El Rostro Verde (7). Gustav Meyrink. 1916. Capítulo VI
Hauberrisser había dormido casi hasta el mediodía; no obstante sentía un pesado cansancio en todos sus miembros cuando abrió los ojos.
El deseo de saber qué contenía el rollo que le cayó durante la noche y de dónde pudo salir, lo había perseguido en sueños, como esa molesta sensación de espera que suele ahuyentar el reposo cuando uno, antes de dormir, decide despertarse a una hora determinada. Se levantó, examinó las paredes revestidas de madera de la alcoba y no tardó en hallar la puertecilla abatible del armario secreto que había ocultado el rollo. Aparte de unas gafas rotas y algunas plumas de ganso estaba vacío, y a juzgar por las manchas de tinta, había sido utilizado como escritorio por el antiguo inquilino.
Hauberrisser aplastó los folios enrollados e intentó descifrarlos. Los caracteres se encontraban considerablemente difuminados, llegando a ser ilegibles en algunos pasajes, y muchas páginas, pegadas entre ellas por el efecto de la humedad, formaban una especie de cartón mohoso, de manera que quedaba poca esperanza de conocer jamás su contenido.
Faltaban el principio y el final; el resto parecía ser un borrador de algún trabajo literario, tal vez un diario, por las numerosas tachaduras que llevaba.
En ninguna parte se veía un indicio de quién pudiera ser el autor, ni tampoco fecha alguna que sirviera para fijar su antigüedad. Malhumorado, Hauberrisser se disponía a olvidarse del rollo para volver a tumbarse y recuperar las horas de sueño perdidas cuando al hojear por última vez el manuscrito su vista tropezó con un nombre que lo aterró tanto que por un instante dudó de haberlo leído realmente.
Desafortunadamente se le había pasado ya la hoja, y su impaciencia por volver a hallar el párrafo aniquiló su esfuerzo de búsqueda.
Sin embargo habría jurado que vio el nombre de Chidher el Verde. Lo distinguía con nitidez si cerraba los ojos y se representaba el pasaje en cuestión.
El sol entraba resplandeciente y caluroso por la amplia ventana sin cortinas; una luz dorada llenaba toda la habitación tapizada de seda amarilla. Pero a pesar del esplendor del mediodía hechizado, Hauberrisser se sintió presa del pánico, de un miedo que nunca antes había experimentado, de un horror que surge sin razón aparente para disiparse enseguida y no dejar huella. Intuyó que la causa de su miedo no estaba en el manuscrito, ni tampoco en el hecho de haber vuelto a tropezar con el nombre de Chidher el Verde. El motivo era una profunda y repentina desconfianza en sí mismo, tan fuerte que veía hundirse el suelo bajo sus pies. Terminó rápidamente su aseo y tocó el timbre.
—Dígame, señora Ohms —preguntó al ama de llaves de su piso de soltero cuando ésta le trajo el desayuno—. ¿No sabe por casualidad quién vivía aquí antes de venir yo?.
La vieja reflexionó un rato.
—Si recuerdo bien, la casa perteneció hace muchos años a un señor bastante mayor. Si no me equivoco, dicen que era muy rico y algo raro. Luego estuvo desocupada mucho tiempo y finalmente fue comprada por un orfanato.
—¿Y no sabe cómo se llamaba ese señor y si vive aún?.
—Siento mucho no poder ayudarle, señor.
—Bien, gracias.
Hauberrisser volvió a examinar el rollo.
La primera parte del manuscrito era autobiográfica y describía con frases breves y concisas el destino de un hombre que, perseguido por la mala suerte, había intentado por todos los medios imaginables crearse una existencia digna de ser vivida. Pero sus esfuerzos fracasaron siempre en el último momento. Cómo consiguió más tarde y prácticamente de la noche a la mañana acumular grandes riquezas, era cosa imposible de averiguar, ya que faltaban unas cuantas páginas.
