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La obra de Gustav Meyrink

El Rostro Verde (5). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo IV

El barón Pfeill se dirigía hacia la estación central con la intención de tomar el tren de la tarde que lo llevaría a su casa de campo de Hilversum.

Había llegado ya al puerto, atravesando el barullo de los puestos y tiendas del mercado, cuando el ruido ensordecedor de cientos de campanas le indicó que eran la seis. No tendría tiempo de coger el tren.

Rápidamente decidió volver hacia el centro. Casi le aliviaba haber perdido el tren, puesto que así le quedaban un par de horas para arreglar un asunto que lo traía de cabeza desde que se despidió de Hauberrisser.

Se detuvo ante un maravilloso edificio de estilo barroco, con ladrillos rojos y tejas blancas, situado en la sombría alameda de la Heerengracht. Durante un instante se quedó mirando la inmensa ventana corredera que cubría casi toda la fachada del primer piso. Tiró de la maciza aldaba de bronce.

Transcurrió una eternidad; finalmente, un viejo lacayo en librea, medias blancas y calzones a media pierna de seda morada, acudió a abrirle.

—¿Está el doctor Sephardi en casa?. Se acuerda de mí. ¿verdad, Jan?. Súbale esta tarjeta al señor y pregúntele si…

—El señor ya lo está esperando, Mynheer. Pase, por favor.

El anciano criado subió en primer lugar por una estrecha escalera revestida de tapices hindúes, las paredes estaban adornadas con bordados chinos. La escalera era tan empinada que tuvo que apoyarse en el pasamanos de cobre para no perder el equilibrio. Un embriagador olor a sándalo perfumaba toda la casa.

—¿Me está esperando?. ¿Cómo? —preguntó el barón, sorprendido.

Llevaba años sin ver al doctor Sephardi y la idea de ir a visitarlo se le había ocurrido media hora antes. Quería comparar sus respectivos recuerdos de aquel cuadro del rostro verde para obtener claridad acerca de algunos detalles que de manera extraña presentaban discordancias entre lo que él recordaba y lo que había contado a Hauberrisser en el café.

—El señor le ha enviado esta mañana un telegrama a La Haya para solicitar su visita, Mynheer.

—¿A la Haya?. Hace ya mucho tiempo que vivo en Hilversum. Es pura casualidad que haya venido hoy a verle.

—Enseguida informaré al señor de que está usted aquí. Mynheer.

El barón tomó asiento y esperó.

Todo, hasta el más mínimo detalle, se encontraba en el mismo lugar que en otros tiempos: tapetes de seda en los respaldos de las sillas talladas en madera maciza; dos sillones holandeses al lado de la espléndida chimenea con sus columnas y azulejos de cerámica verde incrustada de oro; tapices multicolores de Isfahan cubrían el alicatado blanco y negro del suelo; princesas japonesas de porcelana rosa pálido por los rincones; una mesa con un tablero de mármol negro; retratos pintados por Rembrandt y otros maestros de los antepasados de Sephardi, unos elegantes judíos portugueses que en el siglo XVII encargaron la construcción de la casa al célebre Hendrik de Keyser y que en ella vivieron y murieron.

Pfeill comparó los rostros de aquellos hombres de épocas pasadas con los rasgos del doctor Ismael Sephardi. Tenían la misma cara alargada, los mismos ojos grandes y oscuros en forma de almendra, los mismos labios delgados y la misma nariz ligeramente arqueada, el prototipo del judío español orgulloso y de expresión casi despectiva.

Ninguna huella de evolución se advertía en estos rasgos, habían permanecido idénticos a través de los siglos. Un minuto más tarde entró el doctor Sephardi acompañado por una bellísima señorita rubia que debía tener unos veintiséis años.

—¿De veras me ha mandado un telegrama, querido doctor?—preguntó Pfeill—. Jan me ha dicho…

—El barón Pfeill posee un sistema nervioso de extrema sensibilidad —explicó Sephardi sonriendo a la joven dama—. Basta con nombrar un deseo para que lo cumpla. Ha venido sin haber recibido mi telegrama. La señorita van Druysen es la hija de un amigo de mi padre —añadió dirigiéndose a Pfeill—. Ha venido desde Amberes para pedirme consejo en un asunto del que sólo usted tiene conocimiento. Se trata de un cuadro, o mejor dicho, podría estar en relación con ese cuadro que me dijo que había visto un día en Leyden. Era un retrato del Ahasverus.

Pfeill lo miró lleno de asombro.

—¿Es ésta la razón por la que me ha telegrafiado?.

