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La obra de Gustav Meyrink

El Ángel de la ventana de Occidente. Gustav Meyrink (I Parte)

¡Qué sentimiento tan turbador! ¡Tener en la mano, atado y sellado, el legado de un muerto! Es como si tenues e invisibles hilos, parecidos a los de las telas de araña, se escapasen de él, para conducirte mucho más allá, en un imperio de tinieblas.

El sabio cierre del paquete, el papel azul cuidadosamente plegado sobre el papel de embalaje, prueban, con un silencioso testimonio, la intención y el gesto premeditado de alguien vivo que sentía acercarse la muerte. Reúne, clasifica y envuelve: cartas, notas, cajitas impregnadas de su importancia antigua y a la vez de su decadencia actual, vacías de recuerdos ya ha mucho desvanecidos; al hacer esto, imagina venir un heredero, un lejano personaje, casi un extraño —¡yo!— un hombre que no conocerá su desaparición y sólo se afectará si el paquete cerrado, abandonado en el reino de los vivos, encuentra el camino hasta él.

Está constelado de imponentes sellos rojos, los de mi primo John Roger, con las armas de mi madre y de su familia. Desde ya hacía mucho los primos y las tías llamaban a este hijo de un hermano de mi madre: «El último de su raza», y estas palabras, aparte de las consonancias extranjeras de su nombre, resonaban en mi oído como un título solemne, cuando, con un orgullo un poco risible, las pronunciaban con sus labios secos y arrugados, exhalando en una pequeña tos el resto de una raza casi extinguida.

El árbol genealógico —en mi imaginación por la imagen heráldica— está curiosamente ramificado en tierra extranjera. Se ha enraizado en Escocia, ha prosperado en toda Inglaterra, pasa por estar emparentado de cerca con una de las más importantes familias del País de Gales. Vigorosos brotes se han multiplicado en Suecia, en América, finalmente en Estiria y en Alemania. En todas partes se han debilitado y en Gran Bretaña el tronco se está secando. Un último renuevo resistía todavía, aquí, en el sur de Austria: mi primo John Roger.

Y este último renuevo, Inglaterra lo ha segado.

«Su Señoría», mi abuelo materno, todavía tenía en mucho las tradiciones y los títulos de sus antepasados.

¡Y tan sólo era un simple ganadero de Estiria!. John Roger, mi primo, había tomado otros caminos; se dedicó a las ciencias naturales y a una especie de medicina diletante de la psicopatología moderna, hizo grandes viajes y se instruyó con una gran perseverancia en Viena y Zurich, Alep y Madras, Alejandría y Turín, cerca de maestros diplomados o no, cubiertos del polvo de Oriente o enarbolando la camisa almidonada de los Occidentales, pero eminentes conocedores de los abismos del alma.

Algunos años antes de declararse la guerra se instaló en Inglaterra: debió de ir para investigar sobre la existencia y el origen de nuestra familia. No sé nada más, sólo que allí habría descubierto algún raro y profundo secreto. Fue entonces cuando la guerra le sorprendió, y como era oficial de reserva austríaco, se le internó; cuando salió del campo, al cabo de cinco años, era un hombre acabado. Ya no cruzó el canal de la Mancha y murió en algún lugar de Londres, dejando tras él unos pocos bienes sin importancia, y a partir de ahora dispersados entre los diversos miembros de la familia.

Me toca en suerte, además de algunos recuerdos, el paquete recibido hoy, en el cual, escrito por su propia mano, ha puesto mi nombre. ¡Muerto es el árbol, excluido el blasón!

Pero es sólo un pensamiento vano por mi parte: ningún heraldo procede con semejante proclamación tan solemne y sombría.

Excluido el blasón, murmuraba mientras rompía los sellos rojos. Ya nadie más los pondrá.

Son majestuosas, espléndidas armas que… ¿que yo rompo? Extraña impresión: ¿no es como si de golpe yo dijera una mentira?

Sí, yo rompo estas armas, pero quién sabe, ¡quizá las despierte de un largo sueño! El escudo, bifurcado en su base, lleva a la derecha sobre un campo de azur una espada de plata en palo sobre una colina de sinople —alusión al señorío de Gladhill de nuestros antepasados en Worcester. A la izquierda, en un campo de plata, un árbol verde; entre sus raíces nace una fuente de plata, a causa de Mortlake en Middlesex. Y, en la parte verde que se termina en punta, una lámpara encendida recuerda las lámparas de los primeros cristianos: símbolo insólito, que los heraldistas han considerado siempre con gran asombro.

Dudo en romper el último sello, tan bellamente puesto para el placer de los ojos. ¿Pero qué es eso?

Debajo del escudo. ¡No es del todo una lámpara encendida! ¡Es un cristal! ¡Un dodecaedro regular, aureolado de gloriosos rayos! ¡Sí, es un carbúnculo radiante, no una humilde lámpara de aceite! y de nuevo se apodera de mí una extraña turbación, una emoción que querría abrirse paso hasta mi conciencia, y que habría dormido desde, sí, desde hacía siglos.

Lapis sacer sanctificatus et praecipuus manifestationis* (*En latín en el texto: «piedra sagrada santificada y principio de la manifestación»).

Observo moviendo la cabeza esta incomprensible novedad en el viejo blasón tan familiar. ¡Un sello que estoy seguro de no haber visto jamás! O mi primo John Roger lo ha hecho componer, o… sí, está claro: el corte, tan limpio, es moderno, indudablemente: John Roger ha hecho fabricar en Londres un nuevo sello.

¿Pero por qué? —¡A causa de la lámpara! Lo descubro de pronto como una cosa que cae por su propio peso: la lámpara sólo era una corrupción tardía y estrambótica. Desde siempre el blasón ha llevado un cristal radiante. —¿Pero y la inscripción?— Descubro una singular complicidad entre este cristal y mi mundo interior. ¡Cristal de roca! Recuerdo que en una leyenda, un carbúnculo resplandecía con todos sus destellos en el cénit, pero la he olvidado.

Una última duda. Al final rompo el último sello, deshago los nudos. Delante mío se esparcen viejas cartas, actas, archivos, extractos, amarillentos pergaminos cubiertos de caracteres rosacrucianos, diario íntimo, imágenes, pentáculos herméticos más o menos podridos, algunas sucias encuademaciones con viejos cobres, un montón de cuadernos atados juntos de todas las maneras; y también pequeños cofres de marfil llenos de sorprendentes telas, monedas, fragmentos de madera incrustados de plata y oro, a manera de reliquias; y luego, huesecillos pulidos y tallados en caras como cristales, muestras del mejor carbón fósil de Devonshire, y buen número de objetos heteróclitos. Emerge una nota, con la austera y acompasada escritura

de John Roger:

¡Lee o no leas! ¡Quema o persevera! Añade polvo al polvo. Nosotros, de la raza de Hoël Dhat, príncipes de Gales, estamos muertos. Mascee.

¿Me son destinadas estas frases? Me pregunto. Es probable. No comprendo nada, pero no me siento impelido a romperme la cabeza en ella. Semejo un niño que de todo se dijera: «¡Qué necesidad tengo de saberlo ahora! ¡Ya lo aprenderé más tarde por mí mismo!» ¿Pero, a pesar de todo, qué significa esta palabra «Mascee»? Pica mi curiosidad. Abro el diccionario y leo:

«Mascee = expresión anglo-china que quiere decir poco más o menos: ¡Qué importa! Un sentido muy cercano al del Nitchevo ruso.»

* * *

Ya era muy entrada la noche cuando ayer me levanté de la mesa, después de una larga meditación sobre la suerte de mi primo John Roger y sobre la fugacidad de nuestras esperanzas y de todas las cosas, dejando para mañana un inventario más detallado de mi herencia. Me puse en la cama y me dormí rápidamente.

Aparentemente la idea del cristal en el blasón me había seguido hasta en mi sueño; en todo caso, nunca creo haber tenido un sueño tan singular.

En alguna parte, sobre mí, relucía el carbúnculo arriba en las tinieblas. Un rayo emanado de su palidez golpeó mi frente y tuve la neta percepción que así se establecía, entre mi cabeza y la piedra preciosa, una ligazón importante. Intentaba sustraerme de ella, pues una angustia me había asido, moviendo mi cabeza de un lado a otro, pero era imposible escapar al rayo. Mientras me esforzaba girando y volviendo a girar la cabeza, tuve una experiencia desconcertante: por decirlo de alguna manera, me pareció que el rayo del carbúnculo todavía permanecía clavado en mi frente cuando hundía mi rostro en la almohada. Y tuve la precisa sensación que un nuevo rostro se moldeaba detrás de mi cabeza: me crecía una segunda faz. No sentía ningún espanto; pero era molesto no poder ya de ninguna manera escapar al rayo.

La cabeza de Jano, me decía, pero en mi sueño sabía que eso era simplemente una reminiscencia de mis humanidades latinas, ya que intentaba tranquilizarme; por lo tanto, no estaba tranquilo. ¿Jano? —No, es estúpido: ¡Jano! ¿Pero qué, entonces? Con una insistencia irritante, mi conciencia onírica se paraba en este «y entonces qué». Además no llegaba a definir «quién era yo». Después, pasó otra cosa: el carbúnculo descendió de sus lejanas alturas hasta tocar la parte superior de mi cabeza. Experimentaba una sensación de extrañeza impensable, tanto, que no sabría formularla. Un objeto, caído de un lejano astro, no me habría podido sorprender más. No sé por qué cuando reflexiono sobre este sueño, pienso siempre en la paloma que descendió del cielo en el bautismo de Jesús por el asceta Juan. Cuanto más se acercaba el carbúnculo, más derecho caía el rayo sobre mi cabeza, quiero decir, sobre la línea que partía mis dos cabezas. Poco a poco experimentaba una sensación de ardor, comparable a la del hielo, y esta sensación nueva para mí, me despertó.

He pasado todo el día siguiente rumiando este sueño.

Dudoso, perezoso, un medio recuerdo emergía de las brumas de mi primera infancia. Se trata de una fábula, de un cuento, de una ficción o de una lectura —quizá de cualquier otra cosa— donde aparecían un carbúnculo y un rostro, o una forma, que no se llamaba «Jano». Una imagen muy vaporosa emergía de las profundidades de mi memoria:

Cuando, en mi infancia, me sentaba sobre las rodillas de mi abuelo, el que se llamaba «Su Señoría» y que a pesar de todo no era más que un pequeño propietario estiriano, el viejo sire, mientras yo aseguraba mi posición a horcajadas sobre sus rodillas, me contaba a media voz todo tipo de historias.

Todo lo que he retenido de la leyenda se desarrollaba sobre las rodillas de este abuelo, él mismo medio legendario. Hablaba de un sueño: «Los sueños, hijo mío, son títulos más grandiosos que los de la nobleza y de los señoríos. No lo olvides. Si te conviertes en el heredero digno de este nombre, te legaré quizá un día nuestro sueño: el sueño de Hoël Dhat.» Y entonces, con una voz apagada, cargada de misterio, en un susurro sobre mi oreja, como si temiera que el aire de la habitación hubiera de sorprender sus palabras, mientras continuaba haciéndome saltar en sus rodillas, me habló de un carbúnculo en un país al que ningún mortal puede llegar a menos de ser introducido en él por quién ha vencido la muerte y poseer una corona de oro y un cristal sacado del doble rostro de… ¿de? Creo recordar que hablaba de esta criatura ambivalente del sueño como de un antepasado o de un genio tutelar de nuestra familia. Pero ahí mi memoria ya falla: todo flota en una niebla claroscura.

De todos modos, nunca había soñado nada semejante hasta hoy. ¿Era el sueño de Hoël Dhat? Comentar más no serviría de nada. Por otra parte me ha interrumpido la visita de mi amigo Serge Lipotine, el viejo anticuario de Werrengasse.

Lipotine —apodado en la ciudad «Nitchevo»— antiguo anticuario titular de Su Majestad el Zar, sigue siendo, a pesar de sus vicisitudes, un personaje notable y típico. Antes millonario, conocedor, experto de fama mundial en el arte asiático; hoy un pobre viejo revendedor que espera una muerte cierta mientras vende baratijas más o menos chinas; siempre zarista, hasta la médula de los huesos. Debo a su olfato infalible la posesión de algunas piezas incomparables, y, cosa curiosa, cada vez que me apasiono por un objeto particular, que creo difícilmente asequible, cada vez, Lipotine viene a verme casi inmediatamente y me trae un objeto similar.

Hoy, como no había nada interesante, le muestro el envío de mi primo de Londres. Alabó un poco las viejas ediciones y las declaró «rarísimas». Dos especies de medallones llamaron rápidamente su interés: buen Renacimiento alemán denotando más que las cualidades del oficio. Vio finalmente el blasón de John Roger, tuvo un movimiento de sorpresa y se perdió en reflexiones. Le pregunté lo que le intrigaba. Alzó los hombros, encendió un cigarrillo y guardó silencio.

Un poco más tarde charlábamos de bagatelas. Poco antes de retirarse me dijo: «¿Sabéis, querido amigo, que nuestro buen Michel Arangelovitch Stroganof no durará mucho más que su último paquete de cigarrillos?

Sigue la norma. ¿Qué podría hipotecar en el monte de piedad? Poco importa. Este es el fin, para nosotros los rusos: vamos en el sentido del sol, nacidos en el este para naufragar en el oeste. ¡Qué os vaya bien!»

Lipotine se marchó, yo seguía perdido en mis pensamientos. Así Michel Stroganof, el viejo barón, una de mis buenas relaciones de café se preparaba a emigrar al verde reino de los muertos, al país verde de Perséfona. Desde que le conocí sólo vivía de té y de cigarrillos. Había huido de Rusia y embarrancado aquí, no poseía nada más que lo que llevaba encima, a saber, media docena de sortijas adornadas de brillantes y el mismo número, más o menos, de grandes relojes de oro: todo lo que había podido meter en sus bolsillos antes de cruzar las líneas bolcheviques. Vivía de estas joyas, con la insolencia y las maneras de un gran señor, sólo fumaba cigarrillos de los más caros, que hacía traer de Oriente váyase a saber por qué medio. «Transformar las cosas de la tierra en humo, le gustaba decir, puede ser el único placer que podemos dar a Dios.» Lo que no le impedía morir lentamente de hambre, y cuando no estaba sentado en la pequeña tienda de Lipotine, helarse en su buhardilla de algún barrio bajo.

Así el barón Stroganof, antiguo plenipotenciario de Su Majestad Imperial en Teherán, agonizaba. «Poco importa. Sigue el orden», como dice Lipotine.

Con un suspiro pensativo, por ociosidad, me vuelvo con los manuscritos y los libros de John Roger. Cojo esto o aquello al azar y me absorbo en su lectura.

* * *

He pasado la jornada compulsando los documentos dejados por mi primo, y he concluido que era inútil esperar poder ordenar en un conjunto coherente estos fragmentos de antiguos estudios y estas viejas notas: nada se puede edificar de estos escombros. «Lee o quema», me murmuraba sin cesar una voz interior. «¡El polvo al polvo!»

En suma, ¿qué tengo yo que ver con esta historia de un cierto John Dee, barón de Gladhill? ¿Qué era un viejo inglés inclinado al tedio y según todo parece un antepasado de mi madre?

A pesar de todo no puedo decidirme a enviar este fárrago al diablo. A veces las cosas tienen más poder sobre nosotros del que nosotros tenemos sobre las cosas: tienden a los vivos una especie de trampa al hacerse pasar por monstruos. No, no me decido a interrumpir una lectura que, de hora en hora, sin saber decir por qué, me cautiva más. Del seno de este caos fragmentario emerge una forma crepuscular, bella y triste: la de un espíritu superior. De un hombre atrozmente extraviado que brilló en la mañana de su vida para ver amontonarse las nubes en su madurez: perseguido, burlado, crucificado, reconfortado con hiél y vinagre; un hombre que rozó el infierno, un elegido por tanto, que a fin de cuentas fue elevado a las altas esferas del cielo ya que era un alma noble, un «sapiente» audaz, un espíritu ardiente.

No, la historia de John Dee, descendiente de uno de los más nobles linajes de la isla, de los viejos príncipes y condes de Gales, mi antepasado por sangre materna, no ha de hundirse en el olvido.

Pero no puedo escribir como querría lo que veo en ella. Me faltan casi todas las condiciones previas: la posibilidad de un estudio personal y el eminente saber de mi primo en un dominio que unos califican de «oculto»; del que algunos creen desembarazarse poniéndole el término de «parasicología». Carezco, en esta materia, de experiencia y de criterios. No puedo hacer nada más que intentar, con un cuidado escrupuloso, aportar a este embrollo de vestigios un orden y un plan racional: «Preservar y transmitir, siguiendo las palabras de mi primo John Roger.

Ciertamente, esto no es más que disponer un frágil mosaico. ¿Pero los restos de unas ruinas no son a menudo más emocionantes que una casa coqueta? Enigmática esa sonrisa de los contornos de una boca que desmiente la profunda melancolía ligada a la nariz: enigmática, esa mirada fija bajo una frente ausente; enigmático ese relámpago de frescor de pronto rosa, sobre un fondo que se esteriliza. Enigmático, enigmático…

Me costará semanas, si no meses, de fatigoso trabajo desenmarañar, primera etapa indispensable, esta madeja ya medio podrida. Dudo: ¿Debo hacerlo? Si tuviera una onza de certeza, si un invisible consejero interior me soplase esta decisión, dejaría con toda irreverencia que este bazar se hiciera humo para «dar placer al buen Dios».

Cada vez se imponía más en mí el pensamiento del barón Michel Arangelovitch Stroganof, que está a punto de morir y ya no puede fumar sus cigarrillos, quizá porque el buen Dios tiene escrúpulo de que un hombre le testimonie tanta cortesía.

* * *

Hoy, otra vez, el sueño del carbúnculo. Ha sucedido como en la noche precedente, pero la sensación de frío debida al descenso del cristal hasta mi doble cabeza ya no me era dolorosa en absoluto, de manera que no me he despertado. ¿Es esto debido a que el carbúnculo ha tomado posesión definitiva de mi cabeza? No lo sé. Ha sido en el instante en que el rayo luminoso ilumina a la vez los dos rostros de mi cabeza, cuando he visto que era esta criatura de dos cabezas —y por consiguiente, otro. Me he visto, como es el caso de «Jano», mover los dos labios de uno de los rostros, mientras que el otro permanecía inmóvil. Y este mudo indudablemente era «yo». El «otro» se libraba a largos y vanos esfuerzos para emitir un sonido, luchando para salir de un profundo sueño y pronunciar una palabra.

Finalmente los labios modelaron un aliento y exhalaron esta frase dirigida a mí: «¡No ordenes! ¡No te creas capaz! Donde la razón pone orden, provoca una inversión de las causas primeras y prepara la destrucción. Lee y déjate guiar por la mano y no siembres estragos. Lee y déjate guiar por mí…»

Sentí cual martirio, en mi «otra» cabeza, el esfuerzo de estas palabras, lo que, según parece, me despertó. Es extraño mi estado de espíritu. ¿Qué sucederá? ¿Un espectro se libera en mí? ¿Un espejismo nacido en el sueño quiere mezclarse en mi vida? ¿Soy objeto de un desdoblamiento de conciencia y me volveré loco? Al contrario, me encuentro en perfecto estado de salud, lúcido, sin la menor propensión a sentirme «doble» y mucho menos coaccionado, ya sea en el pensar o en el actuar. Soy absolutamente dueño de mis emociones, de mis intenciones. ¡Soy libre!…

Todavía un trozo de recuerdo de mis cabalgadas sobre las rodillas de mi abuelo, viene a mi memoria; me decía que el genio tutelar era mudo, pero que un día hablaría. Entonces llegaría el fin de los días de la sangre; la corona ya no se cerniría por encima de su cabeza, sino que replandecería en su Doble Frente. ¿Jano empezaba a hablar? ¿Es el fin de los días para los de nuestra sangre? ¿Soy el último heredero de Hoël Dhat?… No importa, las palabras impresas en mi memoria tienen un claro sentido: «¡Lee y déjate guiar por mí!» Y, «la razón provoca una inversión de las causas primeras»… Sea pues, obedeceré la orden dada; pero no, no es una orden; por otra parte, me negaría a dejarme mandar, es un consejo, sí, un consejo, ¡un simple consejo! ¿Y por qué razón no lo seguiría? No lo clasificaré. Transcribiré al azar aquello que mi mano atrape.

He tomado, sin mirar, una hoja del montón; reconozco la abrupta escritura de mi primo John Roger y leo: Todo ha terminado desde hace mucho. Muertos desde hace mucho tiempo están los hombres que aparecen en estos documentos biográficos, con sus envidias y pasiones: en su polvo, yo, John Roger. me atrevo a escudriñar, de la misma manera como ellos habían actuado en relación a otros hombres que habían desaparecido mucho antes que ellos, como ellos han desaparecido para mí, hoy violador de sus cenizas. ¿Qué es lo que está muerto? ¿Qué es lo que ha sucedido? Lo que he pensado, hecho, antaño, todavía es hoy acto y pensamiento: todo lo que tiene poder está vivo. Seguramente, todos nosotros no hemos encontrado lo que habíamos buscado; la verdadera llave del tesoro de vida, la llave misteriosa, la búsqueda de la cual basta para magnificar el sentido y la obra de toda una vida. ¿Quién ha visto por encima suyo la corona del carbúnculo? ¿Nosotros, los descubridores, qué hemos encontrado? Nada más que la desgracia inconce
bible y la visión de la muerte, ¡de la que, además, es dicho que debe ser vencida! Pero sabe que la llave reposa en el abismo de las aguas tumultuosas. Quien no se sumerge en sí mismo no la obtiene. ¿El Último Día de la Sangre no había sido el objeto de un oráculo para nuestro linaje? Ninguno de entre nosotros ha visto este último día. ¿Debemos felicitarnos? Acusarnos también, sin duda.

El personaje de las dos cabezas no se me ha mostrado, a pesar de todas mis evocaciones. No he visto el carbúnculo. Así debe ser. A quien el diablo no vuelve la cabeza violentamente hacia atrás, se dirigirá irresistiblemente hacia la tierra de los muertos y no verá nunca levantarse la luz. ¿Pero a quién de entre nosotros, los de la sangre de John Dee, el Baphomet ha hablado? John Roger

Este nombre, «Baphomet», me dio como un martillazo. Por el amor de Dios, ¡el Baphomet! ¡Sí, es el nombre que no quería venirme a la memoria! ¡Es el Coronado de doble rostro, el dios del sueño hereditario de mi abuelo! Son las sílabas que me murmuraba en la oreja, desprendiéndolas al ritmo de un aliento como si quisiera hundírmelas en el alma mientras que, cual pequeño caballero, cabalgaba de arriba a abajo y de abajo a arriba sobre su falda.

¿Baphomet? ¿Baphomet?

¿Pero, qué es el Baphomet?

Es el símbolo hermético de la antigua Orden secreta de los Caballeros del Temple; lo singular por excelencia, más próximo para el Templario que todo lo que le es próximo y permaneciendo por esta misma razón, un dios desconocido.

¿Los barones de Gladhill fueron Templarios? Me hacía la pregunta. Era posible, al menos para uno u otro, ¿quién sabe? Lo que dicen los manuales y los rumores públicos es abstruso: Baphomet sería el «bajo demiurgo», ¡sutileza de la degenerada jerarquía gnóstica! ¿Pero por qué dos rostros? ¿Y por qué. además, soy yo quien desarrolla en sueños estos dos rostros? Un hecho, entre los demás, es cierto: yo, último retoño de esta familia inglesa de los Dee de Galdhill, me encuentro «en el fin de los Días de la Sangre». Y siento confusamente que estaría presto a obedecer si el Baphomet se dignase a hablar…

En ese instante Lipotine interrumpió mis especulaciones. Me traía noticias de Stroganof. Mientras tranquilamente se liaba un cigarrillo me contaba que las hemólisis agotaba al barón y que quizá un médico no sería inútil, aunque sólo fuera para dulcificar su fin.

—Pero… —Lipotine hizo, con un despreocupado encogimiento de hombros, el gesto de contar dinero.

Comprendí, iba a abrir un cajón del escritorio en el cual guardo lo mío.

Lipotine puso su mano sobre mi brazo, levantó sus espesas cejas con una expresión indefinible, como si quisiera decir: «Sobre todo no me dé caridad», y mordisqueó su cigarrillo:

—Espere, estimado señor. —Sacó de su gabán una pequeña caja atada con bramante y me la tendió

refunfuñando:

—El último bien de Michel Arangelovitch. Os pide que tengáis la bondad de aceptarlo. Os pertenece.

Tomé el objeto dudando. Era una pequeña arca de plata maciza muy simple, provista de un sistema de cerraduras secretas a la vez que decorativas y eficaces. A juzgar por los montantes y las cerraduras, era un modelo ejecutado por un orfebre de Toula de la época remota. Una pieza con un trabajo interesante. Di a Lipotine una suma que creía correspondía a su valor. Arrugó negligentemente los billetes y los metió sin contarlos en el bolsillo de su chaleco.

—Michel Arangelovitch podrá morir decentemente—. El asunto quedó arreglado sin otro comentario.

Poco después me dejó.

Poseo ahora un cofre de plata maciza cerrado que no puedo abrir. Lo he intentado durante horas sin resultado. Haría falta una sierra o al menos unos señores alicates para triunfar sobre estos montantes, y para estropear el bello cofre. Dejémoslo tal como está.

* * *

Dócil a la orden recibida en el sueño, he tomado luego el primer fascículo que me ha venido a la mano y empiezo a resumir el manuscrito de la historia de John Dee, mi antepasado. Redacto en el orden exacto que las diversas hojas me vienen a la mano.

El Baphomet debe saber lo que resultará. Pero siento una gran curiosidad por ver cómo se desarrollarán los sucesos de una vida y especialmente por encontrar de nuevo los caminos de un destino, de una existencia acabada desde hace muchos, muchos años (si la voluntad personal no interviene y si la inteligencia no intenta «corregir la fortuna»). La primera toma de la mano «obediente» ya habría de haberme vuelto desconfiado. He de comenzar por la copia de una carta de un informe, el contenido del cual, a primera vista, no tiene nada que ver con John Dee y su historia. Se refiere a una tropa de Ravenheads («cabezas de cuervos») que parecen desempeñar un cierto papel en las disensiones religiosas de 1549 en Inglaterra. He aquí el contenido literal del

escrito:

Informe del agente secreto, marca )+( a S.S.* el obispo Bonner, su superior en Londres.

*. Su Señoría. (N. del T.)

El año de Gracia de 1550.

Vuestra Señoría sabe qué difícil es desenmascarar, tal como me lo ha ordenado, total o parcialmente, las herejías demoníacas y la apostasía galesa de un alto personaje tan sospechoso como el llamado John Dee. Ella también sabe que Su Señoría el gobernador se expone cada día más a estas ignominiosas suposiciones, desgraciadamente muy bien fundadas. A pesar de todo me atrevo a enviar mediante un hombre seguro a Vuestra Señoría este informe secreto redactado en la agencia que yo asumo, a fin que Ella mida mi celo en satisfacer sus deseos y en agrandar así mis méritos para el cielo. Vuestra Señoría me ha amenazado con Su cólera, con el banco y la tortura, si no conseguía prender en mis redes el o los instigadores de las recientes impudencias del populacho contra nuestra santa religión. Le ruego encarecidamente desvíe todavía un poco Sus rayos de su pobre pero abnegado servidor, al considerar los hechos que hoy le mando, los cuales evidencian la culpabilidad de dos malvados.

Vuestra Señoría conoce muy bien la escandalosa actitud de S.S. el protector actual; también sabe cómo, por la negligencia —por no decir más— de este último, la hidra venenosa de la insubordinación, de la rebelión, de la profanación de los santos sacramentos, de las iglesias y de los claustros, puede, de manera alarmante, levantar cabeza una vez más en Inglaterra. Así pues, a fines de Diciembre del Año de Gracia 1549 bandas enteras de chusma sediciosa han aparecido en el País de Gales, como si naciesen del suelo. Se trata de bateleros desterrados, vagabundos ,y ya se les suman algunos campesinos y artesanos frenéticos. Una banda constituida al azar, sin disciplina y sin objetivo, que se ha hecho componer un pendón en el cual figura, pintado en negro, una espantosa cabeza de cuervo, análogo al símbolo secreto de los alquimistas. Es por ello por lo que se llaman a sí mismos Ravenheads.

Delante hay un feroz camorrista, de oficio maestro carnicero en Welshpool y llamado Bartlett Green. Se comporta como capitán y jefe de la banda, defiende espantosos propósitos contra Dios y el Salvador, pero especialmente profiere horribles blasfemias contra la Santísima Virgen María, diciendo que nuestra santa reinade los Cielos no es más que un doble y una copia de la Gran Diosa, o mejor del ídolo e insigne demonio que él llama «Isaís la Negra».

Si este Bartlett Green no posee naturalmente el descaro y el coraje que manifiesta en público, no se puede negar que su condenado ídolo e hija del infierno, Isaís, no le haya dotado; él habría recibido como regalo un zapato de plata que lo conduce, donde quiere, a la victoria y al triunfo. Hay que lamentar por Dios que el hombre y su banda parecen gozar en todas partes de una protección tan evidente de Beelzebuth y de sus secuaces que hasta ahora ni mosquetes, ni veneno, ni emboscada, ni refriega han conseguido causarle el menor arañazo.

Falta mencionar un segundo punto, aunque no quiera tenerlo todavía por cierto. Los golpes, las razias, los tratos con los señores malintencionados de la provincia, así como las salidas de la banda de los Ravenheads no serían dirigidos por el siniestro y repelente Bartlett. sino por un señor oculto que dispone de toda suerte de medios eficaces, dinero, cartas y consejos secretos, para acelerar los asuntos como un verdadero vicario de Satán.

Quizá habría de buscarse este mentor entre la gente de cualidad, entre los grandes personajes del reino.

¡Sucede justamente que el susodicho John Dee es de ésos!

Estos últimos días, a fin de atraer al pueblo de Gales al lado del diablo, se ha atacado al más santo de los lugares de gracia y de milagro, la tumba del santo obispo de Dunstan de Brederock. La han devastado hasta sus cimientos, saqueado, han dispersado indignamente las santas reliquias a los vientos, en una palabra, una abominable catástrofe a señalar. Esto es debido a que el pueblo creía a pies juntillas en la inviolabilidad de la tumba de San Dunstan. Según la tradición, la cólera y el rayo celeste debían pulverizar a cualquiera que osase acercarse con mano sacrílega. Es fácil imaginar con que sarcasmos y burlas este Bartlett ha ridiculizado el lugar santo y aliado a su causa un buen número de insensatos.

Aún otra noticia que en estos mismos instantes llega a mis oídos: un nómada moscovita, un raro cómplice, conocido un poco en todas partes por diversos alborotos y rumores, después de haberse encontrado con Bartlett Green en secreto, ha tenido con él varias entrevistas que no inspiran confianza.

No se le llama de otro modo que Mascee, algún apodo del que ignoro el sentido. Se le intitula: «Maestro del Zar de Rusia». Es un hombre seco y gris que ha superado en mucho la cincuentena, de un acusado tipo tártaro. En el país ha debido hacerse pasar por comerciante dedicado al tráfico de todo tipo de curiosidades y objetos raros rusos y chinos, hasta el presente día de hoy se ha dedicado a este comercio. Un buen pájaro sospechoso que nadie sabe de donde sale.

Desgraciadamente, hasta ahora no ha sido posible apoderarse del dicho maestro Mascee, visto que llega y se evapora como el humo.

Un detalle, todavía, que podría permitirnos cogerlo en el más breve espacio de tiempo: niños de Brederock habrían visto, poco después del drama, a este Moscovita irse hacia la cripta profanada de San Dunstan, introducirse entre las losas rotas, y salir con dos bolas ya limpias, una blanca y una roja, de un volumen análogo al de las pelotas de juego normales y que parecían torneadas en un marfil reluciente y precioso.

Entonces las habría contemplado con alborozo, antes de meterlas en su bolsillo y de abandonar el lugar a toda prisa. Además de esto tengo buenas razones para creer que el maestro habrá querido tomar él mismo las bolas a causa de su rareza y que bajo las apariencias de comerciante de tales curiosidades, intentará llevarlas rápidamente a su hombre. En consecuencia, he hecho proceder a una encuesta apremiante en lo que hace a dichas bolas, a pesar que no puedo suministrar ningún dato sobre el ladrón.

Me queda un último escrúpulo, y no quisiera disimularlo a Vuestra Señoría, que Dios me ha designado por confesor. Hace poco tiempo me ha caído entre las manos una correspondencia de mi superior oficial, S.S. el Gobernador. He visto en ello un signo del cielo, y secretamente la he confiscado. He encontrado en este dosier el informe de un cierto doctor, actual preceptor de Su Gracia lady Elizabeth, princesa de Inglaterra, el contenido del cual es al menos singular. Adjunto en el presente informe, en su forma original, un trozo de pergamino que creo haber sustraído del conjunto sin levantar ninguna sospecha. He aquí lo que el preceptor manda a S.S. el Señor Gobernador:

Hasta el momento de cumplir sus catorce años todo ha sido lo mejor para lady Elizabeth. Luego, de manera sorprendente, la princesa ha abandonado los hábitos que eran antes los suyos para volverse hacia ocupaciones peculiares en una mujer. En particular, boxear, trepar, pellizcar o divertirse con sus sirvientas o compañeras de juego, torturar, cortar vivos ratoncillos y ranas, ya no puede decirse que la princesa se ocupa de la plegaria y se aplica en el estudio de las santas Escrituras, se diría que el diablo y su séquito la incitan.

Además lady Ellionor, la hija de lord Huntington, de dieciséis años, se queja de tener en el pecho manchas verdes y azules, mientras la princesa desplega ardor en el juego. En la pasada Santa Gertrudis, lady Elizabeth de Inglaterra decidió una salida con sus compañeras por las landas de Uxbridge y esta tropa desordenada, sin ninguna protección, galopó hasta más allá de la landa —como si fuera una brigada infernal— sin orden ni concierto. ¡Hasta se las ha comparado con las condenadas Amazonas paganas!

Lady Ellionor, ya mencionada, informó el otro día que lady Elizabeth había visitado en el bosque de Uxbridge a una vieja bruja y había ordenado a esa vieja ramera, con una arrogancia bien principesca, informarle sobre su destino, como ya lo hizo anteriormente su noble abuela la reina Macbeth.

Lady Elizabeth, princesa de Inglaterra, obtuvo de la bruja no sólo todo tipo de sentencias, murmullos y profecías, sino también un desagradable brebaje, que haría pensar en un diabólico filtro de amor y que se habrá bebido. La bruja ha escrito sus oráculos en un pergamino; adjunto este corpus delicti, del que no puedo decir nada, sino que está escrito por la bruja, pues soy incapaz de comprender una sola palabra, a mis ojos es un maldito galimatías. Adjunto igualmente la ficha concerniente al pergamino.

Quiera Vuestra Gracia Episcopal tomar buena nota de las observaciones de su siempre solicito a servirlo y perseverante.

Firmado: )+(  Agente secreto.

El fragmento de pergamino que el agente secreto adjuntaba en 1550 en su carta a Bonner, impertinentemente apodado el «Obispo Sangriento», está redactado en los términos que a continuación se leerá; mi primo John Roger ha añadido un comentario como si se tratase, según todo parece, de una profecía de la bruja de Uxbridge a la princesa Elizabeth, más tarde reina de Inglaterra:

Fragmento de pergamino.

He hostigado a Gaea la Madre Negra.

He descendido en la hendidura más de setenta veces siete peldaños.

«¡Animo, reina Elizabeth!» ha dicho la Madre.

«¡Has bebido tu salvación!» oí gritar a la guardiana.

Él separa, él une de nuevo, mi brebaje;

Él separa la mujer del hombre.

El interior está sano, el exterior todavía está enfermo.

El todo subsiste mientras que la mitad perece.

¡Yo protejo —y yo dispongo— y yo hechizo!

Al lecho nupcial te conduzco el novio.

¡Sed Uno en la noche! Sed Uno en el día que vendrá.

¡Basta de distinguir por ilusiones el yo y el tú!

Basta de separar, uno aquí, otro allá, los que trepan la cuesta real.

En fin, el sacramento de mi elixir, hecho de Dos Uno, quien ve en la noche delante y detrás, que nunca duerme, que vela para la eternidad y los Eones para él son como los que velan un día.

¡No temas! ¡Ánimo, Elizabeth!

¡El cristal negro ha salido de su ganga! Está prometido.

Que restablecerá la corona de los Ángulos, aquella —¡Mira!—

Que se rompió en los orígenes —y después permaneció rota.

Una mitad para ti, otra para el de la espada de plata que se recrea en la colina verde.

El horno del fundidor espera, también el crisol nupcial,

¡Que el oro unido al oro

Restaure la ancestral obra maestra y la vieja corona!

Al fragmento de pergamino de la bruja se ha añadido el siguiente post-scriptum del agente secreto )+(.

Notifica sucintamente que el conductor de los Ravenheads del que se hacía alusión en la carta al obispo Bonner, «Bastlett Green», ha sido hecho preso y encarcelado. Helo aquí:

Post-scriptum: Lunes después de la resurrección de Nuestro Señor.

La gentuza de Bartlett Green ha sido masacrada; a él se le ha capturado sin la menor herida, cosa que parece increíble si tenemos en cuenta los terribles golpes que ha recibido. Este granuja, este salteador de caminos, este hereje se encuentra ahora cargado de buenas cadenas de seguridad, vigilado noche y día, de manera que ninguno de sus demonios ni incluso su Isaís la Negra, pueda sacarlo de allí. Además el exorcismo de Satán ha sido pronunciado en sus dos palmas, por tres veces, reforzándolos con signos de la cruz y de agua bendita, para asegurar su salvación…

El autor de esta carta pone en Dios la esperanza de que la profecía de San Dunstan se confirmará plenamente y que perseguirá, atormentará y castigará a los profanadores y los instigadores de la profanación
—John Dee, quizá— hasta que la muerte fatal les llegue. Amén.
Firmado: )+(Agente secreto.

El legajo, que mi ciega mano tomó después de la herencia de mi primo John Roger, contiene —descubro inmediatamente— un diario íntimo de nuestro antepasado sir John Dee. Trae, es evidente, la conclusión de la carta del agente secreto y las fechas son casi las mismas. El cuaderno anuncia:

Fragmentos del diario de John Dee de Gladhill, a partir del día en el que se festejó su nominación de Maestro.

En la fiesta de San Antonio, 1549.

Una nominación de Maestro debe comportar una enorme fiesta ante el Señor. ¡Bien! Veremos iluminarse los rostros de los mejores espíritus de Inglaterra. ¡Pero yo quiero mostrarles bien pronto quien es el maestro entre ellos!

¡Oh! ¡Maldito día! ¡Maldita noche! —No. me engaño: ¡Oh! ¡Noche de bendición! —Mi pluma chirria de manera lastimera, porque, por así decirlo, mi mano todavía está ebria, ¡sí, ebria!— Pero ¿mi espíritu? ¡Claro y diáfano! Y una vez más: ¡a la cama, cerdo! ¡No desciendas por debajo de ti mismo!— Un hecho es más resplandeciente que el sol: yo soy el maestro del futuro. Veo en una continuación sin fin ¡reyes! ¡Reyes sentados en el trono de Engelland!

Mi cabeza se torna lúcida. Pero tengo el sentimiento de que va a estallar, mientras pienso en la noche última y de lo que me ha colmado. Conviene reflexionar y proceder con un informe exacto. De casa de Guilford Talbot donde tuvo lugar la fiesta, un sirviente me ha conducido a mi casa. Dios sabe cómo. Al menos no sería la más aspaventada cocción que se haya tomado desde la fundación de Inglaterra, yo… Bien.

Baste decir que estaba tan borracho, que Noé en su vida no pudo estarlo más. La noche era tibia y lluviosa, lo que, para empezar, favorecía la acción del vino. He debido caerme cada cuatro pasos como lo atestiguan mis manchadas vestiduras.

Cuando me encontré en mi dormitorio, envié el sirviente al diablo, diciendo que no quería ser tratado como un niño en el momento en que debía combatir los demonios del vino y despojarme de mis vestiduras para acostarme, al igual que anteriormente hizo el viejo Noé.

En una palabra, intenté desnudarme solo. Lo conseguí y me abalancé ferozmente sobre el espejo. Entonces vi gesticular ante mí el más miserable, el más lastimoso, el más abyecto de los rostros: un bribón de alta pero huidiza frente, sobre la que, además, caían algunos raros mechones morenos, como para subrayar la irrupción de los más bajos instintos fuera de un cerebro degenerado. Los ojos azules pequeños, insolentes, que en lugar de expresar dignidad, transpiraban los vapores del vino. Una boca larga, abierta, como la de un sucio chivo, donde hubiérase debido esperar los finos labios, moldeados por el mando, de un descendiente de Roderick; un grueso cuello, hombros caídos, en una palabra ¡una buena caricatura, una abominación de Dee,
de Gladhill!

Una rabia fría me embargó; me enderecé bien recto y aullé contra el individuo del cristal:

—¡Cerdo! ¿Quién eres? Cachivache embadurnado de arriba a abajo por el barro de los caminos, ¿no tienes vergüenza de ofrecerte a mis ojos? No has oído el precepto: «¡Qué sean dioses!» Mírame: ¿tienes el más mínimo parecido conmigo, el descendiente de Hoël Dhat? ¡No, especie de fantasma nocturno, malogrado, encorvado y sucio de un joven noble! ¡Especie de espantajo de gorrión desinchado, alias magister liberarum artium*! ¡Ya no podrás burlarte de mi figura por mucho más tiempo! ¡Vas a caer ante mí en mil pedazos al mismo tiempo que este espejo!

*. En latín en el texto: maestro en artes liberales. (N. del T.).

Y levanté el brazo para golpear. También él lo levantó, con un aire compasivo, al menos así me lo pareció a través de los vapores de la embriaguez.

Una repentina y profunda piedad hacia mi compañero del espejo me embargó, y continué:

—John, si todavía así mereces ser llamado, ¡puerco! ¡John, te conjuro por el Hoyo de San Patricio, vuelve en ti! ¡Debes reformarte, debes renacer en espíritu si has de conservar mi amistad! ¡Levántate, condenado bergante…!

Y al instante la imagen del espejo tuvo un movimiento de orgullo, el cual, es cierto, considerándolo a sangre fría, venía de mí; pero en mi estado de embriaguez, tomé el pulso repentino del personaje por una decisión de mejorarse y proseguí colmado de emoción:

—Al menos vés, miserable hermano, que no puedes continuar así. Y me alegro, querido, de verte aspirar al renacimiento en espíritu; en efecto…

Y las lágrimas de la piedad más profunda surgieron de mis ojos.

—En efecto, ¿qué otra cosa podía esperarse de ti?

Mi interlocutor del espejo también derramaba abundantes lágrimas, lo que en mi inconcebible locura, afianzó en mí la idea de que había pronunciado palabras fabulosamente importantes, y exhortaba así a mi pecador arrepentido:

—Es un favor del cielo hacia ti, mi hermano caído, me hayas mostrado hoy tu miseria, cara a cara.

Despiértate al fin y haz todo lo que puedas, pues yo te digo, sin considerar tu futuro, yo… —Un enorme hipo, seguido de náuseas, debido al vino del que estaba lleno hasta el cogote, me privó del uso de la voz. Entonces —¡oh glacial escalofrío!— me llegó la voz de mi interlocutor, dulce y regular, pero como transmitida a través de un largo tubo:

—No tendré reposo ni descanso hasta que no haya conquistado las costas de Groenlandia detrás de las cuales luce la luz boreal, hasta que no haya puesto el pie en Groenlandia y sometido Groenlandia bajo mi poder. A quien le es dado Groenlandia en feudo, a éste le pertenece el imperio de más allá del océano y la corona de Engelland.

Luego la voz se calló.

Cómo he llegado a mi cama, con tal borrachera, no lo sé. Era presa de vertiginosos pensamientos que no podía impedir y que me cruzaban casi sin tocarme.

Me sumergían y sin embargo los controlaba.

Del cristal del espejo salía un rayo, como si constituyese el hogar de todos esos torbellinos de pensamientos, ¡estrellas fugaces! Este rayo me tocó y tocó detrás de mí, en la trayectoria de lo que vendrá, todos mis descendientes. ¡Una causa era echada al mundo por los siglos! Con una mano titubeante, anotaba algunas palabras en mi diario. Luego, en el curso de mi sueño, fui admitido a contemplar el largo linaje de reyes salidos de mi sangre y misteriosamente enterrados en mí.

Hoy sé cuándo seré rey de Inglaterra, y ¿qué obstáculo me impedirá realizar esta sorprendente apoteosis sobrenatural y sin embargo prometida a mi espíritu? ¡Cuando sea rey de Inglaterra, mis hijos, mis nietos, los hijos de mis nietos se sentarán en el trono que yo habré conquistado! ¡Bien! ¡He aquí mi salvación! ¡Por el estandarte de San Jorge! ¡También yo veo el camino, yo, John Dee!

En la fiesta de San Pablo, 1549

He reflexionado largamente en las vías de acceso a la corona.

Grey, Boleyn son nombres de mi árbol genealógico. Soy de sangre real. Eduardo, el rey, está enfermo. Bien pronto terminará de escupir sus pulmones. El trono es herencia compartida de dos mujeres. ¡El dedo de Dios! ¿María? Entre las manos de los papistas. Estoy a matar con los curas, ¡desde siempre! Pero sobre todo, María tiene en su pecho el mismo gusano envenenado que su hermano Eduardo. Tose. ¡Puaj! Que se vaya al diablo. Tiene las manos frías y húmedas.

Así pues, asunto concluido con Dios y el destino: ¡Elizabeth! Su estrella sube, a pesar de las trampas tendidas por el Anticristo.

¿Qué ha sucedido hasta ahora? Nos hemos conocido. Dos encuentros en Richmond. Uno en Londres. En Richmond. para cogerle un nenúfar he echado a perder mis zapatos y mis medias en la ciénaga.

En Londres, a pesar de todo, he atrapado una cinta de su cintura, me lo ha agradecido con una bofetada en pleno rostro. Suficiente para un primer contacto, pensé yo.

He despachado a Richmond mensajeros seguros. Hay que encontrar una ocasión.

Buenas noticias referentes a las ideas y disposiciones de lady Elizabeth. Se ha cansado de los maestros y busca la aventura. ¡Si tan sólo supiera dónde encontrar a Mascee el Moscovita!

Hoy me llega de Holanda un mapa de Groenlandia dibujado por mi amigo y maestro en cartografía:

Georges Mércalo.

En la fiesta de Santa Dorotea.

De repente hoy, Mascee, aparece en el umbral de mi puerta. Me ha preguntado si necesitaba algo. Tiene unas nuevas curiosas piezas de Asia. No poco ha dejado de sorprenderme su visita pues bien recientemente he intentado informarme de él sin ningún resultado. También me ha jurado que nadie le había visto llegar. Su presencia en mi casa, en las circunstancias actuales, no es ningún chiste. Puede costarme la cabeza. El obispo Bonner tiene ojos en todas partes.

Me ha mostrado dos bolas de marfil, una roja y otra blanca constituidas por dos hemisferios atornillados uno a otro. No hay nada particular en el interior. Se las he comprado tanto por impaciencia como para ponerlo de buen humor. Me ha prometido hacer todo lo que le sea posible. Le he pedido un poderoso filtro mágico que otorgue amor y felicidad al que abastezca la carga encantadora. Me ha dicho que él no podía prepararlo pero que podía conseguírmelo. Ello me es indiferente. La vía más corta. Rápido a la meta. En cuanto a las bolas de marfil, me he puesto a zurrarlas por una especie de capricho. De pronto, es absurdo, me han dado miedo y las he tirado por la ventana.

Mascee el maestro del «Zar» me ha pedido para la confección del filtro cabellos, sangre, saliva, y… ¡Puaj! Ahora ya tiene lo que necesita. Asqueroso, ¡pero si sólo eso podía llevarme a la meta!

En la fiesta de Santa Gertrudis, 1549

Hoy me sucede que de ningún modo puedo apartarme de singulares pensamientos amorosos por lady Elizabeth. Esto es lo que hay de nuevo. En verdad, hasta el presente era totalmente indiferente a mi corazón. Ahora debo conformarme en la profecía del espejo. Ciertamente, no había ningún engaño en el interior. El fuego inaudito encendido por el suceso me devora el alma, tan alegre como su mañana.

Pero hoy todos mis pensamientos dan vueltas. Por San Jorge, escribía abajo de esta página: ¡…por mi prometida! ¡¡¡Elizabeth!!!

¿Qué sabe ella de mí? Casi nada. Eventualmente que me mojé los pies pescando los nenúfares, quizá que poseo una bofetada de su mano.

Nada más.

¿Y qué sé yo de lady Elizabeth?

Es una niña extraña. Dura y tierna a la vez. Directa y franca, pero cerrada como un libro viejo. Sueño con su libertad de modales, con sus camareras y sus compañeras. Tengo un poco la impresión de encontrarme delante de un tunante vestido de muchacha que haría falta corregir.

Pero la osadía y el poder de su mirada me placen. Si no me equivoco pisa de buena gana los cuernos de ciertos miembros eclesiásticos y no manifiesta gran respeto a nadie.

Pero es capaz, cuando quiere, de mendigar como una gata. ¿Me habría, si no, enlodado en la marisma?

Y la bofetada no tenía nada de benigna, sino la acariciadora dulzura de una pata de gato con todas sus uñas extendidas.

In sumiría*, como dice la lógica, ¡es real!

*. En latín en el texto: en resumen. (N. del T.)

No, no es una vil pieza la que acecho, y hoy este pensamiento me mantiene animado.

Mascee ha desaparecido de nuevo.

Un hombre de confianza me informa hoy del paseo a caballo de la princesa el día de Santa Gertrudis.

Día milagroso también para mí. La princesa cabalgaba por el bosque de Uxbridge y el maestro Mascee le ha indicado, pues ella se había perdido, el camino de la guarida de la madre Brigitte en la landa.

¡Elizabeth ha bebido el filtro del amor! La bendición del cielo está con nosotros. Lady Ellionor de Huntington bien daría su salvación eterna para demoler el matrimonio. ¿No intentó, con su inconveniente arrogancia, hacer caer la copa de la mano de la princesa? Pero falló su golpe.

Odio esta orgullosa Ellionor de corazón frío.

Por encima de todo ardo de deseos de irme a Richmond. Tan pronto estén arreglados algunos asuntos, rotos ciertos compromisos, encontraré el pretexto.

Así pues, ¡hasta pronto Elizabeth!

En la fiesta de los Siete Dolores.

Estoy preocupado. Los últimos asuntos de los Ravenheads me desagradan en sumo grado.

En la fiesta de San Quirico.

