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La obra de Gustav Meyrink

El Golem

El Golem (III) Praga

El Golem (III) Praga

Charousek, el estudiante, estaba junto a mí con el cuello de su fina y delgada capa subido, y pude oír cómo los dientes le castañeaban de frío.

Puede contraer una enfermedad mortal en esta puerta tan fría y con tanta corriente, me dije y lo insté a que me acompañara a casa.

Pero él rechazó mi oferta.

—Se lo agradezco, maestro Pernath —murmuró tiri­tando—. Siento no tener ya tiempo; debo ir en seguida a la ciudad. ¡Además nos calaríamos hasta los huesos a los pocos pasos de salir a la calle! ¡El chaparrón no quiere amainar!

Los aguaceros barrían los tejados y caían por los rostros de las casas como ríos de lágrimas.

Incliné un poco hacia delante la cabeza y pude ver enfrente, en el cuarto piso, mi ventana, tan mojada por la lluvia que sus cristales parecían haberse reblandeci­do; se había vuelto opaca y áspera como una ampolla.

Un arroyo de mugre amarillenta bajaba por el calle­jón y el arco del portón se llenó de transeúntes que es­peraban a que acabara la tormenta.

—Ahí flota un ramo de novia —dijo de repente Cha­rousek y señaló un ramo de mirtos marchitos arrastrado por el agua sucia.

Alguien detrás de nosotros, se rió de esto.

Al volverme, vi que había sido un hombre mayor, elegantemente vestido, el pelo blanco y la cara inflada como la de un sapo.

Algo desagradable se desprendía de aquel hombre; retiré mi atención de él y contemplé las casas de feo color que tenía ante mí, como animales viejos y malhu­morados, acurrucados unos junto a otros bajo la lluvia. ¡Qué terribles y viejas parecían todas!

Habían sido edificadas sin criterio y aparecían como maleza que surge del suelo.

Se construyeron apoyadas en una amarillenta muralla de piedra, lo único que se mantenía aún de un alargado edificio anterior que data de hace dos o tres siglos. Las construyeron al buen tuntún, sin tener en cuenta las demás: aquí, media casa esquinada y con la fachada hacia atrás; al lado, otra que sobresalía como un colmillo.

Bajo el oscuro y triste cielo, parecía como si estu­viesen dormidas y no se notaba nada de la vida engaño­sa y hostil que, a veces, emana de ellas, cuando la niebla de las noches de otoño cubre las callejas y ayuda a ocul­tar su silencioso y apenas perceptible juego de gestos y actitudes.

En el tiempo que llevo viviendo aquí, toda una exis­tencia, se ha afirmado en mí la impresión imborrable de que ciertas horas de la noche y del amanecer acostum­bran a susurrar un consejo mudo y misterioso. A veces un débil temblor, imposible de aclarar, cruza por sus pa­redes y se escapan ruidos que corren por sus tejados y caen por las cañerías —y nosotros los percibimos obtu­samente, sin mayor atención, sin investigar su origen.

A menudo soñaba que había espiado estas casas en sus movimientos espectrales y me había enterado con gran asombro de cuáles eran los verdaderos amos ocul­tos de esta calleja, que se podían deshacer de su vida y de su sentimiento, para volverla a recuperar; se la pres­tan durante el día a los habitantes que viven aquí para exigírsela de nuevo a la noche siguiente con interés de usurero.

Y cuando estos extraños hombres que aquí viven se­mejantes a sombras, entes —no nacidos de madre—, construidos su pensamiento y su forma de actuar por retazos sin ninguna selección, cuando pasan por mi es­píritu, me siento más inclinado que nunca a creer que los sueños se esconden en oscuras verdades que, al estar despierto, permanecen latentes en mi alma, como impresiones de cuentos en colores.

Vuelve a despertarse calladamente en mí la leyenda del Golem espectral, de ese hombre artificial que hace tiempo construyera de materia, aquí en el ghetto, un rabino conocedor de la Cábala, quien lo convirtió en un ser autómata y sin pensamiento, al situar tras sus dientes una mágica cifra numérica.

Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en algu­no, tras quitar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente.

¡Qué asechanza tan latente y terrible existe en estas criaturas!

Nunca se las ve trabajar y, sin embargo, están des­piertas muy temprano, se levantan con la primera luz de la mañana y esperan conteniendo la respiración, como un sacrificio que nunca llega.

Y si alguna vez parece posible que alguien entre en su territorio, algún indefenso del que se puedan enri­quecer, cae de repente sobre ellas un miedo paralizador que las vuelve a hacer esconderse en sus rincones y mantenerse apartadas y temerosas de cualquier pro­vecho.

Nadie parece lo bastante débil, para que ellas se sien­tan con el valor suficiente para apoderarse de él.

—Animales de rapiña, degenerados y sin dientes, a los que se les ha quitado su fuerza y sus armas— dijo Charousek mirándome dubitativo.

¿Cómo podía adivinar lo que yo estaba pensando? Sentí que, a veces, se atizan tanto los pensamientos propios que éstos son capaces de saltar, como chispas, a la mente del compañero.

—¿... De qué vivirán? —dije al cabo de un rato.

—¿Vivir? ¿De qué? ¡Algunos de ellos son millo­narios!

Miré a Charousek. ¿A qué se refería con esto?

Pero el estudiante permaneció en silencio y miró ha­cia las nubes.

Por un momento se acalló el murmullo que silbaba en el portal, escuchándose sólo el ruido de la lluvia.

¿Qué quería decir con aquello de que «Algunos de ellos son millonarios»?

De nuevo fue como si Charousek hubiera adivinado mis pensamientos. ,

Señaló al cambalachero Aaron Wassertrum que esta­ba junto a nosotros, y hacia cuyo lado el agua arrastraba la herrumbre de los cacharros en charcos rojizos.

—Aaron Wassertrum, por ejemplo, es millonario, posee casi un tercio del barrio judío. ¿No lo sabía us­ted, señor Pernath?

En verdad, se me cortó la respiración:

—¡Aaron Wassertrum! El cambalachero Aaron Was­sertrum, ¿millonario?

—Ah, lo conozco perfectamente —continuó encarni­zadamente Charousek, como si hubiese esperado que yo le preguntase—. Conozco también a su hijo, el doc­tor Wassory. ¿Nunca ha oído hablar de él? —¿Del doctor Wassory el famoso oculista? Hace un año toda la ciudad hablaba entusiasmada de él, del gran sabio. Nadie supo entonces que había abjurado de su nombre y que anteriormente se había llamado Wassertrum. Le gustaba representar el papel del hombre de ciencia mundano, y si alguna vez se hablaba de su origen, respondía humilde y afectado, con medias palabras, que su padre aún vivía, que era originario del ghetto y que él había tenido que ascender a la luz con muchos esfuerzos, con toda clase de preocupaciones e increíbles penalidades, sí,  ¡sacrificios y desvelos!