—Sí. Ayer fuimos a Leyden para contemplar el cuadro, pero nos dijeron que nunca ha existido tal cuadro en aquella colección. El director, Holwerda, al que conozco bien, me afirmó con rotundidad que su museo no contenía cuadro alguno, sino antigüedades egipcias…

—Permítame explicar al señor porqué me interesa tanto este asunto —dijo la joven entrando resueltamente en la conversación—. No quiero aburrirle con la historia de mi familia, barón. Intentaré ser lo más breve posible. Un hombre, o mejor, una aparición, jugó un papel muy importante en la vida de mi padre, a quien amé infinitamente. A veces, absorbía todos sus pensamientos durante meses. Entonces yo era demasiado joven y quizás demasiado superficial para comprender la vida interior de mi padre (mi madre había muerto ya mucho antes), pero ahora todo el pasado ha resucitado en mí y me atormenta una constante inquietud que me empuja a descifrar cosas que debía haber aprendido hace mucho tiempo. Me tomará por una exaltada si le digo que preferiría morir hoy que mañana. Ni el vividor más desilusionado estará tan cerca del suicidio como yo… Lo del cuadro, o la aparición, ¿qué podría significar?. No sé prácticamente nada de ello. Sólo sé que siendo niña, cuando interrogaba a mi padre sobre la religión o sobre Dios, me solía decir que pronto llegaría el momento en que la humanidad habría agotado todos sus recursos y que entonces toda la obra humana sería barrida por un huracán espiritual. Los únicos que sobrevivirían a la catástrofe son aquellos capaces de contemplar en sí mismos el rostro verde del precursor, del hombre primordial que no conoce la muerte. Estas eran sus palabras exactas.

Cada vez que mi curiosidad se excitaba y le preguntaba cómo era ese precursor, si era un hombre vivo o un espectro, o Dios mismo, y cómo lo reconocería si me topara con él, me contestaba: «No te preocupes, hija, no es ningún espectro, y aunque se te presentara como tal, no temas nada: es el único hombre sobre la Tierra que no es un espectro. Lleva en la frente un vendaje negro bajo el cual oculta el símbolo de la vida eterna, porque el que lleve el símbolo al descubierto y no profundamente escondido, es como si llevara la marca de Caín. Puedes tropezar con él en cualquier lugar, muy probablemente cuando menos lo esperes…»

Tras un corto silencio, continuó:

—Cuando al cabo de muchos años estalló esta horrible guerra, que tanto ha desacreditado al cristianismo…

—Perdón —la interrumpió Pfeill—, a la cristiandad. Son cosas muy distintas.
—Sí, desde luego, la cristiandad. Entonces pensé que mi padre predijo el futuro, que había hecho alusión a esta inmensa matanza…

—Estoy seguro de que no aludía a la guerra —intervino Sephardi—. Acontecimientos de esta naturaleza, por muy horribles que sean, sólo afectan a quienes realmente los viven en su propia carne. Esta guerra ha dividido a los hombres en dos grupos que ya no podrán comprenderse: unos han visto el terror del infierno y mientras vivan conservarán su visión dentro del corazón, a otros sólo les ha llegado la tinta negra de los periódicos. Yo soy de los últimos; confieso francamente y sin avergonzarme que los sufrimientos de tantos millares de personas no me han dejado ninguna huella. ¿Por qué iba a mentir?. Si otros afirman lo contrario y dicen la verdad, estoy dispuesto a inclinarme humildemente ante ellos. Pero no creo que haya muchos… Perdóneme, señorita, la he interrumpido.
«Es un alma muy íntegra» —pensó Pfeill, observando con satisfacción el sabio y orgulloso rostro de Sephardi.

—En aquel tiempo —continuó la joven— pensaba que mi padre se refería a la guerra; pero poco a poco he ido percatándome de lo que mi padre quería decir al declarar que la humanidad se vería desprovista de sus últimos recursos. Cuando le hablé al doctor Sephardi del hombre primordial, así lo llamaba mi padre, preguntándole si no se trataría de una simple ilusión mental, recordó haberle oído hablar de cierto cuadro…

—Que desafortunadamente no existe —Pfeill terminó la frase—. Es cierto que le hablé al doctor Sephardi de este retrato. También es verdad que estaba convencido de haberlo visto en Leyden hace años. Pero ahora estoy seguro de que no lo he visto nunca, ni en Leyden ni en ninguna otra parte.
»Esta tarde he hablado con un amigo acerca del retrato y nuevamente lo he visto en mi recuerdo enmarcado y colgado de la pared. Pero más tarde, cuando me dirigía hacia la estación, repentinamente comprendí que el marco no era más que una invención de mi fantasía para materializar lo que únicamente existía en mi cabeza. Entonces decidí venir aquí para preguntar al doctor Sephardi si en realidad le había comentado algo de este cuadro o si incluso este comentario lo había soñado.

»Esta imagen, ¿cómo puede haber penetrado en mi mente?. Para mí es un misterio. El retrato me ha perseguido a menudo, hasta en sueños. ¿Acaso soñé que se hallaba expuesto en Leyden y luego mezclé el sueño con la realidad?.

