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La obra de Gustav Meyrink

El país del tiempo de las sanguijuelas

En el cementerio de la parroquia del pequeño pueblo de Runkel, un lugar apartado, como fuera del mundo, descansaba para toda la eternidad el cuerpo de mi abuelo. Su tumba de piedra estaba prácticamente cubierta de musgo y apenas se leía el epitafio. Pero bajo dicho epitafio, tan reciente como si hubiera sido hecho ayer mismo, se ven con absoluta claridad cuatro letras alrededor de una cruz:

V

I

V

O

VIVO*. Eso quiere decir estoy vivo. Ése fue el significado del que recibí noticia cuando leí por primera vez la inscripción, siendo apenas un niño. Una palabra que impresionó tan hondamente mi alma como si el muerto hubiera abandonado su tumba.
*
Así en el original. (N. del T.)

VIVO. Estoy vivo. Algo extraño, algo muy raro de ver en una tumba de piedra. Algo que aún hoy, al recordarlo, me provoca un vuelco del corazón. Y siempre, cuando rememoro aquel lejano día de mi infancia, experimento la sensación de que caí en un pozo interminable la primera vez que estuve ante la tumba de mi abuelo. La imaginación me hace ver a mi abuelo —al que no conocí vivo— yaciendo en su tumba, incorrupto a pesar del paso del tiempo, con las manos caídas a lo largo del cuerpo, con sus ojos abiertos y translúcidos como el cristal, inmóviles; alguien que ha escapado de la putrefacción y espera paciente y silencioso el momento de resucitar.

He visitado los cementerios de las parroquias de muchos pueblos, guiados mis pasos por un deseo vago, extraño, del que no puedo dar cuenta exacta, sólo para leer los epitafios de las tumbas. Únicamente dos veces vi el anagrama de la cruz con la palabra VIVO, una en Danzig y otra en Nuremberg. En ambos casos el nombre del muerto había sido casi borrado por el dedo del tiempo; en ambos casos la palabra VIVO brillaba con toda la fuerza del instinto indomable de la vida.

De joven oí contar que mi abuelo no dejó escrita ni una sola línea. Por eso lo más apasionante, para mí, fue descubrir en el cajón de un viejo escritorio —un recuerdo de familia— cierta cantidad de notas escritas por él y encuadernadas como si de un libro se tratasen. En una de ellas leí esta extraña sentencia:

¿Cómo puede escapar un hombre de la muerte, si no es cesando en su espera y renunciando a toda ilusión?

Eso me hizo atisbar alguna interpretación posible, más allá de su significado, de la palabra VIVO, que acompañaba continuamente mis pensamientos desde aquella edad tan temprana en que la vi y me dijeron qué significaba; una palabra que se me antojaba fantástica, casi un conjuro a repetir miles de veces, tanto como yo me la repetía en mis pensamientos, en sueños, en los momentos más insospechados de la vigilia. Si alguna vez había pensado que fue una mano extraña la que acaso escribiera VIVO en la tumba de mi abuelo, bajo su ya irreconocible epitafio, tras leer aquello que él mismo había escrito en las notas ya no me cupo duda alguna de que para él VIVO tuvo un significado mucho más profundo del que se me dijo cuando era niño y del que yo mismo había supuesto antes de hallar sus escritos. Y como consecuencia de esta intuición comencé a interesarme por la vida del padre de mi padre. Y en tanto lo hice, y en tanto leí y estudié a lo largo de mucho tiempo todas y cada una de las líneas de aquellas notas, hoja tras hoja, confirmé que mi intuición primera contenía un razonamiento verosímil.

Muchas de esas notas, sin embargo, tienen un carácter tan privado que no sería propio darlas a conocer a otros ojos. Eso justifica que no entre yo en detalles, salvo en el caso de alguien que aparece ahí citado muchas veces, Johann Hermann Obereit.

Lo que sí parece evidente a través de sus notas, a las que bien podríamos llamar sucintas memorias, es que mi abuelo fue miembro de una sociedad secreta llamada Los de Philae*, una orden que hundía sus raíces en el antiguo Egipto y que había sido fundada, al parecer, por el legendario Hermes Trismegistus**. Mi abuelo había anotado incluso ciertos rituales secretos y los signos para que los miembros se reconocieran entre sí. El nombre de Johann Hermann Obereit, como he dicho, aparecía frecuentemente citado. Fue químico y gran amigo de mi abuelo, por lo que pude entrever; tengo la impresión de que incluso vivieron juntos en Runkel.
*
Se refiere a seguidores de Philae (Jazirat Filah, en árabe, del copto Pilak, que significa tanto fin como lugar remoto). Philae es una isla del Nilo conocida también en la tradición gnóstica egipcia como Jazirat al-Birba, o Isla Templo. (N. del T.)
** Trimegisto o Trismegisto, del griego trismegistri, tres veces grande. Nombre que daban los griegos al Mercurio egipcio o Hermes, al que consideraban inventor de las artes y las letras. Los alquimistas lo tenían por el descubridor del arte de transformar los metales. (N. del T.)

Como es lógico, sentí deseos de saber muchas más cosas acerca de un antepasado tan notorio como lo fue mi abuelo, y acerca también de su renuncia del mundo para entregarse al estudio de una antigua filosofía que cultivaba el espíritu y sólo el espíritu, por lo que entendí a través de la lectura de sus notas. Decidí entonces dirigirme a Runkel en busca de algún descendiente de Obereit, por si conservaba recuerdos familiares o cualquier escrito.

Runkel es un pueblo pequeño y lejano, al margen del tiempo; un pueblo que parece nacido de un sueño o de un clamor ancestral, una especie de reliquia legada por la Edad Media. Sus callejas y pasajes son estrechos como no puede suponerse, y silenciosos como la misma muerte. Impera allí el castillo de Runkelstein, señorío de los antiguos Príncipes de Wied, levantado sobre la pura roca.

A la mañana siguiente a mi llegada me dirigí pronto al cementerio de la parroquia, llevado por un impulso irresistible. Despertaron de golpe los días de mi niñez y de mi primera juventud, para llenarme la memoria a medida que recorría las tumbas y leía mecánicamente sus epitafios y los nombres de quienes allí reposaban eternamente, mientras pisaba la hierba y las hojas caídas de los árboles. No tardé mucho en verme ante la tumba de mi abuelo, leyendo la mística inscripción. Y no pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que, en contra de lo que había supuesto, no estaba solo.

Un anciano de cabello blanco y surcos muy pronunciados en el rostro, se hallaba sentado en una tumba algo más allá, con la barbilla apoyada en la empuñadura de marfil de su bastón. Me miró con curiosidad a medida que me dirigía hacia él; vi que sus ojos eran brillantes, muy vivos; los ojos de alguien que, al mirar, recuerda. Vestía ropas muy anticuadas, las propias de los retratos del tiempo de Luis Felipe*, o de los comienzos de la era victoriana. Estaba atónito, no tanto por su presencia como por la intuición que me hacía temblar conmocionado mientras avanzaba lentamente hacia donde se encontraba aquel hombre. Y sin parar le pregunté sin más si era Obereit.
* El Duque de Orleans (1773—1850), Rey de Francia de 1830 a 1848, perteneció al grupo de nobles que dio apoyo a la Revolución, adhiriendo al Club de los jacobinos a partir de 1790. Héroe de la guerra con Austria, devino en Duque de Orleans tras la muerte de su padre, ejecutado por los jacobinos. Artífice de la reconciliación de las casas de Borbón y Orleans, se opuso denodadamente a Napoleón. Tras abdicar buscó refugio en Inglaterra, donde murió. (N. del T.)

—Sí, yo soy Johann Hermann Obereit —dijo el anciano sin dar muestras de sorpresa ante mi pregunta.

Me faltó el aliento al oírle hablar. No disminuyeron ni mi sorpresa ni mi emoción durante todo el tiempo que estuvimos hablando.

No es común una experiencia como la que tuve, la de hablar cara a cara con un hombre de aspecto mucho más viejo que el mío entonces, yo que tantos años de vida tenía cuando nos encontramos. Me dijo que contaba con un siglo y medio de años a sus espaldas, por lo que no pude por menos que sentirme un niño ante él, a pesar de mis canas, cuando hablaba de Napoleón y de otros personajes históricos a los que había conocido, como quien habla de amigos que murieron ayer.

