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La obra de Gustav Meyrink

Uno de los más grandes relatos del siglo XX

Uno de los más grandes relatos del siglo XX

MAESE LEONHARD

Maese Leonhard está sentado inmóvil en su si­llón gótico, y con los ojos bien abiertos, mantiene su mirada absorta clavada hacia adelante.

El reflejo del fuego de leñas que arde de lleno en el pequeño hogar tiembla sobre la tela rústica de su cilicio, pero el resplandor no queda adherido a nada de esa inmovilidad total que lo rodea; se des­liza por la larga y blanca barba, por la cara surcada y las manos sarmentosas, que en ese silencio de muerte, parecen como fundidas con el marrón y oro de la madera tallada en que se apoyan.

La mirada de Maese Leonhard permanece fija en la ventana, delante de la cual se alzan los altos túmulos de nieve que circundan la capilla ruinosa y semihundida en la que se halla sentado, pero en su mente puede ver las lisas y desnudas paredes de­trás suyo, la cama estrecha y modesta, el crucifijo colgado sobre la puerta carcomida; ve la jarra de agua, el pan casero de harina de hoyuco y el cuchi­llo con mango de hueso que se apoya a su lado en el estante del rincón.

Oye como afuera las ramas de los árboles se quiebran bajo el peso de la escarcha y ve los carám­banos que brillan en la cortante luz de la luna. Puede ver su propia sombra caer a través de la ventana ojival y bailar sobre la brillante nieve su ronda de espectros con las siluetas de los pinos cada vez que las llamas del hogar estiran sus ca­bezas para enseguida volverse a agachar; entonces ve como su sombra se encoge hasta asemejarse a la figura de un macho cabrío agazapado sobre un tro­no de negro y azul, los capiteles del sillón formando cuernos diabólicos sobre orejas puntiagudas.

Una vieja jibosa que viene cojeando desde la carbonera que queda a horas de distancia, más allá de los pantanos situados en la profundidad de la la­dera, llega arrastrando trabajosamente a través del bosque un trineo cargado de leña menuda; deslum­brada por la luz repentina, se asusta y no compren­de. Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.

Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.

Mentalmente, Maese Leonhard la sigue du­rante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectácu­lo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.

Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraí­dos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.

Se oye el incesante, nunca interrumpido su­surrar de su negro vestido de seda, que como el enervante zumbido de millones de insectos, llena todos los espacios del castillo, filtrándose a través de pisos y paredes, robándole la paz tanto a los hombres como a los animales.

Aún los objetos parecen sometidos al hechizo de sus finos labios siempre dispuestos a pronunciar órdenes; cada cosa debe estar siempre dispuesta a cambiar de lugar, nadie ni nada debe atreverse jamás a sentirse como en casa. A la vida del mun­do sólo la conoce de oídas, meditar acerca del sen­tido de la existencia es algo que se le antoja superfluo y un pretexto para la molicie; sólo cuando de la mañana a la noche en la casa reina un inútil corretear de un lado para el otro, sólo cuando se siente rodeada de un febril y desmoralizante can­sarse para nada hasta llegada la hora del sue­ño, su madre cree haber cumplido con los deberes para con la vida. En su cerebro jamás pensamiento alguno pudo llegar a su fin, apenas nacido ya de­be convertirse en una acción precipitada y estéril. Ella es igual que el segundero que avanza atro­pelladamente y que, desde su condición de pigmeo, cree que el mundo tiene que detenerse en cuanto él deja de producir tres mil seiscientas revolucio­nes alrededor de su propio eje durante doce veces por día, limando así el tiempo hasta convertirlo en polvo y sin poder aguardar, en su impaciencia, a que las pausadas y serenas agujas del reloj alcen sus largos brazos para dar las campanadas.

Sucede a menudo que en medio de la noche salte de la cama como una posesa para despertar a la servidumbre: las macetas, que se alinean en filas infinitas a lo largo de todas las ventanas, de­ben ser regadas de inmediato; ella no conoce en absoluto el "por qué" de semejante decisión, le bas­ta con haber resuelto que "debe" ser así. Nadie se atreve a contradecirla, todos enmudecen en vista de la inutilidad de luchar contra un fuego fatuo con la espada de la razón.

Las plantas jamás tienen tiempo de echar raí­ces pues se las trasplanta casi diariamente; jamás se posan los pájaros sobre el techo del castillo; en su obscuro deambular, bandadas de ellos atraviesan el cielo, de un lado a otro, más arriba o más abajo, a veces hasta convertirse en puntos y a veces en magras manos aleteantes, anchas y chatas.

Hasta en los rayos del sol se nota un perma­nente temblor, pues siempre sopla un viento que ahuyenta la luz con nubes apuradas; de la mañana a la noche se producen disturbios entre las hojas y ramas de los árboles, y no hay nunca un fruto que pueda llegar a su sazón... en mayo ya no quedan hojas que puedan protegerlos. En derredor, la naturaleza toda se ha contagiado de la inquietud que reina en el castillo.

Maese Leonhard se puede ver ahora sentado delante de su pizarra con las tablas de contar, tie­ne doce años, aprieta fuertemente sus oídos con las manos tratando de no oír el eterno trepidar de los pasos de las criadas por las escaleras ni las estri­dencias de la voz de su madre... es inútil; las ci­fras se convierten en un enjambre de duendes di­minutos y malévolos, atraviesan en loca carrera su cerebro, su nariz, su boca y sus oídos, y hacen arder su piel y su sangre. Trata de leer... no hay caso: las letras bailan ante su vista, se convierten en un enjambre de moscas inasibles. La voz de la madre lo sobresalta: "¿Es posible que aún no ha­yas aprendido tu lección?"; pero no se toma el tiempo necesario para esperar una respuesta, sus dementes ojos azul-pálido ya están hurgando en todos los rincones: no vaya a ser que en alguno de ellos haya quedado olvidada una partícula de pol­vo; telarañas que no existen deben ser barridas con la escoba, hay que cambiar de lugar los muebles, sacarlos del cuarto y volverlos a entrar, deshacer cajones y revisarlos, de arriba a abajo, para atra­par polillas que nunca existieron; las puertas de los armarios se abren y se cierran con estrépito, se destornillan y vuelven a atornillar las patas de la mesa, los cuadros son cambiados de lugar, los clavos arrancados de las paredes para ser clavados nuevamente donde estaban, los objetos se enloque­cen, la cabeza del martillo sale volando del astil, los peldaños de las escaleras se quiebran, el yeso se desmorona desde el cielorraso –¡que venga en­seguida un albañil!–, los estropajos quedan apri­sionados en las puertas, las agujas se caen de las manos y quedan escondidas entre las junturas del piso, cuando no entre los almohadones cuyas cos­turas deben ser repasadas; el perro guardián del patio se suelta y entra arrastrando su cadena por todas las estancias que atraviesa, llevándose por de­lante el gran reloj de pie: el pequeño Leonhard busca nuevamente refugio entre las páginas de su libro y aprieta fuertemente los dientes para tratar de hallarle algún sentido a esa serie de ganchos negros que corren y saltan delante de su vista... le ordenan que se siente en otra parte, hay que sa­cudir los almohadones del sillón; se apoya, con el libro en la mano, contra el marco de la ventana... hay que darle una nueva mano de pintura al alféizar: ¿por qué no deja de estorbar... aprendió por fin su lección? Acto seguido sale como barrida por una idea fija; las criadas tienen que dejar todo como está y correr rápidamente detrás de ella para buscar hachas y palos para el caso de que haya ratas en el sótano.

El alféizar de la ventana quedó a medio pin­tar, faltan los asientos de sillas y butacas y el cuar­to parece un montón de escombros; un sordo e in­finito odio hace nido en el corazón del niño. Cada fibra de su cuerpo clama por paz; ansia que llegue la noche, pero ni el sueño logra la tan anhelada calma, locas pesadillas despedazan su cerebro cor­tando cada idea en dos partes que se persiguen mu­tuamente pero nunca sé alcanzan; los músculos no pueden relajarse, todo el cuerpo se halla en cons­tante actitud defensiva, a la espera de órdenes que pueden caer en cualquier momento como ra­yos para exigir el cumplimiento de tal o cual cosa totalmente carente de fin y de sentido.

Los juegos diarios en el jardín no nacen de sus ansias juveniles, la madre los ordena irreflexiva­mente, como todo lo que hace, para de inmediato ordenar su interrupción; la insistencia en una mis­ma actividad se le antoja quietud, quietud contra la cual se cree obligada a luchar como contra la misma muerte. El niño no se atreve a alejarse del castillo, permanece siempre al alcance de su voz, siente que no hay escapatoria: un paso de más y ya se oye caer una palabra gritada desde el hueco de cualquier ventana para trabar el movimiento de sus pies.

La pequeña Sabina, una niña campesina que vive con la servidumbre y que es un año menor que Leonhard, sólo es avistada por él desde lejos, y si alguna vez logran permanecer reunidos por contadísimos minutos, cambian rápidas frases deshilachadas, como navegantes que se cruzan en el agua gritándose palabras apuradas al pasar.

El viejo conde, padre de Leonhard, está pa­ralítico de ambas piernas; se pasa el santo día sen­tado en su sillón de ruedas que nunca sale de la biblioteca, siempre a punto de comenzar una lec­tura; pero tampoco aquí hay calma, cada tanto, im­previsiblemente, las manos de la madre se ponen a revolver entre los libros, les quitan el polvo o los golpean tapa contra tapa, los señaladores caen al suelo, tomos que recién estaban parados aquí apa­recen de pronto tirados en cualquiera de los estan­tes superiores, o quedan formando desordenadas montañas sobre el piso, porque hubo que cepillar el tapizado justo detrás de donde se hallaban alinea­dos. Y si la condesa se encuentra temporariamente en cualquiera de las otras estancias del castillo, la inquietante expectativa que crea la posibilidad de su regreso no hace sino aumentar el tormento men­tal que trae aparejada su presencia.

De noche, cuando las velas están ardiendo, el pequeño Leonhard se llega a hurtadillas hasta el rincón en que se halla su padre para hacerle com­pañía, pero nunca ningún diálogo llega a concre­tarse; algo se alza entre ellos como una pared de cristal a través de la cual es imposible todo enten­dimiento; a veces, como si repentinamente hubiese tomado la decisión de decirle a su hijo algo de gran importancia, el viejo abre la boca adelantando excitadamente la cabeza, pero las palabras se le aho­gan siempre en la garganta, cierra de nuevo los labios, se limita a pasar con ternura y en silencio la mano por la ardiente frente del muchacho, pero al mismo tiempo su mirada escapa furtiva hacia la puerta cerrada que puede abrirse en cualquier momento para dar paso a una molesta interrupción.

Sombríamente, el niño intuye lo que sucede en el anciano pecho, que es un corazón desbordan­te, no el vacío, lo que hace enmudecer a su padre, y otra vez vuelve a alzarse en su garganta, amar­go, el odio que siente por su madre, puesto que la sabe directamente relacionada con las hondas arrugas y la expresión desolada que agitan el ros­tro del viejo sentado entre los almohadones del si­llón de ruedas; siente que comienza a despertar en él el silencioso deseo de que una mañana cualquiera encuentre a su madre muerta en la cama; y a la tortura de una permanente inquietud interior se une ahora la de una espera infernal; acecha cada uno de los rasgos de su cara para descubrir en ella alguna señal de enfermedad, observa su ir y venir constante con la esperanza de hallar por fin un signo de cansancio en alguno de sus movimientos. Pero esta mujer goza de una salud inquebrantable que la vivifica día a día, no se quebranta nunca, parece recibir siempre mayores fuerzas cuanto más sean los que a su alrededor se debilitan o sucum­ben de puro desaliento.

