El Rostro Verde (6). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo V
Eva van Druysen retuvo un momento al viejo coleccionista de mariposas antes de seguir a los demás, que subían ya a la buhardilla de Klinkherbogk.
—Disculpe, señor Swammerdam, sólo quería hacerle una breve pregunta, aunque en realidad tendría muchas cosas que preguntarle. Lo que acaba de decir acerca de la histeria y sobre la fuerza oculta de los nombres me ha emocionado hondamente, pero por otra parte…
—¿Me permite que le dé un consejo, señorita? —Swammerdam se paró y la miró a los ojos con gravedad—. Comprendo muy bien que lo que acaba de escuchar haya podido desconcertarla. No obstante puede sacarle gran provecho si lo toma como una primera lección y si no busca instrucciones espirituales en otros sino en sí misma. Sólo las enseñanzas que proceden de nuestro propio espíritu llegan a buena hora, porque nos encuentran maduros para recibirlas. En cuanto a las revelaciones hechas a otros, debe mostrarse ciega y sorda. El sendero que conduce a la vida eterna es delgado como el filo de un cuchillo; ni podrá ayudar a otros cuando los vea titubear, ni tampoco esperar ayuda de ellos. El que mira a los demás pierde el equilibrio y cae en picado. Aquí no hay, como en el mundo, un avance colectivo; sin embargo es imprescindible tener un guía, pero éste debe surgir del reino del espíritu. Únicamente en los asuntos terrestres podrá servirle de guía otro ser humano.
»Todo lo que no surge del espíritu es polvo inerte, no hay que rezar a ningún otro Dios que no sea aquel que se manifiesta en nuestra alma.
—¿Y si en mí no se revela ningún Dios? —preguntó Eva con desesperanza.
—Entonces tiene que llamarlo en silencio, poniendo todo el fervor del que sea capaz.
—¿Usted cree que entonces vendría?. ¡Sería demasiado fácil!.
—¡Vendrá!. Pero, no se asuste, primero vendrá para juzgar sus actos pasados, como el Dios terrible del Antiguo Testamento, que dijo: "Ojo por ojo y diente por diente". Se manifestará a través de cambios bruscos en su vida externa. Primero debe perderlo todo, incluso… —Swammerdam bajó mucho la voz, como temiendo que ella pudiera entenderlo— incluso perder a Dios, si quiere volver a hallarlo siempre de nuevo. Y hasta que no haya depurado la imagen que tiene de El, y no esté despojada de toda idea de forma, y de toda noción de exterioridad e interioridad, de creador y criatura, de espíritu y materia, no podrá…
—¿…Verlo?.
—No, eso nunca. Pero se verá a sí misma a través de Sus ojos. Entonces se habrá liberado del polvo, porque su vida no será suya sino la de El, y su conciencia dejará de depender del cuerpo, el cual caminará hacia la tumba como una sombra desencarnada.
—¿Pero de qué sirven entonces esos golpes de la vida externa de los que habla?. ¿Son pruebas o son un castigo?.
—No hay pruebas ni castigos. La vida externa, los reveses del destino, todo no es más que un proceso de curación, más o menos doloroso según sea el estado del enfermo.
—¿Y cree usted que mi destino cambiará si, como me ha dicho, clamo a Dios?.
—Al instante. Solo que no va a "cambiar" de una manera literal, será como un caballo que echa a galopar después de haber ido al paso.
—¿Entonces, su propio destino ha pasado como un haracán?. Perdone que le pregunte, pero según lo que he oído hablar de usted…
—…Ha pasado de una forma muy monótona, querrá decir —continuó Swammerdam sonriendo—. ¿Se acuerda de lo que acabo de decirle?. No mire nunca a los demás. Mientras que uno vive una determinada experiencia como si fuese un mundo, a otro puede parecerle una cascara de nuez.
»Si realmente quiere que su destino vaya al galope, debe invocar el núcleo mismo de su ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e incluso ni siquiera eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por el camino más corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un consejo, ya que es lo único que el hombre debería hacer, así como el mayor sacrificio que pueda ofrecer. Esta meta es la única digna de esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujada sin piedad, sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte y el sueño, a través de los honores, de las riquezas y la alegría, siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que tira de un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre los campos y las piedras. Eso es lo que yo llamo clamar a Dios. ¡Tiene que ser como hacer un voto en presencia de un oído atento!.
—Pero, ¿y si una vez que el destino haya venido me debilito y quiero volver atrás?.
—En la vía espiritual no puede volver atrás, no, ni siquiera volver, pararse, mirar hacia atrás y transformarse en estatua de sal, el que no haya hecho ninguna promesa. Un voto es como una orden en la vía espiritual: Dios es en este caso el… servidor del hombre para cumplirlo. ¡No se espante, señorita, no es ninguna blasfemia!. ¡Todo lo contrario!. Por eso… sé que lo que voy a decir es una tontería, porque me conmueve la compasión, y todo lo que se hace por compasión es una tontería… por eso le advierto: ¡no prometa demasiado!. Si no, podría compartir la suerte del mal ladrón al que le rompieron los huesos en la cruz.
