El doctor Sephardi había pedido al barón Pfeill y a Swammerdam que vinieran a su casa. Llevaban más de una hora en su biblioteca.
Era ya noche cerrada. Hablaron de mística, de filosofía, de la Cabala, y del extraño Lázaro Eidotter, el cual, liberado hacía tiempo, había retornado a su negocio de bebidas alcohólicas, pero la conversación volvía siempre a la persona de Hauberrisser.
Al día siguiente era el entierro de Eva.
—¡Es terrible!. ¡Pobre hombre! —exclamó Pfeill, levantándose para andar por la habitación con pasos agigantados—. Si me pongo en su lugar me dan escalofríos —se paró y miró a Sephardi—. ¿No deberíamos ir a verlo y hacerle compañía?. ¿Qué opina usted, Swammerdam?. ¿Podemos excluir que se rompa esa tranquilidad incomprensible en la que está sumergido?. Si de repente volviera en sí y se encontrara solo y abandonado en su dolor…
Swammerdam negó con la cabeza:
—No se preocupe por él, señor. La desesperación ya no puede alcanzarlo. Eidotter diría que sus luces han sido intercambiadas.
—Su fe tiene algo terrible… —murmuró Sephardi— cuando lo oigo hablar de esa manera siento una especie de… espanto —vaciló un instante, preguntándose si no iría a abrir una llaga—. Cuando asesinaron a su amigo Klinkherbogk, usted nos preocupó mucho. Creímos que el suceso lo hundiría. Eva me pidió muy particularmente que fuese a verlo e intentara consolarlo. ¿Dónde pudo hallar la fuerza para soportar con tanto valor un horrible acontecimiento que debía haber sacudido los fundamentos de su fe?.
Swammerdam le interrumpió:
—¿Se acuerdan de la palabras que Klinkherbogk pronunció antes de morir?.
—Sí, frase por frase. Y más tarde comprendí también su significado. No cabe duda de que previó exactamente su fin antes de que el negro entrara en el cuarto. Lo que dijo acerca del rey de Etiopía bastaría para probarlo.
—Precisamente el hecho de que se haya realizado su profecía es lo que me consoló. Al principio, naturalmente, estaba derrumbado, pero cuando comprendí la magnitud del acontecimiento me pregunté. ¿Qué es preferible?. ¿Que una palabra pronunciada en trance se realice o que una niña enferma de tisis y un viejo y decrépito zapatero vivan algún tiempo más?.
¿Hubiera sido mejor que el espíritu mintiera?. Desde entonces el recuerdo de aquella noche es para mí una fuente de alegría pura y serena.
»¿Qué importa que los dos tuvieran que morir?. Créanme, ahora están más a gusto.
—¿Estás, pues, firmemente convencido de que existe una vida después de la muerte? —preguntó Pfeill—. Yo, desde luego, también lo creo —añadió en voz baja.
—Ciertamente estoy convencido de ello. Claro que el paraíso no es un lugar, sino un estado. Pero la vida en la Tierra tampoco es más que un estado.
—¿Y usted… añora ese estado?.
—N…No —Swammerdam vaciló como si le costara hablar del tema. Un viejo lacayo de librea morada vino a anunciar la llamada telefónica para el señor. Sephardi se levantó y abandonó la habitación.
Swammerdam prosiguió inmediatamente su discurso. Pfeill comprendió que no estaba destinado para los oídos de Sephardi.
—La cuestión del paraíso es un arma de doble filo. Hay mucha gente a la que podemos herir mortalmente al decirles que allá no hay más que imágenes.
—¿Imágenes?. ¿Qué quiere decir con esto?.
—Se lo explicaré con un ejemplo. Mi mujer, que como usted sabe, murió hace muchos años, me quería infinitamente, y yo a ella. Ahora, ella está en el "más allá" y sueña que estoy con ella. No sabe que no es sino mi imagen lo que está con ella. Si lo supiera, el paraíso sería para ella un infierno.
»Todos los moribundos que pasan al otro lado encuentran allí las imágenes de lo que añoran, y las toman por reales, incluso las de aquello que les importaba mucho —añadió señalando hacia los estantes llenos de libros—. Mi mujer creía en la Virgen. Ahora sueña con que está en sus brazos.
»Los propagadores de las luces que pretenden arrancar a las masas de la religión no saben lo que hacen. La verdad sólo es para una élite restringida. Debería quedar oculta a las masas. Quien sólo conoce la mitad de ella entra al morir en un paraíso sin color. El gran deseo de Klinkherbogk en esta tierra era ver a Dios, ahora está en el más allá y ve a "Dios".
»Era una persona sin conocimientos ni cultura, no obstante salieron de su boca palabras de verdad, engendradas por su sed de Dios. Pero un destino misericordioso le impidió descubrir su sentido profundo.
»Durante mucho tiempo yo no comprendí la razón; ahora la comprendo. Sólo habría entendido la mitad de la verdad, y su deseo de contemplar a Dios no se hubiera realizado, ni en la realidad ni en los sueños del más allá» —se interrumpió al oír los pasos de Sephardi.
Pfeill comprendió instintivamente el por qué: probablemente sabía del amor que sentía por Eva. Sabía que Sephardi, a pesar de ser un científico, era profundamente religioso y piadoso, y no quería destruirle su "paraíso", la ilusión de un más allá donde reunirse con Eva. Swammerdam prosiguió:
—Acababa de decir que el hecho de ver realizada la profecía de Klinkherbogk ha restado importancia a su muerte atroz, convirtiendo mi dolor en alegría. También esto puede ser un "intercambio de las luces"; la transformación de la amargura en la dulzura, lo cual sólo puede lograrlo el poder de la verdad.
—Sigue siendo para mí un enigma sin solución —interrumpió Sephardi— la manera cómo consigue usted vencer el dolor gracias al conocimiento. Yo también intento combatir el dolor que me produce la muerte de Eva por medio de pensamientos filosóficos, pero tengo la sensación de que nunca me aliviarán.
Swammerdam ladeó la cabeza, pensativo.
—Naturalmente. Esto se debe a que sus conocimientos son generados por el pensamiento, y no por la "palabra interior". Sin darnos cuenta desconfiamos de nuestros propios conocimientos y por ello nos parecen grises y muertos. Por el contrario, las inspiraciones que vienen de la palabra interior son regalos vivos de la verdad que nos alegran indeciblemente cada vez que nos acordamos de ellos.