No llego a explicarme la endeblez de S.S. el gobernador de Gales. ¿Por qué no hace nada para proteger, o al

menos reemplazar a los Ravenheads?

El movimiento evangélico toca a su fin. ¿El lord protector traiciona a sus partidarios?

Quizá he sido un imbécil. No sirve de nada hacer causa común con la gentuza. Si no arrasáis con un solo golpe, la inmundicia se engancha a vuestra medias.

No. No merezco ninguna censura. Las noticias que tengo del campo reformado son seguras. No hay ningún medio posible para ellos de recular.

El lord protector —(aquí la hoja ha sido desgarrada)— para la conquista de Groenlandia. ¿Para qué me encarnizaré en buscar otra tropa de marinos capaces de todo y de jornaleros despedidos cuándo se imponga esta poderosa expedición al norte de Irlanda?

¡Obedezco a mi estrella! Perderse en cogitaciones inútiles no lleva a nada.

En la fiesta del Jueves Santo.

¡Esta condenada angustia! Aquí las cosas se vuelven día a día más inquietantes. Verdaderamente si un hombre pudiera desprenderse de todo tipo de miedo y de inquietudes secretas que se albergan en su conciencia, creo que estaría bien a punto para ser un taumaturgo. Y todavía sin noticias del «maestro del zar», ni noticias de Londres.

Los últimos donativos a la caja de guerra de Bartlett Green —¡ojalá no hubiera oído ese nombre en mi vida!— han agotado mis recursos y todavía más. ¡Sin un apoyo de Londres no podré continuar! Hoy conozco la más insolente incursión operada por este Bartlett en un nido de papistas. ¡El diablo puede haberlo modelado y acorazado pero a su gente todavía no! ¡Una empresa absurda! Si resulta vencedor, María la tísica no reinará. Así pues, Elizabeth, ¡vuelo hacia ti!

Viernes santo.

¿El cerdo de detrás del espejo se despertará? ¿El borracho me mira todavía con sus ojos esparrancados?

¿De qué estás ebria, alma vil?

¿De borgoña?

¡No, confiésalo, lastimoso harapo, estás ebrio de angustia! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Tenía el presentimiento!

Es el fin de los Ravenheads. Se les ha cercenado.

El gobernador, le escupo en el rostro, le escupo entre los dientes, Su Señoría.

¡Repórtate, sé un hombre! A pesar de todos, los Ravenheads obedecerán a mi puño. Ravenheads, hijos míos, ¡hurra! ¡hurra!

¡Adelante, viejo Johnny, adelante!

¡Adelante!

Día de Pascua 1549.


¿Qué haré ahora…?

Esta tarde estaba sentado, a punto de estudiar el mapa de Mercator, cuando la puerta de mi habitación se abrió y un desconocido entró.

Ningún signo distintivo, ninguna arma, ningún indicio me permitía identificarlo. Se dirigió a mí y me dijo:

—John Dee: ha llegado el momento de batirse en retirada. El país es malsano para ti. Todos tus caminos están cerrados por tus enemigos. Tu meta te ha hecho perder la cabeza. Sólo te queda abierta una vía; pasa el mar.

El hombre se fue sin saludar, yo me quedé sentado, petrificado.

Finalmente me levanté, salí al corredor, bajé la escalera: ningún signo de mi tan poco ardiente visitante.

Pregunté al portero: «¿Bellaco, a quién has introducido en mi casa en hora semejante?»

El portero me respondió:

—¡Nadie que yo sepa, mi señor!

Entré de nuevo en la casa sin decir palabra, y permanecí ahí, sentado, perdido en mis pensamientos.

Lunes después de la santa fiesta de la Resurrección de Nuestro Señor.

No puedo decidirme a huir. ¿Pasar el mar? Esto significa: adiós Inglaterra, adiós a mis planes, mis esperanzas y desde luego diría ¡adiós Elizabeth!

La advertencia era buena. Sé que los Ravenheads han traído la desgracia. ¡La profanación de la tumba de Dunstant ha desencadenado el desastre!, dirán los católicos. ¿Causará mi perdición?

¿Y cómo sería ello posible? ¡Tengamos coraje! ¡A quién se le ocurrirá decir que he conspirado con bandidos, yo, el barón John Dee de Gladhill!

Lo confieso, fue una imprudencia, una necedad por mi parte. ¡Ya no temas, Johnny! ¡Estoy sentado en mi refugio, cultivo las letras, soy un honorable gentilhombre y un sabio!

No me desembarazo de mis dudas. ¿Cuántas monedas comporta todavía el equipamiento del ángel «Temor»?

¿No valdría más abandonar por un tiempo el país?

¡Que maldición, estar desprovisto de mis últimos subsidios! Sin embargo, si me dirigiera a Guilford me prestaría.

¡De acuerdo! Mañana por la mañana…

¿Por el amor de Dios y de todos los santos, qué sucede ahí fuera? ¿Qué significa ese chischás de armas delante de la puerta? ¿No es la voz del capitán Perkins que da órdenes, el capitán Perkins, de la policía del Obispo Sangriento?

Aprieto los dientes: me obligo a escribir hasta el último minuto. Golpean mi puerta con mazas. La calma vuelve, esta puerta no es tan fácil de hundir, y quiero, quiero, debo escribir hasta el fin.

Sigue una nota de la mano de mi primo John Roger mencionando que nuestro antepasado Dee fue arrestado por el capitán Perkins, tal como se infiere del documento original adjunto, cuyos términos son:

Carta original del capitán Perkins de la policía episcopal a Su Señoría el obispo Bonner en Londres, relativa a la denuncia y a la entrega a las autoridades de John Dee.

Fecha ilegible.

Es para informar a Vuestra Señoría, que hemos detenido a sir John Dee, buscado por la policía en su casa de Deestone. Lo hemos sorprendido ante un tintero abierto y una pluma de oca húmeda, inclinado sobre un mapa geográfico. Pero no hemos encontrado ningún escrito.

El traslado a Londres ha tenido lugar por la noche.

He puesto el detenido en la celda interior n.° 37, que es la más sólida y la más segura de la Torre. Creo así haber prevenido toda posibilidad de contacto entre el prisionero y sus cómplices, que son numerosos, influyentes y difíciles de desenmascarar. Pero por si acaso digo que su número de calabozo es el 73 en lugar del 37, ya que el poder de ciertos amigos del prisionero llega muy lejos. Tampoco se puede confiar absolutamente en el carcelero, visto la codicia de este tipo de gente y la cantidad de dinero que distribuyen los herejes.

La connivencia de John Dee con la infame banda de los Ravenheads ya está por así decirlo establecida y las preguntas en el potro acabarán por desvelar bien pronto el resto.

El Obediente servidor de V.S. GUY PERKINS, m.p. capitán.

El Hoyo de San Patricio

Mientras terminaba de leer estas últimas palabras en el diario de John Dee, un estridente timbrazo sonó en la puerta de la calle. Abro. Un muchacho me da una carta de parte de Lipotine. No me gusta ser interrumpido en mi trabajo, y puesto de mal humor, falto a una costumbre nacional: ¡olvido la propina! ¿Cómo solucionarlo ahora? Son tan raras las ocasiones en que Lipotine me dirige comunicados a través de un mensajero y éste nunca es el mismo. Lipotine debe tener entre los jóvenes de la ciudad innumerables amigos serviciales.

Veamos la nota. Lipotine me escribe:

1,° de mayo. San Socius.

Michel Arangelovitch os agradece por el médico. Se siente aliviado.

A propósito, lo había olvidado: os pide que orientéis con la mayor precisión el arca de plata siguiendo el meridiano del lugar, de manera que las líneas onduladas que componen el motivo chino cincelado en la tapa le sean paralelas.

El por qué de esta precaución no sabría decírselo, pues Michel Arangelovitch ha sido presa de un nuevo ataque de hemolisis en el momento en el que me daba esta comisión para usted y ya no he podido interrogarlo más.

Parece ser que la vieja arca de plata desea verse situada paralelamente al meridiano y que es en esta posición donde se encuentra mejor. ¡Dadle tanto como podáis este placer! Esto puede pareceres un sueño absurdo, excusadle, pero cuando se ha, como yo, pasado toda la vida en intimidad con viejas cosas desusadas, se conoce un poco sus hábitos y se adquiere esa habilidad que permite responder a las secretas plegarias de estos objetos hipocondríacos y maniáticos. Nosotros los rusos somos sensibles a estos matices.

¿Pensáis que ni la Rusia actual ni nuestra antigua Rusia han dado lugar a manifestaciones tan delicadas? Ciertamente, es un hecho notorio: los hombres desprecian los valores del alma y les parece natural maltratarlas. Pero las bellas y viejas cosas son sensibles.

No ignoréis por lo demás que la susodicha banda de líneas onduladas de estilo chino del arca de Toula representa el viejo símbolo taoísta del Indefinido, incluso en ciertos casos de la eternidad. Nota totalmente
personal.

Vuestro servidor LIPOTINE.

Tiré la carta a la papelera.

Hum, el «regalo» del agonizante barón Stroganof toma ante mis ojos un aspecto temible. Me veo forzado a ir a buscar mi brújula y determinar en detalle las exactas coordenadas del meridiano: naturalmente mi escritorio está al sesgo. ¡Este vigoroso mueble, por venerable que sea, nunca ha reivindicado nada ni ha llegado a exigir su orientación conforme el meridiano, bajo la pretensión de su buena salud!

¡Qué secreta usurpación cometemos respecto a todo lo que nos viene de Oriente! He orientado correctamente el arca de Toula. ¡Todavía hay locos —yo por ejemplo— para mantener que los hombres son dueños de su voluntad! ¿Pero cuál es el fruto de mis buenas disposiciones? Todo lo que hay sobre mi escritorio, mi mismo escritorio, toda la habitación, incluyendo el orden familiar que le es propio, todo me salta a los ojos, desde ahora todo está al sesgo. ¡Este honorable meridiano parece dar el tono a mi situación!

Él o el arca. ¡Todo se encuentra situado, puesto y enganchado al sesgo, al sesgo a causa de este condenado producto de Asia! Paseo mi mirada del escritorio a la ventana, ¿y qué veo? Dentro y fuera, todo está «al sesgo».

Esto no durará mucho; el desorden me pone nervioso. O esta arca desaparece de mi mesa, o… ¡Por el amor de Dios! ¡No puedo trastocar toda mi casa en función de este objeto y de su meridiano! Me siento, miro fijamente este Kobold de Toula y suspiro: es esto —¡por el Hoyo de San Patricio!— y no otra cosa: el arca está «en el orden», está «orientado»; mi escritorio, mi habitación, toda mi existencia, van al azar, no corresponden a una orientación deliberada, y ¡no lo sabía hasta hoy mismo! ¡Es un pensamiento desagradable!

Para escapar a la creciente obsesión de tener que, como un estratega, pensar en la reorganización de todos mis muebles a partir del escritorio y orientarlos de una manera nueva, me precipito a los papeles de Roger.

Me viene a la mano una hoja de notas, de su altiva escritura, titulada arriba:

El Hoyo de san Patricio.

¿Qué sucede en mi alma para que haya puesto en mis labios, en el momento preciso, este juramento que hasta hoy mismo me era totalmente desconocido? Lo tenía en la punta de la lengua. ¡Sin que tuviera la menor suposición de su origen! ¡Un momento! Todo se esclarece de pronto— hojeo de prisa hacia atrás el manuscrito que tengo ante mí—esto se halla en el diario de John Dee: «¡John, yo te conjuro por el Hoyo de san Patricio, vuelve en ti! Has de ser mejor, has de renacer en espíritu, si quieres conservar mi amistad», grita el joven señor a su doble del espejo, «¡por el Hoyo de san Patricio, vuelve en ti!».

Extraño. Muy extraño. ¿Acaso seré la réplica de John Dee? ¿O bien soy mi propio reflejo y me contemplo a mí mismo al amparo del descuido, de la suciedad y de una nube de humo? ¿Ya se vive en estado de embriaguez cuando, cuando se vive en una casa no orientada según el meridiano? ¡Y ahora me pongo a soñar y a divagar en pleno día! ¡El olor de moho del montón de documentos me sube a la cabeza! ¿Qué hay en relación a este Hoyo de San Patricio? Atrapo en el legajo —con una especie de escalofrío— la hoja que me informará. Relata una vieja leyenda:

El santo obispo Patricio, antes de abandonar Escocia por Irlanda, escaló una montaña para ayunar y rezar.

Miró en la lejanía y vio que el país hervía de serpientes y reptiles venenosos. Levantó su vara y amenazó con tal premura a esa laya que desapareció babeando y silbando. Allí arriba llegaron las gentes del lugar para burlarse de él. Él habló para oídos sordos e imploró a Dios un signo que espantase esos hombres, y golpeó con su vara la roca sobre la que estaban. La roca se abrió formando un hoyo redondo del que se escaparon fuego y humo. Y la sima se abrió hasta el corazón de la tierra, y los clamores de blasfemia, que son el Hosannah de los Condenados, subieron y se esparcieron fuera del hoyo. Los habitantes se horrorizaron, pues vieron sin engaño, que san Patricio había abierto el infierno para ellos.

Y san Patricio habló: quien entra ahí, dice, no ha de buscar penitencia, ya no tiene necesidad de nada. Será constituido de oro macizo y fundirá como glucosa, de una mañana a la otra. Numerosos son los que entran, raros son los que vuelven. Pues el fuego del destino sublima o devora a cada uno según su naturaleza.

Este es el Hoyo de san Patricio; todos pueden saber lo que hay en el vientre y ver si es capaz de sufrir el bautismo del Diablo para acceder a la vida eterna. Pero todavía hoy corre el rumor entre el pueblo que el hoyo permanece siempre abierto; sin embargo, sólo lo puede ver un candidato erguido y designado para esta experiencia, nacido el l.° de Mayo, de una bruja o de una puta. Y cuando el disco negro de la luna nueva pasa sobre la vertical del hoyo, entonces suben hacia él las imprecaciones, arrancadas del corazón de la tierra, de los condenados, la ferviente súplica del mundo infernal que se invierte; caen sobre el lugar como una lluvia fina y tan pronto como tocan tierra se cambian en espectros de gatos negros.

* * *

¡Meridiano, me repito, banda ondulada! ¡Símbolo chino de la eternidad! ¡El Hoyo de san Patricio! ¡La advertencia de mi antepasado John Dee a su compañero del espejo en el caso de que quisiera mantener su amistad! Y «numerosos son lo que entran y raros los que vuelven.» ¡Gatos negros fantasmas! Todo ello da vueltas en mi pensamiento aterrorizado y engendra en mi cabeza un torbellino insensato de representaciones y aspectos. Sin embargo, un estado de espíritu muy agudo y doloroso, parpadea para abrirse paso como un rayo de sol detrás de una nube galopante. Pero siento que para condensar este estado hasta el momento de la fórmula debo tomar conciencia de mi embotamiento y sacudirlo.

* * *

Así pues, en el nombre de Dios, está decidido, mañana «orientaré» mi habitación «según el meridiano», ya que debe ser así, y por fin encontraré la calma.

¡Un bonito trajín en perspectiva! ¡Condenada arca de Toula!

* * *

Vuelvo a mis hojas. Tengo ante mí un pequeño volumen encuadernado en tafilete verde. La encuademación data más o menos de finales del XVII. La escritura del texto debe ser la del mismo John Dee; la forma de las letras, la grafía responden a la del diario. El pequeño volumen muestra señales de fuego y algunas páginas están completamente destruidas.

En la página de portada encuentro una observación redactada con minúsculos caracteres y por una mano extraña. Bien conciso:

«A quemar cuando Isaís la Negra esté al acecho de la luna menguante. ¡Para la salvación de tu alma, quema!»

Supongo que un desconocido propietario del volumen ha debido seguir este consejo al pie de la letra. Quizá ha contemplado «Isaís la Negra» inclinada en el balcón de la luna menguante y de golpe lo ha tirado tal cual en el fuego para desembarazarse de él. ¿Quién, quién puede haberlo retirado antes de que se haya carbonizado enteramente? ¿Quién ha sido el que se ha quemado los dedos con esta finalidad?

Ningún signo, ninguna nota lo precisa.

La advertencia misma seguro que no es de la mano de John Dee. Debe haberla escrito un hereje después de una experiencia fastidiosa.

Los fragmentos legibles del tafilete verde están acompañados de esta nota de Roger:

«Libro de notas de John Dee, fechado del 1553, así pues, tres o cuatro años más tarde que el Diario.»

El zapato de plata de Bartlett Green.

Este relato, después de innumerables días de tribulaciones está redactado por mí, maestro John Dee, que anteriormente me conduje como un pobre fantoche y un marmitón demasiado curioso, ante mi propio espejo y mi propia memoria, y pudiera esta saludable advertencia grabarse en el espíritu de todos los de mi sangre que vendrán después de mí. Deberán llevar la corona calentada al blanco, hoy lo sé con más certeza que nunca. Con todo la corona les hará morder el polvo como yo lo he mordido, si se complacen en la frivolidad y la presunción, si no ven el enemigo que los acecha rastreramente, hora a hora y busca cómo devorarlos.

Cuanto más alta la Corona más feroz la irrisión del infierno.

Sigue el relato de lo que me ha sucedido, por la gracia de Dios al día siguiente del santo día de Pascua de finales de abril de 1549:

Por la tarde de ese día, mientras mis inquietudes y mis dudas sobre mi destino llegaban a su punto más álgido, el capitán Perkins y los hombres armados del Obispo Sangriento, como correctamente se ha apodado a este monstruo de forma humana que hacía estragos en Londres bajo los rasgos del obispo Bonner, se abrieron paso hasta mí y me detuvieron en nombre del rey, ¡en nombre de Eduardo, el niño tísico! Mi amargo reír aumentó el enojo de los esbirros que me condujeron con malos modos.

Conseguí, antes de la estrepitosa entrada del coco, hacer desaparecer las hojas que acaba de llenar con mis reflexiones y disimularlas en el seguro escondrijo de la muralla, donde, por suerte, ya se encontraba al abrigo de las sospechas todo lo que, en esas horas tormentosas, podría haberme traicionado. Por suerte también había tirado ya hacía mucho las bolas de marfil de Mascee por la ventana, lo que después no me fue un pequeño consuelo, cuando, en el transcurso de la noche, oí al capitán episcopal Perkins preguntarse pesadamente por ciertas bolas que tenía especial consigna de buscar. Las cosas, en lo que concierne a las «curiosidades asiáticas» han debido presentarse bajo un aspecto singular, y eso me mostró que no se podía fiar plenamente en el maestro del zar.

La noche era pesada; una rápida cabalgada junto a una escolta muy ruda nos permitió llegar a Warwick al amanecer. Inútil describir las etapas del día en habitaciones enrejadas o torreones. Finalmente, al caer la noche en la vigilia del 1° de mayo, llegamos a Londres y el capitán Perkins me puso en una celda semisubterránea. Todas estas y otras precauciones, tomadas a mi alrededor, me permitieron darme cuenta que se esforzaban en mantener mi traslado en el más absoluto secreto, con el temor constante de una emboscada intentada para mi liberación. Me preguntaba, en ese tiempo, de qué lado habría podido venir.

El capitán en persona me introdujo en la mazmorra; y cuando los cerrojos fueron echados desde el exterior con un ruido herrumbroso, me encontré de pronto pasablemente embrutecido, en un silencio y una oscuridad profunda, y mi paso a tientas resbaló en un barro fofo.

Nunca hubiera podido imaginar que algunos minutos en una cárcel pudieran despertar en un corazón humano un sentimiento de abandono tan total. Nunca en mi vida había oído ese débil zumbido de la sangre en la oreja que me invadía a cada instante como la tumultuosa resaca de un mar de soledad.

De repente me heló el sonido de una voz firme y burlona que parecía venir a mi encuentro desde el muro invisible, como un saludo de la horrible oscuridad:

«¡Bendita sea tu llegada, maestro Dee! ¡Bienvenido al oscuro reino de los dioses infernales! ¡Así tropieces en el umbral, señor de Gladhill!»

Una risa lacerante siguió este diluvio de sarcasmos, acompañada a fuera por el murmullo lejano de una tormenta que de repente estalló con tanta violencia como para ensordecer y engullir esta siniestra risa en su crepitante algazara.

En el mismo instante, un rayo rasgó la oscuridad de la mazmorra y lo que vi, en el resplandor azufrado del fuego celeste, me traspasó como una aguja helada desde la coronilla hasta el hueso sacro: no estaba sólo en el calabozo; en el muro de piedra tallada, enfrente de la puerta por la cual había sido echado, había colgado un hombre, cargado de pesadas cadenas, los brazos y las piernas separadas en la posición de la cruz de san Patricio.

¿Estaba realmente colgado ahí? Le había visto el tiempo de una pulsación al resplandor del relámpago. Y rápidamente se lo había tragado la oscuridad. ¿No era una simple ilusión? En un abrir y cerrar de ojos había visto llamear ante mí esta terrorífica imagen, como si nunca hubiera tenido realidad fuera de mí, como si hubiera salido de mi cerebro para tomar posesión de mi alma sin tener sustancia corporal. ¿Cómo un hombre vivo, dislocado por este abominable suplicio de la cruz, podía tener esos imperturbables y burlones propósitos, risa de ese reír sarcástico? Hubo un segundo asalto de relámpagos; fueron tan seguidos y rápidos que sus ondas palpitantes iluminaron la bóveda con una luz falsa. Verdaderamente, Dios justo, un hombre estaba ahí colgado, no había duda: tenía el aspecto de un gallo, el rostro casi cubierto de mechones rojizos, la boca ancha, por así decirlo, sin labios, entreabriéndose por encima de una barba roja y enzarzada, presta a dejar escapar una nueva risa. Su expresión no mostraba el menor s
ufrimiento, a pesar del suplicio de los anillos que apretaban sus manos y sus pies. Sólo pude balbucear estas palabras dirigidas a él: «¿Quién eres tú, ése, el del muro?» Un trueno me interrumpió. «Ya habrías debido reconocerme en la oscuridad, joven señor», me respondió una voz clara y burlona. «¡Quien ha prestado dinero, se dice, reconoce a un deudor por el olor!»

El frío del espanto me cruzó. «¿Quieres decir que tú eres…?»

«¡Pues claro! Soy Bartlett Green, cuervo de los maestros cuervos, protector de los impíos de Brederock, este triunfador que ha hecho cerrar la boca al mismo San Dunstan y que aquí cumple ahora las funciones del hospedero con insignia de frías cadenas y del buen fuego de leña para viajeros perdidos a altas horas de la noche tales como tú, alto y poderoso protector de los Reformados por la cabeza y los miembros.»

Una risa salvaje que hizo estremecer el cuerpo del crucificado, sin que él experimentara, lo que parece milagroso, el menor dolor, concluyó ese espantoso discurso.

«Entonces estoy perdido», balbuceé para mí mismo y me desplomé sobre un pequeño taburete de madera carcomida que acababa de apercibir.

La tormenta había llegado al paroxismo de su violencia, ninguna conversación era posible en medio de ese cielo desencadenado, pero no me hallaba en estado de poder hablar más. Veía ante mis ojos mi muerte ineludible, y no una muerte dulce y rápida, pues debía saberse abiertamente que era yo quien movía los hilos de los Ravenheads. No conocía mucho de los métodos que el Obispo Sangriento, sólo lo que se comentaba, juzgaba necesarios «para preparar a sus víctimas, según sus disposiciones al arrepentimiento, a ver el paraíso de lejos».

Una loca angustia me cerraba la garganta. No era la aprehensión de una muerte rápida y caballerosa, ¡era el indecible y corrosivo terror de las repugnantes manipulaciones del verdugo, del problemático potro, invisible, exalando sus vapores de sangre! La angustia del sufrimiento que precede a la muerte es lo que enreda a los seres en los hilos de la vida terrestre: si este sufrimiento fuera suprimido, el temor desaparecería igualmente de este mundo.

La tormenta estaba en pleno auge, pero yo no la oía. A veces, del muro que estaba frente a mí salía ungrito, una risa ruidosa, tan cercana en la oscuridad, que me golpeaba en la oreja; no le prestaba atención. Me había abandonado a mi pánico, a mis dementes esfuerzos para no pensar más que en mi liberación.

No recé ni un minuto.

Cuando la tormenta, al cabo de una hora quizá, no lo sé bien, se calmaba, mis pensamientos también tomaron un cauce más sereno, más ordenado, más lúcido. Una primera certidumbre fue constatar que estaba a merced de Bartlett Green, admitiendo que todavía no me hubiera traicionado. Mi salvación más inmediata estaba supeditada a sus palabras o a su silencio, y sólo a eso.

Resolví pues considerar con una precavida tranquilidad la posibilidad de conducir a Bartlett a mis puntos de vista y de persuadirlo a que se calle puesto que ya no tiene nada que ganar ni nada que perder, y al mismo tiempo temblaba al ver la espantosa coyuntura en la que me hallaba, al ver mis proyectos, mis esperanzas y mi inteligencia derrumbarse unos sobre otros, bajo el empuje de un horror insuperable.

Bartlett Green imprimió a su gigantesco cuerpo un lento balanceo, como si quisiera danzar entre los grillos que aprisionaban sus articulaciones. Estos balanceos se fueron haciendo más y más fuertes y ligeros; se hubiera dicho, en la siniestra claridad de ese amanecer de mayo, que el bandido crucificado disfrutaba del mismo placer que si se hallara oscilando en una hamaca entre dos jóvenes abedules, esto después que sus tendones y sus huesos crujieran más y mejor, como si hubieran sido sometidos al esfuerzo de cien potros.

Entonces se puso a cantar a todo pulmón, sin embargo su canto se convertía en el clamor de un grito escocés adaptado a las intenciones de su grosero embrujo:

¡Hurra! ¡Que tibio es el aire

Después del tiempo de la muda, en mayo!

¡Hurra!

¡Maulla gata mía! ¡Maulla gato mío!

Preparaos para seguir el rastro

¡Hurra!

¡Hurra! ¡En el césped florece la violeta

Después del tiempo de la muda, en mayo!

¡Hurra!

El año pasado os escaldaron el vientre

Cuando el gran concierto de gatos

¡Hurra!

¡Hurra! ¡El estornino canta en la rama

Después del tiempo de la muda, en mayo!

¡Hurra!

En el más alto mástil, balanceándonos, cantamos

¡Oh, Madre Isaís!

¡Hurra!

No puedo describir el espanto a que me lanzó esta salvaje melopea del jefe de los Ravenheads. Sólo podía pensarse esto: su suplicio había desencadenado en él una repentina crisis de locura. Hoy todavía, al querer describir la escena, mi sangre se hiela.

Entonces los cierres de la puerta fueron quitados con gran ruido metálico y entró un guardián seguido de dos ayudantes. Desataron al crucificado del muro y lo dejaron caer al suelo como una inmundicia. «Las seis pasadas, señor Bartlett, se burló groseramente el guardián. Sabed apreciar el duradero placer que vuestro balanceo del muro os procurará bien pronto. Quizá os será concedido el permiso de daros ese placer todavía una vez más, con la ayuda del diablo, luego empezareis vuestro viaje al cielo, como Elias, en un carro de fuego. ¡Mirad un poco quien os conduce, haciendo un gran gancho, hasta el fondo del Hoyo de san Patricio de donde no se vuelve!»

Con un gruñido de satisfacción Bartlett Creen se arrastró hacia un montón de paja y replicó vigorosamente:

«Te lo digo en verdad, David, especie de carroña celeste de cabo de varas que tú eres: ¡hoy estarías conmigo en el paraíso, si me apeteciera el ir a dar una vuelta en él! ¡Pero no lo esperes, sucederá de otro modo para ti, según tus pobres concepciones papistas! ¡Dónde debo con premura citarte para tu bautismo, querido niño de mi corazón!»

Vi a la sucia turba persignarse de espanto. El guardián reculó, lleno de un temor supersticioso, hizo con la mano el gesto de los irlandeses para conjurar el mal de ojo y chilló: «¡Desvía de mí tu condenado Ojo Blanco, primer Nacido del Infierno! San David de Gales, que ya era mi buen patrón y protector en el tiempo en que estaba aún en pañales, me conoce. Devolverá, fríos a la tierra, tus maléficos encantamientos.»

Luego salió tropezando de la celda con sus acólitos, perseguido por la sonora risa de Bartlett Green. Detrás de él dejó agua fresca y una hogaza de pan.

Hubo un momento de calma.

Con la luz del día gris que se levantaba, vi el rostro de mi compañero de cautiverio. Su ojo derecho, blanco mezclado de opalescencia lechosa, relucía en la luz de la mañana como si tuviera una mirada fija y de una insondable maldad. Era la mirada de un muerto… De uno que, al pasar de la vida a la muerte, ha visto el horror. Este ojo blanco estaba ciego.

Aquí empieza una serie de hojas deterioradas por el fuego. El texto está totalmente confuso. Luego todo el conjunto vuelve a ser legible.

«¿Agua? ¡Es malvasía!» bramó Bartlett; alzó el pesado cántaro, a pesar de sus articulaciones rotas, y bebió tanto que temí por mi pequeña parte, pues tenía mucha sed, «¡para mi lúcido espíritu esto no es más que una fiesta —huc— no siento ningún dolor —huc— ni temor! ¡Dolor y temor son gemelos! Quiero confiarte una cosa, maestro Dee, que no te han enseñado en ninguna escuela superior —huc— cuando sea desembarazado de mi cuerpo solo seré más libre —huc— y soy invulnerable a lo que vosotros llamáis muerte hasta mis treinta y tres años cumplidos —huc— es decir, hoy. El 1.° de mayo, cuando las brujas proceden al aquelarre de los gatos, mi tiempo se acaba. ¡Oh si mi madre me hubiera guardado en su calor un mes más, no me encontraría en este mal momento y aún tendría tiempo de vengarme de ese zarramplín obispo sangriento! Al obispo tu…» (Señales de fuego en el documento.)

…después de lo que Bartlett Green me golpeó debajo del cuello —mi jubón había sido desgarrado por los soldados y tenía el pecho medio descubierto—, me tocó la clavícula y me dijo: «Helo aquí, este es el misterioso huesecillo del que quiero hablar. Se le llama hipófisis del Cuervo. Segrega la sal secreta de la vida.

No se descompone en la Tierra. Es por lo que los Judíos han desatinado un poco en lo referente a la resurrección en el juicio final, hay que comprenderlo de otra manera, los que estamos iniciados en el secreto de la luna nueva, hemos resucitado hace mucho tiempo. ¿Y cómo lo he aprendido, maestro? No me parece que estés muy avanzado en el Gran Arte, a pesar de tus numerosos conocimientos latinos y universales. Te lo diré, maestro: porque este pequeño hueso luce en una luz que los otros no pueden ver…» (Señales de fuego.) …Como se comprenderá sin dificultad, el discurso de este salteador de caminos hizo subir en mí el frío del horror, de manera que encontré gran dificultad en articular con una voz átona: «¿Así yo llevo un signo, yo también, que en mi vida no he supuesto?» «Si, señor, respondió Bartlett con gran seriedad, tú estás marcado.

Llevas la marca del signo de los Grandes Vivientes Invisibles, en la cadena de los cuales nadie penetra, pues nadie de entre los que la componen desde el principio ha sido abandonado nunca; y nadie más puede descubrir el acceso antes del fin de los Días de la Sangre, ten pues confianza, hermano Dee, que aunque tú quizá procedes de otra Piedra y evoluciones en un círculo adverso, no te venderé nunca a la gentuza que husmea debajo de nosotros. ¡Nosotros somos, desde el origen, superiores al gentío que ve el Exterior y se queda tibio por la eternidad de las eternidades!» (Señales de fuego en el manuscrito.)

…Y lo confieso, al escuchar estas palabras de Bartlett animadas por un aliento interior que no cedía, empezaba, pero en secreto, a enrojecer de angustia ante este rudo compañero, que se tomaba tan a la ligera la perspectiva de ver multiplicado por diez su suplicio, quizá más allá de los límites del horror, para asegurar mi salvación al precio de ese silencio que me prometía.

«Soy hijo de un sacerdote, prosiguió Bartlett. Mi madre era una persona de calidad, la Señorita Lendenzart, como se la llamaba, pero podría suponerse que sólo era un apodo. ¿De dónde venía? ¿En qué se ha convertido? Es todavía un misterio hoy para mí. Pero era un espécimen de mujer honorable, que respondía al nombre de María, antes que los méritos de mi padre la hubieran arrastrado a la perdición.» (Señales de fuego en el manuscrito.)

…Aquí explotó la extraña risa de Bartlett, su extraña risa insensible; después de una pausa continuó: «Mi padre era el sacerdote más fanático, más despiadado y más cobarde a la vez que haya jamás encontrado. Me había recogido por compasión de mi miserable estado, y yo debía expiar los pecados de mi desconocido padre, decía él, sin sospechar que yo sabía secretamente que este padre era él mismo. Había hecho de mí su criado y su monaguillo».

«Muy pronto me ordenó hacer penitencia y me obligó a estar durante horas, noche tras noche, en la iglesia, en roquete a pesar del riguroso frío, rezando sin descanso en los escalones de piedra del altar, para obtener para mi "padre" el perdón de sus faltas. Y cuando me derrumbaba por la debilidad y el sueño, tomaba un látigo y golpeaba hasta hacerme sangrar. Un espantoso odio invadió entonces mi corazón contra El que

estaba ahí colgado de la cruz por encima del altar, y de pronto, sin que me diera cuenta de como había sucedido, contra las letanías que había de recitar, que se giraban en mi cerebro y salían de mi boca al revés. Giraba así los rezos, lo que me llenaba el alma de una cálida y desconocida voluptuosidad. Durante mucho tiempo mi padre no se dio cuenta, pues yo refunfuñaba en voz baja, hasta que un día descubrió el secreto, aulló de cólera y de temor de ser suspendido de sus funciones, maldijo el nombre de mi madre, se persignó y corrió a buscar un hacha para matarme. Pero yo me adelanté a él y le partí el cráneo hasta la mandíbula, uno de sus ojos cayó en la losa cerca de mí y me miró fijamente por debajo. Y supe que mis oraciones invertidas se habían hundido hasta el centro de la tierra, en lugar de subir, lo que hacen, al decir de los Judíos, las lamentaciones de los hombres piadosos.»

«He olvidado decirte, estimado hermano John Dee, que antes mi propio ojo derecho fue cegado una noche por un espantoso resplandor que vi de repente ante mí, es totalmente posible que fuese resultado de un latigazo de mi padre, no lo sé. En cualquier caso abriéndole la cabeza había justificado el precepto: ojo por ojo y diente por diente. ¡Sí, amigo, este Ojo Blanco, que horroriza tanto a la chusma, lo he altamente merecido por la oración!» (Señales de fuego en el manuscrito.)

«Tenía catorce años recién cumplidos cuando dejé a mi señor padre con la cabeza dividida en dos, en un mar de sangre delante del altar; por un sinfín de caminos hui a Escocia, donde entré como aprendiz de un carnicero; creía, en efecto, que conseguiría sin dificultad golpear los bueyes y los becerros en pleno cerebro, con la maza, después de haber hendido con tanta precisión la tonsura de mi padre. Lejos de conseguirlo, cada vez que levantaba el hacha, la escena de la iglesia se dibujaba con fuerza ante mis ojos hasta rozarme, como si a cualquier precio no hubiera de prostituir ese bello recuerdo al abatir los animales. Seguí mi camino hasta hundirme en el corazón de las montañas de Escocia, errando de pueblo en pueblo, millas y millas. Con una cornamusa robada tocaba para los habitantes cantos de trueno, que les hacían poner la piel de gallina sin saber por qué. El porqué yo lo sabía muy bien: les servía el texto de las letanías que por fuerza había devanado ante el altar y que, en estas ocasiones, siempre al revés y el sentido de arriba abajo, volvían a enloquecer mi corazón con su ritmo implacable. ¡También cuando andaba de noche por la landa soplaba la cornamusa! En particular, cuando la luna llena brillaba, el placer me embargaba y era como si las melodías resbalaran bajando a lo largo de mi espinazo, como si esa oración del Revés ganara rápidamente mis pies viajeros, para llegar, a través de ellos, hasta las entrañas de la tierra. Una vez, a medianoche —justamente era el 1.° de mayo y la fiesta de los Druidas, la luna llena empezaba a menguar— una mano invisible que salió del negro suelo me tomó firmemente por el pie, de manera que no podía dar un paso más. Quedé ahí como fascinado y también al instante dejé de tocar. Entonces se levantó un viento glacial que salía, me parece, de un hoyo redondo en el suelo sito muy cerca de mí; fui paralizado de la coronilla a los dedos de los pies, lo percibí igualmente en la nuca, lo que me hizo volver: entonces vi de pie detrás mío a alguien, se hubiera dicho que era un pastor, pues tenía en la mano un largo bastón bifurcado en forma de Y mayúscula. Detrás de él un rebaño de corderos negros. Antes yo no había visto ni al rebaño ni a él, pues debería de haber pasado a su lado, pensaba yo, con los ojos cerrados, medio durmiendo, pues ciertamente no era una aparición, como se hubiera podido suponer, sino una persona de carne y hueso como también su rebaño; mi nariz, al oler el olor a lana mojada que exhalaba el rebaño, también lo testificaba.» (Señales de fuego). Señaló mi Ojo Blanco y dijo: «Porque tú eres llamado». (Señales de fuego).

Un espantoso secreto mágico debía de estar expuesto aquí, pues la mano de una tercera persona, en lo alto de la página carbonizada, ha escrito con tinta roja: «¡Tú, que no tienes el corazón suficientemente sólido para resistir, no leas más! ¡Tú, que dudas de la fuerza de tu alma, escoge: aquí resignación y reposo, allí, curiosidad y perdición!»

Siguen en el tafilete verde hojas casi totalmente destruidas. De citas aisladas, se puede deducir que el pastor había revelado a Bartlett misterios que debían relacionarse con el culto de una oscura diosa de la antigüedad, bajo la influencia mágica de la luna. Este conjunto de espantosos ritos todavía vive hoy en Escocia, en los cuentos populares, con el nombre de «Taighearm». Más lejos se comprende que Bartlett Green, hasta su encarcelamiento en la torre, había guardado una castidad absoluta, lo que parece mucho más milagroso, pues un bandolero no acostumbra especialmente a destacar por su virginidad sexual. ¿Se trataba de una determinación o de una aversión congénita hacia la mujer? Nada en las escuetas citas del texto permiten saberlo. A partir de ahí, los desmanes del fuego van atenuándose y se puede leer claramente lo que sigue: «Sólo comprendí a medias los propósitos del pastor referentes al don que me haría un día Isaís la Negra — entonces, ciertamente, sólo era un "Semi" iniciado— ¡cómo podía ser que un objeto material surgiera del mundo invisible! Le pregunté cómo podría conocer que había llegado el tiempo de esa concesión; me dijo:

"Oirás el gallo cantar". No había ganado nada, los gallos cantan cada mañana en los pueblos. No vi tampoco el interés de un punto que me señaló como importante: que ya no conocería ni el temor terrestre ni el dolor.

Esto me pareció secundario, pues tenía la convicción de ya ser un atrevido bastante endurecido. Pero los años y la madurez llegan, oí el canto del gallo del que me había querido hablar, es decir, en mi mismo. Hasta entonces no sabía que todo debe comenzar en la sangre de los hombres antes de concretizarse en el exterior por un hecho positivo. Después he recibido el presente de Isaís, el "zapato de plata"; hasta entonces, en el transcurso de una larga espera, tuve extrañas visiones, mi vida fue sembrada de fenómenos: palpamientos de invisibles dedos húmedos, gusto de amargo en la lengua, quemaduras en la coronilla, como si un fuego al rojo me moldeara una tonsura en el cuero cabelludo, picazón y picadas en la superficie de las manos y los pies, maullidos en el oído interno. Signos escritos que no podía leer, pero que se parecían a los de los judíos, aparecieron en mi piel como en una erupción para desaparecer inmediatamente después, con sólo que el sol brillara encima. A veces también me invadía un ardiente deseo de mujer, que me devoraba como un fuego interior y que me parecía tanto más extraordinario, puesto que siempre he tenido horror por esas mujeres y por las porquerías que saben tan bien intrigar en todas partes con los hombres. Luego, cuando oí el canto del gallo subir por mi espina dorsal, después de haber sido mojado hasta los huesos, como por un bautismo, por una lluvia helada, cuando no había ni una nube encima mío, volví, la noche druídica del 1.° de mayo, a la landa, la recorrí en zig zag y me encontré, sin haberlo buscado, ante el Hoyo…» (Señales de fuego.)

«Siguiendo las instrucciones del pastor había arrastrado tras de mí el carro que llevaba los cincuenta gatos negros. Encendí un fuego y cuando hube terminado las imprecaciones de la luna llena, mi sangre se puso a circular en mis venas cargada de un indescriptible frenesí, hasta el punto que me salía espuma de la boca.

Tomé el primer gato, lo ensarté y empecé el "Taighearm" girándolo lentamente para asarlo. Alrededor de media hora sus horribles maullidos me martillearon las orejas, una media hora que me pareció durar meses, de tal modo empezó a alargar el tiempo la intolerable empresa a la que obedecía. Me pregunté primero cómo podría soportar ese juego espantoso repetido cincuenta veces, pero sabía que me estaba prohibido aflojar antes del último gato y que debía vigilar severamente para impedir cualquier interrupción del grito. Sin tardanza los de la caja habían comprendido su parte y respondían a coro. De pronto sentí despertarse en mí los espíritus de la demencia que dormitan en el cerebro de todo hombre, y mi alma se arrancó por trozos. Y estos espíritus, lejos de permanecer en mí, se escaparon de mi boca como un aliento en la noche helada y subieron para formar en la luna un halo tornasolado. La idea propia del "Taighearm" era, me había dicho el pastor, extirpar todas las raíces del miedo y del dolor que se escondían en el fondo de mí, al hacerme proceder con el suplicio de los animales sagrados de la diosa, los gatos negros: el número de raíces se elevaba a cincuenta. A la inversa, suponiendo que el Nazareno haya querido tomar sobre él todo el sufrimiento de las criaturas, ha olvidado los animales. Y cuando el temor y el dolor, exudados de mi sangre, hayan llegado al mundo de las apariencias, el de la luna, de donde sacan su origen, entonces mi verdadero Yo quedará desnudo y la muerte será vencida para siempre con sus consecuencias, a saber, el olvido del "¿Quién soy yo?" y la pérdida de toda conciencia. "Más tarde, añadió, las llamas devorarán tu cuerpo como han devorado la de los gatos, pues hay que pagar lo que es debido a la ley de la tierra, ¿pero qué importa?"»

«El "Taighearm" ha durado dos noches más un día. He aprendido a percibir, de manera palpable, la naturaleza del tiempo; todo mi alrededor, por más lejos que mi mirada pudiera extenderse, el matorral estaba desecado, negro de duelo por la horrible calamidad. Ya en el transcurso de la primera noche mi Sentido interior empezaba a manifestarse; primero fui capaz, en medio del horrible concierto de pánico al que se libraban los gatos de la caja, de distinguir todas y cada una de las voces. Las cuerdas de mi alma vibraban detrás como en eco hasta que una se rompió, luego otra y otra. Mi oreja se había pasado al diapasón de la música de las esferas abismales; desde entonces sé lo que significa "Entender". No es necesario que te tapes las orejas, hermano Dee: de ahora en adelante ni una palabra más sobre los gatos. Ahora se dedican a jugar, quizá en el cielo, "al gato y al ratón" con las almas de los curas.»

«Sí. Y la luna llena brillaba arriba, y el fuego estaba apagado. Mis rodillas temblaban, mientras yo oscilaba como un junco. Debí de permanecer algún tiempo así, mientras la tierra giraba, pues vi a la luna voltear aquí y allá en lo alto para hundirse finalmente en el cielo. Constaté también que mi otro ojo se había vuelto ciego, pues ya no encontraba los bosques y las lejanas montañas, sólo una muda oscuridad. No sé como sucedió, pero de pronto vi, con mi Ojo Blanco, que hasta entonces estaba muerto, un mundo extraño: en el aire volaban unos singulares pájaros azules con rostro de hombres barbudos, estrellas con largas patas de araña surcando el cielo, árboles fósiles caminando, peces provistos de manos se comunicaban con signos mudos; había muchos otros objetos bizarros, el contacto de los cuales me sorprendía y a la vez me parecía familiar, como si ya hubiera asistido ahí abajo al nacimiento de todo el Recuerdo y solamente lo hubiera olvidado.

"Antes" y "Después" habían cambiado de aspecto para mí, pudiera decirse que el tiempo había sufrido enteramente un desplazamiento lateral… (Señales de fuego)… En la lejanía un humo negro se levantaba del suelo, llano como una plancha, ensanchándose siempre hasta formar en el cielo un triángulo de profundas tinieblas con la punta hacia abajo; el triángulo estalló, una fisura carmesí la entreabrió de arriba a abajo: un monstruoso huso daba vueltas a una velocidad frenética… (Señales de fuego)… vi finalmente la repugnante madre Isaís la Negra hilar en la rueca, con sus mil manos, la carne de los hombres… por la fisura la sangre rezumaba hacia abajo… algunas gotas, saltando del suelo, me hisopearon, de manera que tuve el cuerpo moteado, como un enfermo atacado de la peste roja. Era el misterioso bautismo de la sangre… (Señales de fuego) gracias al cual el grito del nombre de la Gran Madre ha despertado a su hijita que hasta entonces dormía en mí el sueño de la simiente y que se ha mezclado en mí para la vida eterna y yo atado a ella para siempre, en la participación de la ambivalencia del ser. Desde entonces no he conocido el celo del hombre, le soy invulnerable para siempre. ¿Cómo podría la maldición tomar a quien ha encontrado su propia parte femenina y la lleva en él? Más tarde, cuando recobré el uso de mis ojos de hombre, una mano salió de las profundidades del hoyo en la landa y me tendió un objeto que lucía como la plata mate. Sabía que no hacía falta cogerlo con los dedos de la tierra, pero la hija de Isaís en mí alargó su bella pata de gato y me ofreció el zapato, "El zapato de plata", que desembaraza de todo temor a quien lo lleva. Luego me uní a una compañía de saltimbanquis en calidad de bailarín de la cuerda floja y de domador… Jaguares, leopardos y panteras huían a un rincón de la jaula llenos de miedo cuando les clavaba mi Ojo Blanco… (Señales de fuego)… Ignoraba igualmente todo el arte del funámbulo y no tuve nunca necesidad de aprenderlo ya que, gracias al "zapato de plata", el cual me había quitado todo temor, caídas y vértigos eran imposibles, tanto más cuando mi  "prometida" oculta reunía en ella el peso de mi cuerpo. Ya te veo, hermano Dee, te preguntas: ¿por qué este Bartlett Green, a pesar de todo, no ha sido nada mejor que un saltimbanqui y que un bandolero? Quiero responderte ya: "No seré una fuerza liberada hasta después del bautismo del Fuego, cuando haya padecido el "Taighearm". Entonces me convertiré en el capitán de los Ravenheads invisibles, y en el Más Allá, les tocaré a los papistas un canto que les hará resonar durante siglos sus tímpanos. ¡Se esforzarán en vano en disparar sus flechas, no podrán herir con eso!… ¿Dudas, joven maestro, que tenga el Zapato de plata? ¡Mira, hombre de poca fe!" Y Bartlett apoyó la punta de su boca contra su talón izquierdo a fin de sacarlo, pero de repente se detuvo, ensanchó sus fosas nasales a modo de un carnívoro, mostró sus puntiagudos dientes y resopló.

Entonces, con un tono burlón: "¿Hueles, hermano Dee? ¡La pantera viene!" Yo retuve mi aliento y también a mí me pareció oler en el aire el olor de la pantera. Al instante oí un paso fuera, ante la puerta del calabozo…»

«Un minuto después quitaban los pesados cerrojos de hierro.»

Aquí se interrumpe el relato consignado en el tafilete verde de mi antepasado John Dee, y yo me abandono a una meditación pensativa.

* * *

¡El olor de la pantera! Leí una vez, no sé donde, que las cosas viejas pueden contener una maldición, un encantamiento, un sortilegio capaz de actuar sobre quien las llevaba a su casa y se ocupaba de ellas. ¿Quién sabe lo que se desencadena cuando se silba a un caniche polvoriento encontrado en el transcurso de un paseo tardío? Se le acoge por compasión en una habitación caliente y luego un buen día el diablo aparece en su negro pelaje.

¿Me sucederá a mí, descendiente de John Dee, lo que sucedió anteriormente al doctor Fausto? ¿He penetrado, por la emmohecida herencia de mi primo John Roger, en el aura de una iniciación completa? ¿He atraído fuerzas, conjurado poderes que tácitamente residen en ese fárrago de reliquias, como gusanos que gestan en la madera?

* * *

Interrumpo la redacción de mi resumen del cuaderno verde de John Dee para mencionar lo que acaba de suceder. Confieso hacerlo a regañadientes. Una extraña curiosidad, un impulso de proseguir, adentrándome en la lectura del relato del encarcelamiento de mi antepasado, me posee. Ardo en deseos, como un lector de novelas excitado, de conocer la continuación de los eventos en la prisión de Bonner, el Obispo Sangriento, y de saber qué entendía Bartlett Green por esa singular exclamación: «¡Huele a pantera!».

Hablemos francamente: desde hace días no puedo desembarazarme del sentimiento que todo este asunto de la herencia de John Roger ha empezado «por mandato». Experimento hasta en la punta de mis dedos la necesidad de no proceder, en la redacción de esta singular biografía de mi antepasado inglés, ni según mi fantasía, ni según mi elección, sino de obedecer como el «Jano» o, si se prefiere mi versión, el «Baphomet» de mi sueño me ha ordenado: leo y escribo dejándome guiar por él. No sabría decir cómo actúa esa voluntad directora ni de qué emana.

Tomo de nuevo la pluma, animado por un singular estado de ánimo. Desde el momento en que me decidí a restablecer la palabra de Bartlett Green y de John Dee en el cuaderno medio consumido, a penas si ha transcurrido media hora. Sin embargo, ya no pdría decir con exactitud si en ese lapso de tiempo guardo presente en mi espíritu el recuerdo real de percepciones verdaderas, o si debo tenerlas por simples alucinaciones, por sombras de eventos fugitivos y ficticios que traidoramente hubieran invertido mi conciencia medio despierta. Resumiendo: mi habitación olía a «Pantera», es innegable; tenía más justamente la vaga sensación de un olor a fiera, en mí había la visión de una jaula en un circo y de grandes gatos que iban y venían sin cesar detrás de los barrotes alineados hasta el infinito.

Sobresaltado. Golpeaban precipitadamente la puerta de mi despacho.

