesa, con los ojos clavados en
Eva, como si estuvieran dispuestos para escuchar lo que iba a decir. El mayor de entre ellos tenía el perfil de una raza extranjera, llevaba entre las cejas una marca resplandeciente y de sus sienes brotaban dos rayos luminosos como los Cuernos de Moisés.

Eva comprendió que debía formular un voto, pero era incapaz de hallar las palabras. Quiso suplicar a los viejos que escucharan sus ruegos, pero su oración no pudo llegarles, porque se le había quedado atragantada en la garganta.

La sala y la mesa se difuminaron y desaparecieron. Paulatinamente fue disminuyendo la hendidura, hasta que la Via Láctea la cubrió como una cicatriz centelleante. Sólo el hombre de la señal en la frente permanecía visible.

Con un rictus de muda desesperación, Eva le tendió los brazos para rogarle que esperase y la escuchara, mas él deseaba ya apartar la vista.

Fue entonces cuando vio a un hombre montado en un caballo blanco que ascendía a galope a través del aire. Reconoció a Swammerdam.

Swammerdam saltó del caballo, se acercó al anciano, lo increpó rudamente y se lanzó sobre él con furia. Después, con un gesto autoritario, señaló a Eva. Ella supo lo que él estaba esperando.

En su corazón retumbó la palabra bíblica de que el Reino de los Cielos tenía que ser tomado a la fuerza… Abandonó entonces las súplicas, y tal como Swammerdam se lo había enseñado, plenamente consciente de su victoria, de su derecho a la autodeterminación, ordenó al señor del destino que la impulsara hacia la meta más alta que una mujer puede alcanzar, que la impeliera sin piedad hacia adelante, más veloz que el tiempo, dejando a un lado la alegría y la felicidad, sin perder un instante, aunque le costase mil veces la vida.

Por el brillo de la marca frontal del hombre, comprendió que debía morir. Cuando había pronunciado la orden, el brillo se tornó tan deslumbrante que ahogaba su capacidad de pensar. No obstante su corazón desbordó de alegría: podía vivir, puesto que había visto el rostro del hombre al mismo tiempo. Tembló bajo la inmensa fuerza que se estaba liberando en ella, quebrando los candados que la encerraban en una cárcel de servidumbre. Sintió oscilar el suelo bajo sus pies y creyó perder el conocimiento, pero sus labios continuaban murmurando sin cesar la misma orden, una y otra vez, incluso cuando ya el rostro celeste se había desvanecido.

Lentamente fue recobrando la consciencia de su entorno. Sabía que tenía que ir a la estación, recordó haber mandado las maletas; vio la carta de su tia sobre la mesa, la cogió y la rasgó en pequeños fragmentos. Todo era tan natural como antes y sin embargo, todo le parecía nuevo, diferente. Como si sus manos, sus ojos, todo su cuerpo no fuese más que una herramienta, como si ya no estuviese ligado de manera indisoluble a su Yo. Tuvo la impresión de estar viviendo simultáneamente en algún lugar lejano del universo, estar viviendo otra vida, indistinta y todavía poco consciente, parecida a la de un recién nacido. Los objetos que se hallaban en la habitación no se distinguían esencialmente de sus propios órganos, unos y otros eran objetos útiles al servicio de la voluntad, y nada más. Se acordó de la tarde pasada en el parque de Hilversum y experimentó una sensación alegre y tierna, como si se tratara de un entrañable recuerdo de la infancia, pero esos momentos eran insignificantes y minúsculos en comparación con la felicidad indecible que el futuro iba a proporcionarle.
Su estado de ánimo era semejante al de una ciega que solamente hubiera conocido la noche cerrada, y que un día, al enterarse de que podrá recuperar la vista, siente cómo dentro de su corazón palidecen todas las demás alegrías.

Quiso saber si era a causa del contraste con su reciente experiencia por lo que todo el mundo exterior le parecía de golpe tan secundario. Todo lo que le transmitían los sentidos no era sino un sueño, un espectáculo sin trascendencia para su Yo recién despierto. Al ponerse el abrigo y verse reflejada en un espejo, sus propios rasgos le resultaron extraños, necesitó recordar que era ella misma quien se encontraba allí.

Cuanto hacía estaba marcado por la misma calma casi cadavérica; miraba serenamente el porvenir, pese a su oscuridad impenetrable, como quien sabe que el barco de su vida ha echado el ancla y espera ecuánime la mañana siguiente, indiferente a las tormentas de la noche.

Pensó que ya iba siendo hora de ir a la estación, pero la retuvo el presentimiento de que no volvería nunca a Amberes. Cogió papel y tinta para redactar una carta a su amado y no pudo pasar el primer renglón, se sentía paralizada por la certeza de que todo lo que hiciera por su propia voluntad sería en vano, había mayores posibilidades de detener la trayectoria de una bala que de oponer resistencia al misterioso poder que se había apoderado de su destino.

* * *

El murmullo de una voz que venía de la habitación contigua, y al cual no había prestado ninguna atención, se apagó súbitamente. El silencio que siguió acentuó en ella la sensación de haberse vuelto sorda para todo sonido procedente del exterior. Al cabo de un rato creyó oír un cuchicheo persistente, tan lejano como si viniera de otro país. Paulatinamente fue aumentando de tono, pareciéndose cada vez más a los guturales sonidos de una lengua salvaje y extranjera. No entendía las palabras, pero supo, por la fuerza sobrenatural que la obligaba a dirigirse precipitadamente hacia la puerta, que el sentido de la comunicación era una orden, una orden que debía cumplir sin demora.

Descendiendo por la escalera se dio cuenta de que se había dejado olvidados los guantes, pero su intento de volver sobre sus pasos se vio frenado por una potencia desconocida y malévola, una potencia que no era otra que la suya propia.

Rápidamente, y no obstante sin prisa, se internó en las calles; no sabía si continuaría recto o doblaría en la próxima esquina, pero estaba segura de que en el último momento no tendría dudas acerca del camino a elegir.

Todos sus miembros temblaban a causa de la angustia mortal, todos sus miembros excepto su corazón, el cual pemanecía ajeno a todo. No era capaz de suprimir el miedo de su cuerpo, aunque lo contemplara desde fuera, como si sus nervios pertenecieran a otra persona.

Al llegar a una gran plaza en cuyo fondo se alzaba el edificio de la Bolsa, pensó durante un instante en dirigirse hacia la estación, pensó que todo había sido una mera fantasía. Entonces se sintió empujada hacia la derecha, hacia una red de calles estrechas y sinuosas.

Las escasas personas que encontraba se detenían, Eva se percató de que la seguían con la vista.

Dotada de una nueva facultad adivinatoria que nunca tuvo antes, fue capaz, de golpe, de descifrar los móviles profundos de las personas. En algunos percibía como una preocupación, como una corriente de cálida compasión hacia ella, aunque esas personas no notaran nada de lo que les estaba ocurriendo. No eran conscientes del por qué de sus miradas, si se les preguntara seguramente responderían que miraban por curiosidad.

Llena de asombro, tuvo conciencia de que un lazo invisible y secreto unía a los seres humanos, de que sus almas podían reconocerse fuera de sus cuerpos y comunicarse por medio de unas vibraciones muy sutiles, totalmente imperceptibles para los sentidos externos. Como bestias ávidas y salvajes, los seres humanos convertían la vida en un combate, quizás hubiese bastado una diminuta fisura en la cortina que tenían ante los ojos para que los más encarnizados enemigos se transformaran en amigos fieles. Las callejuelas se tornaban cada vez más solitarias e inquietantes. Estaba segura de que las próximas horas le acarrearían algo terrible —pensaba en la muerte a manos de un asesino— si no conseguía romper el hechizo que la impulsaba hacia adelante, pero no realizó intento alguno de luchar contra ello. Toleraba sin resistencia la extraña voluntad que le imponía este camino de tinieblas, imbuida de una confianza tranquila en que todo lo que sucediera constituiría un paso más hacia la meta.

Cuando franqueó el estrecho puente de un canal percibió entre los aquilones de las casas la silueta de la Iglesia de San Nicolás, cuyas dos torres se recortaban sobre el horizonte como oscuras manos levantadas en señal de advertencia. Respiró hondo de manera involuntaria, aliviada por la idea de que fuera Swammerdam quien, con el corazón apenado por la muerte de Klinkherbogk, la estuviera llamando.

La acechante hostilidad que captaba a su alrededor le hizo ver que estaba equivocada. Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su servidumbre.

