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La obra de Gustav Meyrink

El Golem

El Golem (XI): Miedo

El Golem (XI): Miedo

Tenía la intención de agarrar mi abrigo y mi som­brero e ir a comer a la pequeña taberna Zum alten Ungelt donde se reunían todas las noches, hasta muy tar­de, Zwakh, Vrieslander y Prokop y se contaban unos a otros locas historias; pero apenas entré en mi habita­ción se me fue la intención: como si unas manos invi­sibles me hubieran arrancado un paño o algo que lle­vara sobre el cuerpo.

Había en el aire una tensión de la que no podía dar cuenta, pero que, a pesar de todo, existía como algo palpable y que, en el transcurso de unos segundos, me dominó tan profundamente que al principio, a causa de la inquietud, no sabía por dónde empezar: encender la luz, cerrar la puerta, sentarme o pasear de un lado para otro.

¿Se había introducido o escondido alguien en mi ha­bitación durante mi ausencia? ¿Era el miedo de un hombre por ser visto lo que se me estaba contagiando? ¿Estaba acaso Wassertrum aquí?

Miré por detrás de las cortinas, abrí el armario y miré en el cuarto de al lado: nadie.

También el cofrecillo estaba en su lugar; no pare­cía haber sido tocado.

¿No sería lo mejor decidirme de una vez a quemar las cartas y librarme así para siempre de esa preocupa­ción?

Empecé a buscar la llave en el bolsillo de la chaque­ta... pero, ¿era necesario hacerlo ahora? Tenía tiempo suficiente hasta la mañana.

¡Primero encender la luz!

No podía encontrar las cerillas.

¿Estaba cerrada la puerta? Retrocedí un par de pa­sos. Me quedé quieto.

¿Por qué de repente ese miedo?

Querría reprocharme mi cobardía: pero mis pensa­mientos quedaban atascados en cuanto los había con­cebido.

Se me ocurrió de repente una idea loca, subir rápi­do, muy rápido a una mesa, levantar un sillón y rom­perle a él la cabeza hasta que cayera al suelo... si... si se acercaba.

—Pero si no hay nadie aquí —me dije en voz alta y de mal humor—, ¿has tenido miedo alguna vez en tu vida?

No servía de nada. El aire que respiraba se hacía cada vez más delgado y tan cortante como el éter.

Si hubiera visto algo, lo más horrible que se pueda uno imaginar, en un abrir y cerrar de ojos se me ha­bría pasado el miedo.

Nada se acercaba.

Escudriñaba con la mirada todos los rincones.

Nada.

En todas partes sólo cosas muy conocidas: muebles, arcas, la lámpara, el cuadro, el reloj de pared, viejos amigos sin vida.

Esperaba que cambiaran ante mis ojos y me dieran así la causa para considerar un engaño de mis sentidos el motivo de mi miedo.

Pero tampoco. Seguían fieles e inmóviles en sus for­mas. Demasiado inmóviles para que fuesen naturales en la semioscuridad de la habitación.

«Están bajo tu misma tensión forzada», sentí «No se atreven a hacer el más ligero movimiento.»

¿Por qué no funciona el reloj de pared?

La acechanza a nuestro alrededor ahogaba todo so­nido.

Moví la mano y me asombré de poder oír el ruido.

¡Si por lo menos silbara el viento alrededor de la casa! ¡Pero ni siquiera eso! O si la leña de la estufa chisporroteara: el fuego estaba apagado.

Y continuamente la misma horrible acechanza en el aire, sin pausa, sin orificios, como el fluir del agua.

¡Este estar-dispuesto-al-asalto de mis sentidos tan vano! Dudaba de poderlo soportar. La habitación lle­na de ojos que no veía... llena de manos, moviéndose sin una intención premeditada, que yo no podía su­jetar.

«Es el miedo que nace de sí mismo, el paralizante horror de la intocable nada, algo que no tiene forma y que sin embargo corroe nuestro pensamiento», com­prendí borrosamente.

Me puse rígido y esperé.

Esperé casi un cuarto de hora; ¡quizás «se» dejaría engañar y «se» acercaría a mí por detrás, y yo lo po­dría atrapar!

De repente, de improviso, me volví: de nuevo nada.

De la misma corrosiva nada, que no existía y que sin embargo llenaba la habitación con su terrible ace­chanza.

¿Y si saliera corriendo? ¿Qué me lo impedía?

«Vendría conmigo» supe al momento con inevita­ble seguridad. También sabía que no me serviría de nada encender la luz, y sin embargo estuve buscando el encendedor hasta que lo encontré.

Pero el pábilo de la vela no quería arder y tardó mucho en salir de la cera: la llama no quería ni vivir ni morir y cuando por fin consiguió en su lucha una existencia física, permaneció allí sin ningún brillo, cual hojalata amarilla y sucia. No, la oscuridad era mejor que eso.

La apagué de nuevo y me eché vestido sobre la cama. Conté los latidos de mi corazón: 1, 2, 3, 4 —hasta mil y otra vez desde el principio— horas, semanas, meses, me pareció, hasta que los labios se me quedaron secos y el pelo se me erizó: ni un segundo de alivio.

Ni uno solo.

Comencé a decir en voz alta palabras, tal y como me venían a la boca: príncipe, árbol, niño, libro, y las repetía con angustia hasta que repentinamente se de­tuvieron frente a mí, desnudas como horribles sonidos sin sentido de una época bárbara y prehistórica, y tuve que hacer un tremendo esfuerzo de pensamiento para reencontrar su significado: ¿p-r-í-n-c-i-p-e? ¿1-i-b-r-o?

¿No estaría loco? ¿O muerto? Tanteé a mi alre­dedor.

¡Levantarse!

¡Sentarme en el sillón!

Me dejé caer en él.

¡Ojalá viniera por fin la muerte!

¡Todo, con tal de no seguir sintiendo esta terrible acechanza sin sangre, fría!

—¡Yo... no quiero... yo... no... quiero! —chillé—. ¿Es que no oyen?

Me derrumbé sin fuerzas.

No podía comprender que siguiera viviendo.

Incapaz de pensar ni de hacer algo; miraba fijamen­te hacia delante.

«¿Por qué se acercaban los granos con tanta tena­cidad?», se aproximó a mí un pensamiento, retrocedió y volvió. Retrocedió. Volvió.

Poco a poco me di cuenta claramente de que ante mí había un ser extraño —quizás desde que estaba aquí sentado, ya estaba él ahí de pie— y me alargaba la mano:

Una criatura gris, de hombros anchos, del tamaño de un hombre ancho y rechoncho, apoyado sobre mi bastón de madera nudosa, en espiral.

Donde hubiera debido estar la cabeza, sólo podía distinguir una nube de pálido vapor.

Un oscuro olor a madera de sándalo y a húmeda pi­zarra surgía de la aparición.

Una sensación de estar absolutamente indefenso casi me robó los sentidos. Toda la tortura que me destro­zaba los nervios y que había soportado durante este tiempo se condensaba ahora y se convertía en un terror mortal que había adquirido forma en ese ser.

Mi sentido de autoconservación me decía que me volvería loco de horror y miedo si pudiera ver la cara del fantasma —me lo advertía, me lo gritaba a los oídos—; sin embargo, me atraía como un imán y no podía retirar la mirada de esa pálida nube y buscaba en ella ojos, nariz y boca.

Pero por mucho que me esforzase, el vapor perma­necía inmóvil. Si bien conseguía colocar sobre ese cuer­po rostros de todo tipo, sabía perfectamente, cada vez, que sólo provenían de mi imaginación.

Además, siempre se desvanecían —casi en el mismo segundo en que yo los creaba.

Sólo la forma de una cabeza de ibis egipcio duró algo más.

Los contornos del fantasma se ocultaban esquemáti­camente en la oscuridad, se contraían de un modo ape­nas perceptible y se expandían de nuevo, como por una suave respiración que recorría toda la figura, y era el único movimiento que se podía percibir en él. En lu­gar de pies tenía unos muñones de huesos que tocaban el suelo: la carne —gris y sin sangre— se había amon­tonado con bordes hinchados alrededor de los huesos.

Sin moverse, la criatura me alargaba su mano.

En ella había granos. Como una alubia de grandes, de color rojo y con puntos negros en el extremo.

¿Qué debía hacer yo con ellos?

Sentí borrosamente que sobre mí recaía una enor­me responsabilidad —una responsabilidad que supera­ba todo lo terreno—, si no hacía ahora lo correcto.

Presentí que en alguna parte, en el reino de las cau­sas, había dos platillos de balanza cargados cada uno de ellos con el peso de la mitad del mundo —y que cualquiera en el que se echara una mota de polvo, cae­ría al suelo.

¡Ésa era la horrible acechanza que me rodeaba! Com­prendí: «¡No mover ni un dedo!», me gritó mi enten­dimiento. «Aunque la muerte no viniera en toda la eternidad para librarme de este tormento.»

Pero también en ese caso habrías tomado una deci­sión: habrías rechazado los granos, murmuraba algo dentro de mí. Aquí no hay vuelta de hoja.

Miré a mi alrededor en busca de ayuda, para ver si encontraba una señal de lo que debía hacer. Nada.

Tampoco dentro de mí, ni un consejo, ni una ocu­rrencia: todo muerto, totalmente muerto.

Me di cuenta de que la vida de millares de personas pesaba lo que una pluma en este momento.

Debía ser muy tarde ya, noche profunda, pues yo no podía distinguir las paredes de mi habitación.

Al lado, en el ático, se oían pasos, alguien movía los armarios, abría cajones y los arrojaba golpeándolos con­tra el suelo, creí reconocer la voz de Wassertrum al prorrumpir, con tono de bajo, en salvajes maldiciones: pero no lo escuché. Era para mí tan insignificante como el crujido de un ratón. Cerré los ojos.

Rostros humanos pasaban en largas filas ante mí. Con los párpados cerrados, máscaras de muertos, in­móviles, mi propia familia, mis propios antepasados.

Por mucho que pareciera cambiar la forma, era siem­pre la misma cabeza la que parecía levantarse de su tumba —con el pelo liso y peinado, corto, con raya y rizos, con pelucas largas (estilo Felipe IV) y tupés ri­zados—, a través de los siglos hacia mí, hasta que los rasgos se me fueron haciendo cada vez más y más co­nocidos y se fueron uniendo todos en un último rostro: el rostro del Golem, con el que se rompía la cadena de antepasados.

Después la oscuridad convirtió mi habitación en un espacio infinito y vacío, en cuyo centro sabía que yo estaba sentado y ante mí la sombra gris con el brazo ten­dido de nuevo.

Cuando abrí los ojos, alrededor de nosotros había se­res extraños en dos círculos que se entrecruzaban for­mando un ocho.

Los de un círculo envueltos en un manto de tonalidad violeta, los otros con uno negro-rojizo. Hombres de una raza desconocida, delgados e innaturales, con los rostros ocultos tras paños brillantes.

El palpitar de mi corazón dentro de mi pecho me de­cía que había llegado el momento de la decisión. Mis dedos se estiraron en busca de los granos: entonces vi cómo una especie de temblor agitaba las figuras del círcu­lo rojizo.

¿Debería rechazar los granos? El temblor atacó al círculo azulado... miré con ojos fijos al hombre sin ca­beza; seguía allá, en la misma postura: inmóvil como antes.

Incluso su respiración había cesado. Levanté el brazo sin saber todavía lo que debía hacer y... di un golpe en la mano tendida del fantasma, de forma que todos los granos rodaron por el suelo.

Por un momento, tan repentino como una descarga eléctrica, perdí el conocimiento y creí caer en un abismo infinito; después me encontré seguro sobre mis piernas.

Las criaturas grises habían desaparecido. Igual que los seres del círculo rojizo.

Por el contrario, las figuras azuladas habían forma­do un círculo a mi alrededor: tenían sobre el pecho una inscripción en jeroglíficos dorados y llevaban en silen­cio —parecía un juramento— los granos dorados que yo había tirado al aire de la mano del fantasma sin ca­beza.

Oí que afuera una tormenta de granizo golpeaba con­tra los cristales y que el estrépito de un trueno rompía el aire.

Una tormenta de invierno con toda su incontenible fuerza asolaba la ciudad. Desde el río sonaban, a través del ulular de la tormenta, en intervalos rítmicos, los sor­dos disparos de cañón que anunciaban la ruptura de la capa de hielo del Moldava. La habitación llameaba a la luz de los continuados e ininterrumpidos relámpagos. De repente, me sentí tan débil que las rodillas me tem­blaban y tuve que sentarme.

—Tranquilízate —dijo claramente una voz a mi la­do—. Totalmente tranquilo, hoy es el Lelshimurim, la noche de la protección.

Poco a poco cedía la tormenta y el ruido ensordece­dor se convertía en el monótono tamborileo del granizo en los tejados.

El cansancio de mis miembros aumentó de tal forma que ya sólo sentía, confuso y medio en sueños, lo que sucedía a mi alrededor:

Un ser dijo desde el círculo las palabras siguientes:

El que buscáis no está aquí.

Los demás respondieron algo en una lengua extraña. Otro ser respondió muy suavemente con una frase en la que sólo entendí el nombre de

 

HENOCH

 

pero no el resto: el viento traía desde el río, demasiado fuerte, el ruido del hielo al romperse.

Entonces salió del círculo un ser que vino hacia mí. Señaló el jeroglífico sobre su pecho —eran las mismas letras que en los demás— y me preguntó si sabía inter­pretarlo.

Cuando —balbuceando por el cansancio— negué, alargó hacia mí la palma de su mano y la escritura aparecio luminosa sobre mi pecho en caracteres que al prin­cipio eran latinos:

 

CHABRAT ZEREH AUR BOCHER

 

pero que poco a poco se fueron transformando en aque­llos desconocidos.

Caí en un profundo sueño, sin soñar, como no había vuelto a conocer desde aquella noche en la que Hillel me había soltado la lengua.

 

El Golem (X): Necesidad

El Golem (X): Necesidad

Una batalla de copos de nieve tenía lugar ante mi ventana. Las estrellas de nieve —diminutos soldados envueltos en abriguitos blancos y gruesos— caían en regimientos, unos detrás de otros, ante el cristal, siem­pre en la misma dirección, como huyendo todos juntos ante un enemigo especialmente peligroso. De repente se hartaban de huir y, por motivos misteriosos, pare­cían tener un ataque de rabia y retrocedían rápidamen­te hasta que de nuevo les caían, por arriba y por abajo, nuevos ejércitos enemigos y transformaban todo en un remolino sin arreglo.

Me parecía que hacía ya muchos meses de aquellos acontecimientos extraordinarios que acababa de vivir, y de no ser porque llegaban diariamente nuevos y ex­citantes rumores sobre el Golem, que me hacían revi­virlo todo, creo que hubiera podido sospechar, en un momento de duda, haber sido víctima de un estado de oscuridad anímica.

De todos los coloridos arabescos que los sucesos habían tejido a mi alrededor, el que aún se destacaba con tonos más intensos era lo que me había contado Zwakh sobre la muerte no aclarada del llamado «ma­són».

Relacionar al varioloso Loisa con esto no podía acla­rar nada, a pesar de que no podía alejar de mí una oscura sospecha: casi inmediatamente después de que Prokop creyera oír aquella noche por el desagüe un ruido horrible, vimos al muchacho en Loisitschek. Si bien esto no nos daba pie para interpretar el grito bajo la tierra, que además podía haber sido perfectamente una ilusión de los sentidos, como el grito de auxilio de un hombre.

Me cegaba el torbellino de nieve delante de mis ojos, y comencé a ver todo en rayos danzantes. Dirigí de nuevo la atención a la gema que tenía ante mí. El mo­delo de cera que había hecho del rostro de Miriam podía imprimirse perfectamente en esta piedra lunar de brillo azulado. Me alegraba: había sido una agrada­ble coincidencia el que hubiera encontrado entre mi co­lección de minerales algo tan adecuado. La negra ma­triz de la hornablenda recogía en la piedra exactamente la luz precisa y los bordes coincidían tan exactos como si la naturaleza la hubiera creado ex profeso para convertirse en la imagen imperecedera del fino perfil de Miriam.

Mi intención al principio fue hacer con ello un ca­mafeo que representara al dios egipcio Osiris, pero la visión del hermafrodita del libro Ibbur, que en cual­quier momento podía recordar con absoluta claridad, me había excitado mucho artísticamente, sin embargo, poco a poco, descubrí en los primeros cortes tal pareci­do con la hija de Hillel, que todo mi plan sucumbió.

¡El libro Ibbur!

Excitado, retiré la herramienta de acero. Era increí­ble el número de acontecimientos que en tan poco tiempo habían concurrido en mi vida.

Como alguien que de repente se siente transportado a un inmenso desierto de arena, caí de pronto en la cuenta de la profunda y gigantesca soledad que me se­paraba de mi prójimo.

¿Podría hablar alguna vez en toda confianza —ex­ceptuando a Hillel—, con algún amigo, de lo que ha­bía vivido?

Era cierto que en las horas silenciosas de las pasa­das noches había vuelto ese recuerdo que durante toda mi juventud —desde mi primera infancia— me había atormentado con una inexplicable sed de portentos; pero la satisfacción de ese ardiente deseo había llegado como una tormenta que ahogaba en mi alma con su enorme fuerza el grito de sorpresa y de alegría.

Temblaba ante el momento en que volviera a mí y comprendiera lo sucedido en tal asfixiante y total cor­poreidad que parecía real.

Pero ahora no debía regresar aún. Primero disfru­tar de su encanto: ¡ver acercarse lo inexpresable en todo su fulgor!

Todavía lo tenía en mi poder. Sólo necesitaba en­trar en mi habitación y abrir la arqueta en la que esta­ba el libro Ibbur, ¡el regalo de lo invisible!

¡Cuánto tiempo hacía que mi mano lo había tocado, cuando metí allí las cartas de Angelina!

Ahora un sordo temblor, como cuando el viento, de tiempo en tiempo, tira sobre las aceras los montones de nieve formados en los tejados de las casas, segui­dos de pausas de profundo silencio, puesto que la col­cha de copos ahoga todo ruido en el asfalto.

Quise seguir trabajando, cuando de repente percibí el trote de un caballo a lo largo de la calle, tan fuerte que realmente se veían saltar las chispas.

Era imposible abrir la ventana y mirar afuera: unos músculos de hielo abrazaban los marcos de la ventana y los cristales estaban a medias cubiertos de nieve. Sólo pude ver que Charousek estaba, al parecer, muy apaciblemente junto al cambalachero Wassertrum —de­bían de haber estado hablando un momento antes— y vi cómo el asombro que se dibujaba en sus rostros crecía y cómo, sin decir una palabra, miraban claramente al coche que había desaparecido de mi vista.

Se me pasó por la cabeza que era el marido de An­gelina. ¡Ella misma no podía ser! Pasar con su equi­paje por aquí... ¡por la calle Hahnpass!... ¡a la vista de todo el mundo! ¡Hubiera sido una locura! Pero ¿qué debía decirle a su marido, si es que era él, y si me hacía preguntas directas?

Negar, naturalmente, negar.

Rápidamente imaginé la situación: sólo puede ser su marido. Ha recibido una carta anónima —de Wassertrum— diciéndole que había estado aquí en una cita, y ella ha buscado una excusa: seguramente que me ha encargado una gema o cualquier otra cosa. ¡Ya! Unos golpes furiosos en la puerta y... Angelina estaba ante mí.

No podía pronunciar ni una sola palabra, pero la ex­presión de su rostro me lo reveló todo: ya no necesi­taba esconderse. La canción se había acabado.

Sin embargo, algo surgió ante mí que se negaba a esta suposición. No lograba acabar de creer que la sen­sación de poder ayudarla me hubiese engañado.

La acompañé hasta el sillón. Le acaricié en silencio el cabello: y ella, muerta de cansancio, ocultó como un niño su cabeza en mi pecho.

Podíamos oír el chisporroteo de los leños que ar­dían en la estufa y miramos cómo su rojo fulgor pasa­ba rápidamente por el suelo, se encendía y apagaba..., se encendía y apagaba..., se encendía y apagaba.

«¿Dónde está el corazón de piedra roja...?» —excla­mó algo en mi interior. Me sobresalté: ¿dónde estoy? ¿Desde cuándo está ella aquí?

La examiné: en silencio, con cuidado, con mucho cui­dado, para que no se despertara y para no rozar con la sonda la herida abierta.

Por fragmentos, por tiempos, me enteré de lo que necesitaba saber, colocando y juntando todo como un mosaico.

—¿Su marido sabe...?

—No, todavía no; está de viaje.

Por lo tanto se trata de la vida del doctor Savioli; Charousek ha acertado. Y ella estaba aquí porque se trataba de la vida del doctor Savioli y no ya de la suya. Comprendí que ahora ella no pensaba en ocultar nada.

Wassertrum había estado otra vez donde el doctor Savioli. Había logrado llegar con amenazas y por la fuerza hasta su lecho de enfermo.

¡Y más!  ¡Más!  ¿Qué quería del doctor Savioli?

¿Qué quería? Ella se había enterado de la mitad y había adivinado la otra mitad: él quería que... que... él quería... herir al doctor Savioli.

También conocía ahora los motivos del violento e insensato odio de Wassertrum. ¡El doctor Savioli había conducido a la muerte a su hijo, el oculista Wassory!

Inmediatamente me sobrevino como un rayo este pensamiento: bajar y contárselo todo al cambalachero: que había sido Charousek el que había dado el golpe —en un segundo término— y no el doctor Savioli, que fue sólo el instrumento... Algo en mi cabeza me gritaba: «¡Traición, traición! ¿Pretendes entregar al po­bre y tísico Charousek, que os quería ayudar a ti y a ella, al ansia de venganza de ese bribón?» Y me des­garraba en pedazos sangrientos. Entonces mi pensa­miento expresó tranquila y muy fríamente la solución: «¡Loco! ¡Si lo tienes atrapado! Sólo necesitas agarrar esa lima de encima de la mesa, bajar y clavársela al cambalachero en la garganta, hasta que la punta salga por detrás, por la nuca.»

Mi corazón lanzó un grito de jubiloso agradecimien­to a Dios.

Seguí investigando.

—¿Y el doctor Savioli?

No cabía duda alguna de que él se suicidaría si ella no lo salvaba. Las enfermeras no le quitaban la vista de encima, lo habían aturdido con morfina, pero quizá si despertase de repente —quizás ahora preci­samente— y... y... no, no, ella tenía que irse, no po­día perder ni un minuto; me dijo que quería escribir a su marido y contárselo todo..., podría quedarse con la niña, pero tenía que salvar al doctor Savioli. Quita­ría de las manos de Wassertrum la única arma que te­nía y con la que la amenazaba.

Ella misma iba a descubrir el secreto, antes de que él pudiera delatarlo.

—¡Usted no hará eso, Angelina! —grité y pensé en la lima. Mi voz flaqueó por la alegría y el júbilo de mi poder.

Angelina quería soltarse:  la retuve.

—Sólo una cosa más: recapacite usted: ¿creerá su marido sin más ni más al cambalachero?

—Pero Wassertrum tiene pruebas, sin duda mis car­tas, quizá también una foto mía, todo lo que estaba escondido en el escritorio del estudio de al lado.

¿Cartas? ¿Foto? ¿Escritorio? Yo ya no sabía lo que hacía: estreché a Angelina contra mi pecho y la besé.

Su pelo rubio caía como un velo dorado sobre mi rostro.

Entonces la tomé por sus finas manos y le conté con vivas palabras que el enemigo mortal de Wasser­trum —un pobre estudiante bohemio— había traído las cartas y todo lo demás a un lugar seguro y que las tenía yo en mi poder, bien guardadas.

Ella se arrojó a mi cuello; reía y lloraba a la vez. Me besó y corrió hacia la puerta. Volvió otra vez y me besó de nuevo.