»La cosa se complica aún más por el hecho de que mientras hablaba usted de su padre, señorita, el rostro se me ha aparecido con una nitidez escalofriante, vivo y con los labios temblorosos, como si fuesen a decir algo, de ningún modo muerto e inerte como en una pintura.

De golpe se calló. Parecía como si estuviera escuchando en su interior el murmullo de la aparición.

Algo turbados, el doctor Sephardi y la joven guardaron silencio. De la calle llegaba el sonido de uno de aquellos grandes órganos que por la tarde solían recorrer la ciudad lentamente, arrastrados por un par de poneys.

—Lo único que puedo suponer —comenzó Sephardi al cabo de un rato— es que en este caso se trata de una especie de estado hipnótico. Un día usted vivió algo en su sueño, es decir, inconscientemente, y más tarde, la experiencia se confundió con los acontecimientos cotidianos bajo la apariencia de un retrato, convirtiéndose así en aparente realidad. No tema que esto sea patológico o anormal —añadió al advertir en Pfeill un gesto de rechazo— estas cosas son mucho más frecuentes de lo que se cree. Si se descubriera su verdadero origen, estoy convencido de que se nos caería la venda de los ojos y participaríamos en esa vida paralela que en nuestro estado actual experimentamos sin saberlo durante nuestro sueño. Lo que escriben los extáticos místicos cristianos sobre el "segundo nacimiento" sin el cual sería imposible "ver el reino de Dios", no me parece que sea sino el despertar de un Yo muerto hasta ese momento a un reino que existe con independencia de los sentidos, en una palabra, al "Paraíso".

Tomó un libro de una estantería y les enseñó un grabado.

—El sentido del cuento de la Bella Durmiente se refiere seguramente a esto, y tampoco sabría interpretar de otra manera esta antigua representación alquimista titulada "El segundo nacimiento": un hombre desnudo que se levanta de su ataúd, junto a una calavera con una vela encendida sobre la coronilla. ¡Ah!, antes de que se me olvide, a propósito de los cristianos extáticos: la señorita van Druysen y yo asistiremos esta noche a una reunión de este tipo en el Zee Dijk. Es cosa curiosa, pero también ahí aparece el rostro verde.

—¿En el Zee Dijk? —preguntó Pfeill riendo—. ¡Pero si es el barrio de los maleantes!. Les habrán tomado el pelo.

—Dicen que ya no está tan mal frecuentado como antes, sólo queda una taberna de marineros, de muy mala fama, eso sí, el "Príncipe de Orange". Los demás habitantes del barrio son unos pobres artesanos inofensivos.

—También vive allí un anciano algo original, con su hermana; se llama Swammerdam, está loco por su colección de mariposas y a ratos se cree que es el rey Salomón. Nos ha invitado —dijo alegremente la joven—. Mi tía, una señorita de Bourignon, lo ve a diario. Bueno, ¿qué me dice de mi distinguido parentesco?. Para prevenir cualquier equívoco, diré que es una respetable canóniga del convento de las Beguinas y profesa una devoción desbordante.

—¡¿Qué?!. ¿El viejo Swammerdam vive aún? —exclamó el barón entre risas—. Habrá pasado ya de los noventa, ¿no?. ¿Sigue teniendo aquellas suelas de goma que medían dos dedos de espesor?.

—¿Lo conoce?. ¿Qué tipo de persona es, en el fondo?. ¿Es en verdad un profeta como afirma mi tía?. Por favor, cuénteme algo sobre él.

—Con gran placer, si eso le gusta, señorita. Pero tengo que darme mucha prisa y despedirme prácticamente ya si no quiero volver a perder mi tren. En todo caso, le digo adiós de antemano. No espere nada fantástico, lo que le puedo contar es simplemente divertido.

—Tanto mejor.

—Pues bien. Conozco a Swammerdam desde que tengo catorce años. Más tarde lo perdí de vista, naturalmente. Yo, en aquellos tiempos, era un golfo tremendo y me apasionaba todo lo que no fuese estudiar. Entre otras cosas coleccionaba insectos y tenía terrarios con reptiles de todas clases. Nada más descubrir en alguna tienda especializada una rana o un sapo asiático tan grande como un bolso, los adquiría para encerrarlos en grandes vitrinas con calefacción. Por las noches el croar era tan ensordecedor que temblaban las ventanas de todo el vecindario.

»¡Y anda que no tragaban sabandijas los bichos!. Tenía que acarrearlas por sacos.
»Si hoy hay tan pocas moscas en Holanda, se debe únicamente a mi afán de entonces por hallar alimentos para mis bestias. Las cucarachas, por ejemplo, las exterminé yo. Y eso que casi nunca veía a mis ranas; durante el día se escondían bajo las piedras y por las noches mis padres insistían en que me acostara y durmiera.