Por primera vez desde que había abandonado la habitación, fue consciente de que se hallaba indefensa, y tuvo miedo. Trató de detenerse, pero sus pies continuaban arrastrándola hacia delante, ya no tenía ningún poder sobre ellos. En su desesperación levantó la vista hacia el cielo; al contemplar las miríadas de estrellas se apoderó de ella un sentimiento de consoladora plenitud, eran como los ojos de un ejercito de todopoderosos salvadores que no permitirían que alguien le hiciera el menor daño. Pensó en los ancianos de la sala, en cuyas manos había puesto su destino, como en una asamblea de seres inmortales que con sólo abrir y cerrar un ojo reducirían el globo terrestre a polvo. Nuevamente oyó los extraños e imperativos sonidos guturales. Parecían estar muy cerca de ella, acuciándola, aguijoneándola. Reconoció de un golpe, en la oscuridad, la casa torcida donde Klinkherbogk había sido asesinado.

Un hombre se hallaba sentado sobre una baranda en la confluencia de dos canales, estaba inmóvil e inclinado hacia delante, como deseoso de escuchar aproximarse los pasos de Eva. Supo que la fuerza demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dijk emanaba de él.

Una angustia fatal la paralizó, helándole la sangre en las venas. Supo, incluso antes de poder distinguir su rostro, que se trataba de aquel horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero.

Espantada, quiso pedir socorro, pero se había roto el vínculo entre su voluntad y su capacidad ejecutiva. Su cuerpo estaba sometido a un poder ajeno. Como si estuviera muerta, como si se hallara fuera de su cuerpo, vio acercarse al negro, lo vio titubear, detenerse cerca de ella.

El negro alzó la cabeza, sus pupilas estaban torcidas hacia arriba, como las de alguien que durmiera con los ojos abiertos. Eva se dio cuenta de que estaba tan rígido como un cadáver, de que sólo tendría que empujarlo levemente para que se cayera de espaldas al agua. Pero al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo. Se vio a sí misma como una víctima indefensa que se hallaría en manos del negro en cuanto despertara, podía contar los minutos que la separaban del mortal desenlace. Un calambre intermitente en la cara del negro le anunció que iba recobrando el conocimiento lentamente.

A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias, pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar abandonarse completamente a ellos, como si la salvaje sangre africana ejerciera sobre ellas una mágica atracción que no podía ser combatida. Nunca lo había creído, y despreciaba tal actitud como propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada, reconoció que realmente experimentaba un impulso así. El abismo aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma de la mujer en un campo de batalla para los instintos animales.

¿Qué era lo que confería a la llamada mental del salvaje, medio bestia y medio hombre, esa fuerza inexplicable que la había conducido como una lunática a través de calles desconocidas?, ¿no era acaso la vibración inconsciente de su deseo, un deseo que, orgullosamente, había creído no tener?.

Temblando a causa del temor, se preguntó si no poseería el negro un poder diabólico capaz de arrastrar a las mujeres blancas, o si sería ella más baja y ruin que las demás, que no obedecían a su llamada porque ni siquiera la escuchaban.

No vio salvación posible. Toda la felicidad que había deseado para su amado y para ella misma se desvanecería con su cuerpo. Había querido apartarse de la tierra, pero la tierra retenía con mano de hierro aquello que le pertenecía. Como una encarnación de su impotencia se alzaba ante ella la descomunal figura del negro. Lo vio incorporarse de un salto y sacudirse la torpeza. Luego la cogió por los brazos y la atrajo hacia sí con vehemencia. Eva profirió un grito de socorro que repercutió en los muros de las casas. El negro le tapó la boca con la mano, presionando hasta casi asfixiarla.

Una cuerda de cuero rojo oscuro rodeaba el cuello descubierto del zulú, Eva se agarró a ella convulsivamente, para no ser arrojada al suelo. Por un instante consiguió librarse de la presión y reunió sus últimas energías con objeto de pedir socorro nuevamente. Alguien debió oirla, porque se escuchó el ruido de una puerta y la calle se llenó de luces y de voces confusas. Notó que el negro la empujaba salvajemente hacia la sombra de la iglesia de San Nicolás. Dos marineros chilenos ataviados con fajas naranjas los perseguían muy de cerca, casi pisándoles los talones. Eva vislumbró el brillo de las navajas abiertas, vio cómo se acercaban sus rostros valientes y bronceados.

Continuó instintivamente aferrada al collar, estirando la pierna todo lo posible para impedir la carrera del negro, que sin embargo, no parecía notar su peso, bruscamente la levantó del suelo y siguió corriendo pegado al muro del jardín. La muchacha observó ante sí los abultados labios del zulú, sus dientes similares a las fauces de una bestia. La bárbara expresión que incendiaba sus blancos ojos se le incrustó de tal modo en los sentidos que se quedó rígida, como hipnotizada, incapaz ya de oponer la más mínima resistencia.

Uno de los marineros se lanzó al suelo tratando de atrapar al negro. Quedó a sus pies, encogido como un gato, apuntándole desde abajo con la navaja. El zulú elevó la rodilla con la rapidez de un relámpago y la descargó en la frente del marinero, que se derrumbó totalmente, con el cráneo machacado. De pronto, Eva se sintió arrojada por encima del portal del jardín. Creyó que se le habían roto todos los huesos. A través de los barrotes, en los que se habían quedado enganchados algunos pedazos de su vestido, pudo contemplar al negro luchando contra su segundo adversario.

La lucha duró pocos segundos. El marinero, fuertemente proyectado contra un muro de la casa de enfrente, se estrelló contra una ventana, la cual se quebró estrepitosamente como consecuencia del impacto.

Eva, temblando de agonía, intentó escapar, pero el estrecho jardín carecía de salida. Se acurrucó bajo un banco como un animal perseguido, sabiéndose perdida de antemano; el color de su vestido, que brillaba en la oscuridad, la delataría de un momento a otro.

Al ver al negro saltando el muro buscó algo punzante para hundírselo en el corazón, no quería volver a caer viva en sus manos. Muda y desesperadamente, suplicó a Dios que la ayudara a encontrar algo con lo que darse muerte antes de que su verdugo la descubriera.

Entonces creyó haber perdido la razón. Estaba contemplando su propia imagen, la cual se encontraba en mitad del jardín, tranquila y sonriente.

El negro, que parecía verla también, se aproximó a ella, sorprendido.

La joven lo vio hablar con la aparición; no pudo entender las palabras, pero advirtió un repentino cambio en su voz, era la voz de un hombre tan paralizado por el terror que no hacía otra cosa que tartamudear.

Pese a que estaba persuadida de que todo era una alucinación y se creía enloquecida por el hecho de ser víctima del salvaje, no podía apartar la vista de la escena.

En ese instante tuvo la nítida certeza de que era ella misma y de que el negro, por alguna razón incomprensible, se hallaba en su poder.

Pero enseguida volvió a hundirse en la desesperación y reinició la búsqueda de un arma.

Juntó todo su aplomo para discernir si estaba o no delirando; clavó la vista en el fantasma y lo vio desvanecerse, como si hubiera sido aspirado por la intensidad de su mirada. Se esforzó por distinguirlo en la oscuridad y lo vio regresando a su propio cuerpo. Podia atraerla hacia sí y volver a expulsarlo, pero cada vez que se alejaba sentía un escalofrío corriéndola, como si la muerte se arrimara a ella. Al negro ya no parecían afectarle en absoluto las constantes apariciones y desapariciones. Hablaba para sí, a media voz, como en sueños.

Eva intuyó que había vuelto a caer en el extraño estado de inconsciencia en que se lo encontró cuando estaba sentado en la baranda del canal.

Temblando todavía, tuvo el suficiente coraje para abandonar su escondite.

Oyó voces que llamaban desde la calle. El reflejo de las linternas en las ventanas de las casas transformaba las sombras de los árboles en una especie de tropa de fantásticos saltarines. Contó los latidos de su corazón, ¡ahora!, ¡ahora debían estar muy cerca las personas que buscaban al negro!. Aunque se caía de agotamiento, se dirigió corriendo hacia el portal del jardín. Pidió auxilio con todas sus fuerzas.

Finalmente perdió el conocimiento, pero aún pudo ver a una mujer de falda corta y roja arrodillarse junto a ella y mojarle la frente. Siluetas multicolores, semidesnudas, trepaban por la tapia. Agitaban antorchas y tenían cuchillos centelleantes entre los dientes, parecían un ejército de increíbles diablos surgidos de la tierra para socorrerla. El resplandor de las antorchas circulando por el jardín animaba las imágenes de los santos en los vidrios de la iglesia. Brutales maldiciones, proferidas en español, se cruzaron en el aire: «¡Ahí está el negro!. ¡Arrancadle las tripas!". Vio marineros abalanzándose sobre el zulú, vociferando con furia, y vio cómo se derrumbaban bajo los golpes de sus terribles puños. El zulú se abrió camino entre la horda, oyó su grito triunfal hendiendo el aire, igual que un tigre que se hubiera liberado de sus cadenas. Se encaramó a un árbol y, con un salto tremendo, se lanzó sobre el tejado de la iglesia.