Después desapareció.

Yo estaba aturdido y sentía todavía la respiración de su boca en mi rostro.

Oí cómo las ruedas del coche y el rápido galope de las herraduras retumbaban en el asfalto. En un minu­to estaba todo de nuevo en silencio. Como una tumba.

También dentro de mí.

De repente la puerta se abrió detrás mío y Charousek apareció en mi habitación:

—Perdone, señor Pernath, he estado llamando mu­cho rato, pero usted parece no haber oído. Asentí en silencio.

—Espero que no haya pensado que me he recon­ciliado con Wassertrum, al verme hablar hace un mo­mento con él. —La sonrisa irónica de Charousek me decía que sólo estaba bromeando—. Usted debe saber­lo: la suerte me favorece; ese canalla de allí abajo comienza a aceptarme y a hacerme un lugar en su cora­zón, maestro Pernath. Es algo muy singular, eso de la voz de la sangre —añadió en voz baja, casi para sí mismo.

No entendía a lo que se refería con ello, y pensé que se me había escapado algo que no había oído. La excitación por la que acababa de pasar vibraba aún demasiado fuerte en mí.

—Quería regalarme un abrigo —continuó Charou­sek en voz alta—. Lo he rechazado, agradecido, por supuesto. Ya me calienta bastante mi propia piel. Ade­más, me ha obligado a llevarme dinero.

Estuve a punto de gritar: «¿Y usted lo ha acepta­do?», pero él no dejó que pronunciara una sola pa­labra.

—El dinero, naturalmente, lo he aceptado. Todo en la cabeza me daba vueltas.

—¿Aceptado? —tartamudeé.

—Nunca hubiera creído que se pudiera sentir una alegría tan pura en la tierra —Charousek se detuvo un momento e hizo un gesto—. ¿No es acaso una sensa­ción alentadora ver por todas partes que la «previsión material» actúa con sabiduría y circunspección en la economía de la naturaleza, como la mano de un eco­nomista? —Hablaba como un pastor y, mientras ha­blaba, jugueteaba con las manos en su bolsillo—. En verdad, siento como un deber sublime dedicar el tesoro se me ha confiado, hasta el último céntimo, al más noble de los fines. —¿Estaba borracho o loco? Charou-sek cambió súbitamente de tono—: Hay algo cómico y satánico en el hecho de que Wassertrum se pague a sí mismo... la medicina. ¿No cree?

Se despertó en mí la sospecha de lo que se escondía tras las palabras de Charousek, y sus ojos enfebrecidos me estremecieron.

—Pero, bueno, vamos a dejar esto ahora, maestro Pernath. Vamos a solucionar primero los asuntos que tenemos entre manos. La dama de antes, era ella, ¿no? ¿Qué le ha sucedido, qué le ha pasado para venir aquí públicamente?

Conté a Charousek lo que había pasado.

—Wassertrum no tiene, con absoluta seguridad, nin­guna prueba en su poder —me interrumpió alegremen­te—, si no, no hubiera rebuscado esta mañana otra vez en el estudio. ¡Es curioso que usted no lo haya oído! Ha estado allí una hora entera.

Me asombré de cómo podría saberlo todo con tanta exactitud y se lo dije.

—¿Puedo? —Como explicación tomó un cigarrillo de la mesa, lo encendió y añadió—: Mire usted, si abre ahora la puerta, la corriente que entra de la escalera arrastrará el humo del tabaco en esa dirección. Ésta es quizá la única ley de la naturaleza que Wassertrum conoce y, para cualquier eventualidad, ha mandado ha­cer en la pared del estudio que da a la calle (usted sabe que la casa le pertenece a él) un pequeño agujero ocul­to: una especie de ventilación, y en ella ha puesto una banderita roja. Así cuando alguien entra o sale de la habitación, es decir, cuando abre la puerta, Wassertrum nota la corriente desde abajo por el fuerte aleteo de la banderita. Pero en cualquier caso yo lo sé —añadió Charousek lentamente—. Por eso, cuando siento curio­sidad, puedo ver lo mismo que él desde el agujero del sótano, en el que el destino piadoso me ha concedido vivir. Este ingenioso invento es una patente del hono­rable patriarca, pero yo lo conozco desde hace años.

—¡Qué odio tan grande y sobrehumano debe tener­le para seguir así cada uno de sus pasos! Además, como dice usted, ¡desde hace años! —dije interrum­piéndolo.

—¿Odio?, Charousek rió convulsivamente. ¿Odio? Odio no es la expresión. Todavía está por crearse la palabra que pueda expresar mis sentimientos hacia él. Además, para ser exactos, no lo odio a él. Odio su sangre. ¿Comprende usted esto? La huelo como un animal salvaje, aun cuando haya una sola gota de su sangre en las venas de un hombre... y —apretó sus dientes—, y eso me sucede a veces aquí, en el ghetto. Incapaz de seguir hablando por la excitación, corrió hacia la ventana y miró afuera. Oí cómo mantuvo su jadeo. Ambos permanecimos un rato en silencio.

—¿Eh, qué es eso? —continuó de repente y me hizo unas rápidas señas—. ¡Deprisa, deprisa! ¿No tie­ne usted unos prismáticos o algo así?

Espiamos con cuidado tras las cortinas.

Jaromir, el sordomudo, estaba ante la puerta de la cambalachería y le hacía ofertas a Wassertrum, por lo que pude entender de su lenguaje de señas, para que comprara un objeto que tenía medio oculto en la mano. Wassertrum se abalanzó sobre ello como un buitre y entró en su cueva con él.

Al momento salió bruscamente —pálido como un muerto— y agarró a Jaromir por las solapas: se enta­bló una violenta lucha. De repente Wassertrum lo sol­tó y pareció recapacitar. Mordisqueaba furioso su labio leporino. Dirigió una mirada pensativa hacia arriba, ha­cia nosotros y llevó a Jaromir tranquilamente del brazo hacia el interior de la tienda.

Esperamos más de un cuarto de hora: parecía que no llegaban a un acuerdo en su negocio.

Por fin salió el sordomudo con gesto contento y si­guió su camino.

—¿Qué piensa usted de eso? —le pregunté—. No parece ser nada importante. Seguramente el pobre mu­chacho ha vendido algún objeto mendigado.

El estudiante no respondió y se sentó otra vez a la mesa en silencio.

Al parecer, él tampoco daba importancia al suceso, pues tras una pausa continuó a partir de donde se ha­bía interrumpido.

—Sí, le decía que odio su sangre. Interrúmpame, maestro Pernath, si vuelvo a excitarme. Quiero per­manecer frío. No puedo despilfarrar así mis mejores emociones. De lo contrario, luego me dominan como una borrachera. Un hombre con sentido de la vergüen­za debe hablar con palabras frías, no con exaltación, como una prostituta o... o un poeta. Desde que existe el mundo a nadie se le hubiera ocurrido «frotarse las manos» de dolor, si los actores no hubieran conside­rado ese gesto muy «plástico».

Comprendí que hablaba ciegamente adrede, para tran­quilizarse por dentro.

Pero no podía lograrlo. Caminaba nervioso por la habitación, agarraba todas las cosas posibles y las ponía luego, revueltas, en su sitio.

Después, de improviso, volvió a centrarse en el asunto.

—Noto esa sangre en los más pequeños e involun­tarios movimientos de un hombre. Conozco a algunos niños que se parecen a él, que son considerados suyos y, sin embargo, no son de la misma familia, a mí no se me puede engañar. Durante muchos años no supe que Wassory era hijo suyo, pero casi diría que lo había olido.

Ya desde niño, cuando no podía aún ni sospechar las relaciones que tiene conmigo Wassertrum —su mirada se posó durante un segundo en mí, escudriñán­dome—, poseía yo este don. Me dieron patadas, me pegaron de tal modo que ni un solo lugar de mi cuer­po dejó de sufrir aquel dolor furioso, me dejaban pasar hambre y sed hasta que me volvía medio loco y comía tierra y barro, pero nunca, nunca, pude odiar a los que me atormentaban. Sencillamente, no podía. Ya no ha­bía más sitio en mí para el odio. ¿Comprende usted? Y, sin embargo, todo mi ser estaba empapado de él.

Nunca me hizo Wassertrum ni lo más mínimo; quie­ro decir con esto que nunca me pegó ni golpeó, ni si­quiera me riñó cuando yo andaba por ahí siendo un vago callejero; lo sé con seguridad, y, sin embargo, todo lo que dentro de mí hervía de odio y sed de ven­ganza, estaba dirigido contra él. ¡Sólo contra él!

Es curioso que siendo niño no le jugara ninguna mala pasada. Cuando los demás se la hacían, yo me retiraba. Sin embargo, podía estar durante horas detrás del portal mirando fija e inmutablemente su cara a tra­vés de las rendijas de la puerta, hasta que, debido a esa inexplicable sensación de odio, lo veía todo negro.

Creo que fue entonces cuando puse la primera pie­dra de esa clarividencia que se despierta en mí cuando estoy con seres, e incluso con cosas, relacionados con él. Debí aprenderme entonces de memoria cada uno de sus movimientos: su modo de llevar la chaqueta, el modo con que toma las cosas, cómo tose y bebe y mil cosas más, hasta que todo esto se inculcó en mí, tala­drando e hiriendo mi alma de tal forma que, a primera vista y con absoluta seguridad, puedo reconocer sus huellas en su descendencia.

Más tarde se convirtió casi en una manía: arrojaba humildes y miserables cosas lejos de mí, sólo porque me torturaba la idea de que su mano las hubiera podi­do rozar; otras, por el contrario, estaban muy dentro de mí, las quería como amigos que también le desea­ban el mal.

Charousek se calló un momento. Vi cómo miraba absorto el vacío. Sus dedos acariciaban mecánicamente la lima que estaba sobre la mesa.

—Cuando, más tarde, un par de profesores compa­sivos reunieron dinero para mí y empecé a estudiar Fi­losofía y Medicina, y a la vez aprendí a pensar por mí mismo, tuve entonces conciencia de lo que es el odio: Sólo podemos odiar algo, tan profundamente como yo lo hago, si es parte de uno mismo.

Más tarde, cuando lo fui descubriendo... y poco a poco me enteré de todo: lo que era mi madre... y... y todavía debe seguir siendo si... si vive todavía... y... que mi propio cuerpo... —se volvió para que yo no viera su rostro— está lleno de su asquerosa sangre... sí, Pernath, ¿por qué no lo va a saber usted? ¡él es mi pa­dre!... entonces vi claramente dónde estaba la raíz. A veces me parece que existe una misteriosa relación con el hecho de que yo sea tísico y tenga que escupir san­gre: mi cuerpo se defiende contra todo lo que es de él y lo arroja con asco fuera de sí.

Este odio me ha acompañado con frecuencia hasta en los sueños y ha intentado consolarme con la imagen de todos los tormentos imaginables que podía hacer caer sobre él, pero cada vez los rechazaba, pues deja­ban en mí el insípido sabor de... la insatisfacción.

Cuando recapacito sobre mí mismo, me asombro de que no haya nada ni nadie en este mundo al que sea capaz de odiar, ni siquiera sentir antipatía, excepto por él y por su estirpe... entonces siento una desagradable sensación: yo podía ser eso que se llama un «buen hom­bre». Pero por suerte no es así. Ya se lo he dicho: ya no queda sitio en mí.

Y no crea que mi triste destino me ha amargado (pues de lo que le hizo a mi madre me enteré cuando ya era mayor), he disfrutado un día de alegría que deja muy atrás, en la sombra, la felicidad que se les ha con­cedido a otros mortales. No sé si usted sabe lo que es una piedad interna, verdadera, ardiente (yo tampoco la conocía hasta entonces), pero aquel día en el que Wassory se destruyó a sí mismo y vi, puesto que estaba abajo, junto a la tienda, cómo él recibía la noticia y la aceptaba tan abúlico, como un laico que no conoce el verdadero escenario de la vida, quieto durante una hora, sin inmutarse, con su labio leporino un poco más alto que de costumbre sobre los dientes y su mirada inmer­sa en sí misma, tan fija... tan... tan... particularmen­te... entonces sentí el aroma del incienso del arcángel al volar... ¿conoce usted el cuadro de la Virgen Negra en la iglesia de Tein?

Allí me incliné, y la oscuridad del paraíso envolvió mi alma.

Al contemplar a Charousek con sus ojos grandes y soñadores llenos de lágrimas, me acordé de las palabras de Hillel sobre el hermetismo del oscuro camino de los hermanos de la muerte.

Charousek continuó:

—Seguramente no le interesan a usted las circuns­tancias exteriores que pudieran «justificar» mi odio o hacerlo comprensible ante los jueces estatales: los he­chos pueden parecer piedras miliares y, sin embargo, no son más que cascaras de huevo vacías. Son en reali­dad el insistente ruido del corcho de champán en las mesas de los bullangueros, que sólo el simple considera como lo esencial del banquete. Wassertrum obligó a mi madre a ser suya con todos los medios infernales que tiene por costumbre utilizar... si no fue peor aún. Y después... bueno, pues... después la vendió a un burdel... esto no es difícil de hacer, si se tiene entre los amigos de negocios algunos consejeros de la policía; pero no crea que porque se había hartado de ella, ¡no! Conozco todos los recovecos de su corazón: la vendió precisamente en el día en que con gran terror se dio cuenta de que en realidad la quería. Los tipos como él actúan siempre aparentemente contra sentido, pero siem­pre igual. Pues lo que dentro de su ser llevan de la concupiscencia del hámster se despierta y chilla, al igual que cuando alguien viene y compra algo de su camba-lachería por muy bien que lo pague: él sólo siente la presión de «tener que darlo». Desearía comerse e intro­ducir muy adentro de sí mismo el concepto de «poseer» y, si alguna vez pudiera albergar un ideal, sería para convertirlo y disolverlo inmediatamente en el concepto abstracto de «propiedad».

Así creció en él en proporciones gigantescas hasta convertirse en una montaña de miedo: no estar seguro ya de sí mismo, no querer dar algo de amor, sino tener que darlo. Sentir en sí la presencia de algo invisible que encadenara silenciosamente su voluntad, o por lo. menos eso que él quisiera que fuera su voluntad. Ése fue el comienzo. Lo que vino después sucedió automá­ticamente. Igual que el esturión muerde mecánicamen­te, quiera o no, en el momento adecuado, cuando un objeto brillante pasa por su lado.

La venta de mi madre fue para Wassertrum una con­secuencia lógica. Tranquilizaba el resto de sus deseos dormidos: el ansia de dinero y el perverso placer de la automortificación. Perdóneme, maestro Pernath —la voz de Charousek sonó de repente tan dura y serena que me asusté—, perdone que hable de forma tan jui­ciosa, pero cuando se está en la universidad tiene uno tal enorme cantidad de libros usados, que involuntaria­mente cae uno en ese imbécil modo de expresarse.

Me esforcé por serle agradable y sonreí; comprendí perfectamente que luchaba contra las lágrimas.

De algún modo tengo que ayudarlo, pensé, por lo menos debo intentar mitigar su más amarga necesidad mientras esté en mis manos. Tomé del cajón de la có­moda, sin llamar su atención, el billete de cien florines que me quedaba en casa y me lo metí en el bolsillo.

—Cuando, dentro de un tiempo, viva en un ambien­te mejor y ejerza su profesión de médico, entrará en usted la paz, señor Charousek —le dije para dar a la conversación una dirección optimista—: ¿Cuándo se li­cenciará?

—En seguida. ¡Se lo debo a mis bienhechores! En realidad no tiene sentido porque mis días están con­tados.

Le comenté, como es costumbre en estos casos, que lo veía todo demasiado negro, pero lo negó rotunda­mente.

—Es mejor así. Además no produce placer imitar a un curandero y adquirir incluso un título como enve­nenador de fuentes. Por otra parte —continuó con su humor bilioso— no tengo posibilidad alguna de hacer algo en beneficio de esta parte del ghetto. —Agarró su sombrero—. Y ahora, ya no quiero molestarlo más. ¿O hay algo más que comentar en el asunto de Savioli? Creo que no. En cualquier caso hágamelo saber si se entera de algo nuevo. Lo mejor es que usted cuelgue un espejo en la ventana cuando quiera que venga a verlo. A mi casa, a mi sótano, no debe venir en ningún caso: Wassertrum sospecharía inmediatamente que es­tamos relacionados. Por cierto, tengo una enorme cu­riosidad por ver qué hará ahora que ha visto a la dama subir a su casa. Diga sencillamente que le ha traído alguna joya para que se la arregle y, si insiste, haga como si se pusiera furioso.

Parecía imposible encontrar un pretexto adecuado para entregarle a Charousek el billete: torné del alféizar la cera de modelar y dije:

—Venga, lo acompañaré por las escaleras. Hillel me espera —mentí.

Él se asombró:

—¿Son ustedes amigos?

—Un poco. ¿Lo conoce usted... o quizá desconfía de él —tuve que sonreír involuntariamente— tam­bién?

—¡No lo quiera Dios!  ¿Por qué lo dice tan serio? Charousek dudó y pensó:

—Yo mismo no sé por qué. Debe ser algo incons­ciente: siempre que me lo encuentro en la calle, qui­siera bajarme de la acera y arrodillarme ante él como ante un sacerdote que llevara una hostia consagrada. Vea usted, maestro Pernath, ahí tiene a un hombre que es en todos y cada uno de sus átomos todo lo con­trario de Wassertrum. Él es considerado por todos ios cristianos que viven en este barrio que, como siempre y también en este caso, están mal informados, como un personaje salido de un cuento del avaro-millonario oculto. Y, sin embargo, es increíblemente pobre.

Me sobresalté:

—¿Pobre?

—Sí, quizás incluso más pobre que yo. La pafabra «apropiarse» creo que no la conoce más que por los libros; pero cuando a primeros de mes sale del ayunta­miento corren a su encuentro todos los mendigos ju­díos, pues saben que a cualquiera de ellos le daría todo su miserable sueldo, aunque unos días después pasasen hambre él y su hija. Si es cierto lo que afirma una anti­quísima leyenda del Talmud según la cual, de doce es­tirpes judías, diez están malditas y dos benditas, él re­presenta las dos benditas y Wassertrum las otras diez juntas. ¿No se ha fijado cómo Wassertrum se pone de todos los colores posibles cuando Hillel pasa delante de él? ¡Es impresionante, se lo aseguro! Mire usted, esa sangre no se puede mezclar: los niños nacerían muertos, suponiendo que las madres no se murieran antes de pavor. Hillel es además el único al que Wassertrum no se atreve a acercarse... huye de él como del fuego. Probablemente porque Hillel significa para él lo incomprensible, lo absolutamente inextricable. Quizá presiente, en él al cabalista.

Ya estábamos bajando las escaleras.

—¿Cree usted que todavía existen cabalistas, que existe algo en la Cábala? —le pregunté interesado por lo que pudiera responder, pero él pareció no haber oído. Repetí mi pregunta.

Negó nerviosamente y señaló la puerta de una de las casas de la escalera compuesta de tapas de cajas:

—Tiene ahora nuevos vecinos, una familia judía po­bre: el músico loco Nephtalí Schaffranek con su hija, su yerno y sus nietos. Cuando oscurece y está solo con la niña le entra la locura: entonces ata a la niña de su pulgar para que no se le escape, la obliga a meterse en un gallinero y le enseña a «cantar» según sus instruc­ciones para que más tarde sepa ganarse su propio sus­tento, es decir, le enseña las canciones más locas que existen, textos en alemán, fragmentos que ha oído en cualquier parte y que en la oscuridad de su alma... considera himnos de batalla o algo parecido.

De hecho, sonaba suavemente en el pasillo una mú­sica extraña. El arco del violín rascaba una nota horri­blemente alta, siempre la misma; el esbozo de una canción callejera y dos débiles voces infantiles cantu­rreaban:

 

La señora Pick

la señora Hock

La señora Kle - pe - tarsch.

estaban siempre juntas

hablando sin parar...

 

Era como la locura y la comicidad juntas y, contra mi voluntad, tuve que soltar una carcajada.

—El yerno de Schaffranek, cuya mujer vende en el mercado jugo de pepinillos a los colegiales, va mero­deando todos los días por las oficinas —continuó Charousek rabioso— y va mendigando todas las estampi­llas. Después las selecciona y, cuando encuentra entre ellas alguna que por casualidad sólo está sellada al mar­gen, la coloca sobre otra, las corta por la mitad, pega las dos mitades sin sellar y la vende como nueva. Al principio era un negocio floreciente y le producía a ve­ces casi un florín diario, pero al final los grandes indus­triales judíos de Praga cayeron en la misma idea y lo hacen ellos. ¡Hacen su agosto!

—¿Disminuiría su necesidad, Charousek, si tuviera mucho dinero? —pregunté rápidamente. Nos encon­trábamos ante la puerta de Hillel y llamé.

—¿Me considera usted tan tonto como para creer que no lo haría? —me respondió asombrado.

Los pasos de Miriam se acercaban, esperé hasta que diera la vuelta al pomo y entonces metí rápidamente el billete en su bolsillo.

—No, señor Charousek, no lo considero así; pero usted me consideraría tonto a mí si no se lo propu­siera.

Antes de que pudiera responder nada le estreché la mano y cerré la puerta tras de mí. Mientras saludaba a Miriam escuchaba para saber lo que haría.

Estuvo parado un momento, luego suspiró en silen­cio y bajó despacio la escalera con paso dubitativo, como alguien que tiene que sujetarse a la barandilla para no caer.

Era la primera vez que entraba en la habitación de Hillel.

Sin ningún adorno, parecía una cárcel. El suelo ex­cesivamente limpio y cubierto de arena blanca. Nin­gún mueble, excepto dos sillas, una mesa y una cómoda. Un pie de madera a la izquierda y otro a la derecha, junto a la pared.

Miriam estaba sentada frente a mí junto a la venta­na y yo manipulaba mi cera de modelar.

—¿Es preciso tener el rostro que se modela delante para conseguir el parecido? —preguntó cohibida, sólo para romper el silencio.

Evitábamos tímidamente nuestras miradas. Ella no sabía adonde dirigir los ojos, de vergüenza y pudor por la miserable habitación, y mis mejillas también ardían por la vergüenza interior de no haberme preocupado mucho antes por la forma en que vivían ella y su padre.

¡Pero algo tenía que contestarle!

—No tanto para conseguir el parecido como para ve­rificar si interiormente se ha visto con exactitud —sen­tí mientras hablaba cuan erróneo era lo que estaba di­ciendo.

Durante años había seguido e imitado la falsa norma de los pintores según la cual es necesario estudiar la naturaleza exterior para poder crear algo artístico; pero, desde que en aquella noche me despertó Hillel, comen­zó a abrirse en mí la observación interior: la verdadera capacidad de ver con los ojos cerrados, que desaparece en cuanto se abren, el don que creen todos poseer y que, sin embargo, muy pocos tienen entre millones de personas.

¡Cómo podía hablar siquiera de la posibilidad de medir, con las burdas posibilidades de la vista, el in­equívoco modelo de la visión interna!

Por su gesto de asombro deduje que Miriam pensa­ba algo parecido.

—No debe tomarlo textualmente —me disculpé. Observaba con mucha atención cómo hendía sus ras­gos con el buril.

—¿Debe ser infinitamente difícil transportarlos des­pués, exactamente iguales, a la piedra?

—No, eso es sólo un trabajo mecánico. Bueno, en parte al menos. Pausa.

—¿Podré ver la gema cuando esté acabada? —pre­guntó.

—Es para usted, Miriam.

—No, no; eso no puede ser... eso... —vi que sus manos se ponían nerviosas.

—¿Ni siquiera esta pequenez quiere usted aceptar de mí? —la interrumpí en seguida—. Quisiera poder hacer algo más por usted.