»Al final mi madre me aconsejó que pusiera en libertad a las bestias y guardara sólo las piedras: vendría a ser lo mismo y sería más cómodo; pero yo, evidentemente, rechacé con vehemencia esta proposición absurda.

»Mi afán por coleccionar insectos se convirtió pronto en la comidilla de la gente y me acarreó la benevolencia de la sociedad entomológica que en aquel tiempo estaba formada por un barbero de piernas combadas, un comerciante de pieles, tres maquinistas jubilados y un disector del museo de ciencias naturales. Este último no se atrevía a participar en las excursiones de sus compinches porque su mujer se lo tenía prohibido. Todos los miembros del grupo eran ancianos frágiles que coleccionaban mariposas o escarabajos y que veneraban una bandera de seda con letras bordadas que decía: "Osiris, Sociedad de investigaciones biológicas". Me aceptaron como miembro a pesar de mi juventud. Conservo todavía un diploma que termina diciendo: "Le brindamos nuestro mejor saludo biológico".

»Pronto me di cuenta de la razón por la cual habían deseado tanto mi entrada en el club.

»De estos ancianos biologistas, algunos estaban medio ciegos y por lo tanto eran incapaces de dar con los escondrijos de los lepidópteros nocturnos, otros apenas si podían caminar a través de las dunas a causa de sus varices. Algunos, en el momento preciso de agitar las redecillas para capturar un pavón*, sufrían ataques agudos de tos, de manera que la presa solía escapárseles. Yo no ostentaba ninguna de estas minusvalías y descubrir un gusano sobre una hoja a unos cuantos kilómetros de distancia era como un juego para mí. Por ello, no fue nada sorprendente que aquellos viejos listillos pensaran en servirse de mí y de un compañero de estudios como perros de caza.
*. Mariposa con manchas redondeadas, a modo de ojos, en las alas, que recuerdan a los dibujos del plumaje del pavo real.

»Sólo uno de ellos, Jan Swammerdam, que por aquel entonces andaría por los sesenta y cinco años, me aventajaba en este arte. Con sólo revolver una piedra encontraba siempre una larva de escarabajo u otra cosa interesante.

»Pasaba por haber alcanzado el don de la clarividencia en este dominio, gracias a su impecable modo de vida.

»Ya saben ustedes, en Holanda se estima mucho la virtud. Nunca lo vi vestir otra cosa que su levita negra; entre los homoplatos se le perfilaba la marca redonda de la redecilla que llevaba debajo del chaleco y cuyo mango verde asomaba por las faldillas. ¿Por qué no llevaba nunca un cuello de camisa, sino un ribete doblado que había recortado de un viejo mapa de tela?. Me enteré un día que fui a visitarlo en su buhardilla: «No puedo abrirlo", me explicó señalando el armario que contenía su ropa. «La Hipocampa Milhauseri, una oruga muy rara, se ha transformado en crisálida justo al lado de la bisagra y tardará tres años en salir».

»Hacíamos nuestras excursiones en tren. Sólo Swammerdam iba andando, porque era demasiado pobre para pagarse los viajes. Para no gastar las suelas de sus zapatos solía untarlas con una misteriosa solución de caucho, la cual se endurecía con el tiempo y llegaba a tener un espesor de varios centímetros. Se ganaba la vida vendiendo algunos bastardos de mariposas poco habituales que de vez en cuando conseguía criar. No obstante, los ingresos eran insuficientes, y su esposa, que siempre aceptaba sus caprichos con una sonrisa, se murió de inanición. A partir de aquel momento, la despreocupación de Swammerdam por los problemas financieros fue absoluta y empezó a vivir únicamente por su ideal: quería encontrar cierto escarabajo verde que según los científicos está especializado en vivir a una profundidad de treinta y siete centímetros, pero sólo en lugares cubiertos de estiércol de oveja.

»Mi compañero y yo dudábamos de que el escarabajo habitara en semejantes lugares. Eramos lo bastante malvados como para distribuir de vez en cuando un poco de estiércol, que para este fin solíamos llevar en los bolsillos, en sitios particularmente duros de las calles. Nos regocijábamos sobremanera cuando Swammerdam, al percibir los excrementos, se ponía a excavar como un topo enloquecido. Una mañana, sin embargo, se produjo un verdadero milagro que nos conmovió hondamente.

»Otra vez estábamos de excursión. A la cabeza caminaban los ancianos berreando el cántico de la asociación:

»"Euperpia
púdica
(Este es el nombre latino de una bella mariposa)
no hay aquí,
qué lástima.
Pero si las hubiera,
las guardaría enseguida
en mi bolsillo".