* * *

Cuando despertó de su desmayo, soñó durante un instante con un anciano que tenía la frente vendada y que se inclinaba sobre ella llamándola por su nombre. Creyó que se trataba de Lázaro Eidotter, pero enseguida percibió cómo sus rasgos se transformaban en los del negro, con sus blancos ojos y sus labios abultados, mostrando los dientes con ademán amenazador, tal como se le había quedado grabado en la memoria de manera indeleble. Su delirio febril le hizo perder nuevamente el conocimiento.

El Rostro Verde (8). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo VII

El coche cruzaba el barrio elegante de Hilversum. Por una avenida de tilos penetró en el parque que rodeaba la soleada villa Buitenzorg.

El barón Pfeill aguardaba en lo alto de la escalera. Al ver a su amigo Hauberrisser apearse del automóvil descendió alegremente los peldaños.

—Es magnífico que hayas venido, amigo, ya me estaba temiendo que mi telegrama no te hubiese hallado en tu gruta doméstica… ¿Te ha ocurrido algo?. Pareces maditabundo. Otra cosa: Dios te bendiga por haberme enviado a este maravilloso conde Ciechonski. Es un consuelo en estos tiempos tan desolados —Pfeill estaba de tan buen humor que ni siquiera cedió la palabra a su amigo, el cual protestó vivamente, intentando informar a Pfeill acerca del estafador—. Esta mañana ha venido a verme, y naturalmente, lo he invitado a almorzar. Si no me equivoco, faltan ya un par de cucharitas de plata. Se me ha presentado…

—¿… como ahijado de Napoleón IV?.

—Sí, claro. Además se ha referido a tí.

—¡Qué descaro!. A este tipo habría que propinarle un par de bofetones.

—Pero, ¿por qué?. Si lo único que desea es ser admitido en un club distinguido. Déjalo que satisfaga su capricho. Los deseos del hombre son su paraíso. En fin, si lo que quiere es arruinarse a toda costa…

—Eso es imposible, se trata de un prestidigitador profesional —interrumpió Hauberrisser.

Pfeill le dirigió una mirada compasiva.

—¿Tú crees que eso es suficiente, hoy en día, para tener éxito en un club de poker?. Pero si todos los jugadores saben hacer trampas. Perderá hasta los pantalones, eso es. A propósito, ¿has visto su reloj?.

Hauberrisser soltó una carcajada.

—Si me quieres —exclamó Pfeill— cómpraselo y regálamelo para Navidad —se acercó con cuidado a una ventana abierta, y tras hacer una señal a su amigo, dijo en voz baja— Mira esto, ¿no es fantástico?.

Zitter Arpad, vestido de frac a pesar de la hora que era y con un jacinto en el ojal, botas amarillas y corbata negra, se encontraba reunido en íntima charla con una señora de edad avanzada, la cual, muy excitada por haber capturado por fin a un hombre, tenía manchas rojas en las mejillas y jugaba a ser la niña coqueta.

—¿La reconoces? —cuchicheó Pfeill—. Es la señora Rukstinat. ¡Que Dios la llame pronto!. ¡Ahora le va a mostrar su reloj!. Apostaría que está intentando seducir a la vieja con el espectáculo de los amantes articulados. Es un
Don Juan de primera categoría, queda fuera de duda.

—Es un regalo de bautismo de Eugéne Louis Jean Joseph —se oyó la voz del conde, temblorosa por la emoción.

—¡Oh, Floohzimjersch! —susurró la dama.

—¡Vaya!. ¿Tan lejos ha llegado ya que incluso lo llama por su nombre? —Pfeill silbó entre dientes y se llevó a su amigo—. Venga, vamonos. Estamos estorbando. Es una lástima que sea de día, si no hubiera apagado la luz.
Por compasión hacia Ciechonski. ¡No, no entres ahi —retuvo a Hauberrisser frente a una puerta que acababa de abrir un criado—. Ahí dentro están hablando de política —por un instante se entrevio una numerosa sociedad, y en el centro, un orador calvo y barbudo que se apoyaba con los dedos sobre una mesa—. Es mejor que nos vayamos al "cuarto de las medusas".

Hauberrisser se sentó en un sillón de cuero marrón-rojizo, tan blando que casi se hundió en él. Contempló con sorpresa el entorno. Las paredes y el techo estaban revestidos de placas lisas de corcho, tan hábilmente colocadas que no se distinguía raya alguna. Las ventanas eran de vidrio curvo; los muebles, los rincones y los ángulos de las paredes, incluso los bastidores de las puertas, aparecían suavemente redondeados. No había cantos por ninguna parte; la alfombra era blanda como arena de playa y en toda la habitación reinaba el mismo tono pardo tenue.

—Es que he descubierto que una persona condenada a vivir en Europa necesita una celda de aislamiento más que ninguna otra cosa. Una hora de reposo en una habitación como esta es suficiente para transformar al hombre más furioso en un molusco inofensivo, suficiente para tranquilizarle los nervios por un buen período de tiempo. Te aseguro que, aunque esté hasta el cuello de obligaciones, basta el mero pensar en mi cuarto para que toda mis buenas intenciones se disipen. Gracias a esta inteligente disposición soy capaz de faltar diariamente a mis más importantes deberes sin ningún cargo de conciencia.

—Al oírte hablar de esa manera cualquiera pensaría que te has convertido en el sibarita más cínico que uno pueda imaginarse —dijo Hauberrisser con regocijo.

—Falso —contestó Pfeill mientras ofrecía a su amigo una caja de cigarros—. Totalmente falso. Mi escrupulosa conciencia guía todos mis pensamientos y mis actos. Sé que en tu opinión la vida no tiene sentido. Yo también fui presa de este error durante mucho tiempo, pero paulatinamente he ido abandonando semejante idea. Lo único que tienes que hacer es dejarte de vanos esfuerzos y volver a ser un hombre natural.

—¿Es eso lo que tú llamas "natural"? —Hauberrisser señaló las paredes de corcho.

—¡Claro!. Si yo fuera pobre estaría obligado a vivir en un cuarto plagado de chinches. Hacerlo voluntariamente significaría llevar la antinaturalidad a su mayor extremo. El destino sabrá el motivo por el que nací rico. ¿Para recompensarme quizás por algo que hice en una vida anterior y que, por supuesto, no recuerdo?. Esta explicación me huele demasiado a cursilería teosófica. Lo más probable, a mi modo de ver, es que el destino me haya impuesto la tarea de empalagarme de las delicias de esta vida hasta la saturación, hasta que desee comer pan duro para cambiar un poco. De ser así, no seré yo quien se eche atrás. En el peor de los casos me habré equivocado. ¿Regalar mi dinero a otros?. De acuerdo, pero antes quisiera comprender por qué. ¿Sólo porque lo dicen tantos libros?. No. Mis principios no coinciden con esa divisa socialista que reza: "Quítate de ahí para que me ponga yo". ¿Acaso tengo que darle una medicina dulce a quien la necesita amarga?. ¡Jugar con el destino, lo que me faltaba!.
Hauberrisser le hizo un guiño.

—Ya sé por qué te ríes, bribón —continuó Pfeill, irritado—. Piensas en esos malditos cuatro cuartos que le mandé al zapatero, por equivocación, claro está. El espíritu tiene buenas intenciones, pero la carne es débil… Vaya falta de tacto, reprocharme mis debilidades. Toda la noche he tenido remordimientos por mi falta de carácter. Si el viejo se vuelve loco, la culpa será mía.

—Ya que mencionas el asunto —dijo Hauberrisser— no deberías haberle dado tanto de una vez, sino…

—…haberlo dejado morirse de hambre poquito a poquito —completó Pfeill, con sarcasmo—. Todo eso son tonterías. El que actúa motivado por el afecto tendrá mucho perdón, por haber amado mucho, desde luego, pero exijo que al menos se me pregunte primero si quiero que se me perdone algo. Porque pienso pagar todas mis deudas, incluidas las espirituales, hasta el último céntimo. Tengo la impresión de que mi alma, mucho antes de nacer yo, fue lo bastante inteligente como para desear grandes riquezas. Como medida de seguridad. Para no entrar en el cielo por el ojo de una aguja. A mi alma no le satisfacen los constantes cánticos laudatorios, y a mí también me horroriza la música monótona. ¡Si por lo menos el cielo no fuese más que una vana amenaza!. Pero no. Estoy firmemente convencido de que existe una institución así después de la muerte. De modo que lo mío es un auténtico número de equilibrista, vivir de una manera recta y escaparse a la vez del futuro paraíso. Ya el difunto Buda se rompió la cabeza dándole vueltas a este problema.