Volvió el rostro rápidamente.

¡Qué había dicho! La debía de haber herido en lo más profundo.

Había sonado como si hubiese querido hacer una insinuación a su pobreza.

¿Podría arreglarlo todavía? ¿No sería aún peor?

Tomé nuevo ímpetu:

—¡Escúcheme tranquila, Miriam! Se lo ruego. Le debo muchísimo a su padre. Infinito, usted no lo puede calibrar...

Me miró insegura; al parecer no entendía nada. ...Sí, sí, infinito. Más que mi propia vida.

—¿Por qué estuvo con usted, entonces, cuando se desmayó? Eso era lógico.

Sentí que no conocía los lazos que me unían a su padre. Sondeé con cuidado hasta dónde podía llegar sin delatar lo que él le ocultaba a ella.

—Creo que hay que considerar mucho más profun­da que la ayuda exterior la ayuda interior. Me refiero a lo que pasa de la influencia espiritual de un hombre a otro. ¿Comprende lo que quiero decir con esto, Mi­riam? Se puede curar a las personas también espiritualmente, no sólo corporalmente, Miriam.

—¿Y eso lo ha hecho...?

—Sí, ¡eso ha hecho su padre conmigo! —la tomé de la mano—. ¿Comprende ahora que desee de todo corazón proporcionarle una alegría, si no a él mismo, a alguien que está tan cerca de él como usted? ¡Tenga un poco de confianza en mí! ¿No tiene ningún deseo que yo pueda satisfacer?

Ella negó con la cabeza.

—¿Cree que yo me siento infeliz aquí?

—Seguro que no. Pero quizá tenga a veces preocu­paciones que yo pueda evitar. Está obligada, ¿oye us­ted?, ¡obligada a dejarme tomar parte en ellas! ¿Por qué viven aquí en esta triste y oscura calle, si no lo necesitan? Usted es joven todavía, Miriam, y...

—Usted también vive aquí, señor Pernath —me in­terrumpió sonriendo—, ¿qué lo ata a esta casa?

Me desconcertó. Sí, sí, era cierto. ¿Por qué vivía yo aquí? No me lo podía explicar. ¿Qué te ata a esta casa?, me repetía ensimismado. No podía encontrar ninguna explicación y por un momento me olvidé to­talmente de dónde estaba. Me encontraba de repente subido en alguna parte allí arriba —en un jardín— y olía el maravilloso aroma de las flores del saúco... miré hacia abajo, a la ciudad...

—¿He removido alguna herida? ¿Le he hecho daño? —llegó a mí la voz de Miriam desde muy lejos.

Ella se había inclinado sobre mí y miraba asustada escudriñando mi rostro.

Debí haber estado mucho rato inmóvil, pues parecía muy preocupada.

Por un momento se tambaleó todo de un lado para otro dentro de mí, pero después, despejando de repen­te el camino, abrí a Miriam todo mi corazón.

Le conté a ella, como a un querido y viejo amigo con el que se ha estado unido toda la vida y ante el que no se guarda ningún secreto, lo que me pasaba y de qué modo me había enterado por la narración de Zwakh de que en los años anteriores había estado loco y de que me habían robado los recursos del pasado. Cómo en los últimos tiempos, se habían despertado en mí imágenes que debían tener sus raíces en aquellos días, cada vez más y más a menudo, haciéndome tem­blar ante el momento en que se aclarara todo de nuevo y me volviese a desgarrar.

Le oculté sólo lo que me ponía en mayor relación con su padre: mis experiencias en los pasillos subterráneos y todo lo demás.

Ella se había acercado a mí y escuchaba con una aten­ción respetuosa y profunda que me hacía un bien inde­cible.

Por fin había encontrado una persona con la que po­dría desahogarme cuando mi soledad espiritual me fue­ra demasiado difícil. Seguro: estaba además Hillel, pero para mí estaba como un ser más allá de las nubes, que venía y desaparecía como una luz a la que yo no me podía acercar cuando la añoraba.

Se lo dije y ella me comprendió. También ella lo veía así, a pesar de que era su padre.

Él dependía de ella con infinito amor y ella de él. —Y, sin embargo, estoy separada de él como por una pared de cristal —me confió—, que no puedo romper. Desde que puedo pensar, siempre fue así. Cuando niña lo veía en mis sueños junto a mi cama, siempre estaba vestido con el traje de sumo sacerdote: las tablas de oro de Moisés con las doce piedras sobre el pecho y de sus sienes salían brillantes rayos azulados. Creo que su amor es del tipo que trasciende a la tumba, dema­siado grande para que nosotros lo podamos captar. Tam­bién mi madre decía eso cuando hablábamos a escon­didas de él —de repente se estremeció y todo su cuerpo tembló. Quise levantarme, pero ella me lo impidió—. Tranquilícese. No es nada. Sólo un recuerdo. Cuando murió mi madre, sólo yo sé cómo la quería, a pesar de que no era entonces más que una niña, creí ahogarme de dolor y corrí hacia él y me agarré a su chaqueta y quería gritar, pero no podía, porque todo en mí se había paralizado... y... y entonces... recuerdo... me miró sonriendo, me besó en la frente y me pasó sua­vemente la mano sobre los ojos; y desde aquel instan­te hasta hoy todo dolor por haber perdido a mi madre ha sido como arrancado de mí. No pude verter ni una sola lágrima cuando la enterraron; veía el sol como la mano acariciadora de Dios en el cielo y me asombraba de por qué lloraban los hombres. Mi padre iba tras el féretro a mi lado, y cada vez que yo miraba hacia arri­ba, me sonreía en silencio, y sentía cómo la gente se asombraba al verlo.

—¿Es usted feliz, Miriam, totalmente feliz? ¿No hay nada terrible para usted en la idea de tener como pa­dre a un ser que está por encima de toda la humani­dad? —le pregunté suavemente.

—Paso mi vida como en un sueño bienaventurado. Cuando hace un momento me ha preguntado, señor Pernath, si no tenía preocupaciones y por qué vivía­mos aquí, he estado a punto de echarme a reír. ¿Es hermosa la naturaleza? Bueno, los árboles son verdes y el cielo azul, pero todo esto me lo puedo imaginar aún mucho más bello cuando cierro los ojos. ¿He de estar para verlos sentada en un prado? ¿Esa gran can­tidad de pequeñas necesidades... y... y el hombre? Todo eso está mil veces superado por la confianza y la espera.

—¿La espera? —pregunté asombrado.

—La espera de un milagro. ¿No lo sabe usted? ¿No? Entonces es usted un hombre muy, muy pobre. ¡Tan pocos creen en él! Mire, éste es también motivo de que no salga nunca, de que no me trate con nadie. Antes tuve, naturalmente, un par de amigas, judías, por supuesto, como yo, pero nunca hablábamos de lo mismo; ellas no me entendían a mí y yo no las entendía a ellas. Cuando yo hablaba de milagros, al principio creían que lo hacía en broma, pero cuando se dieron cuenta de lo serio que era para mí y de que yo no entendía por mi­lagro lo que los alemanes con sus lentes entienden por «el crecimiento normal de la hierba y cosas por el es­tilo», sino más bien todo lo contrario, hubieran querido pensar que estaba loca, pero sabía cómo defenderme porque soy bastante ágil de pensamiento, había apren­dido hebreo y arameo y puedo leer el Targumin y el Midraschim y otras cosas por el estilo de poca impor­tancia. Por último encontraron una palabra que ya no significaba nada: me llamaban «excéntrica».

Cuando les quería explicar que lo importante, lo esen­cial para mí en la Biblia y en las otras escrituras sagra­das era el milagro y sólo el milagro, y no las normas de ética y moral, que no pueden ser más que caminos ocultos para llegar al verdadero milagro, sólo sabían responderme con lugares comunes, pues temían confe­sar que lo único que creían de las escrituras religiosas podía estar exactamente igual en los libros de leyes civiles. Sólo oír la palabra «milagro» les resultaba incó­modo, desagradable. Decían que se les abría la tierra debajo de los pies.

¡Como si pudiera haber algo mejor que perder la tierra debajo de los pies!

En cierta ocasión oí decir a mi padre que el mundo está aquí para que nosotros nos lo imaginemos roto, que es entonces cuando empieza la vida. Yo no sé a qué se refería con la «vida», pero a veces siento que un día me «despertaré». Aunque no puedo imaginarme en qué estado despertaré. Siempre pienso que lo pre­cederán esos milagros.

«¿Has visto ya algunos puesto que continuamente los esperas?», me preguntaban con frecuencia mis amigas y, cuando lo negaba, de repente se ponían conten­tas, seguras de su triunfo. Dígame, maestro Pernath, ¿puede usted comprender esos corazones? Yo no les quería confiar que yo sí he vivido milagros —los ojos de Miriam brillaban—, aunque terriblemente pequeños.

Sentí que lágrimas de alegría entorpecían sus pala­bras en la garganta.

... Pero usted me comprenderá: a menudo, semanas, incluso meses —Miriam hablaba muy suavemente—, hemos vivido sólo de milagros. Cuando ya no había más pan en casa, ni un solo bocado, pensaba: ¡Ahora ha llegado la hora! Me quedaba aquí sentada... y es­peraba y esperaba hasta que los latidos de mi corazón no me dejaran respirar. Y... y de repente, cuando se me ocurría, salía por las calles de un lado para otro, tan rápida como podía, para volver a casa a tiempo, antes de que volviese mi padre. Y... y siempre encon­traba dinero, una veces más, otras menos, pero siempre lo suficiente para poder comprar lo rnás necesario. A veces encontraba un florín tirado en medio de la calle, lo veía brillar desde lejos y la gente lo pisaba, resba­laba por encima, pero nadie se daba cuenta. Esto me daba demasiado valor, tanto que no salía directamente, sino que buscaba a mi alrededor, en la cocina, como un niño, para ver si no había caído dinero o pan del cielo.

Me pasó una idea por la cabeza y tuve que sonreír divertido.

Ella lo notó.

—No se ría, señor Pernath —rogó—. Créame, sé que los milagros crecerán y que un día... La tranquilicé:

—¡Pero si no me río, Miriam! ¡Qué piensa usted! Soy infinitamente feliz de que no sea como los demás que, tras cada acción, miran y buscan las causas acostumbradas, cuando (en tales casos nosotros siempre: ¡Gracias a Dios!) ocurre de otra forma. Me alargó la mano:

—¿Verdad, señor Pernath, que no volverá a decir que me quiere, o nos quiere ayudar? Ahora que ya lo sabe, ¿se da cuenta de que, si lo hiciera, me robaría la posibilidad de vivir un milagro?

Se lo prometí. Pero en mi corazón me hice una sal­vedad.

Entonces se abrió la puerta y Hillel entró.

Miriam lo abrazó; y él me saludó cariñosa y amisto­samente, pero con un formal «usted».

Parecía como si pasara también sobre él una especie de suave cansancio o inseguridad, ¿o quizás me equi­vocaba?

Tal vez era sólo por la oscuridad de la habitación.

—Seguro que está usted aquí para pedirme conse­jo —comenzó a decir cuando Miriam nos dejó solos— en el asunto que se refiere a esa dama desconocida...

Pensaba interrumpirlo asombrado, pero él no me dejó hablar.

—Lo sé por el estudiante Charousek. Le he habla­do en la calle, porque lo he visto extraordinariamente cambiado. Me lo ha contado todo. Con el corazón pic­tórico. También me dijo que usted... le ha regalado di­nero.

Me miraba intensamente y acentuaba cada una de sus palabras de un modo muy extraño, pero sin dejar­me ver lo que pretendía con ello.

—Seguro por eso ha llovido del cielo un par de go­tas más de felicidad y en este... caso quizás no haya hecho daño, pero —recapacitó un momento—, pero a veces sólo se ocasiona daño a uno mismo y a los de­más. ¡No es tan fácil ayudar, como usted cree, querido amigo! Si fuera así sería muy, muy sencillo solucionar el mundo. ¿O no lo cree así?

—¿Es que usted no les da también a los pobres? ¿Y a veces incluso todo lo que tiene? —pregunté. Movió sonriendo la cabeza:

—Me parece que de la noche a la mañana se ha con­vertido en un talmudista, puesto que contesta a una pre­gunta con otra. Así es difícil discutir.

Se paró un momento, como si tuviera que contestar, pero de nuevo comprendía lo que esperaba.

—Pero bueno, volvamos al tema —continuó en otro tono de voz—, no creo que su protegida, me refiero a la dama, esté de momento amenazada por algún pe­ligro. Deje que las cosas sigan su camino. En realidad se dice que «el hombre listo lo prevé todo», pero a mí me parece que el más listo es el que espera estando preparado para todo. Quizás se dé la ocasión de que Aaron Wassertrum se reúna conmigo, pero eso debe salir de él; yo no daré un paso, él debe venir aquí, o a usted o a mí, da igual; entonces hablaré con él. De­penderá de él decidirse a seguir mi consejo o no. Yo me lavo las manos con inocencia.

Intentaba angustiado leer en su rostro. Nunca había hablado tan fríamente y de un modo tan especialmente amenazador. Pero detrás de esos ojos negros y profun­dos dormía un abismo escondido.

Me acordé de las palabras de Miriam: «Hay como una pared de cristal entre él y nosotros.»

No pude hacer nada más que estrecharle en silencio la mano y marcharme.

Me acompañó hasta la puerta y, cuando empecé a subir las escaleras y me volví, vi que Miriam se había quedado parada y que me saludaba amistosamente, como alguien que quisiera decir todavía algo más, pero que no puede.

 

El Golem (IX): Luz

El Golem (IX): Luz

Había llamado un par de veces a lo largo del día a la puerta de Hillel; no podía tranquilizarme, tenía que hablar con él y preguntarle qué significaban todos esos extraños sucesos; pero siempre me decían que no esta­ba en casa.

Su hija me pondría en contacto con él en cuanto lle­gara del ayuntamiento judío.

¡Una muchacha especial, esta Miriam!

Un tipo, como no he visto antes.

Una belleza tan extraña que en un primer momento no se podía captar; una belleza que lo deja a uno mudo nada más verla y que despierta una sensación inexplicable, algo así como una suave falta de valor.

Estuve recapacitando y tuve la certeza de que su ros­tro respondía a unos cánones de belleza perdidos hace siglos.

Entonces imaginé qué piedra preciosa debía elegir para plasmarla en una gema, conservando a la vez la ex­presión artificial: pero me di cuenta de que en lo más superficial, en lo más externo, en el brillo negro-azu­lado de su cabello, en sus ojos, algo superaba todo lo que yo pudiera pensar. ¿Cómo retener en un camafeo esa delgadez no terrena de su rostro, para los sentidos y para la mirada, sin limitarse a la torpe imitación de los cánones de orientación «artística»?

Comprendí que sólo se podría solucionar con un mo­saico, pero ¿qué material debería elegir? Se necesitaría toda una vida para poder elegir lo adecuado.

¿Dónde estaría Hillel?

Lo añoraba como a un querido y viejo amigo.

Era curioso cómo en pocos días había entrado tan hondo en mi corazón, pues, en realidad, para ser exacto, sólo había hablado con él una sola vez en mi vida.

Sí, exacto: las cartas  sus cartas— mejor sería esconderlas. Para mi tranquilidad, en caso de que en otra ocasión faltara de casa por mucho tiempo.

Las saqué del arca: estarían más seguras en el joyero.

De entre las cartas resbaló una fotografía. No quería mirarla, pero era demasiado tarde.

El tejido del brocado sobre los hombros desnudos

—tal y como lo vi en ella por primera vez, cuando entró para refugiarse en mi habitación desde el estudio de Savioli—, me saltó a los ojos.

Un horrible dolor me taladró. Leí la dedicatoria al pie de la foto sin comprender las palabras, y el nombre:

 

Tu Angelina.

¡Angelina!

Cuando pronuncié este nombre se rompió de arriba a abajo la cortina que me ocultaba los años de mi ju­ventud.

Creí estar a punto de derrumbarme de desolación. Agarroté los dedos en el aire y gemí, me mordí la mano: ¡Santo Cielo!, pedí, rogué seguir solo siendo ciego, seguir viviendo en ese letargo, como hasta ahora.

El dolor me subía hasta la garganta. Manaba. Tenía un extraño sabor dulce..., como sangre.

¡Angelina!

El nombre daba vueltas en mis venas y se convirtió en una insoportable y espectral caricia.

Con un brusco arranque me encogí y me obligué —apretando los dientes— a mirar la foto, hasta hacer­me poco a poco su propietario.

¡Amo había escrito sobre ella!

Como esta noche sobre la carta.

¡Por fin, pasos! ¡Pasos de hombre!

Él venía.

Lleno de gozo fui corriendo hasta la puerta y la abrí de un tirón.

Schemajah Hillel estaba fuera y, detrás de él —yo me hice ligeros reproches porque lo sentí como una desilusión—, con las mejillas coloradas y los ojos re­dondos de niño, el viejo Zwakh.

—Veo con alegría que se encuentra usted muy bien, maestro Pernath —comenzó Hillel.

¡Qué frío aquel «usted»!

Frío. Un frío constante, mortal, entró de repente en la habitación.

Aturdido, oí a medias lo que Zwakh, casi sin aliento por la excitación, comenzó rápidamente a contarme:

—¿Sabe usted ya que el Golem ha vuelto a aparecer? Hace muy poco que hemos hablado de eso, ¿se acuerda, Pernath? Todo el barrio judío está excitado. Vrieslander mismo lo ha visto. Y otra vez ha comenzado, como siem­pre, con un asesinato. —Escuché asombrado: ¿un ase­sinato?

Zwakh me zarandeó:

—¿No sabe usted nada de eso, Pernath? Abajo hay unos enormes pasquines de la policía, en todas las es­quinas: dicen que han asesinado al grueso Zottmann, el «masón»..., bueno me refiero al director de los Se­guros de Vida Zottmann. Ya han detenido a Loisa, aquí en la casa, y Rosina la Pelirroja ha desaparecido sin dejar huella. El Golem..., el Golem..., me pone los pelos de punta.

No le contesté y rebusqué en los ojos de Hillel. ¿Por qué me miraba tan fijamente?

Una risa contenida contrajo de repente los ángulos de su boca.

Comprendí. Era por mí.

Hubiera deseado arrojarme a su cuello de júbilo y alegría.

Encantado y fuera de mí, caminaba sin ningún plan por la habitación. ¿Qué debía traer? ¿Vasos? ¿Una botella de vino de Borgoña? (pero no tenía más que una). ¿Puros? Por fin hallé las palabras.

—Pero, ¿por qué no se sientan? —Rápidamente empujé unos sillones hacia mis amigos. Zwakh comenzó a enfadarse.

—¿Por qué sonríe siempre, Hillel? ¿No cree usted que el Golem ha aparecido y camina como un espectro? Me parece que usted no cree en absoluto en el Golem.

—Yo no creería en él, aunque lo viera aquí, delante de mí, en la habitación —contestó Hillel tranquila­mente dirigiéndome su mirada. Comprendí el doble sentido que encerraban sus palabras.

Zwakh, asombrado, dejó de beber.

—¿No le sirve para nada, Hillel, el testimonio de cientos de personas? Ya lo verá usted, Hillel, piense en mis palabras: ¡habrá ahora una muerte tras otra en el barrio judío! Yo lo conozco. El Golem lleva una terrible corte tras de sí.

—Una acumulación de sucesos similares no es nada milagroso —contestó Hillel. Lo dijo acercándose a la ventana y miró hacia la cambalachería—. Cuando llega el hielo caliente del deshielo se siente hasta en las raí­ces, tanto en las buenas como en las venenosas.

Zwakh me guiñó alegre un ojo y señaló con la ca­beza a Hillel.

—Si el rabino quisiera hablar, nos podría contar cosas que nos erizarían el pelo —dijo a media voz—. Sche-majah se volvió.

—Yo no soy «rabino», aunque pueda utilizar el título. Yo no soy más que un humilde archivero en el ayun­tamiento judío y llevo el Registro de Vivos y Muertos.

Sentí que en sus palabras había un significado ocul­to. También el marionetista lo sintió inconscientemen­te; se quedó en silencio, y durante largo rato nadie dijo una palabra.

—Escuche, rabino..., perdone, Hillel, quería decir —comenzó de nuevo Zwakh al cabo de un tiempo, y su voz sonaba muy grave—. Hace ya mucho que quiero preguntarle algo. No necesita usted contestarme si no quiere o no puede.

Schemajah se acercó a la mesa y jugó con el vaso de vino: no bebía; quizá se lo impedía el ritual judío.

—Pregunte tranquilamente, Zwakh.

—¿Sabe usted algo acerca de la oculta ciencia judía de la Cábala, Hillel?

—Sólo un poco.

—He oído que hay un documento por el que se pue­de comprender la Cábala: el Sohar.

—Sí, el Sohar, el libro del brillo.

—Ve usted, ahí está —empezó a gemir Zwakh—. ¿No es una injusticia que clama al cielo el que una es­critura que, al parecer, tiene la clave para la compren­sión de la Biblia y para alcanzar la felicidad...?

Hillel lo interrumpió.

—Sólo algunas de las claves.

—Bueno, bien, ¡pero por lo menos algunas! ¿Y que esta escritura, por su alto valor y su rareza, sólo sea accesible a los ricos? ¡En un original único que para colmo está en el museo de Londres! Por lo menos eso me han contado. Y además en caldeo, arameo, hebreo, ¡o qué sé yo! ¿He tenido yo, por ejemplo, alguna vez en mi vida la posibilidad de aprender estas lenguas o de viajar a Londres?

—¿Ha dirigido siempre todos sus deseos con tanta intensidad hacia esta meta? —preguntó Hillel con una ligera ironía.

«Pues la verdad..., no» —concedió Zwakh, en cierto aspecto turbado.

—Entonces, no debería quejarse —dijo Hillel seca­mente—. El que no lucha por el espíritu con todos los átomos de su cuerpo, como uno que se está aho­gando busca el aire, ése no podrá ver los misterios de Dios.

«Sin embargo, debería haber un libro en el que estén todas las claves de los enigmas del otro mundo, no sólo algunas» me pasó por la cabeza, mientras mi mano jugaba automáticamente con el Fou, que todavía lleva­ba en el bolsillo, pero antes de que pudiera formular mi opinión, ya la había expresado Zwakh. Hillel sonrió de nuevo como una esfinge.

—Toda pregunta que un hombre pueda formular está resuelta en el mismo momento en que la plantea espiritualmente.

—¿Entiende usted lo que quiere decir con eso? —me preguntó Zwakh.

Yo no le respondí y contuve la respiración para no perder una sola palabra de la lección de Hillel.

Schemajah continuó.

—Toda la vida no es nada más que preguntas que han tomado forma, que llevan en sí el germen de las respuestas, respuestas que van preñadas de preguntas. El que vea en ella cualquier otra cosa es un loco.

Zwakh dio un puñetazo en la mesa.

—Sí, preguntas que cada vez son distintas y res­puestas que cada uno comprende de una forma dife­rente.

—Precisamente de eso se trata —dijo Hillel ama­blemente—. El curar a todos los hombres con una sola cuchara... es únicamente privilegio de los médi­cos. El que pregunta recibe la respuesta que necesita: de lo contrario la criatura iría por el camino de sus añoranzas. ¿Cree usted que nuestras escrituras judías están escritas en consonantes únicamente por capri­cho? Cada uno tiene que encontrar para sí mismo las ocultas vocales que le aclaren el significado hecho para él, pues la palabra viva no se debe quedar rígida en un dogma muerto.

El marionetista negó con fuerza.

—Estas son sólo palabras, rabino, ¡palabras! ¡Qui­siera ser el último Fou si de ello sacara algo!