Mi «¡Entre!» que era, menos amable, cualquier cosa —ya he hecho alusión a mi horror a ser molestado de improvisto en mi trabajo— fue seguido de la apertura de la puerta. Vi el rostro ansioso, espantado de mi vieja pero buena gobernanta, formada por mí, que me presentaba por así decirlo, excusas mudas; y al mismo tiempo, casi tocándola, me caía impetuosamente del cielo, como proyectada, pudiera decirse, por un resorte, una dama, alta, muy delgada, vestida con un traje oscuro y tornasolado.

¿Cómo podría describir, sin forzar las palabras, la entrada de esta mujer, la cual daba la impresión de una cierta esencia aristocrática pero demasiado segura en verdad para no haberse vuelto un reflejo? Surgió de la manera más romántica, pudiera creerse que salía de mi papel. Pero apenas restablecido de mi primera impresión me digo: esta mujer me es totalmente extraña. Una mujer de mundo. Su porte no permite suponer ninguna duda al respecto. Inclinó su pálida bella cabeza, como si buscara alguna cosa ante ella, caminaba, o más bien se deslizaba levantando la frente uniformemente hacia mí, se detuvo al lado de mi escritorio. Su mano palpó los bordes de la mesa, tal como ve hacerse a los ciegos expertos, para encontrar, con la punta de los dedos, un lugar donde apoyarse. Luego esa fuerte mano cerrada se posó calmadamente y todo el cuerpo de la extranjera pareció recibir apoyo y serenidad.

Muy cerca, estaba el arca de Toula.

Con esa inimitable facilidad que no se aprende, dominó la embarazosa, o mejor dicho, la extraña situación, pronunciando dos frases de excusa mientras sonreía, se le notaba un innegable acento eslavo, y rápidamente remitió mis desordenados pensamientos hacia una dirección precisa, mediante estas palabras:

—Brevemente, señor, he venido a haceros una súplica. ¿Me la concederéis?

Ante semejante demanda, formulada con una sonrisa por una mujer de una belleza tan excepcional, que por una vez quiere descender de su natural altivez, un hombre bien nacido sólo podrá encontrar una respuesta:

—Con sumo gusto, si está en mi poder…

Debí responder alguna cosa semejante, pues una rápida mirada de una dulzura inexpresable, de una complicidad casi cariñosa, se paseó sobre mí. Al mismo tiempo, una risa suave, indolente, extraordinariamente agradable, coloreaba esas palabras que me interrumpieron con vivacidad:

—Os lo agradezco. No debéis temer por un deseo extravagante. Mi petición es muy simple. Su éxito sólo reposa en vuestra inmediata buena voluntad.

Ella titubeaba de manera curiosa.

Yo me apresuraba:

—En ese caso, si os entiendo bien, señora…

Percibió la lentitud con la que me salían las palabras y exclamó:

—¡Si mi carta está sobre vuestro escritorio! —Y se puso a reír con su risa benéfica e insinuadora.

Seguí con los ojos la dirección de su mano, singularmente estrecha, no pequeña, sino moldeada en una sustancia blanda y dura a la vez. Efectivamente, vi una carta, situada en el ángulo de mi escritorio, junto al arca de ilusionista ruso de Lipotine; en ningún momento pensé cómo podía haber llegado ahí. La tomé.

ASSIA CHOTOKALOUGUINE

El nombre estaba grabado, coronado con una extravagante corona de príncipe. En el Cáucaso, todavía hay nombres principales y armas circasianas que llevan, bajo la dominación tanto de Rusia como de Turquía, el título de príncipe.

Observaba sin error posible, en los rasgos de la dama, ese acusado corte que se acerca tanto al tipo oriental como al tipo griego, recordando los cánones de la belleza en Persia.

Luego me incliné ligeramente hacia mi visitante, que ahora estaba sentada con la espalda suavemente apoyada en el respaldo del sillón al lado de mi escritorio, mientras sus indolentes dedos acariciaban de tiempo en tiempo el arca de Toula. La vigilaba, presa de la repentina inquietud que sus dedos no la desplazaran, pero no hizo nada.

—Vuestra súplica es una orden para mí, princesa.

Sin transición realzó un poco su talla altiva en el sillón y empezó a hablar, no sin dedicarme aún una vez esa mirada de oro tornasolado, indescriptiblemente cálida, electrizante:

—Serge Lipotine me es un viejo conocido, quizá lo ignoráis. Él es quien compuso la colección de mi padre en Iekaterinodar. Él es quien ha despertado en mí el amor por los objetos antiguos bellos y singulares.

Yo colecciono cosas de mi país natal, los tejidos, los hierros forjados, los… especialmente las armas. Y especialmente, entre las armas, ciertas que son, me atrevería a decir, muy preciadas entre nosotros. Tiene entre otras…

Su voz, su acento extranjero, musical, maltrataba maravillosamente los sonidos alemanes, titubeaba sin parar, rimaba las palabras como si fuera mediante una mecedora, y me parecía sentirla pasar a mi sangre, luego refluir por una especie de resaca apenas perceptible. Lo que decía no me importaba, al menos en ese instante; pero la cadencia de sus palabras engendraba en mí un estado de embriaguez ligera que supe descubrir al momento y al que acusaba yo de haber dado, una vez pasado, a casi todo lo que se había dicho, hecho o sólo pensado entre nosotros, el aspecto de un sueño. Aquí la princesa dio fin a la descripción de su manía, y saltando al motivo principal, dijo:

—Lipotine me envía a usted. Sé por él que estáis en posesión de una pieza muy rara, muy noble y muy preciosa que pasa por ser muy antigua: una lanza, quiero decir el hierro de la lanza, de un trabajo único. Un temple excelente, por lo que sé. Estoy exactamente informada, Lipotine me ha dado la descripción. Quizá la habéis adquirido por su mediación. No importa… (oponía una sorprendente resistencia a toda objeción que pudiera formular), no importa, deseo adquirir esa lanza. ¿Queréis cedérmela? ¡Os lo ruego!

Farfulló, por así decirlo, las últimas palabras. Estaba muy tirada hacia delante, a punto de saltar, pensé: y me asombré, hasta tuve una fugitiva sonrisa interior por esa desconcertante avidez del coleccionista que puede ponerse al acecho y recogerse antes del salto desde que ve o sólo huele una presa codiciada, como una pantera cazando.

—¿Una pantera!

Otra vez esa palabra que me hacía estremecer, ¡pantera! En la vida de John Dee, Bartlett Green es un buen personaje de novela, me parece. ¡Sus sentencias se graban en la memoria!

En previsión del motivo que ahora se abordaba, mi princesa circasiana se balanceaba en el borde de su sillón, y en su bello rostro se marcaban las arrugas, de ningún modo disimuladas, de la espera, de una gratitud presta, de una aprehensión nerviosa y de una mimosidad elocuente.

Apenas si estaba en estado de disimular mi sincera y triste decepción, así que decidí sonreír y responder con todo el dolor posible:

—Princesa, en verdad me volvéis desgraciado. Vuestra demanda es tan pequeña y la ocasión de poder satisfacer el deseo de una persona de vuestro rango y tan encantadora, tan rara, que apenas si tengo fuerzas para decepcionaros: no poseo el arma que me habéis descrito y jamás la he visto.

Contra todo lo esperado la princesa estalló en un reír candido, y con la indulgente paciencia de una joven madre a quien su adorable hijo acaba de decir por descuido una mentira, se inclinó todavía un poco más hacia mí:

—Lipotine lo sabe. Yo lo sé: vos sois el feliz poseedor de esa lanza, que ardo en deseos de adquirir. Ibais a vendérmela. Os lo agradezco de todo corazón.

—¡Siento desesperadamente, señora, teneros que decir que Lipotine se engaña! ¡Que Lipotine se ha equivocado! ¡Que Lipotine. de una manera o de otra, comete una equivocación, en una palabra…

La princesa se levantó con un balanceado movimiento de todo su cuerpo. Vino hacia mí. Su paso… ¡ah, su paso! de pronto se proyecta en mi memoria. Su paso era silencioso, como si se ondulara en la punta de los pies, elástico, a veces casi fugitivo, sin un ruido, con una gracia… ¡A donde me arrastran mis pensamientos!

¡Estoy loco!

La princesa respondió:

—Es posible. Naturalmente, Lipotine se habrá confundido. La lanza no está en vuestra posesión. No tiene importancia, pero habéis prometido… dármela.

Sentí como el desespero me arrancaba los pelos. Al mismo tiempo me esforzaba, mediante cada fibra de mi ser, en no disgustar esta bella criatura que estaba allí de pie ante mí, tensa por la espera. Su extraordinarios ojos bordados de oro totalmente abiertos, me aprisionaban en el incomparable embrujo de su sonrisa. Apenas si conseguía retenerme de tomarla por las manos o de dejarle caer una lluvia de besos o de lágrimas de rabia, de mi rabia por no poder satisfacerla. Febrilmente me realcé en toda mi altura, la miré directamente a la cara con franqueza y poniendo en mi voz toda la entristecida probidad de la que era capaz, le dije:

—Por última vez, princesa, os lo repito: no soy el poseedor de la lanza, o del hierro de la lanza que  buscáis, no puedo serlo, pues en mi vida he tenido, es verdad, diversos gustos particulares, he sucumbido a tal o cual inclinación de coleccionista, pero nunca en el dominio de las armas o de las partes de las armas, ni de una manera general en los hierros, de donde y de cualquier carácter que sean…

Me detuve lleno de un espanto interior mientras que a pesar mío se me subían los colores a la cara por una falsa vergüenza, pues, ante mí esta mujer de alta cuna estaba de pie, sonriendo con gracia, en absoluto irritada, y su mano derecha se deslizaba tocando sin cesar el arca de Toula de Lipotine, este elocuente espécimen de trabajo metálico que revocaba mis protestas al rango de la más grosera mentira, como si fuera a conferir a su plata ya trabajada, líneas magnéticas. ¿Cómo encontrar de pronto una explicación? Buscaba las palabras. La princesa, con su mano levantada, me lo impidió:

—Os creo de corazón, señor, no os apenéis. No he deseado forzar el secreto de vuestros gustos particulares. Seguramente Lipotine se equivoca. También yo puedo equivocarme. Pero os pido una vez más  todavía con toda… la obstinación, con toda la… torpeza de una esperanza quizá demasiado… extravagante, esta arma de la que Lipotine me ha…

Caí a sus pies. Ya me sentía de un humor un poco teatral; me pareció, por un momento, que no tenía a mi disposición ninguna actitud más fuerte ni a la vez más tierna para expresar mi impaciencia, mi embarazo y mi enojo. Reuní mis pensamientos para una arenga que concluiría finalmente en mi victoria. Abrí la boca y quise empezar: «Princesa», con una risa suave, dulce. Sí, debo escribir: fascinante, se deslizó ante mí hacia la puerta, se volvió aún una vez para decir:

—Señor, veo cómo batalláis. Creedme, os comprendo y comparto vuestros sentimientos. ¡Repensaos!

¡Resignaos a la decisión que me satisfará! Volveré otra vez. Pues me concederéis mi demanda. Me daréis el hierro de la lanza. —Ya se había eclipsado.

* * *

Ahora, la habitación está impregnada del ligero perfume característico de su presencia. Un perfume que me es desconocido: suave, fugaz… Un extracto de flores insólitas, y sin embargo: un hálito, entre los otros, áspero, singularmente excitante, en todo caso, no sé cómo salir de él, en todo caso -salvaje- indeciblemente excitante-absurdo-voluptuoso-opresor-manipulador-esperanzas sin objeto-un malestar y -un temor, sólo ahora lo confieso, que va al fondo del ser. ¡Qué visita!

Hoy, lo siento, no estoy en estado de ponerme al trabajo. Me propongo ir a casa de Lipotine en Werrengasse.

Debo anotar todavía dos pequeños hechos que en este preciso instante recuerdo: cuando la princesa Chotokalouguine ha penetrado en mi despacho, la puerta se hallaba en la espesa oscuridad de las oscuras cortinas dobles medio corridas en la ventana de detrás del escritorio. ¿Porqué ahora quiero imaginar que he visto, durante una fracción de segundo en el momento en que entraba, resplandecer sus ojos en la oscuridad como los de ciertos animales que brillan con el fulgor de una piedra fosforescente? ¡Sin embargo, sé perfectamente que no es el caso! Y luego: la princesa llevaba un vestido de seda negra rayada de plata, me ha parecido; en su textura se creía ver fluir hilos y olas del estallido del metal ensordecido. Ya estoy ensoñando,  dejo errar involuntariamente mi vista sobre el arca de Toula. Este negro incrustado de plata… creo que el vestido da mucho que pensar.

* * *

Ya caía la tarde cuando dejé la casa, para ir al encuentro de Lipotine en su tienda de Werrengasse.

Esfuerzo inútil. El establecimiento estaba cerrado, vi un pequeño cartel puesto en la reja de hierro con la siguiente nota: «De viaje».

No estaba en absoluto satisfecho. Al lado una puerta daba acceso a un patio interior, donde podía verse detrás de la tienda el domicilio privado de Lipotine. Crucé el patio; la persiana de su triste ventana estaba cerrada, pero mis reiterados golpes consiguieron que una puerta vecina se abriera; una mujer me preguntó lo que quería. Me confirmó que el ruso se había ido esa misma mañana. No sabía cuando volvería.

Había hecho alusión a un fallecimiento de algún barón ruso en la miseria y ahora que había muerto, Lipotine debía de arreglar sus asuntos. Creo que sabía suficiente para comprender que el barón Stroganof se había fumado su último cigarrillo y despedido. Estas tristes circunstancias habían obligado a Lipotine a abstenerse… ¡Es molesto! La vista de ese postigo cerrado redoblaba la fuerza y la urgencia de mi deseo: el de poder hablar de la princesa con el viejo anticuario, obtener de él aclaraciones y si es posible un consejo referente a ese desventurado hierro de lanza. Me parecía verosímil que Lipotine me hubiera confundido con otro comprador de esas curiosidades, o que teniendo el objeto aún en su posesión, se imaginó, confundido por el hábito, habérmelo vendido. En ambos casos quizá todavía sería posible conseguir ese hierro de lanza; y debo confesarlo, estaba dispuesto a pagar una suma desproporcionada si lo encontraba y podía comprarlo, a fin de ofrecerlo a la princesa Chotokalouguine. Me sorprendo de cómo giran mis pensamientos alrededor de la aventura de hoy. También siento que me sucede alguna cosa que no puedo elucidar como yo quisiera. ¿Por qué no quiere alejarse de mí el pensamiento de que Lipotine no está en absoluto de viaje, sino que está tranquilamente sentado en su tienda, y que ha oído perfectamente las preguntas sobre ese hierro de lanza que le hice mentalmente mientras estaba de pie ante su ventana y que incluso me respondió, aunque yo lo haya olvidado ahora? ¿O quizá fui finalmente a su tienda, conversé largo y tendido con él, y ya no sabría nada más? También podría venirme a la mente un suceso que yo habría vivido hace… hace un siglo, suponiendo que ya hubiera estado en este mundo…

Todavía quiero hacer notar que para volver he seguido los viejos baluartes desde donde se ve una hermosa vista sobre los prados, las colinas y las montañas cercanas. El anochecer era muy agradable y el paisaje a mis pies se extendía lejos bajo el claro de luna. Incluso había tal claridad que con mis ojos buscaba maquinalmente el disco de la luna que debía de esconderse en alguna parte entre las cimas majestuosas de los castaños. En ese mismo instante apareció, casi llena, difundiendo una extraña luminosidad verdosa en un halo rojo, entre los troncos que sobrepasaban el muro. Mientras contemplaba con sorpresa su luz cargada de vapores y la extraña comparación me atormentaba como una herida sangrante —y esto, una vez más todavía, desencadenó en mí un estado de alma que se formuló esta pregunta: ¿Todo esto es real, o sólo se trata de un muy viejo recuerdo?— vi el creciente de la luna subir bastante alto fuera de la perpendicular del baluarte. Y en ese mismo minuto se recortó sobre el disco reluciente la precisa silueta de una esbelta mujer, que parecía venir a mi encuentro, hacia el baluarte, en el curso de un paseo vespertino. Creí ver acercarse su forma todavía más, flotar entre los castaños, sí, flotar: es el término exacto… y esto despertó en mí la impresión que la princesa, surgida de la luna menguante, en su vestido negro tejido de plata, venía hacia mí…

Luego, a medida que esa forma disminuía, también yo sentí disminuir mi conocimiento, y quedé prosternado contra el parapeto, como un estúpido, hasta el momento en que, habiendo recobrado mis sentidos, me di un golpe en la frente y me consideré candidato al manicomio.

Retomé, turbado, el camino de retorno. Al caminar me puse a canturrear las palabras de una confusa melodía que tenía en la cabeza, y que intentaba reconstruir a la cadencia de mi paso, sin saber ni el porqué ni el cómo…

En la noche reluciente de plata

En la noche reluciente de plata

Contémplame

Contémplame

Tú que frecuentas mi pensamiento

Tú que permaneces siempre ahí abajo…

Este insípido ritornelo me ha perseguido hasta aquí, a mi habitación y he tenido dificultades en expulsar de mí su lacerante monotonía. ¿Pero por qué todo se resume tan singularmente en estas palabras:

En la luna menguante?…

Me los traen, pienso. Se agazapan en mí como… como gatos negros.

En resumidas cuentas, hay muchos puntos singularmente significativos en lo que me ha sucedido. ¿A menos que sólo sea el espectador? Todo ha empezado, si no me equivoco, desde que me ocupo de los papeles de mi primo John Roger.

Pero qué diablos tiene la luna menguante… Un escalofrío me recorre y sé, de pronto, porqué estas dos palabras me vienen a la lengua… ¡La advertencia añadida en el diario de John Dee, por una mano extranjera!

… ¡En el cuaderno de tafilete verde!

Y sin embargo lo repito: ¿Qué relación podría haber entre la enigmática amonestación de un supersticioso del siglo XVII contra los misterios del diablo escocés, en todo el horror de su iniciación, y mi paseo crepuscular con su pintoresca salida de la luna por encima del baluarte de nuestra buena y vieja ciudad?

¿Qué he de hacer de ello, y qué me sucede a mí, que vivo en el siglo XX?

* * *

La noche de ayer todavía pesa en mis miembros. He dormido mal. Confusos sueños me han atormentado.

Su Señoría mi abuelo me hacía saltar sobre sus rodillas y me repetía incansablemente en la oreja una palabra doble, que he olvidado, pero que tenía alguna cosa que ver con «círculo» y «lanza». También volví a ver el «otro rostro» detrás mío; me daba una orden terminante de estar atento, casi debería decir de permanecer alerta. Pero ya no puedo acordarme de cuál era el peligro contra el cual debía de prevenirme. La princesa apareció también entre las imágenes de esos sueños —¡naturalmente!— pero tampoco sé nada más de ese encuentro. ¡Además, es de locos hablar de encuentros a propósito de visiones tan delirantes!

Sea lo que sea tengo la cabeza pesada y me siento particularmente feliz de encontrarme ante una tarea tan acaparadora para desembarazarme completamente de mis pensamientos nocturnos. Con esa disposición de espíritu, es agradable compulsar viejos manuscritos. Tanto más agradable cuanto que el diario de John Dee, más de lo que se puede juzgar a primera vista, está, desde el punto y aparte en el que ayer me detuve hasta el fin, en un estado pasable. Me pongo pues a mi traducción y a mi transcripción.

El zapato de plata de Bartlett Green

En nuestra celda, débilmente iluminada por los primeros rayos del alba, entró, solo, un hombre de negro, de una talla un poco por encima de la media, y a pesar de su corpulencia, con un paso y unos gestos prodigiosamente ágiles. Percibí un fuerte olor que emanaba del movimiento dado a su sotana por su rápida entrada, ciertamente un olor a carnicero. Este pastor de almas de rostro redondo, de mejillas agradablemente florecidas —un confortable tonel de vino de misa, se le hubiera podido suponer— tenía la mirada característica, fija, medio imperiosa, medio desconfiada, de ojos amarillos, sin ningún signo particular sobre sus vestidos y sin escolta, al menos si estaba presente permaneció siempre invisible, era, lo supe de buenas a primeras, Su Señoría sir Bonner, el Obispo Sangriento de Londres en persona. Bartlett Green estaba agachado, mudo, delante mío. Sus globos oculares giraron lentamente, calmadamente y siguiendo con atención cada movimiento del visitante. Mientras tanto yo observaba los acontecimientos, todo temor había desaparecido extrañamente en mí, y acordé mi conducta con la del martirizado jefe de los Ravenheads, inmóvil en mi asiento, como si no hiciera el menor caso de nuestro huésped de paso silencioso.

Este último se giró bruscamtente, caminó hacia Bartlett, le empujó ligeramente con el pie, y sin transición, rugió con una ruda voz ordenando:

«¡De pie!»

Apenas si Bartlett Green movió las pupilas. Su mirada se alzó sesgadamente hacia el verdugo de su carne y respondió con una voz cavernosa, que dejó en ridículo el tono de su interlocutor:

«¡Demasiado pronto, ángel-trompeta del juicio! Todavía no es la hora de la resurrección de los muertos.

¡Ves, todavía estamos vivos!»

—«¡Lo constato con disgusto, monstruo del infierno!» escupió el obispo con una voz extraordinariamente dulce, de una benignidad sacerdotal que contrasta singularmente con el sentido de sus palabras, así como con el rugido de pantera usado antes.

Y Su Señoría prosiguió con el mismo tono dulzón:

«Escucha. Bartlett, la insondable misericordia ha previsto entre sus decretos la eventualidad de tu contricción y confesión. Haz una confesión general, y el principio del descenso a los infiernos en la pez ardiente te será diferido, quizá evitado. Tu tiempo de penitencia terrestre no puede ser reducido.»

Una risa, o más bien una especie de trueno medio retenido fue la única respuesta de Bartlett. Vi una sacudida de cólera reprimida perturbar al obispo hasta lo más hondo, pero guardó un sorprendente control sobre sí mismo. Avanzó un paso hacia el miserable montón de carne humano sacudido, sobre un montón de inmundicias, por una risa silenciosa, y continuó:

«¡Eh! veo, Batlett que eres de buena constitución. La búsqueda de la verdad mediante la tortura sólo ha podido domaros un poco, allí donde otros ya habrían salido de su piel con su alma hedionda. Dios quiera que el estimable barbero, sí, el médico mismo, a quien la necesidad os confía, sepa recomponeros… Mi clemencia, al igual que mi rigor, cree firmemente que dentro de algunas horas saldréis de este agujero con —la voz del obispo se convertía aquí en un ronroneo de los más íntimos y de los más amables— vuestro compañero de miseria y de infortunio en este lugar, sir Dee, vuestro fiel amigo.»

Era la primera vez que el obispo me aludía. Al oír ahora pronunciar mi nombre me dio un golpe de esos que te despiertan con sobresalto de un sueño cualquiera y te conducen a la realidad. En efecto, durante un momento, tuve la impresión de asistir a una muy lejana fantasmagoría o a una grotesca comedia sin ninguna relación con mi persona y mi existencia. Ahora ya era un hecho; por la puntilla tan dulce como horrible del obispo, estaba implicado en el número de los actores. ¡Si Bartlett confesaba que me conocía, estaba perdido! Pero cuando el horror repentino que desencadenó en mí la conciencia de mi situación apenas si había tenido tiempo de expulsar la sangre de mi corazón a mis ardientes venas, Bartlett, con una flema y una imperturbabilidad indescriptibles, giró la cabeza a mi lado y refunfuñó:

«¿Un gentilhombre que comparte mi lecho? Gracias por este honor, hermano obispo. Yo creía que habías querido darme por compañero algún sastre, a fin de que aprenda de vuestra buena escuela cómo el miedo le puede sacar el alma por los calzones.»

Este insultante discurso de Bartlett, tan inesperado, me hirió de improvisto en mi orgullo de antaño, hasta el punto de darme el impulso —bien pronto refrenado— de saltar. La cólera normal y la desconfianza me compusieron una expresión que de ningún modo escapó a los ojos observadores del obispo Bonner. Al instante comprendí la intención del valeroso Bartlett; una confiada gran paz llenó mi corazón, de manera que decidí interpretar bien mi papel en la comedia y a replicar, en toda causa, tanto a Bartlett como al obispo, de la manera más adecuada.

Mientras tanto sir Bonner disimulaba su decepción de tener que esperar a otra ocasión para saltar sobre sus dos presas como una pantera, detrás de un ronroneante bostezo que, de hecho, recordaba en demasía el expresivo mal humor de un gran gato.

«¿No quieres pues conocer a éste, ni de vista ni de nombre, buen maestro Bartlett?» dijo el obispo, zalamero, inaugurando una nueva manera.

Pero Bartlett Green se contentó con gruñir.

«¡Quisierais que conociera al señorito, apenas salido de las mantillas, que me habéis metido en mi nicho, señor loco! ¡Quisiera vivir todavía suficientemente para ver con mis ojos al tal especie de joven perro lloraduelos deslizarse por la puerta de pez hirviente de vuestro cielo; pero no soy, como vos, amigo y hermano de leche de ningún vil gentilhombre, compadre Bonner!»

«¡Lengua de víbora, condenada carne de cañón!» gritó el obispo por una vez espontáneo, pues su fuerza de contención había llegado al límite. Se oyó entonces ante la entrada del calabozo un sugetivo chischás de armas. «¡La madera y la pez son fruslerías para ti, primer nacido de Belcebú! ¡Hay que construirte una hoguera de azufre para darte un aperitivo del que te espera en la casa de tu padre!»

El obispo vociferaba, el rostro enrojecido por una cólera creciente, y rechinaba de dientes mientras que sus palabras se ahogaban. Pero Bartlett Green replicó con un estallido de risa, empezó a balancearse cada vez con más fuerza de un lado a otro sobre sus dislocados miembros, espectáculo que me heló de espanto.

«¡Te equivocas, hermano Bonner! cortó por lo bajo. ¡No sirve para mi belleza, como tú esperas, el azufre! Los baños de azufre son buenos para los franceses; no quiero decir con ello que no tengas necesidad de una cura de esta especie de agua termal, ¡ja! ¡ja! escucha, pobre aprendiz, allá donde deberás acurrucarte, llegado tu tiempo, el olor del azufre pasará por almizcle y aliento embalsamado de Persia.»

«Confiesa, demonio con cabeza de cerdo, rugió el obispo Bonner, que este gentilhombre, John Dee, es tu hermano de rapiña y de asesinato, si no…»

«¿Si no?» repitió Bartlett Green con un eco burlón.

«¡Rápido, las esposas!» jadeó el obispo.

Y los criados se precipitaron al interior de la celda con todos sus arreos. Este Bartlett tullido alzó entonces  su mano derecha con una risa silbante: hundió su pulgar entre sus poderosas mandíbulas y de un solo golpe se mordió la falange hasta ver el hueso y escupió al rostro del obispo con una segunda risa infernal, al punto la sangre y la baba regaron las mejillas y la sotana del horrible sacerdote. «¡Ahí!», una terrible risa estalló después del golpe, y Bartlett lanzó contra el obispo, con una lengua tan locuaz, una tal cantidad de injurias y de imprecaciones que me parece imposible reproducirlas aunque mi memoria fuese capaz de recordar la más pequeña parte. Resaltaba, del total, la muy horrible y garantizada promesa de recibirlo fraternalmente «ahí abajo» cuando él, Bartlett, saliendo de las llamas de la hoguera, hubiera atrapado al vuelo la tierra del Más Allá, que él llamaba «Verde». No quería atormentarle ni hacerle zarandear en la pez y el azufre, ¡oh! no, quería tornarle bien por mal y enviarle —a él su querido hijo— pequeñas diablesas de la más olorosa y original manera, el emperador del cual, además, bien podía ser francés. Así quería sazonarle cada hora de su estancia en la dulzura del infierno y en la amargura del infierno, pues en el Más Allá…

«En el Más Allá, mi bebé, así habló Bartlett para concluir su monstruosa predicción, te corregirás con aullidos y gemidos, y nos dedicarás la hediondez de tu barrizal a nosotros los príncipes de la Piedra Negra, a nosotros los coronados con la impasibilidad coronada.»

Sería vano querer describir los espantosos pensamientos, el desencadenamiento de una jauría de pasiones o sólo las sombras de horror que, durante este diluvio de invectivas, se animaban a lo largo del rostro del obispo Bonner. Este robusto hombre permanecía ahí de pie como si hubiera echado raíces; detrás suyo la insolencia de los verdugos y los soldados había quedado reducida a las dimensiones del rincón más oscuro donde se amontonaban, pues cada uno de ellos tenía un temor supersticioso que el «mal de ojo» del Ojo Blanco no les hiriera con un mal del que hubieran de sufrir toda su vida.

Finalmente sir Bonner se arrancó de su atontamiento y limpió con su manga de seda las manchas de las que estaba cubierto. Luego, muy calmo, casi dulce, pero con una especie de ardor contenido en la voz, dijo:
«No me enseñas nada nuevo sobre el virtuosismo del espíritu del mal, del Enemigo y del Mentiroso, aprendiz de brujo. Pero me incitas a acelerar las cosas, con el fin de que un demonio tan realizado no reciba por más tiempo los rayos del sol celeste.»

«Date prisa», respondió Bartlett, con un tono seco y brusco: «lejos de mi nariz, carroña, son necesarias fumigaciones para sanear el aire en el que tú has respirado.»

Con mano soberana el obispo hizo un gesto y los esbirros se acercaron para tomar a Bartlett. Pero se acurrucó para escapar a su asalto, se volvió sobre su larga espalda y les mostró la planta de su pie desnudo:
saltaron, conjuntamente, hacia atrás.

«¡Mirad! gritó, he aquí el zapato de plata que me ha dado la abuela Isaís. Después de llevarlo tanto tiempo, ¿cómo el dolor y el temor podían haber hecho mella en mí? ¡Yo escapo a esas minúsculas enfermedades!…» Constaté con horror que a ese pie le faltaban todos los dedos; el muñón desnudo parecía un gran zapato de metal: la lepra resplandeciente lo había raído. Batlett era semejante a ese leproso de la Biblia del cual está escrito que era blanco como la nieve reluciente…

«¡Peste y lepra!» aullaron los soldados; tiraron sus picas y las esposas y se precipitaron en loca huida por la puerta abierta del calabozo. Sir Bonner se quedó, el rostro pálido de horror y de repulsión, dudando entre el orgullo y el temor, pues la lepra plateada es reputada entre la gente avisada y los sabios como un mal eminentemente contagioso. Reculó lentamente, él, que había venido a gustar el placer de saborear sobre nosotros, pobres prisioneros, sus instintos de poder; paso a paso reculó ante Barlett que se arrastraba persiguiéndolo, rechazándolo con su pie leproso, vomitando siempre sus sarcasmos y blasfemias más allá de toda medida contra el príncipe de la Iglesia. Sir Bonner, la bravura del cual no aumentaba, puso punto final en la puerta diciendo con una voz entrecortada, mientras que se deslizaba fuera:

«Hoy mismo esta peste será quemada en fuego séptuple. Pero tú cómplice del último círculo del infierno —este insulto se dirigía a mí—debes gustar el sabor de las llamas que nos liberarán de este monstruo, para experimentar con aplicación, por ti mismo, que todavía pueden purificar tu alma perdida. ¡Por gracia te liberaremos de la hoguera de los herejes inmediatamente!»

Éstas fueron las últimas bendiciones que recogí de la boca del Obispo Sangriento. Confieso que por un instante me precipitaron en un abismo, en todos los horrores de la angustia y en las representaciones más espantosas. En efecto, se dice de sir Bonner que sobresale en el arte de matar tres veces a sus víctimas: la primera vez por su sonrisa, la segunda por sus propósitos, la tercera por su verdugo; esto debe ser cierto, pues este hombre me ha hecho sufrir el más terrible suplicio antes que el increíble milagro de mi liberación me haya ahorrado la tercera muerte que su mano me destinaba…

Apenas me quedé solo de nuevo con Bartlett, él rompió el silencio en el que se había sumido nuestro calabozo por los cloqueos de su risa; casi bonachón, se arrastró hacia mí:

«Déjalo correr, hermano Dee. El espanto te descompone como si tuvieras un millar de piojos y de garrapatas debajo de los pelos, por lo que veo. Pero también es verdad que he hecho lo que he podido para cortar por lo sano con toda complicidad entre tú y yo — bien veo que te has dado cuenta—, también es verdad que tú saldrás sano y salvo de esta aventura, a lo más mi asunción te quemará un poco la barba. Esto, sopórtalo como hombre.»

Incrédulo, levanté mi cansada cabeza en la que zumbaba dolorosamente el eco de todos los tormentos, de todos los horrores a los cuales había asistido. Además, como es habitual cuando el alma está agotada debido a un exceso de emociones y de tribulaciones, me encontraba con una disposición casi indiferente y por así decirlo desprendida de toda preocupación; recordaba con satisfecha sonrisa el vil terror del obispo y sus secuaces cuando vieron el «zapato de plata» de la lepra en mi compañero de condena y me acerqué por una especie de desafío, hacia el hombre marcado con ese signo.

Bartlett se dio cuenta y gruñó según su extraña manera habitual, de donde concluí que este salvaje compañero estaba conmocionado por un sentimiento que, en un hombre de cualquier otra naturaleza, se habría podido interpretar como un toque de emoción humana.

Abrochó lentamente su casaca de cuero sobre su velludo pecho al que no cubría ninguna camisa, y sin más me dijo:

«Avanza sin segundas intenciones, hermano Dee; el don de mi graciosa Dama es tal, que cada uno debe ganárselo por sus propios medios. No puedo transmitírtelo, aunque yo bien lo quisiera.»

Todavía cloqueó una vez más con su risa medio reprimida, lo que me produjo un escalofrío. Pero bien pronto prosiguió:

«Así pues, lo he hecho de la mejor manera para fastidiar al sacerdote el placer de descubrir que estábamos confabulados; pero, querido mío, no hacía nada por amor a ti; actué así porque debía en función de algo que yo sé y que no puede ser de otra manera. Pues tú eres el joven príncipe real de este tiempo, señor Dee; a ti te está prometida la corona del País Verde, la Dama de los tres imperios te espera.»

Casi me desvanezco al oír esas palabras en la boca del bandido y salteador y apenas si pude mantener mi sangre fría. Con todo, rápidamente supuse lo que había podido suceder, y creí, no sin emoción, descubrir una relación entre Bartlett ese nacido vagabundo, ese mago negro, y la bruja de la landa de Uxbridge, incluso con el mismo Mascee.

Como si hubiera adivinado mi pensamiento, Bartlett continuó:

«Conozco perfectamente a la hermana Zeire de Uxbridge, y también al maestre del zar moscovita. ¡Ten cuidado! Es un alcahuete; pero tú, hermano, ¡debes reinar, con pleno conocimiento y determinación! Las bolas roja y blanca que tú has tirado por la ventana de tu casa…»

Solté una risa rebelde:

«Estás bien informado Bartlett, ¿así el llamado Mascee trabaja también bajo el pendón de la cabeza de cuervo?»

Bartlett respondió tranquilamente:

«Que diga: "Te equivocas", o que diga: "Pueda ser", no ganarás ninguna inteligencia con ello. Pero voy a enseñarte…» y el bandido me expuso hora por hora, minuto por minuto mis hechos y gestos durante la noche en que los esbirros del obispo me habían arrestado; me indicó el lugar y la manera en que se abría el escondrijo en el que había metido todo tipo de escritos secretos con una gran prudencia y múltiples precauciones, hasta el punto de no querer confiarlos ni a mi diario. Riendo me rindió detallada cuenta de todos mis actos, tan naturalmente como si fuera yo mismo, o bien hubiera estado presente a mi lado; ningún hombre en el mundo y de ninguna manera habría podido mostrar semejante doble vista.

Ya no supe dominar mi sorpresa ni mi impresión de horror delante del martirizado jefe Ravenhead, tan superior a los dones más extraordinarios, a las prácticas y a los poderes que dominaba como jugando; le miré a la cara sin decir palabra, luego balbuceé: «Tú que no conoces el dolor, que triunfas sobre los dolores visibles del cuerpo, que, según tus propias palabras, tienes la poderosa ayuda de tu soberana y diosa, Isaís la Negra, a tu lado, tú. finalmente, que puedes ver incluso las cosas más escondidas… ¿Cómo estás ahí. Yaciendo miserablemente, cargado de cadenas, con los miembros rotos y a punto de ser presa de las llamas? ¿Cómo no escapas de estos muros mediante una operación mágica?»

En el intervalo, Bartlett había sacado de su pecho un pequeño saco de cuero que ahora tenía en su mano libre y balanceaba ante mis ojos como un péndulo. Riendo me dijo:

«¿No te he prevenido, hermano Dee, que en los términos de nuestra ley mi tiempo se ha cumplido? He ofrecido los gatos en oblación al fuego, debo a mi vez ser la víctima propiciatoria del fuego, puesto que hoy cumplo mis treinta años. Hoy soy todavía este miserable Bartlett Green a quien se puede torturar, desgarrar, quemar, y te hablo como el hijo de una puta y de un sacerdote; pero mañana, se acabó: el hijo del hombre es elevado al rango de prometido en la casa de la Gran Madre. Pues el tiempo de mi dominio ha llegado.

¡Hermano Dee, todos vendréis en compañía a fisgonear cómo gobierno en la vida eterna!… Pero para que siempre recuerdes mis palabras, para que encuentres mi camino, recibe en herencia mi tesoro terrestre y…»

Destrucciones intencionadas interrumpen aquí la continuidad del relato. Parece como si esta destrucción sea imputable a la propia mano de John Dee. La naturaleza del regalo hecho por Bartlett Green al señor Dee destaca claramente en las primeras frases de la continuación del diario que ya se halla en buen estado.

(Señales de fuego)… de manera que, hacia la cuarta hora de la tarde todos los preparativos para el desarrollo de la venganza imaginada por el Obispo Sangriento estaban terminados.

Vinieron a llevarse a Bartlett Green; y yo, John Dee, después de una media hora ya estaba sentado solo en el calabozo; muchas veces tuve en mis manos el regalo poco visible de Bartlett para examinarlo. Era un pequeño trozo de carbón puro, negro, del grueso de un dedo, tallado en forma de octaedro casi regular y normalmente pulido. Según las explicaciones y la palabra de su antiguo propietario, con tan sólo un poco de magia negra, podré ver aparecer en las caras relucientes de esta especie de espejo ya sea la imagen de un evento actual que se desarrolla en la lejanía, ya sea la representación de futuras peripecias de mi destino. Pero no vi nada semejante; sin duda a causa de la turbación de mi espíritu. El mismo Bartlett me había dicho que era totalmente contrario y nefasto en tales experiencias.

Finalmente agucé el oído y oí el ruido del cerrojo de mi calabozo. Rápidamente retorné el misterioso carbón al abrigo del viejo saco de cuero de Bartlett y éste en el forro de mi casaca.

Inmediatamente entró una escolta de soldados del obispo armados hasta los dientes y pensé, con un escalofrío de horror, que se trataba nada menos que de conducirme a la muerte sin ni tan siquiera juicio en el más corto espacio de tiempo. Se había decidido de otra manera: debía, a fin de preparar mejor y de ablandar mi alma endurecida, ser conducido muy cerca de la hoguera para que mis cabellos se chamuscasen y viera arder a Bartlett Green. Es muy posible que Satanás haya empujado al obispo a forzar por este medio, aprovechando los sufrimientos del condenado a muerte y del horror que yo manifestaría, una confesión suya o mía referente a nuestra asociación, o de obligarnos de alguna manera a traicionarnos. No podría insistir en este drama que se ha impreso en mi memoria para toda la vida, dejando en mi alma una marca como grabada  con hierro candente. Sólo quiero hacer notar, resumiendo, que el obispo Bonner recogió del espectáculo del suplicio de Bartlett Green, unos frutos totalmente distintos de los que habí
a imaginado en la voracidad de su repugnante curiosidad.

Hacia la quinta hora Bartlett puso el pie en la hoguera, tan alegre como si se le hubiera dicho que subiera al lecho nupcial; por el capricho de mi pluma reencuentro en mi espíritu sus propias palabras, le oí confiarme que hoy esperaba ser el prometido de su Gran-Madre, manera un poco irreverente de presumir su retorno al país de su alma, cerca de Isaís la Negra.

Cuando hubo subido al patíbulo, gritó fuertemente al obispo riendo: «¡Cuídese, señor cura, cuando entone el canto del retorno, en proteger su cráneo calvo, puesto que quiero humedecerlo con una gota de pez y de azufre en llamas que os trabajará el cerebro hasta vuestro cercano viaje al infierno!»

La hoguera había sido construida con un esmero y un refinamiento de una crueldad tan impensable, como nunca jamás antes se había visto, y quiera Dios que no se vea jamás otra igual en este mundo miserable. Para precisar, se había erigido sobre un húmedo montón de madera de pino que ardía muy mal, una pértiga a la que Bartlett estaba atado mediante grapas de hierro. Pero este árbol del martirio estaba rodeado hasta arriba de mechas de azufre, y una corona de pez y azufre muy voluminosa había sido enganchada encima de la cabeza del pobre pecador.

Cuando el verdugo hubo prendido la madera, un poco en todas partes, con su antorcha, las mechas de azufre se incendiaron todas a la vez y condujeron las oleaginosas llamas hasta la corona que cubría la cabeza del culpable, de manera que una larga lluvia de azufre y de pez en llamas empezó a caer gota a gota sobre él. Pero, a despecho de este abominable espectáculo, se puede decir que para este sorprendente hombre, atado a su poste, se trataba sólo de un refrescante chaparrón de primera, de un maná. No dejó en todo ese tiempo de mancillar al obispo con los más ultrajantes y virulentos sarcasmos, de manera que el pontífice sentado en su trono de terciopelo estaba mucho más en la picota que su víctima en la hoguera. Y, si hubiera podido encontrar un pretexto decente para escabullirse del papel de acusación pública, la víctima de la cual conocía sus faltas más secretas y no se privó lo más mínimo en exponerlas, sir Bonner lo habría hecho con gran alegría, renunciando con gusto a alimentarse con esta ejecución. Parecía herido por una inconcebible fascinación, incapaz de hacer otra cosa que temblar de rabia y de vergüenza contenidas y dar, con la boca espumeante, orden tras orden a sus servidores de acelerar por todos los medios una faena que primero había pensado prolongar de la más horrible manera. Sin embargo, era extraordinario ver cómo ninguno de los proyectiles que finalmente fueron copiosamente lanzados a modo de granizo sobre el supliciado lograron acallarle, era como si toda su persona fuera indestructible, invulnerable. Finalmente se amontonó madera seca y fagotes mezclados con estopa en la hoguera a fin de hacer crecer el brasero y Bartlett desapareció entre las llamas y el humo. Pero entonces se puso a cantar con una atronadora voz de regocijo, como algunas horas antes en la prisión cuando se balanceaba en el muro, y con el crepitar de la madera resonó, lúgubre y radiante a la vez, su salvaje melopea:

¡Hurra! El chorlito canta en la rama.

Después de la muda de mayo.

¡Hurra!

Nosotros cantamos, totalmente balanceado en lo alto del mástil.

¡Hurra! ¡Madre Isaís!

¡Hurra!

Un silencio de muerte había invadido el lugar del suplicio; el espanto y el horror se habían apoderado del verdugo y de los soldados, de los jueces, de los sacerdotes y de los señores que temblaban de pies a cabeza.

Era un espectáculo casi risible. Debía verse, sobre todo, a Su Señoría el obispo Bonner sentado sobre su trono semejante a un fantasma pálido, petrificado, las manos crispadas en los brazos de su sillón. Con sus huraños ojos fijos en las llamas. Cuando el último sonido de la queja expiró en la boca de Bartlett Green que ardía, vi al obispo titubear mientras lanzaba un grito de condenado. ¿Se levantó una ventolera de la hoguera? Lo cierto es que un chorro de llamas, parecidas a lenguas de un amarillo rojizo, se levantó de golpe de la hoguera, revoloteó, se dispersó en chispas y se arremolinó, subiendo oblicuamente en el cielo crepuscular hacia el trono episcopal, justo sobre la cabeza de Sir Bonner. Si una gota de azufre infernal tocó y ardió en esa cabeza, como lo había profetizado Bartlett pocas horas antes, no sabría decirlo. Se habría podido creer a juzgar por la cara revulsiva del Obispo Sangriento, y si su grito apenas fue perceptible, es quizá porque el caos de la masa de hombres que llenaba la empestada plaza impidió oírlo.

Debo añadir, para ser fiel en mi relación, que, mientras me llevaba la mano a la frente para borrar los horrores de esas horas, cuando recuperé mis cabales, un mechón de cabellos que había ardido en mi cabeza cayó a mis pies…

La noche siguiente a los horribles sucesos de ese día la pasé en mi solitaria cárcel; sólo puedo confiar a mi diario una pequeña parte de las circunstancias tan extraordinarias por las que estuvo marcada; lo que quiero decir es, pero, que esa noche permanecerá para mí siempre inolvidable, como todo lo que me ha sucedido en la prisión del Obispo Sangriento en Londres.

Durante el anochecer y la primera parte de la noche, no sólo esperaba un nuevo interrogatorio sino también la discusión en el tribunal del obispo Bonner. Mi confianza referente a las palabras proféticas de Bartlett era mediocre, lo confieso, aunque hubiera tomado una y otra vez su negro cristal para intentar descubrir, en las pulidas caras de ese insignificante mineral, una imagen de mi futuro. Pronto la oscuridad había invadido el calabozo, y a diferencia de la noche precedente, el guardián no juzgó necesario —o quizá se trataba de una prohibición formal— traer una luz a mi celda.

Después de haberme instalado para meditar, no sé hasta qué hora, sobre mi destino y el del bandido, a quien suspirando envidiaba por haber terminado, sea lo que sea, con toda especie de males y cautiverio ulterior, me hundía hacia medianoche en la pesada somnolencia del agotamiento.

Me pareció entonces que la pesada puerta de mi in pace se abría de una manera totalmente inexplicable y que Bartlett entraba sin ninguna ceremonia o preparativo particular, bien plantado, derecho, de estatura casi imponente, muy alegre y desbordante de facultades, lo que me llenó del más profundo estupor, tanto más que mi conciencia, que permanecía despierta, no dejaba de tener en cuenta ni un instante el hecho que había sido, pocas horas antes, juzgado y quemado. Rápidamente le hablé con un calmado tono y le preguntaba, en nombre de la Trinidad, si se reconocía por un fantasma o por Bartlett Green en persona, aunque despachado a aquí de manera sorprendente por otro mundo.

Sobre ello, Bartlett, con su risa habitual, que le subía de lo más profundo de su pecho, respondió que no era ningún fantasma, sino el verdadero Bartlett Green sano y floreciente, que además no venía de otro mundo, sino de este, el actual, del que en adelante habitaba el revés, pues no hay «Más Allá», sino que en todas partes donde la vida se desplega, hay un mundo único que reviste muchos, sino innumerables aspectos y medios de penetración, de manera que el suyo difería evidentemente un poco del mío.

Esto no son más que balbuceantes proposiciones muy por debajo de la claridad, de la simplicidad de la evidencia que habría querido describir y que, en ese instante de lucidez semiconsciente, me imaginaba poseer; pues mi comprensión de la realidad de la que hablaba Bartlett se bañaba por así decirlo en la luz del sol, de manera que los secretos del espacio, del tiempo, de la constitución del ser, aparecían diáfanos y se ofrecían a mi espíritu. Bartlett me inculcó en esas horas un muy notable conocimiento de mí mismo y de mi futuro que he conservado preciosamente hasta el último detalle.

Y si esa noche todavía podía dudarlo, temer una ilusión, si podía creerme el juguete de un sueño mentiroso, ahora ya estoy tan plenamente instruido por el cumplimiento extraordinario y perfectamente irracional de sus profecías que al contrario, estaría loco si hoy concediera menos crédito a lo que me ha anunciado para el mañana. Sólo un punto permanece para mí insoluble: el motivo que empujaba a Bartlett Green a ocuparse de mis asuntos con esa conciencia y a tomarme totalmente bajo su benefactora dirección; pues hasta este día jamás ha manifestado ninguna veleidad de perjudicarme ni tomado aires de corruptor infernal; por otra parte yo habría sido un hombre capaz de chillarle un potente y enérgico vade retro Satanás, para que sea engullido por ese infierno al cual habría pretendido arrastrarme.

Desde la eternidad su vía no es la mía; y siempre tomo buena nota que no actúa para hacerme bien, sino para ajustarse a un programa que se le ha, por así decirlo, indicado con el dedo.

Instado por mis preguntas, me declaró, esa famosa noche, que quedaría libre a la mañana del día siguiente.

Y mientras que, totalmente incrédulo, dadas las circunstancias y la gratuidad de sus afirmaciones, le hacía sufrir un estrecho interrogatorio, queriéndole demostrar la patente absurdidad y la inverosimilitud de lo que me prometía, él cloqueó con su característica risa, exactamente como en vida, y dijo:

«¡Hermano Dee, eres un imbécil. Ves el sol de cara y rechazas el testimonio de tus ojos! Pero ya que sólo eres un novicio en el Arte, un trozo de mineral puede tener para ti más valor que una palabra viva. Toma pues mi regalo cuando estés despierto y contempla lo que tu conciencia no es capaz de atrapar al vuelo.»

Indicaciones importantes, que yo no sé formular, concernientes a la conquista de Groenlandia y la urgencia, incluso la imperiosa necesidad de esta empresa para el conjunto de mi futuro destino, constituyeron lo esencial de su enseñanza. También debo mencionar que Bartlett Green, en el curso de sus visitas ulteriores —y todavía me visita a menudo— no ha dejado de mostrarme, con una constancia y una firmeza siempre mayores, esta vía y no otra para llegar a mi meta suprema, al objeto de mis esfuerzos más ardientes; en primer lugar, me afirmó, obtendré la corona de Groenlandia; ¡y ya empiezo a comprender la advertencia!… Luego me desperté: la luna menguante lucía alta en el cielo de manera que un cuadrado de luz de un blanco azulado se proyectaba desde la pequeña ventana hasta mis pies. Poseído por un creciente deseo saqué de su saco el  cristal de carbón y lo puse en ese haz de luz lunar, presentando una de las caras del espejo oscuro a la claridad del astro. Se produjeron reflejos azulados, luego de un negro ca
si violeta y durante largo rato, aparte de esta observación, no pude descubrir nada. Pero de pronto subió a lo largo de mi cuerpo una singular calma, perceptible, y el cristal negro dejó de temblar en mi mano, pues mis dedos se habían tornado firmes y seguros así como el resto de mi persona.

La luz de la luna sobre el cristal se cargó de iriscencias, luego se elevaron volutas de opalescencia lechosa, que siempre iban deslizándose hasta formar, en la cara del espejo, un contorno luminoso, una especie de imagen, primero minúscula, semejante a un juego de gnomos a la claridad de la luna. Con rapidez, sin embargo, la imagen se extendía en anchura y en profundidad, la visión escapó al espacio permaneciendo concreta, y yo me encontraba dentro. Y vi…» (Señales de fuego).