—Y tú también, por lo que parece.

—Cierto. Vivir y nada más no es suficiente, ¿no crees?. No tienes ni la menor idea de lo atareado que estoy, y no me refiero a mis negocios y sociedades, de ello ya se encarga mi ama de llaves, me refiero al trabajo intelectual que suponen mis proyectos… la fundación… de un nuevo Estado… y de una nueva religión. Sí señor.

—¡Por el amor de Dios!. Un día te van a encarcelar.

—No te preocupes, no soy ningún revolucionario.

—¿Y tienes ya una parroquia numerosa? —preguntó Hauberrisser con una sonrisa, sospechando que se trataba de una broma más de su amigo.
Pfeill le dirigió una mirada recriminatoria, y tras un momento de silencio, le contestó:

—Desafortunadamente, y como de costumbre, me entiendes mal. ¿No sientes algo amenazador flotando en el ambiente. Profetizar el fin del mundo es una tarea ingrata, lo han vaticinado tantas veces en el curso de los siglos que ha perdido toda credibilidad. Sin embargo, creo que está en lo cierto quien afirme sentir la proximidad de un acontecimiento semejante. No es necesario que se trate de la destrucción total del planeta, el declive del concepto tradicional del mundo también es un apocalipsis.

—¿Crees que un cambio tan importante de los conceptos podría producirse de un día para otro? —Hauberrisser meneó la cabeza de un lado para otro en señal de duda—. Yo me inclinaría más bien por la idea de una catástrofe natural que lo destruya todo. Los hombres no cambian de la noche a la mañana.

—¿Acaso he dicho yo que excluya la posibilidad de una catástrofe externa? —exclamó Pfeill—. Todo lo contrario, siento cómo se acerca con cada fibra de mi ser. En lo que se refiere a la transformación interior de los hombres, espero que no tengas razón más que en apariencia. ¿Hasta donde se remontan tus conocimientos de la historia para sostener tal tesis?. A lo sumo a unos miserables milenios. Y además, ¿no han habido en este corto espacio de tiempo algunas epidemias espirituales cuya misteriosa aparición debería hacernos pensar?. Las cruzadas, las cruzadas infantiles, por ejemplo… Todo es posible, amigo mío, y cuanto más tiempo pasa, más probable es que se produzca algo inesperado. Hasta hoy los hombres se han desgarrado unos a otros a causa de ciertos fantasmas, tan invisibles como dudosos, llamados "ideales". Creo que finalmente ha llegado el momento de acabar con tales quimeras. Es como si llevara yo años preparándome para participar en esa lucha, para ser un soldado espiritual. Nunca antes había advertido tan nítidamente que se avecina una gran batalla contra esos malditos fantasmas. Te aseguro que una vez que empiezas a erradicar falsos ideales ya no puedes parar. Es increíble qué cantidad de impertinentes mentiras hemos ido acumulando por la vía de la herencia de las ideas.

»Verás, es a este arranque sistemático de las malas hierbas de mi interior a lo que denomino la fundación de un nuevo Estado: el Estado Libre, porque será un Estado absolutamente desinfectado de cualquier germen de falsos idealismos.

»Por consideración a los restantes sistemas existentes y al conjunto de la humanidad, a la cual no quisiera obligar a adoptar mis ideas, sólo he admitido un único subdito en este Estado: yo mismo. También soy el único misionero de mi fe, y no necesito adeptos de ninguna clase.

—De lo que dices deduzco que no te has convertido en ningún tipo de organizador —observó Hauberrisser, tranquilizado.

—Hoy en día cualquiera siente la vocación de organizar, lo cual basta para patentizar lo erróneo de tal vocación. Lo contrario de lo que hace la gran mayoría suele ser lo correcto.

Pfeill se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.

—Ni siquiera Jesús se atrevió a organizar, se limitó a dar ejemplo. La señora del cónsul Rukstinat y consortes, esos sí que se atreverían a organizar. El derecho a organizar sólo le incumbe a la naturaleza o al espíritu universal. Mi Estado tiene que ser eterno, no necesita ninguna organización. Si la tuviera no alcanzaría a cumplir su cometido.

—Pero si tu Estado quiere servir para algo es indispensable que algún día comprenda a muchos ciudadanos. ¿De dónde los sacarás, querido Pfeill?.

—Escúchame: el hecho de que a una persona se le ocurra una idea significa que, simultáneamente, a muchos se les ha ocurrido lo mismo. El que no comprende esto, no sabe lo que es una idea. Los pensamientos son contagiosos, incluso cuando no los expresamos.

»O quizás cuando no los expresamos son todavía más contagiosos. Estoy persuadido de que en este momento ya se ha incorporado a mi Estado toda una multitud. Mi Estado terminará extendiéndose por el mundo. La higiene corporal, amigo mío, ha conocido grandes progresos; el miedo al contagio hace que desinfectemos hasta las manijas de las puertas, pero hay otras enfermedades bastante peores que las físicas, el racismo, el odio entre los pueblos, el patetismo, etc., estas sí que habría que esterilizarlas con una lejía mucho más potente que la de las manijas.

—Entonces, ¿lo que te propones es exterminar el nacionalismo?.

—Yo no pienso exterminar nada en los huertos ajenos que no perezca por sí mismo, pero en el mío propio puedo hacer lo que me plazca. Parece que el nacionalismo es una necesidad para la mayoría de los hombres. Va siendo hora de que surja un Estado donde no sean las fronteras y la lengua común lo que una a los ciudadanos, sino la manera de pensar, un Estado donde la gente pueda vivir como quiera.
»En cierto modo, tienen razón los que se ríen cuando oyen hablar de la reforma de la humanidad. Su único fallo consiste en olvidar que basta con que uno sólo se transforme profundamente. La obra de ese hombre nunca perecerá, lo advierta el mundo o no. Habrá abierto un boquete en lo existente, un hueco que ya no se podrá cerrar, independientemente de que los demás se percaten de ello enseguida o al cabo de un millón de años. Lo que se ha creado una vez no puede desvanecerse más que en apariencia. Así me gustaría desgarrar la red que tiene presa a la humanidad, sí, sin valerme de ningún tipo de sermón público, sino empezando por mí, sustrayéndome yo mismo de las ataduras.

—¿Ves tú alguna relación causal entre las catástrofes naturales que presientes y la posible modificación de las concepciones de la humanidad?.

—Siempre parecerá que es un gran cataclismo, un gran terremoto por ejemplo, lo que incita al hombre a "volver sobre sí", pero eso es sólo aparente. Lo de las causas y los efectos es otra historia, a mi modo de ver. Las causas no podemos reconocerlas nunca, todo lo que percibimos son los efectos. Lo que identificamos como causa en realidad no es más que un… presagio. Si suelto este lápiz, se caerá al suelo. Que el hecho de soltarlo constituya la causa de la caída puede creerlo un estudiante, pero yo no. Soltarlo es sencillamente el presagio infalible de la caída.

»Las causas son algo completamente distinto de lo que he llamado presagio. Nosotros nos imaginamos que provocamos efectos, pero esto es una conclusión errónea y fatídica, una conclusión producida por la engañosa luz bajo la que contemplamos el mundo. En realidad lo que provoca la caída del lápiz y lo que un instante antes me induce a soltarlo es la misma y misteriosa causa. Una repentina modificación de las concepciones humanas y un gran terremoto bien pueden tener la misma causa, pero es totalmente imposible que una cosa cause a la otra, por muy plausible que pudiera parecerle a una "sana razón". La primera es tanto un efecto como la segunda, y un efecto nunca genera otro, aunque puede, como ya he dicho, constituir un presagio en una cadena de acontecimientos, pero nada más. El mundo en que vivimos es un mundo de efectos. El mundo de las causas verdaderas permanece oculto. Cuando hayamos logrado penetrar en él será porque finalmente nos habremos convertido en magos.

—Y dominar los pensamientos, descubrir su secreto origen, ¿no es también una facultad mágica?.

Pfeill se detuvo de golpe.