»Desde que sigo esta "vía", rara vez he oído la palabra interior, y sin embargo, toda mi existencia es iluminada por ella.
—¿Y todo lo que dijo se hizo realidad? —preguntó Sephardi, reprimiendo una duda en su voz—. ¿O no se trataba de profecías?.
—Sí. Había tres profecías referentes al lejano futuro. La primera era así: gracias a mi ayuda se abrirá para una joven pareja un camino espiritual que permanecía sepultado desde hace miles de años; muchos podrán acceder a él en el porvenir. Es el único camino que da a la vida su verdadero valor, que da un sentido a la existencia. Esta profecía se ha convertido en el contenido de mi vida. De la segunda de las profecías prefiero no hablar, si lo hiciera me tomarían por loco.
Pfeill preguntó:
—¿Se está refiriendo a Eva?.
Swammerdam no contestó, limitándose a sonreír. Finalmente dijo:
—Y la tercera carece de importancia, aunque ello es imposible; no les interesaría.
—¿Tiene indicios del cumplimiento de al menos alguna de las tres predicciones? —preguntó Sephardi.
—Sí. Tengo una ineludible certeza. Poco me importa que se realicen, me basta con saber que soy incapaz de dudar de su realización.
»Ustedes no pueden comprender lo que significa sentir la verdad a flor de piel, la verdad que nunca se equivoca. Son cosas de las que hay que tener una experiencia propia.
»Nunca experimenté lo que se llama una visión "sobrenatural" salvo en una ocasión, en sueños. Se me apareció la imagen de mi mujer en una época en que yo andaba buscando un escarabajo verde. Nunca deseé "contemplar a Dios"; jamás se me apareció un ángel, como a Klinkherbogk; nunca encontré, como Lázaro Eidotter, al profeta Elias, pero la vivencia de la palabra bíblica "Bienaventurados los que no han visto y han creído" me ha recompensado mil veces por ello. En mí la frase se ha hecho realidad. He creído donde no había nada que creer, y he aprendido a considerar posibles cosas imposibles.
»A veces siento junto a mí a alguien gigantesco y todopoderoso, o sé que él protege a éste o a aquél. No lo veo ni lo oigo, pero sé que está ahí.
»No espero verlo alguna vez, pero pongo toda mi esperanza en él. Sé que tiene que venir una época terrible, espantosa, que será precedida por un huracán de una intensidad nunca vista. No me importa vivir o no esa época, soy feliz sabiendo que vendrá.
Un escalofrío recorrió a Pfeill y a Sephardi cuando oyeron estas palabras que Swammerdam pronunció con una fría calma.
—Me han preguntado esta mañana que dónde creía yo que podía haberse escondido Eva durante tanto tiempo. ¿Cómo podría yo saberlo?. Sabía que vendría, eso sí, y efectivamente vino. Y tan seguro como que yo estoy aquí sé que no está… muerta. Él la protege con su mano.
—Pero… ¡si está en un ataúd, en la iglesia!. ¡Mañana la enterrarán! —exclamaron Pfeill y Sephardi al mismo tiempo.
—Aunque la enterraran mil veces, aunque tuviera en mis manos su cráneo, sabría que no ha muerto.
—Está loco —le dijo Pfeill a Sephardi cuando Swammerdam ya se había marchado.
* * *
Las altas ventanas ojivales de San Nicolás despedían una luz tenue, un resplandor procedente del interior iluminaba la niebla nocturna.
Apoyando la espalda contra la tapia del jardín, confundido con la sombra, el negro Usibepu esperaba inmóvil a que pasara el guardia encargado de vigilar las mal afamadas calles del puerto desde que sucedieron los funestos acontecimientos del Zee Dijk. Tras oír cómo se alejaban los cansinos pasos, se subió por las rejas, escaló un árbol y saltó desde allí al tejado, abriendo la claraboya con precaución y dejándose caer suavemente, como un gato. En el centro de la nave, sobre un catafalco de plata, reposaba Eva, las manos juntas sobre el pecho, los ojos cerrados y la sonrisa rígida, en medio de un montón de rosas blancas. Cirios rojos y dorados, gordos como un brazo y altos como un hombre, velaban a ambos lados del sarcófago y en la cabecera, con sus inmóviles llamas.
En un nicho de la pared se hallaba la imagen de la Virgen Negra con el niño en brazos, y ante ella, suspendido de una cadena brillante que colgaba del techo, centelleaba el cristalino corazón de rubí de una lámpara eterna.
Tras las rejas, manos y pies de cera pálida, muletas con la inscripción "gracias a María", estatuas de Papas con sus tiaras blancas en la cabeza tallada en madera policromada, la mano alzada en ademán de bendición.
Sin hacer ruido, el negro se deslizó de columna en columna, lleno de sorpresa al contemplar aquellas cosas tan extrañas para él. Cuando vio los miembros de cera, su rostro se contrajo en una mueca, creyó que procedían de enemigos vencidos. Acechó a través de las ranuras de los confesionarios y palpó con desconfianza las grandes estatuas de los santos, quería comprobar que no estaban vivos.
Tras convencerse de que se hallaba solo, se acercó de puntillas a la muerta, contemplándola largo rato con tristeza. Algo aturdido por su belleza, acarició sus cabellos rubios y sedosos, y se sobresaltó como si temiera interrumpir su sueño. ¿Por qué se había asustado tanto de él aquella noche en el Zee Dijk?. No acababa de comprenderlo.
Cada una de las mujeres que había deseado, ya fuera negra o blanca, se había sentido orgullosa de ser suya. Incluso Antje, la camarera de la taberna del puerto, que también era una mujer blanca y tenía el pelo rubio. Con ninguna había tenido que recurrir a la magia Vidû, todas vinieron por sí mismas a echarse en sus brazos. ¡Menos ella!. ¡Todas a excepción de ella!.
Por poseerla, ¡cuan gustosamente habría renunciado a todo ese dinero por el que estranguló aquella noche al viejo de la corona de papel!.
Noche tras noche desde que huyó de los marineros, había errado en vano por las calles para encontrarla. Ninguna de esas mujeres que esperan a los hombres en la oscuridad pudo decirle donde se encontraba.
Se frotó los ojos con la mano.