—En Runkel —dijo sonriendo—, creen que soy en realidad mi nieto… —y señaló una tumba por la que pasábamos, pues habíamos comenzado a caminar entre las sepulturas, en la que se veía con claridad el año de 1798—. Lo cierto es que soy yo quien debería yacer de verdad ahí —siguió diciendo—, y como no quiero que la gente de por aquí me tome por una especie de Matusalén, por eso digo que soy mi nieto y por eso está ahí mi sepultura vacía. La palabra VIVO —dijo como si me adivinara el pensamiento— sólo aparecerá en esa tumba si alguna vez muero realmente.

Nos hicimos muy amigos e insistió en que me quedara allí. Estuve un mes entero en Runkel; noche tras noche nos entregábamos a profundas reflexiones y debates sobre un sinfín de cosas. Pero siempre que le preguntaba por el significado de aquella sentencia leída entre las notas de mi abuelo, cambiaba de conversación.

¿Cómo puede escapar un hombre de la muerte, si no es cesando en su espera y renunciando a toda ilusión? ¿Qué quiere decir eso? —le preguntaba yo.

Una noche, la última que pasaría en Runkel, hablamos de los antiguos procesos contra las brujas. Dije que aquellas pobres mujeres no eran más que histéricas bárbaramente sacrificadas, cuando me replicó con una pregunta:

—¿Así que no cree usted que un hombre pueda abandonar su cuerpo y vivir a través de las edades? —dijo mirándome intensamente.

Negué con la cabeza.

—Eso me parece delirante —respondí, echándome a reír—. En cuanto a las brujas, creo que está suficientemente probado que accedían al trance mediante la ingestión de narcóticos, eso es lo que las llevaba a creer que abandonaban su cuerpo y volaban en escobas.

Pareció sumirse en una profunda reflexión.

—Puede que usted crea que yo mismo viajo a través de las edades sólo con mi imaginación —dijo al fin y volvió a sumirse en una especie de meditación.

Tras un largo silencio, que no interrumpí, se levantó lentamente para dirigirse a su escritorio. Volvió con un pequeño volumen entre las manos.

—Quizá pueda interesarle algo que escribí a raíz de una experiencia vivida hace muchos años —señaló—. Debo decirle, sin embargo, que en aquel tiempo era yo muy joven y aún estaba lleno de esperanza.

Comprendí por la expresión de sus ojos, tristes entonces, que en efecto aquello lo había escrito muchos años atrás.

—Siempre he creído —comenzó a decir— en eso a lo que los hombres llaman vida. A pesar de todo lo que me ha ocurrido con el paso del tiempo… Perdí cuanto más quería, mi esposa, mis hijos… todo… Entonces, cuando más solo me hallaba en este mundo, tuve la ventura de conocer a su abuelo… Fue él quien me ayudó a comprender que nuestros deseos y aspiraciones sólo son expectativas, ilusiones, una larga espera… Y me ayudó a comprender igualmente cómo se enraciman, cómo se devoran entre sí las esperanzas, las expectativas, la espera, para quitarnos del rostro la máscara y que rueden las lágrimas propias del llanto de esos fantasmagóricos vampiros que penan eternamente. Llamamos a ese proceso el tiempo de las sanguijuelas, pues son las sanguijuelas las que succionan la sangre de nuestro corazón, henchido de tiempo, para quitarnos la savia de la vida. El tiempo, amigo mío, es una sanguijuela. En esta misma habitación en la que nos encontramos decidí hace muchos años emprender la conquista de la muerte mediante el estrangulamiento de todas las esperanzas, tan devastadoras como ese tiempo que indefectiblemente deviene en una sanguijuela. Y entonces… —hizo una pausa y respiró profundamente para hallar de nuevo el resuello que le faltaba—, y entonces me convertí en una especie de leño que no diferencia si lo acarician o si lo golpean con el hacha, si lo arrojan al agua o lo echan al fuego… Desde aquel día, al menos eso quiero creer, me he desprovisto del sufrimiento consustancial a la esperanza. Ya no necesito buscar consuelo; en realidad, ya no preciso de nada. Además, ¿dónde podría hallar lo que necesitara? Sé qué soy, naturalmente; sé también quién soy… Sé que vivo… Pero hay una diferencia fundamental entre vivir y estar vivo.

—Lo que dice parece muy simple, pero es terrible —lo interrumpí profundamente conmovido por sus palabras.

—No crea. Las cosas son simplemente lo que parecen —dijo sonriendo tristemente—; el problema radica en que albergamos esperanzas. Al margen de este sentimiento, de este dolor de corazón, le aseguro que se ve uno imbuido de una suerte de beatitud que acaso comprenda usted si le digo que es muy parecida a un sueño confortador. Es una especie de dulce melodía que calma los nervios. Y en esa calma puedo saber quién soy realmente. Cuando nace en el corazón esa melodía, ya no muere. Ni durante el sueño, ni cuando el mundo exterior nos llama y agita con sus oleadas, ni cuando llega la hora de la muerte cesa esa melodía.

»Le diré por qué mueren los hombres tan pronto, por qué no viven esos miles de años que dicen las escrituras de los antiguas patriarcas que debe vivir el hombre… Son como las primeras hojas del árbol, pero olvidan que pertenecen al tronco; por eso mueren los hombres en el primer otoño… Ahora le diré cómo he logrado preservar mi cuerpo de esa devastación.

»Hay una doctrina antigua, muy antigua, tanto como la misma humanidad, que se ha transmitido oralmente hasta nuestros días, aunque son muy pocos los que la conocen. Esa doctrina nos enseña a mantenernos en pie ante el umbral de la muerte, y a traspasarlo incluso sin perder la conciencia de que lo hacemos; sólo el que ha muerto en su primer otoño lo traspasa inconscientemente. Quien logra traspasar incólume ese umbral deviene en un maestro de sí mismo, en un hacedor de su propia existencia. Así gana un nuevo ser, en sí mismo, sin dejar de ser… Y ese nuevo ser que refuerza el sí mismo es la herramienta que nos da la facultad de convertir nuestras manos y nuestros pies en los órganos imprescindibles.

»El latido del corazón y nuestro hálito insuflan la vida al espíritu, capaz así de ir en pos del tiempo, a través de las edades, como fueron los israelitas tras salir de Egipto, como las aguas del Mar Rojo se hicieron a un lado para permitirles el paso.

»Así he ido yo, a través del tiempo, a despecho de las torturas sufridas, preservando siempre a mi espíritu de los sinsabores para fortalecer el cuerpo y hacer que sólo obedezca a mi espíritu. Muy pronto me sentí libre de ataduras, como nos sentimos al soñar que volamos… Pero también es cierto que alguna vez sentí que caía irremediablemente hasta verme arrastrado por una corriente negra que parecía ir del sur al norte. En nuestro lenguaje gnóstico llamamos a eso cruzar el Jordán. Vadear peligrosamente la existencia, no tanto con el agua al cuello como con la sangre a la altura de nuestras orejas. Cuando hice ese tránsito oí voces que me alertaban, que me llamaban a volver atrás. Estuve a punto de hacerlo, asustado, temeroso ante aquellas voces que me invitaban a desistir como tantos lo habían hecho. Pero entonces vi unas piedras que sobresalían del agua y a las que me así, resistiendo al torrente hasta que pude nadar y alcanzar la orilla. Allí me vi, en mitad de la noche, desnudo como un niño recién nacido. Habían desaparecido de mí los caracteres de mi sexo, pero poseía ahora un tercer ojo, que era como el ojo de Polifemo. Un ojo que me guiaba en la oscuridad y me llevaba de tierra en tierra y de isla en isla.

»Fui a lo largo de un camino bañado por la luna, pero no sentía el suelo bajo mis pies. Cuando intentaba tocar los árboles o los arbustos, no los sentía en mis manos. Era como si hubiese entre lo que me rodeaba y yo una cortina de aire que me impidiera el contacto. La fosforescencia de las hojas y de las ramas caídas todo lo cubría, imposibilitando la visión. Pero el perfil de las cosas semejaba vagamente la existencia de algo blando y húmedo como los moluscos y todo parecía extraordinariamente sobredimensionado. Pájaros de grandes plumas, pájaros de ojos redondos y enormes… Animales como perros gigantescos que se deslizaban lentamente sobre el musgo para acercarse a mí y observarme…

»Había una viscosidad indescriptible en todos aquellos extraños seres que me rodeaban.