»Swammerdam iba en cola, alto, delgado, negro, la pala sobre el hombro. Una expresión realmente bíblica transfiguraba su vieja cara entrañable. Cuando le preguntamos por la causa nos respondió con aire misterioso, revelándonos tan sólo que aquella noche había tenido un sueño muy prometedor.
»Poco después dejamos caer disimuladamente un poco de estiércol. Swammerdam lo descubrió, se detuvo, se quitó el sombrero, respiró profundamente, y temblando de fe y esperanza, miró largamente al sol, hasta que sus pupilas alcanzaron el tamaño de cabezas de alfileres. Entonces se agachó y comenzó a cavar con tanta fuerza que las piedras volaban a su alrededor. Mi compañero y yo estábamos a su lado; Satán retozaba en nuestros corazones.
»De improvisto Swammerdam palideció, dejó caer la pala, y las manos crispadas sobre la boca, clavó la vista en el hoyo que había abierto.

»Sus dedos temblorosos sacaron a la luz un escarabajo de reflejos verdes.

»Estaba tan emocionado que no pudo pronunciar palabra durante largo rato. Dos espesas lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas. Finalmente nos contó en voz baja: —Esta noche se me ha aparecido en sueños el espíritu de mi mujer, con el rostro tan radiante como una santa. Me ha consolado prometiéndome que hoy hallaría el escarabajo. —Mi amigo y yo, como dos criminales, nos marchamos a hurtadillas, y durante todo el día la vergüenza nos impidió mirarnos a los ojos.
»Mi compañero me comentó más tarde que durante mucho tiempo le había horrorizado su propia mano, esa mano que en el momento de gastarle una broma cruel al pobre viejo quizás había sido el instrumento de una santa.»

* * *

Al caer la noche el doctor Sephardi acompañó a la señorita van Druysen al Zee Dijk, una callejuela oscura que se hallaba en el barrio de peor fama de Amsterdam, cerca de la sombría iglesia de San Nicolás, en el punto de confluencia de dos canales. La luz rojiza de una feria veraniega en plena actividad, cuyos puestos y tiendas estaban instalados en una calle vecina, subía al cielo y espesaba el aire al mezclarse con la blanca neblina de la ciudad y con el brillo de la luna llena, formando un fantástico vaho opalino donde flotaban las sombras de los campanarios como largos triángulos puntiagudos de velo negro. El ruido de los motores que movían los columpios se parecía a los latidos de un enorme corazón.

La música jadeante de los órganos, los redobles de los tambores y las estridentes voces de los vendedores ambulantes llenaban las lóbregas calles con sus vibraciones. Todo evocaba un espectáculo que apareciese iluminado por antorchas, donde oleadas de personas se apretaran ante los bastos puestos de chucherías que ofrecían toda clase de dulces y panes de especias; carreras veloces de multicolores caballitos, columpios balanceándose rápidamente, cabezas de moro con una pipa de yeso como blanco, loros chillones sobre aros plateados, monos que hacían muecas, todo ello sobre un fondo de estrechas fachadas, parecidas a una tropa de gigantes negruzcos con ojos cuadrados y enrejados.

* * *

La morada de Jan Swammerdam se hallaba en el cuarto piso, lejos del alboroto de la feria, en un edificio inclinado hacia adelante en cuyo sótano se ubicaba la mal afamada taberna "Príncipe de Orange". Un olor a yerbas y plantas disecadas emanaba de una pequeña droguería situada junto a la entrada de la casa. Un letrero indicaba además que durante el día un cierto Lázaro Eidotter abastecía de aguardiente el barrio del Zee Dijk. El doctor Sephardi y la señorita van Druysen subieron la empinada escalera y fueron recibidos por una vieja dama de pelo cano y rizado y grandes ojos infantiles. Era la tía de la joven van Druysen. Les saludó muy cordialmente, diciendo:

—¡Bienvenida Eva, y bienvenido tú, rey Gaspar, en el nuevo Jerusalén!.

Seis personas que formaban un recogido círculo en torno de la mesa se levantaron algo embarazadas para ser presentados por la señorita de Bourignon.

—Aquí Jan Swammerdam y su hermana.

La hermana de Swammerdam era una ancianita arrugada, tocada a la manera holandesa, con cofia y "krulltjes". No cesaba de hacer reverencias.

—El señor Lázaro Eidotter, que no forma parte de nuestro circulo espiritual pero que desempeña el papel de Simón, el portador de la cruz…

—Y también vivo en esta casa, con permiso —añadió lleno de orgullo Eidotter, un viejo judío de origen ruso que se vestía con un talar.

—Ahora la señorita Mary Faatz, del Ejército de Salvación, que en nuestro grupo lleva el nombre de Magdalena… y nuestro querido hermano Ezequiel —señaló con la mano hacia un joven de cara esponjosa, como hecha de pasta amasada, y marcada por hoyos de viruela; los ojos inflamados, sin pestañas—. Es empleado de la droguería de abajo. Su nombre espiritual es Ezequiel porque juzgará a las generaciones cuando se haya cumplido el tiempo.