—¡Evidentemente!. ¿Qué otra cosa sería si no?. Por eso precisamente sitúo el pensamiento en un grado más elevado que la vida. Los pensamientos nos conducen hacia una cumbre lejana en donde no sólo podremos abarcar todo con la vista, además será posible lograr la realización de todo cuanto deseemos. Hasta el momento, los hombres se limitan a la simple magia de las máquinas, pero creo que se va aproximando el momento en el que algunos conseguirán hechizar por medio de su fuerza de voluntad. Inventar aparatos maravillosos no es más que el gesto de un paseante que recoge las zarzamoras que crecen en los bordes de su camino hacia la cima. Lo valioso no es la invención en sí, sino la capacidad de inventar; lo valioso no es el cuadro, sino la capacidad de pintar. El cuadro puede deteriorarse, pero la capacidad de pintar nunca se perderá, aunque el pintor muera.
Persistirá como una fuerza sacada del cielo, quizás esté dormida durante mucho tiempo, pero siempre volverá a despertar cuando nazca el genio a través del cual pueda manifestarse. Me complace mucho que los comerciantes sólo puedan arrebatarle al inventor el plato de lentejas, y no lo esencial.

—Parece que hoy no estás dispuesto a dejarme hablar —Hauberrisser interrumpió a su amigo— llevo un buen rato con ganas de decirte algo.

—¡Adelante entonces!. ¿Por qué no hablas?.

—Antes, otra pregunta: ¿tienes algún indicio o… o presagio de que nos encontremos actualmente ante un… digamos… cambio?.

—Hmmm. Sí. Se trata más bien de una especie de presentimiento. Todavía estoy un poco como tanteando en las tinieblas. Sigo una pista tan frágil como una tela de araña. Creo haber descubierto unas marcas-límite en nuestra evolución interior, unas marcas que nos indican que estamos penetrando en un nuevo territorio. Un encuentro casual con una tal señorita van Druysen, la conocerás esta tarde, y lo que me contó de su padre, me han llevado a esta conclusión. Esta marca-límite debe ser la misma experiencia para todos los que se encuentren maduros para ella. Me estoy refiriendo, no te rías, por favor, a la visión de un rostro verde.

Hauberrisser reprimió un grito de sorpresa. Preso de la emoción, cogió del brazo a su amigo.

—Por Dios, ¿qué te pasa? —exclamó Pfeill.

Hauberrisser le contó en pocas palabras lo que le había sucedido. La conversación que entablaron sobre el tema los enfrascó hasta tal punto que casi no se apercibieron del criado, el cual, tendiéndoles una bandeja con dos tarjetas y una edición del diario de Amsterdam, les anunció la llegada de la señorita van Druysen y del doctor Sephardi.

* * *

Pronto la conversación sobre el rostro verde se halló en pleno apogeo.

Pfeill dejó que Hauberrisser hiciera el relato de su aventura en el Salón de artículos misteriosos, y la señorita van Druysen se limitó a añadir de vez en cuando alguna palabra a la descripción que el doctor Sephardi hizo de su visita a la casa de Swammerdam. No era la timidez lo que los mantenía en silencio, tanto Eva como Hauberrisser se encontraban inmersos en una especie de depresión que les hacía difícil hablar. Se esforzaban en no esquivarse mutuamente la mirada, pero ambos tuvieron conciencia de que se estaban empeñando en pronunciar palabras diferentes. Hauberrisser se sentía algo desconcertado por la total falta de coquetería femenina en Eva. Notó que ella evitaba cuidadosamente todo cuanto pudiera revelarle el menor interés por él. Al mismo tiempo estaba avergonzado por no conseguir ocultar que se daba cuenta de lo artificial de la calma de Eva, lo consideraba como una grosera falta de tacto. Adivinó que ella estaba leyéndole los pensamientos, por el modo con que sus manos jugaban con un ramo de rosas, por cómo fumaba un cigarillo y por multitud de otros pequeños detalles. Pero no halló el medio de ayudarla. Un comentario trivial habría bastado para devolverle a la joven la seguridad que simulaba, pero quizás también hubiera bastado para herirla profundamente, o para darle la impresión de ser un dandy poco delicado.

Al entrar Eva en la sala, su asombrosa belleza lo había dejado atónito, reacción que ella fingió interpretar como un testimonio de admiración al cual estaba acostumbrada.
Cuando Eva creyó advertir que el desconcierto de Hauberrisser no se debía únicamente a su presencia, sino también al hecho de que había interrumpido una charla interesante entre él y el barón, tuvo la penosa sensación de que él pudiese interpretar su actitud como vanidad femenina.

Hauberrisser comprendió instintivamente que la sensible muchacha consideraba su belleza como una carga. Deseaba decirle francamente cuánto la admiraba, pero temió no poder dar a su voz el necesario tono de desapego.
Había amado a demasiadas mujeres hermosas en el curso de su vida para perder la cabeza inmediatamente, por muy seductores que fueran los encantos de Eva. No obstante, ella lo atraía mucho más de lo que sospechaba.
Al principio pensó que sería la prometida de Sephardi. Cuando se dio cuenta de que no era el caso, sintió algo como un dulce júbilo recorriendo su cuerpo. Enseguida trató de combatirlo, inducido por un oscuro miedo a perder nuevamente su libertad y dejarse arrastrar por el típico huracán que este tipo de experiencias desencadenan. Pero a pesar de su prevención, despertaba en él un sentimiento de profunda y auténtica vinculación a Eva, un sentimiento que no podía compararse con todo lo que hasta ahora había llamado amor.

Las chispas eléctricas que se desprendían del mudo intercambio de pensamientos eran demasiado evidentes como para escapar a la observadora mirada de Pfeill. Le dolió advertir en los ojos de Sephardi un hondo sufrimiento difícilmente contenido, un dolor que impregnaba también cada palabra que pronunciaba; sus palabras contenían una especie de prisa convulsiva muy extraña en un sabio normalmente tan reservado.

Intuyó que este hombre solitario estaba enterrando una esperanza secreta, pero no por ello menos ardiente.

—¿Adonde cree usted, doctor —preguntó Pfeill al acabar el relato de Sephardi— que puede llevar ese extraño camino que se imaginan seguir los del "círculo espiritual" de Swammerdam y del zapatero Kjinkherbogk?. Temo que vayan a parar a un océano de visiones sin límite y…

—…y con esperanzas que nunca se cumplirán —Sephardi alzó los hombros con tristeza—. Es la vieja canción de los peregrinos en busca de la Tierra Prometida, que errando sin guía por el desierto, los ojos clavados en un espejismo, terminan muriéndose de sed. Siempre acaban gritando: "¡Dios mío, por qué me has abandonado!".

—Puede que tenga razón en lo que se refiere a todos los que creen en el zapatero y en sus profecías —interrumpió Eva con seriedad— pero en el caso de Swammerdam está usted equivocado. Estoy segura. ¡Piense en lo que nos contó de él el barón Pfeill!. ¡Fue capaz de encontrar el escarabajo verde!. No puedo menos que creer que también encontrará ese algo superior que está buscando.

Sephardi sonrió amargamente.

—Se lo deseo de todo corazón, pero en el mejor de los casos, y si no desesperara antes, llegará a decir lo que todos: "Señor, en tus manos encomiendo mi alma". Créame, señorita Eva, he reflexionado sobre las cosas del más allá más de lo que usted piensa. Durante toda mi vida me he torturado preguntándome si realmente hay un modo de escapar de esta prisión terrenal, y no, ¡no lo hay!. El sentido de la vida consiste en esperar la muerte.

—Entonces —objetó Hauberrisser— los más sabios serían aquellos que sólo viven por el placer.

—Cierto. Los que sean capaces de ello. Hay gente que no lo consigue.

—Y los que no lo consiguen, ¿qué pueden hacer? —preguntó Pfeill.

—Amar y cumplir los mandamientos, tal como dice la Biblia.

—¡¿Esto me lo dice Usted?! —exclamó Pfeill con sorpresa—. ¡Usted que ha estudiado todos los sistemas filosóficos desde Lao Tse hasta Nietzsche!. Pero dígame, ¿quién fue el inventor de esos "mandamientos"?. Un profeta de leyenda, un pretendido traumaturgo. ¿Está usted seguro de que era algo más que un simple poseído?. ¿No cree que alguien como el zapatero Klinkherbogk gozaría al cabo de cinco milenios del mismo resplandor legendario, suponiendo que para entonces no se haya olvidado su nombre?.

—Eso mismo. Suponiendo que para entonces no se haya olvidado su nombre —fue la sencilla respuesta de Sephardi.

—Usted, pues, ¿da por sentado que existe un Dios que reina sobre los hombres y dirige sus destinos?. ¿Puede darme alguna explicación que esté de acuerdo con la lógica?.

—No, no puedo. Y tampoco quiero. Soy judío, no lo olvide. Quiero decir que no sólo soy judío por la raza, sino también por la convicción, y como tal vuelvo siempre al Dios tradicional de mis antepasados. Lo tengo en la sangre, y la sangre puede más que cualquier lógica. Mi razón, evidentemente, me dice que estoy equivocado en cuanto a mi fe, pero mi fe me dice también que estoy equivocado en cuanto a mi razón.