»Eso me hizo cobrar consciencia de quién era realmente, y de lo que era: algo tan real como lo que me rodeaba; algo, a la vez, tan deletéreo como lo que me rodeaba; algo, en fin, que habitaba las sombras a medias entre lo terrenal y lo imposible; a medias entre lo real y lo que parecía soñado, como esas sombras que se devoran a sí mismas en la muy larga espera de la felicidad. Como el hambre que mata a los cachorros de los animales del bosque, cuando sus madres salen en busca de alimento y tardan en volver, así crecen los espectros en esa región de los espíritus, y así los espectros, para no morir definitivamente, absorben la sangre de las criaturas de este mundo, como las sanguijuelas y como las arañas. Los poderes de la vida no son nada, pues ante ese ansia de sangre se desvanece toda esperanza; todo es voracidad en ese país del tiempo de las sanguijuelas; y sólo la voracidad impera mientras alguien aguarda en vano la culminación de sus esperanzas.

»Tras salir milagrosamente indemne de ese tránsito, llegué a una ciudad habitada por mucha gente… A unos los había conocido en la tierra. Traté de preservarme, cuanto me fue posible, de sus vanas esperanzas; más aún, traté de abortar sus propias esperanzas. Vi que cuanto más erraban a la espera de la concreción de sus esperanzas, más caían en la devastación que los tornaba vampiros, esos seres demoníacos que habían devorado sus corazones sin que pudieran darse cuenta, precisamente porque los vampiros también albergan la esperanza de vivir a través de las edades para redimirse y así van devorando el tiempo y la vida de los píos. Y así vi cómo también los píos se convierten en monstruos de grandes garras y ojos encendidos, en busca de sangre con la que hinchar sus mejillas.

»En aquella ciudad vi también un banco con un letrero que anunciaba en sus ventanas:

Fortuna

Despacho de Lotería

Todos los boletos

son ganadores

del Primer Premio.

»De aquel banco salía gente arrastrando sacos llenos de oro, mostrando grandes sonrisas triunfales en sus rostros de labios tumefactos: eran fantasmas que se habían dejado la existencia en la tierra buscando la suerte, insaciables de ganancias.

»Entré en el gran hall del banco, que semejaba un templo colosal, con columnas que parecían llegar al cielo. Allí, en su trono hecho con sangre coagulada, reinaba un monstruo con cuatro brazos. Su cuerpo era humano, pero tenía la cabeza de una hiena y reía abriendo sus grandes mandíbulas. Era el dios de la guerra, aquel a quien las naciones más salvajes y supersticiosas elevan sus preces para pedir la victoria sobre el enemigo.

»Lleno de horror salí corriendo, angustiado por aquella atmósfera de corrupción y decadencia. Me perdí en las calles, pero sólo para desembocar ante un palacio esplendoroso como nunca me había sido dado contemplar palacio alguno. Todo, las piedras, la ornamentación, el esplendor, en fin, me resultaba familiar. Era como si yo mismo lo hubiera construido, o soñado. Comencé a subir la escalinata de mármol. En la gran puerta que había ante mí pude leer… mi nombre: JOHANN H. OBEREIT. Entré. Una vez en el interior me vi con un manto de púrpura y sentado a una mesa en la que había viandas propias de un festín. Miles de esclavas bellísimas servían ese festín. De inmediato reconocí en ellas a todas las mujeres que dieron placer a mis sentidos a lo largo de mi vida, incluso aquellas con las que sólo pasé un momento.

»Un sentimiento de odio indescriptible me invadió cuando reparé en que todas ellas no me habían hecho sino caer en la perversión vestida con todos los lujos que había sido mi vida; fue así como yo mismo hice un llamamiento a mi salvación acudiendo a mi propio ser, el único que podía liberarme de las vanas esperanzas y de las expectativas que aún anidaban en mi alma.

»Con auténtico pavor contemplé entonces el discurrir de mi vida entera, una vida desperdiciada en la espera, en la constante espera que sólo conduce a la muerte. En ese sentimiento pasé unas pocas horas.

»Como una burbuja había transcurrido mi vida. Le aseguro que lo último que vemos en esta tierra es precisamente lo que genera nuevas esperanzas, una nueva espera. El mundo entero viene a ser preservado de sus miserias, así, por el pestífero hálito de lo decadente. ¿Quién no ha experimentado esa enervante debilidad que se apodera de uno cuando está sentado en la sala de espera de un médico o de un abogado? Pues eso a lo que llamamos vida no es más que la sala de espera de la muerte.

»Repentinamente había comprendido al fin qué es el tiempo. Nosotros mismos estamos hechos al margen del tiempo. Los cuerpos parecen algo en sí mismos, pero no son más que tiempo coagulado. Nuestro diario peregrinar sólo nos conduce a la tumba, que es una forma de regresar al tiempo, y de esperar en vano la consecución final de las esperanzas, pero los síntomas de ese proceso no son distintos de los que se producen con el hielo, cuando vuelve a ser agua.

»Ahora lo comprendo todo, al fin; este conocimiento hierve en mi mente y me llena de dudas que se acrecientan de continuo y hacen que el conocimiento muestre un gesto de horror en el rostro con que me alumbra. Hace años que supe qué tenía que hacer: luchar contra la muerte con todas las armas disponibles; luchar contra esos fantasmas que succionan nuestra sangre como los vampiros.

»Sí, los vampiros saben perfectamente cómo hacerse invisibles a los hombres, cómo ocultarse a nuestras miradas, pues nuestros ojos son los parásitos de nuestra existencia. Esa es la mayor y más diabólica treta de los vampiros: hacernos creer que no existen. Pero desde que adquirí ese conocimiento del que le he hablado, mi vida gira en torno a dos ideas: expulsar la idea de la ilusión y la idea de la espera.

—Creo —intervine entonces, aprovechando un silencio del anciano—que yo no sería capaz de dar ese primer paso necesario para emprender el viaje del que usted me ha hablado. Y lo creo así porque estoy seguro de que mi alma, como la de todos los hombres, se alimenta de la ilusión y de la espera, y sólo contraviniendo esos anhelos del alma podrá llegar al estado de placidez que usted propone. Mi alma vive de la esperanza… Pero…

—Sí, pues contravenga usted a su alma —me interrumpió—. La esperanza vive en usted mismo, en su propia vida. Bien, sea usted el eje sobre el cual tenga que girar su alma, no permita que el proceso siga produciéndose a la inversa. Conviértase en un autómata, conviértase en un muerto viviente, eso es lo que le sugiero… No se deje tentar por las frutas más sabrosas y así acabará con la esperanza del deleite. No alargue usted jamás una mano, para que nadie se la tome. Al principio parecerá usted un vagabundo penando en busca de consuelo por los desiertos, pero lentamente su soledad le hará descubrir el brillo real de las cosas, por lo que podrá contemplarlas en su verdad —tanto las más bellas como las más feas—; y comprenderá entonces que la verdad de las cosas es su único esplendor. Todo, así, carecerá para usted de importancia, y le dará a la vez lo mismo que las cosas no la tengan… Todo evento, todo cuanto suceda ante sus ojos, será importante en la misma medida en que carecerá de toda importancia. Será como matar al dragón y beber su sangre; podrá decirse entonces: navegué a través de un mar sin orillas y de una vida sin fin, con velas de nieve.

Todo lo anterior fueron las últimas palabras que me dijo Johann Hermann Obereit. No he vuelto a verlo.

Han pasado muchos años desde aquel día, pero he tratado de seguir, tan bien como me ha sido posible hacerlo, su doctrina. No obstante, ni la ilusión ni la espera son ajenas a mi corazón.

Soy quizá demasiado débil como para arrancar de mí esas palabras, por lo que seguramente jamás adornará mi tumba esta leyenda:

V

I

V

O

 

 

La casa de la última farola. Tomo I: El Relojero

La casa de la última farola. Tomo I: El Relojero

«¿Esto?, ¿arreglarlo?, hacer que marche otra vez?», preguntó asombrado el anticuario, empujando sus gafas hasta la frente y mirándome perplejo. «¿Por qué quiere usted ponerle en marcha? ¡Si sólo tiene una manilla!... ¡y la esfera carece de cifras!», agregó observando cuidadosamente el reloj a la viva luz de una lámpara, «en lugar de las horas sólo tiene rostros florales, cabezas de animales y de diablos». Empezó a contar; después alzó su rostro con un interrogante en su mirada: «¿Catorce? ¡El día se divide en doce horas! En mi vida he visto una obra más extraña. Le daré un consejo: déjelo como está. Doce horas al día son ya bastante difíciles de soportar. ¿Quién se tomaría hoy el trabajo de descifrar la hora según este sistema numérico? Sólo un loco.»