Una vez más el texto del diario ha sido aquí destruido cuidadosamente, pero el pasaje suprimido no es largo. Según puedo juzgar, mi antepasado, con su propia mano, ha hecho de manera que sea ilegible. Parece que le ha venido la idea, después de haberlo redactado, de no dejar su secreto en manos de un lector inoportuno, pues podía ser peligroso después de su aventura en la Torre. Hay un fragmento de carta insertado en este lugar. Sin duda alguna mi primo Roger lo ha sacado de otra parte y puesto ahí en el curso de su trabajo, pues lleva sin error posible una nota de su escritura.

Todo lo que queda de un documento relativo al secreto de la liberación de John Dee después de su encarcelamiento en la Torre.

En cuanto al destinatario de esta carta, el estado actual del fragmento no permite determinarlo, lo que tampoco tiene importancia, pues echando una mirada en la vida de John Dee, a la luz de este fragmento, muestra que nuestro héroe debe su liberación a la princesa Elizabeth.

Doy aquí el contenido integral:

«…siendo cierto para mí (John Dee) que os confío, como único hombre en la tierra digno de ello, el secreto más sublime y a la vez más peligroso de mi vida. Y aunque no tuviera otro motivo, debo obrar así en todas mis empresas pasadas y futuras, para el honor y la gloria temporal de nuestra graciosa Soberana, Su Virginal Majestad Elizabeth, mi Gran reina.

Seré, pues, muy breve.

Cuando la princesa real tuvo conocimiento de mi desesperada situación, hizo llamar —con una bravura y una prudencia que ciertamente no hubiera podido esperarse en una niña de su edad— a nuestro amigo común Leicester; pidió que le dijera, palabra de caballero, hasta donde llegaban sus buenas disposiciones, su amor y su lealtad hacia mí. Cuando hubo constatado que estaba dispuesto a todo, resuelto a sacrificarse él mismo si era necesario, se puso en acción, con un coraje inaudito, para asegurar mi liberación. También quisiera poner simplemente en evidencia, minimizando mi importancia y no sabiendo fundar mejor mi admiración, un hecho que bien puedo atestiguar: saber que el desprecio del peligro, su juvenil presunción, incluso su loca audacia, rasgos de su naturaleza que a veces se le han podido reprochar, le han empujado a hacer lo que parecía imposible y que sin embargo, era el único medio de lograr mi salvación. Sirviéndose de llaves verdaderas y falsas —¡el cielo sabe quién se las había puesto en las manos!— se introdujo durante la noche en la cancillería de Estado del rey Eduardo, el cual, justamente en esa época, mantenía con el obispo Bonner unas buenas relaciones de amistad y trabajo.

Encontró y abrió el cofrecillo que contenía el papel oficial con el anagrama del rey y redactó, imitando con osadía su escritura y rúbrica, la orden de liberarme inmediatamente; puso el sello privado de Eduardo, siempre guardado bajo llave con celosas precauciones, y que había, por un prodigio inconcebible, descubierto.

Todo fue ejecutado con una circunspección, una astucia, y al mismo tiempo una audacia tan sorprendentes que nunca la menor duda pudo levantarse sobre el documento. Sí, el mismo rey Eduardo, cuando más tarde vio este autógrafo, quedó tan trastornado por el escalofriante testimonio de la magia de ese espécimen de su escritura —del que no tenía la menor idea— que ha preferido callarse y reconocerlo por suyo. Nos podemos preguntar si no descubrió la falsificación y si no prefirió resignarse sin decir palabra, para no verse obligado a confesar que semejante acto se había podido perpetrar con tanta impudencia y premeditación desde su entorno inmediato. En resumen, a la mañana del día siguiente, al levantarse el sol. Robert Dudley —más tarde duque de Leicester—produjo gran alboroto en el despacho del obispo Bonner y presentó la carta que le calificaba para sustraer inmediatamente al prisionero del tribunal eclesiástico en los términos que daba la orden. ¡Y la cosa resultó!

Nunca he podido saber, ni nadie, lo que contenía el pretendido escrito de la mano del rey Eduardo, ¡concebido y redactado por una infanta de dieciséis años! Sé que el Obispo Sangriento, pálido y con todo el cuerpo temblando, dio la orden a su guardia personal, ante la presencia de Dudley, quien representaba al rey, de devolverme la libertad. Es todo lo que me atrevo a confiaros, mi muy querido amigo. Y comprenderéis a través de estas veladas confidencias, que os confío dudando, el carácter de este "lazo eterno" del que ya os he hablado diversas veces referente a nuestra muy graciosa y serenísima reina…»

Aquí termina el fragmento de la carta.

En el diario de John Dee, en el dorso de las frases tornadas ilegibles, figura solamente este párrafo:

Esa misma mañana, la predicción de Bartlett se cumplió en todos sus puntos; fui sacado de mi molesta postura sin tergiversaciones ni dilación, y conducido, por mi amigo de juventud y compañero Leicester, de la Torre a un lugar seguro donde el obispo Bonner difícilmente podía suponer mi presencia, aún menos irme a buscar, en el caso que la natural versatilidad de su persona le hubiera hecho lamentar su conducta. Hasta aquí llegaré con mis comentarios, y no cometeré la temeridad de pretender explicar el fin del fin y dar la secundam rationem a las impenetrables vías de Dios. Sólo revelo que la maravillosa y casi increíble audacia de mis salvadores, su destreza, fue ayudada, además de una evidente asistencia divina, por la turbación que se apoderó del alma del obispo Bonner después del suplicio de Bartlett Green. Para precisar, sé directamente de su capellán, poco importa cómo, que esa noche el obispo no había pegado ojo; que empezó a pasearse a lo largo y a lo ancho de su gabinete durante horas, dando muestras de la confusión más total: que después había caído en una especie de delirio muy extraño en el curso del cual había manifestado un espanto indescriptible.

En un tono casi suplicante había mantenido con un visitante invisible discursos incomprensibles y sostenido contra toda suerte de imaginarios demonios un horrible combate de varias horas: finalmente chilló muy fuertemente: «Reconozco que no tengo poder sobre ti, reconozco que el fuego me devora, ¡el Fuego! ¡el Fuego!» después de ello el capellán, que se había precipitado hacia él, lo encontró en el suelo, desvanecido. No insistiré sobre otros rumores que me han llegado referentes al presente caso. Lo que he sabido es tan abominable que mi alma y conciencia temerían morir de espanto si solamente intentase reunir mis fuerzas y ponerlo sobre el papel.

Así termina la relación de John Dee consagrada al Zapato de plata de Bartlett Green.

* * *

Dos días de vida campestre y de vagar por la montaña me han rehecho. De repente resolví abandonar mi escritorio y su orientación así como el meridiano, las reliquias comidas por los gusanos del antepasado Dee, y me he arrancado, como si de una cárcel se tratara, de la influencia de mi casa y de mi trabajo.

¿No es placentero, me decía, durante la primera hora que con mi paso hacía sonar los matorrales de los contrafuertes, que sienta las exactas sensaciones que debió experimentar John Dee cuando se paseaba en el llano escocés, después de haber escapado de su prisión? Y sonreí ante la idea que me pasaba por la cabeza:

John Dee debía sentir el corazón tan alegre, tan exaltado, casi saltando de su pecho por el sentimiento de su nueva libertad, como yo, aproximadamente trescientos cincuenta años más tarde, cuando pisó el suelo de una landa análoga a la que hoy correteo en Alemania del Sur. Debía ser en Escocia, más o menos en la región de Sidlaw Hills, de la que he oído hablar muy a menudo a mi abuelo. Esta asociación de ideas no tiene nada de sorprendente, pues, en nuestra infancia, este abuelo anglo-estiriano nos subrayaba muy a menudo la afinidad del carácter, las analogías que existían entre los altos llanos escoceses y los que anuncian las regiones montañosas de Alemania.

Y mi ensueño seguía su curso.

En mi casa me veía enclaustrado, pero no como alguien que se encierra para escrutar el pasado, no; yo estaba allí, sentado en mi mesa, en vilo, semejante a una piel vacía, a una larva de insecto que, después del invierno y la metamorfosis, permanece pegada al lugar de su muerte, de donde alegremente me escapé para transformarme en retozona mariposa acabada de nacer, y aprovechar allá arriba en los brezos rosas mi libertad totalmente nueva. Era tan fuerte la representación engendrada por ese sentimiento que experimentaba un verdadero horror ante la idea de volver a la vida cotidiana de mi casa. Se me ponía la carne de gallina imaginando la piel realmente vacía e instalada para siempre en mi mesa, y a la que debía reintegrarme, como un doble gris, para sumergirme de nuevo en mi pasado.

Esas caprichosas fantasmagorías se desvanecieron rápidamente cuando llegué a mi casa, pues en la escalera choqué con Lipotine que bajaba después de una visita infructuosa. No quise dejarlo marchar, sino que, aunque la fatiga del viaje me abrumaba, lo conduje al punto a mis apartamentos. A quemarropa, con su habitual vivacidad, sació el deseo que había en mí de hablar con él acerca de la princesa, de Stroganof, y para decirlo todo, de…

Ciertamente, Lipotine me acompañó y permaneció toda la tarde cerca de mí.

¡Una tarde memorable!. O, para ser más exacto, una memorable conversación degenerada en tarde, pues Lipotine estaba más hablador que de costumbre y daba libre curso a cierto humor chistoso, que a veces había notado, de modo que me aparecían en él muchos rasgos nuevos o, al menos, diferentes de los que mostraba de ordinario.

Me habló de la muerte del barón Stroganof, tan rico en resonancias filosóficas, y de sus propios tráfagos, en tanto que ejecutor testamentario de una herencia que consistía en dos o tres piezas de ropa que habían permanecido colgadas en su habitación como… larvas de mariposa. Me impresionó ver usar a Lipotine una imagen idéntica a la que no abandonó mi espíritu durante mis días de peregrinaciones. Y pensamientos rápidos, fugaces, hacían desfilar en mí su procesión de hormigas; me preguntaba si la aventura de la muerte no se dirige un poco a franquear una puerta dando acceso a la libertad mientras permanece donde estaba el capullo vacío —vestido del que se desembaraza— piel, que ya en el curso de nuestra vida —como lo había aprendido en mi reciente experiencia— a veces abandonamos como una envoltura extranjera que nos inspira horror, el horror que experimentaría un muerto si fuera invitado a volver a entrar en su cadáver…

En el ínterin, Lipotine hablaba de unas y otras cosas, con su descosida manera un poco irónica, pero esperaba en vano que dirigiera por él mismo la conversación hacia la princesa Chotokalouguine. Una rara timidez me retuvo mucho tiempo a incitarle sobre ello pese a mi deseo; finalmente la impaciencia pudo más, y mientras preparaba el té, le pregunté sin más rodeos cual había sido su intención al enviarme la princesa y cómo se le había ocurrido decirle que me había vendido una antigua arma.

—¿Y por qué no os habría vendido una? —respondió Lipotine con toda la serenidad.

Ese tono me irritó; repliqué, con más vivacidad de la que hubiera deseado:

—¡Pero, Lipotine, debéis saber, sin embargo, si me habéis vendido o no algún antiguo hierro de lanza persa o Dios sabe de donde! Es más: sabéis perfectamente que nunca no…

Me interrumpió con, en el tono, una inalterable indiferencia: «No es necesario decir, noble amigo, que os he vendido la lanza».

Sus párpados se bajaron: sus dedos amontonaban briznas de tabaco para meterlas en la punta del cigarrillo. Todo en su actitud expresa la evidencia. Pero comencé de nuevo:

—¡Bromeáis, amigo mío! Nunca os he comprado una cosa semejante. ¡Nunca he visto en vuestra casa sea lo que sea que se parezca! ¡Os equivocáis de un modo tal que apenas si puedo comprenderlo!

—¿Seguro? respondió Lipotine indolentemente. Entonces, es que os he vendido el arma anteriormente.

—¡Nunca! !Ni ahora ni antes! !Recobraos! !Antes! !Qué queréis decir! ¿Cuánto hace que nos conocemos
en total? ¡Seis meses! ¡Ciertamente debéis, para un lapso de tiempo tan corto, ser capaz de reunir vuestros recuerdos!

Lipotine me dirigió por lo bajo una mirada oblicua y declaró:

—Cuando dije «anteriormente», quise decir: en una vida anterior, en otra encarnación.

—¿Qué queréis decir? ¿En una…?

—En una encarnación precedente, —repitió claramente. Creí descubrir un matiz de burla en su voz; y le repliqué en el mismo tono de rechifla:

—¡Ah! ¡Seguramente! —Lipotine guardó silencio.

Pero quería saber porqué me había lanzado la princesa encima, y volví a la carga:

—También os agradezco el haberme permitido conocer una dama que…

Él meneó la cabeza. Yo proseguí:

—Desgraciadamente la mistificación que habéis considerado necesaria me ha puesto en un embarazo.

Quisiera, en lo que esté en mi poder, ayudar a la princesa Chotokalouguine a procurarse el arma que desea…

—¡Pero si está en vuestra posesión! —aseguró Lipotine con una hipócrita serenidad.

—¡Lipotine, hoy hablaros es imposible!

—¿Por qué, imposible?

—¡Es para volverse loco! Mentís a una dama, le dais la falaciosa esperanza de hallar en mi posesión un arma…

—Que yo os he procurado.

—¡Que hombre! Me habéis dicho hace un instante…

—Que era en el curso de una encarnación precedente. ¡Eso puede ser! —Lipotine puso cara de volver a sus reflexiones y gruñó:

—Puede suceder que se inviertan los siglos.

Vi que no había nada que hacer esta tarde para hablar seriamente con el anticuario. Estaba, sin decirlo, un poco irritado. Pero necesitaba sus consejos y le dije, en un tono de broma un poco seco:

—¡Lástima que no pueda enviar a la princesa a la encarnación precedente del precioso objeto que ella busca con tanto ardor!

—¿Por qué no? —interrogó Lipotine.

—Porque la princesa no aprobaría ciertamente vuestra escapatoria tan cómoda como filosófica.

—¡No digáis eso! (Lipotine soltó una risa). La princesa es rusa.

—¿Y qué?

—Rusia es joven. Muy joven aún, para lo que piensan algunos de vuestros compatriotas. Más joven que todos nosotros. Pero Rusia también es vieja. Muy vieja. Nadie se sorprende de ello. Nosotros podemos llorar como recién nacidos y computar los siglos como los tres viejos de la barba de plata en su isla en medio del mar.

Conocía este orgullo eslavo. No pude reprimir un acento burlón:

—Ya sé, los Rusos son el pueblo de Dios en la tierra.

Y Lipotine riéndose burlonamente:

—Quizá. En efecto, están a la entera disposición del diablo. Por lo demás, todo ello no hace más que un mundo.

Mi necesidad de dejar en ridículo esta filosofía forjada a base de té y de cigarrillos, que es la enfermedad nacional rusa, se duplicó. Respondí:

—¡Sabiduría digna de un anticuario! Las cosas del pasado, no importa de qué época sean, cuando caen en nuestras manos hoy vivas, nos enseñan la nada del espacio y del tiempo, que sólo estamos sujetos…

Tenía la intención de contarle precipitadamente un cúmulo de banalidades semejantes, encadenadas sin ningún orden unas detrás de otras para cortarle sus alas de filósofo, pero me interrumpió sonriendo y con un leve movimiento hacia adelante de su cabeza de pájaro:

—Puede ser, me dijo, que las antigüedades me hayan instruido. Por otra parte, la más venerable antigüedad que yo conozco, soy yo mismo. En realidad me llamo: Mascee.

No hay palabras para describir el espanto en el que me sumergió esta declaración. Por un instante me pareció que mi cabeza se transformaba en una masa nebulosa y flotante. Una agitación casi imposible de dominar me poseía y sólo conseguí imponer a mi fisonomía una banal expresión de sorpresa y curiosidad mientras le preguntaba:

—¿De dónde conocéis este nombre, Lipotine? ¡No podéis imaginaros hasta qué punto me interesa! En verdad este nombre no me es totalmente desconocido.

—¿De verdad? —dijo lacónicamente Lipotine. Su rostro se mantuvo impenetrable.

—Si. Este nombre y quien lo lleva, debo confesarlo, me preocupan mucho desde hace un cierto tiempo…

—¿Desde vuestra más tierna infancia? —se burló.

—¡Sí, seguro! —me apresuré a responder. Desde que tengo estos… estos…

Di involuntariamente dos pasos hacia mi escritorio en el cual se hallaban escampados en desorden los materiales de mi trabajo; Lipotine vio todo ello y no tuvo dificultad en sacar sus conclusiones. Me interrumpió con una evidente expresión de satisfacción:

—¿Queréis decir desde que tenéis en vuestra posesión estos documentos y notas sobre la vida de un cierto John Dee, Mago negro e Iluminado del tiempo de la reina Elizabeth? Es cierto, Mascee también ha conocido a ese personaje.

Sentí cómo la impaciencia me dominaba.

—¡Oídme ahora, Lipotine! —dije—, ya os habéis burlado bastante de mí por esta tarde. Os transijo los otros jeroglíficos, pongámoslos en la cuenta de vuestro buen humor, pero ¿cómo habéis llegado, cómo habéis descubierto este nombre: Mascee?

—Pero, si yo creía habéroslo ya confiado… dijo impasible e indolentemente Lipotine.

—Sí, un ruso. El «maestro del zar», así le llaman en ocasiones los documentos.

—¿Pero vos? ¿Qué tenéis que ver con él? —Lipotine se levantó, encendió un nuevo cigarrillo:

—¡Chanza, querido! Se conoce al maestro del zar en… nuestro círculo. ¿Qué habría de imposible en que una familia de anticuarios como la mía descienda de ese Mascee? Pero naturalmente no es más que una suposición, mi muy noble amigo, ¡una simple suposición!

Y tomó su abrigo y sombrero.

—He aquí algo en verdad divertido, exclamé. El «maestro del zar». ¿Conocéis por la historia de vuestropaís esta singular figura? Surge también de viejos textos y documentos ingleses, y por así decirlo, se introduce en mi vida…

Las palabras me venían a la boca sin hacerlo expresamente.

Pero Lipotine me tendió la mano derecha mientras con la izquierda asía el picaporte de la puerta:

—Por así decirlo en vuestra vida, mi muy noble protector. Ciertamente, sois, en la espera, simplemente inmortal. Pero él… (Lipotine dudó, guiñó el ojo y me apretó otra vez la mano.) Él, digamos para más simplicidad «yo», sabedlo, yo soy eterno. Toda criatura es inmortal, sólo que no lo sabe o lo olvida y cuando viene al mundo o lo deja es porque no puede sostener que posee la vida eterna. Quizá otra vez volveremos a hablar de ello. Espero que durante mucho tiempo todavía nos mantendremos codo a codo. Así que, ¡hasta pronto!

Y bajó la escalera.

Yo quedé ahí turbado y aturdido. Meneando la cabeza me esforzaba en reflexionar. ¿Estaba Lipotine ebrio? Un cierto destello en su mirada me había hecho suponer varias veces que había bebido. Pero propiamente ebrio nunca lo había visto. Tenía el espíritu un poco trastornado, pero lo tiene desde que lo conozco. ¡Con un destino de destierro y setenta años, hay con qué perturbar las energías del alma! ¡Como mínimo es singular que también sepa algo sobre el «maestro del zar», y que le esté, a fin de cuentas, emparentado, si tenemos en cuenta sus palabras! ¡Me gustaría que me dijera qué sabe realmente de este hombre! Pero, ¡maldición! En el asunto de la princesa no he dado ni un paso.

Esperemos un día más favorable y disposiciones más sensatas. Lipotine habrá de facilitarme esclarecimientos y una mejor respuesta. ¡No me dejaré tratar más como a un burro! ¡Y ahora al trabajo!

* * *

Fiel a mi resolución, meto la mano sin mirar en lo hondo del cajón que contiene el envío de John Roger, y saco un cuaderno encuadernado en cartón. Presumo, al abrirlo, que, según todas las apariencias, debe formar parte de una serie de cuadernos semejantes, pues el relato empieza directamente sin título. De tiempo en tiempo, se señala una fecha. La escritura, aunque muy cambiada con relación a la del Diario, es incontestablemente la de John Dee.

Empiezo la transcripción:

Memorias de John Dee, esq, escritas durante el período de su madurez. En el año de gracia 1578

Hoy, día de la fiesta de la Resurrección de Nuestro Señor, yo John Dee, he abandonado de buena mañana mi cama y me he deslizado sin ruido fuera de mi habitación para no turbar el sueño de mi mujer Jane —mi mujer actual, mi segunda mujer— y de Arthur, mi muy querido hijo.

Algo me ha empujado a escaparme de nuestra alquería, en la dulzura plateada de esta primavera que se despertaba, pero no sabría dar la razón de este algo, sino que estaba ligada al trágico recuerdo de esta misma mañana de Pascua, tal como había empezado para mí hace veintiocho años.

Tengo numerosos motivos para agradecer aquí, sinceramente y desde el fondo del corazón, la suerte impenetrable, o para decirlo mejor, al Dios misericordioso, cuya Providencia me permite hoy, a mis casi cincuenta y siete años, saborear, en posesión de todas mis facultades físicas y espirituales, la dulzura de la vida, y contemplar cómo en el horizonte se levanta el sol en su majestad.

La mayor parte de los que antes querían mi vida han muerto, y sir Bonner, el Obispo Sangriento, tan sólo es un objeto de repulsión para el pueblo cuando se evocan las historias del pasado, o un coco con el que las nodrizas amenazan a los niños malos.

¿Pero qué me ha sucedido? ¿Qué ha sido de la profecía y de los ardorosos deseos concebidos por mi espíritu en los días de mi fogosa juventud…? Apenas si puedo imaginar el paso de los años con su contenido de proyectos, de ilusiones y de fuerzas prodigadas.

Removiendo semejantes pensamientos, que por otra parte se imponían en mí desde hacía tiempo, andaba por el borde del pequeño curso de agua que dio un día su nombre a nuestro tronco: el rio Dee; o más modestamente el arroyo Dee, que mucho me recuerda, con su cómico fluir de prisa, el curso acelerado de todos nuestros asuntos humanos. Llegué, con estos pensamientos, al lugar donde el arroyo encierra con su multiplicado serpenteo la colina de Mortlake; luego sus aguas se expanden en la oquedad de una antigua cantera de arcilla, hasta formar una especie de estanque cubierto de cañas que se desposaba con la pendiente del ribazo. A primera vista parece que el Dee acabe ahí su curso y se complazca en ese charco donde se pierde.

Me paré, en contemplación, ante las cañas dulcemente agitadas que cubrían ese paraíso de los sapos. No sé cuánto tiempo duró mi ensoñación. Reflexiones que no tenían nada de agradables se impusieron en mí y tomaron la forma de una pregunta lacerante que sentía detrás de mi frente: ¿no era ese el destino de John Dee, mi destino, el que reflejaba el rio Dee, como para poner el símbolo ante mis ojos? Una rápida carrera, y prematuramente, una ciénaga, una agua estancada, culebras de agua, sapos, ranas, juncos, y arriba, en la tibieza de la luz del sol, las vueltas y revueltas de una libélula de alas tornasoladasy suntuosas como una pedrería:

atrapad al vuelo esta ilusoria maravilla, tendréis en la mano un vil gusano de alas vidriosas.

Mientras así soñaba, mi mirada se cruzó con una gran larva gris oscura, que con el creciente calor de la primaveral mañana, estaba justamente a punto de despuntar en una joven y todavía húmeda libélula. Bien pronto, el insecto, tiritando, se despegó de su lecho de cañas amarillentas, en el cual quedó abandonada la crisálida, espectral, casi lacerada por ese combate que se asemejaba a la angustia de la muerte y la del nacimiento. Los cálidos rayos del sol secaron bien pronto sus frágiles alas. Después de varios intentos tomó impulso, se expandió con gracia, mediante un continuado y fantástico frotamiento de sus patas traseras, se  puso a vibrar con ardor, y con un último esfuerzo el pequeño y zumbador elfo alzó el vuelo, resplandeciente, y se perdió un instante después, con un vuelo tembloroso entre las felices profundidades de la atmósfera.

Pero la larva muerta permaneció rígida en las cañas marchitas que flotaban en el cieno del estanque.

«Este es el secreto de la vida, pronuncié en voz alta. Así el principio inmortal ha cambiado una vez más de piel, así la triunfante voluntad se ha arrancado, una vez más, de su prisión para seguir su vocación.»

Y me vi de pronto llevado hacia atrás en medio de una larga serie de imágenes que llenaban mi pasado; me vi en la Torre, agachado cerca de Bartlett Green; leyendo viejos papeles y cazando liebres en la montañosa guarida de Robert Dudley en Escocia; en Greenwich confeccionando un horóscopo para la joven Elizabeth, la feroz, la irreductible; en Ofen, en Hungría, componiendo sentencias y elogios para el emperador Maximiliano; urdiendo, durante meses, secretos a voces con Nicolás Grudius, secretario oculto del emperador Carlos y con adeptos rosacruces más ocultos aún. Me vi en carne y hueso, enredado en miles y miles de burlescas aventuras, miles y miles de devoradoras angustias que me reducían al desespero y me cegaban el espíritu: enfermo en Nancy, cuando era huésped del duque de Lorraine; en Richmond, ardiendo de deseos amorosos, en un delirio de proyectos y de esperanzas para esta criatura ardiente y fría a la vez, pronta a decidirse como el relámpago o a eternizarse en supuestas dudas, por ella… por ella…

Y me vi en la cabecera de la cama de mi primera mujer, de mi enemiga, la funesta Ellionor, mientras ella se debatía contra la muerte; vi cómo la abandonaba a su agonía para correr en el parque de Mortlake, hacia ella, hacia ella, hacia Elizabeth.

¡Larva! ¡Disfraz! ¡Fantasma!. Yo soy todo eso; no soy nada de todo eso; soy el gusano grisáceo que se corrompe en la tierra entre sus rabiosas garras, tanto aquí como allá, para dar nacimiento al Otro, al Arcángel, al verdadero John Dee, el conquistador de Groenlandia, el hacedor de mundos, el joven príncipe real! ¡Una y otra vez ese gusano retorciéndose, y nunca la prometida! ¡Oh juventud! ¡Oh fuego! ¡Oh mi reina!

Este paseo matinal, era el paseo crepuscular de un viejo hombre de cincuenta y siete años que a los veintisiete había creído poder apoderarse de la corona de Inglaterra y subir al trono del Nuevo Mundo.

¿Y qué ha sucedido a lo largo de estos treinta largos años, desde que ocupé en París la silla más apreciada, teniendo por discípulos a sabios y por asiduos oyentes a un rey de Francia y a un duque? ¿En qué trampa el águila se ha cogido las alas, cuando tendía hacia el sol? ¿En qué redes se ha enredado, de manera que comparte su suerte con los mirlos y las codornices, la suerte de las aves de corral? ¡Debe agradecer todavía al cielo el no haber acompañado a los zorzales fritos en la sartén!

En la serenidad de esta mañana de Pascua, he visto pasar toda mi vida ante mí: pero no de la manera que ordinariamente se habla de los recuerdos del pasado; no, me he visto en carne y hueso «detrás de mí» habitando el envoltorio larvario de cada periodo, y he sufrido la tortura de volver a entrar en cada una de esas formas corporales abandonadas desde el principio de mi vida consciente hasta hoy. Esta vuelta a través del infierno de mi inanidad no ha sido sin embargo inútil, ya que de repente he sentido la estupefacción de ver claro, como si un sol cegador iluminase el sendero de mis vagabundeos. Y he juzgado saludable sacar provecho de la lección de hoy y contar lo que he visto. He aquí, pues, la recapitulación de lo que me ha sucedido durante los últimos veintiocho años.

Retrospectiva.

Roderick el Grande, de Gales, es mi bisabuelo y Hoël Dhat el Bueno, elogiado desde siglos en las canciones populares, es la gloria de nuestra raza. Así mi sangre es más antigua que la de las «dos Rosas» de Inglaterra, y tan real como la de todos los príncipes que han podido solicitar el trono.

Que los dominios del conde de Dee, al tiempo que su título, hayan sido dispersos, troceados y perdidos no quita nada a la gloria de nuestra sangre. Mi padre, Rowland Dee, barón de Gladhill, hombre de costumbres liberales y de carácter feroz, sólo había sabido conservar de la herencia ancestral la fortaleza de Deestone y una hacienda de pasable extensión, la renta de la cual bastaba apenas para satisfacer sus brutales pasiones, al tiempo que su singular ambición: educarme, a mí, su único hijo y el último de la vieja raza, para dotar a nuestra casa de una nueva sangre y de una nueva gloria.

Quería reparar conmigo las faltas de su padre y de sus ancestros. También, en lo que se trataba de mi futuro, hizo todo lo que estaba en su mano; sólo me conocía someramente, éramos tan dispares de temperamento y carácter como el agua y el fuego, le debo la expansión de mis tendencias y la realización de mis deseos, que le eran bien extraños. Este hombre que execraba los libros y que no tenía suficientes sarcasmos para todo tipo de ciencia, favoreció tanto como pudo mis dones intelectuales; un repentino orgullo le llevó a concederme la educación más escogida que pudiera darse en Inglaterra a un hombre rico y de alto rango. En Londres y en Chelmesford me puso entre las manos de los más eminentes maestros de la época.

Completé mi instrucción en St-John's College, en el círculo de los espíritus más distinguidos y versados en las artes. Y cuando, a la edad de veintitrés años y no sin honor, hube obtenido el título de bachiller de Cambridge, que no se puede comprar ni obtener fraudulentamente, mi padre dio una fiesta en Deestone, y no temió tener que hipotecar un tercio de sus bienes para poder pagar las deudas verdaderamente reales que había contraído para la ocasión. Poco después murió.

Mi madre, una mujer tranquila, fina, melancólica, había muerto ya hacía mucho; me vi de pronto, con veinticuatro años, heredero único e independiente de unos dominios todavía imponentes y de un título de brillo secular.

Si más arriba he subrayado tan netamente el contraste de nuestras dos natrualezas, es sólo para hacer resaltar el milagro sucedido en el alma de un hombre al que sólo le gustaban las armas, el juego, la caza, el vino y que pudo conceder suficiente valor a las siete artes liberales, aunque las despreciara, para esperar —y esperar de mi inclinación por ellas— un incremento de la gloria de nuestra casa, suficientemente probada por la desgracia de los tiempos. Pero no quiero decir que no haya heredado una buena parte de la salvaje, indomable y desenfrenada naturaleza de mi padre. Las pendencias y la bebida, y muchos rasgos menos confesables de mi carácter, ya me habían puesto, apenas pasada la adolescencia, en situaciones a veces muy  escabrosas, hasta hacerme correr graves peligros. Entre esas aventuras a las que me lanzaba con la exhuberancia de la juventud más que con la audacia, mi relación con los Ravensheads no fue quizá la más penosa, pero dio a mi vida una orientación fatal.

Sin preocuparme por el mañana, mi deliberada preferencia por la vida aventurera me incitó, desde la muerte de mi padre, a confiar la casa y las tierras a mi regidor, para viajar como un señor, sobrepasando con mucho mis modestas rentas. La gran vida, las universidades —y también, para decir verdad, la gran fama de conocimientos oficiales y ocultos que entonces se les asociaba— me llevaron a Lovaina y a Utrecht, a Leyden y a París.

El gran matemático Cornelius Gemma. Frisius, el digno continuador de Euclides en el país del Norte. El muy famoso Gerhardus Mercator, el primero entre los geógrafos y los astrónomos de mi tiempo, fueron ahí mis maestros. Volví a mi casa con la reputación de un físico y de un astrónomo al lado del cual nadie en Inglaterra podía compararse. ¡Y tenía veinticuatro años! No me sentía poco orgulloso, y mi orgullo, tanto el natural como el hereditario, encontraban en esta constatación el alimento que deseaban.

El rey no quiso fijarse en mi juventud ni en mis extravagancias y me nombró profesor de griego en el colegio de la Santa Trinidad en Cambridge, al que tenía una afición y protección particular: ¿qué distinción habría halagado más mi vanidad que la de enseñar en la misma cátedra que anteriormente había penado como escolar?

Maestro, entre jóvenes de mi edad cuando no mayores, mi collegium graeciae* habría sido mejor llamarlo collegium Bacchi et Veneris**. Y ciertamente me pongo a sonreír cuando evoco hoy esa representación de la Paz de Aristófanes el Viejo, el dios de la comedia; fue representada por mis alumnos y compañeros y puesta en escena milagrosamente por mí mismo. Construí, siguiendo las indicaciones del poeta, un gigantesco coleóptero de un aspecto terrible, en el interior del cual había disimulado un mecanismo tan ingenioso que el animal se elevó directamente a los aires por encima de la cabeza de los espectadores que gritaban presos de un espanto supersticioso, y huyó zumbando hacia el cielo, acompañado de una algazara maloliente, a llevar su mensaje ante el trono de Júpiter.

*. En latín en el texto: colegio griego. (N. del T.)

**. En latín en el texto: colegio de Baco y de Venus. (N. del T.)

Valía la pena ver cómo los buenos profesores y magistri*, junto con los honorables ciudadanos y noblezas, levantaron la cabeza, y luego, de golpe, se precipitaron bajo sus asientos presas de terror, aflicción y horror ante el tenebroso prodigio del impertinente, joven y mil veces demasiado hábil mago John Dee.

*. En latín en el texto: maestros. (N. del T.)

El tumulto, las risas, los clamores y los gritos de esa jornada habrían podido instruirme, si hubiese estado más atento sobre lo que es este mundo en el que he nacido y en el que estoy condenado a vivir. Ya que este mundo, así como el pueblo que le da su ley, responde a una digresión de petulancia, a una farsa inofensiva, por el odio feroz y la seriedad mortal de su venganza.

Esa misma noche asaltaron mi casa para apoderarse del agente del diablo que yo era, y arrastrarme ante su imbécil y demente tribunal. El decano y el superior de la facultad entonaron, semejantes a negros buitres, los anatemas que repetía la multitud para denunciar este «ultraje ante la faz de Dios» con un mechanicus* animado.

Y sin mi amigo Dudley-Leicester, sin la dignidad y la inteligencia del rector del colegio, quién sabe si desde esa noche esa turba sabia y profana, en algunas horas, no me habría hecho pasar de la vida a la muerte para saciar, con la última gota de mi sangre, sus apetitos malsanos.

*. En latín en el texto: mecánico. (N. del T.)

Pero huí en un rápido caballo y pude ganar mi castillo de Deestone; de ahí, crucé el mar y me fui a Lovaina, célebre por su universidad. Dejé detrás de mí un honorable cargo, un salario nada despreciable, un nombre arrastrado y vuelto a arrastrar en el barro de las suposiciones por los cuidados de esas almas justas y piadosas.

En esa época poco me inquietaban el silbido de las calumnias, inoperantes, según me parecía, ya que amenazaban aquí y allá a gente de un rango muy inferior al mío. Todavía no había adquirido la completa experiencia del mundo, que se resume en esto: ¡no hay ningún personaje por alto que sea ni ningún calumniador por pequeño y despreciable que sea su nacimiento, que no puedan ser asociados en un momento dado por la hostilidad de alguien más grande, para preparar con la más mala baba de todas las criaturas un veneno para la sangre noble!

¡Oh vosotros, los hombres de mi casta, al precio de qué amarguras he aprendido desde entonces a conoceros!

En Lovaina tuve el placer de estudiar la química y la alquimia y de sondear la naturaleza de las cosas, en la medida en que se puede aprender de un maestro. Después, siempre en Lovaina, construí con grandes gastos mi propio laboratorio y anduve solo, pacientemente, siguiendo las huellas de los misterios naturales y divinos.

Esto me valió adquirir conocimientos y luces sobre los elementa naturae*.

*. En latín en el texto: elementos de la naturaleza. (N. del T.)

En este momento se me llamó magister liberarum artium*. Y como los simples y venenosos rumores que corrían en mi país no podían prenderme ni incluso seguirme hasta aquí, bien pronto me gané un inmenso prestigio entre los eruditos y los no eruditos; cuando en otoño, tomé posesión de la cátedra de astronomía en Lovaina, contaba entre mis alumnos a los duques de Mantua y de Medinaceli, que venían a caballo para seguir mis cursos, un día por semana, desde Bruselas donde el emperador Carlos V tenía su campamento. Diversas veces su misma Majestad me honró con su presencia y no permitió que las costumbres, el ceremonial del collegii** fuese modificado lo más mínimo por su causa. Sir William Pickering, honorable letrado gentilhombre de mi país, Mathias Haco y Johanes Capito, danés, fueron igualmente asiduos oyentes de mis conferencias. Fue entonces cuando aconsejé al emperador Carlos que abandonase sin demora los Países Bajos, ya que sabía por ciertos infalibles indicios, resultado de un minucioso estudio, que una epidemia se preparaba para ese invierno, que sería húmedo, y yo me sentía obligado a mostrarle lealmente esa amenaza. El emperador, muy sorprendido, se puso a reír y no quiso dar crédito a la predicción; más de uno de los señores de su séquito aprovecharon esta buena ocasión para intentar, mediante sus bromas y burlas, hacerme perder el visible favor de Su Majestad: desde ya hacía tiempo los celos y el furor los roían. Pero el duque de Medina Coeli, con muchas recomendaciones, le aconsejó que no tuviera por banalidad esta advertencia. En efecto, yo había explicado al duque, cuyas buenas disposiciones conocía, sobre qué innegables pruebas fundaba mis previsiones.

*. En latín en el texto: maestro de las Artes liberales. (N. del T.)

**. En latín en el texto: colegio. (N. del T.)

Desde el inicio del año los síntomas de la epidemia se multiplicaron, de manera que Carlos V levantó su campamento de Bruselas y abandonó rápidamente el país, no sin invitarme a seguirlo; otros urgentes proyectos me obligaron a declinar este honor, pero me compensó ofreciéndome una suma principesca y una cadena de oro que, además de su valor como metal, demostraba su más que halagadora intención. Poco después, la «muerte de la tos» se declaró en Holanda y se desencadenó con una tal violencia que en dos meses se contabilizaron treinta mil muertos en la ciudad y sus alrededores.

Yo me puse al abrigo del flagelo transportando mi morada a París. Allí tuve por alumnos en geometría euclidiana y en astronomía a Turnebus y Petrus Remus, el filósofo, Rançon y Fernet, dos grandes médicos, el matemático Petrus Nonus. Bien pronto vino también a escucharme el rey Enrique II que me hizo el honor, como el emperador Carlos V, de sentarse a mis pies. Por mediación del duque de Montluc, se me propuso la plaza de rector de una academia que sería creada especialmente para mí, o una cátedra de profesor en la universidad de París, con las mejores promesas para el futuro. Pero todo ello para mí sólo era un juego, y por orgullo lo rechacé riéndome. Mi negra estrella me devolvió a Inglaterra. En Lovaina, en efecto, un fantasmagórico brujo escocés —quizá era el inquietante pastor de Bartlett Green— que Nicolás Grudius, camarero secreto del emperador Carlos, había sacado de no sé donde, me había anunciado formalmente que estaba destinado a subir en Inglaterra a la cima de los honores y del éxito. Estas palabras se hundieron en mi alma como si tuvieran un sentido mágico, reservado solamente para mí, aunque no me apareció claramente.

Desde entonces resuenan en mi oído y estimulan mi loca ambición. Volví pues a mi país y me dejé arrastrar en la terrible y sangrienta confrontación entre los partidarios del Papa y los de Lutero, eran los tiempos de la Reforma, y que, empezando por la familia real hasta acabar por el pueblo más bajo, levantaba unos contra otros, hermanos y parientes. Yo abracé la causa de los reformados y me imaginaba conquistar con gran lucha el amor y la mano de Elizabeth, que le era favorable. He contado fielmente en otro diario íntimo cómo todo fracasó, y no es mi intención volver sobre ello.

* * *

Robert Dudley, conde de Leicester, el mejor amigo que he tenido en mi vida, volvió, después de mi liberación —debería decir mejor: después de mi evasión de la torre donde el obispo Bonner me tenía entre sus garras— más cortos los días de retiro que pasé en su castillo escocés de Sidlaw Hills, contándome, diversas veces, las deliberaciones y las peripecias de la misma. Y mis ávidos oídos nunca estaban satisfechos de oír describir la infantil temeridad, y la decisión que la princesa Elizabeth había manifestado en esa circunstancia. Pero yo sabía más, mucho más de lo que Dudley podía suponer. Sabía, sabía, con una desenfrenada alegría que me subía hasta hacerme un nudo en la garganta, que la princesa Elizabeth había  hecho por mí tanto o más de lo que habría hecho por ella misma, ¡ya que había bebido el filtro de amor preparado a partir de mi sustancia por Mascee y la bruja de Uxbridge!

Este pensamiento, junto a la certidumbre de que el filtro actuaba, de lo que la increíble audacia desplegada por la princesa en este asunto me parecía una prueba evidente, me exaltó en el más alto grado. Gracias al poder mágico, era el maestro: por la virtud de ese brebaje me había deslizado en el alma y en la voluntad de Lady Elizabeth, ya nada nunca me desalojaría de ahí, y en verdad, nada me ha desalojado hasta hoy, a pesar de los incomprensibles contratiempos de mi destino.

«¡Yo impongo!» Esta había sido la divisa de mi padre durante su vida, después que la hubiera recibido de su padre, como éste la había recibido del suyo; me parece que era tan vieja como la raza de los Dee. Y «Yo impongo» fue también el principio de mis aspiraciones y de mi voluntad desde mi juventud, el estímulo de todas mis empresas, de todos mis éxitos, tanto en mi vida de hombre de armas como en mi vida de sabio.

«¡Yo impongo!» esto ha hecho de mí en mi juventud un maestro y un consejero de emperadores y de reyes, y me atrevo a decir, uno de los hombres más célebres por sus dones naturales y su cultura, de mi tiempo y de mi país. «¡Yo impongo!» esto me ha librado de las garras de la Inquisición, y «¡Yo impongo?»

…¡Pobre loco! ¿Qué he «impuesto» durante estos treinta años? ¿En los diez años de mi mayor poder como hombre? ¿Dónde está la corona de Engelland? ¿Qué ha sido del trono de Groenlandia y de esos Estados del Oeste que hoy llevan el nombre de un marinero de agua dulce, Américo Vespucci?

Pasaré por encima de los cinco tristes años que un veleidoso e insensato destino todavía reservaba a la tísica María de Inglaterra para poder arrojar a la Gran Bretaña en una nueva y vana confusión y conceder a los papistas una nefasta ocasión para restablecer su herética y sectaria hegemonía.

Para mí estos años representaron un sabio favor de la Providencia que puso un freno a mis pasiones, pues empleé este periodo de forzada inactividad estudiando y preparando con el mayor cuidado mis planes de Conquista de Groenlandia. Sabía, con un calmado sentimiento de triunfo, que mi hora, que nuestra hora, llegaría; la hora de la gloriosa reina y la mía; yo, su esposo designado por la profecía y por el destino.

Cuando vuelvo a pensar en esta profecía, me parece que desde que nací estaba mezclada en mi sangre, quiero decir que desde entonces hasta hoy nada ha cambiado: ya la íntima certeza de mi real destino impregnaba mi infancia; y quizá esta certeza, exagerada por mi sangre, sea la causa de que nunca se me haya ocurrido examinar de más cerca los fundamentos.

Todavía hoy, infinitas desilusiones, fracasos sin paliativos no han hecho perturbar lo más mínimo esta convicción, esta fe anclada en lo más profundo de mi alma, sea cual sea el testimonio que los hechos me muestren.

¿Pero los hechos dan testimonio contra mí?

Hoy vuelvo a sentir la necesidad de hacer como los comerciantes un recuento de mis bienes, escribiendo con justicia las reivindicaciones de mi alma y de mi voluntad, y los resultados de mi vida en las hojas del Debe y del Haber del libro de mi destino. Ya que he sentido la terminante orden de una voz interior que me invitaba a establecer este balance sin demora.

Soy incapaz de precisar, ya sea mediante documentos, ya sea mediante recuerdos, lo que justificaba la creencia, enraizada desde mi más tierna infancia como algo que caía por su propio peso, en mi predestinación a un trono. ¡Y no podía ser otro que el trono de Inglaterra! me repetía incansablemente, y algo en mí me impedía dudarlo. Como hacen los gentilhombres venidos a menos que representan para su casa un fin sin gloria, mi padre Rowland, a menudo me había vanagloriado, con pomposos términos, el rango y el prestigio de nuestra familia, insistiendo en nuestro parentesco con los Green y los Boleyn; especialmente cuando un ujier real se aprestaba a tomar un jornal de tierra o un trozo de bosque. El recuerdo de esos humillantes incidentes quizá ha contribuido a exaltar, por contraste, mis sueños de futuro.

Sin embargo, el primer testimonio, la primera predicción de mis proezas futuras se remonta, si puedo decirlo, a la famosa noche después de la fiesta de mi nominación en el grado de Maestro, en la que borracho me contemplé en el cristal de mi espejo. Las palabras de entonces, las palabras que fueron pronunciadas por mi imagen espectral, resuenan todavía hoy en mis oídos: ni la imagen, ni las palabras parecían venir de mí, pues mi aspecto reflejado difería de mi aspecto tangible, y los propósitos que oía no emanaban de mí, sino de mi doble y vibraban en el espejo. No he podido dejarme engañar ni por los sentidos ni por la memoria, ya que mientras el espejo me hablaba, desembriagado de golpe, me hallaba totalmente lúcido, de pies a cabeza.

Luego vino la extraña profecía de la bruja de Uxbridge a Lady Elizabeth. Más tarde la princesa me hizo llegar una copia secreta, mediante nuestro común amigo Robert Dudley, en la cual había añadido tres palabras que llevo, hoy como entonces, en mi corazón: verificetur in acternis*. Después el singular Bartlett Green, gran iniciado, actualmente tengo la plena convicción de ello, en terribles místenos que en la Alta Escocia tienen algunos adeptos o discípulos, me reveló en la torre, mediante promesas y alusiones aún más claras, un destino del que él era valedor y del que los signos eran patentes. Me había saludado como el «joven príncipe real», expresión que por otra parte me he inclinado a veces a interpretar alquímicamente. Además, a menudo me ha venido la idea  de que debía comprender la «corona» que me es destinada, en un sentido que no tiene nada de  terrestre…

*. En latín en el lexto: a verificar en la eternidad. (K. del T.)

Ese inculto carnicero me abrió los ojos a la importancia de la nórdica Thule, de Groenlandia, que se extendía como un puente abierto a los territorios y a los inmensos tesoros de las Indias, las cuales sólo habían sido descubiertas y puestas bajo el cetro español por el aventurero Colón y Pizarro en su menor y menos interesante parte. Me mostró, quebrada, la corona del mar Occidental, de Inglaterra y de América del Norte, un día ambas partes serán reunidas: entonces el rey y la reina, unidos por el matrimonio reinarán en el trono de las Islas y de las Nuevas Indias.

Una vez más me asedió este pensamiento: ¿realmente hay que tomarlo en un sentido terrestre? Y fue él —no sólo en la Torre, sino después, cuando por dos veces se me apareció en carne y hueso y me habló cara a cara— quien consolidó en mi pecho como si fuera con una nueva grapa de hierro, la divisa de Roderick: «¡Yo impongo!»

Fue él, fue él quien en una de sus visitas me sacudió para obtener de mí el supremo esfuerzo —la última violencia— y que por la terrible persuasión de su elocuencia, luminosa como una razón omnisciente y bienhechora como agua helada en un fuego ardiente, me incitó, me sedujo y me decidió a forzar a hacer a mi reina lo que ante su naturaleza llena de dudas y enigmas parecía tener siempre que diferir.

Una vez más todavía: ¿hay que lomar todo esto en el sentido terrestre?

Hablaré de ello cuando llegue el momento, y continúo interesándome aún en esos años muertos esperando descubrir, al hacerlo, el escondido vicio de mi ardiente esfuerzo.

Después de la muerte de María de Inglaterra, tenía entonces treinta y tres años cumplidos, me pareció que mi tiempo había llegado. Por otra parte, los planes que había elaborado con el mayor cuidado para la expedición militar y la ocupación de Groenlandia, así como para su puesta en práctica en tanto que base y cabeza de puente de una metódica conquista de América del Norte, estaban finalmente listos. No había descuidado el menor detalle que fuera suceptible de adelantar o de atrasar, ya sea bajo el aspecto geográfico y náutico, ya sea bajo el aspecto militar, una empresa concebida a una escala tan vasta. Así pues lo tenía todo a punto para una inminente entrada en acción del poderío inglés, una acción que cambiaría la faz del mundo.

Además, las cosas habían tomado el viento más favorable. Ya en noviembre de 1558, mi joven reina me había hecho pedir a través del fiel Dudley, desde entonces conde de Leicester, el levantamiento del horóscopo  correspondiente al día de su coronación en Westminster. Con razón interpreté el requerimiento como un saludo, un gesto amigable y ardorosamente me puse a pedir a los astros y a la misma voluntad divina que atestiguaran por su gloria creciente, por la mía, consagrada por la profecía, y por nuestra común misión real.

El horóscopo, cuya espléndida constelación anunciaba efectivamente un incomparable período de florecimiento y cosecha para Inglaterra y para la reina Elizabeth, me valió, además de un apreciable regalo monetario, calurosos elogios que mostraban indicios de algo que era más que una política real. Acepté el dinero con repugnancia, pero las diversas promesas de su favor, llenas de misterio, que me hacía llegar por el canal de Leicester, me confirmaban en mi más firme esperanza de ver bien pronto realizarse todos mis sueños.

Sin embargo, ¡nada se realizó!

La reina Elizabeth se puso a jugar conmigo y hasta hoy no ha habido un desenlace pausible a este juego.

Todo ello forzosamente me ha costado serenidad de espíritu, confianza en Dios y en las potencias celestes, tensión de mi voluntad y de toda mi naturaleza, superior e inferior, ninguna descripción podría dar cuenta. He desperdiciado en ello energías capaces de edificar un mundo y luego destruirlo.

En primer lugar, parece que el halagador título de «Reina Virgen» que de repente en todas partes acariciaba el oído de Elizabeth hasta el punto que el buen tono ya no quiso otro para Su Majestad, le plujo en tal grado que la sola expresión le daba vueltas en la cabeza, y resolvió conformarse al ideal que le proponía. Por desgracia su indomable carácter, su independencia y su orgullo natural la llevaron a otra cosa, así las fuertes exigencias de su temperamento carnal bien pronto reclamaron las satisfacciones del sexo, aunque por vías un tanto singulares, de las que la inversión no estaba excluida.