—¿Y qué haría usted si, como el zapatero Klinkherbogk, se le apareciera un ser y le dictara sus actos? —inquirió Eva.

—Intentaría dudar de su mensaje. Así no tendría que seguir sus consejos.

—¿Y si no pudiera usted dudar del mensaje?.

—Pues, eso es obvio: obedecerle.

—Ni aún en tal caso lo haría yo —murmuró Pfeill.

—A usted, con las convicciones que tiene, no podría aparecérsele jamás un ser del más allá como el… llamémoslo "ángel" de Klinkherbogk. Pero a pesar de todo usted seguiría las instrucciones de un ángel tal, ¡estando convencido, claro, de actuar por su propia iniciativa y autoridad!.

—O lo contrario —objetó Pfeill—. Uno podría imaginarse que Dios le habla a través de un fantasma de rostro verde siendo uno mismo el que habla.

—¿Dónde vé usted la diferencia esencial entre ambas cosas? —preguntó Sephardi—. ¿Qué es comunicarse?. Es expresar en voz alta un pensamiento. Y ¿qué es un pensamiento?. Es una palabra pronunciada en voz baja. Así que, en el fondo, es lo mismo que comunicarse. ¿Está usted seguro de que las ideas que se le ocurren brotan realmente dentro de usted?. ¿No podría ser que se tratara de una comunicación que le viene de alguna parte?. A mi modo de ver, es igualmente probable que el hombre no sea el productor, sino tan solo el receptor, más o menos sensible, de todos los pensamientos generados por… digamos, la madre Tierra. La aparición simultánea de una misma idea que se da con tanta frecuencia es un argumento de peso a favor de mi teoría.

»Claro que usted, si le sucediese esto, siempre diría que la idea en cuestión era suya, y que se transmitía a los demás por contagio. A eso podría yo contestarle que usted sólo habría sido el primero en captar un pensamiento que flotaba en el aire, como un telegrama recibido a través de las ondas producidas por un cerebro más sensible. Los demás lo recibirían igualmente, aunque un poco más tarde que usted. Cuanta más energía y más fe en sí mismo posea uno, más tenderá a considerarse como el creador de una gran idea, y al contrario, cuanto más débil e influenciable sea una persona, más fácilmente creerá que otros se la han inspirado. En el fondo, ambos tendrán razón. Pero por favor, no me pregunte el "por qué". No quisiera perderme en la compleja explicación de la existencia de un Yo central colectivo.

»En cuanto a la visión de un rostro verde como transmisor de un mensaje o un pensamiento —lo cual, como ya dije antes, viene a ser lo mismo— quisiera recordarles el hecho científicamente comprobado de que existen dos categorías diferentes de personas: los que piensan en palabras y los que piensan en imágenes. Supongamos que a una persona acostumbrada a pensar en palabras le viene una idea totalmente nueva para la cual nuestra lengua todavía no tiene expresión, ¿Cómo podría esta idea manifestarse si no es a través de la visión de una imagen parlante?. En el caso de Klinkherbogk, del señor Hauberrisser, y en el suyo, la idea les fue comunicada mediante la forma de un rostro verde.

—Permítame una pequeña interrupción —pidió Hauberrisser—. Cuando relataba su visita a Klinkherbogk mencionó que el padre de la señorita van Druysen había denominado al hombre de rostro verde como el "hombre primordial"; en el salón de artículos misteriosos yo mismo pude escuchar como mi visión se autodesignaba de manera parecida, y Pfeill creyó haber visto un retrato del Judío Errante, es decir, un retrato de otro ser cuyo origen se remonta al pasado lejano. ¿Cómo explica usted tan extraordinaria coincidencia, doctor Sephardi?. ¿Como uno de esos pensamientos "nuevos", desconocidos para cada uno de nosotros, que no seríamos capaces de comprender con sólo palabras sino a través de una imagen que se ofreciese a nuestro ojo interno?. Aunque parezca ingenuo, yo creo que se trata de una aparición, una misma criatura fantástica que ha penetrado en nuestras vidas.

—Yo también lo creo así —aprobó Eva en voz baja.

Sephardi reflexionó durante un instante.

—Mi opinión es que la coincidencia confirma que se trata de un "nuevo" pensamiento que se les ha impuesto a Vds. para que comprendan algo. Tal vez continúe intentando hacerles comprender. El hecho de que el fantasma aparezca bajo la forma de un hombre primordial significa que se refiere a un saber, un conocimiento o quizás una facultad espiritual extraordinaria que la humanidad poseyó en tiempos remotos, pero que se ha ido olvidando. Ahora quiere renacer, y en forma de visión, anuncia su llegada a unos pocos elegidos. No me interpreten mal, no niego que el fantasma pudiera ser un ente de existencia independiente, todo lo contrario, incluso sostengo que cada pensamiento es un ente de esta clase. Por otra parte, el padre de la señorita Eva dijo que él, el precursor, era el único hombre que no era un fantasma.

—A lo mejor mi padre quiso decir que el tal precursor era un ser que había alcanzado la inmortalidad, ¿no cree?.

Sephardi balanceó la cabeza, pensativo.

—Una persona que alcanzase la inmortalidad, señorita Eva, subsistiría en forma de pensamiento eterno. No importa si puede o no puede penetrar en nuestros cerebros como una palabra o una imagen. No moriría aunque los hombres que viven en la Tierra fueran incapaces de captarlo, de concebirlo o de "pensarlo". Únicamente estaría fuera de su alcance.
»Volviendo a la discusión con Vd., barón Pfeill, insisto en que yo, como judío, no puedo apartarme del Dios de mis antepasados. La religión de los judíos es, en la raíz, una religión de debilidad voluntaria y elegida, la esperanza en Dios y en la llegada del Mesías. Sé que también existe el camino de la fuerza, el barón ha hecho alusión a él. La meta es la misma, pero en ambos casos dicha meta sólo se reconoce al llegar. Ninguno de los dos caminos es malo en sí, pero se tornan peligrosos cuando una persona débil, o un ser lleno de nostalgia como yo, escoge el camino de la fuerza, o cuando una persona fuerte elige la vía de la debilidad. Antaño, en los tiempos de Moisés, cuando no había más que los diez mandamientos, era relativamente fácil ser un "Zadik Tomim", un Justo Perfecto. Hoy es imposible, como saben todos los judíos piadosos que se esfuerzan por ello, observar las innumerables leyes rituales. Hoy es necesario que Dios nos ayude, porque sin esta ayuda, nosotros, los judíos, no podemos continuar avanzando. Los que se lamentan de las dificultades son unos locos, ya que el camino de la debilidad resulta así más sencillo y perfecto, en tanto que el de la fuerza resulta más claro, por el contraste… Los fuertes ya no necesitan la religión, caminan libremente y sin bastón; los que sólo piensan en comer y beber tampoco necesitan bastón, porque están estancados y no andan.

—¿Nunca ha oído hablar de la posibilidad de dominar los pensamientos, señor Sephardi? —preguntó Hauberrisser—. No me refiero a la capacidad de controlarse, en el sentido de la represión de las manifestaciones emotivas.
Lo digo pensando en ese diario que he encontrado y que Pfeill acaba de mencionar.

Sephardi se sobresaltó.

Parecía haber estado esperando e incluso temiendo la pregunta.

Dirigió una rápida mirada hacia Eva.

En su rostro volvía a dibujarse aquella expresión doliente que Pfeill ya le había notado en ocasiones anteriores.

Enseguida se recuperó, pero se advertía el esfuerzo que tenía que realizar para hablar.

—Dominar los pensamientos es un antiquísimo método pagano para llegar a ser un auténtico superhombre, pero no el superhombre del que habló Nietzsche. Sé muy poco sobre este asunto. Me da algo de miedo. En los últimos decenios han llegado a Europa diversas informaciones procedentes de Oriente acerca del "puente hacia la vida" —tal es la denominación de este peligroso sendero—. Afortunadamente, la información es tan escasa que sólo sirve a quienes poseen la clave básica. Pero esta escasez informativa ha sido suficiente para enloquecer a miles de personas, sobre todo ingleses y americanos que deseaban conocer este camino mágico, digo mágico porque no se trata de otra cosa que de magia. El fenómeno ha dado lugar a una amplia producción literaria y al revalorizamiento de diversos textos antiguos, además de a la proliferación de estafadores de toda índole que se las dan de iniciados. Pero, gracias a Dios, nadie sabe todavía donde se encuentra la campana cuyo repicar oímos. La gente peregrinó en masa a la India y al Tibet sin saber que también allí se había perdido el secreto hacía tiempo. Aún se resisten a aceptar tal pérdida. Es cierto que hallaron algo en Oriente, algo que tenía un nombre parecido, pero que no es lo mismo y que sólo los llevará nuevamente a la senda de la debilidad de que hablábamos antes, o incluso a aberraciones como las de Klinkherbogk.