Hauberrisser tuvo que desechar varios folios porque se encontraban totalmente amarillentos, envejecidos. Las páginas que seguían debieron haber sido redactadas unos años más tarde; la tinta era más fresca y la letra temblaba como bajo el peso de la edad. Reparó especialmente en algunas frases cuyo contenido presentaba cierta semejanza con su propio estado de ánimo: «Quien cree haber recibido la vida para transmitirla a sus descendientes se está engañando a si mismo. No es cierto: la humanidad no ha evolucionado. Únicamente lo aparenta. Sólo algunos individuos aislados han progresado realmente. Dar vueltas en un círculo significa estancarse. Tenemos que romper el círculo, de otra manera no habremos hecho nada. Quienes opinan que la vida empieza con el nacimiento y termina con la muerte, esos, desde luego, no perciben el círculo. ¡Cómo podrían romperlo!». Hauberrisser pasó la hoja.
Las primeras palabras que le saltaron a la vista fueron: "Chidher el Verde".
No se había equivocado.
Preso de una tensión que le cortaba el aliento, recorrió los siguientes renglones sin que le proporcionaran prácticamente ninguna explicación. El nombre de Chidher el Verde constituía el término de una frase y en la página anterior faltaba el principio, así que no existía conexión alguna entre ellas. No había ninguna posibilidad de seguir el rastro, aunque podía suponer que el autor del manuscrito atribuía a Chidher el Verde una idea determinada o que incluso lo había conocido personalmente.
Hauberrisser se llevó las manos a la cabeza. Lo que estaba sucediendo en su vida en los últimos días parecía un juego malicioso, llevado a cabo por una mano invisible.
Por muy interesante que prometiera ser el manuscrito, no tenía ya paciencia para seguir leyendo. Las letras bailaban ante sus ojos. Estaba harto de dejarse burlar por estúpidas coincidencias.
—¡Voy a acabar con esto de una vez!.
Llamó al ama de llaves y le encargó que buscara un coche.
—Iré al Salón de artículos misteriosos y hablaré con el señor Chidher el Verde —decidió.
Pero enseguida comprendió que no sería más que un golpe al aire, porque… —¿Qué culpa podía tener el viejo judío de que su nombre me persiga como un duende? —se dijo a sí mismo.
Agitado, daba vueltas por la habitación.
—Me conduzco como un loco —se dijo—. ¿A mí qué me importa todo esto?. Podría vivir tranquilamente… como un buen burgués acomodado —añadió una pérfida voz en su interior. Inmediatamente rechazó la incipiente idea—. ¿No me han enseñado que la existencia no es más que un enorme sinsentido si se la vive como suele hacerlo la humanidad?. Aunque hiciera lo más insensato que uno pueda imaginarse, siempre sería más inteligente que volver a caer en la rutina tradicional cuya meta final es una muerte inútil.
El disgusto de vivir volvía a apoderarse de él; comprendió que para evitar suicidarse cualquier día por aburrimiento no le quedaba más remedio que dejarse llevar sin resistencia, al menos durante algún tiempo, hasta que el destino le proporcionara un punto de apoyo estable o lo llamara definitivamente con estas palabras: «No hay nada nuevo bajo el sol, el objetivo de la vida es la muerte». Cogió el rollo y lo llevó a su biblioteca para encerrarlo en su escritorio.
Desconfiaba ya tanto de eventuales sucesos extraños que arrancó la hoja donde se hallaba el nombre de Chidher el Verde y lo guardó en su cartera.
No lo hizo por un temor supersticioso a que el papel pudiese desaparecer, sino por el deseo de llevarlo encima y no depender del recuerdo: era la defensa instintiva de un hombre deseoso de sustraerse a las desconcertantes influencias de la memoria, un hombre que no estaba dispuesto a renunciar a las percepciones de los sentidos en el caso de que un sorprendente azar sacudiera su habitual concepto de la vida cotidiana.
—El coche está abajo —anunció el ama de llaves— y acaban de traer este telegrama.
«Por favor, vente hoy sin falta a tomar el té. Numerosa sociedad, entre otros tu amigo Ciechonski, desafortunadamente también la Rukstinat. Te maldeciré y desheredaré si no acudes.
Pfeill».
Hauberrisser, irritado, gruñó algo a media voz. No le cabía ninguna duda de que el conde polaco había tenido la desfachatez de servirse de su nombre para entablar contacto con Pfeill. Ordenó al cochero que lo condujera a la calle Jodenbree.