Y una vez —poco antes de nuestra primera discusión violenta— aunque es imposible que hubiera habido desprecio, cuando me invitó a Windsor Castle, donde podríamos reunimos con más libertad, yo decliné la invitación en un arranque de cólera, pues no me resignaba tan sólo a pasar una noche con una doncella en celo; lo que yo quería, era ver levantarse el día de nuestra común y real gloria.

Así pues, es posible que el rumor según el cual mi amigo Dudley, menos exigente, habría aceptado con alegría lo que yo me había negado a mí mismo como lo negué a la bien amada de mi deseo intemporal, no carezca de fundamento. Sólo Dios sabe si me he equivocado.

Lo que hice mucho más tarde, empujado por las formales advertencias de Bartlett Green —el No-Nacido, el Nunca-Muerto. El que Va y Viene— terminó por atraer sobre mi cabeza el rayo de una maldición, que desde ya hacía tiempo rondaba a mi alrededor para aniquilarme, y que tarde o temprano me habría golpeado; quizá me estaba reservada por un insondable decreto. Y si he resistido a ese rayo —aunque haya irremediablemente socavado mi fuerza vital y la paz de mi alma— no quiere ello decir que en otra época o bajo otra conjunción de astros, su violencia no me habría aniquilado.

Hoy, sin embargo, sólo soy el vestigio de mi poderío de antaño; sólo hoy sé ¡contra qué lucho! La conducta cruel y equívoca de Elizabeth hacia mí hizo que —en mi cólera de ver día tras día faltar a su promesa de llamarme a Windsor Castle, no para horas de charlas zalameras o burlonas, sino para deliberaciones serias— abandonara una vez más Inglaterra y fuera a encontrarme con el emperador Maximiliano en Hungría, con la intención de someter a este osado emperador mis planes de conquista y de colonización de América del Norte.

Mientras iba de camino, un curioso remordimiento se apoderó de mí, me pareció que me aprestaba a traicionar mi más íntimo secreto, el que me ataba a mi reina, algo me advirtió y me hizo echarme atrás, como si un cordón umbilical me ligase mágicamente a su naturaleza materna.

Me contenté con exponer al emperador algunas de mis teorías sobre la astrología y la alquimia, a resultas de lo que fui rápidamente ligado a su Corte como matemático y astrólogo imperial. Sólo a esto se limitaron nuestras relaciones.

Al año siguiente (el cuarenta de mi vida) volví a Inglaterra e hice las paces con una Elizabeth más seductora y a la vez más rígida que nunca en su frialdad real. Fui su huésped en Greenwich: días de grave emoción, pues por primera vez prestó una despierta atención a mi exposición y me agradeció muy sinceramente por el fruto de mis trabajos científicos. Me prometió con calor su protección contra la hostilidad de espíritus timoratos y me introdujo en la confidencia de sus propios planes, deseos y preocupaciones más íntimas.


El Rostro Verde (15). Gustav Meyrink. 1916. Conclusión

Las horas pasaban con una insoportable lentitud, parecía que la noche no quisiera terminar nunca.

El sol se elevó por fin, pero el cielo permaneció negro. Sólo una raya del color del azufre brillaba en el horizonte, como si una esfera semioscura de borde incandescente se hubiese inclinado sobre la Tierra.

Un pálido amanecer se infiltraba en el cuarto. El álamo, los matorrales lejanos, las torres de Amsterdam, aparecían débilmente iluminados, como si la iluminación procediera de un foco empañado. La llanura se extendía como un gran espejo turbio. Hauberrisser miró con los prismáticos hacia la ciudad, que envuelta en una luz lívida, se destacaba del fondo sombrío y parecía esperar la muerte a cada instante.

Un tímido y desalentado repique de campanas vibró a lo lejos. Bruscamente se calló, un mugido sordo llenó el aire, y el álamo se inclinó hacia la tierra como un gemido.

Ráfagas de viento barrieron el suelo como latigazos, peinando la hierba seca y arrancando los escasos matojos. Tras pocos minutos, todo el paisaje desapareció por el aire a causa de una gigantesca nube de polvo. Cuando volvió a emerger era apenas reconocible: los diques se habían convertido en espuma blanca y permanecían derribados en la tierra turbia, como troncos desmembrados. El huracán rugia con interrupciones cada vez más breves, pronto no se oyó más que un incesante bramido. A cada momento aumentaba su furia; el robusto álamo estaba doblado, formando un ángulo recto a pocos pies del suelo. Sin ramas, casi reducido a un tronco liso, se mantenía inmóvil en esa posición, oprimido por las masas aéreas que se desencadenaban por encima de él.

Sólo el manzano se mantenía quieto, como en un islote protegido de los vientos por una mano invisible, no se movia ni una sola de sus flores.

Vigas y piedras, escombros de casas, muros enteros, pasaban volando ante la ventana.

Entonces el cielo se tornó de un color gris claro y la oscuridad se disolvió en una luz fría y plateada.

Hauberrisser creyó que la rabia del huracán iba a calmarse, pero vio con espanto cómo se desprendía el corcho del álamo, convertido en fragmentos, desapareciendo sin dejar rastro. Inmediatamente, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, las chimeneas de las fábricas del suroeste se quebraron por la base, transformándose en finas lanzas de polvo blanco que la tormenta se llevó con la rapidez del rayo.

Los campanarios corrieron la misma suerte, uno tras otro; durante algunos segundos se vieron sus masas negruzcas elevadas por los torbellinos de tifón, y luego, rayas escapando hacia el horizonte, puntos… y nada más.

En poco tiempo, la región no fue más que rayas horizontales desfilando ante la ventana con tanta rapidez que la mirada no era capaz de distinguir objetos aislados.

Hasta el cementerio había sido minado y desnudado, a juzgar por las planchas de ataúd y las cruces que pasaban volando por delante de la casa, siempre en posición horizontal y sin cambiar de rumbo, como si carecieran de peso.

Hauberrisser oyó el gemido de las vigas del techo. Esperaba a cada instante verlas derrumbarse. Se le ocurrió la idea de bajar al portal y echar los cerrojos para que el viento no arrancara los postigos, pero una vez que llegó a la puerta del cuarto, volvió sobre sus pasos.

Advertido por una voz interior, comprendió que si apretaba la manivela la terrible corriente de aire quebraría los cristales de las ventanas y dejaría penetrar a las fuerzas desencadenadas, de manera que toda la casa se desmoronaría en un instante. Sólo podría hacer frente a la destrucción mientras la colina protegiera la casa de la violencia del viento, mientras que las puertas cerradas aislaran los cuartos entre sí como si fueran alveolos de abejas.

El aire de la habitación estaba helado y enrarecido. Una hoja de papel revoloteó desde el escritorio hasta la cerradura de la puerta, donde se quedó pegada.

Hauberrisser volvió a acercarse a la ventana. Miró hacia fuera: el huracán se había acrecentado, era un río impetuoso cuyo soplo dispersaba el agua de los diques, pulverizándola en el aire. Las praderas se parecían a una reluciente alfombra de felpa gris, y donde antes se alzaba el álamo no quedaba más que un tronco con una melena de fibras agitada por el viento. El rugido era tan monótono y ensordecedor que Hauberrisser empezó a creer que estaba rodeado por un silencio de muerte. Fue sólo al fijar con unos clavos las temblorosas ventanas, al dejar de oír los martillazos, cuando volvió a reparar en el estruendo que reinaba fuera.

Durante mucho tiempo no se atrevió a mirar hacia la ciudad, por temor a ver barridas la iglesia de San Nicolás y la vecina casa del Zee Dijk, donde se hallaban Pfeill y Swammerdam. Cuando por fin se atrevió a mirar, tímido y lleno de miedo, la vio alzarse intacta hacia el cielo, rodeada por un montón de escombros. «¿Cuántas ciudades quedarán todavía de pie en Europa?", se preguntó, estremecido. «Toda la ciudad de Amsterdam está arrasada. Una cultura decadente se ha convertido en una pila de polvorientas inmundicias».

Entonces, al comprender el impacto del acontecimiento en toda su plenitud, se sintió horrorizado.

Las impresiones del día anterior, el cansancio resultante y el repentino estallido de la catástrofe lo habían mantenido en una especie de aturdimiento mental ininterrumpido que sólo ahora comenzaba a disiparse. Recobró la lucidez. Se golpeó la frente.

—¿He estado dormido?.

Su mirada reparó en el manzano, que por un incomprensible milagro, había conservado todo su florido adorno, intacto. Se acordó de haber enterrado el rollo entre sus raíces el día anterior, le pareció que toda una eternidad había transcurrido en este corto lapso de tiempo.

¿No había escrito que poseía la facultad de separarse de su cuerpo?.

¿Por qué no lo había hecho?. ¿Ayer, durante la noche, o esta mañana al iniciarse el huracán?. ¿Por qué no lo hacía ahora?.

Por un instante volvió a conseguirlo: pudo ver su cuerpo apoyado en la ventana como una silueta vaga, extraña. El mundo exterior, a pesar de la devastación, ya no era, como en otras ocasiones, una imagen fantasmal privada de vida. Ante él se extendía una nueva tierra animada por vitales vibraciones. El presentimiento de un indescriptible encanto le atravesó el corazón. Todo lo que le rodeaba parecía querer adquirir una nitidez duradera… El manzano, ¿no era acaso Chidher, el árbol eternamente "verde"?. Un instante después, Hauberrisser estaba unido nuevamente a su cuerpo, contemplando el huracán, pero ahora sabía que tras la imagen de destrucción se ocultaba la nueva tierra prometida que acababa de ver con los ojos del alma.

Su corazón latía con fuerza, agitado por una jubilosa esperanza: sentía que se encontraba en el umbral del último y supremo despertar, dentro de él, el fénix batía sus alas para volar hacia el éter. Sintió tan nítidamente la cercanía de un acontecimiento que sobrepasaría de lejos toda experiencia humana, que apenas se atrevía a respirar. Era casi como aquel día en el parque de Hilversum, cuando besó a Eva, el mismo batir helado de las alas del ángel de la muerte, pero mezclado esta vez con el presentimiento de una futura vida indestructible. Las palabras de Chidher el Verde resonaron en sus oídos como si las pronunciara el manzano en flor: "Te daré, a causa de Eva, el amor que nunca acaba". Pensó en los innumerables muertos que yacían enterrados bajo los escombros de la destrozada ciudad, era incapaz de sentirse triste por ellos. «Resucitarán, aunque con otra apariencia, hasta que alcancen la forma última, la suprema forma del "Ser despierto", el que ya no muere. La naturaleza también se rejuvenecerá, como el fénix».

Una inesperada agitación se apoderó de él con tanta fueza que creyó sofocarse: ¿no era la presencia de Eva lo que sentía tan cerca?. Un soplo rozó su rostro.

¿Qué corazón, sino el de Eva, podía latir tan cerca del suyo?. Era como si unos sentidos nuevos intentaran nacer en él para abrirle el mundo invisible que se interpenetra con el mundo visible. De un instante a otro podía caer de sus ojos la venda que aún lo ocultaba.

—¡Dame una señal de que estás cerca de mí, Eva! —suplicó suavemente—. No dejes que pierda la fe en tu venida.

—Cuan miserable sería el amor que no fuese capaz de superar el tiempo y el espacio —oyó murmurar a una voz. El pelo se le puso de punta bajo el exceso de conmoción psíquica—. Aquí, en este cuarto, me curé de los horrores de la Tierra, y aquí esperaré a tu lado hasta la hora de tu despertar.

Un apacible sosiego lo envolvió. Miró a su alrededor, en la habitación reinaba una alegre y paciente espera, como una llamada contenida de la primavera, todas las cosas estaban como dispuestas y listas para el milagro de una inconcebible transmutación. Oyó los latidos de su corazón.

Percibía que la habitación, las paredes y los objetos que lo rodeaban no eran más que formas externas, engañosas, formas que se prolongaban en el mundo de los cuerpos como sombras de un reino invisible. En cada momento podía abrírsele la puerta del país de los inmortales.

Intentó imaginar lo que sucedería cuando sus sentidos interiores se despertaran:

«¿Estará Eva conmigo, iré a su encuentro, la veré y hablaré con ella, como hacen las criaturas de esta Tierra?. ¿O nos habremos convertido en colores, en sonidos sin forma que se mezclan?. ¿Estaremos rodeados de materia, como aquí, o atravesaremos el espacio cósmico igual que rayos de luz?. ¿Se transformará también el mundo de la materia, y nosotros, cambiaremos con él?. ¿Participaremos en esa transmutación?». Comprendió que sería una operación completamente natural, y no obstante, nueva e inconcebible para él. Quizás fuera una operación semejante a la formación de esos torbellinos de viento que había visto nacer de la nada durante el día anterior, torbellinos que adoptaban formas tangibles y perceptibles para todos los sentidos de su cuerpo. De todos modos no podía explicarse el fenómeno con claridad.

El presentimiento de un indecible éxtasis lo estremeció de tal manera que supo muy nítidamente que la realidad de la experiencia que le esperaba iba a superar con creces todo cuanto pudiera imaginar.

* * *

El tiempo pasaba.

Parecía ser el mediodía: un círculo luminoso estaba suspendido en lo alto del cielo, difuminado por la neblina. ¿Seguía haciendo estragos el huracán?. Hauberrisser escuchó con atención.

No había nada que pudiera servir como referencia. Los diques estaban vacíos, no había en ellos el menor rastro de movimiento. En lo que abarcaba la vista, no quedaba ni un arbusto. La hierba estaba aplastada. Ni una sola nube en el firmamento, la atmósfera se mantenía inmóvil.

Cogió el martillo y lo dejó caer. Lo oyó chocar contra el suelo con estrépito. Comprendió que, en el exterior, todo se había calmado. Pero los ciclones seguían soplando sobre la ciudad, como pudo observar con los prismáticos. Bloques de piedra sobrevolaban el aire; surgían trombas de agua del puerto, se deshacían, volvían a formarse y se alejaban en el mar.

¡Ay!. ¿Se equivocaba quizás?. ¿No estaba viendo cómo temblaban las dos torres de la iglesia de San Nicolás?. Finalmente se hundió una de ellas, y la otra se elevó en el aire, girando sobre sí misma, y estalló como un cohete. Su inmensa campana quedó suspendida por un momento entre el cielo y la tierra. Después cayó silenciosamente. A Hauberrisser se le paró la circulación de la sangre: ¡Swammerdam!. ¡Pfeill!.

¡No, no, no podía haberles sucedido nada: «Chidher el Verde, el eterno árbol de la humanidad, los protege con sus ramas». ¿Acaso no predijo Swammerdam que sobreviviría a la iglesia?. ¿Y no existían islotes como aquel manzano en flor en su oasis de césped verde, donde la vida se hallaba protegida de la destrucción con objeto de preservarla para la nueva era?.
En ese instante, el golpe de la campana al estrellarse, alcanzó la casa. Los muros retumbaron bajo el impacto de la onda expansiva con un sonido único, tan tremendo y perturbador que Hauberrisser creyó sentir cómo se le quebraban los huesos del cuerpo, como si fueran de cristal, casi perdió el conocimiento.

—Las murallas deJericó han caído… —escuchó la voz fuerte de Chidher el Verde resonando en la habitación— Ha resucitado de entre los muertos.

Silencio absoluto. Luego, el grito de un niño. Hauberrisser, perturbado, miró a su alrededor. Finalmente volvió en sí.

Reconoció las paredes desnudas de su cuarto, pero era como si al mismo tiempo fuesen las murallas de un templo, adornadas con frescos que representaban a dioses egipcios. Se hallaba en medio de la estancia. Las dos apariencias del cuarto eran reales. Veía las vigas de madera del suelo ser a la vez las baldosas del templo. Dos mundos se interpenetraban, se fundían en uno solo, quedando a la vez separados entre sí, como si Hauberrisser estuviera simultáneamente dormido y despierto. Deslizó la mano sobre la cal de la pared, palpó la superficie rugosa, y sin embargo tuvo la absoluta certeza de que sus dedos tocaban una alta estatua dorada, en la cual creyó reconocer a la diosa Isis sentada en su trono. Una nueva conciencia se había añadido a la habitual conciencia humana que había poseído hasta entonces, enriqueciéndolo con la percepción de un mundo nuevo que absorvía el antiguo, siendo paralelo, transformándolo y dejándolo perpetuarse de una manera milagrosa.

Todos sus sentidos, uno tras otro, despertaron en él doblemente, como flores que se abren, y salen del capullo. Las vendas se le cayeron de los ojos. Durante un largo momento no pudo comprender lo que había sucedido, como alguien que en toda su vida no ha visto más que la superficie de las cosas y de golpe toma conciencia de una tercera dimensión.

Comprendió gradualmente que había alcanzado la meta de esta vía, cuyo recorrido total es la razón secreta de toda existencia humana: convertirse en un ciudadano de dos mundos. Nuevamente gritó un niño.

* * *

¿No había dicho Eva que quería ser madre cuando volviera a él?. Recordó, estremecido.

¿Y no llevaba la diosa Isis un niño vivo y desnudo en sus brazos?. Alzó la vista y la vio sonreír. Ella se movía.

Los frescos se tornaban cada vez más nítidos, más coloridos, más luminosos. Había utensilios sagrados en la habitación. Todo era tan claro que Hauberrisser olvidó el aspecto del cuarto y no vio alrededor más que las rojas y doradas pinturas. Con el espíritu ausente fijó la vista en el rostro de la diosa y, lentamente, un vago recuerdo le vino a la mente: ¡Eva!. ¡Pero si era Eva, que ocupaba el lugar de la diosa egipcia!. Se llevó las manos a la cabeza, no acababa de creerlo.

—¡Eva!. ¡Eva! —gritó.

A través de los muros del templo vio reaparecer las paredes de su cuarto. La diosa seguía sonriéndole desde el trono, pero ante él, muy cerca, se hallaba una mujer joven y vigorosa, viva y real, el fiel retrato terrestre de la aparición.

—¡Eva!. ¡Eva! —Hauberrisser la abrazó, cubriéndola de besos, con un grito de júbilo y de indecible alegría.

—¡Eva!…

Durante largo rato, estrechamente abrazados, contemplaron la ciudad muerta a través de la ventana.

Hauberrisser percibió un pensamiento tal como si fuera la voz de Chidher el Verde, diciéndole:

—Ayudad, como lo hago yo, a las futuras generaciones a construir un nuevo mundo con los escombros del antiguo, para que llegue el día en que yo también pueda sonreír.

El cuarto y el templo habían cobrado una nitidez semejante. Como la cabeza de Jano, Hauberrisser podía contemplar al mismo tiempo el mundo terrestre y el de más allá, distinguiendo claramente las cosas y los detalles:

Era un ser vivo.

Aquí abajo y en el más allá.

FIN

El Rostro Verde (14). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XIII

El doctor Sephardi había pedido al barón Pfeill y a Swammerdam que vinieran a su casa. Llevaban más de una hora en su biblioteca.

Era ya noche cerrada. Hablaron de mística, de filosofía, de la Cabala, y del extraño Lázaro Eidotter, el cual, liberado hacía tiempo, había retornado a su negocio de bebidas alcohólicas, pero la conversación volvía siempre a la persona de Hauberrisser.

Al día siguiente era el entierro de Eva.

—¡Es terrible!. ¡Pobre hombre! —exclamó Pfeill, levantándose para andar por la habitación con pasos agigantados—. Si me pongo en su lugar me dan escalofríos —se paró y miró a Sephardi—. ¿No deberíamos ir a verlo y hacerle compañía?. ¿Qué opina usted, Swammerdam?. ¿Podemos excluir que se rompa esa tranquilidad incomprensible en la que está sumergido?. Si de repente volviera en sí y se encontrara solo y abandonado en su dolor…

Swammerdam negó con la cabeza:

—No se preocupe por él, señor. La desesperación ya no puede alcanzarlo. Eidotter diría que sus luces han sido intercambiadas.

—Su fe tiene algo terrible… —murmuró Sephardi— cuando lo oigo hablar de esa manera siento una especie de… espanto —vaciló un instante, preguntándose si no iría a abrir una llaga—. Cuando asesinaron a su amigo Klinkherbogk, usted nos preocupó mucho. Creímos que el suceso lo hundiría. Eva me pidió muy particularmente que fuese a verlo e intentara consolarlo. ¿Dónde pudo hallar la fuerza para soportar con tanto valor un horrible acontecimiento que debía haber sacudido los fundamentos de su fe?.

Swammerdam le interrumpió:

—¿Se acuerdan de la palabras que Klinkherbogk pronunció antes de morir?.

—Sí, frase por frase. Y más tarde comprendí también su significado. No cabe duda de que previó exactamente su fin antes de que el negro entrara en el cuarto. Lo que dijo acerca del rey de Etiopía bastaría para probarlo.

—Precisamente el hecho de que se haya realizado su profecía es lo que me consoló. Al principio, naturalmente, estaba derrumbado, pero cuando comprendí la magnitud del acontecimiento me pregunté. ¿Qué es preferible?. ¿Que una palabra pronunciada en trance se realice o que una niña enferma de tisis y un viejo y decrépito zapatero vivan algún tiempo más?.
¿Hubiera sido mejor que el espíritu mintiera?. Desde entonces el recuerdo de aquella noche es para mí una fuente de alegría pura y serena.

»¿Qué importa que los dos tuvieran que morir?. Créanme, ahora están más a gusto.

—¿Estás, pues, firmemente convencido de que existe una vida después de la muerte? —preguntó Pfeill—. Yo, desde luego, también lo creo —añadió en voz baja.

—Ciertamente estoy convencido de ello. Claro que el paraíso no es un lugar, sino un estado. Pero la vida en la Tierra tampoco es más que un estado.

—¿Y usted… añora ese estado?.

—N…No —Swammerdam vaciló como si le costara hablar del tema. Un viejo lacayo de librea morada vino a anunciar la llamada telefónica para el señor. Sephardi se levantó y abandonó la habitación.

Swammerdam prosiguió inmediatamente su discurso. Pfeill comprendió que no estaba destinado para los oídos de Sephardi.

—La cuestión del paraíso es un arma de doble filo. Hay mucha gente a la que podemos herir mortalmente al decirles que allá no hay más que imágenes.

—¿Imágenes?. ¿Qué quiere decir con esto?.

—Se lo explicaré con un ejemplo. Mi mujer, que como usted sabe, murió hace muchos años, me quería infinitamente, y yo a ella. Ahora, ella está en el "más allá" y sueña que estoy con ella. No sabe que no es sino mi imagen lo que está con ella. Si lo supiera, el paraíso sería para ella un infierno.

»Todos los moribundos que pasan al otro lado encuentran allí las imágenes de lo que añoran, y las toman por reales, incluso las de aquello que les importaba mucho —añadió señalando hacia los estantes llenos de libros—. Mi mujer creía en la Virgen. Ahora sueña con que está en sus brazos.

»Los propagadores de las luces que pretenden arrancar a las masas de la religión no saben lo que hacen. La verdad sólo es para una élite restringida. Debería quedar oculta a las masas. Quien sólo conoce la mitad de ella entra al morir en un paraíso sin color. El gran deseo de Klinkherbogk en esta tierra era ver a Dios, ahora está en el más allá y ve a "Dios".

»Era una persona sin conocimientos ni cultura, no obstante salieron de su boca palabras de verdad, engendradas por su sed de Dios. Pero un destino misericordioso le impidió descubrir su sentido profundo.

»Durante mucho tiempo yo no comprendí la razón; ahora la comprendo. Sólo habría entendido la mitad de la verdad, y su deseo de contemplar a Dios no se hubiera realizado, ni en la realidad ni en los sueños del más allá» —se interrumpió al oír los pasos de Sephardi.

Pfeill comprendió instintivamente el por qué: probablemente sabía del amor que sentía por Eva. Sabía que Sephardi, a pesar de ser un científico, era profundamente religioso y piadoso, y no quería destruirle su "paraíso", la ilusión de un más allá donde reunirse con Eva. Swammerdam prosiguió:

—Acababa de decir que el hecho de ver realizada la profecía de Klinkherbogk ha restado importancia a su muerte atroz, convirtiendo mi dolor en alegría. También esto puede ser un "intercambio de las luces"; la transformación de la amargura en la dulzura, lo cual sólo puede lograrlo el poder de la verdad.

—Sigue siendo para mí un enigma sin solución —interrumpió Sephardi— la manera cómo consigue usted vencer el dolor gracias al conocimiento. Yo también intento combatir el dolor que me produce la muerte de Eva por medio de pensamientos filosóficos, pero tengo la sensación de que nunca me aliviarán.

Swammerdam ladeó la cabeza, pensativo.

—Naturalmente. Esto se debe a que sus conocimientos son generados por el pensamiento, y no por la "palabra interior". Sin darnos cuenta desconfiamos de nuestros propios conocimientos y por ello nos parecen grises y muertos. Por el contrario, las inspiraciones que vienen de la palabra interior son regalos vivos de la verdad que nos alegran indeciblemente cada vez que nos acordamos de ellos.

»Desde que sigo esta "vía", rara vez he oído la palabra interior, y sin embargo, toda mi existencia es iluminada por ella.

—¿Y todo lo que dijo se hizo realidad? —preguntó Sephardi, reprimiendo una duda en su voz—. ¿O no se trataba de profecías?.

—Sí. Había tres profecías referentes al lejano futuro. La primera era así: gracias a mi ayuda se abrirá para una joven pareja un camino espiritual que permanecía sepultado desde hace miles de años; muchos podrán acceder a él en el porvenir. Es el único camino que da a la vida su verdadero valor, que da un sentido a la existencia. Esta profecía se ha convertido en el contenido de mi vida. De la segunda de las profecías prefiero no hablar, si lo hiciera me tomarían por loco.

Pfeill preguntó:

—¿Se está refiriendo a Eva?.

Swammerdam no contestó, limitándose a sonreír. Finalmente dijo:

—Y la tercera carece de importancia, aunque ello es imposible; no les interesaría.

—¿Tiene indicios del cumplimiento de al menos alguna de las tres predicciones? —preguntó Sephardi.

—Sí. Tengo una ineludible certeza. Poco me importa que se realicen, me basta con saber que soy incapaz de dudar de su realización.

»Ustedes no pueden comprender lo que significa sentir la verdad a flor de piel, la verdad que nunca se equivoca. Son cosas de las que hay que tener una experiencia propia.

»Nunca experimenté lo que se llama una visión "sobrenatural" salvo en una ocasión, en sueños. Se me apareció la imagen de mi mujer en una época en que yo andaba buscando un escarabajo verde. Nunca deseé "contemplar a Dios"; jamás se me apareció un ángel, como a Klinkherbogk; nunca encontré, como Lázaro Eidotter, al profeta Elias, pero la vivencia de la palabra bíblica "Bienaventurados los que no han visto y han creído" me ha recompensado mil veces por ello. En mí la frase se ha hecho realidad. He creído donde no había nada que creer, y he aprendido a considerar posibles cosas imposibles.

»A veces siento junto a mí a alguien gigantesco y todopoderoso, o sé que él protege a éste o a aquél. No lo veo ni lo oigo, pero sé que está ahí.

»No espero verlo alguna vez, pero pongo toda mi esperanza en él. Sé que tiene que venir una época terrible, espantosa, que será precedida por un huracán de una intensidad nunca vista. No me importa vivir o no esa época, soy feliz sabiendo que vendrá.

Un escalofrío recorrió a Pfeill y a Sephardi cuando oyeron estas palabras que Swammerdam pronunció con una fría calma.

—Me han preguntado esta mañana que dónde creía yo que podía haberse escondido Eva durante tanto tiempo. ¿Cómo podría yo saberlo?. Sabía que vendría, eso sí, y efectivamente vino. Y tan seguro como que yo estoy aquí sé que no está… muerta. Él la protege con su mano.

—Pero… ¡si está en un ataúd, en la iglesia!. ¡Mañana la enterrarán! —exclamaron Pfeill y Sephardi al mismo tiempo.

—Aunque la enterraran mil veces, aunque tuviera en mis manos su cráneo, sabría que no ha muerto.

—Está loco —le dijo Pfeill a Sephardi cuando Swammerdam ya se había marchado.

* * *

Las altas ventanas ojivales de San Nicolás despedían una luz tenue, un resplandor procedente del interior iluminaba la niebla nocturna.

Apoyando la espalda contra la tapia del jardín, confundido con la sombra, el negro Usibepu esperaba inmóvil a que pasara el guardia encargado de vigilar las mal afamadas calles del puerto desde que sucedieron los funestos acontecimientos del Zee Dijk. Tras oír cómo se alejaban los cansinos pasos, se subió por las rejas, escaló un árbol y saltó desde allí al tejado, abriendo la claraboya con precaución y dejándose caer suavemente, como un gato. En el centro de la nave, sobre un catafalco de plata, reposaba Eva, las manos juntas sobre el pecho, los ojos cerrados y la sonrisa rígida, en medio de un montón de rosas blancas. Cirios rojos y dorados, gordos como un brazo y altos como un hombre, velaban a ambos lados del sarcófago y en la cabecera, con sus inmóviles llamas.

En un nicho de la pared se hallaba la imagen de la Virgen Negra con el niño en brazos, y ante ella, suspendido de una cadena brillante que colgaba del techo, centelleaba el cristalino corazón de rubí de una lámpara eterna.

Tras las rejas, manos y pies de cera pálida, muletas con la inscripción "gracias a María", estatuas de Papas con sus tiaras blancas en la cabeza tallada en madera policromada, la mano alzada en ademán de bendición.

Sin hacer ruido, el negro se deslizó de columna en columna, lleno de sorpresa al contemplar aquellas cosas tan extrañas para él. Cuando vio los miembros de cera, su rostro se contrajo en una mueca, creyó que procedían de enemigos vencidos. Acechó a través de las ranuras de los confesionarios y palpó con desconfianza las grandes estatuas de los santos, quería comprobar que no estaban vivos.

Tras convencerse de que se hallaba solo, se acercó de puntillas a la muerta, contemplándola largo rato con tristeza. Algo aturdido por su belleza, acarició sus cabellos rubios y sedosos, y se sobresaltó como si temiera interrumpir su sueño. ¿Por qué se había asustado tanto de él aquella noche en el Zee Dijk?. No acababa de comprenderlo.

Cada una de las mujeres que había deseado, ya fuera negra o blanca, se había sentido orgullosa de ser suya. Incluso Antje, la camarera de la taberna del puerto, que también era una mujer blanca y tenía el pelo rubio. Con ninguna había tenido que recurrir a la magia Vidû, todas vinieron por sí mismas a echarse en sus brazos. ¡Menos ella!. ¡Todas a excepción de ella!.

Por poseerla, ¡cuan gustosamente habría renunciado a todo ese dinero por el que estranguló aquella noche al viejo de la corona de papel!.

Noche tras noche desde que huyó de los marineros, había errado en vano por las calles para encontrarla. Ninguna de esas mujeres que esperan a los hombres en la oscuridad pudo decirle donde se encontraba.

Se frotó los ojos con la mano.

Como un confuso sueño desfilaron ante él sus recuerdos: las tórridas estepas de su patria, y el comerciante inglés que lo llevó a Ciudad del Cabo prometiéndole que sería rey de los zulúes; la casa flotante que lo trajo a Amsterdam, el circo, junto a esa tropa de despreciables esclavos nubios con los que cada noche tenía que ejecutar danzas guerreras, por un dinero que enseguida se le iba; esta ciudad de piedra donde su corazón se consumía de nostalgia, nadie que entendiera su lengua…

Acarició suavemente el brazo de la muerta y en su rostro se dibujó la expresión del más absoluto abandono. ¡Ella no sabía que por su causa había perdido a su Dios!. Para que viniera hacia él, invocó al terrible Souquiant, el Dios-serpiente de rostro humano, perdiendo así el poder de caminar sobre las piedras incandescentes. Despedido del circo y sin dinero, iban a mandarlo de vuelta a África, donde volvería como mendigo en lugar de como rey. Saltó del barco, y nadando, llegó a la ribera.

Durante el día se escondía en las embarcaciones, y por la noche recorría el Zee Dijk, buscándola a ella, a la que amaba más que a su estepa, más que a sus mujeres negras, más que al sol en el cielo, más que a todo.

Desde entonces, una única vez se le había vuelto a aparecer el Dios-serpiente, iracundo; durante un sueño le dio la cruel orden de llevar a Eva a casa de un rival. Sólo ahora tenía el derecho devolver a verla, cuando ya estaba muerta.

Preso de un profundo dolor, dejó la mirada errar por la sombría iglesia: ¿un hombre crucificado con una corona de espinas en la cabeza y clavos atravesándole las manos y los pies?. ¿Una paloma con un ramo verde en el pico?. ¿Un anciano con una gran bola dorada en las manos?. ¿Un joven atravesado de flechas?. Sólo dioses blancos, extraños, cuyos nombres no podía invocar por no conocerlos. No obstante, ¡debían conocer la magia y saber resucitar a la muerta!. ¿De quién sino de ellos obtendría el señor Zitter Arpad el poder para hundirse cuchillos en la garganta, o tragarse huevos de gallina y hacerlos reaparecer?.
Una última esperanza lo inundó al reparar en la imagen de la Virgen. Debía de ser una diosa porque llevaba una diadema en la cabeza. Era negra, de manera que quizás comprendiera su lengua. Se inclinó ante la imagen, retuvo el aliento hasta escuchar los gemidos de los enemigos sacrificados que esperaban su llegada a las puertas del cielo para servirle como esclavos. Se tragó la lengua con un estertor para penetrar en el reino donde el hombre puede hablar con los invisibles. Nada.

Profunda, honda oscuridad en lugar de la pálida luz verdosa que estaba acostumbrado a ver. No podía encontrar el camino hacia la diosa extranjera.

Lentamente, y con tristeza, volvió junto al ataúd, se acurrucó al pie y entonó el canto mortuorio de los zulúes, una liturgia salvaje y terrible: a veces bárbaros sonidos guturales, a veces un murmulio como el golpe de los antílopes en fuga, roncos y desesperados rugidos, quejidos suaves y melancólicos que ahora parecían perderse en lejanos bosques y ahora despertaban con sollozos resonantes como el aullido de un perro que hubiera perdido a su amo.

* * *

Finalmente se levantó, quitándose una pequeña cadena blanca que pendía sobre su pecho. Estaba hecha de las vértebras cervicales de regias esposas estranguladas, era el símbolo de su dignidad como jefe de los zulúes, un fetiche sagrado que confería la inmortalidad a todos los que se lo llevaban a la tumba. Enrolló el horrible rosario en las manos de la muerta.
Era lo más valioso que había poseído nunca. ¿Qué le importaba, de ahora en adelante, la inmortalidad?. No tenía patria, ni aquí ni en el más allá. ¡Eva no podía ir al cielo de los negros, y él no podía entrar en el paraíso de los blancos!.

* * *

Un ligero ruido lo sobresaltó.

Tendió el oído como una fiera preparada para saltar. Nada.

No era más que el crujido de las fúnebres coronas que se marchitaban.

Entonces su mirada reparó en un cirio que estaba al pie del catafalco. La llama temblaba y se inclinaba hacia un lado, como bajo el efecto de una corriente de aire. ¡Alguien debía haber entrado en la iglesia!.

De un salto se escondió detrás de una columna. Miró fijamente en dirección a la sacristía, esperando que la puerta se abriese.

Nadie.

Cuando volvió la cabeza hacia el féretro se alzaba un trono de piedra en lugar del cirio. Estaba ocupado por un ser esbelto, de tamaño sobrehumano; llevaba sobre la cabeza la corona de plumas del juez de los muertos. Se mantenía inmóvil. Estaba desnudo, con una tela roja y azul ciñéndole las caderas, sus manos sujetaban un cayado y un látigo: se trataba de un dios egipcio. De su cuello pendía una cadena con una tablilla de oro. Frente a él, al pie del ataúd, se erguía un hombre bronceado con cabeza de Ibis, sosteniendo en la mano el símbolo egipcio de la vida: la cruz rematada por un anillo.

A cada lado del féretro había una silueta, la una con cabeza de gavilán, la otra con cabeza de chacal. El zulú adivinó que habían venido a juzgar a la difunta. La diosa de la Verdad, con una túnica ajustada y un tocado en forma de buitre, llegó por el pasillo central y se acercó a la muerta, la cual se incorporó con rigidez. Le sacó el corazón del pecho y lo depositó en una balanza.

La silueta de la cabeza de chacal puso una estatuilla de bronce en el otro platillo. El gavilán comprobó el peso.

El platillo de la balanza en el que estaba el corazón de Eva se hundió profundamente.

El hombre de la cabeza de Ibis anotó el peso con un punzón, en silencio, sobre una tablilla de cera. Entonces, el juez de los muertos dijo:

—Ella fue, en la Tierra, una sirviente piadosa del señor de los dioses, como recompensa ha alcanzado el país de la verdad y de la justicia. Despertará como divinidad viviente y brillará en el coro de los dioses que viven en los cielos, porque ella es de nuestra raza. Así está escrito en el libro de la morada secreta.

Desapareció en ese instante como tragado por el suelo. Eva, con los ojos cerrados, bajó del ataúd. En medio de los dos dioses, y siguiendo al hombre de la cabeza de gavilán, Eva traspasó los muros de la iglesia, silenciosamente, desapareciendo.

Los cirios se transformaron en siluetas bronceadas que portaban llamas flameantes sobre sus cabezas, las cuales cubrieron con la tapa el ataúd vacío.

Un crujido se propagó en el interior de la iglesia cuando los tornillos penetraron en la madera.



CAPÍTULO XIV

Un invierno sombrío y helado había extendido una helada y blanca sábana sobre Holanda, sobre sus llanuras, retirándola lentamente, muy lentamente. La primavera no llegaba. Como si la tierra no pudiera despertar.

Vinieron los días pálidos de mayo, y desaparecieron; las praderas seguían sin reverdecer.

Los árboles estaban desnudos, secos, sin capullos, con las raíces heladas. Por todas partes campos negros y yertos, hierbas pardas y marchitas. Aterraba la total ausencia de viento. El mar estaba inmóvil, desde hacía meses no caía una sola gota de lluvia, sólo había un sol insípido tras las nubes de polvo. Noches de bochorno, sin rocío.

El ciclo de la naturaleza parecía haberse detenido. La angustia a causa de los amenazadores acontecimientos, atizada por predicadores que llamaban al arrepentimiento y que recorrían las calles bramando sus cánticos, había prendido en la población como en la terrible época de los anabaptistas. Se hablaba de la inevitable escasez de víveres y del próximo final del mundo.

* * *

Hauberrisser había abandonado su piso de la Hooigracht para instalarse en una llanura al sureste de Amsterdam. Vivía solitario en una casa secularmente aislada, la cual, según las leyendas, había sido un dolmen. Se hallaba adosada a una pequeña colina, en medio de un pólder*.

*. Terreno pantanoso ganado al mar y que una vez desecado se dedica al cultivo.

Al regresar del entierro de Eva había reparado en ella. Como llevaba mucho tiempo deshabitada, pudo alquilarla enseguida. Ese mismo día trajo sus enseres, y con la llegada del invierno hizo instalar algunas comodidades. Deseaba estar a solas consigo mismo, lejos de los hombres, los cuales le parecían sombras sin vida. Desde su ventana podía ver la ciudad, con sus sombrías construcciones y su bosque de mástiles, yaciendo ante él como un humeante monstruo erizado.

Cuando enfocaba con los prismáticos las dos torres de la Iglesia de San Nicolás se sentía invadido por una sensación extraña: como si no fueran cosas lo que veía ante sí, sino recuerdos dolorosos, petrificados, que intentaban alcanzarlo con sus crueles brazos. Pero rápidamente se disolvían, fundiéndose con las casas y los tejados de la nebulosa lejanía.

Al principio visitó de vez en cuando la tumba de Eva en el cercano cementerio, pero su visita siempre había resultado un paseo mecánico, carente de sentido.
Intentaba imaginarse que ella yacía allí, bajo la tierra, y pensaba que debía experimentar tristeza, pero esta idea se le antojaba tan insensata que a menudo olvidaba depositar sobre la tumba las flores que traía, y volvía a llevárselas de vuelta. La noción del "dolor psíquico" se había convertido para él en una palabra sin sentido, perdiendo todo poder sobre su vida sentimental.

A veces, al reflexionar sobre esta extraña transformación de su ser, casi sentía miedo de su propia persona.

* * *

Una tarde se hallaba sentado ante la ventana, contemplando la puesta de sol.

Frente a la casa se alzaba un álamo ajado en un desierto de césped pardusco y seco. Solamente un poco más lejos, rodeado de una pequeña pradera verde, crecía, como en un oasis, un manzano cubierto de flores, era la única señal de vida en toda la región, los campesinos acudían en ocasiones a él en peregrinaje. «La humanidad, el fénix eterno, se ha reducido a cenizas en el curso de los siglos, —pensó mientras dejaba errar la mirada por las tristes llanuras—, ¿resucitará algún día?». Recordó la aparición de Chidher el Verde y sus palabras en el sentido de que se había quedado en la tierra para "dar".

—Y yo, ¿qué hago? —se preguntó—. ¡Me he convertido en un cadáver andante, un árbol desecado como ese álamo de ahi fuera!. ¿Quién sabe, aparte de mí, que existe una segunda vida misteriosa?. Swammerdam me indicó el camino, y un desconocido me lo explicó con su diario. Sólo yo guardo con avaricia los frutos que el destino me ha dado. Incluso mis mejores amigos, Pfeill y Sephardi, creen que me he retirado a llorar por Eva. ¿Tengo derecho a apartarme de los hombres porque me parezcan fantasmas que yerran sin meta por la existencia?. ¿O porque me parezcan orugas reptando por los suelos sin saber que son futuras mariposas?.

Un vivo deseo de ir en el acto a la ciudad y plantarse en una esquina, como uno más de los itinerantes profetas que anunciaban el día del Juicio, y gritar a las masas que existia un puente entre las dos vidas, entre ésta y la del más allá, lo empujó a adoptar una decisión repentina. Pero inmediatamente se corrigió: «No haría más que arrojar perlas a los cerdos. La masa no podría comprenderme. Suplican que baje del cielo un dios al que poder vender y crucificar. Y los pocos valiosos que andan buscando un camino de liberación, ¿me escucharían?. No. Los que dicen la verdad han perdido credibilidad».

No pudo evitar pensar en lo que había dicho Pfeill acerca de que antes de regalarle algo a alguien habría que preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el regalo.

—No, imposible, —se dijo, y empezó a reflexionar: «Es curioso pero cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oír mi voz».

Constató que ya casi había alcanzado ese límite. Recordó el diario y las singulares circunstancias en las que le había llegado.

«Lo continuaré con la descripción de mi propia vida, y abandonaré al destino lo que pueda ocurrir con él. El que me dijo que se había quedado para dar a todos según sus deseos deberá ocuparse de él como si fuese mi testamento, entregándolo a quienes puedan sacarle provecho, a aquéllos que aspiran a despertar espiritualmente. Si un solo ser alcanzara la inmortalidad gracias a mi relato, mi existencia habría tenido sentido».

Con la intención de reforzar las instrucciones del pergamino con sus propias experiencias y de llevarlo a su anterior vivienda para depositarlo en el armario secreto, se sentó y comenzó a escribir:

«Al desconocido que me seguirá en el tiempo:

»Cuando leas estas páginas, la mano que las escribió quizás esté podrida desde hace mucho tiempo.

»Tengo la certeza de que se descubrirán ante tus ojos en el preciso momento en que más las necesites, como el ancla de un desamparado barco que fuera a estrellarse contra los arrecifes.

«En el diario que se encuentra junto al mío hallarás una doctrina que incluye todo lo que una persona necesita para pasar, como por un puente, a un nuevo mundo poblado de maravillas. Lo único que puedo añadir es la descripción de mi vida y de los estados espirituales que he alcanzado gracias a esta doctrina. Con sólo reforzar en tí la certeza de que realmente existe una vía secreta que conduce más allá de la humanidad mortal, mis líneas cumplirían su cometido.

»Un soplo de inminentes terrores llena la noche en la que escribo estas palabras, terrores que no me conciernen a mí, sino a los innumerables que no maduraron en el árbol de la vida. No sé si veré por mis ojos corporales esa "primera hora" a la que alude mi predecesor en su diario, tal vez ésta sea mi última noche. Pero, aunque abandone esta tierra mañana o dentro de unos años, tiendo mi mano hacia el futuro, hacia la tuya.

»¡Cógela, como cogí yo la de mi predecesor, para que no se rompa la cadena de la enseñanza del "despertar" y lega tú también este testamento a los que te sigan!».

* * *

El reloj pasaba ya de la medianoche cuando su relato llegó al punto donde Chidher el Verde le impidió suicidarse. Iba y venía por la habitación, sumergido en sus pensamientos. Comprendió que allí se iniciaba el gran abismo que separa la comprensión de un ser normal, por muy imaginativo y crédulo que sea, de la de una persona espiritualmente despierta.
¿Existían palabras para expresar aproximadamente lo que había vivido a partir de aquel momento, casi sin interrupción?. Dudó mucho rato. No sabía si debía acabar el relato con la muerte de Eva; fue a la habitación contigua para buscar un estuche plateado que habia mandado hacer con objeto de albergar el rollo. Cuando registró el armario tropezó con la calavera de papel maché que habia comprado un año antes en el salón de artículos misteriosos.

La observó a la luz de la lámpara, meditabundo, y le vino a la mente la misma idea de antaño:

«Es más difícil sonreír eternamente que encontrar el cráneo que llevaba uno puesto en una vida anterior». Esta idea le pareció como la promesa de que aprendería a sonreír en un futuro feliz.

Su vida pasada, con sus apasionados y dolorosos deseos, le resultó tan incomprensiblemente extraña y lejana como si hubiera sido vivida por ese ridiculo y a la vez profético objeto de papel, en vez de por su propia cabeza. No pudo evitar una sonrisa al pensar que tenía… su propio cráneo en la mano.
Habia dejado atrás el mundo como si fuera la tienda de un ilusionista llena de baratijas y cachivaches.

* * *

Volvió a tomar la pluma y escribió:

«Cuando Chidher el Verde se hubo marchado, y con él, de forma incomprensible, todo dolor relacionado con Eva, me dispuse a acercarme a la cama para besar las manos de Eva cuando vi a un hombre arrodillado, la cabeza apoyada en el brazo de la muerta, en el cual reconocí, con sorpresa, mi propio cuerpo. No podía verme a mi mismo, si inclinaba la mirada para ver mis miembros no percibía más que un vacio. Al mismo tiempo, el hombre de al lado de la cama se levantó y miró sus pies, como yo mismo había creído hacerlo. Era como si fuese mi sombra y tuviese que ejecutar cualquier movimiento que yo le ordenara.

»Me incliné sobre la muerta y fue él quien lo hizo. Supongo que sufría al hacerlo, puede ser, pero no lo sé. Para mí, la que yacía allí, inmóvil, con una rígida sonrisa en los labios, era el cadáver de una joven desconocida, hermosa como un ángel, una imagen de cera que no me llegaba al corazón, una estatua de cera que se parecía a Eva en todos sus rasgos, pero sin que fuera más que su imagen. Me hacía tan inmensamente feliz el hecho de que no fuera Eva la muerta, sino una desconocida, que no podía pronunciar palabra a causa de la alegría.

»Luego entraron tres personajes en la habitación. Reconocí en ellos a mis amigos. Vi que se acercaban a mi cuerpo para consolarlo. Mi "sombra" sonreía sin contestar.

»¿Cómo hubiera podido contestar, si no era capaz de hacer nada sin que yo se lo ordenara?.

»Mis amigos, y las numerosas personas que vi después en la iglesia y durante el entierro, eran también sombras para mí, como mi propio cuerpo. El coche fúnebre, los caballos, los portadores de antorchas, las coronas, las casas ante las cuales pasamos, el cementerio, el cielo, la tierra y el sol: todo no eran más que imágenes sin vida interior, del color de un país de sueño al que yo echaba un vistazo, feliz y contento, porque todo aquello ya no me concernía. Desde entonces mi libertad ha ido creciendo, y sé que he sobrepasado el umbral de la muerte. A veces, durante la noche, veo mi cuerpo acostado, oigo su respiración regular, todo ello estando yo despierto. Él tiene los ojos cerrados, pero yo puedo mirar a mi alrededor y estar donde quiera. Cuando él camina yo puedo descansar, y descansar cuando él anda. Pero si me dan ganas, puedo ver a través de sus ojos y oír con sus oídos, mas entonces todo es triste y oscuro a mi alrededor, y vuelvo a ser como los demás hombres: un fantasma más en el reino de los fantasmas. Cuando me desprendo de mi cuerpo y lo observo como a una sombra que ejecuta automáticamente mis órdenes y participa de la vida aparente del mundo, experimento un estado tan extraño que no sé cómo describírtelo.

»Supon que te encuentras en un cine, con el corazón feliz porque acabas de sentir una gran alegría, y que contemplas en la pantalla a tu propio cuerpo sucumbiendo de dolor ante el lecho de muerte de la mujer amada, de la cual tú sabes que no está muerta, sino en casa, esperándote. Imagínate que más tarde oyeras a tu imagen proferir desesperados gritos de dolor con tu misma voz, como si ésta saliera por un altavoz, di, ¿te impresionaría este espectáculo?.

»Quisiera que lo vivieras tú mismo.

»Entonces sabrías, como yo lo sé ahora, que existe una posibilidad de escapar a la muerte.

»El grado que he podido alcanzar es esa gran soledad de la que habla mi predecesor en su diario. Podría ser para mí aún más terrible que la vida terrestre si fuera el último peldaño de la escalera que se me permitiese subir. Pero la jubilosa certidumbre de que Eva no ha muerto me eleva por encima de todo.

»Aunque todavía no puedo ver a Eva, sé que sólo tengo que dar un pequeño paso más en el camino del despertar para encontrarla, y de una manera mucho más real que cualquiera que nunca hubiera creído posible. Lo único que nos separa ya es una delgada pared, a través de la cual podemos sentir nuestra mutua presencia. ¡Cuánto más profunda e incomparablemente calmada es ahora mi esperanza de hallarla si la cotejo con la época en que la invocaba hora tras hora!.

»Entonces se trataba de una espera que me consumía, ahora tengo una certeza que me llena de alegría.

»Existe un mundo invisible que interpenetra al mundo visible. Tengo la certeza de que Eva habita en él como en una oculta demora, esperándome.

»Si tu destino fuera similar al mío y hubieras perdido a un ser amado, no creas que será posible volver a encontrarlo si no eliges el "camino del despertar".

»Piensa en lo que Chidher el Verde me dijo: "quien no aprende a ver en la tierra tampoco aprenderá en el más allá". Guárdate de la enseñanza de los espiritistas como si fuera veneno, son una de las pestes más temibles que jamás azotaron a la humanidad. Los espiritistas también afirman que entran en contacto con los muertos, creen que los muertos vienen a ellos; pero no es más que una ilusión. Afortunadamente, no saben quienes son los que vienen a ellos, si lo supieran tendrían miedo. Debes comenzar por ser tú mismo invisible antes de emprender el camino hacia los invisibles, por vivir simultáneamente aquí abajo y allá arriba, al igual que yo me he vuelto invisible incluso a los ojos de mi propio cuerpo.