Como un confuso sueño desfilaron ante él sus recuerdos: las tórridas estepas de su patria, y el comerciante inglés que lo llevó a Ciudad del Cabo prometiéndole que sería rey de los zulúes; la casa flotante que lo trajo a Amsterdam, el circo, junto a esa tropa de despreciables esclavos nubios con los que cada noche tenía que ejecutar danzas guerreras, por un dinero que enseguida se le iba; esta ciudad de piedra donde su corazón se consumía de nostalgia, nadie que entendiera su lengua…
Acarició suavemente el brazo de la muerta y en su rostro se dibujó la expresión del más absoluto abandono. ¡Ella no sabía que por su causa había perdido a su Dios!. Para que viniera hacia él, invocó al terrible Souquiant, el Dios-serpiente de rostro humano, perdiendo así el poder de caminar sobre las piedras incandescentes. Despedido del circo y sin dinero, iban a mandarlo de vuelta a África, donde volvería como mendigo en lugar de como rey. Saltó del barco, y nadando, llegó a la ribera.
Durante el día se escondía en las embarcaciones, y por la noche recorría el Zee Dijk, buscándola a ella, a la que amaba más que a su estepa, más que a sus mujeres negras, más que al sol en el cielo, más que a todo.
Desde entonces, una única vez se le había vuelto a aparecer el Dios-serpiente, iracundo; durante un sueño le dio la cruel orden de llevar a Eva a casa de un rival. Sólo ahora tenía el derecho devolver a verla, cuando ya estaba muerta.
Preso de un profundo dolor, dejó la mirada errar por la sombría iglesia: ¿un hombre crucificado con una corona de espinas en la cabeza y clavos atravesándole las manos y los pies?. ¿Una paloma con un ramo verde en el pico?. ¿Un anciano con una gran bola dorada en las manos?. ¿Un joven atravesado de flechas?. Sólo dioses blancos, extraños, cuyos nombres no podía invocar por no conocerlos. No obstante, ¡debían conocer la magia y saber resucitar a la muerta!. ¿De quién sino de ellos obtendría el señor Zitter Arpad el poder para hundirse cuchillos en la garganta, o tragarse huevos de gallina y hacerlos reaparecer?.
Una última esperanza lo inundó al reparar en la imagen de la Virgen. Debía de ser una diosa porque llevaba una diadema en la cabeza. Era negra, de manera que quizás comprendiera su lengua. Se inclinó ante la imagen, retuvo el aliento hasta escuchar los gemidos de los enemigos sacrificados que esperaban su llegada a las puertas del cielo para servirle como esclavos. Se tragó la lengua con un estertor para penetrar en el reino donde el hombre puede hablar con los invisibles. Nada.
Profunda, honda oscuridad en lugar de la pálida luz verdosa que estaba acostumbrado a ver. No podía encontrar el camino hacia la diosa extranjera.
Lentamente, y con tristeza, volvió junto al ataúd, se acurrucó al pie y entonó el canto mortuorio de los zulúes, una liturgia salvaje y terrible: a veces bárbaros sonidos guturales, a veces un murmulio como el golpe de los antílopes en fuga, roncos y desesperados rugidos, quejidos suaves y melancólicos que ahora parecían perderse en lejanos bosques y ahora despertaban con sollozos resonantes como el aullido de un perro que hubiera perdido a su amo.
* * *
Finalmente se levantó, quitándose una pequeña cadena blanca que pendía sobre su pecho. Estaba hecha de las vértebras cervicales de regias esposas estranguladas, era el símbolo de su dignidad como jefe de los zulúes, un fetiche sagrado que confería la inmortalidad a todos los que se lo llevaban a la tumba. Enrolló el horrible rosario en las manos de la muerta.
Era lo más valioso que había poseído nunca. ¿Qué le importaba, de ahora en adelante, la inmortalidad?. No tenía patria, ni aquí ni en el más allá. ¡Eva no podía ir al cielo de los negros, y él no podía entrar en el paraíso de los blancos!.
* * *
Un ligero ruido lo sobresaltó.
Tendió el oído como una fiera preparada para saltar. Nada.
No era más que el crujido de las fúnebres coronas que se marchitaban.
Entonces su mirada reparó en un cirio que estaba al pie del catafalco. La llama temblaba y se inclinaba hacia un lado, como bajo el efecto de una corriente de aire. ¡Alguien debía haber entrado en la iglesia!.
De un salto se escondió detrás de una columna. Miró fijamente en dirección a la sacristía, esperando que la puerta se abriese.
Nadie.
Cuando volvió la cabeza hacia el féretro se alzaba un trono de piedra en lugar del cirio. Estaba ocupado por un ser esbelto, de tamaño sobrehumano; llevaba sobre la cabeza la corona de plumas del juez de los muertos. Se mantenía inmóvil. Estaba desnudo, con una tela roja y azul ciñéndole las caderas, sus manos sujetaban un cayado y un látigo: se trataba de un dios egipcio. De su cuello pendía una cadena con una tablilla de oro. Frente a él, al pie del ataúd, se erguía un hombre bronceado con cabeza de Ibis, sosteniendo en la mano el símbolo egipcio de la vida: la cruz rematada por un anillo.
A cada lado del féretro había una silueta, la una con cabeza de gavilán, la otra con cabeza de chacal. El zulú adivinó que habían venido a juzgar a la difunta. La diosa de la Verdad, con una túnica ajustada y un tocado en forma de buitre, llegó por el pasillo central y se acercó a la muerta, la cual se incorporó con rigidez. Le sacó el corazón del pecho y lo depositó en una balanza.
La silueta de la cabeza de chacal puso una estatuilla de bronce en el otro platillo. El gavilán comprobó el peso.
El platillo de la balanza en el que estaba el corazón de Eva se hundió profundamente.
El hombre de la cabeza de Ibis anotó el peso con un punzón, en silencio, sobre una tablilla de cera. Entonces, el juez de los muertos dijo:
—Ella fue, en la Tierra, una sirviente piadosa del señor de los dioses, como recompensa ha alcanzado el país de la verdad y de la justicia. Despertará como divinidad viviente y brillará en el coro de los dioses que viven en los cielos, porque ella es de nuestra raza. Así está escrito en el libro de la morada secreta.
Desapareció en ese instante como tragado por el suelo. Eva, con los ojos cerrados, bajó del ataúd. En medio de los dos dioses, y siguiendo al hombre de la cabeza de gavilán, Eva traspasó los muros de la iglesia, silenciosamente, desapareciendo.
Los cirios se transformaron en siluetas bronceadas que portaban llamas flameantes sobre sus cabezas, las cuales cubrieron con la tapa el ataúd vacío.
Un crujido se propagó en el interior de la iglesia cuando los tornillos penetraron en la madera.