El doctor Sephardi dirigió una mirada interrogante a la señorita van Druysen.

La señorita de Bourignon, que se había dado cuenta del desconcierto de Sephardi, explicó:

—Llevamos todos un nombre espiritual; Jan Swammerdam, por ejemplo, es el rey Salomón, su hermana se llama Sulamita y yo soy Gabriela, que es el femenino del arcángel Gabriel, pero por lo general me llaman la "guardiana del umbral" porque tengo la misión de recoger las almas perdidas en el mundo y reconducirlas al paraíso. Dentro de poco entenderá mejor todo esto, señor doctor, porque usted es uno de los nuestros aunque no lo sepa. ¡Es el rey Gaspar!. ¿Nunca ha sentido los dolores de la Crucifixión?.

La confusión de Sephardi continuaba aumentando.

—Me temo que la hermana Gabriela sea algo impetuosa —interrumpió Jan Swammerdam sonriendo—. Hace ya muchos años que resucitó en esta casa un verdadero profeta del Señor, encarnándose en la persona de un sencillo zapatero llamado Anselm Klinkherbogk. Lo conocerán hoy mismo. Vive en el piso de arriba. De ninguna manera somos espiritistas, como ustedes pudieran creer. Casi diría: todo lo contrario, porque no tenemos nada que ver con el reino de los muertos. Nuestra meta es la vida eterna. Ahora bien, en cada nombre hay una fuerza oculta, y si repetimos incesantemente este nombre en nuestro corazón, sin abrir la boca, hasta que termine por llenar nuestro ser entero día y noche, entonces atraemos hacia nuestra sangre su fuerza espiritual, que circulará por nuestras venas y a la larga transformará nuestros cuerpos. Esta paulatina transformación de nuestro cuerpo (porque solamente él necesita ser transformado, el espíritu es perfecto desde el principio) se manifiesta en un abanico de sensaciones que anticipan un estado que denominamos "el segundo nacimiento espiritual".

»Consiste, por ejemplo, en un dolor taladrante, roedor, que viene y se va sin que sepamos por qué; al principio sólo martiriza la carne pero luego penetra hasta los huesos atravesándonos totalmente, hasta que se manifiestan los síntomas del "primer bautismo", el "bautismo del agua", que indica que hemos alcanzado el primer grado de la Crucifixión: son los estigmas de las manos, unas heridas que se abren de manera inexplicable y de las cuales sale agua.

Swammerdam y los demás, a excepción de Lázaro Eidotter, mostraron sus manos, en las que se veían profundas cicatrices redondas que parecían causadas por clavos.

—¡Pero si eso es pura histeria! —exclamó consternada la señorita van Druysen.

—Llámelo histeria si quiere, señorita. Esta histeria que padecemos nosotros no tiene nada de enfermizo. Hay una gran diferencia entre histeria e histeria. Sólo aquélla que se traduce en éxtasis y trastornos mentales tiene un carácter patológico y degrada a quienes la sufren; pero esta otra forma restablece el orden mental y nos eleva, iluminándonos, conduciéndonos a esa visión directa que es superior a la comprensión a través del pensamiento. En las Escrituras esta meta se llama la "palabra interna". De la misma manera que piensa el hombre de nuestro tiempo, murmurando palabras en su cerebro sin darse cuenta, así el hombre regenerado hablará otra lengua misteriosa, con nuevas palabras que no se prestan ni a conjeturas ni a equívocos. El lenguaje deja de ser un pobre medio de comunicación para convertirse en una revelación de la verdad bajo cuya luz desaparece todo error, porque en lugar de yuxtaponerse, los anillos mágicos del pensamiento se engarzan como en una cadena.

—¿Usted ha llegado a este nivel, señor Swammerdam?.

—De haberlo alcanzado no estaría aquí, señorita.

—Ha dicho que el hombre normal piensa generando palabras en la mente. ¿Qué sucede con los sordomudos de nacimiento, que no conocen ninguna lengua? —preguntó Sephardi con interés.

—Pasarán por una parte en imágenes y por otra en la lengua original.

—¡Déjeme decir algo también, Swammerdam! —interrumpió Lázaro Eidotter, deseoso de participar en la discusión—. Usted conoce la Cabala, pero yo también la he estudiado. "En el principio fue el Verbo" es una mala traducción. Bereschit significa "ser inteligente" y no "en el principio". ¿Por qué entonces "en el principio"?.

—¡El ser inteligente! —murmuró Swammerdam que durante un rato permaneció sumergido en profundas cavilaciones—. No sé. No obstante el sentido sigue siendo el mismo.
Los demás habían escuchado en silencio, intercambiando miradas significativas.
Eva van Druysen intuyó que la expresión "ser inteligente" había evocado en ellos el "rostro verde oliváceo". Miró interrogadora a Sephardi y éste le contestó con una seña casi imperceptible.