»Yo todavía no he llegado tan lejos como para que se me conceda la visión del otro mundo, pero sin embargo, sé que los que abandonaron la tierra estando ciegos no se hallan allí. Son como melodías que se han extraviado en el aire y yerran por el universo hasta que vuelvan a encontrar unas cuerdas en las que poder vibrar nuevamente. El sitio donde ellos creen estar no es un lugar, es una isla de ensueños, sin dimensiones, poblada de sombras, mucho menos real que la Tierra.

»En verdad, sólo el ser despierto es inmortal. Los soles y los dioses perecen, únicamente él sobrevive y puede llevar a cabo lo que desee. No hay ningún dios por encima de él. No es vano el que nuestro camino se denomine la vía pagana: lo que los creyentes llaman Dios no es sino un estado que ellos mismos podrían alcanzar si fueran capaces de creer en sí mismos. Pero en su incurable ceguera se han creado un obstáculo que no osan franquear, se han fabricado una imagen para adorarla en lugar de convertirse en ella.

»Si quieres rezar, reza a tu yo invisible. Es el único dios que presta oídos a las oraciones. Los demás dioses te darán piedras en lugar de pan.

»Infelices aquéllos cuyas súplicas sean oídas después de rezar a un ídolo. Perderán su yo, puesto que nunca jamás serán capaces de creer que el favor se lo proporcionaron ellos mismos. Cuando tu yo invisible aparezca en tí como una realidad, lo reconocerás por el hecho de que proyecta una sombra. Yo tampoco supe quién era hasta el día en que vi mi cuerpo como una sombra. Llegará el día en el cual los hombres, los seres humanos, proyectarán sombras luminosas sobre la tierra en lugar de las vergonzosas manchas negras de ahora, y nuevas estrellas se levantarán. ¡Contribuye tú también a que se haga la luz!».

* * *

Hauberrisser se levantó bruscamente, enrolló los folios y los metió en el estuche de plata.

Tenía la nítida sensación de que alguien lo incitaba a darse prisa. En el cielo se vislumbraba ya la primera claridad de la mañana naciente. El aire tenía un color plomizo, y la reseca llanura que se extendía frente a la ventana se parecía a un inmenso tapete de lana gris donde los canales trazaban rayas claras. Salió de la casa con la intención de dirigirse a Amsterdam. Tras haber dado unos pocos pasos, renunció a su proyecto de ir a esconder el documento en su anterior domicilio de la Hooigracht. Volvió a proveerse de una pala. Comprendió que debía enterrarlo en algún sitio cercano. Pero, ¿dónde?. ¿Acaso en el cementerio?. Tomó esa dirección. No, allí tampoco.

Su mirada se detuvo en el manzano en flor. Era alli. Cavó un hoyo y depositó en él el estuche con el manuscrito.

Después fue lo más rápidamente que pudo a la ciudad, atravesando praderas y puentecillos con la grisácea luz del alba. Una gran preocupación por sus amigos, como si corrieran algún peligro, lo inquietaba de repente.

A pesar de la hora tan temprana el aire estaba reseco y caluroso, como anunciando tormenta.

Una calma sofocante daba a la región una apariencia siniestra, cadavérica. El sol colgaba como un disco de amarillo metal deslucido tras un velo de espeso vapor. A lo lejos, al oeste, sobre el Zuidersee, ardía un cúmulo de nubes rojas, parecía la tarde en vez de la mañana.

Impulsado por el vago temor de llegar demasiado tarde, tomaba atajos siempre que podía, caminando a través de los campos y las desiertas carreteras, pero parecía que la ciudad no quisiera acercarse.

Poco a poco, a medida que el día avanzaba, el aspecto del cielo se iba transformando: nubes blanquecinas en forma de ganchos se torcían como gusanos gigantescos azotados por invisibles torbellinos ante el fondo pálido, sin cambiar nunca de sitio; era como una lucha de monstruos aéreos enviados a la Tierra desde el espacio cósmico.

Como descomunales vasos volcados, remolinos en forma de embudos con la punta hacia arriba se hallaban suspendidos en el aire; fieras con las fauces abiertas se abalanzaban las unas sobre las otras, aglomerándose en un montón amenazador. Sólo en la tierra continuaba reinando la misma calma macabra, un viento al acecho.

Un alargado triángulo negro, una nube de langosta africana, pasó delante de él, oscureciendo su luz, de manera que por unos minutos toda la campiña estuvo sumergida en la noche; después fue a parar a lo lejos, aterrizando de forma oblicua. Durante toda la caminata, Hauberrisser no había tropezado con ningún ser vivo, cuando de golpe, se percató de la presencia de una extraña silueta sombría, de talla sobrenatural, con la nuca inclinada y ataviada con un talar.

La distancia no le permitió distinguir sus rasgos, pero reconoció los ademanes, la vestimenta, el perfil de la cabeza con sus largos rizos adornando las sienes. Se trataba de un judío viejo. Cuanto más se aproximaba más irreal se tornaba su figura: medía al menos siete pies de altura, no movía las piernas al andar y sus contornos tenían algo vago, difuminado.
Hauberrisser creyó observar incluso que de vez en cuando, una parte de su cuerpo, el brazo o el hombro, se alejaba para volver inmediatamente a su sitio.

Pocos minutos más tarde el judío era casi transparente, como si no estuviera formado por una masa compacta, sino por una acumulación de innumerables puntos negros, separados entre sí. Entonces, cuando la silueta se puso a su lado silenciosamente, Hauberrisser comprobó que estaba constituida por un enjambre de hormigas voladoras que habían adoptado una forma humana y la mantenían: un incomprensible espectáculo de la naturaleza, parecido a aquel enjambre de abejas que un día vio en el jardín del monasterio.

Durante un rato se quedó absorto en el fenómeno, mirándolo con asombro alejarse hacia el sureste, hasta desaparecer como el humo sobre el mar.

No acertaba a interpretar la aparición. ¿Era un presagio misterioso o era una mueca sin importancia de la naturaleza?. No le parecía plausible que Chidher el Verde escogiera una forma tan fantástica para hacerse visible.

Con la cabeza llena de elucubraciones, atravesó el parque del oeste, dirigiéndose hacia el Damrak para llegar cuanto antes a la casa de Sephardi. Un tumulto lejano le dio a entender que algo había ocurrido.

Pronto le fue imposible abrirse un camino a través de las principales calles a causa de las densas masas agitadas. Decidió internarse por las callejuelas de la Jodenbuurt.

Los adeptos del Ejército de Salvación desfilaban como tropas, rezando en voz alta o bramando el salmo: "Más la ciudad de Dios…".

Hombres y mujeres, sumidos en un éxtasis religioso, se arrancaban las ropas y se desplomaban de rodillas, con espuma en la boca, vociferando obscenidades al mismo tiempo que aleluyas; fanáticos secretarios de torso desnudo se flagelaban la espalda con convulsivas e histéricas risas; aquí y allá se derrumbaban algunos epilépticos, retorciéndose sobre los adoquines. Otros adeptos de cualquier secta estrafalaria se "humillaban ante el Señor", una recogida muchedumbre los rodeaba, tenían la cabeza descubierta y daban saltitos agachados, como ranas, y croaban: «¡Oh tú, mi amado niñito Jesús, ten piedad de nosotros!».

* * *

Asqueado y horrorizado, Hauberrisser erró por toda clase de callejuelas tortuosas, teniendo que desviarse continuamente de su camino a causa del gentío, hasta que ya no pudo avanzar más, viéndose encerrado por una multitud ante la sombría casa de la calle Jodenbree.

El salón de artículos misteriosos se hallaba cerrado, las persianas estaban echadas y faltaba el rótulo. Delante de la tienda se levantaba una plataforma de madera dorada con un trono, ocupado por el "catedrático" Zitter Arpad, que se vestía con un abrigo de armiño y tenía la frente adornada por una diadema de brillantes, como una aureola. Lanzaba monedas de cobre con su efigie a la extasiada multitud y pronunciaba un discurso con voz potente, aunque apenas audible a causa de los incesantes gritos de "Hosanna", en él se repetían constantemente las instigaciones demagógicas:

—¡Quemad a las prostitutas y traedme su oro pecaminoso!.

A duras penas logró Hauberrisser abrirse paso hasta una esquina. Intentaba orientarse cuando alguien lo cogió por el brazo, atrayéndolo hacia un portal. Reconoció a Pfeill. Los dos habían acudido a la ciudad con la misma intención, como pudieron constatar por las pocas palabras que llegaron a intercambiar, se gritaban por encima de las cabezas del gentío, el cual no tardó en separarlos de nuevo.

—¡Vente a casa de Swammerdam! —exclamó Pfeill.

Era imposible detenerse, hasta los patios más pequeños estaban inundados de gente. Cada vez que los dos amigos percibían un hueco en el hervidero de personas que les permitiera juntarse, tenían que aprovecharlo al máximo para poder avanzar, de manera que sólo podían comunicarse con frases breves y precipitadas.

—¡Un espantoso monstruo, este Zitter! —empezó Pfeill su entrecortado relato, hallándose ora delante de Hauberrisser, ora detrás o a su lado, pero siempre separado de él por un muro humano— La policía ha dejado de funcionar, así que no puede detenerlo en el ejercicio de sus actividades… y la milicia, hace tiempo que no existe… Se las da de profeta Elias, y la gente le cree y lo adora… El otro día provocó una horrible carnicería en el circo Carré… el gentío asaltó el circo… arrastraron a unas distinguidas señoritas extranjeras, cortesanas, desde luego, y lanzaron los tigres sobre ellas… Tiene la manía de los Césares… como Nerón… Primero se casó con la Rukstinat y después, para apoderarse de su dinero, la en…

—Envenenó —entendió Hauberrisser vagamente.

Acababa de separarse de Pfeill una procesión de encapuchados, con capirotes blancos y antorchas en las manos, cantando con voz indistinta y monótona la coral: «O sanctissima, o pi…issima dulcis virgo Maa…riii…aaa», y apagando con ella las últimas palabras de su amigo.

Pfeill volvió a aparecer, tenía la cara ennegrecida por el humo de las antorchas.

—Luego perdió todo su dinero en el poker. Y entonces, durante meses, fue médium en sesiones espiritistas. Tuvo una enorme clientela… Todo Amsterdam ha pasado por sus salones.

—¿Qué tal está Sephardi? —gritó Hauberrisser.

—Lleva ya tres semanas en Brasil. Me pidió que te transmitiera sus saludos… Ya antes de marcharse había cambiado totalmente. Sé poco de él. Se le apareció el hombre del rostro verde, y le dijo que debía fundar un estado judío en Brasil. También le dijo que los judíos, siendo como son el único pueblo internacional, estaban llamados a crear una nueva lengua que poco a poco fuera sirviendo de medio de comunicación para todos los pueblos de la Tierra, acercándolos así los unos a los otros. Una especie de hebreo moderno, no lo sé exactamente.

»A raíz de la aparición, Sephardi cambió totalmente, como de la noche a la mañana… Decía que ahora tenía una misión… Parece haber dado en el clavo con la fundación de su estado sionista. Casi todos los judíos de Holanda le siguieron, y todavía llegan incontables muchedumbres de todos los países imaginables que quieren emigrar al Oeste… Esto es un completo hormiguero…

Durante unos instantes los separó una tropa de mujeres que entonaban cánticos. Hauberrisser, al oír la palabra "hormiguero", empleada por su amigo, no pudo evitar pensar en el extraño fenómeno que había contemplado antes de llegar a la ciudad.

—En los últimos tiempos, Sephardi frecuentaba bastante a un tal Lázaro Eidotter, al que he conocido entretanto —prosiguió Pfeill—. Es un viejo judío, una especie de profeta… Últimamente se encuentra en un estado de trance casi continuo… Todo lo que anuncia, se cumple. Hace poco predijo una terrible catástrofe que se produciría en Europa con objeto de preparar la llegada de una nueva era… Decía que se alegraba de perecer él mismo en esa ocasión porque entonces le sería dado conducir hacia el reino de la plenitud a todos los que murieran. En cuanto a la catástrofe, no andaba tan equivocado… Ya ves lo que está pasando aquí, Amsterdam está a la espera del diluvio… La humanidad entera se ha vuelto loca… Hace tiempo que no funcionan los ferrocarriles, en otro caso habría ido a verte a tu arca de Noé. Parece que hoy el frenesí ha llegado a su punto culminante… ¡Ah!, tendría que contarte tantas cosas… Madre mía, si no fuera por el constante alboroto del entorno, apenas se puede terminar una frase… Me han ocurrido muchas cosas increíbles…

—¿Y Swammerdam, cómo está? —gritó Hauberrisser tratando de dominar el ulular de una tropa de hermanos autoflagelantes que avanzaban de rodillas.

—Me envió un mensajero —contestó Pfeill— para que fuera a verlo inmediatamente, después de recogerte a tí… Menos mal que nos hemos encontrado por el camino… Tiene miedo por nosotros, según lo que me comunicó el mensajero. Cree que sólo estaremos seguros cerca de él. Afirma que su voz interior le predijo una vez tres cosas, entre ellas la de que él sobreviviría a la iglesia de San Nicolás… Parece deducir de ello que saldrá vivo de la venidera catástrofe, y quiere que estemos junto a él para que, en vista de la nueva era, nos salvemos nosotros también.

Estas fueron las últimas palabras que Hauberrisser pudo entender. Un clamor ensordecedor que salía de la plaza hacia la que se dirigían los dos amigos, sacudió el aire, propagándose rápidamente: «¡El nuevo Jerusalén ha aparecido en el cielo!… ¡Un milagro, un milagro!… ¡Dios nos sea propicio!». Las voces corrían de buhardilla en buhardilla, saltando por encima de los tejados, y llegaban hasta los rincones más lejanos de los suburbios. Sólo pudo ver a Pfeill mover los labios velozmente, como si le gritara algo con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces se sintió como aupado por aquel flujo humano sumido en la locura, y fue arrastrado sin poder oponer ninguna resistencia hasta la plaza de la Lonja.

Allí, la multitud era tan compacta que debía mantener los brazos pegados al cuerpo y apenas si podía mover las manos. Todas la miradas estaban fijas en el cielo.

En lo alto del firmamento luchaban todavía extrañas siluetas nebulosas parecidas a gigantescos peces alados, pero por debajo se habían acumulado montañas de nubes coronadas de nieve, separadas por un valle iluminado por oblicuos rayos de sol, en el cual se divisaba el espejismo de una ciudad extranjera, meridional, con blancos tejados planos y portales moriscos. Hombres en flotantes albornoces, de orgullosos rostros cetrinos, atravesaban lentamente las pardas calles, tan próximos y tan pavorosamente nítidos que era posible distinguir los movimientos de sus pupilas cuando giraban la cabeza para, como parecía, contemplar con indiferencia el tremendo tumulto de Amsterdam. Fuera de la ciudad, ante los baluartes, se extendía un desierto rojizo cuyos límites se perdían en las nubes, atravesado por caravanas de camellos que eran como sombras en el aire luminoso.

Durante una hora permaneció la visión en el cielo, con un esplendor multicolor, palideciendo posteriormente de manera paulatina. Sólo un minarete alto y esbelto, de una blancura tan cegadora como azúcar centelleante, fue visible hasta el último momento, pero se desvaneció súbitamente en la neblina.

* * *

Era ya tarde cuando Hauberrisser, empujado continuamente por la marea humana, encontró por fin la ocasión para ecapar del gentío.

Era absolutamente imposible llegar hasta la casa de Swammerdam porque ello supondría atravesar gran número de calles y volver a pasar por la plaza de la Lonja. Decidió regresar a su ermita y esperar un día más adecuado.

Pronto se halló de nuevo en las muertas y silenciosas praderas del pólder. Todo el espacio bajo el cielo se había transformado en una impenetrable masa polvorienta.

Hauberrisser oía crujir las hierbas secas bajo sus pies apresurados. La soledad era tan profunda como el murmullo de la sangre en sus oídos.

Tras él yacía la negra ciudad de Amsterdam, envuelta en el resplandor de una ensangrentada puesta de sol que recordaba una enorme antorcha en llamas.

Ni un sólo soplo de aire. De vez en cuando, un chapoteo, un pez que daba un salto en el aire.

Cuando se consumó el crepúsculo, grandes manchas grises se arrastraron por la pradera como telas extendidas y en movimiento.

Hauberrisser se dio cuenta de que se trataba de incontables hordas de ratones que se deslizaban a través de los campos, agitados y emitiendo chillidos apagados.

Conforme avanzaba la oscuridad, la naturaleza parecía más inquieta, a pesar de que no se moviese tallo alguno. De cuando en cuando se formaban pequeños torbellinos en las pantanosas aguas, sin que el menor soplo de aire las tocara, como originadas por el lanzamiento de una piedra invisible. Hauberrisser podía distinguir ya el álamo de la puerta de su casa.
De golpe, surgiendo del suelo, se alzaron unas estructuras blancas en forma de columnas, interponiéndose entre él y la figura del árbol.

Avanzaron hacia él como silenciosos fantasmas, dejando tras de sí anchas líneas oscuras de hierbas calcinadas. Pasaron a su lado sin hacer el menor ruido, mudos espectros de la atmósfera, pérfidos y mortíferos.

* * *

Bañado de sudor, Hauberrisser entró en su casa.

La mujer del jardinero del cercano cementerio, que se ocupaba de los quehaceres domésticos, le había dejado la cena preparada. Estaba tan agitado que no pudo probar bocado.

Desasosegado, se echó en la cama sin desvestirse y esperó, sin pegar ojo, el día que iba a venir.

El Rostro Verde (13). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XII

Soplo de descomposición en el aire. Días agonizantes con un calor de incubadora y noches brumosas. La hierba de los prados cubierta al amanecer de telas de araña como manchas blanquecinas de moho. Entre los terrones marrón-violeta, charcos de agua fría y oscura que han dejado de creer en el sol. Flores de color paja que carecen de fuerzas para erguir las cabezas hacia el cielo transparente. Titubeantes mariposas de alas rotas, descoloridas. En las alamedas de la ciudad, las crujientes hojas cuelgan de tallos mustios. Como una mujer ajada que no hallara colores lo suficientemente chillones para disimular su edad, la naturaleza comenzaba a acicalarse con los multicolores afeites del otoño.

* * *

Hacía tiempo que el nombre de Eva van Druysen había sido olvidado en Amsterdam.

El barón Pfeill la dio por muerta, y Sephardi se vistió de luto. Únicamente en el corazón de Hauberrisser su imagen no podía morir.

Sin embargo, no hablaba de ella cuando venían a verlo sus amigos o el viejo Swammerdam. Se había vuelto taciturno y reservado, sólo conversaba con ellos sobre cosas indiferentes.

No quería mostrar con sus palabras que se había refugiado en la secreta esperanza de volver a ver a Eva, una esperanza que crecía de día en día, pero que temía expresar como si al mencionarla destruyera una frágil redecilla.

Sólo delante de Swammerdam dejaba entrever su estado de ánimo, sin expresarlo con palabras.

Desde el momento que concluyó la lectura del rollo, se estaba operando en él una transformación que apenas si comprendía. Al principio practicaba el ejercicio de la inmovilidad cada vez que se le ocurría. Por una parte se dedicaba a ello con curiosidad, y por otra con la actitud incrédula de una persona que, de forma permanente, como una divisa de frustración y desengaño, arrastra la siguiente convicción en el fondo de su alma: «De todas maneras no servirá para nada».

Al cabo de una semana limitó la duración del ejercicio, de una hora o más en cualquier momento a un cuarto de hora por la mañana, pero entregándose a él con todas sus fuerzas, y practicándolo por el ejercicio mismo en lugar de hacerlo con la fatigosa y siempre decepcionante esperanza de que algo maravilloso debería producirse.

Pronto el ejercicio se le hizo indispensable, como un baño refrescante que esperaba con gozo cada vez que se acostaba. Cierto es que durante el día se sentía sacudido por violentos ataques de desesperación al pensar en la idea de haber perdido a Eva. Rechazaba combatir estos pensamientos tan dolorosos por medio de la magia, habría sido como una huida frente al recuerdo abrasador de Eva, una actitud egoísta, insensible, un autoengaño, pero a pesar de todo, un día que el sufrimiento se le hizo tan insoportable que sólo el suicidio aparecía como posible solución, lo intentó.

Se sentó derecho, como estaba descrito en las instrucciones, y trató de conseguir a la fuerza un estado de vigilia superior, para, al menos momentáneamente, escapar de la intolerable tortura de sus pensamientos. Para su asombro, el intento dio resultado a la primera. Lo penetró una incomprensible sensación de certeza donde rebotaba cualquier duda, internamente experimentaba la afirmación de que Eva vivía, de que no corría peligro alguno. Antes, siempre que su pensamiento se volcaba en Eva, cien o más veces al día, había sentido el azote de latigazos incandescentes, pero ahora interpretaba estos mismos pensamientos como la jubilosa noticia de que Eva, allá a lo lejos, pensaba en él y le enviaba saludos. Lo que había sido dolor, de golpe se convirtió en fuente de alegría.

Por medio del ejercicio había creado en su interior un refugio al que poder retirarse a cada instante, un refugio en donde hallar constantemente una renovada confianza, en donde conseguir ese crecimiento interior que para quienes no lo han experimentado no es más que una palabra desprovista de sentido. Antes de conocer este nuevo estado había pensado que sustraerse al dolor por Eva era cicatrizar aceleradamente las llagas de su alma, una aceleración del proceso de curación efectuado por el tiempo para calmar la pena de los seres humanos. Se había defendido con todas las fibras de su ser contra tal curación, como lo haría cualquiera al darse cuenta de que la atenuación de la pena causada por la pérdida de una persona amada conlleva siempre la difuminación de su imagen, de la cual no quiere separarse. Pero antre ambos escollos, un estrecho sendero cuya existencia no podía sospechar, todo sembrado de flores, se había abierto ante él: la imagen de Eva no estaba cubierta por el polvo del pasado, como él había temido, no, sólo el dolor se había esfumado. En lugar de una imagen velada por las lágrimas, Eva misma había resucitado para él. En los minutos de calma interna sentía su presencia con tanta nitidez como si estuviera ante él en carne y hueso. A medida que se retiraba del mundo, conseguía vivir horas de una felicidad tan profunda como nunca hubiese creído posible, horas durante las cuales iba de cognición en cognición, comprendiendo cada vez con mayor claridad que existían verdaderos milagros de experiencia interior, milagros que contrastaban con los hechos exteriores como la luz con la sombra, y no sólo de modo aparente, como antes había imaginado, sino efectivamente. La metáfora del Fénix le impresionaba cada día más hondamente. Siempre hallaba nuevos significados en ella, permitiéndole comprender con una plenitud insospechada la extraña diferencia que hay entre los símbolos vivos y los símbolos muertos. Todo cuanto buscaba parecía estar contenido en este símbolo inagotable. Solucionaba por él los enigmas, como un ser omnisciente al que sólo tenía que preguntar para conocer la verdad. Mientras luchaba por dominar los pensamientos, se había dado cuenta de que a veces, después de lograrlo y de creer saber exactamente de qué manera lo había logrado, al día siguiente no podía encontrar ni la menor traza de este conocimiento en su memoria. Estaba tan borrado de su cerebro, y aparentemente, tenía que partir de cero para descubrir de nuevo el método. «El sueño de mi cuerpo me robó los frutos que había cosechado», se solía decir en tales casos. Para evitarlo, decidió mantenerse despierto todo el tiempo que pudiera, pero una mañana lo iluminó la idea de que la extraña desaparición de todo recuerdo no era más que el fenómeno de las "ascuas que se consumen", de las cuales el fénix debía renacer sin cesar, rejuvenecido. Comprendió que el hecho de crearse métodos y pretender servirse de ellos, era algo terrestre y transitorio, que lo valioso no era el cuadro terminado, como había dicho Pfeill, sino la capacidad de pintar. Tras entender esto, la lucha por el dominio de sus pensamientos había pasado de ser un combate agotador a ser un continuo placer. Ascendía de grado en grado sin darse cuenta, hasta constatar un día con sorpresa que poseía la clave de un dominio con el que nunca hubiera osado soñar ni siquiera.

«Es como si hasta el presente yo hubiera estado rodeado por un enjambre de pensamientos similares a abejas que se alimentaran de mí, —había explicado a Swammerdam con el que, en aquella época, todavía solía hablar de experiencias interiores—. Ahora puedo alejarlos a voluntad y vuelven a mí cargados de ideas, como abejas cargadas de miel. En otro tiempo me saqueaban, hoy me enriquecen».

Unas semanas más tarde halló por casualidad en el pergamino la descripción de una experiencia análoga, casi en los mismos términos, y reconoció con alegría intensa que había elegido el buen camino del desarrollo interior sin haber recibido ninguna instrucción.

Las páginas en cuestión habían estado pegadas unas a otras a causa de la humedad y el moho; se soltaron gracias a los rayos solares que alcanzaban el rollo desde la ventana.

Tuvo conciencia de que en su pensamiento se había producido una operación idéntica.

En los últimos años, y ya antes de la guerra, había oído y leído muchas cosas acerca de lo que se denominaba mística, y de modo instintivo había vinculado todo lo relacionado con ella con la noción de "oscuridad". Cuanto pudo aprender sobre ella llevaba el sello de la confusión y recordaba los éxtasis de un opiómano. Y efectivamente, su juicio no era equivocado, porque lo que se entendía por mística en el lenguaje corriente no era en realidad más que un ir a tientas a través de la niebla. Ahora podía percatarse de la existencia de un auténtico estado místico, difícil de descubrir y aún más difícil de conquistar, un estado que no sólo quedaba por debajo de la realidad de las experiencias cotidianas, sino que la sobrepasaba con creces en vivacidad y vigor. No quedaba ya nada del entusiasmo de los "místicos" en éxtasis, ningún aullido de libertad en vista de una redención egoísta, que para realzar su brillo, necesita el sangriento espectáculo de los condenados a las penas eternas del infierno. También se había desvanecido como una pesadilla la ruidosa satisfacción de esa masa bestial que se cree de lleno en la realidad mientras digiere.

Tras apagar la luz, Hauberrisser se había sentado ante su mesa. Esperó en medio de la oscuridad. La noche se extendía como un paño colgado de la ventana, oscuro y pesado.

Sentía la proximidad de Eva, pero no podía verla.

Cuando cerraba los ojos, flotaban colores como nubes bajo sus ojos, disolviéndose y reconcentrándose. Por la experiencia que había adquirido sabía que esos colores constituían la materia con la cual podían crearse imágenes a voluntad, imágenes que en principo parecían rígidas e inertes, y que posteriormente, como animadas por una fuerza misteriosa, cobraban una vida autónoma, se transformaban en seres parecidos a él.

Hacía pocos días que había conseguido por primera vez formar y animar de esta manera el rostro de Eva. Creyó hallarse en el buen camino que lo llevaría a reunirse con Eva espiritualmente. Pero entonces recordó el párrafo referente a las alucinaciones de las brujas y comprendió que era allí donde comenzaba el reino ilimitado de los fantasmas, en el que bastaba entrar para no poder salir nunca más.

Sintió que cuanto más se desarrollara en él la facultad de transformar en imágenes los deseos secretos de su alma, más peligro correría de extraviarse en un sendero que no permitía el retorno.

Rememoró, con un sentimiento simultáneo de horror y de añoranza, los instantes durante los cuales había logrado evocar el fantasma de Eva; gris como una sombra al principio, y vistiéndose de color y de vida después, hasta hallarse ante él con toda la nitidez de un ser de carne y hueso.

Todavía sentía el frío glacial que se apoderó de su cuerpo cuando, impulsado por un instinto mágico, intentó involucrar los demás sentidos, el oído y el tacto, en la visión.

Desde entonces, se sorprendía deseando resucitar la imagen ante sus ojos, y siempre tenía que juntar todas sus fuerzas para resistir la tentación.

* * *

La noche avanzaba, pero no podía decidirse a dormir. Constantemente lo cercaba el confuso presentimiento de que tenía que existir algún medio para que Eva viniera hacia él, pero no bajo una forma vampírica animada por el soplo de su propia alma, sino en carne y hueso.

Emitió sus pensamientos para que retornaran a él cargados de nuevas inspiraciones acerca de la manera de lograr su propósito. Los progresos que había hecho en las últimas semanas le habían mostrado que este método consistente en emitir preguntas y aguardar pacientemente la respuesta, esta lúcida alternancia entre un estado activo y otro pasivo, ni siquiera fracasaba cuando se trataba de descubrir cosas que no hubieran podido ser desveladas por medio de procesos lógicos de pensamiento.

Las ideas le venían a la cabeza, una tras otra, y cada vez eran más fantásticas e inusuales; todas resultaron demasiado ligeras al pesarlas en la balanza de sus sentimientos.

Una vez más fue la clave del "estado de vigilia" la que le ayudó a abrir la cerradura secreta. Pero esta vez sintió instintivamente que también su cuerpo, y no sólo su conciencia, debía despertar en un nivel vital superior. Las fuerzas mágicas dormitaban en el cuerpo, eran ellas las que tenían que despertar para poder actuar sobre el mundo material.

Recordó, como un ejemplo instructivo, que la danza de los derviches árabes no tenía, en el fondo, otro fin que excitar el cuerpo para llevarlo al "estado de vigilia" superior.

Como bajo el efecto de una inspiración, posó las manos sobre sus rodillas y se irguió, imitando el ademán de las estatuas de los dioses egipcios, los cuales le parecieron de repente, por sus estáticos rostros, símbolos de un poder mágico. Impuso a su cuerpo una inmovilidad cadavérica mientras emitía una corriente de voluntad abrasadora a través de cada una de sus fibras. Al cabo de pocos minutos bullía dentro de él un incomparable huracán.

En su cerebro resonaba una insensata mezcla de voces humanas y animales, ladridos furiosos de perros, el canto estridente de innumerables gallos. En la habitación estalló un tumulto tal que parecía que la casa iba a explotar. Las metálicas vibraciones de un gong reverberaban en sus huesos, como si el infierno anunciara el día del Juicio Final, tuvo la impresión de convertirse en polvo. La piel le escocia como una túnica de Nessus, pero apretó los dientes y no consintió a su cuerpo ni el menor movimiento. Entretanto llamaba a Eva sin cesar, con cada uno de los latidos de su corazón.

Una voz apagada, apenas un murmullo y sin embargo capaz de atravesar el alboroto como la punta de una aguja, le advertía que no jugase con fuerzas cuyo poder desconocía, que no poseía la suficiente madurez para dominarlas, que de un momento a otro podían precipitarlo en una incurable locura. Hauberrisser no la escuchó.

La voz se hacía cada vez más potente, tanto que el ruido del entorno parecía estar muy lejano; la voz le pedía a gritos que volviese atrás. Eva vendría con toda seguridad si no cesaba de llamarla a través de esas oscuras fuerzas del infierno. Si viniera antes de cumplirse el tiempo de su evolución espiritual, su vida se apagaría en ese mismo momento, como la llama de una vela, y él mismo se cargaría así con un fardo de dolor que sería incapaz de soportar. Apretó los dientes y continuó sin escuchar. La voz intentó convencerle con argumentos racionales, diciéndole que Eva habría venido desde hacía tiempo o que le habría enviado un mensaje si le fuera posible; tenía pruebas suficientes de que estaba viva, constantemente le mandaba pensamientos llenos de amor y cada día experimentaba la certeza de su presencia muy cerca de él… Hauberrisser no escuchó, siguió llamando a Eva sin cesar.

Lo consumía el deseo de tenerla en sus brazos, aunque sólo fuera por unos instantes.

De pronto el tumulto enmudeció. Hauberrisser vio entonces que la habitación aparecía iluminada como en pleno día.

En el centro del cuarto, como surgido del suelo, se levantaba un poste de madera podrida que llegaba casi hasta el techo, rematado por una viga transversal, como una cruz decapitada.

Una serpiente de color verde claro, gorda como un brazo, estaba enroscada en el poste, mirándole con sus ojos sin párpados.

Su rostro, con la frente vendada por un trapo negro, era semejante al de una momia humana; la piel de los labios, disecada y fina como el pergamino, se veía muy estirada sobre los dientes amarillos y putrefactos.

A pesar de la deformación cadavérica de los rasgos, Hauberrisser reconoció en ellos un lejano parecido con el rostro de Chidher el Verde, tal como lo había visto en la tienda de la calle Jodenbree.

Con los cabellos erizados y el corazón parado por el horror, escuchó las palabras que surgían lentamente, sílaba a sílaba, como un silbido atenuado, de la boca descompuesta:

—¿Qué… qu… ieres… de… mí?.

Durante un instante lo paralizó un terror espantoso. Sentía la muerte detrás de él, acechándole; creyó ver una horrible araña negra deslizándose por la tabla de la mesa… Entonces su corazón gritó el nombre de Eva.

Enseguida, la habitación se vio nuevamente sumida en la oscuridad. Bañado de sudor, buscó a tientas el interruptor de la luz y lo apretó. La cruz decapitada, donde estaba instalada la serpiente, había desaparecido.

Tuvo la impresión de que el aire estaba envenenado. Casi no podía respirar, los objetos giraban ante sus ojos.

—¡Tiene que haber sido una alucinación provocada por la fiebre! —se dijo, intentando en vano calmarse. Pero era incapaz de deshacerse de la angustia que lo ahogaba, del miedo a que todo lo que acababa de contemplar hubiera ocurrido efectivamente en la habitación.

El cuerpo se le llenó de escalofríos al recordar la voz que lo había advertido. La sola idea de volver a escucharla gritándole que con sus locos experimentos de magia había puesto en peligro la vida de Eva le quemaba el cerebro. Creyó que se asfixiaba, se mordió la mano, se tapó los oídos, sacudió los sillones para volver en sí, abrió la ventana y respiró el aire frío de la noche… pero no sirvió de nada: la certidumbre interna de haber cometido un error irreparable en el dominio espiritual de las causas persistía a pesar de todo. Como bestias enfurecidas, se abalanzaron sobre él los pensamientos que, orgullosamente, creía haber dominado. Ninguna "voluntad de inmovilidad" le servía ya. El método del "despertar" fracasó también.

—Esto es una locura, locura, locura —repitió convulsivamente, con los dientes apretados y dando frenéticas vueltas por la habitación—¡no ha pasado nada!. ¡Fue una visión y nada más!. ¡Estoy loco!. ¡Imaginación!. ¡Fantasía!. ¡La voz me engañó, y tampoco la aparición era real!. ¿De dónde saldrían el poste, y la serpiente… y la araña?.

Se esforzó por soltar una fuerte carcajada con su boca torcida. —¡La araña!. ¿Por qué no está ya? —intentó burlarse de sí mismo.

Encendió una cerilla para buscar debajo de la mesa, pero no tuvo el valor de mirar por miedo a que pudiese estar allí, como un residuo del fantasmal acontecimiento.

Respiró aliviado al oír unas campanas dando las tres de la madrugada.

—Gracias a Dios, la noche se acaba.

Se acercó a la ventana, y asomándose, escudriñó largo rato la noche caliginosa, para ser testigo, como creía, de las primeras señales del crepúsculo. Súbitamente se dio cuenta de su verdadero motivo: estaba esperando, con los sentidos aguzados, que Eva viniese por fin.

«Deseo tanto volver a verla que mi imaginación me ha engañado estando yo despierto y consciente, con esta pesadilla de fantasmas»; trató de tranquilizarse atravesando de nuevo la habitación, pero la nostalgia volvía a apoderarse de él. Entonces su mirada se quedó fija en una mancha oscura que había en su suelo, una mancha que no recordó haber visto nunca antes.

Se agachó y vio que la madera estaba podrida justo en el sitio donde había estado el poste de la serpiente.

Se le cortó la respiración, ¡imposible que la mancha estuviera antes!.

Un golpe violento, como si alguien llamara a la puerta, lo arrancó de su hipnosis.

¿Eva?.

¡Allí, otra vez!.

¡No!. No podía ser Eva, era un puño recio el que aporreaba la puerta de la calle.

Corrió hacia la ventana y preguntó quién andaba por ahí, en la oscuridad.

No hubo respuesta.

Al cabo de unos instantes se repitieron los rudos e impacientes golpes en la puerta. Tiró de una cuerda que permitía abrir la puerta de abajo. El pestillo resonó estrepitosamente. Escuchó con atención… Nadie. Ni el menor ruido en la escalera.

Finalmente hubo un crujido apenas perceptible, como si una mano buscara la manivela.

La puerta se abrió y el negro Usibepu entró silenciosamente, iba descalzo y tenía el pelo mojado a causa de la humedad de la niebla.

Involuntariamente, Hauberrisser buscó un arma, pero el zulú no le hizo el menor caso, parecía no verlo siquiera, dio la vuelta a la mesa con pequeños y vacilantes pasos, su mirada estaba fija en el suelo, y su nariz dilatada temblaba constantemente, como la de un perro siguiendo un rastro.

—¿Qué hace usted aquí? —gritó Hauberrisser. El negro no le contestó, apenas giró la cabeza.

Su respiración profunda y jadeante era un indicio de que se hallaba completamente inconsciente, como un sonámbulo.

De golpe pareció haber encontrado lo que buscaba, porque cambió de dirección, y con la cara inclinada hacia el suelo, se acercó a la mancha podrida.

Entonces levantó la vista lentamente, como si siguiera una línea hacia el techo, hasta dejar la mirada suspendida en el aire. Su gesto era tan vivo, tan convincente, que Hauberrisser creyó ver por un momento surgir nuevamente la cruz decapitada.

Ya no le cabía duda de que era la serpiente lo que el negro miraba, sus ojos permanecían clavados en un punto de la altura y sus gruesos labios murmuraban, como si hablara con ella. La expresión de su fisionomía cambiaba incesantemente, pasando del deseo ardiente al hastío cadavérico, de la alegría salvaje a los celos flameantes y la rabia indomable.

La inaudible conversación había terminado. Dirigió la cabeza hacia la puerta y se acurrucó en el suelo.

Hauberrisser lo vio abrir la boca, estaba preso de un espasmo, sacó la lengua y la retiró de un golpe, tragándosela, a juzgar por el gutural ruido y los movimientos de los músculos de su garganta.

Sus pupilas comenzaron a temblar bajo los párpados abiertos y su rostro se tiñó de un color grisáceo, una palidez de muerte.

Hauberrisser quiso acercarse a él y sacudirlo para que se despertara, pero un cansancio inexplicable lo retuvo sobre la silla, como paralizado, apenas podía levantar el brazo. La catalepsia del negro se le había contagiado.

Como una pesadilla perpetua, inamovible, ajena al tiempo, se extendía la habitación ante sus ojos, con la sombría e inmóvil silueta del negro.

El péndulo monótono de su corazón era lo único que parecía continuar vivo. Hasta habían desaparecido sus temores por Eva.

Varias veces oyó campanarios dando la hora, pero era incapaz de contar las campanadas, el letárgico semi-sueño interponía entre los sones espacios casi eternos.

Debían haber pasado varias horas cuando, por fin, el zulú empezó a moverse. Como a través de un velo, Hauberrisser lo vio levantarse, y aún en trance, salir de la habitación. Juntó todas sus fuerzas para romper el estado de letargo y bajó corriendo tras el negro. Pero éste ya había desaparecido; la puerta de la casa estaba abierta de par en par y la espesa e impenetrable niebla había absorbido todo rastro de Usibepu.

Ya iba a volverse cuando escuchó de repente un paso ligero. Un instante después Eva emergía del vapor blanquecino y se dirigía hacia él.

Con un grito de júbilo la tomó en sus brazos, pero ella parecía totalmente extenuada, no recobró el conocimiento hasta que la llevó a la habitación y la depositó suavemente en un sillón. Entonces se mantuvieron abrazados durante largo tiempo, incapaces de concebir lo excesivo de su felicidad. Él estaba de rodillas ante Eva, sin poder articular palabra, y ella, llena de ternura, había cogido entre sus manos la cabeza de Hauberrisser, cubriéndolo de besos una y otra vez. El pasado ya era para él un mero sueño olvidado, cualquier pregunta acerca de los trágicos sucesos acontecidos, o sobre el paradero de Eva hasta ahora, habría sido como robar tiempo al precioso presente.

Un flujo de sonidos invadió la habitación: se habían despertado las campanas de la iglesia. Pero no las oyeron. La pálida luz de la mañana otoñal penetraba a través de los cristales. No repararon en ella. Sólo tenían ojos el uno para el otro. Hauberrisser le acariciaba las mejillas, le besaba las manos, los ojos, la boca, aspiraba el perfume de sus cabellos… todavía no podía creer que era verdad y que sentía latir el corazón de Eva contra el suyo.

—¡Eva, Eva!. ¡No me dejes nunca más!. ¡Dime que nunca más me dejarás, Eva!.

Ella lo abrazó, frotando su mejilla contra la de él.

—No, no, siempre estaré cerca de tí. Incluso en la muerte. ¡Soy tan feliz, tan indeciblemente feliz de haber podido venir a estar contigo!.

—¡Eva, no hables de la muerte! —gritó Hauberrisser al sentir que las manos de su amada se tornaban frías—. ¡Eva!. ¡Eva!.

Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de besos.

—No tengas miedo… ya no puedo abandonarte, amado mío. El amor es más fuerte que la muerte. Él lo dijo y ¡él no miente!. Estaba muerta y él me devolvió la vida. Siempre me devolverá la vida, aunque muera.

Hablaba como si tuviera fiebre. Hauberrisser la levantó y la acomodó en la cama.

—Me ha cuidado durante todo el tiempo que he estado enferma. Durante semanas me volví loca, me agarraba al collar rojo que la muerte lleva en el cuello, colgaba en el aire, entre el cielo y la tierra. ¡El rompió el collar!. Desde entonces estoy libre. ¿No me sentiste a tu lado todo el tiempo, hora tras hora?. ¿Por qué, por qué pasan tan rápidamente las horas?…

Le faltó la voz.

—¡Déjame… déjame ser tu mujer!. Quiero ser madre cuando vuelva a estar contigo.

Se entregaron a un amor salvaje, infinito. Se sumergieron, los sentidos perdidos, en un océano de felicidad.

* * *

—¡Eva!. ¡Eva!. —No contestó.

—¡Eva!. ¿No me oyes?.

Hauberrisser abrió bruscamente la cortina de la cama.

—¡Eva!… ¡Eva!…

Cogió su mano, la soltó y cayó inerte; escuchó su corazón y había dejado de latir; sus ojos se habían quebrado.

—¡Eva, Eva, Eva! —dio un grito horrible, se enderezó y fue hacia la mesa, titubeante— ¡Agua, ir a por agua!.

Entonces se derrumbó, como alcanzado por un puñetazo en la frente.

—¡Eva!.

El vaso estalló cortándole los dedos. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la cama, tirándose de los pelos.

—¡Eva!.

Quiso tenerla contra sí; observó la sonrisa de la muerte en su rostro rígido y recostó la cabeza sobre su hombro, gimiendo de dolor.

«Abajo en la calle alguien manipula unos recipientes metálicos… ¡La lechera!… Sí, sí, claro… Ruido metálico. La lechera… Ruido metálico…». De pronto se sintió incapaz de pensar. Oyó latir cerca de él un corazón y contó los latidos tranquilos y monótonos sin saber que eran suyos. Maquinalmente, acarició las sedosas y largas mechas de cabellos rubios extendidos sobre la almohada. «¡Qué hermosas son! ¿Por qué ya no se oye el tic-tac del reloj?». Elevó la mirada. «El tiempo se ha detenido. Naturalmente. Todavía no es de día. Sobre el escritorio hay unas tijeras, y las dos velas del candelabro están encendidas. ¿Por qué las habré encendido?. Me olvidé de apagarlas cuando se fue el negro. Claro. Y después ya no tuve tiempo de hacerlo porque vino Eva… ¿Eva?.

Está… ¡Está muerta!. ¡Muerta!" —gimió una voz en su interior; las llamas del dolor, un dolor terrible, intolerable, le envolvieron.

—¡Terminar!. ¡Terminar!. ¡Eva!. Tengo que seguirla. ¡Eva, Eva!. Espérame. ¡Eva, tengo que seguirte! —jadeante, se precipitó sobre el escritorio y quiso hundirse las tijeras en el corazón, pero se detuvo—. ¡No, la muerte es demasiado poco!. ¡Saldré ciego de este maldito mundo!.

Entreabrió las puntas para clavárselas en los ojos, loco de desesperación, cuando una mano le golpeó en el brazo con tanta violencia que las tijeras cayeron al suelo con estrépito.

—¿ Quieres ir al reino de los muertos a buscar a los vivos?. —Chidher el Verde se encontraba ante él, igual que aquel día en la tienda de Jodenbuurt, vestido con un talar negro y los rizos blancos cayéndole sobre las sienes.

—¿Crees que "allí" está la realidad?. No es más que un paraíso pasajero para los espectros obcecados, de la misma forma que la Tierra es un paraíso pasajero para los soñadores ciegos. Quien no aprende a "ver" en la Tierra tampoco lo hará en el otro lado. ¿Piensas que porque su cuerpo esté ahí tendido Eva no podrá resucitar?. Ella vive, eres tú quien todavía está muerto. Quien ha alcanzado la vida una vez, como ella, ya no puede morir, y el que está muerto, como tú, puede nacer a la vida.

Cogió el candelabro e invirtió la posición de las dos velas, la de la izquierda hacia la derecha y la de la derecha hacia la izquierda. Hauberrisser dejó de percibir los latidos de su corazón, como si de golpe hubiera desaparecido de su pecho.

—Tan cierto como que ahora puedes poner la mano en mi costado es que estarás unido a Eva cuando tengas la nueva vida espiritual. Que la gente la crea muerta, ¿qué te importa?. No se puede esperar de los dormidos que vean a los despiertos.

»Hiciste una invocación del amor pasajero —señaló el lugar en el que había surgido el poste de la serpiente, posó su pie sobre la mancha podrida y ésta desapareció—. Te he traído el amor pasajero porque no me quedé en la tierra para tomar. Me quedé para dar. A cada cual lo que desea. Pero los hombres no saben lo que su alma desea. Si lo supieran, serían videntes.

»En la tienda mágica del mundo deseaste unos ojos nuevos, para ver las cosas terrestres bajo una nueva luz. Recuerda, ¿no te dije que primero tendrías que perder los viejos ojos a fuerza de llanto antes de poder recibir unos ojos nuevos?.

»Deseaste conocimiento y te di el diario de uno de los míos que vivió en esta casa cuando su cuerpo era todavía perecedero. Eva deseó el amor inmortal. Se lo di, y te lo daré también a tí, por intermedio de ella. El amor efímero es un amor fantasmal. Cuando veo brotar en la Tierra un amor que se eleva por encima de lo fantasmal, extiendo sobre él mis manos como unas ramas protectoras, para preservarlo de la muerte, porque no sólo soy el fantasma del rostro verde, también soy Chidher, el árbol eternamente reverdecido».

* * *

Cuando el ama de llaves, la señora Ohms, llevó el desayuno a la habitación, contempló con espanto el cadáver de una bella joven tendido sobre la cama, y a Hauberrisser arrodillado ante ella, con la mano de la muerta apretada contra su mejilla.

Mandó un mensajero a buscar a sus amigos, a Pfeill y a Sephardi.

Cuando llegaron lo creyeron desmayado y se acercaron a él. Retrocedieron aterrados ante la expresión sonriente de su rostro y el brillo de sus ojos.

El Rostro Verde (12). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo XI

Las semanas pasaron y Eva seguía sin aparecer. El barón Pfeill y Sephardi se enteraron de la noticia a través de Hauberrisser, y pusieron en marcha todo lo imaginable para dar con la desaparecida. Fijaron anuncios en todos las calles con sus señas personales y el caso no tardó en transformarse en el tema de conversación predilecto de todo Amsterdam.

La casa de Hauberrisser se vio asediada por un vaivén contínuo, la gente se apiñaba ante la puerta, entraban uno tras otro pretendiendo haber encontrado algún objeto perteneciente a Eva. Se ofrecía una fuerte recompensa a quien trajese alguna información sobre su paradero.

Se extendieron diversos rumores según los cuales había sido vista en tal o cual sitio; se recibieron cartas anónimas pobladas de alusiones oscuras, misteriosas, acusando a personas inocentes de haber raptado a la joven y de tenerla retenida, cartas escritas por locos y por malintencionados; las echadoras de naipes surgieron por docenas, igual que los "videntes" que presumían de facultades que no poseían. El alma colectiva de la población, que hasta ahora le había parecido inofensiva, revelaba sus más bajos instintos: la codicia, la maledicencia, la jactancia, las pérfidas calumnias. Algunas descripciones llevaban tal sello de veracidad que a menudo Hauberrisser recorría la ciudad, acompañado por un policía, para entrar en pisos ajenos en los que, según las declaraciones, se hallaba presa Eva.

La esperanza y la decepción jugaban con él como una pelota. De pronto no quedó ni una calle, vía o plaza, donde no hubiera registrado una o más casas, yendo siempre tras pistas falsas. Era como si la ciudad se vengara así de su anterior indiferencia. Swammerdam venía todas las mañanas a verlo. Esta visita constituía para él un consuelo en medio de tanta tristeza. A pesar de llegar siempre con las manos vacías, de que su única respuesta a la pregunta habitual era un simple movimiento de cabeza, su expresión de inquebrantable serenidad le transmitía una vez más la fuerza necesaria para afrontar los obstáculos. No volvieron a hablar del manuscrito, pero Hauberrisser intuía que éste era el verdadero objetivo del viejo coleccionista. Una mañana, Swammerdam no pudo contenerse más.

—¿Todavía no ha comprendido que una hornada de pensamientos ajenos y hostiles está asaltándole para quitarle la razón? —preguntó, apartando la vista—. Si fueran avispas furiosas las que lo atacaran, enseguida sabría de qué se trata. ¿Por qué no hace frente a este enjambre de moscas del destino como si fueran avispas? —Swammerdam se interrumpió bruscamente y se fue de la habitación.

Un poco avergonzado, Hauberrisser reaccionó. Redactó una nota en la que decía que estaba de viaje y que todas las informaciones referentes a Eva van Druysen debían comunicarse directamente a la policía de ahora en adelante. Mandó al ama de llaves que la pegara en la puerta.

Pese a eso no consiguió calmarse. Por lo menos diez veces por hora sentía deseos de bajar y arrancar la nota. Cogió el rollo y se forzó a leerlo, pero sus pensamientos se perdían en la búsqueda de Eva tras de cada línea. Cada vez que fijaba su atención en el papel se decía a sí mismo que era una idiotez estudiar unas cuestiones tan puramente teóricas, tan desconectadas de la realidad, en un momento en el que cada minuto debía dedicarse a la acción.