¡Fou! La palabra me golpeó como un rayo. Estuve a punto de caerme de la silla de susto. Hillel evitó mi mirada.

—El último Fou. ¿Quién sabe si no se llama usted así en realidad? —resonó desde lejos en mi oído la respuesta de Hillel—. No se debe estar nunca dema­siado seguro de las propias circunstancias. Por cierto, ya que hablamos de cartas, señor Zwakh, ¿juega usted a tarots?

—¿Tarots? Naturalmente, desde la infancia.

—Entonces me extraña que pregunte por un libro en el que esté la Cábala, cuando usted mismo la ha tenido miles de veces en sus manos.

—¿Yo? ¿En las manos? ¿Yo? —Zwakh se llevó las manos a la cabeza.

—Sí, ¡usted! ¿No le ha llamado nunca la atención que los tarots tienen veintidós triunfos, exactamente el mismo número que las letras del alfabeto hebreo? Además, ¿no nos muestran claramente nuestras car­tas bohemias una gran cantidad de imágenes que son obviamente símbolos: el loco, la muerte, el demonio, el juicio final? ¿Cuan alto desea en realidad que le responda la vida al oído? En realidad, no necesita sa­ber que tarok o tarot significa lo mismo que la Tora judía, la ley, o la antigua forma egipcia tarut es la pre­gunta, y la palabra tarisk en la antiquísima lengua zend es yo exijo la respuesta. Los sabios sí deben saberlo, antes de mantener la afirmación de que el tarot pro­viene de la época de Carlos VI. Y del mismo modo que el Fou es la primera carta del juego, así también es el hombre la primera imagen de su primer libro de estampas, su propio doble: la letra hebrea Aleph, que, construida según la forma de un hombre, señala con una mano al cielo y con otra hacia abajo, quiere decir: «Igual que arriba es abajo; lo mismo ocurre abajo que arriba.» ¡Por eso he preguntado hace un momento si de verdad se llama usted Zwakh y no Fou!..., pero no lo evoque. Hillel me miraba mientras tanto fija­mente y yo sospechaba que en el fondo de sus pala­bras ponía cada vez un nuevo significado.

—¡Pero no lo llame, señor Zwakh! Se puede llegar a oscuros caminos, de los que nunca se ha vuelto, pues no encontró la salida nadie... que no llevara un talis­mán consigo. La tradición cuenta que en cierta ocasión descendieron tres hombres al reino de la oscuridad, uno se volvió loco, el otro ciego y sólo el tercero, el rabino Ben Akiba, pudo volver sano y dijo que se había encontrado a sí mismo. Usted me dirá que otros se encontraron también a sí mismos, por ejemplo Goethe, quienes en un puente, o en cualquier otro escalón, que lleva desde una orilla a otra, se miraron a sí mismos a los ojos y no se volvieron locos. Pero en esos casos sólo se trataba de un reflejo de la propia conciencia y no del verdadero doble: no era eso que se llama «el hálito de los huesos», el «Habal Garmin» del que se ha dicho: «tal y como fue a la tumba incorrupto, así resucitará el día del juicio final». —La mirada de Hi­llel penetraba cada vez más profundamente en mis ojos—. Nuestras abuelas dicen de ese estado: «Vive muy alto sobre la tierra en una habitación sin puertas, con una sola ventana, desde la que es imposible comu­nicarse con los hombres. ¡El que sepa dominarlo e instruirlo será un buen amigo de sí mismo!» Por últi­mo, por lo que se refiere a los tarots, sabe usted tanto como yo: para cada jugador aparecen las cartas de una forma distinta, pero el que utiliza los triunfos correc­tamente, ése gana la partida... Pero, ¡venga usted, se­ñor Zwakh! Vamonos, de lo contrario se va usted a beber todo el vino del maestro Pernath, y no le va a quedar nada para él.

 

El Golem (VIII): Visión

El Golem (VIII): Visión

Estuve caminando, midiendo la habitación hasta muy entrada la noche, sin descanso, y me devanaba los sesos buscando cómo podría yo ayudarla a «ella». Muchas veces estuve a punto de bajar donde Schemajah Hillel y de contarle lo que me había confiado, para pedirle consejo. Pero todas las veces rechacé esta decisión.

Era para mí tan grande, tan importante, que me pa­recía una profanación molestarlo con cosas de la vida exterior; pero, después, en otros momentos me sobre­venían ardientes dudas de si en realidad había vivido todo eso, de hecho había ocurrido hace tan poco, y sin embargo parecía todo tan pálido y descolorido en com­paración con los acontecimientos tangibles del día trans­currido.

¿Acaso había soñado? ¿Podía yo —un hombre al que había sucedido el inaudito hecho de olvidar su pasado— aceptar ni por un segundo como seguro algo cuyo único testigo para confirmarlo definitivamente era mi memoria?

Mi mirada se posó en la vela de Hillel que todavía yacía sobre el sillón. Gracias a Dios, por lo menos una cosa era segura: ¡había estado en contacto personal con él!

¿No debía correr hacia él sin pensarlo más y, abra­zándole las rodillas, contarle de hombre a hombre que un dolor indecible roía mi corazón?

Tenía la mano sobre el timbre y la volví a retirar: preveía lo que iba a pasar: Hillel pasaría suavemente su mano sobre mis ojos y... no, no, ¡eso no! Yo no tenía derecho a pedir ningún alivio. Ella confiaba en mí y. en mi ayuda y, aunque en ciertos momentos el peligro en que se encontraba me parecía mínimo e in­significante, ella lo consideraba gigantesco.

Mañana tendría tiempo de pedir consejo a Hillel. Me obligué a mí mismo a pensar fría y serenamente: ¿mo­lestarlo, ahora, en plena noche? No podía ser. Así sólo actuaría un loco.

Quise encender la luz, pero de nuevo lo dejé: el brillo de la luz de la luna caía desde los tejados a mi habitación y me daba más claridad de la que necesi­taba. Temí que la noche transcurriera más lenta si en­cendía la luz.

Había tanta desesperación en la idea de encender la lámpara sólo para esperar el día... Un miedo me decía silenciosamente que la mañana se apartaría con ello a una lejanía inalcanzable.

Me acerqué a la ventana: las filas de tejados barro­cos se mostraban como un cementerio espectral fluctuante en el aire: losas sepulcrales con las fechas bo­rradas, apiladas sobre estos sepulcros mohosos, estas «viviendas» en las que se ha horadado el hervidero de pasillos y cuevas de los vivientes.

Estuve así largo rato, mirando fijamente hacia arri­ba, hasta que muy poco a poco comencé a asustarme de por qué no me asustaba, cuando a través de los muros llegó hasta mis oídos claramente el ruido de unos pasos contenidos.

Escuché; no había duda: alguien caminaba al otro lado. El ligero quejido de las tablas denunciaba que una suela se arrastraba entre dudas.

De repente volví en mí. Me hice realmente más pe­queño, todo se encogió en mí ante la presión del deseo de oír. Todo concepto y toda noción de tiempo se con­virtió en presente.

Otro rápido crujido que se asustó de sí mismo y que en seguida acabó. Después, silencio sepulcral. Ese silen­cio expectante y terrible, que se traicionaba a sí mismo y que en unos minutos puede crecer gigantescamente. Permanecí inmóvil, con la oreja pegada a la pared y la amenazadora sensación en la garganta de que al otro lado había alguien que hacía exactamente lo mismo que yo.

Escuchaba y escuchaba; nada.

El ático de al lado parecía muerto.

En silencio —de puntillas— me acerqué al sillón que estaba junto a mi cama, agarré la vela de Hillel y la encendí.

Entonces recapacité: la puerta de metal del desván, que conducía al estudio de Savioli, sólo podía abrirse desde el otro lado.

Tomé al azar un alambre en forma de gancho que estaba encima de la mesa sobre mis cinceles: ese tipo de cerraduras saltan muy fácilmente. Con la primera presión alcancé el muelle de la cerradura.

¿Qué sucedería después?

No lo pensé mucho tiempo: ¡actuar, no pensar! ¡Aunque sólo fuera por destrozar esa espera al ama­necer!

Al momento me encontré ante la puerta del des­ván, me pegué a ella, introduje con mucho cuidado el alambre en la cerradura y escuché. Se oía exactamente un murmullo raspante en el estudio, como cuando al­guien abre un cajón.

Poco después cedió rápidamente el cerrojo.

Pude observar toda la habitación y vi, a pesar de que casi estaba a oscuras y mi vela me cegaba, que un hom­bre envuelto en un largo abrigo negro saltaba asustado por delante de una mesa —estuvo durante un segundo indeciso dudando de adonde debía dirigirse— e hizo un movimiento como si quisiera abalanzarse sobre mí. Pero en seguida se quitó el sombrero de la cabeza y se tapó rápidamente la cara con él.

Quise preguntar: «¿Qué busca usted aquí?», pero el hombre se me adelantó:

—¡Pernath! ¿Es usted? ¡Por Dios, apague esa luz! La voz me pareció conocida, pero no era en absoluto la del cambalachero Wassertrum.

Apagué automáticamente la vela.

La habitación estaba en penumbras —pálidamente iluminada por el tenue resplandor que entraba por el hueco de la ventana—, igual que la mía, y tuve que esforzar al máximo mis ojos hasta poder reconocer en el rostro demacrado y tísico, que de repente surgió del abrigo, los rasgos del estudiante Charousek.

Me vino a la boca «¡El monje!» y de golpe compren­dí la visión que tuve ayer en la catedral. ¡Charousek, ése era el hombre al que debía dirigirme!, y oí de nue­vo las palabras que me dirigiera aquel día de lluvia bajo el arco. «Aaron Wassertrum se enterará de que se puede pinchar a través de las paredes con agujas invi­sibles y envenenadas. ¡Será precisamente el día en que intente estrangular al Dr. Savioli!»

¿Tenía en Charousek un aliado? ¿Sabía él también lo que había ocurrido? Su presencia aquí en una hora tan extraña permitía suponerlo, pero temía plantearle la cuestión directamente.

Había corrido hacia la ventana y observaba la calle­ja entre las cortinas.

Me di cuenta de que temía que Wassertrum hubiera notado la claridad de mi vela.

—Usted, maestro Pernath, pensará seguro que soy un ladrón, puesto que estoy rebuscando aquí, de noche, en una casa que no es mía —comenzó a decir tras un largo silencio con voz insegura—, pero yo le juro...

Lo interrumpí inmediatamente y lo tranquilicé.

Para demostrar que no ocultaba en absoluto ninguna desconfianza hacia él, sino que más bien lo veía como un aliado, le conté, con pequeñas reservas que conside­raba necesarias, el motivo que me traía al estudio: te­mía que una mujer, muy próxima a mí, estuviese en peligro de convertirse de algún modo en víctima de los manejos chantajistas del cambalachero.

De la forma cortés con que me escuchaba, sin inte­rrumpirme con sus preguntas, deduje que conocía gran parte del asunto, aunque quizás no sabía todos los de­talles.

—¡Es cierto! —dijo pensativo cuando acabé—. Por lo tanto; ¡no me he equivocado! El individuo quiere asesinar a Savioli, pero por lo visto todavía no ha reu­nido material suficiente. ¿Por qué, si no, iba a estar merodeando continuamente por aquí? Pues ayer iba yo, digamos «casualmente», por la calleja Hahnpass —dijo él al notar mi gesto inquisitivo— y de repente me llamó la atención que Wassertrum paseara, al parecer despreocupado, de arriba a abajo, por delante del portalón, pero cuando creyó que nadie lo observaba entró rápi­damente en la casa. Inmediatamente lo seguí e hice como si quisiera visitarlo a usted, es decir, llamé a su puerta, y al hacerlo lo sorprendí manipulando con una llave en la cerradura de la puerta de hierro. Naturalmente en el momento que yo llegué lo dejó y, como precaución, llamó también a su puerta. Al parecer usted no estaba en casa, pues nadie abrió.

Después de preguntar cuidadosamente en el barrio judío, me enteré de que alguien, que por las descripcio­nes podía ser el Dr. Savioli, tenía aquí, a escondidas, un estudio. Puesto que el Dr. Savioli está gravemente enfermo, recompuse yo el resto del hecho.

Mire usted, esto lo he reunido yo rebuscando entre los cajones para adelantarme en cualquier caso a Was­sertrum —añadió Charousek señalando un paquete de cartas sobre la escribanía—. Es todo lo que he podido encontrar escrito. Espero que no haya nada más. Por lo menos he revuelto y buscado en todos los armarios y baúles, lo mejor que pude en la oscuridad.

Mis ojos observaban con atención la habitación mien­tras él hablaba e involuntariamente se quedaron fijos en una trampilla. Entonces me acordé borrosamente de que Zwakh me había hablado en una ocasión acerca de un acceso que conducía al estudio.

Era una placa cuadrada con una anilla.

—¿Dónde vamos a guardar las cartas? —dijo Cha­rousek de nuevo—. Usted, maestro Pernath, y yo so­mos seguramente los dos únicos en todo el ghetto que podemos parecerle inofensivos a Wassertrum —¿por qué precisamente yo, eso, voy a tener... motivos espe­ciales —vi cómo su cara se retorcía llena de un odio salvaje al pronunciar hiriente la última frase— y a usted lo considera... —Charousek ahogó la palabra «loco» en una tos rápida y artificial, pero yo adiviné lo que iba a decir. No me dolió; la impresión de poder ayudar­la a ella me hacía tan feliz que se había borrado toda sensiblería.

Nos pusimos de acuerdo en esconder el paquete en mi casa, y pasamos a mi habitación.

Hacía ya rato que Charousek se había marchado, pero yo no podía decidirme aún a meterme en la cama. Cierta insatisfacción interior que me remordía me lo impedía. Sentía que debía hacer algo más, pero ¿qué?

¿Hacer para el estudiante un plan de lo que debía seguir haciendo?

No era suficiente. De todas formas Charousek no perdía de vista a Wassertrum. De eso no existía duda alguna.

Me estremecí al pensar en el odio que había en sus palabras.

¿Qué le podía haber hecho Wassertrum?

Esa extraña inquietud interna crecía en mí y me lle­vaba casi a la desesperación: algo invisible, del más allá, me llamaba y yo no lo comprendía.

¿Debía bajar a ver a Schemajah Hillel?

Cada una de mis fibras se negaba a ello.

La visión en la catedral del monje sobre cuyos hom­bros apareció ayer la cabeza de Charousek, como res­puesta a mi mudo ruego de consejo, era para mí señal suficiente para no despreciar, desde ese momento, sin más ni más esos oscuros sentimientos y sensaciones. Ya no había ninguna duda de que en mí germinaban desde hace mucho tiempo fuerzas ocultas: lo sentía con de­masiada lucidez y demasiada potencia como para inten­tar negarlo.

Comprendí que la clave para entenderse en un len­guaje claro con el propio interior está en sentir las le­tras, no sólo en leerlas con la vista en los libros —en crear en sí mismo un intérprete que tradujera lo que los instintos murmuran sin palabras.

«Ellos tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen», recordé esta cita de la Biblia como una aclaración a la cuestión.

Noté que mis labios repetían mecánicamente «Llave, llave, llave», mientras que mi espíritu me repetía em­baucador esas extrañas ideas.

«¿Llave, llave?» Mi mirada se fijó en el torcido alam­bre que poco antes me había servido para abrir la puerta y una curiosidad ardiente me hostigó a descubrir adon­de conduciría la trampilla cuadrada del estudio.

Y, sin pensarlo más, entré de nuevo en el estudio de Savioli y tiré de la argolla de la trampilla, hasta que por fin conseguí levantar la tapa.

Al principio sólo oscuridad.

Después vi unas escaleras estrechas y empinadas que bajaban a la oscuridad. Descendí.

Durante un tiempo fui tanteando con las manos las paredes; pero nunca llegaba el fin, nichos húmedos de lodo y moho, esquinas, ángulos, recovecos, pasillos rectos hacia el frente, hacia la derecha e izquierda, res­tos de una vieja puerta de madera, divisiones en el ca­mino y de nuevo escaleras, escaleras hacia arriba y hacia abajo. Por todas partes un opaco y asfixiante olor a hongos y tierra.

Y sin un rayo de luz.

¡Si hubiera traído por lo menos la vela de Hillel!

Por fin un camino llano y liso.

Por el crujido de mis pasos deduje que caminaba sobre arena seca.

No podía ser más que uno de esos innumerables ca­minos que, al parecer, sin sentido y sin ninguna finali­dad, conducen por debajo del ghetto al río.

No me asombré: la mitad de la ciudad se hallaba desde tiempos inmemoriales sobre esos caminos subte­rráneos y los habitantes de Praga tenían desde hace mu­cho tiempo una razón decisiva para temer la luz del día.

La ausencia total de ruido sobre mi cabeza me decía que todavía me encontraba en la zona del barrio judío, que por la noche está como muerto, a pesar de que ya llevaba una eternidad caminando. Si hubiera habido sobre mí calles o plazas más animadas, se habrían dela­tado por el lejano ruido de los coches.

Durante un segundo me ahogó el miedo. ¿Qué pasa­ría si estuviese caminando en círculo? ¿Si me cayera en un agujero, me hiriera o rompiera una pierna y no pu­diese seguir avanzando?

¿Qué pasaría entonces con sus cartas en mi habita­ción? Caerían inevitablemente en manos de ese Wassertrum.

Sin quererlo, pensar en Schemajah Hillel, al que yo relacionaba vagamente con el concepto de un amigo y un guía, me tranquilizó.

Como medida de precaución seguí, sin embargo, más despacio, tanteando el paso; llevaba los brazos en alto para no golpearme la cabeza sin darme cuenta, en caso de que el techo se hiciera más bajo.

De tiempo en tiempo, y luego con mayor frecuencia, rozaba el techo por encima de mi cabeza con las manos, hasta que por fin las piedras bajaron tanto que tuve que agacharme para poder seguir.

De repente, entré con un brazo en alto en una habi­tación vacía.

Me quedé quieto y miré fijamente hacia arriba.

Poco a poco me pareció como si del techo cayera, tenue e indecisa, una luz silenciosa y apenas sensible. Acababa aquí una tubería, ¿quizá de algún sótano?

Me erguí y fui tanteando, con ambas manos, alrede­dor de mí, a la altura de la cabeza: la abertura era exac­tamente cuadrada y con paredes empedradas.

Conseguí distinguir al fondo los rasgos llenos de sombras de una cruz horizontal y por fin logré alcanzar los barrotes, escalar y deslizarme entre ellos.

Ahora estaba de pie sobre la cruz. Me orienté.

Aquí acababan, claramente, los restos de una escalera de caracol, si el tacto de mis dedos no me engañaba.

Tuve que ir tanteando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta encontrar por fin el segundo escalón, y entonces subí.

Eran en total ocho escalones. Cada uno casi a la altura de un hombre sobre el otro.

Extraordinario: la escalera acababa en una especie de plancha horizontal, que dejaba pasar la luz a través de las líneas que se cortaban con regularidad, según noté más abajo en el pasillo.

Me agaché cuanto pude para poder distinguir desde una distancia mayor la dirección de las líneas y vi con. asombro que formaban exactamente un hexágono, tal y como se encuentran en las sinagogas.

¿Qué podía ser?

De repente me di cuenta: ¡era una trampilla que por los cantos dejaba pasar la luz!

Una trampilla de madera en forma de estrella.

Apoyé con fuerza los hombros contra la placa y em­pujé hacia arriba. De pronto me encontré en una habi­tación iluminada por la clara luz de la luna.

Era bastante pequeña, totalmente vacía, excepto un pequeño montón de trastos en un rincón, y no tenía más que una ventana, con unas fuertes rejas.

No pude descubrir ninguna puerta, ni ninguna otra entrada, con excepción de la que yo acababa de utilizar, a pesar de la minuciosidad con que investigué una y otra vez las paredes.

Las barras de la ventana estaban muy juntas como para no dejar pasar más que una cabeza y pude ver que:

La habitación se encontraba aproximadamente a la altura de un tercer piso, pues las casas de enfrente no tenían más que dos pisos y eran bastante más bajas.

Apenas podía ver la acera de la calle, pues debido a la cegadora luz de la luna que me daba de lleno en la cara, estaba hundida en profundas sombras que me im­pedían totalmente distinguir los detalles.

Sin embargo, la calleja pertenecía sin duda al barrio judío, ya que las ventanas de enfrente estaban todas ta­piadas o señaladas en la construcción por listones, y sólo en el ghetto se vuelven las casas la espalda de esta ma­nera.

Me martirizaba en vano por deducir qué era la ex­traña construcción en la que me encontraba.

¿Sería quizás una torrecilla lateral abandonada de la iglesia griega? ¿O pertenecía acaso de algún modo a la sinagoga Altneus?

Los exteriores coincidían.

De nuevo miré a mi alrededor en la habitación: nada que me diera la más pequeña pista. Las paredes y el techo estaban desnudos, el revoque y la cal se habían caído hacía ya mucho tiempo y no había ni clavos ni agujeros que demostraran que la habitación hubiese estado habitada anteriormente.

El suelo estaba cubierto de polvo, hasta la altura de los tobillos, como si en decenios no hubiera entrado allí ningún ser viviente.

Me repugnaba rebuscar entre los trastos del rincón. Estaba totalmente a oscuras y no podía ver de qué se componían.

Por el aspecto exterior daba la impresión de que eran trapos, envueltos en un hatillo.

¿O eran un par de viejas maletas de madera negras?

Me acerqué y tanteando con el pie conseguí arrastrar con el taco, hasta la luz que vertía la luna a través de la habitación, una parte del mantón. Parecía como una cinta ancha y oscura, que muy despacio se desenrrolló.

¡Un punto brillante como un ojo!

¿Sería quizás un botón metálico?

Poco a poco me di cuenta: una manga salía del montón, una manga de un corte extraño y antiguo.

Debajo había como una pequeña caja blanca, o algo parecido que se abrió bajo mis pies y se deshizo en un montón de hojas con manchas.

Le di un pequeño empujón; una hoja voló hasta la luz.

¿Una foto?

Me agaché: un Fou.

Lo que me había parecido una caja blanca era un juego de tarots.

¿Podía haber algo más ridículo? ¡Un juego de car­tas en este lugar fantasmagórico!

Es curioso que tuviera que esforzarme por reír. Una ligera sensación de terror me invadió.

Busqué una explicación banal, de cómo podían haber llegado hasta aquí estas cartas. Entretanto las contaba mecánicamente.

Estaba completo: setenta y ocho piezas. Pero ya al contarlas algo me llamó la atención: las hojas eran como de hielo.

Salía de ellas un frío paralizador y, al tener el pa­quete de cartas en las manos, apenas lo podía soltar, tal era la rigidez de mis dedos. De nuevo busqué desa­foradamente una sencilla explicación:

Mi traje tan fino, mi larga caminata sin abrigo ni sombrero por esos pasillos subterráneos, la terrible no­che de invierno, las paredes de piedra, la horrible es­carcha que entraba con la luz de la luna por la ventana. Era bastante extraño que no hubiera notado el frío has­ta ahora. La excitación en la que me había encontrado todo el rato me debía de haber hecho olvidarlo.

Un escalofrío tras otro se deslizaban sobre mi piel. Poco a poco, capa tras capa, iba penetrando siempre más adentro de mi cuerpo.

Sentí que mi esqueleto se convertía en hielo y notaba cada uno de mis huesos como frías barras de metal, en las que se quedaba helada la carne.

No servía de nada correr alrededor de la habitación. ni taconear con los pies, ni golpearme con los brazos. Apreté los dientes para no oír su castañeteo.

Esto es la muerte, me dije, que pone sus manos frías sobre mi cabeza.

Y me defendía como un loco contra el sueño ato­londrante de la congelación, que venía a envolverme, cómodo y asfixiante, como un abrigo.