La emoción había hecho palidecer el rostro de Swammerdam. Eva le cogió la mano.
—Se lo agradezco, maestro, ahora sé qué debo hacer.
El anciano la atrajo hacia él y la besó en la frente, conmovido.
—¡Que el señor del destino le sea un médico misericordioso, hija mía!.
* * *
Subieron la escalera.
Eva se detuvo un instante ante la puerta, como bajo el efecto de una ocurrencia repentina.
—Otra cosa, maestro. Todos estos millones de personas que han sangrado y sufrido no habrán hecho ningún voto; entonces, ¿para qué tanta interminable miseria?.
—¿Acaso sabe usted que no hicieron ninguno?. Podría haber sido en una vida anterior, o en un estado de sueño profundo, cuando el alma del hombre está despierta y tiene más conciencia de lo que necesita.
Como si una cortina se entreabriera bruscamente, Eva hundió su mirada por un instante en la luz cegadora de un nuevo conocimiento. Las últimas palabras le habían revelado más sobre la determinación de los seres que todos los sistemas religiosos de este mundo juntos. Si uno piensa que nadie sigue otro camino que el elegido por él mismo, entonces ya no hay razón para quejarse de la pretendida injusticia de la suerte.
—Si no le encuentra sentido a lo que ocurre en nuestro círculo, señorita, no se preocupe por ello. A menudo, un camino que lleva hacia abajo es el atajo más rápido para subir. La fiebre de la reconvalecencia espiritual a veces toma el aspecto de una corrupción diabólica. Yo no soy el "rey Salomón" y Lázaro Eidotter no es "Simón el portador de la cruz", como se lo imagina con demasiada facilidad la señorita de Bourignon. No obstante, esta confusión del Antiguo y Nuevo Testamento no es en sí tan absurda. Nosotros consideramos la Biblia no sólo como un relato de acontecimientos pasados, sino como un camino que partiendo de Adán conduce a Cristo, un camino que hay que recorrer por la vía mágica de la evolución interior, de "nombre" a "nombre", es decir, de "realización" en "realización" —dijo Swammerdam mientras ayudaba a Eva a ascender los últimos peldaños— desde la pérdida del Paraíso hasta la Resurrección. Puede que para algunos sea un camino lleno de horrores y… —de nuevo murmuró con voz apagada lo que había dicho acerca del mal ladrón cuyos huesos habían sido rotos en la cruz.
Mademoiselle de Bourignon se hallaba ante la puerta de la buhardilla, esperaba junto a los demás la llegada de Eva y Swammerdam. Tan sólo Lázaro Eidotter se había despedido, yéndose a su piso. Inundó a su sobrina de un torrente de palabras con objeto de prepararla antes de entrar.
—Fíjate, Eva, ha ocurrido algo indeciblemente grande. Y precisamente hoy, el día de la fiesta del solsticio… ¡Ah!, todo está tan profundamente lleno de sentido… eh, qué te iba a decir… ah, sí, se ha producido el gran acontecimiento que tanto hemos esperado. Acaba de nacer el hombre espiritual, acaba de encarnarse en una criatura, en el seno del padre Abram. Lo ha oído gritar dentro de sí cuando estaba clavando un talón a un zapato, lo cual, como se sabe, constituye el "segundo nacimiento", visto que el "primero" son los dolores de estómago, así lo dicen las Escrituras si uno las interpreta debidamente. Definitivamente los tres Reyes Magos podrán completarse, Mary Faatz acaba de decirme que conoce, aunque superficialmente, a un negro salvaje que vive en Amsterdam.
»Hace una hora lo vio por la ventana de la taberna de abajo, y yo he reconocido enseguida que se trata de una intervención de las potencias celestes, ya que no puede tratarse de otro que del rey Baltasar de Etiopía. ¡Ah, es realmente una gracia indescriptible que la misión de descubrir al tercero de los Reyes Magos me haya sido reservada a mí!. Soy tan feliz que apenas puedo aguardar el momento de decirle a Mary que lo haga subir».
Abrió la puerta y los hizo entrar uno tras otro.
* * *
El zapatero Klinkherbogk estaba sentado al final de una larga mesa llena de suelas y herramientas, rígido e inmóvil. Una parte de su demacrado rostro aparecía iluminada por la deslumbrante claridad de la luna que penetraba a través de la ventana y que hacía brillar los pelos canosos de su rala barba de marino holandés como si fueran hilos de plata; la otra porción de su cara estaba inmersa en una profunda oscuridad.
Sobre su calvo cráneo llevaba una corona dentada, recortada en papel dorado.
Un fuerte olor a cuero reinaba en la habitación. La bola de cristal resplandecía como el ciclópeo ojo de un monstruo saturado de odio, cuyo cuerpo disimulara la oscuridad, y proyectaba un reflejo sobre el montón de monedas de diez florines que se encontraban ante el profeta.