No quise decir que toda mi vida había sido yo ese loco, que nunca había poseído otro reloj, y que quizás por eso había venido demasiado pronto, y guardé silencio. De ello dedujo el anticuario que mi deseo de ver al reloj funcionando de nuevo seguía imperturbable; sacudió la cabeza, tomó un cuchillito de marfil y abrió cuidadosamente la caja guarnecida de piedras preciosas y donde -de pie sobre una cuádriga- se veía una criatura fantástica pintada en esmalte: un hombre con pechos de mujer, dos serpientes a modo de piernas; su cabeza era la de un gallo. En la mano derecha llevaba el sol y en la izquierda un látigo.

«Seguramente se trata de un antiguo recuerdo de familia», adivinó el anticuario. «¿No dijo usted antes que se había parado esta noche? ¿A las dos? Esta pequeña cabeza de búfalo roja con dos cuernos indica seguramente la segunda hora.»

No recordaba haber dicho algo semejante, pero, en efecto, el reloj se había parado la noche pasada a las dos. Es posible que hubiera hablado de ello, pero yo no podía recordar nada: me sentía aún muy afectado, pues a esa misma hora había sufrido un grave ataque de corazón y creí que me moría. En un estado de semi-inconsciencia vacilante me había aferrado a un pensamiento: si se pararía o no el reloj. Mis sentidos, ya oscurecidos, me hicieron sin duda confundir el corazón y el reloj asociándolos a una misma idea. Quizá los moribundos piensen de modo parecido. ¿Quizá por eso es tan frecuente que los relojes se paren cuando sus dueños mueren? Desconocemos la fuerza mágica que un pensamiento puede llevar consigo.

«Es curioso», dijo el anticuario después de un rato; mantenía la lupa bajo la lámpara, de modo que un foco de luz cegadora incidía sobre el reloj, y me indicaba unas letras que estaban grabadas en la cara interna de la tapa dorada.

Entonces leí: «Summa Scientia Nihil Scire».

«Es curioso», repitió el anticuario, «este reloj es la obra de un loco. Ha sido hecho en nuestra ciudad. No creo equivocarme. Existen muy pocos ejemplares de éstos. Nunca había pensado que pudieran funcionar realmente. Creí que eran sólo el pasatiempo de un loco, que tenía el pequeño capricho de escribir su divisa en todos sus relojes: "La mayor sabiduría nada es". No entendí bien lo que quería decir. ¿Quién podía ser ese loco al que se refería? El reloj era muy antiguo, procedía de mi abuelo, pero lo que el anticuario acababa de decir que sonaba como si el "loco" cuyas manos habían construido el reloj viviera todavía.

Antes de que pudiera formular la pregunta apareció en mi imaginación -con más claridad y nitidez que si atravesara la habitación- un hombre que avanzaba en medio de un paisaje invernal, la figura alta y delgada de un anciano, iba sin sombrero, su pelo tupido y blanco como la nieve ondeaba en el viento y su cabeza -contrastando con su elevada figura- parecía pequeña, su rostro sin barba y de rasgos agudamente recortados, los ojos negros y muy juntos, como los de un pájaro de presa. Vistiendo un descolorido abrigo largo de terciopelo raído, como los que llevaban en su tiempo los patricios de Nüremberg, caminaba por aquellos parajes.

«Exactamente», murmuró el anticuario asintiendo con aire distraído, «exactamente: el loco».

«¿Por qué ha dicho exactamente?», pensé. «Por casualidad», añadí inmediatamente; «sólo son palabras vacías. ¡Si yo no he abierto la boca!» Como sucede con frecuencia, ha usado ese "exactamente" para subrayar una frase que acababa de pronunciar; no se refiere en modo alguno a la imagen del anciano que yo estaba recordando; no tiene relación alguna en mi memoria, para despertar hoy, irrumpiendo con a la escuela, tenía que pasar siempre por un muro largo y desolado que rodeaba un parque de olmos. Día a día, durante años incluso, mis pasos se iban haciendo más rápidos a medida que recorría el muro, pues siempre me invadía una incierta sensación de temor. Posiblemente -hoy ya no lo recuerdo- porque me imaginaba (o tal vez lo había oído decir) que allí vivía un loco, un relojero que aseguraba que los relojes eran seres vivientes... ¿o me equivocaba? Si hubiera sido un recuerdo de algún suceso de mis tiempos escolares, ¿cómo es posible que una sensación mil veces vivida haya dormitado en mi memoria, para despertar hoy irrumpiendo con tal vehemencia ... ? Evidentemente, habían transcurrido cuarenta años desde aquello; ¿pero era ésta una razón suficiente?

«Quizá lo haya vivido en el tiempo en que mi reloj señala una hora que no es la acostumbrada», exclamé en tono divertido.

El anticuario se quedó mirándome extrañado al no entender el sentido de mis palabras.

Continué cavilando y llegué a una conclusión: el muro que rodea el parque debe existir todavía. ¿Quién se hubiera atrevido a demolerlo? Entonces corría ya el rumor de que eran las murallas básicas de una iglesia que debería ser terminada en el futuro. ¡Nadie destruye una cosa así! ¿Viviría aún el relojero? Seguramente él podría arreglar mi reloj, al que yo tanto amaba. ¡Si supiera al menos cuándo y dónde le vi! No podía haber sido recientemente, pues estábamos en verano y según la visión que tuve, su imagen aparecía en medio de un paisaje invernal.

Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no podía seguir las largas explicaciones que, de repente, había iniciado el anticuario. Sólo de vez en cuando, percibía algunas frases deslabazadas que llegando a mí en un murmullo enmudecían después como un romper de olas en la playa; en las pausas sentía zumbar mis oídos y hervir la sangre como todo hombre viejo cuando escucha atentamente; sólo el ruido del trajín cotidiano le hace olvidarlo; es un zumbido lejano implacable y amenazante: el aleteo del buitre que remontándose desde los abismos del tiempo se va acercando lentamente y cuyo nombre es «muerte»...

No sabía a ciencia cierta si el que me hablaba era el hombre que tenía el reloj en la mano o ese ser que hay en mí, y que a veces despierta en un corazón solitario -cuando alguien se acerca al armario que contiene los recuerdos olvidados- para cuidar, como secreto guardián solícito, de que estos recuerdos no mueran.

En ocasiones me sorprendía a mí mismo corroborando algo que decía el anticuario y luego pensaba: ha expresado alguna idea que me era conocida; pero cuando trataba de reflexionar sobre ella no me era posible sacarla del pasado y percibirla intelectualmente. No: las ideas permanecían rígidas como figuras sin vida; el sonido de las palabras se extinguía antes que el oído pudiera transmitir su mensaje a la mente. No comprendía ya su sentido. Pasando del reino temporal al reino espacial, parecían rodearme como máscaras muertas.

«Si el reloj funcionara de nuevo», dije exteriorizando el martirio de mis reflexiones e interrumpiendo con ello el discurso del comerciante. Lo había dicho refiriéndome a mi corazón, pues sentía que quería olvidarse de latir y me aterrorizaba la idea de que la manecilla de mi vida pudiera pararse de repente ante una flor fantástica, un animal o un demonio, como de hecho se había parado el reloj ante la cifra que indicaba las catorce horas. Así yo quedaría expulsado para siempre a la eternidad de un tiempo ya transcurrido.

El anticuario me devolvió el reloj; seguramente creyó que me había referido a éste.

Mientras recorría desiertas callejuelas nocturnas, cruzaba plazas adormecidas y pasaba por casas soñolientas iluminadas por farolas centelleantes, hube de pensar -por la seguridad con que avanzaba- que el anticuario me había indicado donde vivía el relojero sin nombre, y donde estaba el muro que rodeaba el parque de olmos. ¿No fue él quien me dijo que sólo el viejo podía curar a mi reloj enfermo? ¡Quién sino él podía haberme dado tal seguridad! También debió describirme -sin que yo fuera consciente de ello- el camino que conducía a su casa, pues mis pies parecían conocerlo exactamente: ellos me llevaron a las afueras de la ciudad haciéndome recorrer una calle blanca que atravesando olorosas praderas estivales parecía conducir a la infinitud.