Por medio de Sabina y del resto de la servi­dumbre, Leonhard se entera de que su padre es un filósofo, un sabio, y que en todo ese montón de libros se alberga un montón de sabiduría, y entonces toma la infantil resolución de adquirir esa sabiduría... pueda ser que entonces logre de­rribar esa barrera que los separa, y que aquellas arrugas se alisen y se aquieten nuevamente, de­volviéndole al triste rostro del anciano algo de su juventud perdida.

Pero nadie puede decirle qué es la sabiduría, y las patéticas palabras del sacerdote consultado: "el temor del Señor, esa es la sabiduría", no logran sino completar su confusión.

La inutilidad de consultar a su madre es pa­ra él algo tan definitivo, que de ello le nace lenta­mente la convicción de que todo lo que ella hace y piensa tiene que ser, por fuerza, todo lo contrario de la sabiduría.

Toma coraje en un momento en que quedaron solos, y le pregunta al padre qué es la sabiduría; lo hace con brusquedad e incoherencia, como al­guien que pide auxilio; observa que los músculos comienzan a trabajar en el rostro afeitado de su padre, como esforzándose por hallar las palabras adecuadas para responder a las ansias de saber de un niño... él por su parte, siente que la cabeza le estalla en su afán por comprender el sentido de las palabras que por fin le dirige a borbotones.

Sabe perfectamente por qué caen tan presuro­sas y entrecortadas de la boca desdentada... ahí está nuevamente el miedo que despierta la posi­bilidad de una interrupción por parte de la madre, el temor de que las sagradas semillas puedan ser profanadas si las alcanza a tocar ese aliento des­tructor y prosaico que su madre exhala... temor de que esas mismas semillas se conviertan en acó­nito si son malentendidas.

Todo su esfuerzo por entender es inútil, ya se oyen los ruidosos y apresurados pasos que se acercan por el pasillo, las órdenes estridentes y el repulsivo rumor del negro vestido de seda. Las palabras de su padre se hacen cada vez más pre­surosas, Leonhard quiere captarlas y recordarlas bien para más tarde poder meditar acerca de ellas; intenta asirlas como si fueran dagas arrojadas al aire... se le escapan... sólo dejan heridas san­grantes.

Frases dichas casi sin aliento, tales como: "el ansia misma por conocerla ya es sabiduría"; "debes luchar por hallar un punto fijo en tí mismo, al que el mundo exterior no pueda vulnerar"; "con­templa todo lo que sucede como a una pintura sin vida y no permitas que nada de ello te conmueva", se internan en lo más hondo de su corazón, pero llevan un antifaz que no le permite ver su ver­dadero rostro.

Quiere seguir preguntando, la puerta se abre de golpe, y sólo le llegan en jirones las últimas palabras del anciano: "deja que el tiempo se te escurra como si fuera agua", que le suenan como una ráfaga que pasa a su lado; la condesa se in­troduce gritando, un baldazo de agua es arrojado por sobre el umbral y un arroyo sucio busca su curso recorriendo las baldosas del piso. "¡No te quedes parado ahí sin hacer nada! ¡Trata alguna vez de hacerte útil!", tales los ecos que lo alcan­zan cuando, desesperado, sale corriendo para re­fugiarse en su cuarto.

El cuadro de su infancia se desvanece y Maese Leonhard vuelve a ver la blanca helada que bri­lla a la luz de la luna frente a su ventana; las imá­genes no son ni más claras ni más turbias que las de las escenas de aquellos años juveniles: para su mente aterida y clara como el cristal, la realidad y el recuerdo resultan igualmente vivos e igual­mente muertos.

Pasa un zorro, estirado y sin un solo ruido; la nieve se eleva en fino y brillante polvillo allí donde su peluda cola rozara el suelo, los ojos bri­llan verdosos por entre los troncos y desaparecen entre la espesura del bosque.

Figuras flacas, pobremente vestidas, rostros inexpresivos e insignificantes, diferenciados por sus edades, y a pesar de ello tan semejantes entre sí, aparecen ahora de pronto delante de Maese Leonhard y puede oír a cada uno de ellos pro­nunciar cuchicheando su nombre, nombres indife­rentes y cotidianos que apenas alcanzan para iden­tificar a quienes son sus dueños. A todos ellos los reconoce como a sus antiguos preceptores, que vienen y al mes se van; la madre nunca está conforme con ninguno, despide a uno tras otro, no tiene nin­gún motivo, tampoco trata de encontrarlo; la cues­tión es que estén ahí mientras ella así lo disponga y que luego se desvanezcan como pompas de ja­bón. Leonhard se ha convertido en un adolescente con un asomo de vello encima de la boca y tan alto como su madre. Cuando se encuentran frente a frente, sus ojos quedan a la misma altura; pero él no puede evitar mirar siempre para otro lado, no se atreve a ceder ante la tentación que lo agui­jonea: someter esa mirada vacua y voluble y mar­car en ella a fuego el odio mortal que le inspira; pero se traga ese odio aunque sienta que en su boca la saliva se le vuelve amarga como la hiel y que al tragarla se envenenará la sangre.

Busca y escarba en su interior sin poder ha­llar el motivo que lo vuelve tan impotente contra esa mujer de eterno y zigzagueante vuelo de mur­ciélago.

En su cabeza comienza a girar un caos de pen­samientos semejante a una rueda enloquecida, ca­da latido del corazón arrastra hacia su cerebro una nueva afluencia de ideas semiacabadas o semidestruidas y se las vuelve a llevar consigo.

Proyectos que no lo son, ideas que se contra­dicen a sí mismas, deseos sin objetivo, apetitos ciegos y voraces que se desplazan entre sí o se estrellan uno contra otros, emergen desde los torbellinos de su sangre y de su mente para ser absor­bidos de inmediato por las mismas profundidades en que nacieron; hay gritos que se ahogan dentro del pecho sin llegar jamás hasta la superficie.

De Leonhard se apodera una salvaje y ululante desesperación que crece día a día; en cada rincón se le aparece, como un fantasma, el rostro odiado de la madre; cada vez que abre un libro, ese rostro se arroja sobre el suyo como una ima­gen terrorífica; ya ni se atreve a dar vuelta las hojas por temor a que se vuelva a repetir el mis­mo espanto, tiene miedo de girar la cabeza, no sea que esté parada, de carne y hueso, detrás de él: cada sombra puede convertirse en la corporización de sus temibles rasgos, su propio aliento suena co­mo el negro vestido de seda.

Sus sentidos están heridos y le duelen como nervios a flor de piel; cuando está acostado en su cama no sabe, por momentos si está dormido o des­pierto, y cuando por fin el sueño lo vence, surge del piso la figura de ella en camisón, lo despierta y le grita: "¿Leonhard, estás durmiendo?".

Un sentimiento nuevo, extrañamente ardien­te, se convierte en nuevo desasosiego, le oprime el pecho, lo persigue y lo impulsa a buscar la com­pañía de Sabina sin saber con claridad qué es lo que de ella espera; Sabina ya es toda una mujer y lleva faldas que le llegan hasta los tobillos; el susurro que produce su vestido lo excita aún más que el de su madre.

Con su padre ya no hay ninguna posibilidad de entendimiento, en su mente se ha hecho noche cerrada; a intervalos regulares los gemidos del an­ciano se filtran a través de la precipitada agitación que reina en la casa: hora tras hora lavan su cara con vinagre, ruedan su sillón de un lado para otro, martirizan al pobre agonizante hasta la muerte.

Leonhard entierra su cabeza entre los almoha­dones para no oír; un sirviente le tira de la manga: "Por el amor de Dios, pronto, con el señor conde todo se acaba". Leonhard se incorpora de un salto, no entiende dónde está ni que el sol está brillando ni cómo es posible que no se extinga el día en mo­mentos en que su padre se está muriendo; tam­balea, se dice a sí mismo en voz baja que todo no es más que un sueño, se precipita hacia la habi­tación del enfermo; hay toallas mojadas tendidas en cuerdas que atraviesan la estancia de lado a lado, hay canastos obstruyendo el paso, el viento entra soplando con fuerza por las ventanas abier­tas y abolsa los lienzos tendidos... desde algún rincón impreciso llegan estertores.

Leonhard arranca las cuerdas y la ropa mo­jada da violentamente en el suelo, arroja todo a un lado y se abre camino hasta esos ojos velados que a la hora de caer el último telón le clavan su mirada vidriosa y ciega; cae de rodillas y aprisiona esa mano indiferente y cubierta por el sudor de la muerte; quiere pronunciar la palabra "padre" y no puede, súbitamente, parece haber huido de su me­moria; la tiene en la punta de la lengua, pero el mismo pánico la sume instantáneamente en el ol­vido; lo asalta de pronto la loca idea de que el mo­ribundo no puede volver en sí porque no le dice esa palabra, que esa sola y única palabra puede tener el poder de revivir, aunque sólo fuese por un corto momento, esa conciencia que se extingue y devolverla a los umbrales de la vida; se mece los cabellos y se golpea en la cara: miles de palabras afluyen a su boca, pero ésa, la que busca con mi corazón en llamas, no quiere aparecer... y los estertores se hacen cada vez más débiles.

Se detienen.

Comienzan de nuevo.

Se interrumpen.

Enmudecen.

La boca cae abierta.

Y así queda.

¡Padre!, suena el grito de Leonhard; la pala­bra apareció por fin, pero aquél a quien va dirigida ya no se mueve.

En las escaleras comienza el tumulto; voces que gritan, pasos que resuenan en los pasillos, el perro comienza a ladrar y cubre todo con sus au­llidos. Leonhard no se da cuenta de nada, sólo puede ver y sentir la calma terrible que se expan­de sobre esa cara inerte; calma que llena la ha­bitación, se refleja en él y lo envuelve. Un anes­tesiante sentimiento de felicidad, algo que no ha sentido jamás, se posa blandamente en su corazón; es la sensación de una presencia inmóvil que se halla más allá del pasado y del futuro... una es­pecie de mudo regocijo que transmite su fuerza alrededor de él, y en la que uno puede refugiarse para escapar del estridente torbellino que invade la casa, como en una nube que lo vuelve invisible.

El aire está lleno de brillo.

A Leonhard le brotan las lágrimas.

Un sonido violento –al abrirse la puerta– lo sobresalta, la madre lo enfrenta. "Ahora no es el momento de llorar; puedes ver muy bien que hay montones de cosas para hacer", las palabras lo golpean como latigazos. Nuevas órdenes se su­ceden, se anulan entre sí; las criadas sollozan, se las hace salir; los criados se empujan unos a otros mientras sacan los muebles al pasillo; cristales que se rompen, botellas de medicina se estrellan con­tra el piso; que llamen al médico, no: mejor al sacerdote; no, no, no: llamen al sepulturero y que no olvide traer la pala, y también un ataúd, y cla­vos; abran la capilla, hay que acondicionar la bó­veda, enseguida, ya mismo, ¡qué esperan para en­cender las velas y cómo es posible que nadie se ocupe de amortajar el cadáver y de levantar el catafalco! ¿Es que hay que decirlo todo diez veces?