—Sí, sí, vaya todo recto, a través del Jodenbuurt —contestó con una sonrisa cuando el cochero le preguntó, algo irresoluto, si debía cruzar el "Jordaan", el barrio de la judería, o debía desviarse por las calles transversales.
* * *
Pronto se encontraron metidos de lleno en el barrio más extraño de toda Europa.
La vida de sus habitantes parecía desarrollarse enteramente en la calle. Se guisaba, se lavaba y se planchaba al aire libre. De una cuerda que atravesaba la calle pendían sucios calcetines, el cochero tuvo que agacharse para no topar con ellos con la cabeza. Unos relojeros que seguían desde sus mesitas el paso del coche con la lupa pegada al ojo, evocaban la imagen de unos peces de alta mar asustados. Las madres amamantaban a sus hijos. Habían instalado la cama de un viejo paralítico delante de una puerta, para que respirara el aire fresco. En la esquina de la calle, un judío de cuerpo hinchado, cubierto enteramente de muñecos de colores como Gulliver de enanos, ofrecía su mercancía gritando con voz estridente y sin tomar aliento:
—¡Popipopipopipopipopi!.
—¡Kleerko, Kleerko, Kle-e-erkooop! —tronó una especie de Isaías que se dedicaba a la compraventa de ropa usada. Agitando una pierna de pantalón como si fuese una bandera, invitó a Hauberrisser a que lo honrara con su visita y se desvistiera sin ceremonias. Montones de harapos malolientes obstruían el paso y hubo que esperar hasta que el grupo de traperos despejara el camino. Al fin dejaron atrás la calle y Hauberrisser vio brillar los reflejos del sol en la galería acristalada del salón de artículos misteriosos.
Esta vez pasó cierto tiempo hasta que se abrió la ventanilla del tabique y apareció el busto de la dependienta.
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó la joven con tono frío y visiblemente distraída.
—Quisiera hablar con su jefe.
—Lo siento, pero el señor catedrático se fue ayer de viaje por tiempo indefinido.
La vendedora contrajo la boca en una mueca arrogante y dirigió a Hauberrisser una mirada fulgurante y felina.
—No se preocupe, señorita, no me refiero al señor catedrático. Sólo quisiera intercambiar algunas palabras con el viejo caballero que vi ayer detrás del pupitre, ahí dentro.
—¡Ah, ese! —la cara de la joven se serenó. El señor Pedersen, de Hamburgo, el que estuvo mirando la caja óptica, ¿verdad?.
—No, me refiero al viejo… israelita del despacho. Creí que el negocio era suyo.
—¿Nuestra tienda?. Nuestra tienda jamás ha sido de ningún viejo judío, señor. Somos una empresa declaradamente cristiana.
—Como Vds. quieran. Pero no obstante quisiera hablar con el viejo judío que estaba ahí dentro, tras el pupitre. ¡Por favor, señorita, sea tan amable!.
—¡Por Dios! —protestó la joven dama—. Ningún judío ha entrado jamás en nuestra oficina, y ayer menos todavía.
Hauberrisser no se creyó ni una sola palabra. Contrariado, reflexionó acerca de qué argumento podría emplear para desvanecer su desconfianza.
—Bueno, señorita, dejemos eso. Pero dígame al menos una cosa: ¿quién es ese Chidher el Verde cuyo nombre se lee en el letrero de la puerta?.
—¿En qué letrero, por favor?.
—¡Dios mío!. ¡En el rótulo de su tienda, ahí fuera!.
La dependienta lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡Pero si el rótulo dice "Zitter Arpad"! —tartamudeó, completamente desconcertada.
Hauberrisser cogió su sombrero y se precipitó hacia fuera, con furia, para comprobar lo que decía la leyenda del rótulo. A través del espejo, divisó a la vendedora que se golpeaba la frente con gesto de asombro.
Cuando miró el letrero su corazón estuvo a punto de dejar de latir: debajo de las palabras "Salón de artículos misteriosos" se leía efectivamente el nombre de Zitter Arpad. Ni una letra de Chidher el Verde.
Se hallaba tan perturbado y experimentaba tanta vergüenza que se marchó muy deprisa, dejando abandonado su bastón. Quería alejarse cuanto antes de aquel lugar.