—Sí, ¡pero nunca dijo con las preocupaciones y los sacrificios de quién, ni con qué medios! ¡Pero yo sé la relación que tiene con el gheitol —Charousek me tomó del brazo, lo apretó y lo agitó con fuerza.

—Maestro Pernath, soy tan pobre que ni yo, casi, puedo comprenderlo, mire, me veo obligado a ir medio desnudo y como un vagabundo, y, sin embargo, soy un estudiante de medicina..., ¡un hombre con formación!

Se abrió la capa y vi, con asombro, que no llevaba ni camisa ni chaqueta, vestía el abrigo sobre la piel desnuda.

—Ya era así de pobre cuando provoqué la caída de esa bestia, de ese todopoderoso y famoso doctor Wassory, y aún no hay nadie que sospeche de mí. En rea­lidad, fui el verdadero causante. En la ciudad se piensa que un tal doctor Savioli fue quien publicó y dio a co­nocer sus prácticas y el que lo llevó al suicidio. Pero yo le aseguro que el doctor Savioli no fue otra cosa que mi instrumento. Yo solo maquiné el plan y reuní el material, proporcioné las pruebas e hice tambalear, en silencio, sin que nadie lo notara, piedra tras piedra, todo el edificio del doctor Wassory, hasta que llegó el momento en el que ni todo el dinero del mundo, ni todo el ingenio del ghetto hubiesen podido evitar la caída, para la que sólo era preciso ya un pequeño em­pujón. Sabe usted, así..., como se juega al ajedrez. Exactamente igual que en un juego de ajedrez. ¡Y na­die sabe que fui yo! Sin duda alguna el cambalachero Aaron Wassertrum tiene de vez en cuando la terrible sospecha, que no lo deja dormir, de que fue alguien, al cual no conoce, que siempre está cerca de él sin que, sin embargo, pueda atraparlo, otro, y no el doctor Savioli, el que dirigía con su propia mano el juego. Y aunque Aaron Wassertrum es uno de esos cuyos ojos son capaces de ver a través de las murallas, no comprende que hay mentes capaces de calcular cómo se puede atravesar esas murallas con agujas largas, invisi­bles y envenenadas, a través de sillares, de piedras pre­ciosas, para llegar a acertar en la vena de la vida.

Y Charousek se dio un golpe en la frente y se echó a reír como un salvaje.

—En seguida se enterará Aaron Wassertrum del día exacto en que piense saltar al cuello del doctor Savioli. ¡Exactamente ese mismo día! También he calculado esta partida de ajedrez hasta el último movimiento. Esta vez será un gambito de rey. No existe ni un solo movimiento hasta el amargo final para el que no tenga una fatal respuesta. Yo le digo que quien se aventure conmigo a este gambito de rey, saltará por los aires como una marioneta desamparada cuelga de finos hilos, hilos de los que yo tiro, me oye bien, de los que yo tiro, acabando con su libre voluntad.

El estudiante hablaba como enfebrecido. Lo miré asustado a la cara.

—¿Qué le han hecho a usted Aaron Wassertrum y su hijo para que esté tan lleno de odio? Charousek lo rechazó con fuerza:

—Dejemos esto, ¡pregunte mejor qué es lo que le rompió el cuello al doctor Wassory! ¿O prefiere que hablemos de esto en otra ocasión? La lluvia ha cesado. ¿Quizá quiera regresar a su casa?

Bajó la voz como alguien que, de repente, se calma por completo. Yo moví la cabeza a un lado.

—¿Ha oído usted alguna vez cómo se cura actual­mente el glaucoma? ¿No? Entonces se lo tengo que aclarar para que comprenda todo perfectamente, maes­tro Pernath. Escuche: el glaucoma es una fatal enfer­medad del ojo interno que culmina en ceguera y no existe más que un solo medio para detener el avance del mal, lo que se llama iridectomía, que consiste en cortar del iris del ojo un pequeño trozo cuneiforme. Sus consecuencias inevitables son unos tremendos deslumbramientos, que permanecen para toda la vida; sin embargo, la mayoría de las veces se detiene el proceso de la ceguera. Pero el diagnóstico del glaucoma es un caso  muy  particular.  Pues  existen  momentos,  sobre todo al principio de la enfermedad, en que los síntomas más claros desaparecen aparentemente, y en tales casos el médico nunca puede asegurar, a pesar de no encon­trar ninguna huella de la enfermedad, que el médico anterior, de diferente opinión, se haya necesariamente confundido. Pero, en cuanto se ha realizado la iridectomía, que naturalmente se puede llevar a cabo tanto en un ojo sano como en uno enfermo, es imposible confir­mar si antes existía realmente el glaucoma o no. El doctor Wassory había construido, a partir de éstas y otras circunstancias, un monstruoso plan. Infinidad de veces, especialmente en mujeres, diagnosticó glaucoma en donde sólo existían leves molestias visuales, sólo para llegar a una operación que no le ofrecía dificul­tades y sin embargo le proporcionaba mucho dinero. Como, además, sólo tenía a pobres indefensos en sus manos, no necesitaba para su crimen ni la más ligera huella de valor. Ve usted, maestro Pernath, la degene­rada fiera había llegado a unas condiciones vitales, en las que no necesitaba ni fuerza ni arma alguna para descuartizar a  su  víctima.   ¡Sin poner absolutamente nada en juego! ¿Lo comprende? ¡Sin tener que arries­gar lo más mínimo! El doctor Wassory supo conseguir, a través de gran cantidad de dudosas publicaciones en revistas especializadas, fama de extraordinario especia­lista e incluso supo evitar, arrojando arena en sus ojos, que sus colegas, que eran demasiado ingenuos y decen­tes, lo descubrieran. La consecuencia lógica fue un río de pacientes que buscaban ayuda en él. Si acudía al­guien a su consulta para ser reconocido de leves mo­lestias visuales, inmediatamente se ponía manos a la obra con sus alevosos planes. Comenzaba por el inte­rrogatorio normal al enfermo, pero muy hábilmente, para estar cubierto en cualquier caso, anotaba sólo aque­llas respuestas que permitían diagnosticar el glaucoma. Y con mucha cautela sondeaba si había existido algún diagnóstico anterior. En la conversación mencionaba de paso que lo habían llamado urgentemente del extran­jero con el propósito de tomar acuerdos científicos muy importantes y que por ello al día siguiente tenía que salir de viaje. En la investigación del ojo que realizaba inmediatamente con rayos de luz eléctrica ocasionaba intencionadamente al enfermo todo el daño posible. ¡Todo premeditado! ¡Todo premeditado! Al acabar el interrogatorio, cuando llegaba el momento en que el paciente preguntaba sobre la gravedad de su caso y hacía las preguntas normales sobre los posibles moti­vos de preocupación, hacía Wassory su primer movi­miento de ajedrez. Se colocaba frente al enfermo, de­jaba pasar un minuto y pronunciaba después, con voz comedida y sonora, la frase: «La ceguera de ambos ojos es inevitable en muy poco tiempo.» La escena que lógi­camente seguía era terrible. La gente se desmayaba con frecuencia, lloraba y gritaba y se arrojaba al suelo pre­sa de la mayor desesperación. Perder la vista significa perderlo todo. Y, cuando de nuevo llegaba el inevita­ble momento en el que la pobre víctima se abrazaba a las rodillas del doctor Wassory suplicando si no había en todo el mundo de Dios ninguna ayuda ni solución posibles, realizaba la bestia su segundo paso de ajedrez y se transformaba a sí mismo en ese... dios que podía ofrecer toda la ayuda necesaria. ¡Todo, todo en el mun­do es como una jugada de ajedrez, maestro Pernath! Una operación inmediata, decía pensativo el doctor Wassory, era lo único que podía traer la salvación y, con una vanidad salvaje y codiciosa que de repente le sobrevenía, se deshacía en un torrente de palabras en una amplia descripción de tal o cual caso, los cuales tenían una enorme semejanza con el presente, en la in­numerable cantidad de enfermos que a él únicamente debían el haber conservado la luz de sus ojos y otras cosas por el estilo. Se regodeaba realmente con el sen­timiento de ser considerado una especie de ser superior en cuyas manos se halla el bienestar y el dolor del prójimo. Pero la desamparada víctima se encontraba deshecha a sus pies, con el corazón lleno de ardientes interrogantes, con el sudor del miedo en la frente y no se atrevía siquiera a interrumpir sus palabras por miedo a irritarlo a él: el único que todavía podía ayu­darla. El doctor Wassory acababa su discurso diciendo que, desgraciadamente, sólo podía realizar la operación unos meses más tarde, cuando volviera de su viaje. Espero, en tales casos siempre se debía esperar lo me­jor, que para entonces no sea demasiado tarde, decía. Los enfermos, naturalmente, saltaban entonces aterro­rizados para decir que bajo ninguna circunstancia que­rían esperar ni un solo día más y rogaban suplicantes que los aconsejara sobre otro oculista-cirujano de la ciudad al cual pudieran acudir. Ése era el momento en el que el doctor Wassory realizaba su último movimien­to de ajedrez. Paseaba de un lado para otro meditando cabizbajo, arrugaba su frente con pesar para susurrar preocupado que una intervención por parte de otro médico requeriría por desgracia una nueva investiga­ción del ojo con la luz eléctrica y que esto sería nece­sariamente fatal, el mismo paciente sabía lo doloroso que es, debido a los rayos cegadores. Otro médico por lo tanto, aparte de que a muchos de ellos les faltaba la práctica necesaria en la iridectomía, precisamente por ser necesaria esa nueva revisión, no podía actuar hasta que hubiera transcurrido bastante tiempo y se hubie­ran regenerado los nervios ópticos.