Leonhard comprueba espantado que el loco aquelarre de la vida no se detiene ante la majestad de la muerte, y que paso a paso va obteniendo la victoria en una guerra nauseabunda... siente que la paz de su interior se deshace como una tenue gasa.

Manos obsecuentes y serviles ya se han hecho cargo del sillón de ruedas y del muerto, ya lo al­zan y se lo quieren llevar: Leonhard intenta in­terponerse entre él y ellos, protegerlo; alza indig­nado los brazos... pero los deja caer desalentado. Hace rechinar los dientes y se obliga a sí mismo a buscar los ojos de su madre para saber si en ellos puede leerse algún signo de duelo o de tristeza: ni por un segundo es posible captar su inquieta y errante mirada que, igual que un mono, salta de rincón a rincón, sube y baja, brinca y se desliza, de la puerta a la ventana, en una carrera demente que delata a una criatura sin alma... de la cual el dolor, como cualquier otro sentimiento, rebota como flechas contra un escudo, un repulsivo in­secto gigantesco con forma de mujer que corporiza sobre este mundo la maldición que significa el tra­bajo estéril y falto de objetivo. Un paralizante te­rror invade el cuerpo de Leonhard, la contempla incrédulo como a un ser que viera por vez prime­ra: para él su madre ya no tiene más nada de humano, se ha convertido en una criatura totalmente desconocida, perteneciente a un mundo demoníaco, mitad gnomo, mitad animal maligno.

El saber que es su madre hace que sienta su propia sangre como si fuera algo hostil que le carcome el cuerpo y el alma: una sensación que le eriza la piel, que lo asusta de sí mismo; quiere huir... lejos, muy lejos de su presencia; se re­fugia en el parque, ignora qué es lo que realmente quiere, adonde ir, choca contra un árbol, cae de espaldas al suelo, pierde la conciencia.

Maese Leonhard clava su vista interior en una imagen nueva que se mueve en su mente co­mo en un delirio: la capilla, la misma en que ahora está sentado, se halla brillantemente iluminada por la luz de las velas, un sacerdote murmura delante del altar; hay un olor de flores que se marchitan, un ataúd abierto, el cadáver envuelto en su blanca capa de caballero feudal, las manos de amarilla cera plegadas sobre el pecho. Hay un brillo dora­do en torno de las obscuras imágenes, hay hombres negros parados en semicírculo; labios que rezan, un hálito tenue y frío que sube desde abajo de la tierra; una puerta trampa de hierro con una cruz brillante se halla medio abierta, debajo hay un hue­co negro que conduce a la cripta familiar. Apa­gados cánticos en idioma latino, la luz del sol detrás de los vidrios de colores arroja reflejos ver­des, azules y rojos sobre flotantes nubes de in­cienso; se oye el argentino e insistente sonar de una campana, la mano del sacerdote mueve el hi­sopo sobre la cara muerta... De pronto, en derre­dor todo se pone en movimiento, doce pares de guantes blancos se apresuran a levantar el ataúd del catafalco, colocan la tapa, las cuerdas se tensan, el ataúd desaparece en las profundidades de la bóveda; los hombres bajan por la escalera de pie­dra, sonidos huecos llenan el recinto, cruje la are­nilla, reina una calma solemne. Caras graves van reapareciendo lentamente, la puerta trampa se in­clina, se oye el chasquido de un cerrojo, de las junturas sale y se arremolina el polvo, la cruz brillante queda completamente vertical... Las velas se apagan y en su lugar vuelven a flamear las ra­mas secas del pequeño hogar, el altar y las imá­genes de los santos se convierten nuevamente en paredes desnudas. Las piedras se hallan cubiertas de tierra, las coronas de flores enmohecen y se pudren, la figura del sacerdote se desvanece en el aire, Maese Leonhard está nuevamente consigo mismo... solo.

Desde que el viejo conde ha muerto, hay algo que fermenta entre la servidumbre; la gente co­mienza a negarse a obedecer órdenes absurdas, uno tras otro lía su hatillo y se marcha... Los pocos que van quedando se vuelven rebeldes y trabajan a regañadientes, realizando únicamente las tareas más necesarias, y no responden cuando se los lla­ma.

Con los labios apretados, la madre de Leonhard sigue, lo mismo que antes, su loca carrera a través de todas las estancias y alcobas del castillo, pero le falta el séquito; temblando de furia trata de correr los pesados muebles, pero éstos permane­cen en el mismo lugar como si estuviesen atorni­llados al piso, nada responde a sus intentos des­manados, los cajones de las cómodas se atascan, no se abren ni se cierran; todo lo que toca se le cae de las manos, nadie lo levanta; miles de cosas se encuentran dispersas por todas partes, el desorden crece y se acumula y se convierte en un sinfín de barreras y obstáculos. Pero no hay nadie que restablezca el orden. Los estantes de la biblioteca resbalan de sus puestos, un alud de libros inunda la habitación, ahora es ya imposible llegar hasta la ventana y entonces el viento la sacude tanto que los vidrios se rompen; la lluvia entra a raudales y pronto el moho comienza a cubrirlo todo con su capa gris. La condesa brama como loca, golpea con los puños contra las paredes, jadea, chilla, ras­ga en jirones todo lo que se deja rasgar. La rabia impotente de saberse desobedecida, el hecho de que incluso su propio hijo –qué desde su caída sólo puede moverse trabajosamente ayudado por un bastón– no pueda ser utilizado como sirviente, la pone frenética y le quita el último resto de juicio que le queda: se pasa horas enteras hablan­do sola, rechina los dientes, da alaridos, corre por los pasillos como un animal salvaje.

Pero lentamente se va operando en ella una transformación extraña, sus rasgos se convierten en los de una bruja, sus ojos adquieren una tona­lidad verdosa; como a la vista de fantasmas, aguza de pronto el oído clavando la mirada en el vacío, y sin dirigirse a nada ni a nadie, pregunta: "¿qué, qué, qué, qué debo hacer?".

El demonio que habitara en ella va dejando caer poco a poco su máscara, su accionar irracional y torpe de antes va dejando lugar a una maldad consciente y calculada. Ahora deja a los objetos en paz, no toca nada; el polvo y la suciedad se acumulan en todas partes, los espejos se empañan, el jardín se llena de maleza, no hay cosa que esté en su verdadero lugar, los utensilios más necesa­rios son inhallables; los sirvientes se declaran dis­puestos a enmendar por lo menos lo peor de esta pesadilla, ella lo prohibe con palabras ásperas y bruscas... no le importa que todo esté patas arri­ba, que las tejas se caigan del techo, que las ma­deras se pudran y los lienzos se enmohezcan; con taimada malicia observa como el antiguo desaso­siego de los que la rodean es reemplazado por otra clase de tormento, el ambiente está invadido ahora por un desagrado que produce desesperación; ya no le dirige más la palabra a nadie, ya no imparte órdenes, pero todo lo que hace lo emprende con el solapado propósito de mantener a la servidum­bre en constante estado de alarma. Juega a estar loca. Se cuela de noche en los cuartos de las cria­das, arroja estrepitosamente jarrones al suelo, es­talla en agudas carcajadas. Usar los cerrojos no sirve para nada: tiene copia de todas las llaves del castillo; no hay una sola puerta que no pueda ser abierta de súbito y en cualquier momento. No se toma ni siquiera el tiempo de peinarse, los cabe­llos le cuelgan en greñas a lo largo de las sienes, come caminando, ya no se acuesta a dormir. Anda vestida a medias, para que el crujir de su pollera no delate sus pasos; se desliza en puntas de pie sobre zapatillas de felpa, para poder hacer su re­pentina aparición, a modo de fantasma, como fil­trada a través del ojo de la cerradura.

Sus rondas a la luz de la luna la llevan in­cluso hasta las cercanías de la capilla. Ya nadie se atreve a acercarse a ese lugar; comienza a correrse la voz de que han visto al espectro del conde muerto merodear por los alrededores.

Nunca se deja prestar ninguna clase de ayuda, todo lo que necesita se lo procura ella misma; aho­ra sabe perfectamente que sus apariciones silen­ciosas y fantasmales despiertan más temor entre la supersticiosa servidumbre que su despotismo an­terior; los habitantes de la casa ya sólo se comuni­can entre sí mediante cuchicheos, nadie se atreve a decir una sola palabra en voz alta, todos parecen tener la conciencia intranquila aunque no exista el menor motivo para ello.

Pero sus miras están puestas muy en particu­lar sobre su hijo; toda ocasión le parece propicia para hacer valer alevosamente la superioridad na­tural que le otorga su condición de madre, tratan­do de ahondar en él una sensación de dependen­cia, alimentar el angustiante temor que le da el sa­berse siempre observado y atizarlo hasta convertir­lo en la obsesión delirante de ser atrapado en algo que no ha cometido y en la pesadilla de una cons­tante sensación de culpabilidad.

Cuando él, de tanto en tanto, le dirige la pa­labra, ella le contesta con muecas burlonas que lo hacen enmudecer y sentirse como un criminal que lleva su propia abyección escrita en la frente como un estigma; el sordo temor de que ella pueda leer sus pensamientos más secretos y saber de su se­creta alianza con Sabina, ha llegado a convertirse en horrible certeza cada vez que siente su pun­zante mirada fija en él: el mínimo ruido lo obliga a componer rápidamente una expresión despreo­cupada e inocente, que menos logra cuanto más se lo propone.

Cierto secreto anhelo, cierto enamoramiento, comienza a tejer sus finos hilos entre él y Sabina. Se intercambian esquelitas a hurtadillas y lo creen pecado mortal; ahogados por el aire pestilente de saberse continuamente perseguidos, los sentimien­tos tiernos se marchitan y son reemplazados por un ardiente e indomable deseo animal. Se apostan en el cruce de dos pasillos donde, si bien no pueden verse, uno de ellos tiene que poder notar a tiempo la llegada de la condesa; así conversan, y acuciados por el miedo de perder alguno de esos costosos mi­nutos, llaman a las cosas crudamente por su nom­bre, sin circunloquios, caldean mutuamente sus sangres cada vez más.

Pero el espacio en que se mueven parece es­trecharse día a día. La vieja, como si intuyera algo, clausura el segundo piso del castillo, luego el primero; sólo queda habilitada la planta baja don­de la servidumbre entra y sale permanentemente; alejarse del castillo está terminantemente prohi­bido, el parque no brinda escondrijos, ni de día ni de noche; cuando lo ilumina la luz de la luna, pueden divisarse sus siluetas desde las ventanas, si la noche está obscura, corren continuamente el riesgo de ser perseguidos y sorprendidos, estén donde estén.

Sus deseos crecen hasta la concupiscencia a medida que se ven obligados a reprimirlos; derri­bar abiertamente las barreras que los separan es algo que ni se les ocurre: la obsesión de hallarse indefensos como esclavos, bajo el dominio de un extraño poder demoníaco que puede disponer a su antojo de la vida y de la muerte, es algo que se les ha inculcado tan hondamente desde la niñez, que en presencia de la condesa no se atreverían ni siquiera a mirarse en los ojos.