Pegadas a mis talones me seguían dos negras serpientes, que atraídas por la clara luz de la luna habían salido de la tierra. Quizá fueran ellas las que me sugerían aquellos pensamientos envenenados: no le encontrarás, hace cien años que murió.

Para escapar de ellas torcí rápidamente a la izquierda, adentrándome en un sendero; entonces apareció mi sombra surgiendo asimismo del suelo y las devoró. Ha acudido para guiarme, pensé, y sentí un profundo alivio al verla caminar segura, sin vacilar un instante; continuamente la miraba sintiéndome feliz al no tener que cuidarme del camino. Poco a poco fue acudiendo a mi mente aquella extraña sensación indescriptible que había tenido en mi niñez cuando, jugando conmigo mismo, cerraba los ojos y caminaba con paso seguro sin preocuparme de una posible caída: es como si el cuerpo escapara de todo temor terreno, como un jubiloso grito interior, como un reencuentro con el yo inmortal que exclama: ¡ahora no me puede ocurrir nada!

Entonces apareció el enemigo hereditario que el hombre lleva en sí: la fría y lúcida razón y con ella la última duda de que quizá no encontrara a aquel que buscaba.

Después de caminar largo rato mi sombra se deslizó rápidamente en una zanja que había a lo largo de la calle y desapareció, dejándome solo; entonces supe que había llegado a la meta.

¡En caso contrario no me hubiera abandonado!

Con el reloj en la mano me encontré de repente en la estancia del hombre que -yo lo sabía a ciencia cierta- era el único que podía hacerlo funcionar de nuevo.

Sentado ante una pequeña mesa de arce contemplaba inmóvil a través de una lupa -fijada a su frente por una correa- un objeto diminuto y brillante que yacía sobre la mesa de clara madera veteada. En la blanca pared que se encontraba a sus espaldas había una inscripción con letras en forma de arabescos y ordenadas en círculo como si fueran las cifras de un gran reloj:

«Summa Scientia Nihil Scire».

Respiré profundamente: ¡aquí estoy a salvo! Este exorcismo alejaba de mí la odiada e imperiosa necesidad de pensar, aquellas cavilaciones apremiantes: ¿Cómo has entrado? ¿A

través del muro? ¿Por el parque?

En un estante cubierto de terciopelo rojo aparecen en gran número -quizá lleguen al centenar- toda clase de relojes: esmaltados en azul, en verde, en amarillo; decorados con joyas o grabados, unos reducidos al esqueleto, otros lisos y con entalladuras, algunos aplastados o en forma de huevo. Aunque no se los oye -su tic-tac es demasiado débil-, el aire que los rodea se presiente cargado de vida; como si allí estuviese enclavado un reino de enanos en afanoso trajín.

Sobre un basamento hay una pequeña roca de feldespato carnoso, de la que surgen –formadas por piedras de bisutería- flores multicolores; entre ellas, un esqueleto humano con su correspondiente guadaña, que espera -con aire inocente- el momento de segarlas. Se trata de un «relojito de la muerte» de estilo romántico-medieval. Cuando comienza la siega, golpea con su guadaña el fino cristal de la campana, que, como una pompa de jabón o como el sombrero de una gran seta de fábula, está a su lado.

La esfera, situada en la parte inferior, parece la entrada de una cueva donde las dentadas ruedas permanecen inmóviles.

De las paredes -llegando hasta el techo- cuelgan relojes y más relojes: antiguos, con orgullosas caras costosamente enriquecidas; en actitud descuidada, dejan oscilar su péndulo proclamando, en un bajo profundo, su majestuoso tic-tac.

En la esquina, de pie en su fanal de cristal, una «blancanieves» hace como si durmiera; pero un leve palpitar rítmico indica que nada escapa a su mirada. Otras nerviosas damitas de estilo rococó -el orificio de la llave bellamente decorado- aparecen sobrecargadas de adornos compitiendo -hasta faltarles la respiración- por acelerar el ritmo de los segundos. Los diminutos pajes que las acompañan se apresuran emitiendo risitas sofocadas: zic-zic-zic.

Otros, formados en larga fila y cubiertos de hierro, plata y oro, como caballeros armados, parecen borrachos que dormitan emitiendo ronquidos de vez en cuando y haciendo sonar sus cadenas como si al despertar de su embriaguez fueran a luchar con el mismísimo Cronos.

En una cornisa, un leñador con pantalones tallados en caoba, y nariz de cobre reluciente, mueve la sierra sin cesar, desmenuzando el tiempo en partículas de serrín...

Las palabras del viejo me sacaron de mi ensimismamiento:

«Todos han estado enfermos; yo les he devuelto la salud». Le había olvidado, hasta el punto de que al principio creí que su voz era el sonido de uno de los relojes.

La lupa que había empujado hacia arriba aparecía en medio de su frente como el tercer ojo de Schiva y en su interior relucía una chispa: reflejo de la lámpara del techo.

Asintió con la cabeza y me miró con tal fuerza que mis ojos quedaron fijos en los suyos: «Sí, han estado enfermos; han creído que podían cambiar su destino yendo más de prisa o más despacio. Han perdido su dicha cayendo en el error de que podían ser los dueños del tiempo. Librándolos de esta quimera, he devuelto la tranquilidad a sus vidas. Algunos como tú -saliendo, en sueños, de la ciudad en las noches de luna- encuentran el camino hacia mí y trayéndome su reloj me piden, entre quejas y ruegos, que le sane; pero a la mañana siguiente lo han olvidado todo, incluso mi medicina».

«Sólo aquellos que comprenden mi lema», señaló a sus espaldas, refiriéndose a la frase escrita en la pared, «sólo esos dejan sus relojes aquí, bajo mi tutela».

Algo comenzó a clarear en mí mente: el lema debe encerrar algún misterio. Quise preguntar, pero el anciano levantó la mano en actitud amenazante: «No hay que desear saber; la sabiduría viviente viene por sí sola! La frase tiene veinticinco letras; son como las cifras de un gran reloj invisible que señala una hora más que los relojes de los mortales de cuyo ciclo no hay escape posible; por eso los "cuerdos" se burlan diciendo: ¡Mira ése! ¡Qué loco! Se burlan y no se dan cuenta del aviso: "No te dejes atrapar por el ciclo del tiempo". Se dejan guiar por la pérfida manilla del "entendimiento", que prometiéndoles eternamente nuevas horas, sólo les trae viejos desengaños».

El viejo guardó silencio. Con una muda súplica le entregué mi reloj muerto. Lo tomó en su bella mano blanca y delgada y cuando, abriéndolo, echó una mirada a su interior, sonrió casi imperceptiblemente. Con una aguja rozó cuidadosamente la maquinaria de ruedas y tomó de nuevo la lupa. Sentí que un ojo experto examinaba mi corazón.

Pensativamente contemplé su rostro tranquilo. Por qué -me pregunté- le temería yo tanto cuando era niño.

De repente me invadió un espanto sobrecogedor: éste, en quien espero y confío, no es un ser verdadero. ¡De un momento a otro va a desaparecer! No, gracias a Dios: era solamente la luz de la lámpara que había vacilado para engañar así a mis ojos.

Y fijando de nuevo mi vista en él, seguí cavilando: ¿Le he visto hoy por primera vez? ¡No puede ser! Nos conocemos desde... Entonces, vino a mí el recuerdo, penetrándome con la claridad del rayo: nunca había caminado -siendo escolar- a lo largo de un muro blanco; nunca había temido que detrás de éste habitase un relojero loco; había sido la palabra «loco» para mí vacía e incomprensible la que en mi niñez me había asustado cuando se me amenazaba con convertirme en «eso» si no entraba pronto en razón.

Pero el anciano que estaba ante mí, ¿quién era? Tenía la impresión de que también esto lo sabía: ¡Una imagen, no un hombre! ¡Qué otra cosa iba a ser! Una imagen que, como una sombra incipiente, crecía secretamente en mi alma; un grano de semilla que había arraigado en mí, al comienzo de mi vida, cuando en la camita blanca -mi mano en la de aquella vieja niñera- escuchaba medio en sueños aquellas palabras monótonas... que decían... si, ¿cómo decían...?