CAPÍTULO XIV
Un invierno sombrío y helado había extendido una helada y blanca sábana sobre Holanda, sobre sus llanuras, retirándola lentamente, muy lentamente. La primavera no llegaba. Como si la tierra no pudiera despertar.
Vinieron los días pálidos de mayo, y desaparecieron; las praderas seguían sin reverdecer.
Los árboles estaban desnudos, secos, sin capullos, con las raíces heladas. Por todas partes campos negros y yertos, hierbas pardas y marchitas. Aterraba la total ausencia de viento. El mar estaba inmóvil, desde hacía meses no caía una sola gota de lluvia, sólo había un sol insípido tras las nubes de polvo. Noches de bochorno, sin rocío.
El ciclo de la naturaleza parecía haberse detenido. La angustia a causa de los amenazadores acontecimientos, atizada por predicadores que llamaban al arrepentimiento y que recorrían las calles bramando sus cánticos, había prendido en la población como en la terrible época de los anabaptistas. Se hablaba de la inevitable escasez de víveres y del próximo final del mundo.
* * *
Hauberrisser había abandonado su piso de la Hooigracht para instalarse en una llanura al sureste de Amsterdam. Vivía solitario en una casa secularmente aislada, la cual, según las leyendas, había sido un dolmen. Se hallaba adosada a una pequeña colina, en medio de un pólder*.
*. Terreno pantanoso ganado al mar y que una vez desecado se dedica al cultivo.
Al regresar del entierro de Eva había reparado en ella. Como llevaba mucho tiempo deshabitada, pudo alquilarla enseguida. Ese mismo día trajo sus enseres, y con la llegada del invierno hizo instalar algunas comodidades. Deseaba estar a solas consigo mismo, lejos de los hombres, los cuales le parecían sombras sin vida. Desde su ventana podía ver la ciudad, con sus sombrías construcciones y su bosque de mástiles, yaciendo ante él como un humeante monstruo erizado.
Cuando enfocaba con los prismáticos las dos torres de la Iglesia de San Nicolás se sentía invadido por una sensación extraña: como si no fueran cosas lo que veía ante sí, sino recuerdos dolorosos, petrificados, que intentaban alcanzarlo con sus crueles brazos. Pero rápidamente se disolvían, fundiéndose con las casas y los tejados de la nebulosa lejanía.
Al principio visitó de vez en cuando la tumba de Eva en el cercano cementerio, pero su visita siempre había resultado un paseo mecánico, carente de sentido.
Intentaba imaginarse que ella yacía allí, bajo la tierra, y pensaba que debía experimentar tristeza, pero esta idea se le antojaba tan insensata que a menudo olvidaba depositar sobre la tumba las flores que traía, y volvía a llevárselas de vuelta. La noción del "dolor psíquico" se había convertido para él en una palabra sin sentido, perdiendo todo poder sobre su vida sentimental.
A veces, al reflexionar sobre esta extraña transformación de su ser, casi sentía miedo de su propia persona.
* * *
Una tarde se hallaba sentado ante la ventana, contemplando la puesta de sol.
Frente a la casa se alzaba un álamo ajado en un desierto de césped pardusco y seco. Solamente un poco más lejos, rodeado de una pequeña pradera verde, crecía, como en un oasis, un manzano cubierto de flores, era la única señal de vida en toda la región, los campesinos acudían en ocasiones a él en peregrinaje. «La humanidad, el fénix eterno, se ha reducido a cenizas en el curso de los siglos, —pensó mientras dejaba errar la mirada por las tristes llanuras—, ¿resucitará algún día?». Recordó la aparición de Chidher el Verde y sus palabras en el sentido de que se había quedado en la tierra para "dar".
—Y yo, ¿qué hago? —se preguntó—. ¡Me he convertido en un cadáver andante, un árbol desecado como ese álamo de ahi fuera!. ¿Quién sabe, aparte de mí, que existe una segunda vida misteriosa?. Swammerdam me indicó el camino, y un desconocido me lo explicó con su diario. Sólo yo guardo con avaricia los frutos que el destino me ha dado. Incluso mis mejores amigos, Pfeill y Sephardi, creen que me he retirado a llorar por Eva. ¿Tengo derecho a apartarme de los hombres porque me parezcan fantasmas que yerran sin meta por la existencia?. ¿O porque me parezcan orugas reptando por los suelos sin saber que son futuras mariposas?.
Un vivo deseo de ir en el acto a la ciudad y plantarse en una esquina, como uno más de los itinerantes profetas que anunciaban el día del Juicio, y gritar a las masas que existia un puente entre las dos vidas, entre ésta y la del más allá, lo empujó a adoptar una decisión repentina. Pero inmediatamente se corrigió: «No haría más que arrojar perlas a los cerdos. La masa no podría comprenderme. Suplican que baje del cielo un dios al que poder vender y crucificar. Y los pocos valiosos que andan buscando un camino de liberación, ¿me escucharían?. No. Los que dicen la verdad han perdido credibilidad».
No pudo evitar pensar en lo que había dicho Pfeill acerca de que antes de regalarle algo a alguien habría que preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el regalo.
—No, imposible, —se dijo, y empezó a reflexionar: «Es curioso pero cuanto más rico se hace uno en experiencias interiores, menos puede transmitirlas a los demás. Cada vez me alejo más de los hombres, hasta que llegue un momento en el cual ya no podrán oír mi voz».
Constató que ya casi había alcanzado ese límite. Recordó el diario y las singulares circunstancias en las que le había llegado.
«Lo continuaré con la descripción de mi propia vida, y abandonaré al destino lo que pueda ocurrir con él. El que me dijo que se había quedado para dar a todos según sus deseos deberá ocuparse de él como si fuese mi testamento, entregándolo a quienes puedan sacarle provecho, a aquéllos que aspiran a despertar espiritualmente. Si un solo ser alcanzara la inmortalidad gracias a mi relato, mi existencia habría tenido sentido».
Con la intención de reforzar las instrucciones del pergamino con sus propias experiencias y de llevarlo a su anterior vivienda para depositarlo en el armario secreto, se sentó y comenzó a escribir:
«Al desconocido que me seguirá en el tiempo:
»Cuando leas estas páginas, la mano que las escribió quizás esté podrida desde hace mucho tiempo.
»Tengo la certeza de que se descubrirán ante tus ojos en el preciso momento en que más las necesites, como el ancla de un desamparado barco que fuera a estrellarse contra los arrecifes.