Charousek cerró los puños.

—A esto lo llamamos en ajedrez jugada obligatoria, querido maestro Pernath. Y lo que seguía después era una nueva jugada obligatoria, un movimiento obligado tras otro. Porque, para entonces, el paciente, medio loco de desesperación, suplicaba al doctor Wassory que tuviera piedad y que retrasara su viaje un solo día para realizar él mismo la operación. Se trataba de algo más que una muerte rápida. La espera atroz y agobiante de quedarse ciego en cualquier momento es lo más terri­ble que puede existir. Y cuanto más se resistía el mons­truo y se lamentaba de que el retraso del viaje podría ocasionarle inevitables perjuicios, tanto mayores eran las cantidades que los enfermos le ofrecían... volunta­riamente. Cuando la cantidad ofrecida le parecía al doc­tor Wassory suficiente, cedía y el mismo día, antes de que cualquier eventualidad estropeara su plan, ocasionaba al mísero ese daño irreparable, esa continua sen­sación de estar cegado, esa sensación que debe conver­tir la vida en un suplicio, al tiempo que borraba de una vez para siempre las huellas de su canallada. Con estas operaciones en ojos sanos no sólo aumentaba el doctor Wassory su gloria y su fama como médico in­comparable que siempre consigue detener la amenaza de la ceguera, sino que al mismo tiempo calmaba su insaciable ansia de dinero y se envanecía cuando sus ingenuas víctimas, sin sospecharse perjudicadas en su cuerpo y en su bolsillo, lo miraban y lo alababan como su único amparo, su salvador. Sólo un hombre que tiene sus raíces en el ghetto, con sus innumerables, increíbles y, sin embargo, insuperables recursos, que desde niño ha aprendido a estar al acecho como una araña, que conoce a todos los hombres de la ciudad, hasta sus más mínimas relaciones, que conoce y adivina sus fortunas, sólo un hombre así (casi se lo podría llamar un «semi-vidente») es capaz de realizar durante años tales mons­truosidades. Si yo no hubiera existido, todavía hoy se­guiría realizando su «oficio» y lo hubiera practicado hasta la vejez para, finalmente situado como un hono­rable patriarca en el círculo de sus familiares, ser con gran honor un claro ejemplo para las generaciones futuras, disfrutando del ocaso de su vida hasta que al final le sobreviniera a él también el reventón final.

«Pero yo también nací en el ghetto y también mi sangre está colmada de esa atmósfera de ingenio infer­nal; por eso pude causar su perdición: del mismo modo que las fuerzas invisibles causan la caída de un hombre o que del cielo sereno cae un rayo.

»El doctor Savioli, un joven médico alemán, tiene el mérito de haberlo descubierto —pero yo lo empujé y amontoné prueba tras prueba hasta que llegó el día en que el fiscal alargó su brazo en busca del doctor Wassory. ¡Y entonces se suicidó la fiera! ¡Bendita sea la hora! Como si mi doble hubiera estado junto a él y hubiera guiado su mano, se suicidó con la redoma de nitrato de amilo que yo había dejado en su habita­ción cuando lo empujara a pronunciar sobre mí mismo el falso diagnóstico del glaucoma, intencionadamente y con el ardiente deseo de que ese nitrato de amilo fuera lo que le diera el empujón definitivo.

»En la ciudad se dijo que había sido una apoplejía. El nitrato de amilo causa una muerte muy parecida a una apoplejía. Pero no se pudo mantener ese rumor durante mucho tiempo.

Charousek se quedó parado de repente, ensimisma­do, como si se hubiera perdido en un profundo proble­ma, mirando hacia adelante, tras lo cual se encogió de hombros mirando hacia la tienda de Aaron Wassertrum.