—¿De qué modo recibió su amigo el don de la profecía y cómo se manifiesta? —preguntó Sephardi rompiendo el silencio, ya que nadie parecía dispuesto a hablar.

Jan Swammerdam pareció emerger de un sueño.

—¿Klinkherbogk?. Pues… —intentó concentrarse— Klinkherbogk ha dedicado toda su vida a buscar a Dios con tanta intensidad que ello absorbía todos sus pensamientos. Durante muchos años esta sed persistente le quitaba el sueño. Una noche que como de costumbre se hallaba ante su bola de cristal, (esas bolas que colocan los zapateros delante de una vela encendida, para ver mejor, ya saben), cuando una forma nació en el punto luminoso del centro de la bola y se acercó a él. Entonces se repitió lo que está escrito en el Apocalipsis, el ángel le dio un libro diciendo: "Toma y devóralo; te pesará en las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel". La aparición tenía el rostro tapado, pero la frente estaba al descubierto y en ella ardía una resplandeciente cruz verde.

Eva van Druysen recordó las palabras de su padre acerca de los fantasmas que lucían abiertamente la marca de la vida eterna, y por un instante se sintió helada de terror.

—Desde entonces Klinkherbogk posee la "palabra interna" —continuó Swammerdam—. Ella le decía, y a mí también a través de su boca, puesto que en aquella época yo era su único discípulo, cómo debíamos vivir para comer del árbol de la vida que se halla en el paraíso. La promesa que nos fue hecha era: un poco de tiempo aún y todas las aflicciones de la existencia terrestre se apartarán de nosotros, y todo lo que la vida nos quite nos será devuelto con creces igual que a Jacob.

El doctor Sephardi estaba a punto de objetar que era peligroso e ilusorio prestar fe a tales profecías nacidas del subconsciente, pero recordó a tiempo del relato del barón Pfeill sobre el escarabajo verde.
Comprendió que de todas maneras era demasiado tarde para cualquier tipo de advertencia.

El anciano debió adivinar en parte la orientación de sus pensamientos, puesto que siguió diciendo:

—Han pasado ya cincuenta años desde que nos fue hecha la promesa, pero hay que armarse de paciencia, y ocurra lo que ocurra, perseverar en el ejercicio que consiste en murmurar incesantemente nuestro nombre espiritual dentro de nuestro corazón, hasta que el segundo nacimiento se haya consumado.

Había pronunciado las palabras con calma y aparentemente confiado, pero un ligero temblor en su voz, como si presintiera una cruel desesperación, traicionaba su esfuerzo por dominarse y no quebrantar la fe de los demás.

—¡Cincuenta años lleva usted practicando ese ejercicio!. ¡Qué horror! —exclamó involuntariamente el doctor Sephardi.

—¡Ah!, pero si es divinamente bonito ver cómo todo se cumple —susurró efusivamente la señorita de Bourignon— y cómo afluyen aquí los altos espíritus del universo para reunirse en torno a Abram (es el nombre espiritual de Anselm Klinkherbogk, ¿saben?, porque es el patriarca), y aquí, en este miserable barrio de Amsterdam, colocan la primera piedra del nuevo Jerusalén. Ha venido Mary Faatz (era antes una prostituta y ahora es la piadosa hermana Magdalena) —explicó en voz baja a su sobrina, cubriéndose la boca con la mano— y… Lázaro ha sido resucitado de entre los muertos… ¡Ah!, es verdad, Eva, no te comenté nada de ello en la carta que te envié hace poco para invitarte a asistir a nuestras reuniones. ¡Imagínate!. ¡Lázaro ha sido resucitado por Abram!.

Jan Swammerdam se levantó, se acercó a la ventana y guardó silencio mientras contemplaba la oscuridad.

—¡Sí, sí, auténticamente resucitado de entre los muertos!. Yacía como muerto en su tienda cuando Abram entró y lo resucitó.

Todas las miradas se centraron sobre Eidotter que se apartó confuso, y gesticulando y encogiéndose de hombros, explicó en voz baja al doctor Sephardi que había algo de cierto en el asunto.

—Sin conocimiento, así sí que estaba. Muerto, tal vez. ¿Por qué no iba a estar muerto, con lo viejo que soy?.

—Por eso te conjuro, Eva —dijo la señorita de Bourignon, dirigiéndose a su sobrina enfáticamente— únete a nosotros, porque el reino de los cielos se aproxima y los últimos serán los primeros.
El empleado de la droguería, que hasta el momento había estado sentado junto a la hermana Magdalena, se levantó bruscamente, golpeó la mesa con el puño cerrado, y con los ojos inflamados muy abiertos, gritó balbuceante:

—Sí, sí, sí… L-l-los primeros s-s-serán l-los ul-últimos, y es más fácil que un a-ca-ca-…

—El espíritu está entrando en él. El Logos habla por su boca —exclamó la guardiana del umbral—. ¡Eva, conserva en tu corazón cada una de sus palabras!.