Eva, Sephardi y los miembros del círculo espiritual se quedaron junto a la pared, de pie, sin moverse, y esperaron. Nadie se atrevía a mover un solo músculo, estaban todos como hechizados.
El empleado clavaba sus pupilas en el brillo de las monedas. Los minutos se arrastraban lentamente, en un silencio absoluto, como si vacilaran, como si quisieran prolongarse en horas. Una polilla salió zumbando de las tinieblas, dio unas vueltas alrededor de la vela y se quemó, crujiendo al consumirse en la llama. El viejo profeta tenía la vista fija en la bola de cristal, tan quieto como si estuviese tallado en roca, la boca abierta, los dedos crispados sobre las monedas de oro, parecía escuchar unas palabras que le llegaran de muy lejos.
Un ruido sordo y confuso salió de golpe de la taberna, se expandió a través de la calle y se extinguió poco después como si alguien hubiese abierto y cerrado la puerta de la casa. De nuevo se hizo un silencio absoluto.
Eva quería mirar hacia Swammerdam, pero el temor de leer en su rostro su propio presentimiento de una calamidad cercana, un temor que casi le quitaba la respiración, la retuvo. En el tiempo de un latido de corazón, creyó recordar haber oído pronunciar en voz baja, casi imperceptible, las palabras: «Señor, aparta de mí este cáliz». Esta evocación se difuminó rápidamente entre los lejanos alborotos de feria que un soplo de aire había acercado a la ventana.
Levantó la vista y vio que la tensión de las facciones de Klinkherbogk disminuía, tornándose en una expresión de desconcierto.
—El tumulto de la ciudad es grande, y su pecado enorme. Por ello descenderé y veré si han actuado enteramente según el ruido que ha llegado hasta mí, y si no es así, lo sabré —murmuró Klinkherbogk.
—Estas son las palabras del Eterno en el Libro del Génesis —dijo la hermana Sulamita con los labios temblorosos y santiguándose —antes de hacer llover del cielo el azufre y el fuego… Que el Señor no se enoje por lo que voy a decir: tal vez se encuentren diez justos en la ciudad.
Estas palabras calaron hondo en Klinkherbogk, evocando en él la visión de un próximo fin del mundo. Empezó a hablar dirigiéndose hacia la pared con voz monótona, como si leyera algo, el ánimo ausente.
—Veo una tormenta acercándose a la tierra, rugiendo con estrépito; a su paso todo lo que está de pie quedará derruido, veo una nube de flechas que vuelan. Las tumbas se abren y las calaveras de los muertos barren los aires como un chubasco de granizos. Su soplo hace que el agua salga de ríos y diques, proyectándola de su boca como llovizna; arroja al suelo las alamedas, los árboles altos, como cabelleras flotantes. Y esto por amor a los justos que han recibido el bautismo de la vida —su voz volvió a turbarse—. Pero aquél al que esperáis no vendrá como Rey hasta que no se hayan cumplido los tiempos. Antes debe nacer en vosotros el precursor, que tomará la forma de un hombre nuevo para preparar el reino. No obstante, habrá muchos entre vosotros que tendrán ojos y oídos nuevos, para que no se vuelva a decir de los hombres: "Tienen oídos y no oyen, tienen ojos y no ven". Pero… —la sombra de una profunda tristeza afligió su rostro— ¡pero tampoco veo entre ellos a Abram!.
Porque a cada cual se le dará según su medida y él habrá apartado de sí la coraza de la pobreza antes de que haya llegado la hora del nacimiento del espíritu, y habrá ofrecido a su alma un becerro de oro y brindado una fiesta a los sentidos. Un poco más de tiempo y ya no estará con vosotros. El rey de Etiopía le traerá la mirra de la otra vida y arrojará su cuerpo como pasto a los peces de las aguas turbias, porque el oro de Melchor llegó antes de que el niño estuviera en el pesebre y pudiera así alejar la maldición que pesa sobre todo oro. Ha nacido entonces para la desgracia, antes de que la noche termine. El incienso de Gaspar ha llegado demasiado tarde. Pero tú, Gabriel, escucha: no extiendas la mano hacia la espiga que no esté madura para la cosecha, a fin de que la hoz no hiera al segador y deje el trigo sin cortar.
La señorita de Bourignon, que durante el discurso había suspirado efusivamente sin hacer el menor esfuerzo por comprender el sentido oculto, reprimió un grito de alegría cuando oyó pronunciar su nombre espiritual, "Gabriel", susurró algunas palabras a Mary Faatz, la cual abandonó la habitación precipitadamente. Swammerdam, percatándose de ello, intentó impedir su salida sin conseguirlo: la chica corría ya escaleras abajo. Dejó caer la mano con cansancio y sacudió la cabeza resignadamente. La guardiana del umbral lo contemplaba extrañada. El zapatero, que tras recobrar el conocimiento llamó angustiado a su nieta, volvió a sumergirse en su éxtasis.