Estaba dispuesto a encerrar el cuaderno en el escritorio cuando sintió muy claramente que se hallaba dominado por una fuerza pérfida e invisible. Se detuvo un instante para reflexionar, pero más que reflexionar, lo que hizo fue escuchar.

—¿Qué fuerza extraña e inquietante es ésta —se interrogó a sí mismo—que suplanta a mi propio Yo y me obliga a hacer lo contrario de lo que había decidido un minuto antes?. ¿Quiero leer y no voy a poder?.

Hojeó nuevamente el libro, y cada vez que le surgía una dificultad volvía a asaltarlo el mismo pensamiento insistente: «Déjalo ya, no vas a encontrar el principio. Es un trabajo inútil». Puso en guardia a su voluntad para no permitirle entrar. Su vieja costumbre de autoobservarse exigía una vez más sus derechos.

—¡Si por lo menos pudiera hallar el principio! —gimió dentro de él una voz engañosa e hipócrita mientras pasaba las hojas mecánicamente. El texto mismo le dio entonces la respuesta.

«Es el principio —leyó en un párrafo al azar, sorprendido de tropezarse justo con esta palabra— que le falta al hombre. No es que sea difícil encontrarlo, el obstáculo consiste en la idea obsesiva de tener que buscarlo.

»La vida es misericordiosa, nos regala un comienzo en cada instante. A cada segundo, nos es planteada la cuestión: ¿quién soy yo?. Pero no somos nosotros quienes la planteamos, por eso no encontramos el principio.

»Cuando nos la planteemos seriamente, habrá llegado el día en cuyo crepúsculo morirán aquellos pensamientos parásitos que se habían introducido en la fiesta de nuestra alma, para asistir al banquete.

»El arrecife de coral que ha ido construyendo a lo largo de milenios y al que llamamos "nuestro cuerpo" es su obra, su nido, su refugio. Para hacernos al mar, primero tenemos que abrir una brecha en el arrecife de cal y arcilla, y luego tenemos que disolverlo para que vuelva a su estado espiritual original. Más tarde te enseñaré cómo construir una casa nueva con las ruinas de este arrecife».

Hauberrisser depositó el rollo sobre la mesa para meditar un poco. Poco le importaba ya que la página fuera un borrón o una copia de una carta que al autor dirigía a un desconocido, la segunda persona empleada en el texto había conseguido capturarlo, hacerle creer que él era el único destinatario. Decidió interpretar el manuscrito en este sentido de ahora en adelante. Reparó especialmente en una cosa: el escrito, a veces, se parecía a un discurso tal como hubieran podido pronunciarlo Pfeill, Sephardi o Swammerdam. Ahora comprendía que los tres estaban impregnados del mismo espíritu que emanaba de la agenda enrollada, los tres se habían convertido en una especie de dobles para lograr que el pequeño señor
Hauberrisser, actualmente tan desamparado y tan hastiado del mundo, se transformara en un ser realizado.

«Ahora escucha lo que tengo que decirte: ¡Ármate para los tiempos venideros!.

»Pronto el reloj del universo dará las doce, la cifra es roja y está bañada de sangre. Por este signo la reconocerás. La primera hora nueva será precedida por un huracán. Vela para que no te sorprenda dormido, porque los que entren en el nuevo día con los ojos cerrados seguirán siendo las mismas bestias de antes y ya nunca se despertarán. Existe un equinoccio espiritual. La primera hora nueva de la que te he hablado es un punto de inversión a partir del cual la luz se coloca en equilibrio con la oscuridad.

»Durante otro milenio más, los hombres aprendieron a dominar la naturaleza y a descifrar sus leyes. Bienaventurados aquellos que comprendieron el sentido de tal trabajo, los que captaron que la ley interior es igual a la exterior, pero una octava más alta. Estos son los llamados a la cosecha, los demás son siervos que labran la tierra con la vista inclinada.

»Desde el diluvio está oxidada la llave que abre nuestra naturaleza interior. La clave es estar despierto, estar despierto lo es todo. De nada está más convencido el hombre que de estar despierto. Pero en realidad se halla preso en una red de ensueños que él mismo ha tejido. Cuanto más apretada esté la red, más sólido será el reino del sueño. Los que se enredan en ella duermen, andan por la vida como manadas hacia el matadero, apáticos, indiferentes, sin pensar.

»Los soñadores de entre ellos no ven sino a través de las mallas un mundo enrejado, no ven sino porciones engañosas, no saben que se trata de fragmentos desprovistos de sentido de un todo gigantesco, y guían su conducta por ellos. Tales soñadores no son los poetas ni las personas fantásticas, como podrías creer. Son los hacendosos, los laboriosos, los incansables de este mundo, los roídos por la rabia de actuar. Se parecen a feos escarabajos afanándose por escalar un tubo liso, escalarlo y volverse a caer una vez arriba.

»Se imaginan que están despiertos, pero lo que creen vivir no es en realidad más que un sueño predeterminado hasta en el menor detalle y en el que la voluntad no tiene ninguna influencia. Ha habido y hay algunas personas conscientes de que sueñan, son pioneros aproximándose al baluarte. Detrás de ellos se esconde un Yo eternamente despierto, videntes como Goethe, Schopenhauer y Kant, pero carecían de las armas imprescindibles para tomar al asalto la fortaleza y su llamada a la lucha no despertó a los dormidos.

»Estar despierto lo es todo.

»El primer paso es tan sencillo que está al alcance de cualquier niño. El que no sabe cómo se anda no quiere renunciar a las muletas heredadas de sus antepasados. Estar despierto lo es todo.

»Está despierto en todo lo que hagas. No creas que ya lo estás. No, estás durmiendo y soñando.

»Junta todas tus fuerzas y, durante un momento, oblígate a sentir cómo recorre tu cuerpo esta sensación: ¡ahora estoy despierto!. Si consigues experimentar esa sensación reconocerás inmediatamente que tu anterior estado era como el de un sonámbulo, como el de un drogado.

»Es el primer paso todavía vacilante de un largo, largo viaje desde la servidumbre hacia la omnipotencia. Avanza así, de despertar en despertar.

»No hay un sólo pensamiento torturador que no pueda vencerse de esta manera. Lo dejas en el camino y ya no podrá alcanzarte, te elevarás sobre él como la copa del árbol se eleva por encima de las ramas secas.

»Una vez que hayas logrado extender el estado de vigilia a tu cuerpo, los dolores cesarán por sí mismos como hojas marchitas. Los baños por inmersión en agua helada de los judíos y los brahmanes, las vigilias nocturnas de los discípulos budistas y los ascetas cristianos, los suplicios a que se someten los faquires de la India, no son más que ritos externos petrificados, vestigios de un esfuerzo prehistórico por despertar y permanecer despierto. Lee los libros sagrados de todos los pueblos de la Tierra. La enseñanza secreta acerca del estado de vigilia los recorre en su totalidad como un hilo rojo. Es la escalera del cielo de Jacob, que luchó durante toda la noche con el ángel del Señor, hasta que el "día" le trajo la victoria. Debes subir de escalón en escalón, de luz en luz, si deseas vencer a la muerte; las armas de la muerte son el sueño y el aturdimiento. El escalón inferior de la escalera de Jacob se llama "genio". ¿Con qué palabras podríamos designar los escalones superiores?. La masa los desconoce y los considera como leyendas. La historia de Troya también fue considerada una leyenda durante siglos, hasta que alguien tuvo el coraje de comprobarla realizando excavaciones.

»En el camino del despertar, tu primer enemigo será tu propio cuerpo. Luchará contra tí hasta el primer canto del gallo. Pero si llegas a ver amanecer el día de la eterna vigilia, te distinguirás de todos esos sonámbulos que se creen seres humanos y son en realidad dioses dormidos; entonces el sueño se alejará para siempre de tu cuerpo y serás dueño del universo.

»Serás capaz de obrar milagros si lo deseas, y ya no tendrás que esperar humildemente que a algún falso dios le plazca obsequiarte… o cortarte la cabeza.

»Una felicidad habrá desaparecido para tí: la felicidad del perro fiel, siempre contento de reconocer la superioridad de un amo al que puede servir. Pregúntate: ¿cambiarías, incluso en tu estado actual, tu vida por la de tu perro?.

»¡Que no te espante el temor de no alcanzar la meta en esta vida!. El que pisa una vez nuestro camino, siempre volverá al mundo con una madurez interna suficiente para continuar su trabajo. Nace como "genio".

»El camino que te muestro está sembrado de extraordinarias experiencias: personas ya fallecidas, a las que tú conocías en vida, resucitarán ante tí y te hablarán. Se te aparecerán formas luminosas, bañadas de claridad, que te bendecirán. ¡No serán más que imágenes!… imágenes emanadas de tu cuerpo cayendo en una mágica muerte bajo la influencia de tu voluntad transformada, formas que se convertirán de materia en espíritu de la misma manera que el hielo se disuelve en nubes de vapor al entrar en contacto con el fuego.

»Cuando todo lo cadavérico haya sido arrancado de tu cuerpo podrás decir que el sueño se ha alejado de tí para siempre. Entonces se consumará ese milagro que los seres humanos no pueden creer porque no lo comprenden, porque no saben que materia y energía son la misma cosa, el milagro de que, aunque te entierren, no haya cadáver en el ataúd.

»Sólo entonces, y no antes, sabrás distinguir la esencia de la apariencia. Aquel a quien encuentres en esos momentos no podrá ser sino uno de los que te precedieron en el camino. Los demás sólo serán sombras.

»Hasta ese instante no sabrás si eres el más desdichado o el más feliz de los hombres. Pero no temas, ninguno de los que optaron por el camino del despertar fue abandonado por sus guías, aunque se extraviaran.

»Voy a decirte cómo podrás reconocer si una aparición es realidad o es una quimera: si se te acerca mientras tu conciencia está turbada, y los objetos del mundo exterior se confunden o se desvanecen ante tus ojos, entonces no te fies. ¡Tienes que estar ojo avizor!. Porque es una parte de tí… Si no adivinas su significado oculto, no es más que un fantasma sin consistencia, una sombra, un ladrón que roe tu vida.

»Los ladrones que roban la fuerza del alma son peores que los ladrones de la Tierra. Te atraen como fuegos fatuos hacia el pantano de una engañosa esperanza para abandonarte en las tinieblas y desaparecer para siempre.

»No te dejes engañar por ningún milagro aparente que hagan para ayudarte, por ningún nombre sagrado que adopten, por ninguna profecía que puedan enunciar, aunque ésta se cumpliera; son tus enemigos mortales, deshauciados del infierno de tu cuerpo, contra ellos habrás de luchar por la supremacía.

»Las fuerzas que exhiben son las tuyas propias, se han apoderado de ellas para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir más que a costa de tu vida, pero si los vences, se derrumbarán, se convertirán en dóciles instrumentos que podrás mantener a tu antojo. Son innumerables las víctimas que se han cobrado entre los hombres. Repasa la historia de los visionarios y los sectarios, constatarás que la vía que sigues está cubierta de cráneos. De forma inconsciente la humanidad ha levantado un muro contra ellos: el materialismo. Este muro constituye una protección infalible; es un símbolo del cuerpo y al mismo tiempo es una prisión que impide ver lo que hay más allá.

»Ahora, cuando el muro se desmorona lentamente y el fénix de la vida interior renace de sus cenizas, los buitres de otro mundo comienzan también a batir sus alas. Por ello, ten cuidado. Sólo la balanza en la que pesarás tu conciencia te podrá indicar si puedes fiarte de las apariciones, cuanto más despierta esté tu conciencia en mayor medida se inclinará a tu favor la balanza. Si un guía o un hermano espiritual se te aparece, tendrá que hacerlo sin saquear tu conciencia; como el incrédulo Tomás, podrás poner tu mano en su costado.

»Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros, bastaría que te comportaras como una persona normal. ¿Pero qué ganarías con ello?. Quedarías aprisionado en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo "muerte" te arrastrara al cadalso. El deseo de los mortales de contemplar a los seres sobrenaturales despierta simultáneamente a los fantasmas de los infiernos, porque es un deseo impuro, ávido, porque prefiere "tomar" en lugar de suplicar que se le enseñe a "dar".

»Toda persona que vive en la Tierra como en una prisión, todo ser piadoso que implora su salvación, todos conjuran sin darse cuenta el mundo de los fantasmas. Hazlo tú también. ¡Pero hazlo conscientemente!. ¿Existe una mano que guarda a aquéllos que lo hacen inconscientemente, convirtiendo en islotes los pantanos donde deberían extraviarse inexorablemente?. No quisiera negarlo rotundamente, ya que no lo sé, pero no lo creo.

»Cuando tu camino atraviesa el reino de los fantasmas, te percatarás poco a poco de que no son más que pensamientos que de golpe se han hecho visibles. Esta es la razón de que te parezcan extraños y adopten formas de criaturas, el lenguaje de las formas es distinto del lenguaje del cerebro.

»Entonces habrá llegado el momento de que se lleve a cabo en tí una transformación insólita: las personas que te rodean se convertirán en fantasmas.

»Todos los seres que has amado se convertirán súbitamente en espectros. Incluido tu propio cuerpo.

»Es la soledad más terrible que uno pueda imaginar, la soledad de un peregrino en un desierto donde quien no sabe hallar la fuente de la vida está condenado a morir de sed. Cuanto acabo de decirte está escrito igualmente en los libros de los hombres piadosos de todos los pueblos: la venida de un nuevo reino, la vigilia, la superación del cuerpo y de la soledad.
No obstante, un abismo infranqueable nos separa de estos religiosos, ellos creen que los hombres buenos entrarán un día en el paraíso, y que los malos serán arrojados a las tinieblas del infierno, nosotros sabemos que llegará un tiempo en el que muchos despertarán y serán separados de los que duermen, como los amos se separan de los esclavos. Los que están dormidos no pueden comprender a los despiertos. Nosotros sabemos que el bien y el mal no existen, sino solo la "verdad" y el "error". Ellos creen que el "estado de vigilia" consiste en entregarse a las oraciones, manteniendo abiertos los ojos y los sentidos durante toda la noche, nosotros sabemos que el "estado de vigilia" es un despertar del Yo inmortal, y que la falta de sueño experimentada por el cuerpo es una consecuencia natural de ese despertar. Ellos creen que hay que descuidar y despreciar al cuerpo porque es pecaminoso, nosotros sabemos que el pecado no existe, que tenemos que comenzar por el cuerpo y que hemos bajado a la Tierra para transformarlo en espíritu. Ellos creen que para purificar el espíritu es necesario retirarse a la soledad con el cuerpo, nosotros sabemos que hay que incomunicar primero al espíritu para transfigurar el cuerpo. Sólo a tí te incumbe elegir tu camino, el nuestro o el de ellos. Tu elección debe efectuarse por tu propia y libre voluntad. Yo no tengo derecho a aconsejarte. Vale más cosechar el fruto amargo de la propia iniciativa que seguir un consejo ajeno y contemplar un fruto dulce en el árbol.

»No actúes como tantos que pese a conocer muy bien lo que está escrito: "examinad todas las cosas y conservad de entre ellas la mejor", no examinan nada y conservan lo primero que se les presenta.»

* * *

La página había llegado a su fin, el tema quedó interrumpido. Al cabo de un rato de búsqueda, Hauberrisser creyó haber encontrado la continuación. El desconocido al cual iba dirigido el texto parecía haberse decidido por la "vía pagana de la dominación del pensamiento", porque el autor continuaba su discurso en otro folio bajo el título de:

«"EL FÉNIX"

»En el día de hoy has sido admitido en nuestra comunidad, eres un nuevo eslabón de la cadena que se extiende de eternidad en eternidad.

»Mi responsabilidad termina aquí, pasa a manos de otro a quien tú no puedes ver en tanto que tus ojos no dejen de pertenecer a la tierra.

»Está infinitamente lejos de tí, y sin embargo, está muy cerca, no lo separa de tí el espacio, pero está más allá de los límites del universo. Te rodea por todas partes como el agua rodea al nadador en el océano, pero tú no sientes su presencia.

»Nuestro símbolo es el fénix, el símbolo del rejuvenecimiento, el águila legendaria del cielo de Egipto, un águila de plumaje purpúreo y dorado que tras consumirse en su nido de mirra vuelve siempre a renacer de sus cenizas.

»Te dije que el principio del camino es tu propio cuerpo: quien sabe esto, puede iniciar el viaje en cualquier momento. Ahora te enseñaré a dar los primeros pasos: Debes separarte de tu cuerpo, pero sin querer abandonarlo, desprendiéndote de él como si aislaras la luz del calor. Ahí acecha ya tu primer enemigo.

»Quien se arranca de su cuerpo para atravesar los espacios corre el riesgo de hacer lo mismo que las brujas, que no hacen más que extraer un cuerpo fantasmal de su grosero cuerpo terrestre, y montarlo como una escoba para acudir al aquelarre. La humanidad, con un instinto seguro, se ha forjado una protección contra este peligro: se reserva siempre una
incrédula sonrisa frente a la posibilidad de tales artilugios. Tú ya no necesitas la duda para protegerte, tú tienes en lo que te he dado una armadura mucho más eficaz. Las brujas se imaginan estar participando en el aquelarre mientras que en realidad su cuerpo yace rígido e inconsciente en la habitación. Cambian la percepción terrestre por otra espiritual y dejan escapar lo mejor para ganar lo peor, en lugar de enriquecerse se empobrecen.

»Ya habrás deducido que ese no es el camino del despertar. Para comprender que tú no eres tu cuerpo —en contra de lo que piensan la mayoría de los humanos— debes reconocer las armas con las cuales lucha por dominarte. Es cierto que por el momento estás en su poder, tu vida se apagaría si tu corazón dejara de latir y todo se hace oscuridad cuando él cierra los ojos. Tú crees que te mueves, pero sólo es una ilusión, es él quien se mueve sirviéndose de tu voluntad. Tú crees pensar pero es él quien genera los pensamientos, te hace creer que proceden de tí para que hagas todo lo que quiera. Siéntate erguido y proponte no mover ni un sólo miembro, no parpadear, quedarte inmóvil como una estatua: verás cómo se abalanza sobre tí inmediatamente, lleno de odio, para obligarte a que te sometas nuevamente a él. Te combatirá de mil maneras hasta que le permitas moverse de nuevo, su descomunal furor y su precipitación en la lucha te pueden indicar hasta qué punto teme por su supremacía, y lo grande que debe ser tu poder para que recele tanto de tí.

»Pero tu cuerpo esconde una trampa, pretende inducirte a pensar que es en este terreno, el de la voluntad interior, donde se libra la batalla decisiva por la supremacía, pero esto solamente son escaramuzas en las cuales, si fuera necesario, estaría dispuesto a dejarte vencer con objeto de subyugarte después aún más ferozmente. Los que consiguen la victoria en tales escaramuzas se convierten en los más desgraciados de los esclavos; se toman por vencedores y llevan en la frente un estigma: "carácter fuerte". El fin que tú persigues no consiste en disciplinar tu cuerpo, le prohibes moverse con la única intención de reconocer las fuerzas de que dispones. Dichas fuerzas son numerosísimas, y por ello, casi insuperables.
Podrás sentir cómo las dirige contra tí, una tras otra, si perseveras en esta medida aparentemente tan simple: permanecer inmóvil. Primero experimentarás la potencia de los músculos que tienden a vibrar y temblar, el hervor de la sangre bañando de sudor tu rostro, los latidos violentos del corazón, escalofríos en la piel hasta que el vello se te eriza, vacilar todo tu cuerpo como si el centro de gravedad se hubiese desplazado. Todo esto podrás superarlo a través de la voluntad, pero no será solamente la voluntad: habrá ya un estado superior de vigilia escondido detrás de ella, invisible bajo su yelmo mágico. Incluso esta victoria carece de valor. Aunque llegaras a controlar tu respiración y los latidos de tu corazón continuarías siendo un "fakir", un "pobre". ¡Un "pobre"!, la palabra lo dice todo…

»Los siguientes adversarios que te opondrá tu cuerpo son los escurridizos enjambres de moscas del cerebro, los pensamientos. Contra ellos ya no sirve la espada de la voluntad. Cuanto más la blandas, más furiosamente zumbarán a tu alrededor, y si lograras ahuyentarlos, aunque sólo fuera un instante, serías vencido de otro modo: durmiéndote, en los sueños.

»En vano les ordenarás que se mantengan quietos, sólo hay una manera de escapar de ellos: refugiándote en el estado de vigilia superior.

»La forma de alcanzar ese nivel debes hallarla por tí mismo. Tu sensibilidad tendrá que tantear incesante y cautelosamente, y al mismo tiempo tendrás que exhibir una férrea decisión. Eso es todo lo que puedo decirte sobre el tema. Cualquier consejo que se te diera en relación con esta penosa lucha sería como un veneno. Estás frente a un escollo que nadie, salvo tú mismo, puede ayudarte a franquear.

»No hace falta que ahuyentes los pensamientos para siempre. La lucha contra ellos tiene un propósito claro: llegar al estado superior de vigilia.

»Después de alcanzar dicho estado se te acercará el reino de los fantasmas de que te hablé.

»Surgirán formas espantosas, luminiscentes, querrán hacerte creer que proceden de otro mundo. Pero no serán sino pensamientos que todavía no habrás dominado, pensamientos que adoptan una forma invisible.

»Recuerda esto: ¡cuanto más majestuosa sea su apariencia, más nocivos resultarán para tí!.

»Muchas falsas creencias se elaboraron a partir de estas apariciones, haciendo que la humanidad retrocediera hacia las tinieblas. No obstante, cada uno de estos fantasmas posee un sentido profundo; no son sólo imágenes. En lo que a tí se refiere, y entiendas o no su lenguaje simbólico, son las marcas que señalan el nivel que has alcanzado en tu evolución espiritual.

»La etapa siguiente ya te la mencioné, en ella tus contemporáneos se convertirán en fantasmas ante tus ojos. Esta etapa, como todo lo relacionado con el dominio espiritual, alberga simultáneamente el veneno y el antidoto.

»Si te estancas en el punto de considerar a los humanos como a fantasmas, entonces sólo habrás absorbido el veneno, y serás como aquél de quien dicen las Escrituras: "Si no tienes amor, estás vacío como el metal que resuena". Pero si descubres el sentido oculto en cada una de estas sombras humanas, verás con los ojos del espíritu, y no sólo su núcleo vivo, sino también el tuyo propio. Entonces te será devuelto cuanto te fue quitado, como a Job. Estarás… de nuevo… donde estabas antes, como gustan comentar irónicamente los insensatos. No saben que es muy distinto volver a casa tras una larga estancia en el extranjero que no haber salido nunca de ella.

»Una vez que hayas alcanzado este punto, nadie sabe si se te concederán los poderes milagrosos que poseían los profetas de la antigüedad, o si en lugar de ello encontrarás la paz eterna. Tales fuerzas constituyen un don deliberado de quienes detentan la clave de los misterios.

»Si las recibes y te sirves de ellas, debe ser en interés de la humanidad, que necesita signos así.

»Nuestra vía acaba en la plena madurez, cuando la hayas conseguido serás digno de recibir el regalo de los poderes. ¿Te serán concedidos?. No lo sé.

»Pero de las dos maneras te habrás convertido en un fénx, en tu mano está alcanzarlo por la fuerza.

»Antes de despedirme de tí quisiera enseñarte cómo podrás reconocer un día, en el momento del "gran equinoccio", si estás llamado a obtener el don de las fuerzas milagrosas. Escucha: Uno de aquellos que poseen la clave de los misterios se quedó en la Tierra para buscar y agrupar a los llamados. Al igual que él no puede morir, su leyenda tampoco morirá.
Algunos sospechan que se trata del "Judío Errante", otros lo llaman Elias. Los gnósticos pretenden identificarlo con Juan el Evangelista. Cualquiera que afirma haberlo visto describe su aspecto de modo distinto. No te dejes desconcertar si en el futuro encuentras personas que te lo describan así. Es muy natural que cada uno lo vea de una manera. Un ser como él, que ha transformado su cuerpo en espíritu, ya no está ligado a ninguna forma fija.

»Un ejemplo te mostrará que tanto su forma como su rostro no pueden ser sino imágenes, imágenes que son una fantasmal apariencia de lo que en realidad es.

»Supon que se te aparece como un ser de color verde. El verde, aunque puedas verlo, no es ningún color en sí mismo, resulta de la combinación del azul y el amarillo.

»Esto lo saben todos los pintores. Pero pocos son los que saben que el mundo que nos rodea es como el color verde, que en verdad no es lo que parece ser.

»Deduce de este ejemplo que si se te apareciera como un hombre de rostro verde, ello significará que su auténtico rostro aún no te ha sido revelado.

»Si lo ves tal como es en realidad, es decir, como una forma geométrica, como un sello en el cielo que nadie salvo tú puede ver, entonces sabrás que estás llamado a obrar milagros. Yo lo encontré como un ser de carne y hueso, y pude poner mi mano en su costado. Su nombre era…».

Hauberriser adivinó el nombre. Estaba escrito sobre la página que llevaba consigo constantemente, era ese nombre que se presentaba ante él con tanta persistencia:

"Chidher el Verde"

El Rostro Verde (11). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo X

El primer acto de Sephardi, la mañana siguiente a su visita a Hilversum, consistió en ir a ver al psiquiatra Debrouwer para informarse sobre el caso de Lázaro Eidotter.

Estaba demasiado convencido de la inocencia del viejo judío como para no sentirse obligado a intervenir en favor de su correligionario, más en cuanto que el doctor Debrouwer pasaba por ser un alienista extremadamente mediocre y de diagnóstico poco seguro.

Aunque Sephardi sólo había visto a Eidotter una vez en su vida, sentía gran simpatía por él.

El sólo hecho de que formara parte de un círculo de místicos cristianos siendo judío, permitía suponer que era un Chassid cabalístico, y todo lo referente a esta extraña secta judía le interesaba en el mayor grado.

* * *

No se había equivocado al suponer que el psiquiatra emitiría un juicio totalmente erróneo. Apenas había expresado su convicción de que Eidotter era inocente y de que sus confesiones se explicaban por un ataque de histeria, cuando fue interrumpido por el doctor Debrouwer, cuyo exterior delataba al pseudocientífico de cabeza hueca:

—El examen no ha revelado ninguna anomalía. Sólo lo tengo en observación desde ayer, pero está claro que no hay ningún síntoma patológico.

—¿Considera, entonces, que el viejo es un asesino consciente y que su confesión es verídica? —preguntó el doctor Sephardi con sequedad.

Los ojos del médico adoptaron una expresión de inteligencia sobrenatural. Se colocó hábilmente a contraluz, para que el reflejo de sus pequeñas gafas ovaladas realzara aún más, si cabía, su imponente rostro de pensador. Bajando la voz, como si de un secreto se tratara, dijo en tono misterioso:

—No es que Eidotter sea el asesino, pero sí es cómplice. Se trata de una conspiración.

—¿Ah, sí?. ¿Y en qué basa usted esa conclusión?.

El doctor Debrouwer se inclinó hacia delante y susurró:

—Su confesión coincide en ciertos puntos con los hechos, por consiguiente, debe conocerlos. Se denunció a sí mismo como asesino para que sus cómplices tuvieran tiempo de escapar.

—Se conocen, pues, todos los detalles del asesinato.

—Desde luego. Uno de nuestros más célebres criminalistas los descubrió a partir del dictamen pericial. El zapatero Klinkherbogk, en un ataque de… dementia praecox —Sephardi tuvo que contener la sonrisa— apuñaló a su nieta con una lezna, y cuando se disponía a abandonar el cuarto, fue asesinado por el criminal que acababa de entrar a la habitación. Después, el asesino tiró el cadáver por la ventana, al canal. Se ha encontrado una corona de papel dorado que pertenecía a Klinkherbogk flotando sobre el agua.

—¿Y el relato de Eidotter es exactamente igual?.

—¡Sí, precisamente! —el doctor Debrouwer soltó una carcajada—. Cuando los inquilinos supieron lo del asesinato, algunos de ellos quisieron despertar a Eidotter y lo encontraron desmayado, sin conocimiento. Está claro que fingía. Y por otra parte, de no haber participado en el crimen, no podía saber que la pequeña murió acuchillada por una lezna, no obstante lo mencionó expresamente en su confesión. El hecho de que también se haya declarado culpable del infanticidio tiene fácil explicación: lo hizo para confundir a la policía.

—¿Y de qué modo pretende haber sorprendido al zapatero?.

—Afirma que se subió por una cadena que cuelga desde el tejado hasta el agua del canal, y luego dice que le rompió el cuello a Klinkherbogk, que lo había recibido alegre y con los brazos abiertos. Puras tonterías, desde luego.

—Dice usted que es imposible que supiera lo de la lezna. ¿No podría habérselo dicho alguien antes de entregarse a la policía?.

—Imposible.

Sephardi se quedó muy pensativo. Su hipótesis inicial en el sentido de que Eidotter se había declarado culpable para cumplir una misión imaginaria que se correspondiese con su nombre de "Simón, el portador de la cruz", no se tenía en pie. Si el médico no mentía, ¿cómo era posible que Eidotter conociera el detalle de la lezna?. Sephardi intuyó que el caso del viejo tenía que ver con fenómenos de adivinación consciente.

Abrió la boca para expresar su sospecha de que el asesino podría ser el zulú, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, sintió, desde el fondo de su ser, un golpe violento que lo hizo callar enseguida.

Había sido casi como un contacto físico, pero a pesar de ello no concedió mayor importancia al asunto. Se limitó a preguntar si le estaba permitido hablar con Eidotter.

—En principio no debería consentirlo —respondió Debrouwer— sobre todo porque usted, según las informaciones del tribunal, estuvo con él poco antes de los acontecimientos, en casa de Swammerdam. Pero si insiste, y en atención a su inatacable reputación de sabio aquí en Amsterdam, excederé con gusto mis atribuciones —tocó el timbre y ordenó a un guardia que acompañara a Sephardi a la celda.

* * *

El viejo judío, tal como se le podía ver a través de la ventanilla de la puerta, estaba sentado ante la ventana enrejada, contemplando el cielo soleado.

Al oír la puerta se levantó con indiferencia.

Sephardi se acercó a él rápidamente y le apretó la mano.

—He venido a verle, señor Eidotter, primero porque lo considero un deber de correligionario…

—Correligionario —murmuró Eidotter respetuosamente, haciendo una reverencia.

—…y segundo, porque estoy convencido de su inocencia.

—Inocencia —repitió el anciano como un eco.

—Me temo que no confía en mí —continuó Sephardi tras un silencio—. No se preocupe, he venido como amigo.

—Como amigo —dijo Eidotter como una máquina.

—¿Acaso no me cree?. Me causaría mucha pena.

El viejo judío pasó la mano por la frente con lentitud, como si acabara de despertar.

Poniéndose la mano en el corazón, y articulando penosamente las palabras —se esforzaba por evitar todo rastro de dialecto— dijo:

—Yo… yo no tengo… enemigos. ¿Y entonces?… Y por lo que ha dicho de que viene como amigo, ¿de dónde sacaré el derecho de dudar de sus palabras?.

—Muy bien. Me alegro. Voy a poder hablarle con toda franqueza, señor Eidotter —Sephardi aceptó la silla que le ofrecía el viejo, y se sentó de manera apropiada para poder observar su fisonomía—. Si ahora le planteo algunas preguntas, no es por curiosidad, sino para ayudarle a salir de la fatal situación en que se encuentra.

—…Ayudarle… —murmuró Eidotter.

Sephardi se calló durante un rato. Contempló con atención el rostro del anciano, que aparecía inmóvil e impasible, sin la menor traza de emoción.

Advirtió a primera vista las profundas arrugas que surcaban su cara, debía haber sufrido horriblemente. Sin embargo, reparó en un extraño contraste, un brillo ingenuo en sus ojos abiertos, una claridad como nunca había visto en un judío ruso. En la habitación de Swammerdam, pobremente iluminada, no se había dado cuenta de ello. Había tomado al viejo por un sectario, influenciado por una religiosidad exagerada, que oscilaba entre el fanatismo y la autoflagelación. El hombre que ahora estaba frente a él era completamente distinto. Sus labios no eran toscos, ni tenían la expresión astuta y repugnante que solía caracterizar al típico judío ruso. En cada línea revelaban una extraordinaria potencia imaginativa.

Sephardi no podía imaginarse que esa mezcla de pueril inocencia y decadencia senil fuera capaz de llevar un despacho de licores en un barrio de criminales.

—Dígame —empezó con tono amable— ¿cómo se le ha ocurrido autoinculparse del asesinato de Klinkherbogk y de su nieta?. ¿Quería proteger a alguien?.

Eidotter negó con la cabeza:

—¿A quién tendría que proteger, si he sido yo el que los mató?.

Sephardi fingió que daba crédito a su afirmación:

—¿Y por qué los mató?.

—Pues… por los mil florines.

—¿Y dónde tiene guardado el dinero?.

—Eso ya me lo preguntaron los Gaónims —señaló hacia la puerta con el dedo pulgar—. No lo sé.

—¿No se arrepiente de lo que ha hecho?.

—¿Arrepentirme? —el viejo reflexionó—. ¿Por qué iba yo a arrepentirme?. Si no es culpa mía.

Sephardi se sorprendió. Aquello no era una respuesta de loco. Dijo sencillamente:

—Desde luego que usted no tiene la culpa. Porque no ha cometido el crimen. Usted estaba durmiendo en la cama, todo se lo ha imaginado. Tampoco se subió por la cadena. A su edad no hubiera podido hacerlo.

Eidotter vaciló.

—¿Quiere decir que yo no soy el asesino?.

—Naturalmente. Está más claro que el agua.

El anciano volvió a meditar durante un instante antes de gruñir con indiferencia:

—Bueno. Parece lógico.

En sus facciones no se esbozó ni la menor señal de alegría. Ni siquiera pareció sorprenderse.

El asunto le resultaba a Sephardi más enigmático cada vez. De haberse producido un cambio de conciencia en Eidotter, se reflejaría en sus ojos, los cuales, sin embargo, tenían todavía la misma mirada pueril de antes. Tampoco podía tratarse de una simulación intencionada, el anciano había aceptado el hecho de su inocencia como algo que no merecía ser comentado.

—¿Sabe lo que habría pasado de haber cometido usted el asesinato realmente? —preguntó Sephardi con insistencia—. ¡Lo habrían condenado a muerte!.

—¡Hm!. Condenado a muerte.

—Sí, señor. ¿No le asusta la idea?.

Evidentemente, la cuestión no producía ningún efecto en el viejo. Su rostro se volvió tan sólo algo más pensativo, como si lo iluminara un recuerdo. Alzó los hombros y dijo:

—Han ocurrido cosas mucho más terribles en mi vida, señor doctor.

Sephardi aguardó a que siguiera hablando, pero Eidotter se había sumido nuevamente en un silencio de muerte.

—¿Siempre ha sido comerciante de licores?.

El viejo sacudió la cabeza, asintiendo.

—¿Marcha bien su negocio?.

—No lo sé.

—Pues si es tan indiferente con su negocio, un día lo perderá todo.

—Claro, cuando uno se descuida —fue la ingenua respuesta de Eidotter.

—¿Y quién cuida de él?. ¿Usted?. ¿O tiene mujer e hijos que se ocupen de él?.

—Mi mujer murió hace mucho tiempo y… y los niños también.

Sephardi creyó ver un camino abierto hacia el corazón del anciano.

—¿No piensa de vez en cuando en los suyos con amor?. No sé si hará mucho tiempo desde que los perdió, pero es imposible que se sienta feliz con su soledad. Verá, yo tampoco tengo a nadie que se ocupe de mí, puedo ponerme en su lugar fácilmente. No se lo pregunto por curiosidad, ni por descifrar el enigma que representa usted para mí —dijo, olvidando sin darse cuenta el motivo de su visita— lo hago por pura humanidad y…

—…y porque su estado de ánimo lo necesita, y no puede evitarlo —completó Eidotter, transformado por un instante.

En el semblante hasta ahora apagado del viejo se reflejó por un momento un sentimiento de compasión y de profunda comprensión.

Un segundo después su cara volvió a ser la misma página en blanco del principio de la visita. Sephardi lo oyó murmurar, como ausente de espíritu:

—Rabbi Jochanan dijo: «Formar un matrimonio acertado entre los seres humanos es un milagro más grande que el realizado por Moisés en el mar Rojo».

Comprendió de pronto que, aunque sólo fuera por un instante, el viejo había compartido su dolor por la pérdida de Eva, un dolor del que él mismo no era plenamente consciente en este momento. Recordó una leyenda de los Chassidim según la cual existían algunas personas en esa comunidad, que sin estar locos, presentaban toda la apariencia de estarlo, personas que al ser despojadas de su Yo experimentaban las penas y alegrías de otros con tanta fuerza como si fuesen propias. Lo había tomado por una fábula. ¿Podría resultar que ese viejo de razón perturbada constituyera un vivo testimonio de la leyenda?. Su comportamiento, el hecho de que él mismo creyera haber matado a Klinkherbogk, su forma de actuar hasta el momento, visto así todo se situaba bajo una luz diferente.

—¿No recuerda si alguna vez se le ocurrió creer que había hecho algo determinado y luego resultó que en realidad era una acción de otra persona? —preguntó Sephardi con sumo interés.

—Nunca he reparado en ello.

—¿Es usted distinto de otras personas en cuanto a su modo de pensar, de sentir?. Distinto de mí, por ejemplo, o de su amigo Swammerdam. La otra tarde, cuando nos conocimos en su casa, no estuvo usted tan callado, señor Eidotter, sino mucho más vivo. ¿Tanto le ha afectado la muerte de Klinkherbogk? —lleno de compasión, cogió la mano del viejo—. Si está preocupado, o si necesita un descanso, confíese a mí, yo haré todo lo que pueda por ayudarle. Además, no creo que ese negocio en el Zee Dijk sea lo más apropiado para usted. Quizás pueda encontrarle otra ocupación más… digna. ¿Por qué rechazar la amistad que se le ofrece?.

Las cálidas palabras de Sephardi le cayeron bien al anciano. Sonreía con la felicidad de un niño alabado, aunque no parecía comprender lo que Sephardi le proponía.

—¿Fui… fui distinto la otra tarde? —preguntó al fin, balbuceante.

—Desde luego. Habló largamente conmigo y con los demás. Era como… más humano. Incluso llegó a discutir con Swammerdam acerca de la Cabala. Deduje de ello que se había dedicado usted mucho a la cuestión religiosa y a Dios.

Sephardi se interrumpió rápidamente, un cambio se estaba produciendo en el viejo.

—Cabala… Cabala —murmuraba Eidotter—. Sí, claro, estudié la Cabala. Mucho tiempo. Y Babli también y… y Jeruschalmi…

Sus pensamientos empezaban a perderse en el pasado lejano; los articulaba como si fueran ajenos, se expresaba como si estuviera enseñándole imágenes a otro, ahora despacio, ahora deprisa, conforme desfilaban por su memoria.

—Lo que dice la Cabala sobre Dios está equivocado. En la vida es completamente diferente. En aquella época, en Odessa, aún no lo sabía. En el Vaticano, en Roma, tuve que traducir pasajes del Talmud.

—¿Ha estado usted en el Vaticano? —exclamó Sephardi con asombro.

El viejo no lo oyó.

—Luego se me secó la mano.

Levantó el brazo derecho; los dedos de la mano aparecían encorvados y nudosos como raíces, a causa de la artritis.

—En Odessa los griegos ortodoxos me tomaron por un espía, por mis relaciones con los goyyím romanos… y de pronto ardió nuestra casa, pero Elias, su nombre sea alabado, nos salvó del peligro, y mi mujer Berurje, yo y los niños, tan sólo nos quedamos en la calle.

»Más tarde, tras la fiesta de los Tabernáculos, vino Elias y comió en nuestra mesa. Yo sabía que se trataba de Elias, pero Berurje pensaba que su nombre era Chidher el Verde.

Sephardi se sobresaltó. ¡El mismo nombre había sido mencionado la tarde anterior en Hilversum, cuando el barón Pfeill contó las experiencias de Hauberrisser!.

—En la comunidad se reían de mí. Siempre decían: «¿Eidotter?, Eidotter es un Nebbochant, anda por ahí como un demente». No sabían que Elias me instruía en la doble ley que Moisés transmitió a Josué, de la boca al oído —sus rasgos, iluminados por la revelación, se transfiguraron—. Tampoco sabían que El intercambió en mí las dos luces de los Makifim. Después hubo una persecución de judíos en Odessa. Tendí mi cabeza, pero el golpe fue a parar a Berurje, su sangre corrió por el suelo cuando intentaba proteger a los niños. Los niños murieron a golpes, uno tras otro.

Sephardi se levantó de un salto, se tapó los oídos, y espantado, clavó la vista en Eidotter, cuyo sonriente rostro no traslucía huella alguna de emoción.

—Ribke, mi hija mayor, gritaba pidiéndome ayuda cuando se abalanzaron sobre ella, pero me tenían agarrado. Entonces la rociaron con petróleo y… le prendieron fuego.

Eidotter se calló. Bajó la cabeza, pensativo, y se puso a arrancarse hilillos de las costuras de su kaftán. Parecía tener plena conciencia. Sin embargo, no debía experimentar ningún dolor, porque al cabo de un rato continuó con voz clara:

—Más tarde, cuando quise volver a estudiar la Cabala, no pude, porque tenía intercambiadas las luces de los Makifim.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sephardi, tembloroso—. ¿Que el terrible dolor había trastornado su mente?.

—El dolor, no. Y tampoco mi espíritu está trastornado. Es como lo que se dice de los egipcios, que tenían una poción que provoca el olvido. De otra manera, ¿cómo podría haber sobrevivido?. Después de aquello, durante mucho tiempo no supe quién era, y cuando recobré la memoria, me faltaba lo que el hombre necesita para llorar, y también algunas cosas que hacen falta para pensar. Las Makifim estaban invertidas. Desde entonces tengo la cabeza en el corazón y el corazón en la cabeza, por decirlo de alguna manera. Sobre todo en determinados momentos.

—¿Podría explicármelo? —preguntó Sephardi suavemente—. Pero sólo si le apetece, por favor. No quisiera que crea que se lo pregunto por curiosidad.

Eidotter lo cogió de la manga.

—Mire, doctor. Cuando le doy un pellizco a la tela, usted no siente ningún dolor, ¿no?. Si le duele a la manga, ¿quién puede saberlo?. Pues lo mismo me sucede a mí. Lo sé muy bien, pero no lo siento. Porque mis sentimientos están en mi cerebro. Tampoco me es posible dudar de lo que se me dice, como solía hacerlo en mi juventud, en Odessa. Tengo que creerlo, porque mi cerebro está en mi corazón. Del mismo modo, no puedo reflexionar como antes, o se me ocurre algo o no se me ocurre nada. Si se me ocurre, entonces es que es así en realidad, lo percibo tan nítidamente que no podría distinguir si lo he vivido o no. Por eso ni siquiera trato de reflexionar sobre ello.

—¿Y sus quehaceres cotidianos?. ¿Cómo se las arregla para llevarlos a cabo?.

Eidotter señaló la manga nuevamente.

—Cuando llueve la ropa nos protege de la humedad, y cuando brilla el sol nos protege del calor. Que usted se preocupe o no de ello no importa, la ropa lo hace por sí sola. Mi cuerpo se ocupa del negocio, pero yo no sé nada sobre eso. Rabbí Simón ben Eleasar dijo: «¿Acaso visteis jamás un pájaro ejerciendo una profesión?. Y sin embargo se alimenta sin problemas. ¿No debería alimentarme sin problemas yo también?». Naturalmente, si las Makifim no estuvieran intercambiadas dentro de mi, no podría dejar solo a mi cuerpo, estaría atado a él.

Sephardi, reparando en la claridad del discurso, examinó los ojos del anciano y vio que, aparentemente, ya no se diferenciaban en nada de los de cualquier judío ruso. Al hablar, hacía gestos con las manos, y su voz tenía ahora un timbre persuasivo. Sus diferentes estados mentales se sucedían sin transición.

—Claro que un hombre no puede conseguir esto por sí mismo —continuó Eidotter—. No sirven para nada los estudios, ni las oraciones, ni tampoco el Mikwaóth —el bautismo por inmersión. Nosotros solos no podemos lograrlo, tiene que venir alguien del más allá para intercambiarnos las luces.

—¿Cree que fue alguien del "más allá" quien lo hizo por usted?.

—Claro que sí, fue Elias, el profeta, ya se lo he dicho. Cuando un día entró en nuestro cuarto, yo ya sabía que era él al escuchar sus pasos. Previamente, al pensar que algún día podía ser nuestro huésped, creía que todos mis miembros temblarían cuando lo viera ante mí. Usted sabe, doctor, que nosotros los Chassidim esperamos su llegada continuamente. Pero fue una cosa muy natural, como si cualquier judío ordinario entrara por la puerta. Ni siquiera mi corazón latió más deprisa. Lo único que noté fue que, aunque me esforzara, yo no podía dudar de que era él. Lo observé atentamente y su cara me pareció cada vez más familiar; de pronto supe que no había pasado ni una noche en mi vida sin que lo hubiera visto en sueños. Como me hubiera gustado averiguar cuándo lo vi por primera vez, escarbé en mis recuerdos y vi pasar toda mi juventud, y mi infancia, y todavía más temprano, me ví en otra vida anterior, como un hombre adulto, y nuevamente como un niño, y así seguía. Yo nunca había pensado que hubie ra vivido antes. El siempre estaba conmigo y siempre tenía la misma edad y el mismo aspecto que el forastero que en ese momento se sentaba en mi mesa. Naturalmente, me fijé en cada uno de sus movimientos, en todo lo que hacía. De no saber que era Elias nada me habría llamado la atención, pero sabiéndolo, cada gesto suyo adquiría un significado profundo. En el curso de la conversación intercambió la posición de los candelabros de la mesa, entonces percibí claramente que había invertido las luces dentro de mí. A partir de aquel instante fui otro hombre muy distinto, meschugge, como me decían en la comunidad. El motivo de que intercambiara las luces en mi interior lo conocí más tarde, cuando masacraron a mi familia. Usted quería saber el por qué de que Berurje creyera que se llamaba Chidher el Verde, ¿verdad, doctor?. Pues bien, ella pretendía que se lo había dicho.

—¿Y luego ya no volvió a encontrarlo?. Comentó antes que le instruyó en la Merkaba, es decir, en la segunda ley secreta de Moisés.

—¿Encontrarlo? —repitió Eidotter, pasándose la mano por la frente como si tuviera que entender lentamente de qué se estaba hablando—. ¿Encontrarlo?. Una vez conmigo, ¿cómo podría haberse marchado?. El está siempre conmigo.

—¿Y lo ve constantemente?.

—No lo veo en absoluto.

—Pero si dice que siempre está con usted. ¿Cómo hay que entender eso?.

—No puede entenderse con la razón, doctor.

—¿No podría explicármelo con un ejemplo?. ¿Le habla Elias cuando lo instruye, o qué hace?.

—Cuando usted se siente alegre… ¿está con usted la alegría?. Sí, naturalmente. Pero no puede verla ni oírla. Pues así es.

Sephardi se calló. Advirtió que entre él y el anciano se abría un abismo de incomprensión espiritual que era incapaz de franquear.

En conjunto, lo que el viejo acababa de decirle concordaba con sus propias teorías sobre la evolución interior de la raza humana. Él siempre había dicho, como el día anterior en Hilversum, que este camino evolutivo se hallaba en la religión y en la fe religiosa, pero ahora que tenía delante un ejemplo vivo en la persona del anciano, se sentía sorprendido y decepcionado a la vez por la realidad. Debía reconocer que Eidotter, por el hecho de no estar sujeto al dolor, era infinitamente más rico que los demás humanos, le envidiaba su facultad, pero no se hubiera cambiado por él. Una duda nació en él, la de si estaría o no en lo cierto con respecto a lo que había dicho en Hilversum sobre la vía de la debilidad y la búsqueda de un redentor.

Había pasado toda su vida solo, aislado, rodeado de un lujo inútil, absorbido por estudios de todas clases. Ahora le pareció haber pasado por alto muchas cosas y haberse perdido lo más importante.

¿Aspiraba efectivamente y con toda su alma a la llegada de Elias, como este pobre judío ruso?. No; a través de sus lecturas se había dado cuenta de que era necesario desearlo para que la vida interior despertara en él, y su deseo se limitaba a la imaginación. Ahora tenía delante a un ser de carne y hueso que realmente consiguió realizar un deseo así, y entonces él, Sephardi, el gran sabio, se confesaba a sí mismo que no quería estar en su lugar. Profundamente avergonzado, se prometió explicar en la próxima ocasión que viera a Hauberrisser, a Eva y al barón Pfeill, que en realidad no sabía prácticamente nada, que se veía obligado a confirmar la opinión de un comerciante de licores judío de mente perturbada acerca de las experiencias espirituales: "Esto no se comprende con la razón".

—Es como un viaje al reino de la plenitud —continuó Eidotter tras un silencio durante el cual había sonreído felizmente— y no de un retorno, como creía antes. Pero, hasta que no tenga las luces invertidas, todo lo que crea una persona es erróneo, tan erróneo que no puede ser concebido. Uno espera la llegada de Elias, y cuando llega, se da cuenta de que en realidad no es él quien ha venido, sino uno mismo quien ha ido a su encuentro. Uno cree tomar mientras está dando. Creemos estar parados, esperando, y estamos en movimiento, buscando. El hombre camina mientras que Dios permanece quieto. Elias vino a nuestra casa, ¿lo reconoció Berurje?. Ella no fue hacia él y por tanto, él no vino a ella, de modo que pensó que era un judío forastero que se llamaba Chidher el Verde.

Sephardi miró con emoción los ojos radiantes del anciano.

—Ahora he comprendido muy bien lo que quiere decir, aunque no pueda sentirlo. Se lo agradezco. Quisiera poder hacer algo por usted.

»Puedo garantizarle su libertad con toda seguridad, no será difícil convencer al doctor Debrouwer de que su confesión no guarda ninguna relación con el asesinato. Aunque… —añadió, más bien para sí mismo— por el momento, todavía no sé como voy a explicarle el caso.

—¿Puedo pedirle un favor, doctor?.

—Desde luego, naturalmente.

—Entonces no le diga nada a ese de ahí fuera. Que siga creyendo que he sido yo. No quiero tener la culpa de que descubran al asesino. Ahora sé quién fue. Entre nosotros: fue un negro.

—¿Un negro?. ¿Como lo sabe, de repente? —exclamó Sephardi perplejo y algo receloso.