—Ahora está solo —murmuró—, totalmente solo, con su avaricia... y... y su muñeca de cera.

Sentí los latidos del corazón en la garganta.

Miré horrorizado a Charousek.

¿Estaría loco? Debían ser fantasías febriles las que lo hacían inventar tales cosas.

¡Seguro, seguro! ¡Todo ello se lo ha imaginado, lo ha soñado!

No puede ser cierta la monstruosidad que ha contado sobre el oculista. Está tísico y las fiebres de la muerte dan vueltas en su cerebro.

Quise calmarlo con algunas frases divertidas, dirigir sus pensamientos hacia otra vía más agradable.

En ese instante, antes de encontrar las palabras ade­cuadas, cruzó como un rayo por mi memoria la ima­gen de aquel Wassertrum de labio leporino espiando con sus ojos redondos de besugo mi habitación a través de la puerta abierta.

¡Doctor Savioli! ¡Doctor Savioli!..., sí..., sí..., ése era el nombre por el que el marionetista Zwakh había llamado al joven elegante que le alquilara el estudio!

¡Doctor Savioli! Surgía en mi interior como un gri­to. Una serie de nebulosas imágenes se perseguían en­tre las terribles sospechas que se arrojaban sobre mí.

Deseaba interrogar a Charousek, contarle atemori­zado todo lo que entonces experimenté, cuando observé que un fuerte ataque de tos se había apoderado de él, hasta casi hacerlo caer. Sólo pude ya distinguir cómo, apoyándose en la pared con ambas manos, caminaba con esfuerzo bajo la lluvia tras dedicarme un ligero gesto de despedida.

Sí, sí, tenía razón, no estaba delirando, sentí, es el fantasma impalpable del crimen, el que se arrastra día y noche por estas callejas e intenta materializarse.

Está en el aire y nosotros no lo vemos. De repente se posa sobre un alma humana sin que nosotros lo sos­pechemos..., aquí, allá y, antes de que lo podamos apre­sar, desaparece, y ya todo ha pasado.

A nosotros sólo nos llegan oscuras palabras sobre un suceso terrible.

De golpe comprendí en lo más profundo de su ser a esas criaturas misteriosas que viven a mi alrededor: se mueven sin voluntad por su existencia, agitadas por una corriente magnética invisible igual que hace un momento flotaba el ramo de novia, arrastrado por el arroyo de mugre.

Tuve la sensación de que todas las casas me miraban fijamente con sus engañosas caras cubiertas de innom­brable maldad; los portalones: bocas negras abiertas, cuyas lenguas se habían podrido, gargantas de las que, en cualquier momento, podría surgir un grito ensorde­cedor, tan estridente y lleno de odio que necesariamen­te aterrorizaría hasta lo más hondo de nuestro ser.

¿Qué había dicho al final el estudiante sobre el cam­balachero? Susurré de nuevo sus palabras: Aaron Wassertrum estaba ahora solo con su avaricia y con... su muñeca de cera.

¿A qué se refería con eso de su muñeca de cera?

Debe de haber sido una comparación, me dije cal­mándome a mí mismo; una de esas comparaciones en­fermizas con las que suele sorprender y atacar a los demás, sin que al principio se comprendan, y que, tras ser descifradas, pueden asustar a uno tanto como aque­llas cosas, de formas extrañas, sobre las cuales cae re­pentinamente un súbito rayo de luz.

Respiré profundamente para tranquilizarme y alejar de mí la terrible impresión que me había producido lo contado por Charousek.

Miré con mayor atención a la gente que esperaba conmigo en el portal: junto a mí estaba ahora el viejo gordo. El mismo que un rato antes se había reído tan desagradablemente.

Llevaba una levita negra y guantes y miraba con sus ojos negros saltones el portal de enfrente, sin apartar la vista un momento.

Su cara, bien afeitada, de rasgos anchos y vulgares, se estremecía de excitación.

Involuntariamente seguí sus miradas y noté que es­taban como hechizadas, fijas en la pelirroja Rosina, que estaba allí, al otro lado de la calleja, con su perenne sonrisa en los labios.

El viejo se esforzaba en hacerle señas y yo vi que ella lo sabía, pero se comportaba como si no lo enten­diera.

Por fin el viejo, sin aguantar más, cruzó la calle de puntillas, saltando sobre los charcos con la ridicula elasticidad de una pelota negra de goma.

Parecía ser conocido, pues oí toda clase de comen­tarios que lo confirmaban. Un vagabundo que estaba detrás de mí con un pañuelo de punto rojo en el cue­llo, un gorro militar azul, el cigarro virginia detrás de la oreja, hacía, con una sonrisa irónica en la boca, alu­siones que yo no entendía.

Sólo comprendí que en el barrio judío llamaban al viejo «el masón»; en su idioma se denomina con este mote al hombre que suele buscar a las adolescentes y al que ciertas relaciones íntimas con la policía le ase­guran la impunidad ante cualquier descuido.

Después, la cara de Rosina y la del viejo desapare­cieron al otro lado, en la oscuridad del portal de la casa.

El Golem (II) Capítulo I

El Golem (II) Capítulo I

Sí, no me he confundido en la impresión de que al­guien sube la escalera detrás de mí a cierta distancia, siempre igual, con la intención de visitarme, ese alguien debe estar ahora aproximadamente en el último tramo.

Ahora dobla la esquina en la que está la vivienda del archivero Schemajah Hillel y pasa, de los gastados bal­dosines de piedra, al pasillo del piso superior que está cubierto de ladrillos rojos.

Ahora va palpando a lo largo de la pared, y ahora, precisamente ahora, debe leer, deletreando con dificul­tad en la oscuridad, mi nombre sobre el letrero de la puerta.

Erguí mi cuerpo en el centro de la habitación y miré hacia la entrada.

Entonces se abrió la puerta y entró él.

Sólo dio unos pasos hacia mí, sin quitarse el sombre­ro ni decir una sola palabra.

Así se comporta cuando está en su casa, pensé, y me pareció muy normal que así fuera, y no de otra forma.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un libro.

Después lo hojeó largamente.

La cubierta del libro era de metal y los bajorrelieves, en forma de rosetas y sellos, estaban rellenos de color y de pequeñas piedras.

Por fin encontró el lugar que buscaba y lo señaló.

Pude descifrar el título del capítulo «Ibbur, la satu­ración del alma».

La gran inicial, impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de la página que recorrí involuntariamente y que estaba descascarillada de un lado.

Yo debía repararla.

La inicial no estaba pegada al pergamino, como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino.

En el lugar de la inicial, ¿habría un agujero en la hoja?

Si así era, en la otra cara, ¿debería estar la «I» al revés?