* * *
Durante todo este tiempo, un disoluto grupo formado por cinco personas ocupaba una mesa en la taberna marinera "Príncipe de Orange". Habían comenzado jugando a las cartas; y más tarde, al avanzar la noche, cuando el establecimiento se encontraba atestado de toda clase de chusma, hasta el punto de que apenas si era posible mover los brazos, estos señores se retiraron a una habitación contigua que servía como habitáculo diurno para la camarera, Antje, una moza informe y maquillada, vestida con una falda de seda roja que no alcanzaba a cubrirle las rodillas. Tenía el cuello gordo, una trenza muy rubia, pechos caídos y las aletas nasales corroídas. "La guarra del puerto", así la llamaban los parroquianos.
Allí estaba el tabernero, ex-timonel de un buque brasileño, un tipo rechoncho y con nuca de toro, en mangas de camisa, las manazas cubiertas de tatuajes, y pequeños anillos de oro en los lóbulos de las orejas, una de las cuales le había sido medio arrancada. También se hallaban en el local el zulú Usibepu ataviado con un mono azul; un agente de variedades jorobado y poseedor de horribles y largos dedos que recordaban las patas de una araña; el catedrático Zitter Arpad que, cosa extraña, había recuperado su bigote y adaptado su vestimenta al actual ambiente, y finalmente, un joven bronceado y vestido con un blanco smoking colonial al que llamaban el "hindú", uno de esos hijos de plantadores que llegan a veces desde Batavia u otras colonias neerlandesas a Europa para conocer la patria holandesa y que en pocas noches dilapidan su dinero de la manera más insensata en una taberna de ladrones. El joven señorito llevaba ya una semana "viviendo" en el "Príncipe de Orange" y no había visto ni una sola vez la luz del día, aparte de una raya de crepúsculo en la madrugada a través de las verdes cortinas de la ventana, poco antes de que sus ojos se cerraran bajo el efecto de la borrachera y se dejara caer sobre el diván, sin desvestirse ni lavarse, para dormir hasta la noche. Entonces volvía a los dados, las cartas, la cerveza, el vino y los aguardientes peleones, invitando a la gentuza del puerto, marineros chilenos y mujerzuelas de Bélgica, hasta ver rechazado por el banco el último talón; al final le tocaba el turno a la cadena del reloj, los anillos y los gemelos de oro.
El tabernero se había sentido obligado a invitar a esta fiesta final a su amigo Zitter Arpad, y el catedrático acudió puntualmente trayendo consigo como contribución al festín al cafre zulú, que por su calidad de artista de primera clase siempre llevaba dinero suelto.
Hacía ya horas que estos señores jugaban al "macao", sin que ninguno de ellos consiguiera poner de su parte a la diosa Fortuna.
Cada vez que el catedrático trataba de hacer trampas, el agente de variedades mostraba sus dientes en una sonrisa irónica, de modo que el señor Arpad se veía obligado a postergar un poco el ejercicio de su habilidad manual, ya que no le convenía en absoluto tener que compartir a su negro protegido con el jorobado. Por lo demás, en lo referente al "hindú" sucedía exactamente igual, así que muy a pesar suyo, ambos rivales se veían forzados a jugar limpio por primera vez en su vida —una actividad que, a juzgar por la melancólica expresión de sus rostros, debía recordarles sus años infantiles, cuando las apuestas consistían todavía en almendras y nueces.
El tabernero, por su parte, jugaba limpio por propia voluntad. A su modo de ver, como caballero que era se lo debía a sus invitados, lo cual no significaba que en caso de pérdidas éstos no le compensaran después, esto era obvio y no requería acuerdos explícitos. El "hindú" era excesivamente inocente para concebir siquiera la idea de mangonear las cartas, y el zulú todavía no estaba lo suficientemente iniciado en los misterios de la magia blanca para permitirse algún truco mágico, la ayuda de un quinto as, por ejemplo.
Fue hacia la medianoche, cuando las encantadas melodías del banjo en la sala comenzaron a solicitar con creciente insistencia la presencia del joven mecenas, porque la masa, sedienta de aguardiente, ya no pudo contener su impaciencia, cuando se delinearon las fuerzas en contienda de tal modo que, en un santiamén, el "hindú" y el zulú se vieron desplumados por la sociedad de común interés constituida por el señor Zitter y el agente de teatro. El señor catedrático, cuya característica más sobresaliente era la generosidad, no dejó de insistir hasta que la señorita Antje consintiera en cenar con él y su amigo Usibepu en la sala de juego, ahora desierta. Conocía muy bien las preferencias del zulú por los platos selectos y una mezcla de alcohol, desnaturalizado con esencias de ácido nítrico, llamado "Mogador".