Sentí en la garganta una sensación de amargura, una tristeza abrasadora: ¡Todo lo que me rodeaba no era más que apariencia fugaz!

Quizá dentro de un minuto despierte de mi sonambulísmo: me encontraré ahí fuera a la luz de la luna y tendré que volver a casa, junto a los seres vivientes poseídos de entendimiento.

¡Muertos en la ciudad!

«En seguida, en seguida termino», oí la voz tranquilizadora del relojero, pero no me sirvió de consuelo, pues la fe que en mi pecho albergara se había extinguido.

¿Cómo decían aquellas palabras de la niñera? Necesitaba, quería saberlo a toda costa... Poco a poco fueron acudiendo a mi memoria sílaba tras sílaba:

«Si tu corazón se te para en el pecho, no tienes más que llevárselo; a todo reloj capaz es él de poner de nuevo en marcha».

«Tenía razón», dijo el relojero distraidamente mientras su mano soltaba la aguja; y en aquel instante se deshicieron mis sombríos pensamientos. Se levantó y puso el reloj en estrecho contacto con mi oído; escuché: marchaba regularmente, en concordancia con los latidos de mi corazón.

Quise darle las gracias, pero no encontré las palabras; me sentía ahogado de alegría y de vergüenza por haber dudado de él.

«No te aflijas», me consoló, «no ha sido culpa tuya. He sacado una ruedecita y la he vuelto a colocar. Estos relojes son muy delicados; a veces no pueden con la segunda hora. ¡Aquí lo tienes! ¡Tómalo de nuevo, pero no digas a nadie que funciona! Se burlarían de ti e intentarían hacerte daño. Desde la juventud lo has llevado contigo y has creído en las horas que marca: catorce en lugar de la una de la madrugada, siete en lugar de seis, domingo en lugar de día laboral, imágenes en lugar de cifras muertas.

¡Sigue siéndole fiel, pero no lo digas a nadie! ¡Nada hay más estúpido que un mártir que se jacta de serlo! Llévalo oculto en tu corazón y en el bolsillo lleva uno de esos relojes burgueses, oficialmente regulados, con su esfera blanca y negra, para que puedas ver siempre qué hora es para los otros. Y nunca te dejes envenenar por el hedor pestilente de la «segunda hora». Como sus once hermanas, está muriendo. La invade un fulgor rojo prometedor como la aurora. Rápidamente se tornará roja como la llama y la sangre. Los viejos pueblos del Este la llaman la «hora de los bueyes». Pasan los siglos y ella continúa apaciblemente: el buey ara.

Pero súbitamente -en la noche- los bueyes se convierten en búfalos rugientes, el demonio los acucia con sus cuernos y pisotean los campos en una ira ciega y salvaje; luego aprenden de nuevo a cultivar los campos; el reloj burgués se pone de nuevo en marcha, pero sus manecillas no marcan el tiempo -en su trayectoria circular- del animal humano. Todas sus horas traman algún propósito -cada una con su ideal propio-, pero el mundo se verá invadido por un monstruo.

Tu reloj se ha parado a las dos; la hora de la destrucción. Pero ha tenido la benevolencia de seguir; otros se mueren en ella y se pierden en el reino de la muerte. El ha encontrado el camino hacia aquel de cuyas manos salió. ¡Piensa en esto! Si lo ha logrado es porque tú le has amado y cuidado toda una vida; nunca te has enojado con él, aunque su tiempo no coincide con el de la tierra».

Acompañándome hasta la puerta me tendió la mano al despedirse y dijo: «Hace un momento dudaste si yo vivía o no. Créeme: soy más viviente que tú mismo. Ahora conoces exactamente el camino que te lleva a mí. Pronto nos veremos; quizá pueda enseñarte a curar relojes enfermos. Entonces -señaló el lema escrito en la pared- tal vez esa frase se realice en ti:

“Nihil scire omnia posse

No saber nada es poderlo todo”».


Murciélagos (II) Maese Leonhard

Murciélagos (II) Maese Leonhard

MAESE LEONHARD

Maese Leonhard está sentado inmóvil en su sillón gótico, y con los ojos bien abiertos, mantiene su mirada absorta clavada hacia adelante.

El reflejo del fuego de leñas que arde de lleno en el pequeño hogar tiembla sobre la tela rústica de su cilicio, pero el resplandor no queda adherido a nada de esa inmovilidad total que lo rodea; se desliza por la larga y blanca barba, por la cara surcada y las manos sarmentosas, que en ese silencio de muerte, parecen como fundidas con el marrón y oro de la madera tallada en que se apoyan. La mirada de Maese Leonhard permanece fija en la ventana, delante de la cual se alzan los altos túmulos de nieve que circundan la capilla ruinosa y semihundida en la que se halla sentado, pero en su mente puede ver las lisas y desnudas paredes detrás suyo, la cama estrecha y modesta, el crucifijo colgado sobre la puerta carcomida; ve la jarra de agua, el pan casero de harina de hoyuco y el cuchillo con mango de hueso que se apoya a su lado en el estante del rincón.

Oye como afuera las ramas de los árboles se quiebran bajo el peso de la escarcha y ve los  carámbanos que brillan en la cortante luz de la luna. Puede ver su propia sombra caer a través de la ventana ojival y bailar sobre la brillante nieve su ronda de espectros con las siluetas de los pinos cada vez que las llamas del hogar estiran sus cabezas para enseguida volverse a agachar; entonces ve como su sombra se encoge hasta asemejarse a la figura de un macho cabrío agazapado sobre un trono de negro y azul, los capiteles del sillón formando cuernos diabólicos sobre orejas puntiagudas.

Una vieja jibosa que viene cojeando desde la carbonera que queda a horas de distancia, más allá de los pantanos situados en la profundidad de la ladera, llega arrastrando trabajosamente a través del

bosque un trineo cargado de leña menuda; deslumbrada por la luz repentina, se asusta y no comprende.

Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.

Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.

Mentalmente, Maese Leonhard la sigue durante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectáculo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.

Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraídos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.

Se oye el incesante, nunca interrumpido susurrar de su negro vestido de seda, que como el  nervante

zumbido de millones de insectos, llena todos los espacios del castillo, filtrándose a través de pisos y paredes, robándole la paz tanto a los hombres como a los animales.

Aún los objetos parecen sometidos al hechizo de sus finos labios siempre dispuestos a pronunciar órdenes; cada cosa debe estar siempre dispuesta a cambiar de lugar, nadie ni nada debe atreverse jamás a sentirse como en casa. A la vida del mundo sólo la conoce de oídas, meditar acerca del sentido de la existencia es algo que se le antoja superfluo y un pretexto para la molicie; sólo cuando de la mañana a la noche en la casa reina un inútil corretear de un lado para el otro, sólo cuando se siente rodeada de un febril y desmoralizante cansarse para nada hasta llegada la hora del sueño, su madre cree haber cumplido con los deberes para con la vida. En su cerebro jamás pensamiento alguno pudo llegar a su fin, apenas nacido ya debe convertirse en una acción precipitada y estéril. Ella es igual que el segundero que avanza atropelladamente y que, desde su condición de pigmeo, cree que el mundo tiene que detenerse en cuanto él deja de producir tres mil seiscientas revoluciones alrededor de su propio eje durante doce veces por día, limando así el tiempo hasta convertirlo en polvo y sin poder aguardar, en su impaciencia, a que las pausadas y serenas agujas del reloj alcen sus largos brazos para dar las campanadas.

Sucede a menudo que en medio de la noche salte de la cama como una posesa para despertar a la servidumbre: las macetas, que se alinean en filas infinitas a lo largo de todas las ventanas, deben ser regadas de inmediato; ella no conoce en absoluto el "por qué" de semejante decisión, le basta con haber resuelto que "debe" ser así. Nadie se atreve a contradecirla, todos enmudecen en vista de la inutilidad de luchar contra un fuego fatuo con la espada de la razón.

Las plantas jamás tienen tiempo de echar raíces pues se las trasplanta casi diariamente; jamás se posan los pájaros sobre el techo del castillo; en su obscuro deambular, bandadas de ellos atraviesan el cielo, de un lado a otro, más arriba o más abajo, a veces hasta convertirse en puntos y a veces en magras manos aleteantes, anchas y chatas.