Un verano ardiente quema las praderas, la tierra se abre de tan seca, de noche el cielo es par­tido en mil pedazos por los rayos. La hierba, ama­rilla, embriaga los sentidos con su tibio aroma de pastizal, el aire caliente se agita alrededor de los muros; el ardor de los dos jóvenes alcanza su punto máximo; tanto sus pensamientos como sus accio­nes se dirigen a un solo objetivo, y cada vez que se ven apenas si pueden dominar la tentación de caer uno sobre el otro.

Sus noches son siempre afiebradas e insom­nes, acosadas por anhelos salvajes; cada vez que abren los ojos ven a la madre de Leonhard espian­do a través de puertas o ventanas, oyen sus pasos furtivos pasar delante de los umbrales; perciben todo ello mitad como cosa real y cierta, mitad co­mo producto de una alucinación, un sueño, pero apenas si los preocupa, sólo aguardan la llegada del día próximo, y tratar, por fin, cueste lo que cueste, de encontrarse en la capilla.

Permanecen en sus cuartos durante toda la mañana acechando detrás de la puerta –conte­niendo el aliento y temblando de pies a cabeza– para obtener un indicio de que la vieja se encuen­tra en algún lugar apartado del castillo.

Las horas van transcurriendo en un tormento que les funde los huesos; llega el mediodía, en el interior de la casa se deja oír un ruido de ollas y vajilla que les brinda cierta sensación de seguri­dad; salen corriendo al jardín; la puerta de la ca­pilla está apenas entornada, la abren de un golpe y la cierran dando un fuerte portazo.

No se dan cuenta de que la puerta trampa que lleva a la cripta se halla entreabierta, apun­talada por un taco de madera... no ven el negro hueco que se abre en el suelo, tampoco sienten el aire helado que sale de la bóveda mortuoria; se devoran con la mirada como animales de rapiña; Sabina intenta decir algo, sólo puede emitir un ronco balbuceo; Leonhard le arranca las ropas del cuerpo, se arroja sobre ella; jadeantes y encarni­zados se trenzan como embravecidos contrincan­tes.

En la embriaguez de los sentidos pierden con­ciencia del mundo que los rodea; pasos silenciosos se arrastran hacia arriba por los escalones de pie­dra, los oyen claramente, pero en esos instantes lo toman con la misma indiferencia con que oirían el murmullo del follaje.

Aparecen dos manos en el borde superior del pozo, buscan apoyo en los cantos de las lajas.

Lentamente alguien va surgiendo del suelo; Sabina lo ve con ojos entornados como detrás de un velo rojo; la sacude de pronto el reconocimiento de la verdadera situación, suelta un grito estri­dente: es la horrible vieja, esa temible omnipresencia que ahora sale de la tierra.

Espantado, Leonhard se incorpora de un salto, mira como paralizado la mueca burlona que se dibuja en el rostro de su madre, y entonces estalla en él esa loca rabia siempre contenida; de un solo puntapié derriba el taco de madera y con él la puerta que apuntala; ésta se precipita y da ruido­samente en el cráneo de la vieja arrojándola hacia lo más profundo de la bóveda, oyéndose claramente el sonido seco que produce su cuerpo al estrellarse.

Incapaces de mover un solo músculo, de pro­nunciar una sola palabra, los dos jóvenes se que­dan parados, cada uno con la mirada clavada en la cara del otro. Sus piernas se niegan a sostenerlos.

Sabina se pone de cuclillas para no caerse, esconde la cara entre las manos; Leonhard se arras­tra hasta el reclinatorio.. Puede oírse el entrecho­car de sus dientes.

Pasan los minutos. Ninguno de los dos se atre­ve a moverse, sus miradas se esquivan; y de pron­to, como movidos por el mismo resorte, como si los acuciara idéntico pensamiento, se lanzan hacia la puerta, salen afuera, regresan al castillo como perseguidos por todos los demonios.

La luz del crepúsculo convierte el agua del po­zo en un charco sangriento, las ventanas del cas­tillo parecen estar en llamas, las sombras de los árboles se van alargando hasta asemejarse a largos y negros brazos que se extienden tanteando con sus flacos dedos por el césped, pulgada tras pulgada, para ahogar el último canto de los grullos. El brillo de la luz se opaca bajo el aliento del anochecer. Se tiende el azul profundo de la no­che y lo va cubriendo todo.

Inquieta y dubitativa, la servidumbre inter­cambia conjeturas acerca de dónde puede hallarse la condesa; le preguntan al joven amo, pero él se encoge de hombros y vuelve el rostro para que nadie pueda notar su palidez mortal.

Faroles encendidos atraviesan oscilantes el parque; recorren los bordes del estanque, iluminan las aguas, que negras como la brea, rechazan con indiferencia los rayos luminosos; la hoz de la luna lo sobrenada todo y las zancudas se agitan asus­tadas entre los juncos.

Al viejo jardinero se le ocurre soltar el perro; comienzan a rastrear la helada, los ladridos largos y tendidos llegan desde cada vez más lejos; Leonhard se sobresalta cada vez que los escucha, se le erizan los cabellos y se le congela la sangre, pues cree que puede ser su madre la que grita bajo tierra.

El reloj da la medianoche, el hombre aún no ha vuelto, la sensación incierta de una desgracia irrevocable se expande entre la servidumbre; to­dos se han sentado apretujados en la cocina, se relatan entre ellos historias escalofriantes acerca de personas que desaparecieron misteriosamente para volver luego convertidos en ogros que mero­dean por los cementerios y se alimentan de los cuer­pos de los muertos.

Transcurren los días y las semanas: no hay rastros de la condesa; alguien le propone a Leonhard que haga decir una misa por la salvación de su alma, pero él rechaza violentamente tal propues­ta. Ordena vaciar la capilla, sólo queda en ella su reclinatorio de dorada madera tallada, en el que Leonhard permanece durante horas, meditando; no tolera que nadie entre en el recinto. Las mentes campesinas comienzan a dar vida a numerosas ha­bladurías, una de las cuales sostiene que, si se mira por el ojo de la cerradura, se puede ver al joven conde con la oreja apretada contra el suelo, como escuchando algo que sucede abajo, en la bóveda.

De noche duerme con Sabina en la misma ca­ma, no les importa que todos sepan que viven jun­tos como marido y mujer.

El rumor acerca de un asesinato llega hasta el pueblo, no hay modo de acallarlo, comienza a tomar cada vez más cuerpo entre los lugareños; cierto día llega en su diligencia amarilla un secre­tario del ayuntamiento, semirraquítico y tocado con peluca, que se apea delante de la puerta prin­cipal del castillo: Leonhard se encierra con él du­rante largas horas; el hombre vuelve a partir, pa­san meses y no se oye más nada de él, no obstante, los chismes maliciosos siguen corriendo de boca en boca.

Nadie pone en duda que la condesa tiene que estar muerta, pero sigue viviendo entre ellos como un fantasma invisible que logra hacer sentir su maligna presencia.

Todos miran a Sabina con mirada torva –de alguna manera se la considera culpable de lo su­cedido– y todas las conversaciones se interrum­pen cuando aparece el joven conde.

Leonhard simula no darse cuenta de nada, ha­ce gala de un aire altanero que provoca rechazo.

Dentro de la casa todo sigue como antes; las plantas trepadoras se apoderaron totalmente de los muros, en las habitaciones han anidado ratones, ratas y lechuzas, el techo está resquebrajado, las vi­gas se van pudriendo poco a poco.

Sólo en la biblioteca se ha restablecido un relativo orden, pero los libros están enmohecidos por las mojaduras de la lluvia y apenas si son le­gibles.

Leonhard se pasa días enteros doblado sobre los viejos tomos y trabajosamente trata de desci­frar las hojas borroneadas que llevan la inclinada escritura de su padre; y siempre exige que Sabina se mantenga cerca suyo.

Cada vez que ella se aleja, Leonhard se sien­te presa de una salvaje inquietud, hasta en la ca­pilla no entra ya si no es con ella; pero nunca se dirigen la palabra, sólo de noche, cuando está acos­tado a su lado, le acomete una suerte de delirio y su memoria escupe frases interminables, balbu­ceantes y apuradas, todo lo que saca durante el día de los libros; él sabe perfectamente por qué lo hace, que no es sino una lucha desesperada que libra su cerebro para defenderse con cada una de sus fibras de la espantosa imagen de su madre asesinada, que amenaza con tomar forma entre las sombras de la noche, y del sonido escalofriante producido por la puerta trampa, que lo persigue y que amenaza con meterse nuevamente en sus oídos si él cesa de aca­llarlo con el sonido de sus propias palabras. Sa­bina lo escucha rígidamente inmóvil, no lo inte­rrumpe nunca, pero él siente que ella no entiende nada de lo que le oye decir, lo puede leer claramen­te en el vacío de sus ojos que miran siempre hacia el mismo punto lejano que ciertamente debe repre­sentar algo en que tampoco ella puede dejar de pensar.

Los dedos de ella sólo responden a la presión de los suyos después de largos minutos, de su corazón ya no le llega eco alguno; él trata de arrojar a ambos en el torbellino de la pasión para hallar así el camino que los devuelva a los días que quedaron detrás de aquél suceso y también un punto de par­tida para una existencia nueva. Sabina se deja es­tar entre sus brazos como sumida en un profundo sueño, y él ve crecer con espanto su vientre em­barazado, donde un niño va cobrando vida, para dar testimonio de un asesinato.

Duerme pesadamente y sin sueños, pero ni aún así llega el olvido; no es más que un hundirse en una soledad sin límites, en la que incluso el cuadro de la desgracia desaparece de la vista de­jando atrás nada más que una sensación de an­gustia que le atormenta el pecho. Es como si se obscurecieran de pronto todos los sentidos, es la mis­ma sensación que la del hombre, que con ojos ce­rrados espera que con el próximo latido de su co­razón le llegue el golpe de hacha del verdugo.

Cada mañana, cuando despierta, Leonhard se propone firmemente escapar de la prisión en que lo encierran sus recuerdos; rememora las palabras de su padre que lo instaban a buscar un punto fijo dentro de él..., pero entonces su mirada cae sobre la cara de Sabina, ve como trata de sonreírle sin conseguir en sus labios otra cosa que una tiesa mueca, y de nuevo comienza la loca huida de sí mismo.

Resuelve despedir a la servidumbre, no queda nadie más que el viejo jardinero y su mujer; pero ahora es el acecho de la soledad el que aumenta su tormento, el fantasma del pasado está cada vez más vivo.

No es ni su conciencia ni el sentirse culpable de una acción sangrienta lo que hace de Leonhard un ser tan desgraciado... nunca sintió remordimiento; el odio a la madre sigue siendo tan intenso como el día en que murió el padre; pero el que ahora esté nuevamente presente en todas partes como una sombra invisible, interponiéndose entre él y Sabina como un espectro informe e indomable, el que tenga que sentir constantemente esa mira­da terrible fija en, él y que tenga que llevar siempre consigo la escena de la capilla como una llaga su­purante, eso es lo que lo atormenta hasta perder la razón.