Las cartas en mi habitación —¡sus cartas!— gritaba algo dentro de mí: las encontrarán si me muero aquí. ¡Y ella que confía en mí! ¡Ha puesto su salvación en mis manos! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Grité a través de los barrotes de la ventana hacia la calleja vacía y el eco repetía: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»

Me eché al suelo y me levanté de nuevo de un salto. No podía morirme, ¡no podía! ¡Por ella, sólo por ella! Aunque tuviera que sacar chispas de mis huesos a gol­pes para calentarme.

Mi mirada se posó entonces sobre los harapos del rincón, me arrojé sobre ellos y me los eché con las ma­nos vacilantes sobre mis ropas.

Era un traje desgastado, de un paño grueso y oscuro, con un corte extraño, anticuadísimo.

Olía a moho.

Me acurruqué en el rincón de enfrente y noté que mi piel se iba calentando despacio, muy despacio. Pero la terrible sensación de mi propio esqueleto helado no quería desaparecer. Estaba allí, sentado, sin moverme, paseando la vista: la carta que había visto al principio —el Fou— estaba todavía a la luz en el centro de la habitación.

Algo me obligaba a mirarla fijamente.

Parecía, por lo que podía reconocer desde aquella distancia, pintada torpemente por un niño con acuare­las y representaba la letra hebrea, el aleph, en la forma de un hombre vestido a la antigua usanza de los fran­cos, con la perilla recortada, levantando el brazo iz­quierdo y señalando hacia abajo con el otro.

¿No tenía el rostro del hombre una extraña seme­janza con el mío?, me pregunté de pronto. La barba no le pegaba nada a un Fou; me arrastré hasta la carta y la arrojé al rincón con el resto de los cachivaches para librarme de ese miedo torturador.

Estaba allí y brillaba: una mancha indeterminada y grisácea desde la oscuridad.

Me obligué a pensar en lo que debería hacer para volver a mi casa:

¡Esperar a mañana! Llamar a los que pasaron por abajo para que subieran desde fuera con una escalera, velas o un farol. Sentí con absoluta seguridad que sin luz nunca lograría encontrar el regreso en esos inter­minables y eternos caminos llenos de encrucijadas... O, en el caso de que la ventana estuviera demasiado alta, que alguien desde arriba con una cuerda... ¡Santo cielo!, como un rayo cruzó por mi mente: ahora sabía dónde me encontraba: ¡En la habitación sin acceso —sólo con una ventana enrejada—, la antigua casa en la calleja Schulgasse, que todo el mundo evitaba! Ya una vez, hace muchos años, había bajado un hombre colgado de una cuerda desde el tejado para mirar a través de la ventana y la cuerda se había roto; sí: ¡me encontraba en la casa en la que siempre desaparecía el espectral Golem!

Un profundo horror, contra el que luchaba en vano y que ya no podía vencer ni siquiera al recordar las car­tas, paralizaba cualquier otro pensamiento y mi corazón comenzó a encogerse.

Me repetía arrebatado, con los labios entumecidos, que no era más que viento lo que entraba y llegaba helado hasta mí desde la esquina; me lo decía siempre más y más de prisa, con la respiración entrecortada; pero ya no servía de nada: aquella mancha blancuzca —la carta— se hinchaba formando pompas, llegaba tanteando hasta el rayo de luna y volvía arrastrándose a la oscuridad. Se producían sonidos que goteaban —medio imaginados, presentidos, semirreales— dentro de la habitación y sin embargo fuera de ella, a mi alre­dedor y sin embargo en otra parte..., muy dentro del corazón y de nuevo en medio de la habitación: ruidos, como cuando se cae un compás y la punta se clava en la madera.

Una y otra vez: la mancha blancuzca..., ¡la mancha blancuzca!... Me gritaba, metiéndomelo en la cabeza, es sólo una carta, una simple, absurda y tonta carta de juego..., en vano..., sin embargo ahora..., ahora el Fou ha tomado forma..., y agachado en la esquina me clava su mirada, en ¡mi propio rostro!

Estuve allí, encogido, inmóvil, durante horas y horas —en mi rincón, como un esqueleto helado y rígido en­vuelto en ropas extrañas y mohosas— y él también, allí mismo: mi propio yo.

Mudo e inmóvil.

Así nos estuvimos mirando a los ojos: uno el horri­ble reflejo del otro.

Él también vería cómo los rayos de luz se arrastran con la pereza de un caracol y palidecen más y más, subiendo por la pared como las agujas de un reloj que midiera la eternidad.

Lo hechicé con una mirada y no le sirvió de nada su deseo de desaparecer en la luz del amanecer que en­traba por la ventana en su ayuda.

Lo retuve.

Paso a paso he luchado con él por mi vida, por la vida que no es mía, porque ya no me pertenece.

Cuando se hizo cada vez más pequeño y volvió, con el principio del día, a esconderse en su carta, me le­vanté, fui hacia él y lo metí en el bolsillo..., ¡al Fou!

La calleja, abajo, seguía estando desierta, vacía.

Revolví y registré el rincón de la habitación que ahora se hallaba bajo la pálida luz matinal: escombros, una sartén roñosa, harapos apelillados, el cuello de una botella. Cosas muertas y, sin embargo, ¡tan extraña­mente conocidas!

Y también las paredes —¡qué claros se veían las grietas y los descascarillones!—. ¿Dónde los había visto?

Tomé el montón de cartas en la mano..., algo em­pieza a aclararse: ¿no las pinté yo mismo en una oca­sión, de niño, hace mucho tiempo?

Era un juego de tarots antiquísimo. Con caracteres hebraicos. —El número doce tiene que ser el «Ahor­cado», me vino parcialmente a la memoria—. ¿Con la cabeza hacia abajo, los brazos a la espalda? Lo busqué entre las cartas. ¡Aquí, aquí estaba!

De nuevo, medio en sueños, semiconsciente, una ima­gen se apareció ante mí: una escuela ennegrecida, gi­bosa, torcida, un edificio ceñudo, brujeril, con el hombro izquierdo levantado, y el otro apoyado en otra casa. Nosotros, unos cuantos chicos jóvenes..., hay en algu­na parte un sótano abandonado.

Entonces observé mi cuerpo y de nuevo enloquecí: aquel traje antiguo me era totalmente desconocido.

Me asustó el ruido de un carro, pero, al levantar la mirada: ¡ni un alma humana! Sólo un perro medita­bundo sentado en una esquina.

¡Ya! ¡Por fin! ¡Voces! ¡Voces humanas!

Dos viejas venían caminando lentamente cuando in­troduje media cabeza por entre las rejas y grité.

Con la boca entreabierta miraron, asombradas, hacia arriba y murmuraron algo. Pero cuando me vieron dieron un grito estridente y salieron corriendo. Compren­dí que habían pensado que yo era el Golem.

Esperaba que se arremolinara gente y que podría explicarme, pero pasó más de una hora y sólo de vez en cuando miraba desde abajo una cara pálida con mucho cuidado para retroceder de nuevo presa de un susto mortal.

Debería esperar a que tras de unas horas, o quizá mañana, llegaran los policías —la bofia, como solía llamarlos Zwakh.

No, preferí explorar parte de los pasillos subte­rráneos.

Quizás ahora, durante el día, entrase, por entre algu­nas grietas de las piedras, una huella de luz.

Bajé por la escalera. Continué por el camino por el que ayer había llegado —por entre montones de es­corias, de ladrillos rotos, a través de sótanos hundidos— subí por los ruinosos restos de una escalera y me en­contré, de repente... en el pasillo de la negra escuela, que poco antes viera en mi sueño.

Al momento fui arrastrado por una enorme ola de recuerdos: bancos sucios de tinta de arriba a abajo, cuadernos de cálculo, cantos berreantes de chiquillos, un chico que suelta una mariquita en clase, libros de lectura con sandwiches estrujados y olor a cascaras de naranja. Ahora lo sabía con seguridad: yo había estado aquí de niño. Pero no me concedí tiempo para pensar y me fui deprisa a casa.

El primer hombre que me encontré en la calle Salniter era un viejo judío con las patillas blancas, rizadas. Apenas me vio se tapó la cara con las manos y recitó en voz alta varias oraciones hebreas.

Al oír sus plegarias debió salir mucha gente de sus cuevas, pues detrás de mí se organizó un griterío indes­criptible. Me volví y vi que me seguía un ejército revo­loteante de rostros pálidos como cadáveres, desencaja­dos por el terror.

Me miré asombrado y comprendí: todavía llevaba encima, desde la noche, el extraño ropaje medieval y la gente creía tener ante sí al Golem.

Rápidamente volví una esquina y, detrás de un por­tal, me arranqué los harapos apelillados.

Casi inmediatamente pasó corriendo por delante mío un montón de gente, con palos en alto y las bocas des­encajadas, gritando.

El Golem (VII): Nieve

El Golem (VII): Nieve

«Mi querido y respetado maestro Pernath,

»Le escribo esta carta muy aprisa con un miedo te­rrible. Destruyala, por favor, en cuanto la haya leído —o mejor aún, tráigamela con el sobre. De lo contrario, no estaría tranquila.

»No confíe a ninguna alma humana que le he escri­to. ¡Tampoco a quien va a visitarlo hoy!

»Su cara noble y buena me ha llenado -—"reciente­mente"— (por esta pequeña alusión a un hecho del que usted fue testigo adivinará quién le escribe esta carta, pues temo escribir aquí mi nombre) de confianza. Esto, y el hecho de que su querido y bondadoso padre me diera clases siendo niña, me infunde el valor suficiente para dirigirme a usted, quizá como la única persona que pudiera ayudarme.

»Le ruego que venga esta tarde a las cinco a la cate­dral del Hradschin.

Una dama que usted conoce.»

 

Estuve sentado casi un cuarto de hora con la carta en la mano. La extraña y solemne sensación que me había rodeado desde ayer por la noche se había disipado de golpe —borrado por el soplo de aire fresco de un nuevo día terrenal. Venía hacia mí, sonriente y esperanzador, un nuevo y joven destino, un retoño prima­veral. Un corazón humano buscaba ayuda en mí. ¡En mí! ¡Qué distinta parece de repente mi habitación! El carcomido y arañado armario sonreía contento y los cuatro sillones me parecían cuatro viejos amigos que, colocados alrededor de la mesa, jugaban risueños y apa­cibles al tarot.

Mis horas tenían ahora un contenido, un contenido lleno de riqueza y esplendor.

¡Así que el árbol podrido todavía daría frutos!

Sentí cómo me recorría una fuerza viva que, hasta ahora, había permanecido dormida en mí, oculta en la profundidad de mi alma, cubierta por los escombros que amontonaba lo cotidiano, al igual que una fuente que surge rompiendo el hielo cuando se acaba el invierno.

Y abrigaba el preciso convencimiento, mientras tenía la carta en las manos, de que iba a poder prestar mi ayuda, fuera lo que fuese. La alegría de mi corazón me infundía esta seguridad.

Leí una y otra vez la frase «... Esto y el hecho de que su querido y bondadoso padre me diera clases siendo niña...»; se me cortó la respiración. ¿No sonaba como la promesa «Hoy estarás conmigo en el paraíso»? La misma mano que se tendía en busca de ayuda, me ofre­cía a cambio un regalo: el recuerdo que tanto deseaba me revelaría el misterio, me ayudaría a levantar la espesa cortina que se había cerrado tras mis recuerdos.

«Su querido y bondadoso padre»..., ¡qué extrañas sonaban estas palabras cuando las repetí en voz alta! —¡Padre!—. Por un momento vi aparecer en el sillón, que estaba junto a mi arca, el cansado rostro de un an­ciano de pelo blanco —extraño, totalmente extraño y, sin embargo, tan estremecedoramente conocido— des­pués volvieron mis ojos a equilibrarse y los martillos de mi corazón marcaron el palpable momento presente.

Me levanté asustado: ¿se me habría pasado la hora? A Dios gracias, todavía las cuatro y media.

Entré al dormitorio, tomé el sombrero y el abrigo y bajé las escaleras. ¡Qué me importaba hoy el cuchicheo de los oscuros rincones, los malignos, mezquinos y enojosos escrúpulos y las recriminaciones que siempre sur­gían de ellos!: «No te dejamos..., eres nuestro..., no queremos que estés contento..., ¡estaría bonito, alegría en esta casa!»

El fino y venenoso polvo de estos pasillos y de estas esquinas, que siempre se posaba sobre mí con sus ga­rras dispuestas a ahogarme, desaparecía hoy ante el há­lito de vida que salía de mi boca. Me paré un momen­to delante de la puerta de Hillel.

¿Debía entrar?

Un oculto temor me impidió llamar. Me sentía hoy tan distinto, como si no debiera entrar en su habitación. La mano de la vida me empujó hacia adelante, hacia la escalera de bajada.

La calleja estaba blanca, cubierta de nieve.

Creo que mucha gente me ha saludado. No me acuer­do si les respondí. Continuamente miraba mi pecho para comprobar si aún llevaba conmigo la carta.

De ese lugar salía cierto calor.

Caminé por el arco de cuadriculados emparrados del paseo que rodea la vieja ciudad, el Ring, y pasé ante la fuente de bronce, cuyas rejas barrocas estaban llenas de carámbanos de hielo, hacia el puente de piedra ador­nado por varias estatuas de santos además de la de Juan de Nepomuk.

Debajo, el río formaba nubes de espuma, lleno de odio contra los pilares.

Medio en sueños, mi mirada cayó sobre la roca hue­ca de San Luitgardo con sus «tormentos del condena­do»: la nieve se amontonaba sobre los párpados de los que pagaban sus culpas y sobre las cadenas atadas a sus manos, alzadas para rezar.

Arcos y soportales me recibieron y después me aban­donaron, pasaron lentamente junto a mí palacios con portales orgullosamente esculpidos, en los que cabezas de león mordían aros de bronce.

También aquí había nieve por todas partes, nieve suave, blanca, como la piel de un gigantesco oso polar.

Ventanas altas y envanecidas de sus molduras, bri­llantes por el hielo, miraban indiferentes hacia las nubes.

Me asombré de la cantidad de pájaros que volaban por el cielo.

Mientras subía los innumerables escalones de granito que conducían al Hradschin, cada uno tan ancho como el largo de cuatro cuerpos humanos, desaparecía, hun­diéndose paso a paso, la ciudad con sus tejados, ante mis sentidos.

Se acercaba el anochecer pegado a la fila de casas, cuando llegué a una plaza desierta en cuyo centro se alzaba la catedral hasta el trono de los ángeles.

Huellas, cuyos bordes rodeaban costras de hielo, se dirigían hasta la puerta secundaria.

Desde alguna parte, de una lejana casa, llegaba, en el silencio del anochecer, las suaves y perdidas notas de un armonio. Caían en el vacío, en el abandono, como lágrimas de un llanto melancólico.

Oí detrás de mí el sollozo del batiente cuando me recibió la puerta de la iglesia y me encontré en la os­curidad. El altar dorado brillaba hacia mí en su rígida quietud a través de la triste luz azulada, de la luz que entraba por los vitrales muriendo sobre los bancos. De las rojas lámparas de cristal saltaban chispas.

Olor mustio a cera e incienso.

Me apoyé en un banco. Mi sangre estaba extraña­mente tranquila en este reino de silencio."

Una vida sin palpitaciones llenaba este lugar, una oscura y paciente espera.

Los relicarios de plata dormían su sueño eterno.

¡Allí!... Desde muy lejos llegó amortiguado, ape­nas sensible para mi oído, un ruido de cascos de caba­llos, que pareció acercarse y luego se calló.

Un sonido seco como cuando se cierra la portezuela de un coche.

Se había acercado a mí el fru-fru de un vestido de seda y una delicada y fina mano de mujer me rozó el brazo.

—Por favor, por favor, vayamos allá, junto a la columna; me desagrada hablar aquí, entre esos bancos de rezos, de lo que tengo que hablar con usted.

Los solemnes cuadros de alrededor se desvanecieron en una tenue claridad. De repente me había alcanzado el día.

—No sé, maestro Pernath, cómo le puedo agradecer que haya hecho por mí el largo camino hasta aquí, con este mal tiempo.

Tartamudeé algunas palabras banales.

—Pero no conozco ningún otro lugar en el que pueda estar más segura de todo peligro y toda curiosidad. Se­guro que nadie nos ha seguido hasta aquí, a la iglesia.

Saqué la carta y se la entregué a la dama.

Estaba ella parcialmente envuelta en una costosa piel, pero, por el sonido de su voz, la había reconocido como la misma dama temerosa que aquel día entró, huyendo de Wassertrum en mi habitación en la calle Hahnpass.

Pero no estaba asombrado, pues no esperaba a nin­guna otra persona.

Mis ojos estaban fijos en su rostro que, en la oscu­ridad del nicho de la pared, parecía seguramente más pálido de lo que en realidad debía ser. Su belleza casi me cortó la respiración y estaba como fascinado. Hu­biera deseado arrojarme ante ella y besar sus pies, puesto que era ella a la que yo debía ayudar y me había elegido a mí para eso.

 

—Le ruego, por favor, de todo corazón, que olvide, por lo menos mientras estemos aquí, la situación en la que me vio aquella vez —siguió hablando oprimi­da—, en realidad tampoco sé lo que piensa sobre esas cosas...

—Yo ya soy un hombre mayor, pero ni una sola vez en mi vida me atreví a considerarme juez de mi próji­mo —fue lo único que pude decir.

—Se lo agradezco, maestro Pernath —dijo ella con sencillez y dulzura—. Y ahora escúcheme con paciencia, a ver si puede ayudarme en mi desesperación o si, por lo menos, puede darme algún consejo —sentí que un terrible temor la dominaba y oí temblar su voz.

—Aquella vez, en el estudio, me sobrevino la horri­ble seguridad de que aquel abominable monstruo me había estado siguiendo intencionadamente. Desde hacía algunos meses me había dado cuenta de que a cualquier parte que fuera... sola, con mi marido o con..., con el Dr. Savioli, siempre aparecía próxima a mí esa ho­rrible cara de asesino del cambalachero. Sus ojos biz­queantes me seguían despierta y en sueños. Todavía no sé qué pretende, pero quizás por esto me acucia aún más el miedo por las noches. ¿Cuándo me arrojará la cuerda alrededor del cuello?

Al principio el doctor Savioli me quiso tranquilizar dudando de lo que iba a poder hacer ese Aaron Wasser-trum; en el peor de los casos no podía tratarse más que de un pequeño chantaje o de algo semejante, pero cada vez que se pronunciaba el nombre de Wassertrum se le ponían blancos los labios. Yo lo presiento: el Dr. Savioli me ocultaba algo para tranquilizarme... algo terrible que puede costamos la vida o a él o a mí.

Más tarde me enteré de lo que con tanto cuidado quería ocultarme: ¡el cambalachero lo había ido a visi­tar varias veces a su casa por la noche!... Lo sé, lo siento en cada fibra de mi cuerpo; ocurre algo que nos va rodeando lentamente y que se cierra como los anillos de una serpiente. ¿Qué es lo que busca allí ese ase­sino? ¿Por qué no puede librarse de él el Dr. Savioli? No, no, ya no lo soporto más; he de hacer algo, cual­quier cosa antes de que me vuelva loca.

Quise contestarle con algunas palabras de consuelo, pero no me dejó acabar.

—En los últimos días la pesadilla que me amenaza con ahogarme está tomando continuamente formas tangibles. El Dr. Savioli se ha puesto repentinamente en­fermo, ya no puedo comunicarme con él, no puedo visitarlo, si no quiero esperar a cada momento que se descubra nuestro amor; está delirando continuamente y lo único de lo que me he podido enterar es de que en la fiebre se cree perseguido por un monstruo con labio leporino: ¡Aaron Wassertrum!

Sé lo valiente que es el Dr. Savioli; por eso es aún más terrible para mí, ¿se lo puede usted imaginar?, verlo ahora paralizado ante el peligro; yo misma no siento más que como la oscura proximidad de un es­pantoso ángel exterminador, destruido ante él.

Usted dirá que soy muy cobarde, que por qué no admito públicamente que pertenezco al Dr. Savioli, y lo dejo todo, si tanto lo quiero; todo: riqueza, honor, fama y demás, pero —gritó de tal forma que resonó en las galerías del coro— ¡no puedol ¡Yo tengo a mi hija, a mi querida niña pequeña y rubia! ¡No puedo dar a mi hija! ¿Cree usted que mi marido me la dejaría? Tome, tome esto, maestro Pernath —en su enajenación abrió de golpe un pequeño bolso que estaba lleno de collares de perlas y piedras preciosas— y lléveselos a ese asesino; sé que es codicioso; puede quedarse con todo lo que tengo, pero tiene que dejarme a mi hija. ¿Verdad que se callará? ¡Por el amor de Cristo, hable, diga por lo menos una palabra, que me quiere ayudar!

Con gran esfuerzo logré tranquilizar a la mujer ena­jenada, por lo menos lo suficiente como para que se sentara en un banco.

Hablé y le dije lo que se me ocurría en aquel mo­mento. Frases confusas y sin sentido.

Al mismo tiempo los pensamientos se removían en mi mente, de tal forma que apenas yo mismo entendía lo que mi boca decía: ideas fantásticas que caían des­truidas en cuanto nacían...

Mi mirada estaba ausente, fija en la estatua de un monje, en la hornacina de la pared. Hablaba. Poco a poco los rasgos de la estatua se fueron transfigurando, el hábito se convirtió en un raído gabán con el cuello subido y, de él, surgía un rostro juvenil con las meji­llas demacradas y manchadas por la tisis.

Antes de que pudiera comprender esta visión ya ha­bía vuelto a ser un monje. Mi pulso latía desenfrenado.

La desafortunada mujer se había inclinado sobre mi mano y lloraba en silencio.

Le transmití algo de la fuerza que me sobrevino en el momento en el que leí la carta y que, ahora, me lle­naba de nuevo y vi cómo, poco a poco, comenzó a dis­frutarla.

—Quiero decirle por qué me he dirigido precisamen­te a usted, maestro Pernath —comenzó de nuevo tras un largo silencio—. Han sido unas palabras que usted me dijo en una ocasión... y que no he podido olvidar en todos estos años.

¿Hace muchos años? La sangre se me coaguló.

—Usted se despidió de mí, yo no sé por qué ni cómo, pues yo era todavía una niña, y dijo tan amable y tristemente: «Sin duda nunca llegará ese momento, pero acuérdese de mí si alguna vez en la vida no tiene a nadie más a quien acudir. ¡Quizás el Señor me con­ceda que sea yo quien la ayudel» Me volví en seguida y dejé caer mi pelota en la fuente, para que usted no viera mis lágrimas. Entonces pensé en regalarle el co­razón de rojo coral que llevaba en el cuello, colgado de una cinta de seda, pero me avergoncé, porque hu­biera sido ridículo.

 

Recuerdos

Los dedos de la catalepsia buscaban tanteando mi garganta. Surgió ante mí un brillo, como de una olvidada y lejana región del anhelo: terrible e inmediata­mente una pequeña muchacha con un vestido blanco y a su alrededor las oscuras praderas de un parque pala­ciego, rodeado de viejos olmos. Lo vi de nuevo muy claro ante mí.

Debí palidecer; lo noté en la rapidez con que con­tinuó:

—Ya sé que sus palabras de entonces se debían al estado de ánimo de la despedida; pero muchas veces han sido un consuelo para mí y..., y yo se lo agradezco.

Apreté los dientes con todas mis fuerzas y ahogué en mi pecho el horrible dolor que me despedazaba.

Comprendí: había sido una mano piadosa la que había cerrado el pestillo de mis recuerdos. Ahora estaba escrito muy claramente en mi conciencia lo que un corto reflejo de viejos tiempos me acababa de traer: un amor que había sido demasiado fuerte para mi corazón, que había estado royéndome durante años el pensa­miento; y la noche de la locura se convirtió entonces en el bálsamo de mi espíritu herido.