La conversación que animaba la cena se desarrollaba casi exclusivamente en un galimatías de inglés macarrónico, jerga del Cabo y dialecto basuto, lenguas que ambos señores dominaban a las mil maravillas. Sólo la camarera se veía obligada a recurrir más que a nada a las miradas ardientes, sacar la lengua y otros gestos de significado internacional, para contribuir al entretenimiento del invitado.
Hombre de mundo de una pieza, el profesor supo no sólo asegurar la fluidez de la conversación con la mayor habilidad, sino que tampoco perdió de vista ni un momento su meta principal de arrancarle al zulú el secreto de cómo poder andar descalzo y sin quemarse sobre las piedras incandescentes, e imaginaba mil artificios para alcanzar su cometido.
Ni el observador más atento hubiera podido advertir en su rostro que estaba igualmente obsesionado por otra idea que guardaba estrecha relación con una confidencia de Antje: el zapatero Klinkherbogk, que vivía arriba en la buhardilla, había mandado cambiar esa misma tarde en la taberna un billete de mil florines en monedas de oro.
Bajo la influencia del ardiente Mogador, la cena suculenta y las artimañas de sirena de la muchacha, el cafre zulú no tardó en hallarse preso de un estado de excitación creciente, de modo que resultó preciso alejar de la habitación todos los objetos frágiles y afilados, y sobre todo impedirle cualquier contacto con los pendencieros marinos de la sala, que buscaban, llenos de envidia por causa de Antje, una buena ocasión para embestirlo con sus navajas.
Una pérfida insinuación del catedrático de que el truco de las piedras incandescentes no era sino un tosco engaño, consiguió sacar de quicio al zulú de tal manera, que amenazó con romperlo todo si no se le traía enseguida un brasero con ascuas encendidas. Zitter, que ansiaba la llegada de ese momento, hizo entrar el cubo, preparado hacía rato, y mandó tirar las brasas ardientes sobre el suelo de cemento.
Usibepu se agachó y aspiró el vapor asfixiante con las narices dilatadas. Sus ojos adquirieron paulatinamente una expresión vitrea. Parecía ver algo y sus labios se movían como si hablara a un fantasma.
De repente dio un salto y profirió un grito desgarrador, tan estridente y terrible que el jaleo de la muchedumbre en la taberna cesó inmediatamente, y sus caras lívidas se apiñaron silenciosamente en torno a la puerta para ver qué pasaba en el interior. En un segundo se había arrancado toda la ropa, y completamente desnudo, se puso a bailar alrededor de las brasas, todo músculos, parecido a una pantera negra con espuma en la boca y ladeando la cabeza continuamente hacia delante y detrás a una velocidad vertiginosa.
El espectáculo era tan impresionante y espantoso que hasta los marineros chilenos tenían la respiración cortada por el terror. La danza terminó de golpe como por efecto de una inaudible voz. El zulú pareció haber recobrado el conocimiento. Su rostro había adquirido un color ceniciento. Grave y lentamente posó sus pies desnudos sobre las brasas ardientes y se mantuvo erguido e inmovilizado durante varios minutos.
Ni el más leve olor a quemado que indicara sufrimiento en su piel. Cuando bajó del montón de brasas, el catedrático comprobó que las plantas de sus pies estaban completamente intactas y ni siquiera calientes.
Una joven con el uniforme azul del Ejército de Salvación que entretanto había entrado silenciosamente en la habitación y había asistido al final del espectáculo hizo una señal amistosa al zulú, a quien parecía conocer.
—Vaya, Mary, ¿de dónde sales tú? —exclamó la Guarra del Puerto con sorpresa y abrazándola cariñosamente.
—Esta tarde he visto por la ventana que el señor Usibepu estaba aquí. Lo conozco del Café Flora, donde intenté una vez interpretarle la Biblia —explicó Mary Faatz—. Una distinguida anciana del convento de las Beguinas me manda hacerle subir. Hay allí arriba otros dos señores distinguidos.
—¿Dónde, arriba?.
—Pues en casa del zapatero Klinkherbogk.
Al oír ese nombre Zitter Arpad se echó hacia atrás, pero fingió inmediatamente no tener el menor interés, y en su jerga africana, empezó a sondear al zulú, a quien el triunfo hacía más accesible a las preguntas que de costumbre.
—Felicito a mi amigo y bienhechor, el maestro Usibepu del país del Ngome. Estoy orgulloso de ver que es un gran mago y un iniciado en los misterios de Obeah T'changa.
—Obeah T'changa! —exclamó el negro—. ¡Obeah T'changa esto! —castañeteó los dedos desdeñosamente—. Yo, Usibepu, gran medicina. Yo Vidû T'changa. Yo verde serpiente venenosa Vidû.
Con la rapidez del relámpago el catedrático enlazó algunas ideas. Creyó haber dado con una pista. Había oído decir a unos artistas hindúes que la mordedura de ciertas serpientes provocaba en algunos individuos capaces de acostumbrarse al veneno unos estados anormales extraordinarios, como clarividencia, sonambulismo, invulnerabilidad y otros parecidos. Lo que era posible en Asia, ¿por qué no iba a darse también en los salvajes de África?.