Él no es de los que creen que los muertos pueden hacer su aparición sobre la tierra, pero ahora constata con espanto que pueden seguir vi­viendo de una manera mucho más terrible, sin nin­gún tipo de disfraz o de envoltura, como mera influencia del diablo contra la cual no hay protec­ción posible, ni puerta ni cerrojo, ni maldición ni rezo; lo comprueba toda vez que mira a Sabina. Cada objeto de la casa despierta el recuerdo de su madre, no hay cosa que no esté contaminada por su mano, que no haga renacer en él minuto a mi­nuto su aborrecida imagen; los pliegues de los cor­tinados, las arrugas de la ropa, las vetas de la ma­dera, las rayas y puntos de las baldosas... cuanto ve adopta la forma de su rostro; el parecido con sus propios rasgos lo asalta cada vez que se mira en el espejo, los latidos de su corazón se congelan de puro miedo a que pueda suceder lo imposible; que el semblante de él se convierta de pronto en el de ella..., que tenga que cargar con esa cara hasta el fin de su vida como una siniestra herencia.

El aire está preñado por su asfixiante y espec­tral presencia; el crujido de las maderas del entari­mado suena como provocado por el paso de sus pies; no logran espantarla ni el calor ni el frío, ya sea en otoño o en los gélidos días de invierno, aunque so­ple la brisa suave de la primavera, todo no hace más que rozar la superficie, no hay estación del año ni transformación externa que pueda borrarla, ahuyentarla; su búsqueda en pos de una imagen nítida, corpórea, es ininterrumpida, su meta es ha­cerse visible, hallar una forma concreta y per­durable.

Leonhard está íntimamente convencido –y siente ese peso como el de una roca inmensa– de que esta aspiración de su madre muerta se verá cumplida un día, aunque no pueda imaginar cómo ni cuándo habrá de ser.

Sólo su propio corazón puede darle la ayuda que pide ya que, así por fin lo ha entendido, el mun­do exterior está confabulado con ella. Pero la semilla que alguna vez su padre intentara sembrar en su alma parece haber marchitado; el breve momento de alivio y sosiego que sintiera entonces ya no se vuelve a repetir nunca más; por mucho que se es­fuerza en revivir aquel estado de ánimo, sólo consi­gue convocar sensaciones banales e insípidas que son como flores de papel que carecen de perfume y se sostienen sobre horribles tallos de alambre.

Leonhard intenta insuflarles vida leyendo li­bros que puedan anudar el lazo espiritual que lo une con su padre; pero los ecos que él aguarda si­guen callados, todo continúa siendo nada más que un laberinto de conceptos.

Escarbando con el viejo jardinero bajo el mon­tón de tomos apilados cae en sus manos una serie de extraños objetos: pergaminos cubiertos con escri­turas cifradas, imágenes que representan un ma­cho cabrío con cara de hombre y cuernos de diablo y caballeros con capas blancas, las manos juntas, como en oración, cubriéndoles el pecho una cruz, cuyas extremidades representan cuatro piernas hu­manas, que con las rodillas formando el vértice de un ángulo recto, parecen estar corriendo en la mis­ma dirección que las agujas del reloj. "Es la cruz satánica perteneciente a la orden del Temple", le explica de mala gana el jardinero; un pequeño re­trato borroneado por el tiempo mostrando a una matrona con un vestido muy pasado de moda y que según reza el nombre que se halla bordado con cuentas de colores, es su abuela... con dos niños sentados en su regazo, un niño y una niña, cuyos rasgos son tan extrañamente familiares que no puede apartar por largo tiempo la mirada de ellos, y entonces nace en él la vaga sospecha de que de­ben ser sus propios padres aunque toda evidencia indique que se trata de hermanos.

El súbito desasosiego en el rostro del anciano, el modo en que esquiva su mirada y simula no ha­ber oído la pregunta acerca de quiénes son esos dos niños, refuerzan en Leonhard la sospecha de que está a punto de descubrir un secreto que le atañe a él directamente.

En el mismo estuche del retrato encuentra también un atado de cartas amarillentas; Leonhard se apodera de ellas y resuelve leerlas ese mismo día.

Es la primera noche, después de mucho tiem­po, que pasa sin Sabina; ella se siente demasiado débil, prefiere estar sola, se queja de dolores.

Leonhard se pasea en la estancia en que murió su padre, camina impaciente de un rincón a otro; las cartas están sobre la mesa... quiere comenzar a leerlas..., pero hay algo, no sabe qué, que lo decide a postergar el temible momento una vez más.

Lo estrangula una angustia nueva e incierta, y es como si alguien estuviera detrás de él ame­nazándolo de muerte; sabe que esta vez no es la presencia intangible y fantasmal de su madre la que le hace brotar de sus poros el sudor del mie­do... son las sombras de un pasado lejano que está íntimamente ligado a esas cartas y que ahora lo acechan para arrastrarlo a él también hasta las profundidades de su reino.

Se acerca a la ventana, mira hacia afuera: todo es silencio de muerte alrededor; dos estrellas están muy juntas en la parte sur del cielo, su aspecto le resulta particularmente extraño, lo excita y no sabe por qué... es como un presentimiento de que algo muy grave está por ocurrir de un momento a otro; esas dos estrellas se le antojan las puntas lumino­sas de dos dedos dirigidos hacia él.

Se vuelve nuevamente hacia el interior de la habitación, las llamas de las dos velas que están sobre la mesa aguardan inmóviles cual dos ame­nazadores mensajeros procedentes del más allá; parecería que su resplandor viniera de muy le­jos... de un lugar en que ninguna mano mortal podría haberlas colocado; imperceptiblemente se va acercando la hora, y en silencio, como cae la ceniza, las agujas del reloj siguen girando.

Leonhard cree haber oído un grito proveniente de la parte baja del castillo; escucha: el silencio es total.

Lee las cartas: delante de él se va desarro­llando la vida de su padre; es la lucha de un espí­ritu indomable que se rebela contra todo lo que es ley; Leonhard descubre a un titán que no tiene ninguna semejanza con el anciano quebrantado en su silla de ruedas; lo que puede ver ahora es la figura de un hombre capaz de pasar por encima de cadáveres si fuese necesario, y que al igual que todos sus antepasados, se ufana de ser un caballe­ro de los templarios legítimos que ensalzan a Sa­tanás como al verdadero creador del universo y que consideran la sola palabra "misericordia" co­mo un oprobio irreparable. Entremezcladas con las cartas hay páginas de un diario que describen los tormentos de un alma sedienta y que insinúan la impotencia de un espíritu vacilante roído por las polillas de la vida cotidiana, y que ve una única salida: tomar el camino de regreso por una senda que conduce hacia la obscuridad total pasando por todos los abismos hasta terminar fatalmente en lo­cura, y que, por consiguiente, niega toda tentativa de "retorno".

A través de todo ello puede seguirse, como tra­zada por un hilo rojo, la huella dejada por todo un linaje, que en este caso ha sido hostigado durante siglos hasta llegar a cometer crimen tras crimen... un legado siniestro que va pasando de padres a hijos y que los condena a no tener paz inte­rior, nunca, pues siempre habrá una mujer, ya sea la madre, la esposa o la hija, ya sea como víc­tima de un hecho de sangre o como instigadora del mismo, que obstruirá el camino que conduce al reposo espiritual; mas también siempre habrá mo­mentos, después de períodos de honda desespera­ción, en que brille la esperanza con la misma lumi­nosidad de una estrella invencible: "A pesar de todo sabemos que habrá uno de nuestra casta que permanecerá erguido, que pondrá fin a esta mal­dición y que merecerá el título y la corona de Maestro".

Con la sangre atropellándosele en las venas, Leonhard se va enterando de la gran pasión de su padre por... su propia hermana y de episodios que le permiten descubrir que él, Leonhard, es fru­to de esa unión, y no solamente él... ¡también Sabina!

Ahora entiende cómo es posible que Sabina no sepa quiénes son sus padres, y el hecho de que no exista indicio alguno que delate su verdadero origen; ve cómo el pasado va cobrando vida y com­prende: es su mismo padre quien trata de prote­gerlo al disponer que Sabina se eduque como una simple campesina –como una sierva de la condi­ción más baja–, para que ambos, hijo e hija, no corran nunca el peligro de saberse producto de un incesto, aún en el caso en que se repitiera en ellos la maldición de sus mayores y se unieran, a su vez, como marido y mujer.

A Leonhard le es revelado todo, palabra por palabra, a través de una carta de su padre, quien lleno de temor le escribe a su futura esposa para instarla a que no delate su secreto y tome todos los recaudos necesarios para impedir cualquier descubrimiento futuro, y que por lo tanto queme esa carta.

Conmovido, Leonhard intenta apartar sus ojos pero algo lo obliga a seguir leyendo, lo atrae como un imán... presiente que aún le quedan co­sas por saber que, según teme, se asemejan a los hechos que sucedieron en la capilla y que van a conducirlo hasta los extremos mismos del espanto cuando se entere de ellas. Súbitamente, con la cla­ridad que produce el rayo que rasga las tinieblas, se le revela a través de todo lo sabido la perfidia de una fuerza enorme y demoníaca, que oculta tras la máscara de un destino implacable, se ha pro­puesto destrozar metódicamente su vida disparando una flecha envenenada tras otra desde un es­condrijo invisible hasta que caiga vencido, quebrada ya la última fibra de su confianza y de su espíritu, sin otra alternativa que la de someterse al mismo destino de sus antepasados. Un senti­miento bestial lo invade, hace presa de él, sostiene la carta en la llama de la vela hasta que la última partícula de papel amenaza con quemarle la yema de los dedos, y en sus entrañas lo quema un ren­cor salvaje e irreconciliable contra el monstruo satánico en cuyas manos se halla la dicha y la des­gracia de los seres. En sus oídos resuena el mile­nario grito de venganza lanzado por tantos linajes sucumbidos bajo el golpe del destino, cada uno de sus nervios se convierte en un puño, su alma es un solo grito de combate.

Siente que debe realizar algo enorme que es­tremezca cielo y tierra, siente que tras suyo se ha­lla apostado un infinito ejército de muertos, las miríadas de ojos clavados sobre él, a la espera de un solo movimiento de su mano: para seguirlo a él que está vivo y que es el único que los puede conducir a la batalla para derrotar al enemigo común.

Tambaleando bajo los golpes de esa oleada de fuerza que se arroja sobre él, se levanta, mira a su alrededor: ¿qué, qué, qué hacer primero? ¿Incen­diar la casa, despedazar su propio cuerpo, salir cuchillo en mano y derribar todo lo que se cruce en su camino?

Cualquiera de estas acciones se le antoja di­minuta; la conciencia de su propia pequeñez lo abruma, pero se rebela contra ella con juvenil obs­tinación, intuye una mueca burlona que lo obser­va desde todos los lugares de aquella estancia y que lo aguijonea y estimula nuevamente.

Intenta hacer gala de sensatez ante sí mis­mo... emula el gesto del guerrero experto y prudente; se llega hasta el arcón del dormitorio, llena sus bolsillos con oro y joyas, toma su capa y su sombrero, sale y atraviesa la niebla de la noche sin una sola despedida, el pecho invadido por pla­nes confusos e infantiles: irá sin meta por el mun­do para retar y vencer al amo del destino.