Hasta en los rayos del sol se nota un permanente temblor, pues siempre sopla un viento que ahuyenta la luz con nubes apuradas; de la mañana a la noche se producen disturbios entre las hojas y ramas de los árboles, y no hay nunca un fruto que pueda llegar a su sazón... en mayo ya no quedan hojas que puedan protegerlos. En derredor, la naturaleza toda se ha contagiado de la inquietud que

reina en el castillo. Maese Leonhard se puede ver ahora sentado delante de su pizarra con las tablas de contar, tiene doce años, aprieta fuertemente sus oídos con las manos tratando de no oír el eterno trepidar de los pasos de las criadas por las escaleras ni las estridencias de la voz de su madre... es inútil; las cifras se convierten en un enjambre de duendes diminutos y malévolos, atraviesan en loca carrera su cerebro, su nariz, su boca y sus oídos, y hacen arder su piel y su sangre. Trata de leer... no hay caso: las letras bailan ante su vista, se convierten en un enjambre de moscas inasibles. La voz de la madre lo sobresalta: "¿Es posible que aún no hayas aprendido tu lección?"; pero no se toma el tiempo necesario para esperar una respuesta, sus dementes ojos azul-pálido ya están hurgando en todos los rincones: no vaya a ser que en alguno de ellos haya quedado olvidada una partícula de polvo; telarañas que no existen deben ser barridas con la escoba, hay que cambiar de lugar los muebles, sacarlos del cuarto y volverlos a entrar, deshacer cajones y revisarlos, de arriba a abajo, para atrapar polillas que nunca existieron; las puertas de los armarios se abren y se cierran con estrépito, se destornillan y vuelven a atornillar las patas de la mesa, los cuadros son cambiados de lugar, los clavos arrancados de las paredes para ser clavados nuevamente donde estaban, los objetos se enloquecen, la cabeza del martillo sale volando del astil, los peldaños de las escaleras se quiebran, el yeso se desmorona desde el cielorraso –¡que venga enseguida un albañil!–, los estropajos quedan aprisionados en las puertas, las agujas se caen de las manos y quedan escondidas entre las junturas del piso, cuando no entre los almohadones cuyas costuras deben ser repasadas; el perro guardián del patio se suelta y entra arrastrando su cadena por todas las estancias que atraviesa, llevándose por delante el gran reloj de pie: el pequeño Leonhard busca nuevamente refugio entre las páginas de su libro y aprieta fuertemente los dientes para tratar de hallarle algún sentido a esa serie de ganchos negros que corren y saltan delante de su vista... le ordenan que se siente en otra parte, hay que sacudir los almohadones del sillón; se apoya, con el libro en la mano, contra el marco de la ventana... hay que darle una nueva mano de pintura al alféizar: ¿por qué no deja de estorbar... aprendió por fin su lección? Acto seguido sale como barrida por una idea fija; las criadas tienen que dejar todo como está y correr rápidamente detrás de ella para buscar hachas y palos para el caso de que haya ratas en el sótano.

El alféizar de la ventana quedó a medio pintar, faltan los asientos de sillas y butacas y el cuarto parece un montón de escombros; un sordo e infinito odio hace nido en el corazón del niño. Cada fibra de su cuerpo clama por paz; ansia que llegue la noche, pero ni el sueño logra la tan anhelada calma, locas pesadillas despedazan su cerebro cortando cada idea en dos partes que se persiguen mutuamente pero nunca sé alcanzan; los músculos no pueden relajarse, todo el cuerpo se halla en constante actitud defensiva, a la espera de órdenes que pueden caer en cualquier momento como rayos para exigir el cumplimiento de tal o cual cosa totalmente carente de fin y de sentido.

Los juegos diarios en el jardín no nacen de sus ansias juveniles, la madre los ordena irreflexivamente, como todo lo que hace, para de inmediato ordenar su interrupción; la insistencia en una misma actividad se le antoja quietud, quietud contra la cual se cree obligada a luchar como contra la misma muerte. El niño no se atreve a alejarse del castillo, permanece siempre al alcance de su voz, siente que no hay escapatoria: un paso de más y ya se oye caer una palabra gritada desde el hueco de cualquier ventana para trabar el movimiento de sus pies.

La pequeña Sabina, una niña campesina que vive con la servidumbre y que es un año menor que Leonhard, sólo es avistada por él desde lejos, y si alguna vez logran permanecer reunidos por contadísimos minutos, cambian rápidas frases deshilachadas, como navegantes que se cruzan en el agua gritándose palabras apuradas al pasar.

El viejo conde, padre de Leonhard, está paralítico de ambas piernas; se pasa el santo día sentado en su sillón de ruedas que nunca sale de la biblioteca, siempre a punto de comenzar una lectura; pero tampoco aquí hay calma, cada tanto, imprevisiblemente, las manos de la madre se ponen a revolver entre los libros, les quitan el polvo o los golpean tapa contra tapa, los señaladores caen al suelo, tomos que recién estaban parados aquí aparecen de pronto tirados en cualquiera de los estantes superiores, o quedan formando desordenadas montañas sobre el piso, porque hubo que cepillar el tapizado justo detrás de donde se hallaban alineados. Y si la condesa se encuentra temporariamente en cualquiera de las otras estancias del castillo, la inquietante expectativa que crea la posibilidad de su regreso no hace sino aumentar el tormento mental que trae aparejada su presencia.

De noche, cuando las velas están ardiendo, el pequeño Leonhard se llega a hurtadillas hasta el rincón en que se halla su padre para hacerle compañía, pero nunca ningún diálogo llega a concretarse; algo se alza entre ellos como una pared de cristal a través de la cual es imposible todo entendimiento; a veces, como si repentinamente hubiese tomado la decisión de decirle a su hijo algo de gran importancia, el viejo abre la boca adelantando excitadamente la cabeza, pero las palabras se le ahogan siempre en la garganta, cierra de nuevo los labios, se limita a pasar con ternura y en silencio la mano por la ardiente frente del muchacho, pero al mismo tiempo su mirada escapa furtiva hacia la puerta cerrada que puede abrirse en cualquier momento para dar paso a una molesta interrupción.

Sombríamente, el niño intuye lo que sucede en el anciano pecho, que es un corazón desbordante, no  el vacío, lo que hace enmudecer a su padre, y otra vez vuelve a alzarse en su garganta, amargo, el odio que siente por su madre, puesto que la sabe directamente relacionada con las hondas arrugas y la expresión desolada que agitan el rostro del viejo sentado entre los almohadones del sillón de ruedas; siente que comienza a despertar en él el silencioso deseo de que una mañana cualquiera encuentre a su madre muerta en la cama; y a la tortura de una permanente inquietud interior se une ahora la de una espera infernal; acecha cada uno de los rasgos de su cara para descubrir en ella alguna señal de enfermedad, observa su ir y venir constante con la esperanza de hallar por fin un signo de cansancio en alguno de sus movimientos. Pero esta mujer goza de una salud inquebrantable que la vivifica día a día, no se quebranta nunca, parece recibir siempre mayores fuerzas cuanto más sean los que a su alrededor se debilitan o sucumben de puro desaliento.

Por medio de Sabina y del resto de la servidumbre, Leonhard se entera de que su padre es un filósofo, un sabio, y que en todo ese montón de libros se alberga un montón de sabiduría, y entonces toma la infantil resolución de adquirir esa sabiduría... pueda ser que entonces logre derribar esa barrera que los separa, y que aquellas arrugas se alisen y se aquieten nuevamente, devolviéndole al triste rostro del anciano algo de su juventud perdida.

Pero nadie puede decirle qué es la sabiduría, y las patéticas palabras del sacerdote consultado: "el temor del Señor, esa es la sabiduría", no logran sino completar su confusión. La inutilidad de consultar a su madre es para él algo tan definitivo, que de ello le nace lentamente la convicción de que todo lo que ella hace y piensa tiene que ser, por fuerza, todo lo contrario de la sabiduría.

Toma coraje en un momento en que quedaron solos, y le pregunta al padre qué es la sabiduría; lo hace con brusquedad e incoherencia, como alguien que pide auxilio; observa que los músculos comienzan a trabajar en el rostro afeitado de su padre, como esforzándose por hallar las palabras adecuadas para responder a las ansias de saber de un niño... él por su parte, siente que la cabeza le estalla en su afán por comprender el sentido de las palabras que por fin le dirige a borbotones.