Volví la página y vi confirmada mi suposición.

Sin querer leí también esta página y la siguiente.

Y seguí leyendo y leyendo.

El libro me hablaba, como en sueños, sólo que con mucha más claridad. Y afectaba a mi corazón como una pregunta.

De una boca invisible fluían palabras, revivían y ve­nían hacia mí. Se volvían y cambiaban ante mí, como esclavas vestidas de colores, y después caían al suelo o desaparecían como el vapor irisante en el aire y hacían sitio a la siguiente. Cada una tenía, durante un momen­to, la esperanza de que yo la eligiera y renunciara a ver la que llegaba por detrás.

Había algunas entre ellas que aparecían vanidosas como pavos, con preciosos vestidos y cuyos pasos eran lentos y medidos.

Otras, como reinas, aunque envejecidas y desgasta­das, con los párpados pintados, con un gesto de don­cella en la boca y cubiertas las arrugas con una pintura horrible.

Yo dejaba correr mi vista sobre ellas hacia la siguiente y mi mirada pasó sobre largas filas de rostros y figuras grises, tan vulgares y sin expresión, que parecía imposi­ble grabarlas en la memoria.

Trajeron entonces a rastras a una mujer, totalmente desnuda y tan gigantesca como un legendario coloso de hierro.

La mujer se paró un segundo ante mí y se inclinó hacia mí.

Sus pestañas eran tan largas como todo mi cuerpo y señaló, muda, el pulso de su mano izquierda.

Sonaba como un terremoto y sentí que en ella estaba la vida del mundo entero.

Desde lejos vino deprisa una procesión de coribantes.

Un hombre y una mujer se abrazaron. Los vi venir desde lejos y la fila se acercaba cada vez más con un ruido ensordecedor.

Entonces oí la vibrante canción de las estáticas muy cerca de mí y mis ojos buscaron a la pareja abrazada.

Pero ésta se había convertido en una sola figura y es­taba sentada, medio masculina, medio femenina —un hermafrodita—, en un trono de nácar.

Y la corona del hermafrodita acababa en una tablilla de madera roja, en la que el gusano de la destrucción había roído misteriosas runas.

Detrás, envuelto en una nube de polvo, se acercaba trotando un rebaño de ovejas pequeñas y ciegas: los ani­males que, como alimento, llevaban al gigante hermafro­dita en su séquito para mantener a su grupo de coribantes.

A veces, entre las figuras que surgían de la invisible boca, había algunas que venían de las tumbas, un paño cubriendo su cara.

Y se paraban ante mí y dejaban caer bruscamente sus velos y miraban fijamente con ojos rapaces mi co­razón, de tal forma que un terror helado me subía a la cabeza y la sangre se me estancaba como un río ante las rocas que caen del cielo, en medio de su lecho.

Una mujer pasó volando ante mí. No vi su rostro, pues ella lo retiró; llevaba un abrigo de lágrimas, flu­yendo.

Cabalgatas de máscaras pasaban bailando y riendo sin preocuparse de mí.

Sólo un pierrot se vuelve pensativo y regresa hacia donde yo estaba. Se planta ante mí y se mira en mi cara como si fuera un espejo.

Hace gestos tan raros, levantando y moviendo sus brazos —unas veces con recelo, otras con rapidez—, que se apodera de mí un fantasmagórico deseo de imitarlo, de guiñar los ojos como él, encoger los hombros y hacer gestos con la boca.

Pero otras figuras que vienen por detrás lo empujan impacientes a un lado, pues todas quieren llegar a verme.

Pero ninguno de estos seres tiene consistencia.

Son perlas resbaladizas, ensartadas en un hilo de seda, notas de una melodía que fluyen de la boca invisible.

Ya no era un libro lo que me hablaba. Era una voz. Una voz que quería algo de mí, que yo no entendía por mucho que me esforzara. Que me atormentaba con preguntas ardientes e incomprensibles.

Pero la voz que pronunciaba estas palabras materiali­zadas era una voz muerta y sin eco.

Cada nota que suena en el mundo presente tiene mu­chos ecos, igual que muchas cosas tienen una sombra grande y otras pequeñas, pero esta voz ya no tiene ecos: hace ya mucho, mucho tiempo que se han apagado y desaparecido.

Había leído el libro hasta el final, y todavía lo soste­nía entre las manos, cuando tuve la sensación de que había estado hojeando y buscando en mi mente y no en sus páginas.

Todo lo que me había dicho la voz lo había llevado toda mi vida dentro de mí, sólo que había estado oculto y olvidado y se había mantenido escondido en mis pen­samientos hasta hoy.

Levanté la vista.

¿Dónde estaba el hombre que me había traído el libro?

¿Se habría ido?

¿Lo recogería cuando hubiese acabado?

¿O se lo debería llevar yo?

Pero no podía acordarme de que hubiera dicho dón­de vivía.

Quise recordar su apariencia, pero no lo conseguí.

¿Cómo iba vestido? ¿Era viejo o joven?, ¿de qué color eran su cabello, su barba?

Nada, ya no me acordaba de nada. Todas las imá­genes que me creaba de él se deshacían, inconsistentes, antes de que las pudiese formalizar en mi cerebro.

Cerré los ojos y apreté la mano contra los párpados para cazar aunque sólo fuera una mínima parte de su imagen.

Nada, nada.

Me coloqué en mitad de la habitación y miré hacia la puerta como había hecho antes —cuando él vino— e imaginé: ahora dobla la esquina, ahora camina por el pasillo de piedra, ahora está leyendo ahí fuera el letrero de mi puerta, «Athanasius Pernath», y ahora entra. En vano.

Ni el más ligero rastro de cómo era su figura quiere despertarse en mí.

Vi el libro sobre la mesa y deseé hallar en mi pensa­miento la mano que lo había sacado del bolsillo y me lo había entregado.

No podía acordarme siquiera de si llevaba guantes o no, si era joven o arrugada, si llevaba sortijas o no.

De repente tuve una idea extraña.

Era como una inspiración a la que no puede uno oponerse.

Me puse el abrigo y el sombrero, salí al pasillo y bajé la escalera. Entonces volví lentamente a mi cuarto si­guiendo el mismo recorrido.

Despacio, muy despacio, igual que había venido él. Y cuando abrí la puerta vi que mi habitación estaba en la oscuridad, pero ¿no era totalmente de día, ahora mis­mo, cuando salí?

¡Cuánto tiempo debí permanecer pensando que no noté lo tarde que era!

E intenté imitar al desconocido, su paso y sus gestos, y a pesar de ello no los podía recordar.

¡Cómo iba a conseguir imitarlo, si no tenía ya el más ligero indicio de cómo era!

Pero todo fue distinto. Muy distinto de lo que yo había pensado.