* * *
Durante una hora erró como ausente por toda clase de calles. Callejones silenciosos, estrechos patios, de pronto una iglesia elevándose ante él, portones sombríos donde sus pasos resonaban como en un claustro.
Las casas parecían deshabitadas, como si llevaran siglos sin alojar a ningún ser humano. De vez en cuando veía algún gato tomando el sol en un barroco alféizar atestado de floridas macetas. Altos olmos irguiéndose tras las tapias de pequeños jardines. Reinaba un silencio absoluto. Hauberrisser volvió sobre sus pasos y se halló de pronto en una calle medieval, parecía que el tiempo se hubiese detenido en esta parte de la ciudad.
Vio relojes de sol en los muros, blasones llenos de adornos, ventanas relucientes, tejados rojos, pequeñas capillas sumergidas en la sombra, capiteles dorados alzándose hacia las nubes blancas y plumosas.
Encontró abierto el portal de un claustro. Al entrar divisó un banco que se hallaba bajo las ramas colgantes de un sauce. A su alrededor proliferaban altas matas de hierba. No había ni un alma, ningún rostro asomándose a las ventanas. Todo parecía desierto. Se sentó para aclarar sus pensamientos.
Ya no se sentía desasosegado. La agitación provocada por el temor de que un trastorno mental lo hubiese inducido a leer un nombre equivocado en el rótulo había desaparecido. Los extraños pensamientos que ocupaban su cerebro desde hacía algún tiempo le parecieron de repente un fenómeno mucho más extraordinario que el insólito acontecimiento que acababa de vivir.
«¿A qué viene que yo —se preguntó— un hombre relativamente joven, vea la vida como un anciano?. No se suele pensar asi a mi edad». En vano intentó rememorar el momento en que se había producido en él semejante transformación. Como cualquier otro joven, había sido esclavo de sus pasiones hasta pasada la treintena, gozando hasta los límites únicos que su salud y su fortuna le imponían. Tampoco recordó haber sido especialmente contemplativo en sus años infantiles. ¿Dónde se encontraba entonces la raíz de la cual había brotado esa extraña planta sin flor que era su yo actual?.
"Existe un crecimiento interno, secreto…" —de golpe se acordaba de haber leído esta frase pocas horas antes. Sacó la página que llevaba guardada en su cartera, buscó cierto pasaje y leyó:
"Durante años permanece oculto, pero de repente, de modo absolutamente inesperado y a menudo a causa de un acontecimiento insignificante, se desvanece el velo y un día cualquiera surge en nuestra existencia una rama cargada de frutos maduros. Nos damos cuenta entonces de que, sin saberlo, sin que nunca nos hayamos percatado de su florecimiento, éramos nosotros los jardineros de este árbol misterioso…"
«¡Ojalá no hubiese caído jamás en la tentación de creer que alguna potencia que no fuera yo mismo podía crear este árbol. ¡Cuánto sufrimiento me habría ahorrado!. Yo era el único dueño de mi destino, y no lo sabía. Como no era capaz de cambiarlo mediante las acciones, creí estar indefenso ante él. Cuántas veces no habré pensado que si dominaba mis pensamientos me convertiría en el todopoderoso dirigente de mi destino. Pero siempre acababa rechazando la idea porque mis poco convencidos esfuerzos no surtían efectos inmediatos.