—…Ca-camello pa-pase por el o-jo de una ag-ag…

Jan Swammerdam se acercó rápidamente al poseído, en cuya cara se pintaba una expresión de maldad bestial, y lo calmó con unos roces magnéticos aplicados sobre la frente y sobre la boca.

—Es sólo el "contraste", así lo llamamos nosotros —dijo la anciana hermana Sulamita con ánimo de tranquilizar a la señorita van Druysen que en su espanto se había precipitado hacia la puerta—. El hermano Ezequiel padece a veces ataques en los que su naturaleza inferior se impone. Pero se le pasará pronto.

El empleado se había dejado caer, y a cuatro patas en el suelo, gruñía y ladraba como un perro, mientras que la chica del Ejército de Salvación, arrodillada a su lado, le acariciaba el pelo suavemente.

—No piense mal de él. Todos somos pecadores y el hermano Ezequiel pasa su vida, día tras día, aquí abajo, encerrado en este siniestro almacén. Así sucede que cuando por casualidad ve a gente rica —perdone que le hable con tanta franqueza, señorita— la amargura se ceba en él y lo trastorna. Créame señorita, la pobreza es una carga muy pesada. ¿De dónde sacará un joven corazón como el suyo la necesaria fe en Dios para soportarla?.

Por primera vez en su vida, Eva van Druysen vislumbró los abismos de la existencia, y lo que antes había leído en los libros se irguió ahora ante ella en toda su terrible realidad. Pero sólo había sido un efímero relámpago, apenas suficiente para iluminar las abismales tinieblas.

«Cuanto más horrible debe ser lo que dormita en las profundidades donde tan raramente penetran los ojos de una persona favorecida por el destino» —se dijo a sí misma.

Un alma acababa de mostrársele en su odiosa desnudez, como liberada por una especie de explosión espiritual de los despojos impuestos por las conveniencias, un alma rebajada al rango de una bestia en el mismo instante de pronunciarse las palabras de aquél que por amor dejó su vida en la cruz.
Eva se sintió profundamente espantada al percatarse de su inmensa complicidad, establecida por el simple hecho de pertenecer a una clase social privilegiada y por haberse desinteresado con tanta naturalidad de los sufrimientos ajenos; un pecado de omisión minúsculo como un grano de arena en cuanto a la causa y devastador como un aluvión en cuanto a sus efectos. Su terror era comparable al de una persona que en su distracción creyese jugar con una cuerda y de repente notara que tiene en la mano una serpiente venenosa.

Cuando la hermana Sulamita comentó la pobreza del empleado, su primera reacción fue echar mano del monedero, era el típico reflejo emotivo que intenta sobreponerse a la razón. Luego le pareció inoportuna la ocasión de ayudar y la firme decisión de reparar mejor y con más eficacia lo omitido ocupó el lugar de la acción. De nuevo había salido victorioso el viejo truco, ganar tiempo hasta que hayan pasado los arranques de compasión. Mientras tanto Ezequiel se había recuperado de su ataque y lloraba en silencio.

Sephardi, que como todos los distinguidos judíos portugueses en Holanda seguía aferrado a la ancestral costumbre de no ir nunca a una casa ajena sin llevar un pequeño regalo, aprovechó la ocasión para liberar al enfermo de la atención general. Desembaló un fumigatorio plateado y lo entregó a Swammerdam.

—¡Oro, incienso y mirra!… ¡Los tres Reyes Magos de Oriente! —murmuró la "guardiana del umbral" con la voz sofocada por la emoción y dirigiendo la vista piadosamente hacia el techo—. Cuando ayer supimos que iba usted a venir acompañado de Eva, Doctor, Abram le dio el nombre espiritual de Gaspar, y ahora ha venido trayendo el incienso. El rey Melchor, que en la vida real se llama Barón Pfeill (lo sé por la pequeña Katje) ha aparecido hoy también en espíritu —llena de misterio, se volvió hacia los demás, que la escuchaban con sorpresa— y ha enviado dinero. ¡Ah, en este momento veo con los ojos del espíritu!. También Baltasar, el rey negro, está cerca de nosotros.

Hizo un guiño a Mary Faatz, la cual le contestó con una mirada cómplice.

La hermana Gabriela continuó:

—Sí, la hora del fin de los tiempos se acerca con pasos agigantados…
Unos golpes en la puerta la interrumpieron; Katje, la nieta del zapatero Klinkherbogk entró en la habitación e hizo el siguiente anuncio:

—¡Rápido, subid todos!. El abuelo está teniendo su segundo nacimiento.

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