Mi piel, mis músculos, mi cuerpo se acordaron de re­pente sin comunicárselo al cerebro. Hacían movimientos no intencionados, que yo no deseaba.

¡Como si mis miembros ya no me pertenecieran!

De golpe, mi andar se había vuelto extraño y vaci­lante al dar unos cuantos pasos en la habitación.

Éste es el paso de un hombre que continuamente está a punto de caer hacia delante, me dije.

Sí, sí, sí, ¡así era su paso!

Lo sabía claramente, es así.

Yo tenía una cara extraña, sin barba y con barbi­lla pronunciada, y miraba desde unos ojos rasgados.

Esta no es mi cara, quise gritar asustado y quise palparla, pero mi mano no siguió mis deseos y se hundió en el bolsillo para sacar un libro.

Exactamente igual que él lo había hecho antes.

De repente, estoy sentado otra vez sin sombrero y sin abrigo, junto a la mesa. Y soy yo. Yo, yo.

Athanasius Pernath.

Me sacudieron el horror y el espanto, y mi corazón palpitaba a toda velocidad a punto de estallar, y sentí algo: los dedos fantasmagóricos, que ahora mismo ha­bían manipulado en mi cerebro, acababan de abando­narme.

Todavía percibía en la nuca las frías huellas de su roce.

Entonces supe cómo era el desconocido, y hubiera podido sentirlo de nuevo en mí —en cualquier momen­to— con sólo quererlo; pero imaginarme su imagen ante mí, verlo ante mis ojos, esto todavía no lo puedo hacer y además nunca lo podré.

Me di cuenta de que era como un negativo, una for­ma hueca invisible, cuyas líneas no puedo captar, en la que me tengo que introducir yo mismo si quiero ser cons­ciente, en mi propio yo, de su figura y de su expresión.

En el cajón de mi mesa había una caja de hierro; en ella quise guardar el libro, y de allí sólo lo tomaría para sacar el desperfecto de la inicial «I», cuando se hubiera alejado de mí este estado de debilidad mental.

Tomé el libro de la mesa.

Entonces tuve la impresión de no haberlo tocado; tomé la caja: la misma sensación. Como si el sentido del tacto tuviera que recorrer un trecho muy largo en com­pleta oscuridad antes de llegar a mi conciencia, como si las cosas estuvieran alejadas una cantidad enorme de años y pertenecieran a un pasado que hacía mucho tiempo se había alejado.

La voz que me rodea en la oscuridad buscándome para atormentarme con la piedra grasicnta ha pasado por delante sin verme. Yo sé que viene del reino del sueño. Pero lo que he vivido ha sido real, por eso no logro verme y siento que me busca en vano.

 

El Golem (I) - Sueño

El Golem (I) - Sueño

La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda allí como una piedra grande, lisa y blanca.

Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho se carcome —como una cara que se acerca a la vejez, mostrando primero las arrugas en una mejilla y perfilándose después— a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa.

No estoy dormido ni despierto, y, en el ensueño, se mezclan en mi alma lo vivido con lo leído y oído, como corrientes de distinto brillo y color que confluyeran.

Antes de acostarme había leído la vida de Buddha Gotama e incesantemente volvían a repetirse en mi mente, de mil formas, estas frases:

«Una corneja voló hacia una piedra que parecía un trozo de grasa y pensó: quizás haya aquí un buen bocado. Pero como la corneja no encontró nada apetitoso, se alejó.

Del mismo modo que la corneja que se había acercado a la piedra, abandonamos —nosotros, los seguidores— al asceta Gotama, cuando hemos perdido placer en él.»

Y la imagen de la piedra que parece un pedazo de grasa crece monstruosamente en mi mente:

Camino por el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos. De color gris-azulado, cubiertos de polvo brillante, sobre los que pienso y recapacito y con los que, sin embargo, no sé qué hacer —y después otros negros con manchas amarillas de azufre, como petrificados intentos de un niño por imitar unas salamandras toscamente moteadas.

Y quiero arrojar estos guijarros lejos de mí, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista.

Aparecen a mí alrededor todas las piedras que han jugado un papel en mi vida.

Algunas se esfuerzan desmesuradamente por surgir de la tierra a la luz —como grandes cangrejos de color pizarra, subiendo con la marea, empeñados en atraer mi mirada hacia ellos y decirme cosas de importancia infinita.

Otros, agotados, vuelven a caer, sin fuerzas, en sus agujeros y renuncian a hablar. A veces salgo de la oscuridad de estos ensueños y veo de nuevo, por un instante, la luz de la luna sobre la abombada cubierta al pie de mi cama, como una piedra al pie de mi cama, como una piedra grande, lisa y clara, para, tanteando ciegamente, recuperar una conciencia que se diluye, buscando sin descanso la piedra que me atormenta —la que debe estar en algún sitio oculta entre los escombros de mis recuerdos y parece un pedazo de grasa.

No lo consigo.

En mi interior una voz obstinada afirma una y otra vez con necia tenacidad —incansable como una contraventana que el viento golpeara contra las paredes a intervalos regulares—: que ello no es así, que ésta no es en absoluto la piedra que parece grasa.

Y no hay forma de librarme de la voz.

Cuando, por centésima vez, objeto que todo esto es secundario, calla entonces por un momento, pero luego, imperceptiblemente, va despertando para volver a comenzar con obstinación: sí, bueno, está bien, pero no es la piedra que parece un pedazo de grasa.

Entonces, lentamente, empieza a apoderarse de mí una insoportable sensación de

desamparo. No sé lo que ha pasado después. ¿He abandonado por mi voluntad la lucha, o ellos, mis pensamientos, me han dominado y amordazado?

Sólo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han separado y ya nada los une a él.

De repente quiero preguntar quién es: «Yo»; y es entonces cuando me acuerdo de que ya no poseo órgano alguno con que formular preguntas, y temo que esa tonta voz vuelva a despertar y comience desde el principio el eterno interrogatorio sobre la piedra y la grasa. Y así me alejo.

Día

De repente me hallaba en un lóbrego patio y miraba por una puerta rojiza hacia el frente —al otro lado de una calle estrecha y sucia— a un cambalachero judío apoyado en una bóveda de cuyas paredes colgaban cachivaches de hierro, herramientas rotas, estribos y botas de patinar roñosos y una multitud de otros cadáveres similares.

Y esta imagen tenía en sí la acongojante monotonía que caracteriza a todas las impresiones que cruzan a diario el umbral de la percepción, tan a menudo como los vendedores ambulantes lo hacen por nuestras casas, sin despertar curiosidad ni asombro.

Me di cuenta de que ya hacía mucho tiempo que me sentía como en casa en este ambiente.

Tampoco esta sensación me produjo grandes emociones, a pesar de su contraste con lo que hacía poco percibiera y con el modo de llegar aquí.