El castillo desaparece a sus espaldas entre las brumas blanquecinas; quiere evitar pasar de­lante de la capilla pero no puede, el hechizo que ejerce sobre él la maldición que pesa sobre todo su linaje no lo suelta... lo intuye, lo presiente; se obliga a sí mismo a seguir siempre derecho hacia adelante, durante horas, pero el espectro del recuerdo se mantiene a su lado, paso a paso; el negro follaje de los árboles se alza y vuelve a caer, aquí y allá, lo mismo que la puerta trampa; de pronto se atormenta pensando en la suerte de Sabina: sabe que es lazo maldito que le tiende la sangre materna –la misma que recorre sus propias venas– el que pretende frenar sus ím­petus y apagar el joven fuego de su entusiasmo bajo una gris ceniza insípida; se defiende con to­das sus fuerzas, sigue" caminando a tientas, de tronco a tronco, hasta que a lo lejos divisa una luz que oscila en el aire a la altura del tamaño de un hombre, corre hacia ella, la pierde de vista, la ve otra vez brillar entre la niebla, cada vez más cerca, con la seducción de un fuego fatuo; es co­mo una senda que lo obliga a seguir su trazo, zigzagueando de izquierda a derecha.

Un grito apagado y misterioso, apenas per­ceptible, atraviesa trémulo la noche.

Súbitamente, se alzan ante Leonhard altos y negros muros en medio de las sombras, ve una ancha puerta abierta y reconoce... su propia casa.

Todo no ha sido más que una larga cami­nata en círculo alrededor del castillo, en torno al punto de partida.

Entre exhausto y vencido, baja el pomo de la puerta que conduce al cuarto de Sabina, y de pronto lo atrapa la gélida, mortal e incomprensi­ble certidumbre de que en esa habitación está su madre en persona, de carne y hueso, un cadáver devuelto a la vida que allí lo está esperando.

Quiere volverse, refugiarse nuevamente en la obscuridad de la noche, no puede: una fuerza irre­sistible lo obliga a abrir la puerta.

Adentro yace Sabina, desangrada, con los ojos cerrados, blanca como un lienzo, y delante de ella se agita el cuerpo desnudo de una criatura recién nacida –una niña– con la cara arrugada y la mirada vacía e inquieta; en su frente hay una señal sangrienta... es, rasgo por rasgo, el vivo retrato de la mujer asesinada en la capilla.

Maese Leonhard ve a un hombre corriendo por los campos con la ropa desgarrada por espi­nas: es él mismo, tal como se lo viera huyendo horrorizado del castillo, arrojado de su propia ca­sa por la firme mano del destino... exento ahora del vanidoso deseo de realizar grandezas...

En su memoria, la mano del tiempo va cons­truyendo una ciudad tras otra: obscuras y lumino­sas, grandes y pequeñas, insolentes y tímidas, y una tras otra las vuelve a demoler; ahora apare­cen ríos semejantes a largas serpientes plateadas, y grises estepas, y un traje de arlequín hecho de campos cultivados, verdes, marrones y morados; carreteras polvorientas, álamos puntiagudos, prade­ras aromáticas, animales que pastan y perros que mueven felices la cola; Cristos en los cruces de los caminos, blancos mojones; gentes, jóvenes y viejos; lluvias, los brillos del rocío, los ojos dorados de un sapo que se asoma desde un charco, herraduras con clavos oxidados, cigüeñas de una sola pata, cercos descascarados, flores amarillas, cementerios y nu­bes de algodón, el vapor de las alturas y el fuego de las fraguas; imágenes que vienen y se van –co­mo el día y la noche– desapareciendo en el olvido y volviendo a aparecer como niños jugando al es­condite ... cada vez que un olor, un eco o una voz muy queda las reclama...

Junto a Leonhard van pasando países, fortale­zas y castillos, lo acogen cordialmente, el nombre de su linaje es bien conocido, lo tratan con amistad y con recelo.

Habla con los habitantes de las villas, con los vagabundos, buhoneros, soldados y sacerdotes; den­tro suyo, la sangre de su madre lucha con la sangre de su padre; lo que hoy lo llena de maravillado asombro reflejando la cola multicolor de un pavo real hecha de miles de partículas de cristal, se le antoja mañana gris y vano, según cual de sus padres obtenga su respectiva victoria temporaria... des­pués retornan otra vez las espantosas horas en que ambas corrientes de vida se confunden y le permi­ten revestirse nuevamente con su propio yo, y en­tonces surgen otra vez los antiguos terrores que alberga su memoria y él vuelve a seguir –sordo, ciego y mudo– su camino, paso tras paso, envuelto en las marañas del pasado... entonces puede ver, Reflejada entre pupila y párpado, la cara anciana de la recién nacida, las inmóviles y vigilantes luces de aquellas dos estrellas que estaban esa noche tan jun­tas en el cielo, la carta, el castillo huraño y sórdido, Sabina muerta y sus blanquísimas manos cadavéri­cas, oye el balbuceo de su padre moribundo, el rumor de la seda del vestido de su madre y el crujir de un cráneo que se parte.

De tanto en tanto vuelve a hacer presa de él el temor de estar caminando –como aquella otra vez– en círculo... Todo bosque que conoce en el extranjero amenaza con convertirse en el parque familiar, detrás de cada muro puede hallarse su propia casa, las caras con que se cruza se parecen cada vez más a las de los criados y criadas de su juventud; se refugia en las iglesias, pernocta al ai­re libre, deambula detrás de procesiones, se embo­rracha en tabernas junto a prostitutas y ladrones, con el intento siempre de ocultarse de los ojos ace­chantes del destino para que nunca más lo pueda encontrar. Resuelve convertirse en monje: el abate del monasterio se escandaliza cuando oye su confe­sión y el nombre de su casta, sobre la que pesa la maldición de los Caballeros del Temple; se arroja de cabeza en el torbellino de la vida, pero ésta lo rechaza; sale en busca del diablo; el mal está en to­das partes pero no le es imposible hallar a su ins­tigador; lo busca en su propio yo, y en ese mismo instante su propio yo desaparece... sabe: tiene que estar en alguna parte ya que él no deja de sentirlo en ningún momento, aquél que busca es otro cada día, es como un arco iris que se deshace en el aire en cuanto trata de atraparlo con la mano.

Donde quiera que mire ve la sombra de la cruz de Satanás formada por cuatro piernas humanas que corren: en todas partes los seres procrean sin sentido, lo mismo crecen y sin sentido mueren; siente que el seno del que surge ese padecimiento interminable podría hallarse oculto detrás de ese molino de viento que se mueve eternamente, pero la ceniza en torno de la cual giran sus aspas permanece inasible para él, cual si fuere un mero pun­to geométrico.

Por el camino ve un fraile mendicante, Leonhard se le une; ora con él, ayuna con él y es casto como él; los años van cayendo como las cuentas de un rosario, nada cambia, ni por dentro ni por fue­ra, pero el sol parece más opaco.

Como siempre, a los pobres se les quita y a los ricos se les da; cuanto mayor la vehemencia con que mendiga pan, más son las piedras que le brinda el día... los cielos permanecen duros como el acero azul.

El viejo e indoblegable odio hacia ese enemigo invisible de los hombres que logra disponer de sus destinos, vuelve a estallar en Leonhard.

Escucha al fraile predicar acerca de la justicia y de los tormentos del infierno que sufren los con­denados para siempre: le suena a canto de gallo en­demoniado ... lo oye encolerizarse contra la impía Orden del Temple, que habiendo sido quemado mil veces en la hoguera, mil veces alza –inmune a la muerte– su cabeza y se extiende –tenaz y secre­to– por el mundo entero, continuando su existen­cia inacabable.

Es la primera vez que Leonhard se entera de algo más preciso sobre la fe de los templarios: tienen dos dioses, uno superior, alejado de los seres, y uno inferior, Satanás, que a cada hora vuelve a crear el universo para llenarlo cada vez con más horrores y hacerlo más abominable cada día, hasta que el mundo quede ahogado finalmente en su propia sangre; sobre esos dos dioses se alza un tercero– en Baphomet– un ídolo de cabeza dorada y tres semblantes.

Estas palabras se graban en él como si fuesen lenguas de fuego las que hablaran.

Le es imposible poder llegar hasta las profun­didades sobre las que el sentido de tales palabras se tiende como una oscilante alfombra de musgo, pero sabe –siente– con certeza inquebrantable, que este es el único camino que debe seguir para escapar de sí mismo: el Orden del Temple le tiende los brazos... es la herencia de los antepasados a la que ningún hombre puede sustraerse.

Abandona al monje.

Otra vez lo rodean las legiones de muertos que le gritan un nombre hasta que sus propios labios lo repiten y él logra entenderlo –sílaba por síla­ba– tal como lo pronunciara su boca... es como si naciera, igual que un árbol, desde el fondo de su corazón, un nombre que le resulta totalmente ex­traño y que, no obstante, está íntimamente ligado con todo su ser, un nombre que viste de púrpura y lleva corona, que lo obliga a repetírselo a sí mismo constantemente en voz baja, del que no se puede defender, cuyo ritmo: Ja–co–bo–de–Vi–tria–co marca el paso de sus pies caminando sobre el suelo.

Poco a poco ese nombre se convierte para él en una suerte de guía fantasmal que lo precede, ora como legendario Gran Maestre de los Caballeros del Temple, ora como una informe voz interior.

Del mismo modo en que una piedra lanzada al aire cambia de pronto su recorrido para caer al sue­lo con velocidad creciente, así, de súbito, ese nom­bre significa para Leonhard un cambio de todos sus deseos, y es entonces que lo comienza a devorar, la poderosa, inexplicable necesidad de conocer a su dueño, y es al cumplimiento de ese único deseo ine­ludible que ahora se dirigen todos sus pensamien­tos, todas sus acciones.

A veces podría jurar que el nombre le resulta totalmente nuevo, hasta que poco más tarde cree recordar con toda claridad que lo ha encontrado escrito en un libro de su padre, donde figura como cabeza suprema de la Orden; de nada sirve que se repita una y otra vez que es inútil preguntar en es­ta tierra por el Gran Maestro de Vitriaco, quien debió pertenecer a otro siglo y sus huesos deben es­tar pudriéndose desde hace mucho en una fosa; pe­ro la razón ya no tiene poder alguno sobre el ansia de encontrar: la cruz de las cuatro piernas se ade­lanta a su paso corriendo, invisible, y lo arrastra tras él.

Busca en los archivos nobiliarios de los ayun­tamientos, pregunta a los entendidos en heráldica, a nadie encuentra que conozca el nombre.

Finalmente, en la biblioteca de un monasterio da con el mismo libro de su padre, lo lee página por página, línea por línea: el nombre Vitriaco no se encuentra en él.

Ahora duda de su propia memoria, todo su pa­sado oscila; pero el nombré Vitriaco queda, como único punto fijo, firme como una roca.

Ha resuelto desalojarlo para siempre de su mente, se fija una ciudad determinada como meta y al otro día oye un llamado que le llega de otra parte, de un lugar cualquiera, y que suena vaga­mente como Vi–tria–co, y sus pasos se apartan del camino inicial y toman otra calle; una torre de igle­sia en el horizonte, la sombra de un árbol, el brazo de un indicador de millas, todo se convierte, por donde quiera imponerse a sí mismo la obligación de dudar, en el dedo que guía su marcha hacia el lugar en que vive el misterioso Gran Maestre de Vitriaco.