—Es como sigue —explicó Eidotter con tranquilidad—: Cuando, tras haber estado unido a Elias como en un sueño no soñado, volví parcialmente en mí, en la bodega, había ocurrido algo entre tanto. Yo suelo creer que he presenciado las cosas, que he participado en ellas. Si alguien, por ejemplo, le ha pegado a un niño, creo que lo he hecho yo, y tengo que ir a consolarlo. Si alguien se olvida de darle de comer a su perro, creo que ha sido un olvido mío y voy a darle la comida. Y si luego, por casualidad, me entero de mi error, no tengo más que unirme un instante con Elias y volver enseguida para saber como sucedieron las cosas. Casi nunca lo hago, porque no tiene sentido, y además, cuando me separo de Elias me da la impresión de quedarme ciego. Pero como usted ha estado meditando durante tanto rato, lo he hecho, y he visto que era un negro el que mató a mi amigo Klinkherbogk.

—¿Cómo, cómo ha podido ver que era un negro?.

—Pues, volvía a ascender mentalmente por la cadena, mirándome por fuera, y he visto que era un negro con un collar rojo en el cuello, descalzo y vestido con un mono azul. Al examinarme interiormente, constaté que yo era un salvaje.

—Eso sí que habría de contárselo al doctor Debrouwer —exclamó Sephardi al levantarse.

Eidotter lo retuvo por la manga.

—¡Me prometió guardar silencio, doctor!. No debe verterse sangre, por el amor de Elias. Mía es la venganza… y además… —su semblante amable adoptó de pronto una expresión de fanatismo amenazador, profético— además, ¡el asesino es uno de los nuestros!. No un judío, como está usted pensando en este momento —explicó al percatarse de la cara de sorpresa que había puesto Sephardi— pero sí uno de los nuestros. Acabo de reconocerlo, viéndolo internamente. ¿Que sea un asesino?. ¿Quien tiene derecho a juzgarlo?. ¿Nosotros?. ¿Usted y yo?. Mía es la venganza. El es un salvaje, y tiene su fe. Dios nos preserve a todos de tener una fe tan espantosa como la suya, pero su fe es auténtica y viva. Estos son los nuestros, los que tienen una fe que no se derrite en el fuego de Dios. Swammerdam, Klinkherbogk, y también el negro. ¿Qué es eso de ser judío, cristiano, pagano?. Sólo nombres para quiénes tienen una religión en lugar de una fe. Así que le prohibo decir lo que sabe sobre el negro. Si tengo que morir por él, ¿podría usted privarme de realizar esta ofrenda?.

* * *

Conmovido, Sephardi volvió a su casa.

Le daba vueltas a la idea de que en el fondo, curiosamente, el doctor Debrouwer no se había equivocado al sostener que Eidotter participaba en una conspiración, y que aspiraba a ganar tiempo para el verdadero asesino. Todo concordaba, y sin embargo, el doctor Debrouwer no podía estar más alejado de la verdad. Sólo en ese momento comprendió perfectamente las palabras de Eidotter: «Todo lo que cree una persona es erróneo en tanto sus luces no hayan sido invertidas, tan erróneo que no puede ser concebido. Creemos tomar cuando damos, creemos estar parados, esperando, y en realidad estamos andando y buscando».

El Rostro Verde (10). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo IX

CAPÍTULO IX

Después de cenar, Hauberrisser permaneció durante una hora con el barón Pfeill y el doctor Sephardi. Estuvo distraído y taciturno. Su pensamiento estaba tan centrado en Eva que se sobresaltaba cada vez que se dirigían a él.

Pensó en los días venideros y de pronto le resultó insoportable su soledad en Amsterdam, pese a que poco tiempo atrás le había gustado tanto. Aparte de Pfeill y Sephardi, cuya personalidad lo atrajo desde el primer momento, no tenía amigos ni conocidos, y por otro lado, hacía mucho tiempo que había roto las relaciones con su patria. Ahora que conocía a Eva, ¿sería capaz de soportar su habitual existencia de ermitaño?.

Consideró la posibilidad de trasladarse a Amberes, en donde al menos podría respirar el mismo aire que ella. Y quizás pudiera verla de vez en cuando.

Sufría al recordar la frialdad con que le comunicó su decisión de dejar en manos del tiempo o del azar la última palabra en cuanto a si se establecería entre ellos un vínculo duradero, pero luego evocaba sus besos, y embriagado por la felicidad, se solazaba en la fortuna de que se hubieran encontrado.

Dependía de él, se dijo, que la separación durara sólo unos días. ¿Qué le impediría ir a verla la semana siguiente y pedirle que mantuvieran el contacto?. Según tenía entendido ella era totalmente independiente y no tenía que consultar con nadie sus determinaciones.

Pero por muy claro y llano que le pareciese el camino hacia Eva, evaluó todas las circunstancias y no pudo evitar que una confusa sensación de angustia se alzara como una barrera frente a sus esperanzas, un sentimiento irreductible que habia experimentado con nitidez por vez primera cuando se despidieron. Intentaba imaginar un futuro de color de rosa, se esforzaba a pensar en un desenlace satisfactorio, hacía esfuerzos convulsivos para contrarrestar el implacable "no" que resonaba en su corazón. Estaba al filo de la desesperación.

Una larga experiencia le había enseñado que, una vez despiertas esas raras certezas interiores acerca de la inminencia de una catástrofe, y aunque en apariencia fueran infundadas, era inútil querer acallarlas. Quiso apaciguarse diciéndose que su inquietud era una consecuencia natural del amor. Aguardaba con impaciencia el momento de enterarse de que Eva había llegado sana y salva a Amberes.

Sephardi y él descendieron en la estación de Westerpoort, que se hallaba más cerca del centro de la ciudad que la estación central. Acompañó al doctor hasta la calle Heerengracht y una vez allí echó a correr hacia el hotel Amstel con objeto de dejar un ramo de rosas para Eva, un ramo que Pfeill, adivinando sus pensamientos, le había ofrecido sonriente.

El conserje le comunicó que la señorita van Druysen acababa de partir, que si tomaba un taxi aún podía llegar antes de la salida del tren.

Un coche lo llevó rápidamente a la estación. Esperó.

Los minutos pasaron y Eva no llegaba.

Telefoneó al hotel y tampoco había vuelto allí. Le aconsejaron que preguntara en la consigna.

Las maletas no habían sido retiradas. Sintió oscilar el suelo bajo sus pies. Entonces, consumido de inquietud por Eva, comprendió cuánto la amaba. Ya no podría vivir sin ella.

El ultimo obstáculo que se interponía entre ellos, una leve sensación de ser aún extraños el uno para el otro, se derrumbó completamente bajo el peso de su preocupación. Sabía que si la hallara ahora, la cogería entre sus brazos y la cubriría de besos, y no la dejaría marcharse nunca más.

Faltaba un minuto. Ya apenas si le quedaban esperanzas de verla llegar. No obstante aguardaría hasta que el tren se pusiera en marcha.

Era evidente que le había sucedido algo. Tuvo que obligarse a permanecer tranquilo.

¿Qué camino podría haber tomado?. No tenía ni un minuto que perder. Si no había ocurrido ya lo peor todavía quedaba un recurso: sopesar la situación con espíritu frío y lúcido, que era un método cuya validez había constatado en sus viejos tiempos de ingeniero e inventor, un método que podía ser una fuente casi inagotable de ideas ingeniosas. Desplegando todo su potencial imaginativo, trató de desvelar el engranaje secreto de los acontecimientos, los cuales debían haberse producido antes de que Eva abandonara el hotel. Intentó ponerse en su lugar, especulando acerca de cuál sería su estado de ánimo mientras esperaba el momento de marcharse.

El hecho de que enviara previamente su equipaje en vez de utilizar el coche del hotel le hizo suponer que proyectaba ir a ver a alguien.

Pero… ¿a quien?… ¿y tan tarde?…

Súbitamente recordó que Eva había rogado a Sephardi que fuera a ver a Swammerdam lo antes posible.

El viejo coleccionista de mariposas vivía en el Zee Dijk —un barrio de criminales, según decía el artículo del asesinato—. ¡Sí!. No habia podido ir a ningún otro sitio.

Pensó en las terribles eventualidades que podían amenazarla en aquel barrio y le dieron escalofríos. Había oído hablar de tabernas en las que se robaba a los extranjeros y, tras asesinarlos, arrojaban sus cuerpos al canal… el pelo se le erizaba al imaginar que hubiera podido ocurrirle algo así a Eva.

Instantes después, el automóvil cruzaba velozmente el puente de Openharen, que llevaba a la Iglesia de San Nicolás. Se detuvieron. El chófer le explicó que era imposible entrar con el coche en los estrechos callejones del Zee Dijk, el señor debía ir a la taberna del "Príncipe de Orange", le dijo mientras señalaba hacia un rayo de luz, y preguntar al tabernero por la dirección que buscaba.

* * *

La puerta de la taberna estaba abierta y Hauberrisser entró precipitadamente. El local, excluyendo al hombre que estaba de pie detrás del mostrador y que lo miraba con disimulo, se hallaba vacío. A lo lejos estallaron fuertes gritos que parecían proceder de alguna pelea.

El tabernero, después de recibir una propina, le indicó que el señor Swammerdam vivía en el cuarto piso y, a regañadientes, le mostró una escalera bastante peligrosa.

—No, la señorita van Druysen no ha vuelto por nuestra casa —contestó el viejo coleccionista moviendo la cabeza después de que Hauberrisser le contara sus preocupaciones.

Aún no se había acostado y se hallaba completamente vestido. Una única vela, casi consumida, sobre la mesa vacía, y la expresión dolida de su rostro, daban a entender que había pasado horas en la habitación meditando acerca del terrible final de su amigo Klinkherbogk.

Hauberrisser le cogió la mano.

—Perdóneme, señor Swammerdam, por sorprenderlo así, en plena noche y sin ninguna consideración hacia su dolor. Sí, sé lo que acaba de perder… —se interrumpió al advertir la expresión perpleja del anciano— incluso conozco los detalles, el doctor Sephardi me lo ha contado todo hoy. Si a Vd. le parece bien, luego podemos hablar de ello detenidamente, pero en este momento toda mi preocupación es Eva. Si pensaba realmente venir a verle y la han asaltado por el camino… ¡Por el amor de Dios, no quiero ni pensarlo!.

Hauberrisser se incorporó de un salto, y totalmente fuera de sí a causa de la inquietud, se puso a dar vueltas por el cuarto. Swammerdam reflexionó durante un rato y con tono optimista le dijo:

—Por favor, no quisiera que interpretara mis palabras como una fórmula vacía y consoladora… La señorita van Druysen no ha muerto.

Hauberrisser se dio la vuelta vehementemente.

—¿Cómo lo sabe?.

El tono tranquilo y firme del anciano le había quitado un peso de encima.

Swammerdam vaciló un momento antes de contestar.

—Porque entonces la vería —dijo finalmente a media voz. Hauberrisser le cogió del brazo.

—¡Le suplico que me ayude si puede!. Sé que toda su vida ha estado presidida por la fe, quizás su mirada pueda ver más profundo que la mía. Una persona imparcial puede ver a menudo…

—No soy tan imparcial como Vd. cree, señor Hauberrisser —lo interrumpió—. Sólo he visto una vez a la señorita, pero no exagero si le digo que la quiero tanto como si fuese mi hija. No me dé las gracias, no hay de qué. Es absolutamente natural que haga todo lo que esté en mis débiles manos para ayudarles a ella y a Vd., aunque para ello tenga que verter mi vieja e inútil sangre. Ahora escúcheme tranquilamente, se lo ruego: probablemente está en lo cierto al suponer que le ha ocurrido algún accidente. No fue a ver a su tía, en tal caso yo lo hubiera sabido a través de mi hermana que acaba de regresar del convento. No puedo asegurarle que la encontremos hoy, pero lo intentaremos por todos los medios. Y si no la hallamos, por favor, no se preocupe, estoy totalmente seguro de que… alguien en comparación con el cual no somos nada, la protege. No quisiera emplear expresiones que le resulten enigmáticas… Tal vez un día llegue el momento de poder decirle por qué estoy tan firmemente convencido de que la señorita Eva habrá seguido un consejo que yo le di… Lo que le ha ocurrido hoy será posiblemente la primera consecuencia de ello. Mi amigo Klinkherbogk eligió en su día un camino similar al que ahora ha tomado la señorita Van Druysen. Yo había presentido su final desde hacía mucho tiempo, pero me aferraba a la esperanza de poder evitárselo con mis ardientes oraciones. La noche pasada me probó algo que yo sabía desde siempre: la oración es un medio para despertar de manera intensa las fuerzas que dormitan dentro de nosotros. Creer que los rezos pueden modificar la voluntad de Dios es una locura. Los hombres que han puesto su suerte en manos del espíritu que mora en ellos mismos se rigen por la ley espiritual. Se han emancipado de la tutela de la tierra, cuyos dueños serán un día. Los sucesos que les ocurren tienen un sentido, sirven siempre para impulsarlos hacia adelante. Todo cuanto les ocurre lo hacen en un momento y de una manera que jamás podría ser más propicio. Créame, señor, ése es el caso de la señorita Eva. Lo difícil es invocar al espíritu que debe guiar nuestro destino. Sólo oye la voz del que está maduro, y la llamada debe ser dictada por el amor al prójimo, en otro caso se despertarían en nosotros fuerzas tenebrosas.

»Los Judíos Cabalistas lo expresan así: "Hay seres del imperio sin luz del Sí, ellos interceptan las oraciones que no tienen alas". Con ello no se refieren a demonios que estén fuera de nosotros, sino a los mágicos venenos de nuestro interior, esos venenos que desintegran nuestro Yo cuando se despierta.

—¿Pero, no podría ser que como su amigo Klinkherbogk, Eva haya ido hacia su perdición? —exclamó Hauberrisser, agitado.

—¡No!. Déjeme terminar, por favor. Nunca habría tenido el valor de darle un consejo tan peligroso si en aquel momento no hubiera percibido la presencia de aquél a quien acabo de mencionar. Ni Vd. ni yo somos nada frente a él. Durante mi larga vida, y a través de indecibles sufrimientos, he aprendido a distinguir su voz de las insinuaciones de los deseos humanos.

El único peligro que corre la señorita Eva es el de escoger un mal momento para la invocación, y ese momento peligroso, gracias a Dios, ya ha pasado. ¡Hace apenas unas horas —Swammerdam sonrió con alegría— que ella ha sido escuchada!. Quizás… no quiero ufanarme por ello, porque tales cosas me suceden cuando estoy ausente y absorto, en trance… Quizás haya tenido yo la suerte de haber podido acudir en su ayuda.

Fue hacia la puerta y la abrió para su huésped.

—Ahora vamos a hacer lo que nos dicte la fría razón. En tanto que todo lo material no esté de nuestro lado, no tendremos derecho a esperar ayuda de lo espiritual. Bajemos a la taberna y ofrezca dinero a los marineros para que busquen a la señorita, prometa recompensar a quien la encuentre sana y salva. Podrá Vd. comprobar que son capaces de arriesgar sus vidas si fuera necesario. Estos hombres son mejores de lo que suele creerse, lo que pasa es que se han extraviado en la selva de sus almas y por ello dan la impresión de ser bestias salvajes. En ellos se oculta una porción de heroísmo que buena falta les haría a tantos burgueses decentes. Esta capacidad heroica se manifiesta en ellos como salvajismo porque no saben reconocer la naturaleza de la fuerza que los impele. No temen a la muerte, y los hombres valientes nunca son malos en el fondo. El signo más evidente de que alguien lleva dentro de sí la inmortalidad es su desprecio por la muerte.

Swammerdam y Hauberrisser penetraron en la taberna. La sala estaba repleta. En mitad de la misma, tendido en el suelo, yacía el cadáver del marinero chileno cuyo cráneo había sido destrozado por el negro.

A preguntas de Swammerdam, el tabernero respondió de manera evasiva, dijo que no había sido más que una de tantas peleas de las que se producían a diario en el puerto.

—¡El maldito negro de ayer…! —empezó a decir la camarera Antje, pero no pudo continuar porque el tabernero le propinó un violento golpe en las costillas.

—¡Cállate, guarra! —le gritó—. Era un fogonero negro de un barco brasileño, ¡¿entendido?!.

Hauberrisser llamó aparte a uno de los bribones, le dio una moneda y comenzó a interrogarle.

Enseguida se vieron rodeados por toda una banda de tipos salvajes que les ofrecían las más diversas descripciones de la forma en que habían ajustado las cuentas al negro. Sólo estaban de acuerdo en un punto: se trataba de un fogonero extranjero. El amenazador semblante del tabernero los mantenía a raya y sus gruñidos les recordaban que bajo ningún concepto debían dar ningún detalle que pudiera delatar al zulú. Sabían que, de habérseles ocurrido apuñalar a tan valioso parroquiano, el tabernero no hubiera movido ni siquiera el dedo meñique, pero también sabían que la sagrada ley portuaria los obliga a aliarse incluso con el enemigo cuando un peligro foráneo los amenazaba.

Hauberrisser escuchaba con impaciencia las fanfarronadas cuando de pronto oyó algo que hizo que su sangre se le agolpara en el corazón: Antje mencionó que el negro había asaltado a una dama joven y distinguida.

Se apoyó un momento sobre Swammerdam para no derrumbarse. Luego vació su cartera en la mano de la camarera, era incapaz de pronunciar una sola palabra, y la invitó mediante señas a que contara lo ocurrido.

Habían oído gritos de mujer, contaron todos juntos, y salieron a la calle.

—Yo la he tenido en mi regazo, estaba desmayada —exclamó Antje.

—¿Pero dónde está?. ¿Dónde está? —gritó Hauberrisser.

Los marineros se callaron, mirándose con perplejidad, como si acabaran de comprender. Nadie sabía dónde estaba Eva.

—Yo la he tenido en mi regazo —insistió Antje—. Se veía que no tenía ni la menor idea del lugar en el que Eva había desaparecido.

Todos salieron corriendo, Hauberrisser y Swammerdam iban en medio del grupo. Exploraron las callejuelas gritando el nombre de Eva e iluminando cada rincón del jardín de la iglesia.

—Por allí se subió el negro —explicó la camarera señalando hacia el tejado verde— y aquí la dejé sobre el adoquinado, yo también quería perseguirlo, luego llevamos el muerto a la taberna y me olvidé de ella.

Despertaron a los inquilinos de las casas vecinas para preguntarles si Eva se había refugiado en alguna de ellas, pero en ninguna parte había rastro alguno de la desaparecida.

Roto el cuerpo y el alma, Hauberrisser prometió todo lo que deseara al que fuese capaz de traerle noticias de Eva. Swammerdam intentó en vano tranquilizarlo. La idea de que Eva, desesperada por lo ocurrido, se hubiera suicidado tirándose al canal, le quitaba los últimos restos de sentido común. Los marineros se desplegaron a lo largo de toda la Nieuwe Vaart, hasta el muelle de Prins Hendrik, y volvieron sin el menor resultado.

Pronto el barrio entero participó en la búsqueda; los pescadores, apenas vestidos, sondearon los atracaderos con las farolas de sus barcos y prometieron que al amanecer rastrearían todos los canales.

A cada instante, Hauberrisser temía enterarse por boca de la camarera, que no cesaba de narrarle de mil maneras distintas los detalles del suceso, de que el negro había violado a Eva. Esa pregunta le quemaba el corazón sin que se atreviese a formularla. Finalmente se decidió, y balbuciendo, dio a entender lo que pensaba.

Los golfos, que trataban de consolarlo jurándole que despedazarían al zulú en cuanto lo hallaran, se quedaron callados, evitaron mirarlo a los ojos y algunos escupieron en silencio. Antje sollozó quedamente.

A pesar de habitar en aquella inmundicia, todavía era lo bastante mujer como para compadecerse del corazón roto de Hauberrisser. Sólo Swammerdam permanecía tranquilo y sosegado. La inquebrantable confianza que se reflejaba en su rostro, la amable paciencia con la que movía la cabeza, sonriendo suavemente, cada vez que alguien hacía la conjetura de que
Eva se hubiese ahogado, terminaron por inspirar una renovada actitud de esperanza en Hauberrisser. Finalmente siguió el consejo del anciano, marchándose a casa en su compañía.

—Ahora acuéstese y descanse —aconsejó Swammerdam cuando llegaron al piso—. No permita que las preocupaciones alteren su sueño. Se puede trabajar mejor con el alma cuando no es estorbada por las penas del cuerpo, se puede trabajar con ella mejor de lo que se imaginan los hombres. Déjeme que me encargue de todo lo que queda por hacer. Avisaré a la policía para que busque a su prometida. No es que espere mucho de ello, pero es necesario llevar a cabo todo lo que exige la razón sensata.
Por el camino, Swammerdam había tratado de desviar hacia otros temas la atención de Hauberrisser, de tal manera que el joven le contó brevemente el hallazgo del diario enrollado y le mencionó sus planes de emprender unos estudios que se habían visto truncados quizás para siempre.

El viejo, viendo que la desesperanza volvía a nacer en el semblante de Hauberrisser, cogió su mano y no la soltó durante un rato.

—Quisiera transmitirle la seguridad que siento con respecto a la señorita Eva. Si tuviera tan sólo una mínima parte de ella, Vd. mismo sabría lo que el destino espera que haga. Pero entretanto, lo único que puedo hacer es darle un consejo. ¿Seguirá Vd. mi consejo?.

—Puede estar seguro —prometió Hauberrisser, nuevamente perturbado por el recuerdo de las palabras de Eva en Hilversum en el sentido de que Swammerdam, gracias a su viva fe, sería capaz de encontrar lo más elevado—. Confíe en ello. Emana tanta fuerza de Vd. que a veces me da la sensación de hallarme protegido contra el huracán por un árbol milenario.
Cada palabra suya me reconforta.

—Quiero contarle un pequeño incidente —comenzó Swammerdam—que me ha servido de referencia en la vida, por muy insignificante que al principio me pareciera. En aquel entonces yo era aún bastante joven y acababa de sufrir una decepción tan grande que la tierra se me antojó durante mucho tiempo un lugar lúgubre e infernal. El destino me trataba como un verdugo implacable. Inmerso en tal estado de ánimo, sucedió que un día fui testigo de la manera en que se adiestraba a un caballo. Lo tenían atado a una larga correa, obligándolo a dar vueltas en círculo sin que se le permitiera ni un segundo de reposo. Cada vez que llegaba a un obstáculo que debía saltar, lo esquivaba y se ponía terco. Los latigazos llovían sobre su lomo durante horas, pero el caballo se negaba a saltar. El hombre que lo atormentaba no era cruel, sufría visiblemente a consecuencia del brutal trabajo que debía cumplir. Tenía una cara amable y bonachona, y cuando le reproché su comportamiento, me contestó: «Preferiría gastarme todo el jornal en comprarle terrones de azúcar si con ello comprendiera lo que quiero de él. Lo he intentado muchas veces, pero siempre sin resultado. Es como si el diablo habitara en este animal y le cegara el cerebro. Y eso que se le exige tan poca cosa». Vi un ansia mortal en los delirantes ojos del caballo cada vez que se acercaba de nuevo al obstáculo, el temor a recibir más latigazos hacía reverberar en ellos el miedo. Me rompí la cabeza intentando hallar otro medio de hacerse comprender por el pobre animal. Mientras le gritaba, primero con el espíritu y después con palabras, que saltase porque de esa manera todo se acabaría rápidamente, tuve que constatar, muy a mi pesar, que el doloroso sufrimiento era el único maestro capaz de hacerle llegar a la meta. Entonces reconocí súbitamente que yo actuaba lo mismo que el caballo: el destino me estaba golpeando y todo lo que yo sabía es que sufría.

»Odiaba a la fuerza invisible que me torturaba, pero hasta aquel momento no había acabado de comprender que todo aquello sucedía únicamente para que yo realizara algo, quizás salvar un obstáculo espiritual que se hallaba ante mí.

»Esta pequeña experiencia se convirtió en un hito en mi camino: aprendí a amar a los seres invisibles que me empujaban hacia delante a latigazos, porque sentía que hubiesen preferido darme azúcar si con ello consiguieran elevarme a un escalón superior al que ocupa la efímera humanidad.

»El ejemplo que cito está algo cojo, naturalmente —continuó Swammerdam con humor—. Cabe la pregunta de si el caballo progresaría realmente por haber aprendido a saltar, o de si hubiera sido mejor dejarlo en su estado salvaje. Pero sobra que le diga esto. Para mí contó sobre todo una cosa: hasta entonces había vivido en la errónea convicción de que todo lo malo que me sucedía era un castigo, atormentándome por descubrir la razón de merecerlo. De repente encontré un sentido para los rigores del destino y aunque a menudo no comprendía qué obstáculo debía saltar, me esforzaba por ser un caballo dócil.

»Pude experimentar en mí mismo el extraño y oculto sentido básico del versículo bíblico que habla del perdón de los pecados: con la noción del castigo había desaparecido igualmente la del pecado. Sustituí la caricatura de un Dios vengador por una fuerza benéfica, despojada de forma, que sólo deseaba instruirme, de la misma manera que el hombre quería instruir al caballo. A menudo he contado esta historia a otras personas, pero casi nunca caía en suelo fértil. La gente se persuadía de que, siguiendo mi consejo, podrían adivinar lo que el invisible "domador" esperaba de ellos. Y como los golpes del destino no cesaban inmediatamente, volvían a caer en la vieja rutina, volvían a cargarse con la misma cruz que antes, unos quejándose y otros refugiándose en una falsa humildad, "resignados". Le diré una cosa: el que está tan avanzado como para adivinar a veces lo que quieren de él los seres del más allá, ya ha realizado la mitad del trabajo. El sólo deseo de adivinarlo, por sí mismo, conlleva ya un cambio total en la concepción de la vida. La capacidad de adivinar, es algo más, es el fruto de esa semilla.

»¡Es tan difícil adivinar lo que debemos hacer!. Nuestros primeros pasos son un tanteo irrazonable, las acciones que llevamos a efecto recuerdan a las de los lunáticos, y no parecen estar relacionadas entre sí. Pero poco a poco vemos cómo emerge un rostro del caos, un rostro en cuyas facciones podemos leer la voluntad del destino. Al principio sólo hace muecas.
Así ocurre con todo lo grande. Cada nuevo invento, cada idea nueva que se manifiesta en el mundo es al comienzo una especie de mueca. El primer modelo de avión fue, durante mucho tiempo, y hasta que se convirtió en un auténtico aeroplano, una caricatura de un dragón.

—Quería Vd. decirme lo que cree que debería hacer —pidió Hauberrisser casi con timidez. Adivinaba que el anciano se había extendido tanto por temor a que su consejo, al que estimaba ostensiblemente como muy valioso, no fuese recibido con la debida consideración y pudiera ser desechado.

—Es cierto, señor. Pero tenía que poner antes los fundamentos para que no se extrañe por lo que voy a encomendarle. Tendrá que hacer algo que en su opinión significará más bien una interrupción del impulso natural que experimenta ahora. Sé, porque es humano y comprensible, que en este momento sólo desea buscar a Eva. No obstante, lo que debe hacer es lo que sigue: tiene Vd. que buscar la fuerza mágica que excluirá que en el futuro le suceda otra desgracia a su novia. De otro modo podría ser que la encuentre únicamente para volver a perderla, así como los humanos se encuentran en la Tierra para ser separados por la muerte. Es necesario que la encuentre, pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera nueva, encontrarla doblemente. Usted mismo me dijo en el camino que su vida estaba cambiando paulatinamente, como un río amenazado de perderse en las arenas. Todo ser humano llega algún día a este punto, aunque no sea en una sola existencia. Conozco eso. Es como una muerte que sólo concierne al ser interior, dispensando al cuerpo.
Pero precisamente ese es el instante más valioso que poseemos, un instante que puede conducir a la victoria sobre la muerte. El espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué pasaría si ahora encontrara a Eva?. De tener el valor suficiente para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus respectivas vidas continuaría fluyendo aún durante algún tiempo, pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No mencionó que Eva tenía mucho miedo de casarse?. Es precisamente porque el destino quiere preservarla de ello, por eso les ha reunido tan rápidamente como los ha separado.

»En cualquier otra época su vivencia no sería más que una mueca de la vida, pero en ésta, cuando casi toda la humanidad se halla frente a un enorme vacío, me parece imposible. No puedo conocer el contenido del rollo que le llegó de tan misteriosa forma. Sin embargo, le aconsejo que deje de lado lo externo y busque lo que necesita en las lecciones escritas por aquel desconocido. Se lo aconsejo muy vivamente. Pese a que tropiece en ellas con las muecas de una desconcertante caricatura; aunque las mismas lecciones fuesen engañosas acabaría encontrando en ellas lo que necesita.

»Quien busca correctamente no puede hallar una mentira. No existe mentira en la que no pueda descubrirse la verdad. Sólo es necesario que el que busca se encuentre en el punto justo. —Swammerdam se despidió de Hauberrisser con un rápido apretón de manos—. Y usted se encuentra hoy en ese punto exactamente. Podrá usted servirse sin peligro de temibles fuerzas que en otro momento lo conducirían irremediablemente hacia la locura, porque ahora es el amor quien las convoca.

El Rostro Verde (9). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo VIII

Eva tenía intención de visitar a su tía, la señorita de Bourignon, a la mañana siguiente, para consolarla, y coger posteriormente un tren expreso hacia Amberes.

Pero una carta que encontró a su llegada al hotel, una carta redactada con prisa y salpicada de restos de lágrimas, la indujo a revisar su decisión.

La anciana señorita, totalmente derrumbada al parecer por el impacto de los acontecimientos del Zee Dijk, daba cuenta de su firme determinación de no salir del convento hasta que no se le calmara el dolor y se sintiera en condiciones de afrontar con renovado interés los asuntos de este mundo. En la última frase se quejaba de una insoportable jaqueca que le impedía recibir cualquier visita.

Eva se tranquilizó al comprobar que el equilibrio emocional de la vieja dama no se habia alterado en absoluto. Decidió mandar su equipaje a la estación y tomar el tren de la medianoche, el cual le había sido recomendado por el conserje porque, según decía, estaría menos atestado que los demás.


Se esforzó por liberarse de la penosa sensación que le había causado la carta.

¿De modo que así eran los corazones femeninos?. Ella había temido que "Gabriela" no pudiera sobreponerse al rudo golpe y en lugar de eso… ¡jaqueca!.

—Las mujeres hemos perdido el sentido de lo grande —se dijo, llena de amargura—. Lo abandonamos en la dulce época de nuestras abuelas, convirtiéndolo en esas miserables labores de ganchillo.

Angustiada, la muchacha se llevó las manos a la cabeza.

—¿Seré yo un día igual que ellas?. ¡Cómo deploro haber nacido mujer!.

Los tiernos pensamientos que la habían embargado durante todo el viaje se despertaron nuevamente. De pronto le pareció que la habitación se inundaba del sensual aroma de los tilos en flor. Hizo un esfuerzo por no pensar en ello y se sentó en el balcón a contemplar el cielo sembrado de estrellas. Antaño, en su época infantil, se sentía consolada por la idea de que un Creador, instalado allá arriba en su trono, se preocupaba por su minúscula persona. Ahora la apesadumbraba una especie de vergüenza por ser tan pequeña.

En el fondo de su corazón despreciaba el empeño de las mujeres por igualarse con los hombres en todos los sectores de la vida, pero no obstante, el hecho de no poder ofrecer al hombre amado otra cosa que su belleza se le antojaba demasiado poco, demasiado irrisorio.

Las palabras de Sephardi afirmando la existencia de un camino oculto en virtud del cual la mujer podía ser para el hombre más que una mera alegría terrenal, habían sido para ella como un rayo de esperanza que la iluminaba, un rayo que apuntaba a lo lejos. ¿Pero por dónde buscar la entrada?.

Llena de vacilación trató de reflexionar sobre el modo de poder hallar ese camino, pero no tardó en darse cuenta de que, en lugar de la lucha enérgica por la iluminación que un hombre libraría, su tanteo no era más que una débil e infructuosa súplica de luz dirigida a los poderes que se esconden tras de las estrellas.

Experimentaba el dolor más dulce y hondo que puede consumir a un corazón joven y femenino: encontrarse con las manos vacías frente al ser amado mientras se desea con toda el alma darle un mundo de felicidad. Se sintió triste y miserable. No había ningún sacrificio, por muy duro que fuese, que no hubiera heho con júbilo por él… Comprendía, gracias a su delicado instinto femenino, que lo máximo que una mujer podía dar era el sacrificio de sí misma, pero todo cuanto imaginaba poder ofrecer le parecía una vez más ridículo, efímero e infantil comparado con la dimensión de su amor.

Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el menor deseo en sus ojos… ¡todo eso debía ser muy fácil!. Pero, ¿conseguiría con ello hacerlo feliz?. Tales dones no sobrepasaban el nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse más allá de todo lo imaginable.

La amarga pena de ser rica como un rey en deseos de dar y pobre como un mendigo en cuanto a qué dar, una pena que hasta ahora sólo había sentido confusamente, creció dentro de ella hasta adquirir unas proporciones gigantescas, apoderándose de todo su ser con el mismo empuje que antes habría conducido a los santos hacia el martirio, por encima de las burlas y de los insultos de la masa.

En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda, y con los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hacia la misteriosa corona de vida, para que pudiese recogerla y darla. Como si una mano le hubiera tocado los cabellos, levantó la cabeza y vio que el cielo había cambiado repentinamente: Una hendidura de luz pálida se dibujaba de un extremo a otro, en ella se precipitaron las estrellas como nubes efímeras empujadas por el viento. Entonces se abrió una gran sala donde unos ancianos vestidos con amplias túnicas se sentaban en torno de una larga mesa, con los ojos clavados en
Eva, como si estuvieran dispuestos para escuchar lo que iba a decir. El mayor de entre ellos tenía el perfil de una raza extranjera, llevaba entre las cejas una marca resplandeciente y de sus sienes brotaban dos rayos luminosos como los Cuernos de Moisés.

Eva comprendió que debía formular un voto, pero era incapaz de hallar las palabras. Quiso suplicar a los viejos que escucharan sus ruegos, pero su oración no pudo llegarles, porque se le había quedado atragantada en la garganta.

La sala y la mesa se difuminaron y desaparecieron. Paulatinamente fue disminuyendo la hendidura, hasta que la Via Láctea la cubrió como una cicatriz centelleante. Sólo el hombre de la señal en la frente permanecía visible.

Con un rictus de muda desesperación, Eva le tendió los brazos para rogarle que esperase y la escuchara, mas él deseaba ya apartar la vista.

Fue entonces cuando vio a un hombre montado en un caballo blanco que ascendía a galope a través del aire. Reconoció a Swammerdam.

Swammerdam saltó del caballo, se acercó al anciano, lo increpó rudamente y se lanzó sobre él con furia. Después, con un gesto autoritario, señaló a Eva. Ella supo lo que él estaba esperando.

En su corazón retumbó la palabra bíblica de que el Reino de los Cielos tenía que ser tomado a la fuerza… Abandonó entonces las súplicas, y tal como Swammerdam se lo había enseñado, plenamente consciente de su victoria, de su derecho a la autodeterminación, ordenó al señor del destino que la impulsara hacia la meta más alta que una mujer puede alcanzar, que la impeliera sin piedad hacia adelante, más veloz que el tiempo, dejando a un lado la alegría y la felicidad, sin perder un instante, aunque le costase mil veces la vida.

Por el brillo de la marca frontal del hombre, comprendió que debía morir. Cuando había pronunciado la orden, el brillo se tornó tan deslumbrante que ahogaba su capacidad de pensar. No obstante su corazón desbordó de alegría: podía vivir, puesto que había visto el rostro del hombre al mismo tiempo. Tembló bajo la inmensa fuerza que se estaba liberando en ella, quebrando los candados que la encerraban en una cárcel de servidumbre. Sintió oscilar el suelo bajo sus pies y creyó perder el conocimiento, pero sus labios continuaban murmurando sin cesar la misma orden, una y otra vez, incluso cuando ya el rostro celeste se había desvanecido.

Lentamente fue recobrando la consciencia de su entorno. Sabía que tenía que ir a la estación, recordó haber mandado las maletas; vio la carta de su tia sobre la mesa, la cogió y la rasgó en pequeños fragmentos. Todo era tan natural como antes y sin embargo, todo le parecía nuevo, diferente. Como si sus manos, sus ojos, todo su cuerpo no fuese más que una herramienta, como si ya no estuviese ligado de manera indisoluble a su Yo. Tuvo la impresión de estar viviendo simultáneamente en algún lugar lejano del universo, estar viviendo otra vida, indistinta y todavía poco consciente, parecida a la de un recién nacido. Los objetos que se hallaban en la habitación no se distinguían esencialmente de sus propios órganos, unos y otros eran objetos útiles al servicio de la voluntad, y nada más. Se acordó de la tarde pasada en el parque de Hilversum y experimentó una sensación alegre y tierna, como si se tratara de un entrañable recuerdo de la infancia, pero esos momentos eran insignificantes y minúsculos en comparación con la felicidad indecible que el futuro iba a proporcionarle.
Su estado de ánimo era semejante al de una ciega que solamente hubiera conocido la noche cerrada, y que un día, al enterarse de que podrá recuperar la vista, siente cómo dentro de su corazón palidecen todas las demás alegrías.

Quiso saber si era a causa del contraste con su reciente experiencia por lo que todo el mundo exterior le parecía de golpe tan secundario. Todo lo que le transmitían los sentidos no era sino un sueño, un espectáculo sin trascendencia para su Yo recién despierto. Al ponerse el abrigo y verse reflejada en un espejo, sus propios rasgos le resultaron extraños, necesitó recordar que era ella misma quien se encontraba allí.

Cuanto hacía estaba marcado por la misma calma casi cadavérica; miraba serenamente el porvenir, pese a su oscuridad impenetrable, como quien sabe que el barco de su vida ha echado el ancla y espera ecuánime la mañana siguiente, indiferente a las tormentas de la noche.

Pensó que ya iba siendo hora de ir a la estación, pero la retuvo el presentimiento de que no volvería nunca a Amberes. Cogió papel y tinta para redactar una carta a su amado y no pudo pasar el primer renglón, se sentía paralizada por la certeza de que todo lo que hiciera por su propia voluntad sería en vano, había mayores posibilidades de detener la trayectoria de una bala que de oponer resistencia al misterioso poder que se había apoderado de su destino.

* * *

El murmullo de una voz que venía de la habitación contigua, y al cual no había prestado ninguna atención, se apagó súbitamente. El silencio que siguió acentuó en ella la sensación de haberse vuelto sorda para todo sonido procedente del exterior. Al cabo de un rato creyó oír un cuchicheo persistente, tan lejano como si viniera de otro país. Paulatinamente fue aumentando de tono, pareciéndose cada vez más a los guturales sonidos de una lengua salvaje y extranjera. No entendía las palabras, pero supo, por la fuerza sobrenatural que la obligaba a dirigirse precipitadamente hacia la puerta, que el sentido de la comunicación era una orden, una orden que debía cumplir sin demora.

Descendiendo por la escalera se dio cuenta de que se había dejado olvidados los guantes, pero su intento de volver sobre sus pasos se vio frenado por una potencia desconocida y malévola, una potencia que no era otra que la suya propia.

Rápidamente, y no obstante sin prisa, se internó en las calles; no sabía si continuaría recto o doblaría en la próxima esquina, pero estaba segura de que en el último momento no tendría dudas acerca del camino a elegir.

Todos sus miembros temblaban a causa de la angustia mortal, todos sus miembros excepto su corazón, el cual pemanecía ajeno a todo. No era capaz de suprimir el miedo de su cuerpo, aunque lo contemplara desde fuera, como si sus nervios pertenecieran a otra persona.

Al llegar a una gran plaza en cuyo fondo se alzaba el edificio de la Bolsa, pensó durante un instante en dirigirse hacia la estación, pensó que todo había sido una mera fantasía. Entonces se sintió empujada hacia la derecha, hacia una red de calles estrechas y sinuosas.

Las escasas personas que encontraba se detenían, Eva se percató de que la seguían con la vista.

Dotada de una nueva facultad adivinatoria que nunca tuvo antes, fue capaz, de golpe, de descifrar los móviles profundos de las personas. En algunos percibía como una preocupación, como una corriente de cálida compasión hacia ella, aunque esas personas no notaran nada de lo que les estaba ocurriendo. No eran conscientes del por qué de sus miradas, si se les preguntara seguramente responderían que miraban por curiosidad.

Llena de asombro, tuvo conciencia de que un lazo invisible y secreto unía a los seres humanos, de que sus almas podían reconocerse fuera de sus cuerpos y comunicarse por medio de unas vibraciones muy sutiles, totalmente imperceptibles para los sentidos externos. Como bestias ávidas y salvajes, los seres humanos convertían la vida en un combate, quizás hubiese bastado una diminuta fisura en la cortina que tenían ante los ojos para que los más encarnizados enemigos se transformaran en amigos fieles. Las callejuelas se tornaban cada vez más solitarias e inquietantes. Estaba segura de que las próximas horas le acarrearían algo terrible —pensaba en la muerte a manos de un asesino— si no conseguía romper el hechizo que la impulsaba hacia adelante, pero no realizó intento alguno de luchar contra ello. Toleraba sin resistencia la extraña voluntad que le imponía este camino de tinieblas, imbuida de una confianza tranquila en que todo lo que sucediera constituiría un paso más hacia la meta.

Cuando franqueó el estrecho puente de un canal percibió entre los aquilones de las casas la silueta de la Iglesia de San Nicolás, cuyas dos torres se recortaban sobre el horizonte como oscuras manos levantadas en señal de advertencia. Respiró hondo de manera involuntaria, aliviada por la idea de que fuera Swammerdam quien, con el corazón apenado por la muerte de Klinkherbogk, la estuviera llamando.

La acechante hostilidad que captaba a su alrededor le hizo ver que estaba equivocada. Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su servidumbre.

Por primera vez desde que había abandonado la habitación, fue consciente de que se hallaba indefensa, y tuvo miedo. Trató de detenerse, pero sus pies continuaban arrastrándola hacia delante, ya no tenía ningún poder sobre ellos. En su desesperación levantó la vista hacia el cielo; al contemplar las miríadas de estrellas se apoderó de ella un sentimiento de consoladora plenitud, eran como los ojos de un ejercito de todopoderosos salvadores que no permitirían que alguien le hiciera el menor daño. Pensó en los ancianos de la sala, en cuyas manos había puesto su destino, como en una asamblea de seres inmortales que con sólo abrir y cerrar un ojo reducirían el globo terrestre a polvo. Nuevamente oyó los extraños e imperativos sonidos guturales. Parecían estar muy cerca de ella, acuciándola, aguijoneándola. Reconoció de un golpe, en la oscuridad, la casa torcida donde Klinkherbogk había sido asesinado.

Un hombre se hallaba sentado sobre una baranda en la confluencia de dos canales, estaba inmóvil e inclinado hacia delante, como deseoso de escuchar aproximarse los pasos de Eva. Supo que la fuerza demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dijk emanaba de él.

Una angustia fatal la paralizó, helándole la sangre en las venas. Supo, incluso antes de poder distinguir su rostro, que se trataba de aquel horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero.

Espantada, quiso pedir socorro, pero se había roto el vínculo entre su voluntad y su capacidad ejecutiva. Su cuerpo estaba sometido a un poder ajeno. Como si estuviera muerta, como si se hallara fuera de su cuerpo, vio acercarse al negro, lo vio titubear, detenerse cerca de ella.

El negro alzó la cabeza, sus pupilas estaban torcidas hacia arriba, como las de alguien que durmiera con los ojos abiertos. Eva se dio cuenta de que estaba tan rígido como un cadáver, de que sólo tendría que empujarlo levemente para que se cayera de espaldas al agua. Pero al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo. Se vio a sí misma como una víctima indefensa que se hallaría en manos del negro en cuanto despertara, podía contar los minutos que la separaban del mortal desenlace. Un calambre intermitente en la cara del negro le anunció que iba recobrando el conocimiento lentamente.

A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias, pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar abandonarse completamente a ellos, como si la salvaje sangre africana ejerciera sobre ellas una mágica atracción que no podía ser combatida. Nunca lo había creído, y despreciaba tal actitud como propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada, reconoció que realmente experimentaba un impulso así. El abismo aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma de la mujer en un campo de batalla para los instintos animales.

¿Qué era lo que confería a la llamada mental del salvaje, medio bestia y medio hombre, esa fuerza inexplicable que la había conducido como una lunática a través de calles desconocidas?, ¿no era acaso la vibración inconsciente de su deseo, un deseo que, orgullosamente, había creído no tener?.

Temblando a causa del temor, se preguntó si no poseería el negro un poder diabólico capaz de arrastrar a las mujeres blancas, o si sería ella más baja y ruin que las demás, que no obedecían a su llamada porque ni siquiera la escuchaban.

No vio salvación posible. Toda la felicidad que había deseado para su amado y para ella misma se desvanecería con su cuerpo. Había querido apartarse de la tierra, pero la tierra retenía con mano de hierro aquello que le pertenecía. Como una encarnación de su impotencia se alzaba ante ella la descomunal figura del negro. Lo vio incorporarse de un salto y sacudirse la torpeza. Luego la cogió por los brazos y la atrajo hacia sí con vehemencia. Eva profirió un grito de socorro que repercutió en los muros de las casas. El negro le tapó la boca con la mano, presionando hasta casi asfixiarla.

Una cuerda de cuero rojo oscuro rodeaba el cuello descubierto del zulú, Eva se agarró a ella convulsivamente, para no ser arrojada al suelo. Por un instante consiguió librarse de la presión y reunió sus últimas energías con objeto de pedir socorro nuevamente. Alguien debió oirla, porque se escuchó el ruido de una puerta y la calle se llenó de luces y de voces confusas. Notó que el negro la empujaba salvajemente hacia la sombra de la iglesia de San Nicolás. Dos marineros chilenos ataviados con fajas naranjas los perseguían muy de cerca, casi pisándoles los talones. Eva vislumbró el brillo de las navajas abiertas, vio cómo se acercaban sus rostros valientes y bronceados.

Continuó instintivamente aferrada al collar, estirando la pierna todo lo posible para impedir la carrera del negro, que sin embargo, no parecía notar su peso, bruscamente la levantó del suelo y siguió corriendo pegado al muro del jardín. La muchacha observó ante sí los abultados labios del zulú, sus dientes similares a las fauces de una bestia. La bárbara expresión que incendiaba sus blancos ojos se le incrustó de tal modo en los sentidos que se quedó rígida, como hipnotizada, incapaz ya de oponer la más mínima resistencia.

Uno de los marineros se lanzó al suelo tratando de atrapar al negro. Quedó a sus pies, encogido como un gato, apuntándole desde abajo con la navaja. El zulú elevó la rodilla con la rapidez de un relámpago y la descargó en la frente del marinero, que se derrumbó totalmente, con el cráneo machacado. De pronto, Eva se sintió arrojada por encima del portal del jardín. Creyó que se le habían roto todos los huesos. A través de los barrotes, en los que se habían quedado enganchados algunos pedazos de su vestido, pudo contemplar al negro luchando contra su segundo adversario.

La lucha duró pocos segundos. El marinero, fuertemente proyectado contra un muro de la casa de enfrente, se estrelló contra una ventana, la cual se quebró estrepitosamente como consecuencia del impacto.

Eva, temblando de agonía, intentó escapar, pero el estrecho jardín carecía de salida. Se acurrucó bajo un banco como un animal perseguido, sabiéndose perdida de antemano; el color de su vestido, que brillaba en la oscuridad, la delataría de un momento a otro.

Al ver al negro saltando el muro buscó algo punzante para hundírselo en el corazón, no quería volver a caer viva en sus manos. Muda y desesperadamente, suplicó a Dios que la ayudara a encontrar algo con lo que darse muerte antes de que su verdugo la descubriera.

Entonces creyó haber perdido la razón. Estaba contemplando su propia imagen, la cual se encontraba en mitad del jardín, tranquila y sonriente.

El negro, que parecía verla también, se aproximó a ella, sorprendido.

La joven lo vio hablar con la aparición; no pudo entender las palabras, pero advirtió un repentino cambio en su voz, era la voz de un hombre tan paralizado por el terror que no hacía otra cosa que tartamudear.

Pese a que estaba persuadida de que todo era una alucinación y se creía enloquecida por el hecho de ser víctima del salvaje, no podía apartar la vista de la escena.

En ese instante tuvo la nítida certeza de que era ella misma y de que el negro, por alguna razón incomprensible, se hallaba en su poder.

Pero enseguida volvió a hundirse en la desesperación y reinició la búsqueda de un arma.

Juntó todo su aplomo para discernir si estaba o no delirando; clavó la vista en el fantasma y lo vio desvanecerse, como si hubiera sido aspirado por la intensidad de su mirada. Se esforzó por distinguirlo en la oscuridad y lo vio regresando a su propio cuerpo. Podia atraerla hacia sí y volver a expulsarlo, pero cada vez que se alejaba sentía un escalofrío corriéndola, como si la muerte se arrimara a ella. Al negro ya no parecían afectarle en absoluto las constantes apariciones y desapariciones. Hablaba para sí, a media voz, como en sueños.

Eva intuyó que había vuelto a caer en el extraño estado de inconsciencia en que se lo encontró cuando estaba sentado en la baranda del canal.

Temblando todavía, tuvo el suficiente coraje para abandonar su escondite.

Oyó voces que llamaban desde la calle. El reflejo de las linternas en las ventanas de las casas transformaba las sombras de los árboles en una especie de tropa de fantásticos saltarines. Contó los latidos de su corazón, ¡ahora!, ¡ahora debían estar muy cerca las personas que buscaban al negro!. Aunque se caía de agotamiento, se dirigió corriendo hacia el portal del jardín. Pidió auxilio con todas sus fuerzas.

Finalmente perdió el conocimiento, pero aún pudo ver a una mujer de falda corta y roja arrodillarse junto a ella y mojarle la frente. Siluetas multicolores, semidesnudas, trepaban por la tapia. Agitaban antorchas y tenían cuchillos centelleantes entre los dientes, parecían un ejército de increíbles diablos surgidos de la tierra para socorrerla. El resplandor de las antorchas circulando por el jardín animaba las imágenes de los santos en los vidrios de la iglesia. Brutales maldiciones, proferidas en español, se cruzaron en el aire: «¡Ahí está el negro!. ¡Arrancadle las tripas!". Vio marineros abalanzándose sobre el zulú, vociferando con furia, y vio cómo se derrumbaban bajo los golpes de sus terribles puños. El zulú se abrió camino entre la horda, oyó su grito triunfal hendiendo el aire, igual que un tigre que se hubiera liberado de sus cadenas. Se encaramó a un árbol y, con un salto tremendo, se lanzó sobre el tejado de la iglesia.

* * *

Cuando despertó de su desmayo, soñó durante un instante con un anciano que tenía la frente vendada y que se inclinaba sobre ella llamándola por su nombre. Creyó que se trataba de Lázaro Eidotter, pero enseguida percibió cómo sus rasgos se transformaban en los del negro, con sus blancos ojos y sus labios abultados, mostrando los dientes con ademán amenazador, tal como se le había quedado grabado en la memoria de manera indeleble. Su delirio febril le hizo perder nuevamente el conocimiento.