De repente, al subir las gastadas escaleras hacia mi vivienda y pensar superficialmente sobre el aspecto grasicnto de los peldaños, me vino la idea de que en algún sitio he debido leer u oír algo sobre la singular comparación entre una piedra y un pedazo de grasa.

Entonces oí pasos que subían delante de mí por el tramo superior de la escalera y al llegar a mi puerta vi que era Rosina, la chica pelirroja de catorce años, hija del

cambalachero Aaron Wassertrum.

Tuve que pasar junto a ella y como estaba apoyada de espaldas en la barandilla de las escaleras, se echó divertida hacia atrás.

Había puesto sus sucias manos en la barra de hierro y la palidez de sus brazos desnudos destacaban en la penumbra.

Evité su mirada.

Me daba asco su sonrisa desvergonzada al igual que su cara tan de cera como la de un caballo de tiovivo.

Sentí que su carne debía ser blanca y esponjosa como la del ajolote que acababa de ver en una jaula de salamandras en la pajarería.

Sus pestañas pelirrojas me resultan tan repugnantes como las de un conejo.

Abrí y cerré rápidamente la puerta detrás de mí.

Desde mi ventana podía ver al cambalachero Aaron Wassertrum delante de su puerta.

Estaba apoyado a la entrada de la oscura bóveda y recortaba sus uñas con unos alicates.

Rosina la pelirroja, ¿era su hija o su sobrina? Él no se parecía a ella.

Puedo diferenciar claramente, entre los rostros judíos que veo cada día en la calle Hahnpass, diferentes estirpes que no es posible borrar por los estrechos parentescos de cada individuo, del mismo modo que el aceite no se mezcla con el agua. Nunca es posible decir: esos dos son hermanos, o padre e hijo.

Éste pertenece a esa estirpe o aquél a aquella otra, eso es todo lo que se puede leer en los rasgos de sus facciones.

Y por otra parte, ¿qué demostraría que Rosina se pareciera al cambalachero? Estas estirpes mantienen entre sí una repugnancia y aborrecimiento ocultos, que

rompen incluso las barreras del estrecho parentesco de sangre: pero saben ocultarlo al mundo exterior, del mismo modo que se guarda un secreto peligroso.

Ni uno solo deja traslucirlo, y en esta coincidencia se parecen a ciegos que llenos de odio se aferran a una cuerda sucia: uno con ambas manos, el otro a disgusto con un solo dedo, pero todos ellos llenos de un miedo supersticioso a sucumbir en cuanto olviden el apoyo común y se reparen de los demás.

Rosina pertenece a esta estirpe cuyo tipo pelirrojo es más desagradable que el de los demás, cuyos hombres son estrechos de pecho y tienen un largo cuello de gallina con una nuez saliente.

Todo en ellos tiene un aspecto pecoso, y durante toda su vida padecen ardientes tormentos —y luchan en secreto contra deseos y apetencias en una batalla ininterrumpida y sin éxito, atormentados por un miedo por su salud continuo y repugnante.

No sabía cómo podía considerar a Rosina en parentesco con el cambalachero Wassertrum.

Nunca la he visto cerca del viejo, ni he notado que se hayan dicho algo alguna vez.

Ella estaba casi siempre en nuestro patio o se metía en los oscuros rincones y pasillos de nuestra casa.

Seguramente todos mis vecinos la consideran una pariente próxima o una tutelada del cambalachero, y sin embargo, estoy convencido de que no se podía citar ni un solo

motivo para tales suposiciones.

Quise apartar mis pensamientos de Rosina y miré a través de la ventana abierta de mi habitación a la calle Hahnpass.

Aaron Wassertrum, como si hubiese sentido mi mirada, volvió su rostro hacia mí.

Su rostro rígido y horrible, con los ojos redondos de besugo y el labio superior leporino y entreabierto.

Parecía una araña humana, que siente el más ligero roce en su tela, por muy indiferente que pretenda parecer.

Y, ¿de qué vivirá? ¿Qué piensa y qué posee?... Yo no lo sabía.

De los bordes de las paredes y de la puerta cuelgan día tras día, año tras año, invariables, las mismas cosas muertas y sin valor.

Podría dibujarlas con los ojos cerrados: aquí la retorcida trompeta sin llaves, el cuadro amarillento pintado sobre papel de unos soldados que forman un grupo extraño.

Y en el suelo, amontonadas unas junto a otras (de modo que nadie pueda traspasar el umbral de la tienda), una serie de placas redondas de cocina oxidadas e inutilizables.

El número de estas cosas no aumentaba ni disminuía nunca y si alguien se detenía, alguna vez, al pasar, y preguntaba por el precio de alguna de estas cosas, el cambalachero se mostraba terriblemente excitado. Levantaba entonces, en forma enfurecida, su labio leporino y mascullaba irritado algo incomprensible con unos gargarismos y trompicones tales, que al comprador se le iban las ganas de seguir preguntando y continuaba, espantado, su camino.

La mirada de Aaron Wassertrum se había retirado rápidamente de mi vista y descansaba ahora con gran interés en las desnudas paredes de la casa a la cual da mi ventana.

¿Qué podía haber allí?

La casa da la espalda a la calle Hahnpass y sus ventanas se abren al patio. Sólo una de ellas lo hace a la calle.

Casualmente pareció que en ese momento entraba alguien en las habitaciones del edificio de al lado, que están a la misma altura que las mías —y que creo que pertenecen a un pequeño ático—, pues de repente oí a través de la pared una voz masculina y una femenina hablar entre sí.

Pero, ¡era imposible que el cambalachero lo hubiera percibido desde abajo! Al otro lado de mi puerta se movió alguien y adiviné: sigue siendo Rosina que está esperando afuera en la oscuridad, quizá deseosa de que la invite a pasar.

Y abajo, un tramo más abajo, espera el imberbe Loisa, picado de viruelas, escuchando en las escaleras, conteniendo la respiración por si abriera la puerta, y siento materialmente el hálito de su odio y de su rabiosa envidia que llega hasta mí.

Teme acercarse más y que Rosina lo vea. Sabe que depende de ella como un lobo hambriento depende de su guarda, y sin embargo quisiera saltar y desligar sin pensarlo las riendas de su ira.

Me senté a la mesa de trabajo y saqué las pinzas y el buril.

Pero no podía hacer nada, mi mano no estaba lo suficientemente tranquila como para restaurar el fino grabado japonés.

La vida turbia y triste que envuelve la casa enerva mi ánimo y continuamente surgen ante mí viejas imágenes.

Loisa y su hermano gemelo Jaromir no son más que un año mayores que Rosina. Apenas podría acordarme de su padre, hostiero. Y ahora se ocupa de ellos, creo, una anciana.