«En el diario que se encuentra junto al mío hallarás una doctrina que incluye todo lo que una persona necesita para pasar, como por un puente, a un nuevo mundo poblado de maravillas. Lo único que puedo añadir es la descripción de mi vida y de los estados espirituales que he alcanzado gracias a esta doctrina. Con sólo reforzar en tí la certeza de que realmente existe una vía secreta que conduce más allá de la humanidad mortal, mis líneas cumplirían su cometido.
»Un soplo de inminentes terrores llena la noche en la que escribo estas palabras, terrores que no me conciernen a mí, sino a los innumerables que no maduraron en el árbol de la vida. No sé si veré por mis ojos corporales esa "primera hora" a la que alude mi predecesor en su diario, tal vez ésta sea mi última noche. Pero, aunque abandone esta tierra mañana o dentro de unos años, tiendo mi mano hacia el futuro, hacia la tuya.
»¡Cógela, como cogí yo la de mi predecesor, para que no se rompa la cadena de la enseñanza del "despertar" y lega tú también este testamento a los que te sigan!».
* * *
El reloj pasaba ya de la medianoche cuando su relato llegó al punto donde Chidher el Verde le impidió suicidarse. Iba y venía por la habitación, sumergido en sus pensamientos. Comprendió que allí se iniciaba el gran abismo que separa la comprensión de un ser normal, por muy imaginativo y crédulo que sea, de la de una persona espiritualmente despierta.
¿Existían palabras para expresar aproximadamente lo que había vivido a partir de aquel momento, casi sin interrupción?. Dudó mucho rato. No sabía si debía acabar el relato con la muerte de Eva; fue a la habitación contigua para buscar un estuche plateado que habia mandado hacer con objeto de albergar el rollo. Cuando registró el armario tropezó con la calavera de papel maché que habia comprado un año antes en el salón de artículos misteriosos.
La observó a la luz de la lámpara, meditabundo, y le vino a la mente la misma idea de antaño:
«Es más difícil sonreír eternamente que encontrar el cráneo que llevaba uno puesto en una vida anterior». Esta idea le pareció como la promesa de que aprendería a sonreír en un futuro feliz.
Su vida pasada, con sus apasionados y dolorosos deseos, le resultó tan incomprensiblemente extraña y lejana como si hubiera sido vivida por ese ridiculo y a la vez profético objeto de papel, en vez de por su propia cabeza. No pudo evitar una sonrisa al pensar que tenía… su propio cráneo en la mano.
Habia dejado atrás el mundo como si fuera la tienda de un ilusionista llena de baratijas y cachivaches.
* * *
Volvió a tomar la pluma y escribió:
«Cuando Chidher el Verde se hubo marchado, y con él, de forma incomprensible, todo dolor relacionado con Eva, me dispuse a acercarme a la cama para besar las manos de Eva cuando vi a un hombre arrodillado, la cabeza apoyada en el brazo de la muerta, en el cual reconocí, con sorpresa, mi propio cuerpo. No podía verme a mi mismo, si inclinaba la mirada para ver mis miembros no percibía más que un vacio. Al mismo tiempo, el hombre de al lado de la cama se levantó y miró sus pies, como yo mismo había creído hacerlo. Era como si fuese mi sombra y tuviese que ejecutar cualquier movimiento que yo le ordenara.
»Me incliné sobre la muerta y fue él quien lo hizo. Supongo que sufría al hacerlo, puede ser, pero no lo sé. Para mí, la que yacía allí, inmóvil, con una rígida sonrisa en los labios, era el cadáver de una joven desconocida, hermosa como un ángel, una imagen de cera que no me llegaba al corazón, una estatua de cera que se parecía a Eva en todos sus rasgos, pero sin que fuera más que su imagen. Me hacía tan inmensamente feliz el hecho de que no fuera Eva la muerta, sino una desconocida, que no podía pronunciar palabra a causa de la alegría.
»Luego entraron tres personajes en la habitación. Reconocí en ellos a mis amigos. Vi que se acercaban a mi cuerpo para consolarlo. Mi "sombra" sonreía sin contestar.
»¿Cómo hubiera podido contestar, si no era capaz de hacer nada sin que yo se lo ordenara?.
»Mis amigos, y las numerosas personas que vi después en la iglesia y durante el entierro, eran también sombras para mí, como mi propio cuerpo. El coche fúnebre, los caballos, los portadores de antorchas, las coronas, las casas ante las cuales pasamos, el cementerio, el cielo, la tierra y el sol: todo no eran más que imágenes sin vida interior, del color de un país de sueño al que yo echaba un vistazo, feliz y contento, porque todo aquello ya no me concernía. Desde entonces mi libertad ha ido creciendo, y sé que he sobrepasado el umbral de la muerte. A veces, durante la noche, veo mi cuerpo acostado, oigo su respiración regular, todo ello estando yo despierto. Él tiene los ojos cerrados, pero yo puedo mirar a mi alrededor y estar donde quiera. Cuando él camina yo puedo descansar, y descansar cuando él anda. Pero si me dan ganas, puedo ver a través de sus ojos y oír con sus oídos, mas entonces todo es triste y oscuro a mi alrededor, y vuelvo a ser como los demás hombres: un fantasma más en el reino de los fantasmas. Cuando me desprendo de mi cuerpo y lo observo como a una sombra que ejecuta automáticamente mis órdenes y participa de la vida aparente del mundo, experimento un estado tan extraño que no sé cómo describírtelo.
»Supon que te encuentras en un cine, con el corazón feliz porque acabas de sentir una gran alegría, y que contemplas en la pantalla a tu propio cuerpo sucumbiendo de dolor ante el lecho de muerte de la mujer amada, de la cual tú sabes que no está muerta, sino en casa, esperándote. Imagínate que más tarde oyeras a tu imagen proferir desesperados gritos de dolor con tu misma voz, como si ésta saliera por un altavoz, di, ¿te impresionaría este espectáculo?.
»Quisiera que lo vivieras tú mismo.
»Entonces sabrías, como yo lo sé ahora, que existe una posibilidad de escapar a la muerte.
»El grado que he podido alcanzar es esa gran soledad de la que habla mi predecesor en su diario. Podría ser para mí aún más terrible que la vida terrestre si fuera el último peldaño de la escalera que se me permitiese subir. Pero la jubilosa certidumbre de que Eva no ha muerto me eleva por encima de todo.