—A mí también me mordió la gran serpiente mágica —presumió, señalando una cicatriz cualquiera de su mano. El zulú escupió con menosprecio:
—Vidû no serpiente de verdad. Verdadera serpiente sucio gusano. Serpiente Vidû es un Souquiant.
Su nombre es Zombi.
Zitter Arpad perdió la sangre fría. ¿Qué significaban esas palabras?. Nunca las había oído: ¿Souquiant?. La palabra parecía ser de origen francés. ¿Y qué quería decir "Zombi"?. Cometió la imprudencia de confesar su ignorancia, entregando así su prestigio de una vez por todas al desprecio del negro.
Usibepu se irguió arrogantemente y explicó:
—Un hombre que puede cambiar de piel es un Souquiant. Vive eternamente. Un espíritu. Invisible. Sabe hechizar todo. El padre de los hombres negros era Zombi. Los zulúes sus hijos favoritos.
Salieron de su costado izquierdo.
Golpeó fuertemente su enorme tórax, haciéndolo resonar.
—Cada rey zulú conoce nombre secreto de Zombi. Cuando lo llama, Zombi aparece como gran serpiente venenosa Vidû con verde rostro de hombre y sagrado signo fetiche en la frente. Cuando zulú por primera vez ve a Zombi y Zombi tiene rostro velado, entonces zulú debe morir. Pero cuando Zombi aparece con signo en la frente oculto y rostro verde descubierto, entonces zulú vive y es Vidû T'changa, gran medicina y señor del fuego. Yo, Usibepu, soy Vidû T'changa.
Zitter Arpad se mordió los labios con enojo. Se daba cuenta de que esta fórmula no le servía para nada.
Para compensar, se empeñó en ofrecer sus servicios de intérprete a Mary Faatz quien, con gestos y palabras, intentaba persuadir al negro, que se había vuelto a vestir, de que la siguiera.
—Estos señores no podrán entenderse con él sin mi ayuda —insistió sin llegar a convencerla.
Usibepu terminó por comprender lo que Mary Faatz esperaba de él y subió con ella al piso de Klinkherbogk.
* * *
El zapatero permanecía sentado ante la mesa, con la corona de papel en la cabeza.
La pequeña Katje había corrido hacia su abuelo, el cual levantó los brazos como para abrazarla, pero el estado sonambulesco se apoderaba nuevamente de él, enseguida bajó los brazos y volvió a fijar la vista en la bola de cristal.
La niña regresó de puntillas a su sitio, entre Eva y Sephardi. El silencio de la habitación se había hecho aún más espeso y torturador que antes. Eva tuvo la impresión de que ni los ruidos podrían ya romperlo. No hacía más que condensarse a continuación de cada susurro de ropa o crujido de las vigas del suelo. Estaba como coagulado en una presencia permanente, inaccesible a las vibraciones sonoras, una alfombra de terciopelo negro donde flotaran reflejos de colores sin atravesarla.
Unos pasos inseguros, que avanzaban como tentando el camino, ascendían por la escalera, acercándose a la buhardilla. A Eva se le antojó que un ángel exterminador surgía lentamente de la tierra.
Se estremeció de espanto cuando la puerta crujió suavemente detrás de ella y apareció el negro como una sombra gigantesca en la penumbra.
Los demás sintieron el mismo miedo violento, pero nadie se atrevió a cambiar de sitio, como si la muerte hubiera cruzado el umbral y buscara a alguien mirándolos uno tras otro. La expresión de Usibepu no reflejó ni la menor sorpresa al encontrarse con esta extraña reunión y el silencio que reinaba en la habitación.
Se había parado, inmóvil, y devoraba a Eva con los ojos ardientes, sin girar la cabeza, hasta que Mary llegó en ayuda de la joven, situándose silenciosamente delante de ella. El blanco de sus ojos y sus dientes resplandecientes pendían en la oscuridad como fantásticas manchas luminosas. Eva combatía su horror esforzándose en mirar por la ventana, delante de la cual colgaba una cadena metálica, gruesa como un brazo, de una grúa montada en un caballete del tejado. Inmóvil se prolongaba hasta las profundidades del canal, reflejando el brillo de la luna. Un ligero murmullo, apenas perceptible, flotaba en el aire cada vez que, empujada por la brisa nocturna, el agua de los dos canales confluyentes al pie de la casa chocaba contra los muros. Un grito desde la mesa los sobresaltó a todos. Klinkherbogk se había medio incorporado y señalaba con su dedo rígido un punto luminoso en la bola.
—Ahí está de nuevo— se le oyó decir con voz agonizante— el hombre terrible de la máscara verde ante el rostro, que me dio el nombre de Abram y el libro para que me lo tragara.
Como deslumhrado por un resplandor, cerró los ojos y cayó pesadamente hacia atrás.