Una calma mortal se posó poco a poco sobre mí y enfrió las lágrimas tras mis párpados. El eco de las campanas cruzó sombrío y orgulloso la catedral, y pude mirar sonriente y alegre los ojos que habían venido a buscar mi ayuda.

De nuevo oí el sordo ruido de la portezuela y el trote de los caballos.

Bajé a la ciudad por la nieve que tenía el brillo azu­lado de la noche.

Los faroles me miraban asombrados, guiñando los ojos, y de las montañas de abetos surgía el susurro de las lentejuelas y las nueces plateadas de la próxima Navidad.

En la plaza del ayuntamiento las viejas mendigas, bajo la luz de las velas, susurraban, envueltas en sus grises pañuelos de cabeza, una plegaria a la virgen, bajo la columna de María.

Ante la oscura entrada del barrio judío estaban los puestos del mercado navideño. En el centro, cubierto con un paño rojo, llamaba la atención, alumbrado por las antorchas medio encendidas, el escenario abierto de un teatro de marionetas.

El polichinela de Zwakh, vestido de púrpura y vio­leta, con el látigo en la mano del que colgaba una cala­vera, galopaba sobre las tablas en su caballo de madera.

Los pequeños —con sus gorros de piel tapándoles las orejas, en fila, unos junto a otros— miraban con las bocas abiertas y escuchaban ensimismados los ver­sos del poeta de Praga, Osear Wiener, que mi amigo Zwakh recitaba desde dentro del armario:

 

«Delante caminaba un muñeco

el muchacho era delgado como un poeta

iba vestido con trapos de colores

se tambaleaba y hacía gestos...»

 

Entré en la callejuela oscura y llena de esquinas que acababa en la plaza. En silencio, muchas personas mira­ban en la oscuridad, muy juntas unas a otras, un bando.

Un hombre encendió un fósforo y pude leer a trozos algunas líneas. Con oscuros pensamientos mi conciencia captó algunas palabras:

 

Se busca...

1.000 florines de recompensa

Señor mayor... vestido de negro...

... señas:

cara rellena, bien afeitada...

... color de pelo: blanco...

... Dirección policial... Habitación número...

 

Sin desearlo, sin tomar parte en ello, como un cadá­ver viviente, entré despacio en las oscuras filas de casas.

Un puñado de pequeñas estrellas brillaba en el cielo, en el estrecho y oscuro camino, sobre los tejados.

Mis pensamientos volvieron tranquilamente a la ca­tedral, y la serenidad de mi alma se hizo aún más pací­fica y profunda; desde la plaza llegó hasta mí, cortan­te y clara —como si estuviese junto a mi oreja— la voz del marionetista, a través del aire invernal:

«¿Dónde está el corazón de piedra roja

que colgaba de una cinta de seda

y brillaba en el rojo amanecer?»

 

El Golem (VI): Despierto

El Golem (VI): Despierto

Zwakh había subido las escaleras corriendo delante de nosotros y oí cómo intentaba calmar a Miriam, la hija del archivero Hillel que, atemorizada, le hacía mu­chas preguntas.

No me esforcé por escuchar lo que decían y adiviné más que entendí las palabras con que Zwakh contaba cómo yo había tenido un accidente y cómo venían a pedir que me dieran los primeros socorros para hacer­me salir de mi inconsciencia.

Todavía no podía mover ni un solo miembro y los dedos invisibles tenían aún agarrada mi lengua; pero mis pensamientos eran fijos y seguros y había perdido ya la sensación de terror. Sabía perfectamente dónde es­taba y lo que me pasaba y no me pareció extraño que me subieran como un muerto, que me pusieran sobre un camastro en la habitación de Hillel y... me dejaran luego solo.

Me envolvió un tranquilo y natural sosiego, parecido al que se disfruta al volver a casa después de una larga excursión.

La habitación estaba oscura y los marcos de las ventanas en forma de cruz se destacaban, con desvaídos perfiles, del vaho mate que subía de la calleja.

Todo me parecía lógico y no me extrañó que Hillel entrara con un candelabro judío de siete velas del Sabbath, ni que, con toda serenidad, me deseara «buenas noches», como a alguien cuya llegada se espera.

De repente me llamó fuertemente la atención algo especial que en todo el tiempo que llevaba viviendo en la casa no había notado —a pesar de que a menudo nos habíamos encontrado hasta tres y cuatro veces en las escaleras—, me di cuenta al verlo ir de un lado para otro ordenando cosas sobre la cómoda y al encender con el primer candelabro otro, también de siete velas.

Lo que noté fue lo bien proporcionados que eran su cuerpo y sus miembros, el fino corte de su rostro y su noble frente.

Ahora, a la luz de las velas, vi que no podía ser ma­yor que yo: tendría como máximo cuarenta y cinco años.

—Has venido unos minutos antes —comenzó a decir al cabo de un instante— de lo que se podría prever, de otro modo hubiera encendido antes las luces. —Señaló ambos candelabros, se acercó a la camilla y dirigió sus ojos oscuros y sombríos a alguien que estaba al parecer de pie o de rodillas a mi cabecera y al cual no alcanzaba a ver. Al tiempo movió los labios y dijo, sin pronun­ciarla, una frase.

Al instante los dedos invisibles soltaron mi lengua y el agarrotamiento de mi cuerpo desapareció. Me levanté y miré detrás de mí: en la habitación no había nadie más que Schemajah Hillel.

Su tuteo y la observación de que me esperaba ¡se referían entonces a mí!

Pero aún mucho más extraño que todo eso era en realidad para mí el no poder sentir ni el más mínimo asombro.

Hillel adivinó al parecer mis pensamientos, pues son­rió divertido mientras me ayudaba a levantarme de la camilla y, señalando un sillón, me dijo:

—No hay nada milagroso en ello. Sólo las cosas fan­tasmagóricas, los kiscuph, son terribles para los hom­bres, la vida araña y quema como un abrigo de cilicios, pero los rayos del sol del mundo espiritual son suaves Y templados.

Permanecí en silencio, pues no se me ocurría lo que podía contestarle. Como si no esperara respuesta algu­na, se sentó frente a mí y continuó tranquilamente:

—También a un espejo de plata, si tuviera sentimien­tos, le dolería ser límpido. Pero, al brillar, devuelve to­das las imágenes que caen sobre él sin dolor ni excitación, bienaventurado el hombre —añadió en voz baja— que puede decir de sí mismo: Yo estoy limpio. —Por un momento se hundió en sus pensamientos y lo oí mur­murar una frase en hebreo: «Lischnosécho kiwisi Adoschem.» Después, su voz me llegó otra vez claramente al oído:

—Has venido a mí en un profundo sueño y yo te he despertado. En el salmo de David está escrito: «En­tonces me dije a mí mismo, ahora empiezo: La mano derecha del Señor es quien ha hecho esta transfor­mación.»

Cuando los hombres se levantan del lecho se ima­ginan que han alejado el sueño de sí y no saben que son víctimas de sus sentidos, convirtiéndose en presa de un nuevo sueño mucho más profundo que aquél del que acaban de salir. Sólo existe una única forma de vi­gilia y es a la que tú te acercas ahora. Hablales a los hombres de ello: te dirán que estás enfermo, pues no pueden entenderte. Por eso es inútil y cruel decirles nada.

Van como un río...

Y están como dormidos.

Igual que la hierba que pronto se marchita... que se rompe al anochecer y se seca.

«¿Quién era el desconocido que vino a mi habita­ción y me dio el libro Ibbur? ¿Lo vi despierto o en sueños?», quise preguntarle, pero Hillel me contestó antes de que pudiera expresar estos pensamientos con palabras.

—Supon que el hombre que llegó a ti, y al que tú llamas el Golem, significa el despertar de la muerte a través de la más interna vida espiritual. ¡Todas y cada una de las cosas de la tierra no son más que un símbolo eterno, cubierto de polvo!

¿Cómo piensas con la vista? Cada forma que ves la piensas con la vista. Todo lo que ha adquirido una for­ma fue antes un fantasma.

Siento cómo los conceptos que hasta ahora habían estado anclados en mi cerebro se sueltan y surcan, como barcos sin timón, por un mar sin orillas. Hillel continuó tranquilamente:

—Quien ha sido despertado, ya no puede morir. Sue­ño y muerte es lo mismo.

«... ¿ya no puede morir?» —un dolor sordo me so­brecogió.

—Dos sendas corren paralelas: el camino de la vida y el camino de la muerte. Tú has tomado y leído el libro Ibbur. Tu alma se ha preñado del espíritu de la vida —lo oí decir.

—Hillel, Hillel, déjame seguir el camino que siguen todos los hombres: ¡el de la muerte! —gritó todo den­tro de mí.

La cara de Schemajah Hillel quedó rígida y seria.

—Los hombres no siguen ningún camino, ni el de la vida ni el de la muerte. Se mueven por ahí como la pelusa en la tormenta. En el Talmud está escrito: «An­tes de que Dios creara el mundo puso delante de los seres un espejo; en él vieron primero los dolores espi­rituales de la existencia y después los placeres. Enton­ces unos tomaron sobre sí las penalidades. Otros, sin embargo, se negaron a ello, por lo que Dios los borró del libro de la vida.» Tú, en cambio, sigues un camino y lo has tomado, además, por tu libre voluntad, aunque quizás ya lo hayas olvidado: tú has sido llamado por ti mismo. No te aflijas: poco a poco, cuando llega el conocimiento, llega también el recuerdo. Conocimiento y recuerdo son la misma cosa.

El tono amable y cariñoso con que habían sonado las palabras de Hillel me tranquilizó de nuevo y me sen­tí seguro como un niño enfermo que sabe que su padre está a su lado.

Levanté la vista y vi de pronto que muchas figuras llenaban la habitación, en círculo, alrededor de nosotros: unos envueltos en blancos sudarios de muerte, como los llevaban los antiguos rabinos, otros con sombreros de tres picos y hebillas de plata en los zapatos; pero Hillel pasó su mano sobre mis ojos y la habitación quedó vacía de nuevo.

Entonces me acompañó fuera, a la escalera, y me dio una vela encendida para que pudiera alumbrar el cami­no hasta mi habitación.

Me tumbé en la cama y quise dormir, pero el sueño no llegaba; me encontré en cambio en un extraño esta­do, muy diferente al de soñar, dormir y velar.

Aun habiendo apagado la luz, todo en la habitación me parecía tan nítido que podía distinguir exactamente cada forma particular. Al mismo tiempo, me sentía perfectamente cómodo y libre de esa terrible inquietud que lo tortura a uno cuando se encuentra en semejante si­tuación.

En mi vida había sido capaz de pensar con tal agu­deza y precisión como en este momento. El ritmo de la salud fluía por mis nervios y ordenaba mis pensamientos y los contornos de mi cuerpo, como un ejército en es­pera de mis órdenes.

Sólo llamar y venían a mí para cumplir lo que de­seaba.

Me acordé de una venturina que había querido ta­llar, en las últimas semanas, sin lograrlo, pues la mul­titud de laminillas centelleantes del mineral no querían nunca coincidir con los rasgos del rostro que yo había imaginado, y en un abrir y cerrar de ojos vi la solución ante mí y supe exactamente por dónde debía meter el buril para seguir sin equivocarme la estructura del mi­neral.

Antes era esclavo de una horda de impresiones y vi­siones fantásticas que a menudo no conocía; ideas o sentimientos que, de repente, me hacían sentir como rey y señor en mi propio reino.

Problemas de cálculo que antes sólo hubiera podido solucionar con gran esfuerzo y sobre el papel, se reunían de una vez en mi cabeza dándome el resultado como en un juego. Todo ello con la ayuda de una nueva capaci­dad, que se había despertado en mí, de ver y retener precisamente lo que necesitaba: números, formas, figu­ras o colores. Para cuestiones que no se podían resolver con este sistema —problemas filosóficos y otros simila­res—, esta visión interior era sustituida por el oído, en el que Schemajah Hillel hacía de narrador.

Realicé descubrimientos extrañísimos.

Las cosas que sin prestar atención había dejado pa­sar en mil ocasiones de mi vida, como simples palabras en mis oídos, estaban ahora repletas de valor en mis fibras más internas: lo que había aprendido «de me­moria» lo «comprendía» ahora de golpe como mi «pro­piedad». Los misterios de la formación de las palabras que nunca imaginé, estaban ahora desnudos ante mí.

La humanidad con sus «saltos» ideales que me había tratado despectivamente, con gesto noble de comercian­te íntegro, el pecho cubierto de las condecoraciones del pathos —se quitaba ahora humildemente la máscara caricaturesca y pedía excusas por no ser más que un mendigo y aun así el instrumento para... una estafa todavía más descarada.

¿Acaso no sigo soñando? ¿Acaso no he hablado si­quiera con Hillel?

Alargué la mano hacia el sillón que estaba junto a mi cama.

Exacto: todavía estaba allí la vela que me había dado Schemajah; me acurruqué de nuevo entre las al­mohadas, feliz como un niño que en la noche de Navi­dad se ha convencido de que existe y tiene cuerpo el maravilloso títere.

Me sentí como un perro de caza en la espesura de los enigmas espirituales que me rodeaban.

Primero intenté volver al punto de mi vida hasta el que llegaban mis recuerdos. Desde allí, creí que me seria posible ver esa parte de mi existencia que me había sumido en la oscuridad, por un extraño designio del destino.

Pero por más que me esforzara no llegaba, hace tiem­po, más allá que al triste patio de nuestra casa, obser­vando, a través del arco de la puerta, la cambalachería de Aaron Wassertrum: como si yo llevase un siglo vi­viendo en esta casa como tallador de piedras preciosas, siempre con la misma edad, y sin haber sido nunca un niño.

Desesperanzado, iba ya a renunciar a seguir gatean­do por los pasillos del pasado, cuando de pronto com­prendí con absoluta claridad que, si bien la ancha ave­nida de los acontecimientos acababa en mi memoria en el gran portal, no acababan ahí en cambio una gran cantidad de pequeños escalones que, a pesar de haber corrido siempre paralelos al camino principal, no había notado hasta ahora. «¿De dónde vienen», me gritaba casi en los oídos, «los conocimientos gracias a los que puedes ganarte la vida? ¿Quién te ha enseñado a tallar las gemas, a grabar y todo lo demás? ¿Leer, escribir, hablar... y comer... y caminar, respirar, pensar y sentir?»

Inmediatamente acepté este consejo interior. Retro­cedí sistemáticamente en mi pasado.

Me obligué a mí mismo a pensar en una ininterrum­pida sucesión en sentido inverso. ¿Qué ha pasado ahora mismo? ¿Cuál ha sido el punto de partida de esto? ¿Qué ha pasado antes?

De nuevo había llegado al portal. ¡Ahora, ahora! Sólo había que realizar un pequeño salto en el vacío, al abismo que me separaba de lo olvidado..., entonces apareció ante mí una imagen que me había dejado pasar al retroceder en mi vida con mis pensamientos: Schemajah Hillel pasaba sus manos sobre mis ojos, exacta­mente igual que antes en mi habitación.

Con ello se había borrado todo. Incluso el deseo de seguir investigando.

Sólo una cosa había ganado para siempre: el cono­cimiento de que la sucesión de acontecimientos en la vida son un callejón sin salida, por muy ancho y fácil de caminar que parezca. Son las escaleras estrechas y ocultas las que nos llevan a la patria perdida: es lo que está grabado en nuestro cuerpo con letra microscópica, apenas visible, y no la horrible cicatriz que deja la es­cofina de la vida exterior, lo que nos oculta la solución de los últimos enigmas.

Del mismo modo que podría volver a encontrar los días de mi juventud si tomase la cartilla y siguiera el alfabeto desde el final, es decir, de la Z a la A, para llegar al punto en que empecé a aprender en el colegio, comprendí que así también podría caminar y llegar a esa lejana patria que se encuentra más allá de todo pensamiento.

Un mundo de trabajo se me echaba encima. Me acor­dé de que también Hércules llevó durante mucho tiem­po la cúpula del cielo sobre su cabeza: un significado oculto se desprendía de esta leyenda. Así como Hércules se libró de ello por un engaño al pedirle al gigante At­las: «Deja que me ponga unos pañuelos atados para que este horrible peso no me aplaste la cabeza», se me ocu­rrió que, quizás, podría haber un oscuro camino para librarme de este escollo.

Un terrible recelo de seguir confiando ciegamente en que me guiaran los pensamientos me sobrevino de re­pente. Me tumbé por completo y me tapé con los de­dos los ojos y los oídos para que los sentidos no me distrajeran. Para matar cualquier pensamiento.

Pero mi voluntad se deshizo en pedazos ante la misma ley de antes: sólo podía alejar un pensamiento con otro distinto y en cuanto uno moría ya se cebaba el siguiente en su carne. Huí por la rápida corriente de mi sangre, pero los pensamientos me seguían pisando los talones; sólo por un momento me escondí en la herrería de mi corazón, pero en seguida me encontraron.

De nuevo vino en mi ayuda la amable voz de Hillel que dijo:

—¡Sigue en tu camino y no vaciles! La llave del arte del olvido pertenece a nuestros hermanos que caminan por el sendero de la muerte, pero tú estás preñado del espíritu de la... vida.

Apareció ante mí el libro Ibbur y dos letras brilla­ron: una que representaba la mujer de metal con el pulso fuerte como un terremoto; la otra, en intermi­nable lejanía: el hermnafrodita en el trono de nácar con la corona de madera roja sobre la cabeza.

Schemajah Hillel pasó por tercera vez sus manos so­bre mis ojos, y me dormí.

 

El Golem (V): Noche

El Golem (V): Noche Dejé, sin voluntad, que Zwakh me llevara escaleras abajo.

Noté que el olor de la niebla que entraba desde la calle a la casa se hacía cada vez más marcado y sensi­ble. Josua Prokop y Vrieslander se habían adelantado unos pasos y se los oía hablar afuera, junto al portal.

—¡Tiene que haberse caído por la alcantarilla! ¡Al infierno!

Salimos a la calleja y vi que Prokop se agachaba y buscaba la marioneta.

—Me alegro de que no puedas encontrar esa absur­da cabeza —murmuró Vrieslander—. Se había apoyado contra la pared y su cara se iluminó y ensombreció de nuevo, al aspirar el fuego de una cerilla, en su corta pipa.

Prokop hizo un fuerte movimiento negativo con el brazo y se inclinó aún más. Estaba casi de rodillas so­bre el asfalto.

—¡Cállense! ¿No oyen nada?

Nos acercamos a él. Señaló en silencio la reja de la alcantarilla y apoyó las manos en la oreja para escu­char. Durante un rato no nos movimos y escuchamos atentamente.

Nada.

—¿Qué era, pues? —murmuró por fin el anciano marionetista; pero inmediatamente Prokop le agarró fuer­temente de la muñeca.

Durante un momento —apenas el tiempo de un la­tido— me pareció como si alguien allá abajo golpeara con la mano una chapa de hierro... casi inaudible. Un segundo más tarde, al pensarlo, ya había pasado todo; sólo en mi pecho resonaba como un eco de la memoria, y poco a poco se convirtió en un indeterminado senti­miento de horror.

Unos pasos que se acercaban calle arriba disiparon esta impresión.

—Vamonos, ¿qué hacemos aquí parados? —nos ad­virtió Vrieslander.

Caminamos a lo largo de la fila de casas. Prokop nos siguió, pero muy a disgusto.

—Apostaría el cuello a que alguien ha gritado allá abajo, preso de un miedo mortal, como si corriera un grave peligro.

Ninguno de nosotros le contestó, pero noté que algo así como un miedo inconsciente nos ataba la lengua.

Al poco rato estábamos ante las ventanas con corti­nas rojas de una taberna.

 

Salón LOISITSCHEK

(Hoy gran concierto)

 

se anunciaba en un cartón, cuyo margen estaba ador­nado con fotografías femeninas descoloridas.

Antes de que Zwakh pudiera poner la mano en el picaporte se abrió la puerta de entrada y un muchacho regordete de pelo negro y poco cuello, con una corba­ta verde de seda anudada alrededor del cuello desnudo y adornada la chaqueta del frac con un montón de dientes de cerdo, nos recibió inclinándose.

—Sí, sí, éstos son mis clientes... Pane Saffranek, ¡pon en seguida un mantel! —añadió rápidamente a su saludo gritando sobre los hombros hacia el local aba­rrotado de gente.

Un ruido, como si una rata corriera por las cuerdas de un piano, fue la respuesta.

—Sí, sí, éstos son mis clientes, éstos son mis clien­tes. ¡Miren! —continuaba murmurando sin parar el tipo rechoncho mientras nos ayudaba a quitarnos los abrigos.

—Sí, sí, hoy se ha reunido en mi casa toda la alta no­bleza del país —contestó triunfante al gesto asombrado de Vrieslander, al ver al fondo, en una especie de estrado, separado de la parte delantera de la taber­na por una barandilla y dos escaleras, a unos cuantos jóvenes vestidos de gala.

Nubes de humo se posaban sobre las mesas, detrás de las cuales estaban los largos bancos de madera apo­yados en la pared, llenos de figuras desastradas: las mozas del local desgreñadas, sucias, descalzas, sus du­ros pechos apenas cubiertos por pañuelos descoloridos, y a su lado los rufianes con gorras militares azules, el cigarrillo en la oreja, los ganaderos con manos peludas y dedos bastos que a cada movimiento expresaban el mudo lenguaje de su vileza, los camareros de mirada insolente y los escribientes, marcados de viruela, vis­tiendo pantalones a cuadros.

—¡Les voy a poner un biombo alrededor para que nadie los moleste! —graznó la aguda voz del regordete y un biombo decorado con pequeñas figuras de baila­rines chinos se desenrolló desde una mesa, en la esqui­na opuesta a la que nosotros habíamos ocupado.

Los rechinantes sonidos de un arpa apagaron el mur­mullo de voces del local.

Una pausa rítmica de un segundo.

Silencio sepulcral, como si todos contuvieran la res­piración.

De repente, con una claridad asombrosa, se oyó cómo las bocas de hierro del gas resoplaban sus planas lla­mas en forma de corazón. La música cayó sobre el cu­chicheo y se lo tragó.

Entonces, como si hubieran sido creadas en ese mis­mo instante, surgieron, de entre el humo, dos figuras ante mí.

Un anciano con larga y ondulada barba blanca de profeta, un gorrito de seda negra —como los que lle­van los antiguos padres de familia judíos— sobre la calva, con los ojos ciegos de un azul lechoso y crista­lino, fijos en el techo, estaba allí, sentado, moviendo en silencio los labios y sus dedos rígidos como las ga­rras de un buitre sobre las cuerdas del arpa. Junto a él, con un vestido de tafetán negro, reluciente de grasa, con pulseras y adornos de ámbar negro en el cuello y los brazos y una cruz igualmente ambarina y negra —como la imagen de la fingida moral burguesa— esta­ba una blanda figura de mujer, con un acordeón sobre el regazo.

Un salvaje tropel de sonidos surgió de sus instru­mentos, pero, poco a poco, la melodía se agotó hasta convertirse en un simple acompañamiento.

El anciano había mordido un par de veces el aire, abriendo la boca de tal forma que podían verse los ne­gros muñones de sus dientes. Desde el fondo de su pe­cho fue naciendo, lentamente, un fuerte bajo acompa­ñado de los extraños y estentóreos sonidos hebreos:

—Estrellas azules, rojas.

—Rititit —(chirrió la mujer e inmediatamente vol­vió a cerrar con fuerza la boca, como si ya hubiera dicho demasiado).

—Estrellas rojas, azules, a mí también me gusta comer croissants.

—Rititit,

—Barba roja, barba verde toda clase de estrellas...