»Aunque todavía no puedo ver a Eva, sé que sólo tengo que dar un pequeño paso más en el camino del despertar para encontrarla, y de una manera mucho más real que cualquiera que nunca hubiera creído posible. Lo único que nos separa ya es una delgada pared, a través de la cual podemos sentir nuestra mutua presencia. ¡Cuánto más profunda e incomparablemente calmada es ahora mi esperanza de hallarla si la cotejo con la época en que la invocaba hora tras hora!.
»Entonces se trataba de una espera que me consumía, ahora tengo una certeza que me llena de alegría.
»Existe un mundo invisible que interpenetra al mundo visible. Tengo la certeza de que Eva habita en él como en una oculta demora, esperándome.
»Si tu destino fuera similar al mío y hubieras perdido a un ser amado, no creas que será posible volver a encontrarlo si no eliges el "camino del despertar".
»Piensa en lo que Chidher el Verde me dijo: "quien no aprende a ver en la tierra tampoco aprenderá en el más allá". Guárdate de la enseñanza de los espiritistas como si fuera veneno, son una de las pestes más temibles que jamás azotaron a la humanidad. Los espiritistas también afirman que entran en contacto con los muertos, creen que los muertos vienen a ellos; pero no es más que una ilusión. Afortunadamente, no saben quienes son los que vienen a ellos, si lo supieran tendrían miedo. Debes comenzar por ser tú mismo invisible antes de emprender el camino hacia los invisibles, por vivir simultáneamente aquí abajo y allá arriba, al igual que yo me he vuelto invisible incluso a los ojos de mi propio cuerpo.
»Yo todavía no he llegado tan lejos como para que se me conceda la visión del otro mundo, pero sin embargo, sé que los que abandonaron la tierra estando ciegos no se hallan allí. Son como melodías que se han extraviado en el aire y yerran por el universo hasta que vuelvan a encontrar unas cuerdas en las que poder vibrar nuevamente. El sitio donde ellos creen estar no es un lugar, es una isla de ensueños, sin dimensiones, poblada de sombras, mucho menos real que la Tierra.
»En verdad, sólo el ser despierto es inmortal. Los soles y los dioses perecen, únicamente él sobrevive y puede llevar a cabo lo que desee. No hay ningún dios por encima de él. No es vano el que nuestro camino se denomine la vía pagana: lo que los creyentes llaman Dios no es sino un estado que ellos mismos podrían alcanzar si fueran capaces de creer en sí mismos. Pero en su incurable ceguera se han creado un obstáculo que no osan franquear, se han fabricado una imagen para adorarla en lugar de convertirse en ella.
»Si quieres rezar, reza a tu yo invisible. Es el único dios que presta oídos a las oraciones. Los demás dioses te darán piedras en lugar de pan.
»Infelices aquéllos cuyas súplicas sean oídas después de rezar a un ídolo. Perderán su yo, puesto que nunca jamás serán capaces de creer que el favor se lo proporcionaron ellos mismos. Cuando tu yo invisible aparezca en tí como una realidad, lo reconocerás por el hecho de que proyecta una sombra. Yo tampoco supe quién era hasta el día en que vi mi cuerpo como una sombra. Llegará el día en el cual los hombres, los seres humanos, proyectarán sombras luminosas sobre la tierra en lugar de las vergonzosas manchas negras de ahora, y nuevas estrellas se levantarán. ¡Contribuye tú también a que se haga la luz!».
* * *
Hauberrisser se levantó bruscamente, enrolló los folios y los metió en el estuche de plata.
Tenía la nítida sensación de que alguien lo incitaba a darse prisa. En el cielo se vislumbraba ya la primera claridad de la mañana naciente. El aire tenía un color plomizo, y la reseca llanura que se extendía frente a la ventana se parecía a un inmenso tapete de lana gris donde los canales trazaban rayas claras. Salió de la casa con la intención de dirigirse a Amsterdam. Tras haber dado unos pocos pasos, renunció a su proyecto de ir a esconder el documento en su anterior domicilio de la Hooigracht. Volvió a proveerse de una pala. Comprendió que debía enterrarlo en algún sitio cercano. Pero, ¿dónde?. ¿Acaso en el cementerio?. Tomó esa dirección. No, allí tampoco.
Su mirada se detuvo en el manzano en flor. Era alli. Cavó un hoyo y depositó en él el estuche con el manuscrito.
Después fue lo más rápidamente que pudo a la ciudad, atravesando praderas y puentecillos con la grisácea luz del alba. Una gran preocupación por sus amigos, como si corrieran algún peligro, lo inquietaba de repente.
A pesar de la hora tan temprana el aire estaba reseco y caluroso, como anunciando tormenta.
Una calma sofocante daba a la región una apariencia siniestra, cadavérica. El sol colgaba como un disco de amarillo metal deslucido tras un velo de espeso vapor. A lo lejos, al oeste, sobre el Zuidersee, ardía un cúmulo de nubes rojas, parecía la tarde en vez de la mañana.
Impulsado por el vago temor de llegar demasiado tarde, tomaba atajos siempre que podía, caminando a través de los campos y las desiertas carreteras, pero parecía que la ciudad no quisiera acercarse.
Poco a poco, a medida que el día avanzaba, el aspecto del cielo se iba transformando: nubes blanquecinas en forma de ganchos se torcían como gusanos gigantescos azotados por invisibles torbellinos ante el fondo pálido, sin cambiar nunca de sitio; era como una lucha de monstruos aéreos enviados a la Tierra desde el espacio cósmico.
Como descomunales vasos volcados, remolinos en forma de embudos con la punta hacia arriba se hallaban suspendidos en el aire; fieras con las fauces abiertas se abalanzaban las unas sobre las otras, aglomerándose en un montón amenazador. Sólo en la tierra continuaba reinando la misma calma macabra, un viento al acecho.
Un alargado triángulo negro, una nube de langosta africana, pasó delante de él, oscureciendo su luz, de manera que por unos minutos toda la campiña estuvo sumergida en la noche; después fue a parar a lo lejos, aterrizando de forma oblicua. Durante toda la caminata, Hauberrisser no había tropezado con ningún ser vivo, cuando de golpe, se percató de la presencia de una extraña silueta sombría, de talla sobrenatural, con la nuca inclinada y ataviada con un talar.
La distancia no le permitió distinguir sus rasgos, pero reconoció los ademanes, la vestimenta, el perfil de la cabeza con sus largos rizos adornando las sienes. Se trataba de un judío viejo. Cuanto más se aproximaba más irreal se tornaba su figura: medía al menos siete pies de altura, no movía las piernas al andar y sus contornos tenían algo vago, difuminado.