En una posada conoce a un curandero ambu­lante y comienza a alentar la vaga esperanza de que pueda tratarse de la persona que anda buscando, pero el curandero se hace llamar... doctor Schrepfer. Es un hombre con pequeños y brillantes dien­tes de conejo, tez obscura y ojos vivaces, y parece no haber nada en la tierra que él no sepa, ningún lu­gar que él no conozca, ningún pensamiento que no adivine, ningún corazón cuyos abismos más profun­dos no pueda sondear, ninguna enfermedad que no pueda curar, ninguna lengua que calle cuándo él dispone que hable, ninguna moneda que no se halle a su alcance.

Las muchachas se agolpan a su alrededor pa­ra que les prediga el futuro por medio de las cartas o las líneas de las manos; todos enmudecen cuando les adivina el pasado y se alejan en silencio arras­trando los pies.

Leonhard permanece toda la noche a su lado bebiendo; en su ebriedad lo asalta por momentos la idea de que no es un ser humano el que se encuen­tra sentado frente suyo. Por instantes sus rasgos se borran hasta que no se ve más que el brillo de los dientes y detrás de éstos se van formando palabras que son por momentos como el eco de lo que él mis­mo está diciendo... cuando no una respuesta a pre­guntas aún no formuladas.

Parecería que el hombre pudiera leer sus de­seos más íntimos: siempre lleva la conversación más intrascendente al tema de los templarios. Leon­hard quiere sonsacarle si sabe algo de un tal Vitriaco, pero todas las veces, a último momento, cuando casi ya es demasiado tarde, lo detiene una profunda sensación de desconfianza y el nombre se quiebra entre sus labios.

Siguen viaje juntos, adonde el azar los vaya llevando, de una romería a otra.

El doctor Schrepfer come fuego, traga sables, convierte agua en vino, se atraviesa la lengua con dagas sin derramar una sola gota de sangre, cura delirios, cicatriza llagas, convoca fantasmas, embru­ja a hombres y animales.

Leonhard no pierde de vista el hecho de que el hombre es un embustero, que no sabe leer ni es­cribir pero, sin embargo, realiza milagros; los para­líticos arrojan sus muletas y bailan, las parturien­tas dan a luz en cuanto sienten el contacto de su mano, los ataques de epilepsia cesan, las ratas salen corriendo en bandadas de las casas y se arrojan al agua. Leonhard no puede separarse de él, está bajo su hechizo y aún se cree libre.

Apenas la esperanza de que este hombre lo lle­vará hasta el Gran Maestre Vitriaco amenaza ex­tinguirse, la vuelve a reavivar una palabra cual­quiera que parece ocultar un doble sentido, y otra vez las cadenas quedan echadas.

Todo lo que el saltimbanqui dice suena como una discrepancia: rechaza a la gente con violencia y así logra ayudarla; miente y sus palabras albergan la mayor de las verdades; dice la verdad, y tras ella se asoma burlona la mentira; fantasea sin el menor sentido y sus palabras se convierten en profecías; predice cosas que, según él, le dictan las estrellas: se cumplen, aunque de astrología no sepa absolu­tamente nada; prepara medicinas de yerbas total­mente inocuas: producen el resultado prometido; se ríe de los crédulos y es más supersticioso que una vieja campesina; se burla de los crucifijos y se santigua cuando un gato negro se cruza en su camino, cuando le hacen preguntas las contesta insolentemente con las mismas palabras de su interlocutor, y en su boca se convierten en las respuestas que dan exactamente en el clavo.

Leonhard observa con creciente asombro que en este instrumento terrenal se revela una mara­villosa fuerza; poco a poco cree adivinar la clave del misterio: si se limita a ver solamente al men­tiroso, todo lo que oye de sus labios se vuelve un disparatado devaneo, pero si uno se vuelve hacia esa fuerza invisible que se refleja en el doctor Schrepfer como los rayos del sol en un charco, el curandero charlatán se convierte de inmediato en un vocero y de su boca pugnan por brotar fuentes de la verdad más viva.

Leonhard se arriesga a hacer una tentativa, se sobrepone a su desconfianza, pregunta al hombre sin mirarlo a la cara –como si se dirigiera a las nu­bes violetas y purpúreas del atardecer– si conoce el nombre de Jacobo de...

"Vitriaco", complementa el otro la pregunta, y se queda callado como sumido en éxtasis, hace una profunda reverencia hacia Occidente, adopta una expresión solemne y declama en voz baja y tem­blorosa que ha llegado por fin la hora de la resu­rrección, que él mismo es un templario cuya mi­sión consiste en indicar, a los que van tanteando a través de las intrincadas sendas de la vida, aquella que conduce hacia el Maestro. Describe con un aluvión de palabras las maravillas que aguardan a los elegidos, el resplandor que rodea los rostros de los hermanos y los libera de todo remordimiento, contrición o penitencia, venga del incesto o de cualquier otro pecado, convirtiéndolos en cabezas de Jano, con sus miradas puestas en dos mundos, de eternidad en eternidad, testigos inmortales del más acá y del más allá... cual dos gigantescos pe­ces escapados para siempre de la red de la temporalidad, que nadan en el océano de la existencia, inmortales, acá y allá, hasta la eternidad.

Luego señala extasiado las cimas azuladas de una cadena de montañas que se dibujan en el ho­rizonte: allí adentro, en las mismas profundidades de la tierra, rodeado por altísimas columnas, se al­za el santuario del orden del Temple, construido de dólmenes, donde una sola vez por año, en medio de las sombras de la noche, se reúnen los discípu­los de la cruz de Baphomet... los elegidos del dios inferior que rige a los seres, tritura a los débiles y eleva a los fuertes a la condición de hijos suyos. Sólo quien sea un verdadero caballero, un sacrílego de la cabeza a los pies, bautizado en las llamas de la insurrección espiritual, y no uno de aquellos que retroceden gimoteando temblorosos ante el pe­cado mortal y que se castran sin cesar con el cuen­to del Espíritu Santo, que en resumidas cuentas también es su propio yo, puede aspirar a la recon­ciliación con Satanás –el único ungido entre todos los dioses–, sin la cual no se puede aspirar nunca a salvar la desavenencia entre el deseo y el de­signio.

Leonhard escucha todo este discurso ampuloso con un sabor desagradable en la boca; de estas fan­tasías falaces se desprende algo monstruoso: allá en medio de un bosque de tierras alemanas existi­ría un templo oculto... pero el tono fanático que vibra en aquellas palabras acalla sus propios pen­samientos cual el sonido ensordecedor de un ór­gano, deja que de él sea lo que el doctor Schrep­fer disponga, se quita los zapatos, juntos encienden un fuego, las chispas salpican la obscuridad de la noche de verano, bebe de un tazón el repulsivo brebaje que el otro le prepara con quién sabe qué yerbas para purificarlo.

"¡Lucifer, tú que padeces injusticias, yo te sa­ludo!", tal es el santo y seña que debe recordar. Leonhard escucha las frases; las sílabas le parecen estar extrañamente separadas, dispersas como pi­lares de piedra, algunas le suenan muy lejanas, otras, en cambio, parecen estar casi pegadas a su oído; de pronto dejan de ser meros nidos, se con­vierten en columnas y forman galerías... con la misma naturalidad con que en sueños las cosas se nos antojan capaces de convertirse unas en otras, siendo absorbidas a veces las más grandes por las mucho más pequeñas.

El curandero lo toma de la mano, caminan –según parece– durante un largo, largo trecho... a Leonhard le arden las plantas de los pies, siente como los terrones de tierra se van deshaciendo bajo el peso de su cuerpo.

Entre las sombras de la noche, las elevaciones del terreno se funden en figuras suaves y es­ponjosas.

Momentos de duda se alternan sucesivamente con otros de confianza inquebrantable, es como la certeza de que algo de cierto debe esconderse de­trás de las palabras de su guía... y es ella la que finalmente gana la batalla.

Luego vienen momentos de extraña exaltación, tras los que –cada vez que tropezando con alguna piedra– retoma el curso de la realidad, su cuerpo avanza como guiado por un antiguo sueño; el so­bresalto producido queda olvidado de inmediato, y entre cada despertar se intercalan períodos vacíos y larguísimos que expulsan del presente todos sus recelos para darles cabida en época de un pasado muy lejano.

El camino se hunde.

Anchos escalones sonoros se precipitan hacia abajo.

Leonhard sigue adelante, tanteando a lo largo de frías y lisas paredes de mármol... está solo, quiere buscar a su acompañante.... cuando el soni­do de trompetas, atronadoras como si llamaran a la resurrección, casi lo dejan sin conocimiento... Los huesos le vibran en el cuerpo, ante sus ojos la noche parece partirse en dos: el clamor de las fan­farrias se convierte súbitamente en una luz des­lumbrante ... se halla parado en una blanca cons­trucción abovedada.

En medio del recinto, muy cerca suyo, se ba­lancea libremente una cabeza dorada con tres caras; la del centro le parece –al mirarla ligera­mente de frente– igual a la suya pero mucho más joven, y en ella se refleja la expresión de la muer­te a pesar de que el brillo del metal, tan fuerte que hace imposible ver con precisión los rasgos, irra­dia el influjo indestructible de la vida; pero no es la máscara de su juventud lo que Leonhard busca, él quiere ver a toda costa los otros dos rostros vuel­tos hacia las sombras, quiere conocer sus expre­siones, pero cada vez que lo intenta ellos se lo impiden: la cabeza dorada gira al mismo tiempo en que él trata de rodearla, de modo que se enfren­ta siempre con la misma cara.

Leonhard atisba a su alrededor tratando de adivinar cuál es la magia extraña que pone en mo­vimiento esa increíble cabeza, cuando de pronto ve que la pared del fondo se vuelve transparente co­mo un vidrio y que del otro lado está, con los bra­zos abiertos, harapiento," jiboso, las anchas alas del sombrero cubriéndole los ojos, inmóvil como la misma muerte, parado sobre un montículo forma­do por esqueletos humanos entre los cuales brotan unas pocas briznas de hierba... el amo del mundo en persona.

Las trompetas enmudecen.

La luz se extingue.

La cabeza dorada ha desaparecido.

Sólo permanece el reflejo macilento de la pu­trefacción que envuelve a la imagen recién apare­cida.

Leonhard siente que un creciente entumeci­miento va recorriendo su cuerpo paralizando cada una de sus miembros, su sangre queda como coa­gulada, el latido de su corazón es cada vez más lento y finalmente se para por completo.

Lo único que todavía le permite decir "yo" es una sola y diminuta chispa en un lugar impreciso de su pecho.

Las horas se van escurriendo como gotas pere­zosas y se dilatan hasta formar interminables años.

Imperceptiblemente, el contorno de la imagen va adquiriendo realidad: bajo el tenue hálito gris del amanecer las manos extendidas se encogen len­tamente hasta convertirse en muñones de madera putrefacta, las calaveras van cediendo vacilantes su lugar a las piedras redondas del camino cubier­tas de polvo...