—Rititit, rititit.

Las parejas comenzaron a bailar.

—Esta canción es en realidad una «bendición de la mesa» —nos explicó sonriente el marionetista mientras seguía el compás golpeando con la cucharilla de zinc, que estaba fija con una cadena a la mesa—. Hace más de cien años, siendo aprendices de panaderos, Barba roja y Barba verde envenenaron en la noche del Gran Sabbath, la víspera de Pascua, el pan, las estrellitas y los croissants, para provocar una muerte general en el barrio judío, pero el meschoress, el servidor de la co­munidad, se dio cuenta a tiempo por medio de una revelación divina y pudo entregar a los dos criminales a la policía de la ciudad. Los landomin y los borchelch, alumnos de la Yechiva, compusieron, como recuerdo de esa milagrosa salvación del peligro de muerte, esa extraordinaria canción que acabamos de oírle a esa ban­da de burdel.

—Rititit, rititit.

—Estrella roja, azul... El rugido del anciano sonaba cada vez más hueco y fantástico.

De repente la melodía se hizo cada vez más confusa y retomó lentamente el ritmo del chlapak bohemio, un baile arrastrado, en el que las parejas juntaban fuerte­mente sus sudorosas mejillas.

—¡Muy bien! ¡Bravo! Eh, oye, toma, yep, yep —gri­tó desde el estrado un joven y delgado caballero con monóculo, vestido de frac, al arpista, metiendo una mano en el bolsillo de su chaleco y arrojando una mo­neda de plata en aquella dirección. No alcanzó su obje­tivo: pude ver cómo brilló sobre el montón de bailari­nes, pero de repente desapareció. Un vagabundo —su cara me resultaba conocida, creo que era el mismo que hace poco, durante la tormenta, estuvo al lado de Charousek— había sacado la mano de debajo del pañuelo del escote de su pareja de baile en donde la había te­nido pertinazmente hasta entonces, y de un manotazo, con la velocidad de un mono, sin perder por ello el compás del baile, había cazado la moneda. Ni un solo músculo de la cara del pillo se contrajo, sólo dos o tres parejas de su alrededor sonrieron en silencio.

—Por su habilidad puede deducirse que es del «Ba­tallón» —dijo Zwakh riendo.

—Seguro que el maestro Pernath no ha oído nunca hablar del «Batallón», ¿verdad? —interrumpió Vrieslander con una brusquedad que llamó la atención, diri­giendo al marionetista un guiño que yo no debía ver. Pero yo comprendí aquello; era igual que antes en mi habitación. Me consideraban un enfermo. Querían ale­grarme. Y Zwakh debía contar algo. Cualquier cosa.

Cuando el buen anciano me miró tan compasivamen­te, algo ardiente me subió del corazón a los ojos. ¡Si supiese cuánto daño me hacía su compasión!

No escuché las primeras palabras con las que el ma­rionetista introdujo su narración: sólo sé que me sentía como si me desgarrara lentamente. Tenía cada vez más frío y me ponía cada vez más rígido, como antes, cuan­do, convertido en cabeza de madera, estaba en el rega­zo de Vrieslander. Pero, de repente, me encontré den­tro de la narración que me envolvió extrañamente como el trozo sin vida de un libro.

Zwakh comenzó:

Historia del abogado Dr. Hulbert y su Batallón

«... Bueno, ¿qué puedo decir? Tenía la cara llena de arrugas y las piernas torcidas como un perro pa­chón. Desde muy joven lo único que conocía era su estudio. Un estudio seco, enervante. De lo que ganaba con enorme esfuerzo dando clases, tenía que mantener además a su madre enferma. Creo que aprendió cómo son las verdes praderas, los arbustos, las colinas en flor y los bosques en los libros. Usted mismo sabe el poco sol que llega a las negras callejas de Praga.

»Hizo su doctorado con distinción de honor; en rea­lidad, era lo lógico.

»Y con el tiempo se convirtió en un famoso aboga­do. Tan famoso que todo el mundo —jueces y abo­gados— iban a consultarlo cuando no sabían algo. Sin embargo, vivía pobremente, como un mendigo en una oscura habitación, cuyas ventanas daban a un patio.

»Así pasaron años y años, y la fama del Dr. Hul­bert como lumbrera de la ciencia se convirtió en dog­ma en todo el país. Pero nadie hubiera creído que un hombre como él fuera capaz de sentimientos delicados, sobre todo cuando su cabello había empezado a enca­necer y nadie hasta entonces lo había oído hablar de otra cosa que de jurisprudencia. Pero es precisamente en estos corazones encerrados en sí mismos donde las añoranzas son más ardientes.

»E1 día en que el Dr. Hulbert alcanzó la meta que durante su época de estudio fue la más activa, el día en que su Majestad el Emperador de Viena lo nombró Magnífico de nuestra Universidad, corrió la voz de que se había prometido con una joven bellísima de familia pobre, pero noble.

»Parecía que desde ese momento la felicidad había entrado en la casa del Dr. Hulbert. Pues, aunque no tuvieron hijos, trataba a su mujer con gran afecto, y convertir en realidad cualquiera de sus deseos, que él sabía adivinar tan sólo con una mirada, era su mayor alegría.

»Sin embargo, en su felicidad no se olvidó en abso­luto, como cualquier otro podría haber hecho, del pró­jimo que sufría. "Dios ha colmado mi anhelo", solía decir, "ha permitido que mis sueños se convirtieran en realidad, los sueños que tuve desde la infancia, y me ha dado el ser más encantador que hay sobre la tierra. Por eso quiero que un reflejo de esta felicidad se extienda a los demás mientras esté en mis manos."

»Y así fue como, cuando se dio la ocasión, tomó a un pobre estudiante aceptándolo como si fuera su propio hijo. Quizás recordaba el bien que hubiera re­presentado una buena acción como ésta para su propio cuerpo y espíritu durante los penosos años de su ju­ventud. Pero como en la tierra algunas acciones, que parecen buenas y nobles a los hombres, tienen las mis­mas consecuencias que otra digna de maldición, por­que quizás nosotros no sepamos distinguir claramente entre lo que lleva semillas venenosas y semillas buenas, sucedió que, de esta compasiva obra del Dr. Hulbert, nació la mayor desgracia para él.

»Su joven esposa se enamoró en seguida, con un ar­diente y oculto amor, del estudiante, y el destino despiadado quiso que, precisamente en el momento en que el rector volvía inesperadamente a su casa para sor­prenderla, en señal de su amor en el día de su cumpleaños, con un ramo de rosas, la encontrara en los bra­zos de aquél sobre el que había volcado su bondad...

»Se dice que la flor del cornezuelo puede perder para siempre su color cuando, de repente, cae sobre ella la luz blanquecina y sulfurosa del rayo que anuncia una tormenta de granizo; pero lo cierto es que el alma del anciano se anegó para siempre el día en que su feli­cidad se rompió en pedazos. Aquella misma noche estu­vo, él que hasta entonces no había sabido lo que era intemperancia, aquí en Loisitschek —casi inconsciente por la bebida— hasta el amanecer. Loisitschek se con­virtió en su hogar para el resto de su destrozada vida. En verano dormía en cualquier parte, sobre los escom­bros de alguna construcción, y en invierno, aquí, en estos bancos de madera.

»Se dejó caer en el olvido y nunca se volvió a ha­blar de sus títulos de doctor y catedrático de derecho. Nadie tenía corazón para levantar contra él, el hasta entonces famoso sabio, cualquier reproche escandali­zado por su cambio.

»Poco a poco se fue agrupando a su alrededor toda la chusma nocturna que merodeaba por el barrio ju­dío y así se llegó a la fundación de esa extraña comu­nidad que hoy se suele llamar el "Batallón".

»Los amplios conocimientos en leyes del Dr. Hul­bert se convirtieron en un manual para todos aquellos que estaban estrechamente vigilados por la policía. Si algún preso recién liberado estaba a punto de morir de hambre, el Dr. Hulbert lo mandaba totalmente desnu­do al paseo central, y el servicio del ayuntamiento, llamado Fischbanka, se veía obligado a darle un tra­je. Si habían expulsado de la ciudad a una muchacha sin domicilio, se casaba en seguida con un vagabundo que perteneciera al distrito, con lo cual se hacía resi­dente en él.

»E1 Dr. Hulbert conocía centenares de soluciones como éstas y, frente a sus consejos, la policía se ha­llaba impotente. Todo lo que estos marginados de la comunidad "ganaban" lo entregaban fielmente, hasta el último céntimo, a la banca común de la cual se ministraba el sustento necesario para vivir. Nunca se pro­dujo el más ligero engaño, ni la más mínima estafa. Puede que el nombre de "Batallón" surgiera debido a esta disciplina de hierro.

»E1 día 1 de diciembre, puntualmente, día del ani­versario de la desgracia del anciano, tenía lugar por la noche, aquí, en Loisilschek, una extraña fiesta. Apiña­dos, uno junto a otro, se reunían en este lugar todos los mendigos, vagabundos, rufianes y mujerzuelas, bo­rrachos y traperos, en absoluto silencio, como durante una misa. El Dr. Hulbert, desde aquella esquina donde están ahora los músicos, precisamente debajo del cua­dro de la Coronación de Su Majestad el Emperador, les contaba la historia de su vida: cómo consiguió as­cender, sacar el título de doctor para finalmente con­vertirse en Rector Magnífico.

»Cuando llegaba al momento en que entraba a la habitación de su mujer para celebrar su cumpleaños con el ramo de rosas, que al mismo tiempo era un re­cuerdo de aquel otro momento en que fuera a pedir su mano y la había convertido en su mujer, todos los años, se le rompía la voz y caía llorando sobre la mesa. Entonces alguna mujerzuela avergonzada se acercaba a veces a él, sigilosamente para que nadie la viera, y le ponía entre las manos una flor semimarchita.

»Ninguno de los oyentes se movía durante largo rato. Estos hombres son demasiado duros para llorar, pero miraban hacia abajo y se retorcían inseguros los dedos.

»Una mañana encontraron al Dr. Hulbert muerto sobre un banco junto al río Moldava. Creo que se heló.

»Todavía estoy viendo su entierro. El "Batallón" se había casi desangrado para hacerlo todo lo más es­pléndido posible.

»Delante iba el bedel de la universidad con su uni­forme de gala: llevaba en las manos un cojín dorado y sobre éste la cadena de oro; detrás de la carroza fú­nebre, en un grupo inextricable, todos los del "Bata­llón", descalzos, sucios, harapientos, rotos. Uno de ellos había vendido todo lo que tenía e iba con el cuerpo, las piernas y los brazos envueltos en viejos tro­zos de papel de periódico.

»Así le ofrecieron sus últimas honras.

»En el cementerio, sobre su tumba, hay una piedra blanca en la que se han grabado tres figuras: el Salva­dor crucificado entre los dos ladrones. Donado por una persona desconocida. Se murmura que fue la mujer del Dr. Hulbert quien ha erigido ese monumento a su recuerdo.

»En el testamento del abogado muerto estaba pre­visto un legado por el cual cada uno de los miembros del "Batallón" recibiría gratis, al mediodía, una sopa, aquí, en Loisitschek. Por eso estas cucharas están ata­das a la mesa y las depresiones que hay en la tabla sirven de platos. A las doce viene la camarera y echa el puré en estos harapos con una jeringa muy grande de metal, y si alguien no puede demostrar que perte­nece al "Batallón", recoge otra vez la sopa con la je­ringa.

»Desde esta mesa esa costumbre ha dado la vuelta al mundo como algo anecdótico.»

Un tumulto en el local me despertó de mi letargo. Las últimas frases que pronunció Zwakh pasaron vo­lando sobre mi conciencia. Todavía pude ver cómo mo­vía sus manos para aclarar perfectamente el modo de apretar y estirar el émbolo de la jeringa, pero de pronto todas las imágenes que se agitaban a nuestro alrededor se movieron tan rápida y automáticamente y, sin embargo, con tal espectral claridad ante mis ojos que, por unos momentos, me olvidé por completo de mí mismo y me sentí como una rueda en la maquinaria viva de un reloj.

La habitación se había convertido en un único tor­bellino de hombres. Arriba, en el estrado, docenas de señores con fracs negros, puños blancos y anillos bri­llantes. Un uniforme de dragón con galones de capitán de caballería. Al fondo, un sombrero de señora con plumas de avestruz color salmón.

El demudado rostro de Loisa miraba fijamente hacia arriba entre los barrotes de la barandilla. Yo lo miré; apenas podía mantenerse en pie. También estaba allí Jaromir, que miraba impasible hacia arriba, apoyada la fuerte espalda contra la pared, como si una mano invi­sible lo empujara.

Las figuras interrumpieron de repente el baile: el dueño del local debió haber gritado algo que los había asustado. La música seguía tocando, pero muy bajo, como si ya no se fiara de sí misma. Temblaba, se no­taba claramente. Y, sin embargo, en el rostro del dueño del local había una extraña expresión de salvaje y maliciosa alegría.

De pronto, aparece en la puerta de entrada el comi­sario de policía en uniforme. Tiene los brazos exten­didos para no dejar salir a nadie. Detrás de él, un agente de la brigada criminal.

—Entonces, aquí se sigue bailando, ¿eh? ¡A pesar de la prohibición! ¡Cerraré este tabernucho! y usted, patrón, ¡venga conmigo! Y todos los presentes ¡cami­nando, hacia la comisaría!

Se elevan voces de mando. El regordete no respon­dió, pero su expresión no se inmutó, tínicamente se había quedado aún más estereotipada.

La armónica se ha trabucado y ya sólo silba.

También el arpa esconde su rabo.

De repente, todas las caras están de perfil: todos mi­ran perplejos y sin esperanza hacia el estrado.

Entonces, una elegante figura vestida de negro des­ciende serenamente las escaleras y se dirige con lenti­tud hacia el comisario.

Los ojos del policía de la brigada criminal se quedan fijos en los negros zapatos de charol que se acercan.

El caballero se detiene a un paso del policía y pa­sea aburrido su mirada sobre él, de la cabeza a los pies, y, de nuevo, hacia arriba.

Los demás jóvenes nobles del estrado se han incli­nado sobre la barandilla e intentan contener la risa de­trás de sus pañuelos de seda gris.

El capitán de dragones sujeta una moneda de oro en el ojo y escupe unos restos de tabaco sobre el cabello de una joven que está apoyada debajo de él.

El comisario de policía se ha quedado pálido y mira confundido, fija y continuamente, la perla que lleva el aristócrata sobre la pechera de la camisa.

No puede soportar la mirada indiferente y sin brillo de esa cara afeitada e inamovible de nariz aguileña.

Lo saca de quicio. Lo destruye.

El silencio sepulcral de la taberna se hace cada vez más insoportable.

—Así son las estatuas de los caballeros que yacen con las manos enlazadas sobre los sarcófagos de piedra en las catedrales góticas —murmuró el pintor Vrieslander mirando al caballero.

Por fin el aristócrata rompe su silencio:

—Eh, hum —imita la voz del dueño del local—: Sí, sí, éstos son mis invitados, miren.

Unas bulliciosas carcajadas explotan en el local, con tal fuerza que los vasos tintinean; los vagabundos se agarran el estómago doblados de risa. Una botella vue­la contra la pared y se rompe en mil pedazos. El re­choncho propietario nos aclara en un murmullo temeroso: Su Serenísima Excelencia el Príncipe Ferri Athenstädt.

El príncipe le ha entregado al policía su tarjeta. El pobre funcionario la toma, saluda repetidamente y junta los talones.

De nuevo se hace el silencio. La muchedumbre espe­ra sin respirar lo que va a suceder.

El caballero habla de nuevo.

—Las señoras y los caballeros que están aquí reuni­dos... hum... son mis queridos invitados —Su Exce­lencia señala con un negligente movimiento del brazo a la chusma—. ¿Desea quizás, señor, que se los presente?

El comisario niega con una sonrisa forzada, tartamu­dea confundido algo sobre «el enojoso cumplimiento del deber» y por fin reúne fuerzas para decir:

—Ya veo que aquí todo es decente.

Esto reanima al capitán de dragones, se dirige hacia el fondo, hacia el sombrero femenino con plumas de avestruz, entre el júbilo de los jóvenes nobles, agarra a Resina por el brazo y la arrastra a la pista.

Vacila y tropieza por la embriaguez y mantiene los ojos cerrados. Lleva torcido el enorme y costoso som­brero y sobre su cuerpo desnudo no luce más que unas largas medias rosas y una chaqueta de frac de caballero.

Es algo parecido a una señal: la música se reanuda como enloquecida —rititit, rititit— y ahoga el fuerte graznido emitido por Jaromir, el sordomudo, al ver a Rosina desde el otro lado, junto a la pared.

Queremos irnos. Zwakh llama a la camarera.

El barullo general encubre sus palabras.

Las escenas que se desarrollan ante mí parecen fan­tásticas, como salidas del ensueño del opio. El capitán de caballería tiene a Rosina semidesnuda en sus brazos y se mueve con ella, lentamente, siguiendo el compás.

La multitud les ha dejado sitio respetuosamente.

Llegan murmullos de los bancos: «El Loisitschek. el Loisitschek», se alargan los cuellos, y, a la primera pareja de bailarines, se une otra aún más extraña. Un muchacho afeminado con un jersey rosa, una melena rubia hasta los hombros, los labios y las mejillas pinta­dos como una muchacha y los ojos entornados en un coqueto aire de turbación, cuelga lánguido del pecho del Príncipe Athenstädt.

Un vals dulzón brota del arpa. Una salvaje repugnan­cia por la vida se me agolpa como un nudo en la garganta.

Mi mirada busca temerosa la puerta: allí está el comisario, de espaldas para no ver nada, murmurando rápidamente algo al policía que esconde cierto objeto, Suenan como esposas.

Ambos miran hacia Loisa el varioloso que, por un momento, intenta ocultarse para después detenerse como paralizado, blanco como la pared y demudado de terror.

Una imagen toma cuerpo en mi memoria y se diluye en seguida: la imagen de Prokop escuchando por las rejas de la alcantarilla —hace una hora— y un grito de muerte que surge atronador de la tierra.

Quiero gritar y no puedo. Dedos fríos me abren la boca y retuercen mi lengua hacia dentro, contra los dientes, de forma que llena toda la cavidad como una bola y no puedo pronunciar ni una sola palabra.

No puedo ver esos dedos, sé que son invisibles y sin embargo los siento como algo corpóreo.

En mi conciencia está muy claro: pertenecen a la mano espectral que me entregó el libro Ibbur en mi habitación de la calle Hahnpass.

—¡Agua, agua!, gritó Zwakh a mi lado. Tiene aga­rrada mi cabeza y me alumbra las pupilas con una vela.

—Hay que llevarlo a su casa y llamar a un médico —el archivero Hillel sabe de estas cosas—. ¡Llevémoslo a su casa! —dijeron entre sí. Más tarde me encuentro tendido, rígido como un cadáver, sobre una camilla, y Prokop y Vrieslander me sacan fuera de aquel lugar.

El Golem (IV). Ponche

El Golem (IV). Ponche Teníamos la ventana abierta para que saliera el humo del tabaco de mi pequeña habitación.

Entraba el aire frío de la noche y movía de un lado a otro los abrigos colgados detrás de la puerta.

—¡Ojalá volara el precioso tocado de Prokop! —dijo Zwakh y señaló el gran chambergo del músico, cuya ancha ala oscilaba como la de un pájaro negro.

Josua Prokob guiñó  alegremente ambos ojos.

—Lo hará —dijo—, seguramente lo hará...

—Quiere irse adonde Loisitschek, allí hay música y baile —dijo Vrieslander quitándole las palabras de la boca.

Prokop se echó a reír, mientras, con la mano, lleva­ba el compás de la música que el suave aire invernal arrastraba sobre los tejados.

Tomó mi vieja y rota guitarra, que estaba colgada de la pared, y haciendo como si pulsara sus cuerdas gastadas, cantó con agudo falsete y afectada pronun­ciación de argot una canción maravillosa.

Vrieslander lanzó una fuerte carcajada:

—¡Qué bien domina de pronto el argot! —y cantó con él.

—El chiflado de Nephtali Schaffranetk, el de la vi­sera verde, hace chirriar todas las noches en Loisitschek esta curiosa canción, mientras a su lado una pintarra­jeada figura femenina toca la armónica y grita el tex­to —me explicó Zwakh—. Debería venir alguna vez con nosotros a la taberna, maestro Pernath. Quizá des­pués, cuando hayamos acabado el ponche, ¿qué opina usted? Para celebrar su cumpleaños, ¿qué le parece?

—Sí, sí, venga con nosotros —dijo Prokop mientras cerraba la ventana—, una cosa como ésa hay que verla.

Tomamos nuestro ponche caliente y nos quedamos en silencio, pensando.

Vrieslander tallaba una marioneta.

—Usted nos ha separado virtualmente del mundo exterior, Josua —dijo Zwakh rompiendo el silencio—, desde que ha cerrado la ventana nadie ha pronunciado una sola palabra.

Sólo estaba pensando en lo extraño que es ver cómo el viento mueve cosas sin vida, cómo hace un momento hacía volar los abrigos —contestó rápidamente Prokop, como para disculparse con su silencio—. Parece tan mi­lagroso ver cómo de repente comienzan a agitarse las cosas que siempre han permanecido muertas, inmóvi­les. ¿No? Una vez estuve mirando en una plaza, en la que no había nadie y sin que notara el viento, puesto que me hallaba a cubierto tras una casa, cómo unos enormes trozos de papel corrían girando como locos y se perseguían unos a otros, como si se hubiesen jurado la muerte. Un momento más tarde parecían haberse calmado, pero de repente les sobrevino un brusco en­fado y, con una rabia sin sentido, se movieron a toda velocidad de un lado para otro, se apretujaron en una esquina y de nuevo se separaron como posesos para, fi­nalmente, desaparecer tras una esquina. Un grueso pe­riódico fue el único que no pudo seguirlos; se quedó tirado en el asfalto y se abría y cerraba lleno de odio; parecía que le faltara el aliento y procurara respirar. Me sobrevino una oscura sospecha: ¿qué pasaría si, al fin de cuentas, las cosas con vida fueran algo seme­jante a esos trozos de papel? ¿No es posible que haya un «viento» incomprensible e invisible que nos llevara de un lado para otro, y determinara nuestras acciones, mientras que nosotros, en nuestra simpleza, creemos vivir bajo nuestra propia y libre voluntad? ¿Y si la vida en nosotros no fuera más que un enigmático re­molino de aire? Ese viento del que dice la Biblia: ¿Sa­bes de dónde viene y adonde va? ¿Acaso no soñamos a veces que metemos las manos en aguas muy profun­das y sacamos peces de plata, cuando en realidad no ha pasado más que una helada corriente de aire que nos ha enfriado las manos?

—Prokop, habla usted del mismo modo que Pernath, ¿qué le ha pasado? —dijo Zwakh y miró con desconfianza al músico.

La historia que hemos escuchado antes, sobre el libro Ibbur —es una pena que usted haya llegado tarde y no la haya podido oír— lo ha puesto así de pensativo, dijo Vrieslander.

—¿Una historia acerca de un libro?

—En realidad sobre un hombre que trajo un libro y cuyo aspecto era muy extraño. Pernath no sabe cómo se llama, dónde vive ni lo que quería y, a pesar de que su aspecto debe haber sido muy llamativo, no lo puede describir claramente. —Zwakh lo escuchaba con atención.

—Es muy curioso —dijo tras un silencio—, ¿care­cía el desconocido por casualidad de barba y tenía los ojos oblicuos?

—Sí, creo contesté—, es decir, yo..., yo estoy se­guro. ¿Lo conoce usted?

El marionetista movió la cabeza negando.