Pero no podría decir cuál de ellas, entre las muchas que viven escondidas en la casa como tortugas en su rincón, era la que los cuidaba.

Ella se ocupa de los dos chicos, es decir, los aloja, y a cambio ellos han de entregarle lo que consiguen robando o mendigando.

¿Si les dará de comer? No imagino que lo haga, pues la vieja llega muy tarde a casa.

Debe ser la limpiadora de cadáveres.

Cuando todavía eran muy pequeños veía jugar inocentemente a Loisa, Jaromir y Rosina en el patio de la casa.

Pero hace tiempo que esto se acabó. Ahora Loisa se pasa todo el día detrás de la judía pelirroja.

A veces la busca en vano por todos lados y cuando no logra encontrarla por ninguno, se arrastra hasta mi puerta y espera, con la cara descompuesta, a que venga.

Entonces, mientras yo trabajo, lo veo esperar con el sentido obnubilado, agachado en los recovecos del pasillo, con la cabeza inclinada hacia delante, escuchando.

A veces un rumor bestial rompe el silencio. Jaromir, que es sordomudo, y cuyo pensamiento está lleno de un continuo y loco deseo de Rosina, merodea como un animal salvaje por la casa, y su ladrido balbuceante y quejumbroso, inconscientemente emitido por sus celos y su rabia, resuena tan estremecedor que la sangre se le hiela a uno en las venas.

Busca a los otros dos, a los cuales él cree siempre juntos —escondidos en alguno de los miles de sucios escondrijos— con un delirio ciego, alimentado por la obsesión de permanecer pegado a su hermano, y así evitar que ocurra nada con Rosina sin que él se entere.

Yo tenía el presentimiento de que era precisamente este inacabable tormento del tullido lo que llevaba a Rosina a unirse continuamente con el otro. En cuanto se debilita esta inclinación o disposición de Rosina, Loisa inventa siempre algún nuevo cochino refinamiento, para atizar de nuevo en él el ansia de Rosina.

Entonces hacen como si el sordomudo los hubiese pillado o dejan que realmente los pille y lo atraen subrepticiamente tras ellos hacia los oscuros pasillos, en los que han construido —con aros roñosos de garrafas que se catapultan nada más pisarse y rastrillos con las puntas hacia arriba— malvadas trampas en las que ha de tropezar y caer sangrando.

Rosina se inventa de vez en cuando algo infernal, para que el tormento sea mayor.

Entonces, de golpe, cambia su comportamiento para con Jaromir y hace como si de repente le agradase.

Con el rostro siempre risueño le cuenta rápidamente cosas que a él le producen una loca excitación; para este fin se ha inventado un lenguaje de signos aparentemente lleno de secretos y comprensible sólo a medias, que hace que el sordomudo se enrede inevitablemente en una inextricable red de inseguridad y ardientes esperanzas.

Una vez lo vi en el patio frente a Rosina, quien le hablaba con tal movimiento de labios y desmesura de gestos que creí que sucumbiría en cualquier momento, a su salvaje excitación.

El sudor le caía por la cara a causa del esfuerzo sobrehumano por entender lo que decía, intencionadamente fugaz y oscuro.

Durante todo el día siguiente estuvo esperando con ardor bajo las oscuras escaleras de una casa medio derruida, en la prolongación del estrecho y sucio callejo Hahnpass, hasta que se le pasó la hora de mendigar por las esquinas un par de monedas.

Y cuando de noche quiso volver a casa, medio muerto ya de hambre y de excitación, hacía mucho que su ama había cerrado dejándolo fuera.

A través de la pared llegó hasta mí, desde el estudio de al lado, una alegre risa femenina.

Una risa..., ¿en esta casa una alegre carcajada? En todo el ghetto no vive nadie que pudiera reír alegremente.

Entonces me acordé de que hace unos días me había confiado el viejo marionetista Zwakh que un señor joven y elegante le había alquilado a buen precio su estudio: al parecer para poder reunirse sin ser visto con la elegida de su corazón.

Debieron subir poco a poco, pieza por pieza, los refinados muebles del nuevo inquilino, para que nadie notara nada.

El bondadoso anciano se frotaba las manos de gusto cuando me lo contó, disfrutando como un niño por lo hábil que había sido al conseguir que ninguno de los vecinos tuviera la más mínima idea de la presencia de la romántica pareja.

Además, desde las tres casas era posible llegar sin ser visto al estudio. ¡Incluso a través de una trampilla se podía llegar a él!

Sí, si se abría la portezuela de hierro en el suelo de la habitación —y era muy fácil desde el otro lado— se podía llegar, pasando por mi habitación, a las escaleras de nuestra casa y utilizar esta salida...

De nuevo llega hasta mí la alegre risa y me deja el velado recuerdo de una lujosa mansión y de una familia noble, adonde me llamaban muy a menudo para hacer pequeñas restauraciones en valiosas antigüedades.

De repente, oigo al otro lado un grito estridente. Escucho asustado.

La trampilla de hierro en el suelo chirría con fuerza y al instante aparece una mujer en mi habitación.

El pelo suelto, blanca como la cal y un chai de brocado sobre los hombros desnudos.

«¡Maestro Pernath, ocúlteme —por el amor de Cristo— no haga ninguna pregunta y ocúlteme aquí!»

Antes de que pudiera contestar, abrieron de nuevo mi puerta y otra vez la cerraron de golpe.

Por un segundo nos sonrió, como una horrenda máscara, la cara del cambalachero Aaron Wassertrum.

Ante mí aparece una mancha redonda y clara y, a la luz de la luna, reconozco nuevamente los pies de mi cama.

Todavía me cubre el sueño como un pesado abrigo de lana y el nombre Pernath se dibuja en mi recuerdo en letras doradas.

¿Dónde he leído este nombre? ¡Athanasius Pernath!

Yo creo, creo que hace mucho, mucho tiempo, en alguna parte, tomé otro sombrero, por confusión, comprobando asombrado que me sentaba tan bien, teniendo, como tengo, una cabeza de forma tan especial.

Y miré en el sombrero y entonces... Sí, sí, allí estaba en letras doradas la etiqueta sobre el forro blanco:

ATHANASIUS PERNATH

Me asusté del sombrero y me dio miedo, no sabía por qué.

Entonces llega de repente hasta mí, como una flecha, la voz que había olvidado y que continuamente pretendía saber dónde estaba la piedra que parecía un pedazo de grasa.

En seguida me imagino el agudo perfil con dulzona sonrisa irónica de la roja Rosina; y de ese modo retengo la flecha, que al instante se pierde en la oscuridad.

¡Sí, ¡la cara de Rosina! Se aparece más fuerte que la susurrante voz; ahora que estaré escondido en mi habitación de la calle Hahnpass podré estar totalmente tranquilo.