»Los escasos textos originales que existen sobre el tema parecen haber sido escritos con total franqueza, pero en realidad, al estar privados de su clave, no son otra cosa que un buen medio de proteger el misterio.

»Se dice que en Oriente sigue existiendo una reducida comunidad cuyo origen se remonta a unos cuantos emigrantes europeos, unos discípulos de los Rosacruces, de los cuales se comenta que conservan el secreto en su totalidad. Se llaman a sí mismos "Parada", lo cual significa "uno que ha alcanzado la otra ribera".
Sephardi se calló, como si quisiera concentrar toda su fuerza para vencer un obstáculo que le impedía proseguir con el relato. Permaneció durante algún tiempo mirando al suelo, con las manos crispadas.

Finalmente incorporó la cabeza, y mirando alternativamente a Eva y a Hauberrisser, dijo con voz apagada:

—Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga franquear el "puente hacia la vida". Casi diría que significa más que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar la meta, para ello le hace falta… una compañera.

»Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y femenina.

»Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora desde hace milenios.

Por un momento le faltó la voz. Se levantó y se acercó a la ventana para ocultar su rostro brevemente antes de continuar, aparentemente tranquilo:

—Si alguna vez puede serles útil a Vds. dos lo poco que sé sobre este asunto, no duden en disponer de mi…

Sus palabras hirieron a Eva como un rayo. De pronto comprendió lo que había ocurrido en él. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Era evidente que Sephardi, con la perspicacia propia de un hombre que había pasado toda su vida aislado del mundo, preveía el lazo de sentimientos que la unirían con Hauberrisser. Pero, ¿qué le habría inducido a abreviar de manera tan brusca el desarrollo de su naciente amor, casi obligándolos a tomar una decisión?. Si Eva hubiera dudado de la integridad de carácter de Sephardi, habría podido pensar en que todo era consecuencia de los astutos tejemanejes de un pretendiente celoso que intentase impedir la elaboración de una fina y delicada tela mediante su intervención calculada.

¿No se trataba más bien de la decisión heroica de un hombre que, sintiéndose falto de fuerzas para soportar la creciente indiferencia de la mujer secretamente amada, prefiere zanjar el tema en lugar de luchar en vano?.

Un presentimiento se apoderó entonces de ella, quizá existía otra razón que justificara su apresurada intervención, algo que guardaba una relación con lo que sabía acerca del "puente hacia la vida" y con la manifiestamente intencionada brevedad de sus comentarios sobre el asunto.

Recordó las palabras de Swammerdam acerca del destino que repentinamente podía echar a galopar, todavía resonaban en sus oídos.

La noche anterior, mientras contemplaba las negras aguas del canal del Zee Dijk, tuvo el valor necesario para, siguiendo el consejo del anciano, hablar con Dios.

Lo que ahora le estaba sucediendo, ¿eran ya las consecuencias de su decisión?. Se sintió atemorizada por la idea de que estaba en lo cierto. El recuerdo de la lúgubre Iglesia de San Nicolás, la casa con la cadena metálica y el hombre del barco ocultándose como si temiera ser reconocido, todas estas imágenes se insinuaron en su mente como una fantasmagórica pesadilla. Hauberrisser, de pie ante la mesa, estaba hojeando un libro, agitado, pero sin decir nada.

Eva intuyó que sólo ella podía romper el penoso silencio. Se acercó a Hauberrisser, y mirándolo firmemente a los ojos, le dijo con voz tranquila:

—Las palabras del doctor Sephardi no deberían causarnos confusión o timidez, señor Hauberrisser. Han sido pronunciadas por un amigo. Ninguno de los dos sabemos lo que el destino nos depara. Hoy todavía somos libres, al menos yo lo soy. Si la vida quiere unirnos, nosotros no podremos, ni querremos, evitarlo. Yo no hallo nada anormal o vergonzoso en que esto suceda. Mañana temprano volverá a Amberes. Podría aplazar el viaje, pero es mejor que dejemos de vernos durante algún tiempo. No quisiera arrastrar la incertidumbre de haber estrechado un lazo prematuramente y bajo la impresión de un breve instante, un lazo que luego no podría desatarse sin sufrimiento. Usted se siente solo, según he podido deducir del relato del barón Pfeill. Yo también me siento sola. Permítame llevarme la sensación de que ya no lo estoy, la sensación de que podré llamar amigo a alguien a quien me une la común esperanza de buscar y hallar un camino que bordee lo cotidiano.

»Y por lo que se refiere a nosotros —Eva sonrió al doctor Sephardi— conservaremos nuestra vieja y fiel amistad, ¿de acuerdo?.

Hauberrisser tomó la mano tendida de Eva y depositó en ella un beso.

—Eva —permítame que la llame por su nombre— no intentaré siquiera pedirle que se quede en Amsterdam. Será el primer sacrificio que haré: perderla el mismo día en que la…

—¿Quiere darme la primera prueba de su amistad? —Eva lo interrumpió rápidamente—. Entonces no siga hablando de mí. Sé que las palabras que iba a pronunciar no se las dictaba la cortesía o el formalismo, pero a pesar de todo le pido que no termine la frase. Quiero que sea el tiempo el que nos muestre si seremos algún día algo más que amigos…
En cuanto Hauberrisser comenzó a hablar, el barón Pfeill se incorporó con la intención de abandonar discretamente la habitación, para no estorbar a la pareja. Pero al percatarse de que Sephardi no podría seguirlo sin pasar muy cerca de ellos, optó por acercarse a la mesita que había junto a la puerta y coger un periódico.

Tras echar una ojeada a las primeras líneas, exclamó sobresaltado:

—¡Anoche se cometió un asesinato en el Zee Dijk!.

DESCUBIERTO EL AUTOR DEL CRIMEN.

Ampliamos la información de nuestra edición de mediodía. Cuando el científico Jan Swammerdam, vecino del Zee Dijk, quiso abrir la puerta de la buhardilla que él mismo, por razones que aún no ha revelado, había cerrado con llave, se la encontró abierta, hallando posteriormente en el interior el cadáver cubierto de sangre de la pequeña Katje. El zapatero Anselm Klinkherbogk había desaparecido, al igual que una importante suma de dinero que, según las declaraciones de Swammerdam, poseía todavía la noche anterior.

Las sospechas de la policía se centraron inmediatamente en la persona de un empleado de la casa, pretendidamente visto por una mujer cuando intentaba abrir a oscuras la puerta de la buhardilla. Fue detenido enseguida, y puesto en libertad poco después, cuando por iniciativa propia se entregó a la policía el verdadero autor del crimen.

Se supone que asesinó primero al anciano zapatero y luego a la nieta, que se habría despertado a consecuencia del ruido. Según parece, el cadáver fue arrojado al canal, a través de la ventana. El sondeo de las aguas aún no ha proporcionado resultados, dado que en ese lugar el fondo está formado por un barro blando que alcanza varios metros de profundidad.

No se excluye, aunque parece poco probable, que el asesino haya cometido el crimen en un momento de enajenación mental, ya que sus declaraciones al comisario son extremadamente confusas. Confiesa haberse apoderado del dinero —se habla de varios miles de florines— el cual había sido regalado a Klinkherbogk por un hombre de la ciudad famoso por ser un gran derrochador. El hecho constituye un buen ejemplo de lo poco apropiados que resultan a menudo tales caprichos caritativos. Así que en definitiva, el caso tiene tintes de ser un robo acompañado de homicidio…».

Pfeill dejó caer el periódico, cabeceando tristemente.

—¿Y el autor, qué dicen del autor? —preguntó de modo precipitado la señorita van Druysen—. Habrá sido aquel horrible negro, ¿no?.

—El asesino… —Pfeill pasó la hoja— El asesino es… aquí está: "El autor del crimen es un judío de origen ruso llamado Eidotter, el cual es propietario de un despacho de bebidas alcohólicas en el mismo inmueble. Ya va siendo hora de que el Zee Dijk…" etc., etc.

—¿Simón, el portador de la cruz? —exclamó Eva sobrecogida—. ¡No, no creo que haya sido capaz de cometer un crimen tan premeditado y repugnante!.

—Ni siquiera en estado de enajenación mental —añadió el doctor Sephardi.

—¿Piensa usted entonces que fue el empleado, Ezequiel?.

—Tampoco. Puede que intentase abrir la puerta con una llave falsa, para robar el dinero. Pero el asesino es el negro, es evidente.

—¿Pero qué puede haber incitado al viejo Lázaro Eidotter a confesarse culpable del crimen?.