—Sólo me ha recordado al Golem. Vrieslander, el pintor, dejó caer de repente el cuchi­llo de tallar:

—¿Golem? He oído hablar mucho de eso. ¿Sabe usted, Zwakh, algo sobre el Golem?

—¿Quién puede decir que sabe algo sobre el Go­lem? —contestó Zwakh encogiéndose de hombros—. Se lo relega al reino de la leyenda hasta que un día sucede algo en una calle que de repente lo resucita. Durante un tiempo todo el mundo habla de él y los rumores crecen hasta lo increíble. Se hacen tan exa­gerados y desmedidos que finalmente vuelven a de­rrumbarse debido a su propia incredibilidad. Se dice que el origen de la historia se remonta probablemente al siglo xvi. Cuentan que un rabino creó, según métodos de la Cábala ahora perdidos, un hombre artificial, el llamado Golem, para que lo ayudara, como su cria­do, a tocar las campanas en la sinagoga y a hacer todos los trabajos duros. Pero también cuentan que no le salió un hombre auténtico, ya que su única forma de vida consistía en vegetar de un modo rudo y semiinconsciente; además, según dicen, sólo durante el día, gracias a la influencia de una hoja mágica que le ponía entre los dientes y que atraía las libres fuerzas sidera­les del universo. Cuando una noche el rabino se olvidó de quitarle, antes de la oración, la hoja de la boca, di­cen que cayó en un estado de delirio tal que, corriendo en la oscuridad de las callejas, destruyó todo lo que encontraba en su camino. Hasta que el rabino se en­frentó a él y destruyó la hoja. La criatura debió caer sin vida. No quedó nada más de él que la figura enana de barro que hoy todavía se puede ver en la antigua sinagoga de Altneus.

—Se dice que en cierta ocasión llamaron al rabino al palacio del emperador, que conjuró e hizo visibles a los muertos —interrumpió Prokop—. Algunos inves­tigadores modernos afirman que para ello utilizó una linterna mágica.

—Sí, no hay ninguna explicación lo suficientemente simple y absurda como para no encontrar el aplauso de la gente de ahora —continuó inmutable Zwakh—. ¡Una linterna mágica! Como si el emperador Rodolfo, que se dedicó toda su vida a estas cosas, no se hubie­ra dado cuenta a primera vista de un engaño tan burdo. Yo, naturalmente, no puedo decir en qué se basa la leyenda del Golem, pero, sin embargo, sí estoy seguro de que en esta parte de la ciudad hay algo que no pue­de morir, que vive y se mueve a nuestro alrededor y que está relacionado con ella. Mis antepasados han vi­vido aquí generación tras generación y nadie puede, mejor que yo, retroceder a recuerdos heredados y vivi­dos de la aparición del Golem.

Zwakh dejó de hablar de repente, y se notaba que sus pensamientos retrocedían al pasado.

Tal y como estaba sentado junto a la mesa, apoyada la cabeza, sus mejillas coloradas y juveniles extraña­mente alumbradas bajo la luz de la lámpara y su pelo blanco, comparé mentalmente sin querer sus rasgos con las máscaras de sus marionetas, que tantas veces me había enseñado.

¡Qué extraño! ¡Cuánto se parecía el anciano a ellas!

¡La misma expresión y el mismo corte de cara!

Sentí que hay cosas en la tierra que no se pueden separar de otras y, al recordar el sencillo destino de Zwakh, me pareció de pronto fantasmagórico y terri­ble que un hombre como él pudiera retroceder de re­pente —a pesar de que había disfrutado de una edu­cación mejor que la de sus antepasados y de que debía haber sido actor— a su raída y desgastada caja de ma­rionetas para volver de nuevo a las ferias anuales y hacer con los mismos muñecos, que había sido el mis­mo miserable medio de vida que el de sus antepasados, las mismas rígidas contorsiones y representar las mis­mas aburridas historias.

Comprendí que él no puede separarse de ellos; for­man parte de su vida. Cuando ha estado lejos de ellos se convirtieron en pensamientos y vivieron en su men­te y no lo dejaron descansar tranquilo hasta que volvió con ellos. Por eso los trata ahora con tanto cariño y los viste orgulloso con lentejuelas.

—Zwakh, ¿no quiere seguir contándonoslo? —le rogó Prokop al anciano, mirándonos a Vrieslander y a mí para saber si nosotros también lo deseábamos.

—No sé por dónde empezar —dijo dudando el an­ciano—, no es difícil captar la historia del Golem. Tal y como ha dicho Pernath hace un rato: sabe exacta­mente cómo era el desconocido y sin embargo no pue­de describirlo. Aproximadamente cada treinta y tres años se repite un hecho en nuestras callejas que no tiene en sí mismo nada especialmente excitante y que, sin embargo, produce un gran terror, para el que no existe ni aclaración ni causa justificada. Sucede siempre que un hombre totalmente desconocido, sin barba, de cara amarillenta y tipo mongol aparece caminando des­de la calle de La Antigua Escuela por el barrio judío, envuelto en un traje antiguo y raído, con pasos regu­lares, dando traspiés como si a cada momento fuera a caerse hacia adelante y, de repente..., se hace invisible. Generalmente da la vuelta a una esquina y desaparece. Se dice que otras veces describe un círculo en su cami­no y que vuelve al punto de partida: una casa antiquí­sima cerca de la sinagoga. Algunos, excitados, afirman también que lo vieron doblar una esquina e ir hacia ellos, pero que, al dirigirse claramente hacia ellos, se hacía cada vez más pequeño, igual que alguien que se pierde en la lejanía, hasta que finalmente desaparece. Hace sesenta y seis años fue especialmente grande la impresión que produjo, pues todavía me acuerdo (yo entonces era muy pequeño) de que el edificio de la calle de La Antigua Escuela fue registrado de arriba a abajo. También se comprobó que en esa casa hay real­mente una habitación con una ventana con rejas que no tiene acceso. Colgaron ropa de todas las ventanas para poder distinguirla mejor desde la cajle y así se identificó la huella de ese hecho real. Como no era po­sible llegar hasta ella de otra forma, un hombre bajó colgado de una cuerda desde el tejado para verla. Pero apenas había llegado cerca de la habitación, se rompió la cuerda y el desgraciado se destrozó la cabeza en el asfalto. Cuando quisieron intentarlo otra vez, eran tan dispares las opiniones sobre la situación de la ventana que se abandonó el intento. Yo mismo encontré al Go­lem por primera vez en mi vida hace treinta y tres años. Lo encontré debajo de un arco que forma una casa sobre la calle, venía hacia mí y casi chocamos. To­davía hoy no comprendo lo que pasó entonces en mí. Pues en verdad nadie tiene continuamente, día tras día, la impresión exacta de que va a encontrarse con el Golem. En aquel momento, sin embargo, estoy seguro, totalmente seguro, algo gritó en mí un momento antes de que llegase a verlo: ¡El Golem! En aquel mismo momento salió alguien a tropezones de la oscuridad del pasaje y aquel desconocido pasó por mi lado. Un segun­do más tarde una tormenta de caras pálidas y excitadas vino hacia mí y me atosigaron preguntándome si lo ha­bía visto. Al contestar, sentí como si mi lengua se li­brara de una rigidez que no había notado antes. Estaba verdaderamente asombrado de poder moverme y me di cuenta claramente (aunque sólo durante una fracción de segundo) de que debía haber permanecido en una especie de agarrotamiento. Por mucho tiempo he me­ditado sobre todo esto y me parece que cuando más cerca estoy de la verdad es cuando me digo: en el transcurso de cada generación aparece siempre, rápida como el rayo, una epidemia espiritual en la ciudad ju­día, que domina las almas de aquellos que viven por algún motivo, para nosotros desconocido, y que hace que surjan, como un espejismo, los rasgos de un ser característico que quizás hace siglos vive aquí y tiene ansias de poseer forma y figura. Quizás está entre nos­otros hora tras hora y nosotros no lo percibimos. Del mismo modo que tampoco oímos el sonido del diapasón que vibra hasta que toca la madera y la hace vibrar también a ella. Tal vez no sea más que algo así como una obra de arte anímica, sin conciencia interna..., una obra de arte que nace de lo informe, al igual que un cristal según leyes inmutables. ¿Quién sabe? ¿No podría ser que, del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo, debido a la continua repetición de esos pensamientos, siempre iguales, que envenenan el aire, aquí en el ghetto haya una descarga repentina y súbita, una explosión anímica que sacase a la luz del día nuestro subconsciente para, al igual que allí el rayo, crear aquí un fantasma en todas y cada una de las cosas, el símbolo del alma de la masa, si se supiera entender correctamente el enigmático lenguaje de las formas? Del mismo modo que algunos fenómenos anuncian la caída del rayo, también aquí hay ciertos terribles presagios de la amenazadora aparición de ese fantasma en el reino de la realidad. El revoque de un muro al derrumbarse toma el aspecto de un hombre al caminar; y en las fi­guras que configura el hielo se forman rasgos de caras rígidas. La arena de los tejados parece caer de un modo distinto al normal y crea en el espectador receloso la sospecha de que es una inteligencia invisible, que se esconde temerosa de la luz, la que la arroja, e intenta misteriosamente trazar toda una serie de extraños ras­gos. Si la vista descansa en un monótono enrejado o en las asperezas de la piel, se apodera de nosotros el des­agradable don de ver en todas partes significativas for­mas premonitorias, formas que en nuestros sueños cre­cen hasta hacerse gigantescas. Y siempre cruza, como un hilo rojo, en todos estos esquemáticos intentos de los rebaños del pensamiento, reunidos para resquebra­jar los muros de lo cotidiano, la angustiosa seguridad de que se nos arranca con premeditación y contra nuestra voluntad nuestro más verdadero y propio in­terior, sólo para que con ellos pueda tomar forma plástica la figura del fantasma. Cuando hace unos ins­tantes he oído que Pernath afirmaba haberse encontra­do a un hombre sin barba y con los ojos rasgados, he tenido delante de mí al Golem, tal y como lo vi en­tonces. Apareció ante mí como surgido del suelo. Y cierto y sordo temor de que algo inexplicable se nos acercaba me ha dominado por un momento; el mismo miedo que sentí ya una vez en mi infancia cuando las primeras manifestaciones espectrales anunciaban la som­bra del Golem. Hace ya probablemente sesenta y seis años. Fue una noche en la que el prometido de mi hermana había venido de visita para fijar en familia el día de su boda. Entonces, para entretenernos, fundimos plomo. Yo estaba allí con la boca abierta y no compren­día lo que aquello significaba; en mi confusa e infantil imaginación lo relacionaba con el Golem del que había oído contar muchas cosas y me imaginé que en cual­quier momento tendría que abrirse la puerta y entraría un desconocido. Mi hermana vació la cuchara con el metal líquido en el agua y se burló de mí divertida, porque lo miraba muy excitado. Mi abuelo sacó con sus manos marchitas y temblorosas el trozo de plomo y lo puso bajo la luz. Inmediatamente se apoderó de nos­otros un gran nerviosismo. Hablábamos en voz alta y atropelladamente; quise llegar hasta él, pero me lo impidieron. Más tarde, cuando fui mayor, mi padre me contó que el metal fundido había formado una cabeza pequeña, pero muy clara, lisa y redonda como vaciada en un molde y de tal semejanza con los rasgos del Go­lem que todos se asustaron. He hablado muy a menudo de esto con el archivero Schemajah Hillel, que tiene encomendado el cuidado de todas las cosas de la sina­goga Altneus y también de esa figura de barro de la época del emperador Rodolfo. Se ha ocupado y ha estu­diado mucho sobre la Cábala, y piensa que ese pedazo de tierra con miembros humanos quizás no sea nada más que un antiguo presagio, exactamente igual que en mi caso lo fue la cabeza. El desconocido que anda por ahí debe ser la figura imaginaria que el rabino medieval había pensado antes de poder revestirla de materia, y que vuelve en regulares períodos de tiempo, en la mis­ma configuración astral bajo la que fue creada, tortu­rada por el deseo de tener una vida material. También la mujer de Hillel, que ya ha fallecido, vio al Golem cara a cara y se sintió, al igual que yo, en un estado de catalepsia total, mientras ese misterioso ser se encon­traba cerca. Ella decía que estaba firmemente conven­cida de que no había podido ser más que su propia alma la que, habiendo salido del cuerpo, estaba frente a ella y había mirado fijamente su rostro con los rasgos de una criatura desconocida. A pesar del terrible miedo que se apoderó de ella, ni un solo momento la aban­donó la seguridad de que ese otro no podía ser más que una parte de su propio ser.

—Es increíble —murmuró Prokop sumido en sus pensamientos.

También el pintor Vrieslander pareció sumergirse en los suyos.

Llamaron a la puerta y la vieja mujer que me trae por las noches el agua y todo lo que necesito entró, puso la jarra de barro en el suelo y salió de nuevo en silencio. Todos habíamos levantado la vista y mirado, como re­cién despertados, por toda la habitación, pero ninguno dijo ni una sola palabra en mucho tiempo.

Como si con la anciana hubiera entrado en la habi­tación una nueva presencia a la que primero había que acostumbrarse.

—¡Sí! Rosina la pelirroja es otra de ésas de las que no es fácil liberarse y que aparece continuamen­te por todos los rincones y esquinas —dijo de repente Zwakh—. Esa risa estereotipada e irónica la conozco de toda la vida. Primero la abuela, después la madre... ¡y siempre la misma cara, ni un rasgo distinto! El mis­mo nombre, Rosina..., es siempre como una resurrec­ción de la anterior.

—¿No es Rosina la hija del cambalachero Aaron Wassertrum? —pregunté.

—Eso se dice —opinó Zwakh—. Pero Aaron Was­sertrum tiene algunos hijos de los que nada se sabe. Tampoco se sabe quién fue el padre de la madre de Rosina, ni tampoco qué fue de ella. Con quince años tuvo un hijo y desde entonces no ha vuelto. Su desaparición estuvo relacionada con un crimen que, por lo que recuerdo, se cometió en la casa por su culpa. Exac­tamente igual que su hija. Fue ella la que metió los fantasmas en la cabeza de sus hijos aún adolescentes. Uno de ellos todavía vive, a menudo lo veo, pero he olvidado su nombre. Los demás murieron en seguida, pero de aquella época no me acuerdo más que de epi­sodios aislados que se mueven en mi memoria en imá­genes borrosas. Había por aquel entonces un hombre medio tonto que iba por las noches de taberna en ta­berna y que, por un par de monedas, hacía una silueta de los clientes recortándola en papel negro. Cuando se emborrachaba se ponía indeciblemente triste y, entre lágrimas y sollozos, recortaba sin interrupción siempre el mismo marcado perfil de una muchacha hasta que se le acababa el papel. Por lo que se podía deducir de ciertas relaciones, que yo he olvidado hace mucho, amó, siendo todavía casi un niño, a una tal Rosina, probable­mente la abuela de la actual, tan profundamente que por ello perdió la razón. Haciendo el cálculo de los años no puede ser más que la abuela de la actual Rosina.

Zwakh calló y se apoyó en el respaldo.

El destino se mueve en esta casa en círculo y vuel­ve una y otra vez al mismo punto, pensé por un mo­mento, y me vino a la memoria la terrible imagen de un gato con la mitad de la cabeza herida, dando vaci­lantes vueltas en círculo.

De repente oí al pintor Vrieslander decir con voz muy clara:

—Ahora viene la cabeza.

Sacó un trozo de madera del bolsillo y comenzó a tallarlo:

Un pesado cansancio se posó sobre mis párpados y me apoyé en el respaldo, fuera de la luz.

El agua para el ponche hervía en la marmita y Josua Prokop llenó de nuevo los vasos. La música de baile entraba suave, muy suave, por la ventana cerra­da; a veces callaba del todo y despertaba otra vez, según si el aire la perdía por el camino o la subía hasta nosotros desde la calleja.

Al cabo de un momento el músico me preguntó si yo no quería brindar con ellos.

No contesté. Había perdido de tal forma el deseo de moverme que no caí siquiera en la idea de abrir la boca.

Pensé que dormía, tan pétrea era la calma interior que se había apoderado de mí. Tuve que mirar el cu­chillo brillante de Vrieslander —que mordía sin des­canso pequeños trozos de la madera— para conven­cerme de que estaba despierto.

En la lejanía susurraba la voz de Zwakh que con­taba de nuevo toda clase de historias maravillosas so­bre marionetas y complicados cuentos que se había inventado para sus representaciones.

También se habló del doctor Savioli y de la dama, esposa de un noble, que venía a visitarlo a escondidas en su oculto estudio.

De nuevo vi en mi mente la irónica y triunfante son­risa de Aaron Wassertrum.

Pensé si debía contar a Zwakh lo que anteriormente había ocurrido, pero consideré que no merecía ese es­fuerzo y que no tenía sentido. Además sabía que mi voluntad fallaría si intentaba hablar ahora.

De repente, los tres que estaban alrededor de la mesa me miraron atentamente y Prokop dijo en voz muy alta: —se ha dormido —tan alto que casi pare­ció que lo preguntaba.

Siguieron hablando en voz baja y me di cuenta de que se referían a mí.

El cuchillo de tallar de Vrieslander bailaba de un lado para otro, recogiendo la luz que caía de la lám­para y el brillo que se reflejaba me quemaba los ojos.

Murmuraron algo así como «estar loco» y me puse a escuchar su conversación.

—No deberíamos nunca tocar delante de Pernath temas como el del Golem —dijo con reproche Josua Prokop—. Cuando antes ha estado hablando del libro Ibbur, nos hemos callado todos y no hemos hecho pre­guntas;  apostaría a que lo ha soñado.  ¿No lo creen así? Pernath es un tipo muy especial. Zwakh afirmó:

—Tiene usted toda la razón. Es como si se quisiera entrar en pleno día en una habitación llena de polvo, en la que las paredes y el techo estuvieran forrados de telas picadas y el suelo estuviera cubierto por una es­pesa capa de yesca seca del pasado; no hace falta más que rozarlo para que el fuego prenda en todos los rin­cones.

—¿Estuvo Pernath mucho tiempo en el manicomio? Es una pena, pues no puede tener más de cuarenta años— dijo Vrieslander.

—No lo sé. Además tampoco tengo idea ni de dónde es ni cuál fue su oficio anterior. Su apariencia es de antiguo noble francés, con su delgada figura y su peri­lla. Hace muchos años que un médico amigo mío me pidió que cuidara un poco de él y que le buscara una casa pequeña, aquí en estas callejas, donde nadie se preocupase por él ni lo inquietara con preguntas sobre tiempos pasados. —Zwakh me miró otra vez emocio­nado—. Desde entonces vive aquí, restaura antigüeda­des, pule gemas y en ello ha encontrado su pequeño bienestar. Es una suerte para él que, al parecer, haya olvidado todo lo que tiene relación con su desgracia. Por lo que más quieran, no le pregunten nunca cosas que puedan despertar el pasado en su memoria. ¡Cuán­tas veces me lo pidió aquel viejo médico! Sabe usted, Zwakh, decía siempre, tenemos cierto método; hemos enclaustrado, por decirlo así, con mucho trabajo, su enfermedad, igual que se cierra una tumba, porque a ella se unen tristes recuerdos. La charla del marione-tista llegaba hasta mí como el carnicero se acerca a su víctima, oprimiéndome el corazón con manos rudas y terribles.

Desde siempre existía en mí un sordo tormento..., un presentimiento como si me hubieran quitado algo y como si en mi vida hubiera recorrido un largo cami­no al borde del camino, como un sonámbulo. Nunca había conseguido encontrar su origen.

Ahora estaba abierto ante mí el camino hacia la solu­ción del enigma y me quemaba insoportablemente como una herida abierta.

La enfermiza repugnancia de unir mis recuerdos a hechos pasados, y ese extraño sueño, que vuelve de tiempo en tiempo, en el que estoy en una casa en la que hay una serie de habitaciones cerradas inaccesibles para mí, el continuo fallo de mi memoria y de mi mente en cuanto a las cosas que se refieren a mi juventud, todo esto tenía ya de repente una terrible aclaración: había estado loco y se había utilizado la hipnosis para cerrar la «habitación» que me unía a las otras cámaras de mi mente y que me había convertido en un apatrida en el mundo que me rodea.

¡Y sin esperanzas de recobrar los recuerdos perdidos!

Los resortes de mi pensamiento y de mis actos es­tán ocultos en otra existencia ya olvidada y comprendí que... nunca los conocería: soy una planta cortada, como un retoño que brota de raíces extrañas. Aunque quisiera forzar la entrada de esa «habitación» cerrada, ¿no caería en manos de los fantasmas que han estado allí desterrados?

Recordé la historia del Golem que acababa de con­tar Zwakh una hora antes y de repente me di cuenta de la enorme y misteriosa relación entre la legendaria cámara sin entrada en la que se decía que vivía el des­conocido y mi significativo sueño.

¡Sí! También en mi caso se rompería la cuerda si quería intentarlo, si quería mirar por la ventana enre­jada de mi interior.

Cada vez estaba más clara esa extraña relación y tomaba para mí un carácter indescriptiblemente atemorizador.

Sentía que había cosas... intangibles, soldadas y uni­das entre sí, que corren unas al lado de otras como caballos salvajes que no saben por dónde va el camino.

También en el ghetto; una habitación, un cuarto cuya entrada nadie puede encontrar, ¡un ser espectral que vive en él y que de vez en cuando camina por las calles para llevar a los hombres al terror!

 

Vrieslander seguía tallando la cabeza y la madera crujía bajo la hoja de su cuchillo.

Me hacía casi daño oírlo y miré para comprobar si acabaría pronto.

Parecía como si la cabeza, que se movía como en manos de un pintor, tuviera conciencia y mirara hacia todos los lados. Después sus ojos se posaron en mí,, tranquilos al haberme encontrado.

Pero yo ya no pude apartar mi mirada; la fijaba en el rostro de madera.

Por un momento parecía que el cuchillo buscaba du­doso algo, por fin raspó decidido una línea y de repen­te los rasgos del pedazo de madera adquirieron una vida terrible.

Reconocí la cara amarilla del desconocido que me había traído el libro.

Después ya no pude distinguir nada, la mirada no había durado más de un minuto y sentí que mi cora­zón había cesado de latir y que aleteaba temeroso.

Y sin embargo, seguía consciente —como entonces— de ese rostro.

Se había convertido en mí mismo y sobre el regazo de Zwakh miraba a todos lados.

Mis ojos se paseaban por la habitación y una extra­ña mano movía mi cráneo.

Entonces vi de repente el gesto asustado de Zwakh y oí sus palabras:

—¡Dios mío, éste es el Golem!

Se originó una pequeña lucha, pues querían arran­car a la fuerza la talla de las manos de Vrieslander, pero él se defendió y gritó riendo:

—¿Qué decís? No se parece en absoluto —y librán­dose de ellos abrió la ventana y tiró la cabeza a la calle.

Perdí entonces el conocimiento y me sumergí en una profunda oscuridad cruzada por brillantes hilos dora­dos y cuando, después de mucho tiempo —eso me pareció—, desperté, oí golpear la cabeza en el asfalto.

—Ha dormido tan profundamente que no ha no­tado siquiera que lo sacudíamos —me dijo Josua Prokop—. El ponche se ha acabado y usted se lo ha per­dido todo.

El ardiente dolor que me había producido lo que poco antes había oído se apoderó otra vez de mí y cuando quise gritar que no había estado soñando, les ha­blé sobre el libro Ibbur, y les dije que podía sacarlo de la caja y mostrárselo.

Pero no pude llegar a pronunciar estas palabras y semejantes pensamientos no pudieron impedir que los invitados se marcharan.

Zwakh me puso a la fuerza el abrigo y exclamó:

—Venga con nosotros a Loisitschek, maestro Pernath, y se animará un poco.