Leonhard se levanta trabajosamente; ante él se yergue amenazante, cubierto con harapos, la ca­ra hecha de vidrios rotos, un... triste espantapája­ros jiboso.

Los labios le arden de fiebre, su lengua está reseca; a su lado todavía esparcen un débil res­plandor las cenizas del fuego de leña bajo el jarro que contiene los restos del brebaje ponzoñoso. El curandero se ha ido.... y con él su último peculio; pero Leonhard sólo percibe a medias todas estas cosas: las impresiones recibidas durante la noche aún alborotan demasiado en su conciencia; si bien es cierto que ese espantapájaros ya no es más el amo del mundo, también lo es que el amo del mundo ya no es más un lamentable espantapája­ros, temible sólo para los miedosos, implacable só­lo con los suplicantes, cubierto con la investidura de tiranos sólo para aquellos que prefieren ser es­clavos y lo ven rodeado con el nimbo del poder... una deplorable caricatura a los ojos de los que son libres y orgullosos.

El secreto del doctor Schrepfer queda repen­tinamente revelado: el misterioso poder que irra­dia su ridícula persona no le pertenece a él ni a nadie que se oculte detrás de él cubierto con un manto que lo torne invisible. Es ni más ni menos que la mágica fuerza de los crédulos que no se atre­ven a creer en sí mismos y mucho menos hacer uso de esa fuerza por su propia cuenta y riesgo, tenien­do por lo tanto que trasmitírsela a un fetiche –ya sea un hombre, un dios, una planta, un animal o el mismo diablo– para que su reflejo les sea devuel­to milagrosamente; y es también la vara mágica del verdadero señor del mundo, del yo más profun­do y omnipresente que todo lo devora, la fuente que sólo puede dar y nunca recibir sin convertirse en un impotente "tú", el yo bajo cuyo mandato el espacio debe desgarrarse y el tiempo convertirse en el rostro de un presente interminable; es la co­rona imperial del espíritu, pecar contra ella es el único delito que no se puede perdonar; es el poder que se anuncia a través del círculo luminoso de un presente mágico e indestructible, que lo absorbe to­do hasta su fundamento original.

Dioses y seres, pasado y futuro, sombras y de­monios, transcurren y se esfuman dentro de esa misma fuerza. Es el poder que no conoce límites y que más se hace sentir en el que a su vez es el más fuerte y el más grande; es la fuerza que siempre está adentro y nunca afuera... y que convierte todo lo que permanece afuera rápidamente en un espantapájaros.

En Leonhard se cumple la predicción del cu­randero en todo lo que al perdón de los pecados se refiere y no hay palabra que no se hiciera verdad; el maestro ha sido hallado: lo es el mismo Leon­hard.

Del mismo modo en que un pez grande logra abrir un agujero en la red y escaparse, Leonhard se ha redimido a sí mismo de la maldición que pe­saba sobre él desde sus ancestros... y es un reden­tor para todos aquellos que estén dispuestos a seguirlo.

Todo es pecado y nada lo es, todos los yo for­man un yo común... esto ha quedado bien claro en su conciencia.

¿Dónde vive la mujer que no sea al mismo tiempo su hermana, cuál es el amor terrenal que no sea a su vez incesto, a qué ser –así fuese el más insignificante de los animalitos– puede matarse sin cometer matricidio y suicidio al mismo tiempo? ¿Qué otra cosa es su propio cuerpo que la herencia de miríadas de animales que vinieron antes que él?

No existe nadie que pueda disponer del desti­no sino ese único e inmenso yo que se refleja en innumerables espejos –grandes y pequeños, cla­ros y opacos, malos y buenos, tristes o alegres– sin ser afectado ni por el dolor ni por la alegría, permaneciendo en el pasado y en el futuro como un presente perenne, al igual que el sol no se en­sucia ni se arruga aunque quede reflejado en una charca o nade sobre olas encrespadas, sin sumergirse en el pasado ni emerger del futuro, por más que se evaporen todas las aguas y otras nuevas se formen de la lluvia: no hay nadie que disponga del destino sino el grande yo común; el origen, esa co­sa que es la causa primitiva.

¿Dónde hay espacio, pues, para el pecado? Ese enemigo taimado e invisible que arroja flechas en­venenadas desde las sombras, ya no existe; los de­monios y los ídolos quedaron destruidos... muertos como los murciélagos aniquilados por la luz.

Leonhard ve a su madre muerta resucitar con sus gestos sin sosiego, a su padre, a su hermana y esposa Sabina: ya rió son más que imágenes, como lo es también el recuerdo de su propio cuerpo de niño, de joven y de hombre; sus verdaderas vidas son imperecederas y sin forma, lo mismo que su propio yo.

Se arrastra hacia el estanque que ha visto en las cercanías para refrescar su piel ardiente; ya no siente como suyos los dolores que desgarran sus entrañas, es como si fuesen de otro.

Ante la eterna presencia del alba, que a todo mortal se le antoja tan familiar como su propio rostro y que sin embargo resulta ser tan absoluta y definitivamente extraña como el semblante de uno mismo, se esfuman y desaparecen todos los espec­tros y se curan los males del cuerpo.

Y mientras contempla pensativo las blandas curvas de la orilla y las pequeñas islas cubiertas de juncos, lo asaltan nuevamente los recuerdos.

Y ve que está otra vez en el parque de sus años jóvenes.

¡Ha emprendido un largo viaje circular a tra­vés de las densas nieblas de la vida!

Una profunda paz se apodera de su corazón, el miedo y el espanto han quedado desterrados, se ha reconciliado con los muertos y los vivos y con­sigo mismo.

El destino ya no alberga más horrores para él, fueron borrados del pasado y del futuro.

De aquí en más, la dorada cabeza de la vida no posee sino una sola cara: el presente como sen­sación de una sagrada calma interminable le mues­tra su rostro eternamente joven; los otros dos permanecen ocultos para siempre como se oculta de la tierra la faz obscura de la luna.

El pensamiento de que todo lo que se mueve tiene que cerrarse inexorablemente hasta formar un círculo, y que también él forma parte de esa mis­ma ley que hace que todos los cuerpos sean redon­dos y que así han de conservarse, adquiere para él algo infinitamente consolador; con claridad percibe la diferencia entre el símbolo satánico de las cua­tro piernas humanas que corren incesantemente y el de la cruz serenamente erguida.

¿Vivirá aún su hija? Debe ser ya una mujer anciana, apenas veinte años menor que él.

Tranquilo y en paz consigo mismo emprende el regreso a casa; el camino de grava se cubre aho­ra con un manto multicolor de frutos caídos y flo­res silvestres, los abedules jóvenes se han conver­tido en gigantes robustos y nudosos que visten de claro, un negro montículo de escombros –atrave­sado aquí y allá por umbrelas grises de maleza– cubre la cima de la montaña.

Invadido por una emoción extraña camina por entre la escombrera que arde bajo el sol: un viejo mundo familiar emerge del pasado con renovado brillo, las partículas que encuentra esparcidas de­bajo el maderamen carbonizado se van ensamblando hasta formar un todo; un péndulo de bron­ce logra el retorno mágico del reloj marrón de su infancia a este presente resucitado, las miles de gotas de sangre vertidas en los viejos momentos de dolor y espanto se vuelven salpicaduras rojas en el plumaje del ave fénix de la vida.

Una manada de ovejas que un grupo de perros silenciosos espantara hasta formar un cuadro casi perfecto, baja por la pradera; Leonhard pregunta al pastor por los habitantes de aquel castillo, el hombre murmura algo acerca de una maldición y de una vieja, última habitante del lugar en ruinas –una bruja malvada que lleva una señal sangrien­ta en la frente, igual a Caín, y que vive abajo, en la carbonera– y continúa su camino con gesto adusto y paso apurado.

Leonhard entra en la capilla que ahora es­tá oculta por la espesura del bosque; la puerta está desvencijada, en el lugar vacío sólo queda el recli­natorio dorado cubierto por el moho; las ventanas están empañadas, el altar y las imágenes sagradas sucumbieron bajo la acción destructora de la po­dredumbre, la cruz de la puerta trampa está a punto de ser devorada por el óxido; el moho lo ha invadido todo y le aúlla desde todas las junturas. Pasa su pie por la superficie de hierro, dejan­do al descubierto una sola franja de metal aún bri­llante que lleva una inscripción: "Construida por Jacobo de Vitriaco".

Las tenues telarañas que ligan unas con otras las cosas de esta tierra se desatan ante los ojos de Leonhard dando lugar a una singular revelación: el nombre sin importancia de un constructor ex­tranjero que apenas se grabara en su memoria des­pués de haber sido leído tantas veces durante su juventud y tantas otras veces olvidado, su acom­pañante invisible durante una ronda macabra entre las sombras de la noche –del cual creyó oír el llamado del maestro– está ahora a sus pies, convertido en un nombre indiferente a partir del mismo momento en que su misión ha terminado y cuando el secreto anhelo de volver a casa, al punto de partida, se ha visto cumplido.

Maese Leonhard contempla los restos de su vi­da cumplida como la de un ermitaño en medio de las marañas salvajes de la existencia; cubre su cuer­po con un silicio hecho de toscas mantas halladas entre las ruinas que quedaron del incendio, cons­truye un hogar de ladrillos crudos.

Las siluetas de las personas que a veces se dejan ver por los alrededores de la capilla le pare­cen incorpóreas, igual que espectros; cobran vida recién cuando las incorpora en el círculo mágico de su yo, convirtiéndolas allí en inmortales.

Las formas de la existencia le son tan indife­rentes como el rostro siempre cambiante de las nubes: múltiples y en el fondo nada más que vapor de agua.

Eleva su mirada por encima de las copas nevadas de los árboles.

Y otra vez, igual que entonces, en la noche aquella en que naciera su hija, hay dos estrellas muy juntas que brillan en el Sur del cielo, y que lo están mirando.

Antorchas se acercan a través del bosque.

Suena el metal de las guadañas.

Por entre los árboles vienen flotando rostros estremecidos por la cólera, se oyen voces cuchi­cheantes, la vieja jibosa de la carbonera está parada otra vez frente a la capilla, mueve sus brazos flacos como si fuesen aspas, señala la silueta diabólica que se dibuja en la nieve, llama a los supersticiosos campesinos, se acerca a la ventana y con ojos enloque­cidos que brillan como dos estrellas verdes trata de espiar a través de los cristales empañados.

Sobre su frente arde un lunar rojo.

Maese Leonhard no se mueve, sabe que los que están afuera vienen a matarlo, sabe que la sombra diabólica que arroja su propio cuerpo hacia la nie­ve –y que nada significa ya que debe ser obedien­te a cada uno de sus movimientos– es la causa de la furia de aquella multitud supersticiosa, pero sabe también que aquél a quien van a matar: su cuerpo, no es más que una sombra, como también son sólo sombras todos ellos, inmateriales sombras en el rei­no falso de las sombras regido por la rueda del tiempo; y sabe que también ellas no hacen sino obedecer a las leyes del círculo de las que nada ni nadie escapa.

Sabe que la vieja del lunar rojo es su hija con los mismos rasgos de su madre y que de ella pro­viene el fin, para que así quede cerrado el arco.

El deambular circular del alma a través de las nieblas de los nacimientos retornando hacia la muer­te.

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