El doctor Sephardi alzó los hombros:

—Quizá creyó, al ver llegar a la policía, que el asesino era Swammerdam, y quiso sacrificarse por él en un ataque de histeria. Nada más verlo noté que no era normal.

»¿Se acuerda usted, señorita Eva, de lo que dijo el viejo coleccionista de mariposas acerca de la fuerza oculta de los nombres?. En mi opinión, basta con que Eidotter se repitiera varias veces su nombre espiritual, Simón, para que se le ocurriese la idea de sacrificarse por otro a la primera oportunidad. Incluso se me ocurre que pudo ser el zapatero Klinkherbogk quien asesinara a la pequeña en un arrebato de fanatismo religioso, y antes de que fuera asesinado a su vez. Estuvo repitiendo el nombre de Abram durante muchos años, eso está demostrado. Si en lugar de Abram hubiera insistido en el nombre de Abraham, difícilmente se habría producido la catástrofe de la inmolación de Isaac.

—Lo que está usted diciendo me resulta totalmente incomprensible —interumpió Hauberrisser—. ¿El hecho de repetir constantemente una palabra para sí mismo puede acaso determinar o modificar el destino de una persona?.

—¿Y por qué no?. Los hilos que manejan las acciones humanas son muy sutiles. Lo que está escrito en el libro del Génesis sobre el cambio de nombres de Abram a Abraham y de Sarai en Sarah tiene que ver con la Cabala u otros misterios todavía más profundos. Poseo indicios de que es un error pronunciar los nombres secretos tal como se hace en el círculo de Klinkherbogk. Como ustedes sabrán, a cada letra del alfabeto hebreo le corresponde un valor numérico, por ejemplo: la letra S es igual al 21, la M a 13, la N a 14. Así podemos transformar un nombre en cifras, y a partir de tales cifras construir un cuerpo geométrico imaginario, un dado, una pirámide, etc. Son estas formas geométricas las que pueden convertirse en el sistema cristalino, por llamarlo de algún modo, de nuestro ser interior, amorfo hasta ese momento. Hay que imaginar el proceso de manera adecuada y con la suficiente concentración. De esta forma transformamos nuestra "alma" —no encuentro otra expresión— en un cristal y la colocamos bajo las leyes eternas que rigen la cristalización. Los egipcios atribuían una forma esférica al alma perfecta.

—En el caso de que fuese realmente el infeliz zapatero quien mató a su nieta, ¿qué fallo cometió en sus prácticas espirituales? —preguntó el barón Pfeill, dubitativo—. ¿Existe una diferencia tan esencial entre los nombres de Abram y Abraham?.

—Fue Klinkherbogk mismo quien se dio el nombre de Abram; el nombre nació en su propio subconsciente. ¡Ahí radica el fallo!. Le faltó, como decimos los judíos, la Neschamah enviada desde arriba, el soplo espiritual de la divinidad, en este caso la sílaba "ha". Fue a Abraham a quien se encomendó el sacrificio de Isaac, en tanto que Abram estaba destinado a convertirse en asesino, al igual que Klinkherbogk. En su ansia por obtener la vida eterna, Klinkherbogk no hizo sino llamar a la muerte. Antes dije que las personas débiles no deben elegir el camino de la fuerza. Klinkherbogk se apartó del camino de la debilidad, el camino de la esperanza, que era el suyo.

—¡Habrá que hacer algo por el pobre Eidotter! —exclamó Eva—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados mirando como condenan a un ¡nocente, ¿no?.

—No condenan a nadie tan rápidamente —fue la tranquilizadora contestación de Sephardi—. Mañana iré a ver a Debrouwer, el psiquiatra del Tribunal. Lo conozco desde los tiempos universitarios. Hablaré con él.

—Y ¿crees que querrá ocuparse también del pobre y viejo coleccionista de mariposas?. Tiene Vd. que escribirme a Amberes para decirme como se encuentra —rogó Eva. Se levantó y únicamente tendió su mano a Pfeill y a Sephardi—. Adiós, hasta pronto —Hauberrisser comprendió enseguida que ella deseaba que la acompañara, por lo que la ayudó a enfundarse el abrigo que un criado acababa de traer.

* * *

El frescor del ocaso humedecía la fragancia de los tilos cuando Hauberrisser y Eva van Druysen atravesaban el parque. Blancas estatuas griegas centelleaban a través de las alamedas. Los chorros de plata de las fuentes murmuraban soñadoramente, reflejando las luces de las farolas.

—¿No podría ir a verla a Amberes de vez en cuando, Eva? —preguntó Hauberrisser casi con timidez—. Me pide usted que espere hasta que sea el tiempo el que nos una, pero ¿cree usted que nos unirá mejor si intercambiamos cartas en lugar de vernos?. Ambos concebimos la vida de otra manera que la masa, ¿por qué levantar un muro entre nosotros, un muro que podría llegar a separarnos?.

Eva apartó la vista.

—¿Está realmente tan seguro de que estamos destinados el uno para el otro?. La vida en común de dos seres puede ser algo muy hermoso. ¿Por qué ocurre entonces que con tanta frecuencia finaliza en aversión y amargura?. A veces pienso que para un hombre debe tener algo de antinatural el hecho de encadenarse a una mujer. Me imagino que para él será como si le quebraran las alas… Por favor, déjeme terminar, sé lo que quiere decir…

—No, Eva —Hauberrisser la interrumpió—. Está usted equivocada. Usted teme lo que yo pueda decirle, no quiere oír cuáles son mis sentimientos hacia usted, así que me callo. Las palabras de Sephardi, aunque hayan sido dichas con honestas intenciones, han levantado entre nosotros una barrera muy difícil de franquear. Deseo de todo corazón que se cumpla la promesa que encerraban, pero me duele el obstáculo que han supuesto. Si no hacemos un supremo esfuerzo para derribarlo, siempre se interpondrá entre nosotros.

»A pesar de todo, en el fondo me alegro de que las cosas hayan sucedido así. Usted y yo no corremos el riesgo de contraer un matrimonio basado en la pura conveniencia. Lo que nos amenazaba —permítame hablar en plural— era más bien una unión que sólo fuese impulsada por el amor y el instinto. El doctor Sephardi tenía toda la razón al decir que los hombres han perdido el verdadero sentido del matrimonio.

—¡Eso es precisamente lo que me atormenta! —exclamó Eva—. Me siento tan indefensa y desorientada frente a la vida como si esta fuese un horrible monstruo voraz. Todo es necio, todo está desgastado. Cada una de las palabras que utilizamos está llena de polvo. Soy como una niña que acude al teatro con la ilusión de contemplar un mundo de cuentos de hadas y no encuentra más que comediantes pintarrajeados. El matrimonio se ha convertido en una institución repugnante que priva al amor de su brillo y rebaja al hombre y a la mujer, reduciéndolos a la mera funcionalidad. Es como un hundimiento lento y desesperado en la arena del desierto. ¿Por qué los seres humanos no somos como las moscas efímeras? —se detuvo un instante y contempló con nostalgia una nube de mariposas que, como un velo encantado, rodeaban una luminosa fuente—. Durante años se arrastran por los suelos como gusanos, preparándose para las nupcias como para algo sagrado. Luego, tras celebrar un único y corto día de amor, se mueren —un estremecimiento la interrumpió.

Hauberrisser advirtió en sus ojos oscurecidos que se hallaba profundamente emocionada. Tomó su mano, acercándosela hasta los labios.

Durante un rato Eva se mantuvo inmóvil; luego alzó los brazos y, enlazando por el cuello a Hauberrisser, lo besó.

—¿Cuando serás mi esposa?. La vida es tan corta, Eva.

Ella no contestó. Se dirigieron en silencio hacia la entrada del parque donde los aguardaba el coche del barón Pfeill. Hauberrisser quiso repetir su pregunta antes de que se despidieran. Anticipándose, Eva se detuvo, y estrechándose contra él, le dijo suavemente:

—Te deseo, te añoro como a la muerte. Seré tuya, estoy segura, pero lo que los hombres entienden por matrimonio nos será ahorrado.

Hauberrisser apenas captó el sentido de sus palabras, estaba como aturdido por la felicidad de tenerla en sus brazos. Pero poco a poco fue transmitiéndosele el escalofrío de Eva, sintió que el pelo se le ponía de punta, como si un soplo sagrado estuviese envolviéndolos, como si el ángel de la muerte los protegiera con sus alas, alejándolos de la Tierra rumbo a las floridas llanuras de una eterna felicidad.

Cuando despertó de su inercia, el extraño éxtasis lo fue abandonando paulatinamente y en su lugar se instaló un dolor amargo, temió no volver a ver nunca más a Eva mientras el coche se perdía en la lejanía.