Todos permanecían inmóviles, con la respiración cortada. Sólo el zulú se inclinó hacia adelante, y fijando la mirada en un punto en la oscuridad sobre la cabeza de Klinhkerbogk, dijo a media voz:
—El Souquiant está detrás de él.
Nadie entendió lo que quería decir. Siguió un silencio de muerte, que parecía interminable, durante el cual nadie se atravía a pronunciar palabra alguna.
Eva notaba que le temblaban las rodillas bajo el efecto de una agitación inexplicable.
Tenía la impresión de que un ser invisible impregnaba el cuarto de su presencia, paulatinamente, con una lentitud siniestra. Cogió la mano de la pequeña Katje, que se encontraba a su lado. De repente algo se levantó en la oscuridad aleteando con un ruido espantoso y una voz llamó bruscamente:
—¡Abram!. ¡Abram!.
Eva tenía el corazón a punto de salirse y vio que los demás también estaban convulsos.
—Aquí estoy —dijo el zapatero sin moverse, como en sueños.
Eva iba a dar un grito, pero un terror mortal le oprimió la garganta.
Un pavoroso silencio volvió a paralizar durante un momento todos los corazones. Luego un pájaro negro de alas salpicadas de blanco voló como enloquecido por la habitación, chocó de cabeza contra el cristal de la ventana y cayó al suelo batiendo las alas.
—Es Jacob, nuestra urraca —murmuró Katje al oído de Eva—. Se ha despertado.
Eva lo oyó como a través de una pared. Aquellas palabras, en vez de tranquilizarla, no consiguieron más que aumentar la sensación estrangulante de la presencia de un ser demoníaco. De nuevo llegó a sus oídos una voz, tan inesperadamente como antes la llamada del pájaro. Salió de los labios del zapatero y parecía un grito ahogado:
—¡Isaac!. ¡Isaac!.
Sus rasgos se habían transformado repentinamente, tomando una expresión de locura delirante.
—Aquí estoy —contestó la pequeña Katje, igual que su abuelo al reclamo del pájaro, como dormida.
Eva notaba que la mano de la niña estaba helada. La urraca graznaba estrepitosamente bajo el alféizar. Parecía la risa de un duende diabólico.
Sílaba tras sílaba, sonido tras sonido, el silencio había absorbido las palabras y la risa maliciosa, como la ávida boca de un fantasma.
Surgieron y se callaron como la resonancia de un acontecimiento de la prehistoria bíblica resucitado fantásticamente en la habitación de un mísero artesano.
Una campanada de la iglesia de san Nicolás resonó en el cuarto y rompió por un instante el encanto de sus vibraciones.
—Quisiera irme, me afecta demasiado —dijo Eva en voz baja a Sephardi, dirigiéndose hacia la puerta.
Le sorprendía el hecho de no haber oído dar las horas en el reloj del campanario durante todo ese tiempo, ya que debían haber pasado varias horas desde el toque de la medianoche.
—¿Se puede dejar así, tan solo, al anciano? —preguntó a Swammerdam, quien calladamente estaba invitando a los demás a darse prisa, y miró hacia Klinkherbogk—. Aún parece estar en trance, ¿no?. Y la niña duerme también.
—Pronto se despertará, cuando nos hayamos ido —contestó en tono tranquilizador el coleccionista de mariposas. Pero en sus palabras se percibía un ligero matiz de temor contenido—. Luego vendré a verlo.
Casi hubo que recurrir a la fuerza para empujar al negro fuera de la habitación. Con ojos febriles miraba fijamente las monedas de oro que se hallaban en la mesa. Eva se dio cuenta de que Swammerdam no lo perdía de vista ni un momento y que, mientras los demás bajaban la escalera, volvió sobre sus pasos para cerrar con llave la buhardilla del zapatero, guardándola en su bolsillo. Mary Faatz se había adelantado a los demás para traer a los invitados sus abrigos y sombreros y conseguirles un coche.
—Ojalá vuelva el rey moro. Lo hemos dejado irse sin despedirse siquiera. ¡Oh, Dios!. ¿Por qué la fiesta del segundo nacimiento ha sido tan triste? —se lamentó la señorita de Bourignon mientras esperaba ante el portal la llegada del taxi que debía llevarla al convento, conducir a Eva a su hotel y dejar luego a Sephardi en su casa. Swammerdam, que los había acompañado, estaba a su lado sin pronunciar palabra y con la cara descompuesta.
El jaleo de la feria en la calle Warmoesstraat se había extinguido. Sólo un banjo seguía tocando aires salvajes, tras las ventanas cubiertas por sus cortinas, en la taberna del Zee Dijk. El muro de la casa que daba a la iglesia de San Nicolás estaba sumido en una oscuridad profunda. El otro lado, donde la buhardilla del zapatero, en lo alto del canal, contemplaba el lejano puerto envuelto en nieblas, brillaba, blanco y húmedo, bajo la viva luz de la luna.