»Subestimaba el poder mágico del pensamiento y volvía a caer en el error hereditario de la humanidad, atribuir una importancia gigantesca a la acción y tomar a la mente por una quimera. Sólo aquél que aprende a mover la luz es dueño de la sombra, y con ello, del destino. Quien pretende realizar su destino por medio de la acción no es más que una sombra incapaz de luchar contra las sombras. Pero parece que la vida debe torturarnos casi hasta la muerte para que hallemos la clave. ¡Cuántas veces habré intentado ayudar a otros explicándoles esta idea!. Me escuchaban e incluso me aprobaban, pero mi argumentación les entraba por un oído y les salía por el otro…
»Es posible que la verdad sea tan sencilla que no podamos comprenderla enseguida. ¿O será necesario que el "árbol" toque el cielo para que lleguemos a entender?. Me temo que a veces existe mayor diferencia entre un hombre y otro que entre un hombre y una piedra. El sentido de nuestra vida consiste en descubrir qué es lo que hace verdecer a este árbol y qué es lo que lo protege de secarse. ¿Pero cuánta gente habrá hoy en día capaz de comprender lo que digo?. Si me oyeran pensarían que les hablo en parábolas. Nos separa la ambigüedad del lenguaje. Si yo publicara un artículo sobre el crecimiento interior, ellos entenderían que se trata simplemente de aumentar la inteligencia o mejorar el comportamiento, de igual modo que sucede con la filosofía, donde sólo ven una teoría en lugar de una forma de vivir. Limitarse a los preceptos, aún de la manera más sincera, no es suficiente para fomentar el crecimiento interior. Infringirlos surte a menudo un efecto mayor. Cumplimos los preceptos cuando deberíamos violarlos, y los violamos cuando deberíamos cumplirlos. Del hecho de que los santos orienten sus acciones exclusivamente hacia el bien deducen equivocadamente que haciendo buenas obras se convertirán en santos. De esta manera se encaminan hacia el abismo por la vía de una arrónea fe en Dios, y se consideran justos. Los ciega una falsa humildad, que cuando llega el gran momento y contemplan el verdadero rostro de él, retroceden asustados como niños y creen que han perdido la razón».
Hauberrisser tuvo una sensación que no experimentaba hacía mucho tiempo, una prometedora esperanza se despertaba en él, reconfortándolo. No sabía, ni quería saber, cuál era el motivo de su alegría ni qué es lo que debía esperar.
Empezaba a sentirse afortunado por haber vivido el extraño episodio relacionado con el nombre de Chidher el Verde, ya no se sentía como el objeto de burla de unas coincidencias maliciosas. Intuyó que las últimas frases del texto aludían al rostro de Chidher el Verde y se sintió impaciente por saber más. Hubiera preferido volver rápidamente sobre sus pasos y emplear el resto del día en la lectura del rollo, debía contener informaciones detalladas sobre el "mágico arte de dominar los pensamientos", pero eran cerca de las cuatro y Pfeill lo estaba esperando. Un zumbido le hizo volverse. Se levantó sorprendido, y a poca distancia, vio a un hombre vestido de gris, con una careta de esgrima cubriéndole el rostro y una larga vara en la mano. Por encima de él, flotaba en el aire una especie de enorme saco que se balanceaba lentamente de un lado para otro y que oscilaba de arriba a abajo con un mpvimiento continuo. De pronto el hombre acercó la punta de la vara al monstruoso racimo y consiguió capturarlo con una redecilla. Satisfecho, la vara sobre el hombro y el saco a la espalda, ascendió por una escalera hasta desaparecer por la terraza del tejado.
—Es el colmenero del convento —explicó una anciana ocasional que se había percatado de la perpleja expresión de Hauberrisser—. El enjambre se le había escapado y ha tenido que capturar a la reina.
Hauberrisser se marchó de aquel lugar. Al llegar a una ancha plaza tomó un taxi y se encaminó hacia la casa de campo de su amigo Pfeill en Hilversum.
* * *
Numerosos ciclistas animaban la amplia y rectilínea carretera. El taxi avanzaba como a través de un mar de cabezas y centelleantes pedales. El paisaje desfilaba velozmente, pero Hauberrisser no tenía conciencia de todo ello. Sólo podía pensar en la imagen que acababa de presenciar: el hombre de la máscara y el enjambre de abejas que se apiñaban en torno a su reina como si no pudieran vivir sin ella.
El colmenero había capturado a la reina y con ella, todo el enjambre se le había rendido. Lo sucedido se le antojó como una parábola: «¿Acaso mi cuerpo es otra cosa que una legión de células vivas que giran alrededor de un centro oculto, siguiendo un atavismo de millones de años?». Intuyó que existía una relación misteriosa entre lo que había contemplado y las leyes de la naturaleza y comprendió que el mundo resucitaría para él si fuese capaz de verlo bajo una nueva luz, una luz que la vida cotidiana y la rutina habían oscurecido.
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