Hauberrisser creyó observar incluso que de vez en cuando, una parte de su cuerpo, el brazo o el hombro, se alejaba para volver inmediatamente a su sitio.
Pocos minutos más tarde el judío era casi transparente, como si no estuviera formado por una masa compacta, sino por una acumulación de innumerables puntos negros, separados entre sí. Entonces, cuando la silueta se puso a su lado silenciosamente, Hauberrisser comprobó que estaba constituida por un enjambre de hormigas voladoras que habían adoptado una forma humana y la mantenían: un incomprensible espectáculo de la naturaleza, parecido a aquel enjambre de abejas que un día vio en el jardín del monasterio.
Durante un rato se quedó absorto en el fenómeno, mirándolo con asombro alejarse hacia el sureste, hasta desaparecer como el humo sobre el mar.
No acertaba a interpretar la aparición. ¿Era un presagio misterioso o era una mueca sin importancia de la naturaleza?. No le parecía plausible que Chidher el Verde escogiera una forma tan fantástica para hacerse visible.
Con la cabeza llena de elucubraciones, atravesó el parque del oeste, dirigiéndose hacia el Damrak para llegar cuanto antes a la casa de Sephardi. Un tumulto lejano le dio a entender que algo había ocurrido.
Pronto le fue imposible abrirse un camino a través de las principales calles a causa de las densas masas agitadas. Decidió internarse por las callejuelas de la Jodenbuurt.
Los adeptos del Ejército de Salvación desfilaban como tropas, rezando en voz alta o bramando el salmo: "Más la ciudad de Dios…".
Hombres y mujeres, sumidos en un éxtasis religioso, se arrancaban las ropas y se desplomaban de rodillas, con espuma en la boca, vociferando obscenidades al mismo tiempo que aleluyas; fanáticos secretarios de torso desnudo se flagelaban la espalda con convulsivas e histéricas risas; aquí y allá se derrumbaban algunos epilépticos, retorciéndose sobre los adoquines. Otros adeptos de cualquier secta estrafalaria se "humillaban ante el Señor", una recogida muchedumbre los rodeaba, tenían la cabeza descubierta y daban saltitos agachados, como ranas, y croaban: «¡Oh tú, mi amado niñito Jesús, ten piedad de nosotros!».
* * *
Asqueado y horrorizado, Hauberrisser erró por toda clase de callejuelas tortuosas, teniendo que desviarse continuamente de su camino a causa del gentío, hasta que ya no pudo avanzar más, viéndose encerrado por una multitud ante la sombría casa de la calle Jodenbree.
El salón de artículos misteriosos se hallaba cerrado, las persianas estaban echadas y faltaba el rótulo. Delante de la tienda se levantaba una plataforma de madera dorada con un trono, ocupado por el "catedrático" Zitter Arpad, que se vestía con un abrigo de armiño y tenía la frente adornada por una diadema de brillantes, como una aureola. Lanzaba monedas de cobre con su efigie a la extasiada multitud y pronunciaba un discurso con voz potente, aunque apenas audible a causa de los incesantes gritos de "Hosanna", en él se repetían constantemente las instigaciones demagógicas:
—¡Quemad a las prostitutas y traedme su oro pecaminoso!.
A duras penas logró Hauberrisser abrirse paso hasta una esquina. Intentaba orientarse cuando alguien lo cogió por el brazo, atrayéndolo hacia un portal. Reconoció a Pfeill. Los dos habían acudido a la ciudad con la misma intención, como pudieron constatar por las pocas palabras que llegaron a intercambiar, se gritaban por encima de las cabezas del gentío, el cual no tardó en separarlos de nuevo.
—¡Vente a casa de Swammerdam! —exclamó Pfeill.
Era imposible detenerse, hasta los patios más pequeños estaban inundados de gente. Cada vez que los dos amigos percibían un hueco en el hervidero de personas que les permitiera juntarse, tenían que aprovecharlo al máximo para poder avanzar, de manera que sólo podían comunicarse con frases breves y precipitadas.
—¡Un espantoso monstruo, este Zitter! —empezó Pfeill su entrecortado relato, hallándose ora delante de Hauberrisser, ora detrás o a su lado, pero siempre separado de él por un muro humano— La policía ha dejado de funcionar, así que no puede detenerlo en el ejercicio de sus actividades… y la milicia, hace tiempo que no existe… Se las da de profeta Elias, y la gente le cree y lo adora… El otro día provocó una horrible carnicería en el circo Carré… el gentío asaltó el circo… arrastraron a unas distinguidas señoritas extranjeras, cortesanas, desde luego, y lanzaron los tigres sobre ellas… Tiene la manía de los Césares… como Nerón… Primero se casó con la Rukstinat y después, para apoderarse de su dinero, la en…
—Envenenó —entendió Hauberrisser vagamente.
Acababa de separarse de Pfeill una procesión de encapuchados, con capirotes blancos y antorchas en las manos, cantando con voz indistinta y monótona la coral: «O sanctissima, o pi…issima dulcis virgo Maa…riii…aaa», y apagando con ella las últimas palabras de su amigo.
Pfeill volvió a aparecer, tenía la cara ennegrecida por el humo de las antorchas.
—Luego perdió todo su dinero en el poker. Y entonces, durante meses, fue médium en sesiones espiritistas. Tuvo una enorme clientela… Todo Amsterdam ha pasado por sus salones.
—¿Qué tal está Sephardi? —gritó Hauberrisser.
—Lleva ya tres semanas en Brasil. Me pidió que te transmitiera sus saludos… Ya antes de marcharse había cambiado totalmente. Sé poco de él. Se le apareció el hombre del rostro verde, y le dijo que debía fundar un estado judío en Brasil. También le dijo que los judíos, siendo como son el único pueblo internacional, estaban llamados a crear una nueva lengua que poco a poco fuera sirviendo de medio de comunicación para todos los pueblos de la Tierra, acercándolos así los unos a los otros. Una especie de hebreo moderno, no lo sé exactamente.
»A raíz de la aparición, Sephardi cambió totalmente, como de la noche a la mañana… Decía que ahora tenía una misión… Parece haber dado en el clavo con la fundación de su estado sionista. Casi todos los judíos de Holanda le siguieron, y todavía llegan incontables muchedumbres de todos los países imaginables que quieren emigrar al Oeste… Esto es un completo hormiguero…
Durante unos instantes los separó una tropa de mujeres que entonaban cánticos. Hauberrisser, al oír la palabra "hormiguero", empleada por su amigo, no pudo evitar pensar en el extraño fenómeno que había contemplado antes de llegar a la ciudad.