Eva se acercó a la baranda que separaba la callejuela del canal y miró al agua negra e inquietante.
A pocos metros de ella, la cadena metálica que pendía del tejado pasando por delante de la ventana del zapatero, tocaba con su extremo inferior un resalto del muro, apenas tan ancho como un pie.
Un hombre, de pie en una canoa, se disponía a agarrar la cadena. Al percatarse de la silueta clara de Eva, se agachó rápidamente, volviendo la cabeza.
Eva oyó aproximarse el coche por la esquina y volvió, de prisa y sobrecogida, hacia Sephardi. Durante un instante, sin saber por qué ni cómo, había recordado los blancos ojos del negro…
* * *
El zapatero Klinkherbogk soñaba que atravesaba el desierto subido en un burro, con la pequeña Katje a su lado, y que delante de él iba, como guía, el hombre del rostro velado que le había dado el nombre de Abram.
Cabalgaba así día y noche, cuando de pronto vio en el cielo un espejismo y un país, fértil y maravilloso como no lo había visto nunca, descendió hasta él. Y el hombre le dijo que era el país de Monja.
Y Klinkherbogk subió a una colina, construyó una hoguera y colocó a Katje sobre ella.
Entonces alargó la mano y cogió el cuchillo para sacrificar a la niña. Su corazón estaba frío y ajeno a la compasión, porque sabía por las Escrituras que sería un carnero lo que ofrecería en holocausto en lugar de Katje. Y cuando había inmolado a la niña, el hombre se quitó el velo del rostro, el signo incandescente se borró de su frente y dijo:
—Te enseño mi rostro, Abram, para que goces a partir de ahora de la vida eterna. Pero quito de mi frente el signo de la Vida para que su vista no siga consumiendo más tu pobre cerebro. Porque mi frente es tu frente y mi rostro es tu rostro. Sabe que el verdadero "Segundo Nacimiento" es esto: que tú seas uno conmigo y reconozcas que yo, tu guía hasta el árbol de la vida, has sido tú mismo.
»Muchos han visto mi rostro, pero no saben que esto significa el segundo nacimiento, y por ello puede ser que no encuentren la vida eterna.
»Antes de que franquees la puerta estrecha volverás a encontrar la muerte, y previamente el bautismo de fuego que te sumirá en un dolor y una desesperación abrasadores. Tú mismo lo quisiste así.
»Pero entonces tu alma entrará en el reino que te he preparado, como un pájaro que sale de su jaula para volar hacia la aurora eterna».
Se acordó de una época en que, siendo aún joven, hizo un voto en el deseo de allanar el camino a los que le siguieran en el tiempo: no quería dar ningún paso más en el camino espiritual a menos que el Señor del destino le impusiera la carga de un mundo entero. El hombre desapareció.
Klinkherbogk se encontraba en una profunda oscuridad y oía un retumbar parecido al trueno que se atenuaba poco a poco hasta quedar reducido al ruido lejano de las ruedas de un coche sobre un adoquinado desnivelado.
Paulatinamente recobró el conocimiento, el sueño se difuminaba en su memoria y vio que se hallaba en su buhardilla y… llevaba en la mano una lezna ensangrentada.
La mecha de la vela consumida luchaba por no extinguirse y la llama oscilante iluminaba el pálido rostro de la pequeña Katje, que yacía apuñalada sobre el tresillo gastado.
El vértigo de una descomunal desesperación se apoderó de Klinkherbogk.
Quería atravesarse el pecho con la lezna… Su mano no le obedecía. Quería aullar como una bestia… Un calambre había paralizado su mandíbula y no podía abrir la boca. Quería estrellarse el cráneo contra la pared… Sus pies se tambalearon como si tuviera las articulaciones rotas.
El Dios al que había rezado toda su vida despertó en su corazón con los torcidos rasgos de una cara diabólica. Titubeando, fue hacia la puerta para pedir socorro, sacudiéndola hasta desplomarse… La puerta estaba cerrada con llave. Entonces se arrastró hasta la ventana, la abrió bruscamente e iba a llamar a Swammerdam cuando percibió, suspendido entre cielo y tierra, un rostro negro que lo miraba fijamente. El negro, que se había subido por la cadena, entró de un salto. Por un instante Klinkherbogk vio una estrecha raya roja bajo las nubes del levante, le volvió el recuerdo relampagueante de su sueño y estiró los brazos con añoranza hacia Usibepu como si fuera el Salvador.
El negro dio un salto atrás, espantado por la sonrisa que transfiguraba los rasgos de Klinkherbogk, luego se lanzó sobre él y cogiéndolo por el cuello se lo rompió.
Al cabo de un minuto, tras atiborrarse los bolsillos de oro, tiró por la ventana el cadáver del zapatero.
El cuerpo chocó contra las aguas turbias y nauseabundas del canal mientras que la urraca salía volando hacia la aurora, gritando con júbilo:
—¡Abram!. ¡Abram!.
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