—En los últimos tiempos, Sephardi frecuentaba bastante a un tal Lázaro Eidotter, al que he conocido entretanto —prosiguió Pfeill—. Es un viejo judío, una especie de profeta… Últimamente se encuentra en un estado de trance casi continuo… Todo lo que anuncia, se cumple. Hace poco predijo una terrible catástrofe que se produciría en Europa con objeto de preparar la llegada de una nueva era… Decía que se alegraba de perecer él mismo en esa ocasión porque entonces le sería dado conducir hacia el reino de la plenitud a todos los que murieran. En cuanto a la catástrofe, no andaba tan equivocado… Ya ves lo que está pasando aquí, Amsterdam está a la espera del diluvio… La humanidad entera se ha vuelto loca… Hace tiempo que no funcionan los ferrocarriles, en otro caso habría ido a verte a tu arca de Noé. Parece que hoy el frenesí ha llegado a su punto culminante… ¡Ah!, tendría que contarte tantas cosas… Madre mía, si no fuera por el constante alboroto del entorno, apenas se puede terminar una frase… Me han ocurrido muchas cosas increíbles…
—¿Y Swammerdam, cómo está? —gritó Hauberrisser tratando de dominar el ulular de una tropa de hermanos autoflagelantes que avanzaban de rodillas.
—Me envió un mensajero —contestó Pfeill— para que fuera a verlo inmediatamente, después de recogerte a tí… Menos mal que nos hemos encontrado por el camino… Tiene miedo por nosotros, según lo que me comunicó el mensajero. Cree que sólo estaremos seguros cerca de él. Afirma que su voz interior le predijo una vez tres cosas, entre ellas la de que él sobreviviría a la iglesia de San Nicolás… Parece deducir de ello que saldrá vivo de la venidera catástrofe, y quiere que estemos junto a él para que, en vista de la nueva era, nos salvemos nosotros también.
Estas fueron las últimas palabras que Hauberrisser pudo entender. Un clamor ensordecedor que salía de la plaza hacia la que se dirigían los dos amigos, sacudió el aire, propagándose rápidamente: «¡El nuevo Jerusalén ha aparecido en el cielo!… ¡Un milagro, un milagro!… ¡Dios nos sea propicio!». Las voces corrían de buhardilla en buhardilla, saltando por encima de los tejados, y llegaban hasta los rincones más lejanos de los suburbios. Sólo pudo ver a Pfeill mover los labios velozmente, como si le gritara algo con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces se sintió como aupado por aquel flujo humano sumido en la locura, y fue arrastrado sin poder oponer ninguna resistencia hasta la plaza de la Lonja.
Allí, la multitud era tan compacta que debía mantener los brazos pegados al cuerpo y apenas si podía mover las manos. Todas la miradas estaban fijas en el cielo.
En lo alto del firmamento luchaban todavía extrañas siluetas nebulosas parecidas a gigantescos peces alados, pero por debajo se habían acumulado montañas de nubes coronadas de nieve, separadas por un valle iluminado por oblicuos rayos de sol, en el cual se divisaba el espejismo de una ciudad extranjera, meridional, con blancos tejados planos y portales moriscos. Hombres en flotantes albornoces, de orgullosos rostros cetrinos, atravesaban lentamente las pardas calles, tan próximos y tan pavorosamente nítidos que era posible distinguir los movimientos de sus pupilas cuando giraban la cabeza para, como parecía, contemplar con indiferencia el tremendo tumulto de Amsterdam. Fuera de la ciudad, ante los baluartes, se extendía un desierto rojizo cuyos límites se perdían en las nubes, atravesado por caravanas de camellos que eran como sombras en el aire luminoso.
Durante una hora permaneció la visión en el cielo, con un esplendor multicolor, palideciendo posteriormente de manera paulatina. Sólo un minarete alto y esbelto, de una blancura tan cegadora como azúcar centelleante, fue visible hasta el último momento, pero se desvaneció súbitamente en la neblina.
* * *
Era ya tarde cuando Hauberrisser, empujado continuamente por la marea humana, encontró por fin la ocasión para ecapar del gentío.
Era absolutamente imposible llegar hasta la casa de Swammerdam porque ello supondría atravesar gran número de calles y volver a pasar por la plaza de la Lonja. Decidió regresar a su ermita y esperar un día más adecuado.
Pronto se halló de nuevo en las muertas y silenciosas praderas del pólder. Todo el espacio bajo el cielo se había transformado en una impenetrable masa polvorienta.
Hauberrisser oía crujir las hierbas secas bajo sus pies apresurados. La soledad era tan profunda como el murmullo de la sangre en sus oídos.
Tras él yacía la negra ciudad de Amsterdam, envuelta en el resplandor de una ensangrentada puesta de sol que recordaba una enorme antorcha en llamas.
Ni un sólo soplo de aire. De vez en cuando, un chapoteo, un pez que daba un salto en el aire.
Cuando se consumó el crepúsculo, grandes manchas grises se arrastraron por la pradera como telas extendidas y en movimiento.
Hauberrisser se dio cuenta de que se trataba de incontables hordas de ratones que se deslizaban a través de los campos, agitados y emitiendo chillidos apagados.
Conforme avanzaba la oscuridad, la naturaleza parecía más inquieta, a pesar de que no se moviese tallo alguno. De cuando en cuando se formaban pequeños torbellinos en las pantanosas aguas, sin que el menor soplo de aire las tocara, como originadas por el lanzamiento de una piedra invisible. Hauberrisser podía distinguir ya el álamo de la puerta de su casa.
De golpe, surgiendo del suelo, se alzaron unas estructuras blancas en forma de columnas, interponiéndose entre él y la figura del árbol.
Avanzaron hacia él como silenciosos fantasmas, dejando tras de sí anchas líneas oscuras de hierbas calcinadas. Pasaron a su lado sin hacer el menor ruido, mudos espectros de la atmósfera, pérfidos y mortíferos.
* * *
Bañado de sudor, Hauberrisser entró en su casa.
La mujer del jardinero del cercano cementerio, que se ocupaba de los quehaceres domésticos, le había dejado la cena preparada. Estaba tan agitado que no pudo probar bocado.
Desasosegado, se echó en la cama sin desvestirse y esperó, sin pegar ojo, el día que iba a venir.