Sabe perfectamente por qué caen tan presurosas y entrecortadas de la boca desdentada... ahí está nuevamente el miedo que despierta la posibilidad de una interrupción por parte de la madre, el temor de que las sagradas semillas puedan ser profanadas si las alcanza a tocar ese aliento destructor y prosaico que su madre exhala... temor de que esas mismas semillas se conviertan en acónito si son malentendidas.

Todo su esfuerzo por entender es inútil, ya se oyen los ruidosos y apresurados pasos que se acercan por el pasillo, las órdenes estridentes y el repulsivo rumor del negro vestido de seda. Las palabras de su padre se hacen cada vez más presurosas, Leonhard quiere captarlas y recordarlas bien para más tarde poder meditar acerca de ellas; intenta asirlas como si fueran dagas arrojadas al aire... se le

escapan... sólo dejan heridas sangrantes.

Frases dichas casi sin aliento, tales como: "el ansia misma por conocerla ya es sabiduría"; "debes luchar por hallar un punto fijo en tí mismo, al que el mundo exterior no pueda vulnerar"; "contempla todo lo que sucede como a una pintura sin vida y no permitas que nada de ello te conmueva", se internan en lo más hondo de su corazón, pero llevan un antifaz que no le permite ver su verdadero rostro.

Quiere seguir preguntando, la puerta se abre de golpe, y sólo le llegan en jirones las últimas palabras del anciano: "deja que el tiempo se te escurra como si fuera agua", que le suenan como una ráfaga que pasa a su lado; la condesa se introduce gritando, un baldazo de agua es arrojado por sobre el umbral y un arroyo sucio busca su curso recorriendo las baldosas del piso. "¡No te quedes parado ahí sin hacer nada! ¡Trata alguna vez de hacerte útil!", tales los ecos que lo alcanzan cuando,

desesperado, sale corriendo para refugiarse en su cuarto.

El cuadro de su infancia se desvanece y Maese Leonhard vuelve a ver la blanca helada que brilla a la luz de la luna frente a su ventana; las imágenes no son ni más claras ni más turbias que las de las escenas de aquellos años juveniles: para su mente aterida y clara como el cristal, la realidad y el recuerdo resultan igualmente vivos e igualmente muertos.

Pasa un zorro, estirado y sin un solo ruido; la nieve se eleva en fino y brillante polvillo allí donde su peluda cola rozara el suelo, los ojos brillan verdosos por entre los troncos y desaparecen entre la espesura del bosque.

Figuras flacas, pobremente vestidas, rostros inexpresivos e insignificantes, diferenciados por sus edades, y a pesar de ello tan semejantes entre sí, aparecen ahora de pronto delante de Maese Leonhard y puede oír a cada uno de ellos pronunciar cuchicheando su nombre, nombres indiferentes y cotidianos que apenas alcanzan para identificar a quienes son sus dueños. A todos ellos los reconoce como a sus antiguos preceptores, que vienen y al mes se van; la madre nunca está conforme con ninguno, despide a uno tras otro, no tiene ningún motivo, tampoco trata de encontrarlo; la cuestión es que estén ahí mientras ella así lo disponga y que luego se desvanezcan como pompas de jabón. Leonhard se ha convertido en un adolescente con un asomo de vello encima de la boca y tan alto como su madre.

Cuando se encuentran frente a frente, sus ojos quedan a la misma altura; pero él no puede evitar mirar siempre para otro lado, no se atreve a ceder ante la tentación que lo aguijonea: someter esa mirada vacua y voluble y marcar en ella a fuego el odio mortal que le inspira; pero se traga ese odio aunque sienta que en su boca la saliva se le vuelve amarga como la hiel y que al tragarla se envenenará la sangre.

Busca y escarba en su interior sin poder hallar el motivo que lo vuelve tan impotente contra esa mujer de eterno y zigzagueante vuelo de murciélago. En su cabeza comienza a girar un caos de pensamientos semejante a una rueda enloquecida, cada latido del corazón arrastra hacia su cerebro una nueva afluencia de ideas semiacabadas o semidestruidas y se las vuelve a llevar consigo.

Proyectos que no lo son, ideas que se contradicen a sí mismas, deseos sin objetivo, apetitos ciegos y voraces que se desplazan entre sí o se estrellan uno contra otros, emergen desde los torbellinos de su sangre y de su mente para ser absorbidos de inmediato por las mismas profundidades en que nacieron; hay gritos que se ahogan dentro del pecho sin llegar jamás hasta la superficie.

De Leonhard se apodera una salvaje y ululante desesperación que crece día a día; en cada rincón se  le aparece, como un fantasma, el rostro odiado de la madre; cada vez que abre un libro, ese rostro se arroja sobre el suyo como una imagen terrorífica; ya ni se atreve a dar vuelta las hojas por temor a que se vuelva a repetir el mismo espanto, tiene miedo de girar la cabeza, no sea que esté parada, de carne y hueso, detrás de él: cada sombra puede convertirse en la corporización de sus temibles rasgos, su propio aliento suena como el negro vestido de seda.

Sus sentidos están heridos y le duelen como nervios a flor de piel; cuando está acostado en su cama no sabe, por momentos si está dormido o despierto, y cuando por fin el sueño lo vence, surge del piso la figura de ella en camisón, lo despierta y le grita: "¿Leonhard, estás durmiendo?".

Un sentimiento nuevo, extrañamente ardiente, se convierte en nuevo desasosiego, le oprime el pecho, lo persigue y lo impulsa a buscar la compañía de Sabina sin saber con claridad qué es lo que de ella espera; Sabina ya es toda una mujer y lleva faldas que le llegan hasta los tobillos; el susurro que produce su vestido lo excita aún más que el de su madre.

Con su padre ya no hay ninguna posibilidad de entendimiento, en su mente se ha hecho noche cerrada; a intervalos regulares los gemidos del anciano se filtran a través de la precipitada agitación que reina en la casa: hora tras hora lavan su cara con vinagre, ruedan su sillón de un lado para otro, martirizan al pobre agonizante hasta la muerte.

Leonhard entierra su cabeza entre los almohadones para no oír; un sirviente le tira de la manga: Por el amor de Dios, pronto, con el señor conde todo se acaba". Leonhard se incorpora de un salto, no entiende dónde está ni que el sol está brillando ni cómo es posible que no se extinga el día en momentos en que su padre se está muriendo; tambalea, se dice a sí mismo en voz baja que todo no es más que un sueño, se precipita hacia la habitación del enfermo; hay toallas mojadas tendidas en cuerdas que atraviesan la estancia de lado a lado, hay canastos obstruyendo el paso, el viento entra soplando con fuerza por las ventanas abiertas y abolsa los lienzos tendidos... desde algún rincón impreciso llegan estertores.

Leonhard arranca las cuerdas y la ropa mojada da violentamente en el suelo, arroja todo a un lado y se abre camino hasta esos ojos velados que a la hora de caer el último telón le clavan su mirada vidriosa y ciega; cae de rodillas y aprisiona esa mano indiferente y cubierta por el sudor de la muerte; quiere pronunciar la palabra "padre" y no puede, súbitamente, parece haber huido de su memoria; la tiene en la punta de la lengua, pero el mismo pánico la sume instantáneamente en el olvido; lo asalta de pronto la loca idea de que el moribundo no puede volver en sí porque no le dice esa palabra, que esa sola y única palabra puede tener el poder de revivir, aunque sólo fuese por un corto momento,  esa conciencia que se extingue y devolverla a los umbrales de la vida; se mece los cabellos y se golpea en la cara: miles de palabras afluyen a su boca, pero ésa, la que busca con mi corazón en llamas, no quiere aparecer... y los estertores se hacen cada vez más débiles.

Se detienen.

Comienzan de nuevo.

Se interrumpen.

Enmudecen.

La boca cae abierta.

Y así queda.

¡Padre!, suena el grito de Leonhard; la palabra apareció por fin, pero aquél a quien va dirigida ya no se mueve.

En las escaleras comienza el tumulto; voces que gritan, pasos que resuenan en los pasillos, el perro comienza a ladrar y cubre todo con sus aullidos. Leonhard no se da cuenta de nada, sólo puede ver y sentir la calma terrible que se expande sobre esa cara inerte; calma que llena la habitación, se refleja en él y lo envuelve. Un anestesiante sentimiento de felicidad, algo que no ha sentido jamás, se posa blandamente en su corazón; es la sensación de una presencia inmóvil que se halla más allá del pasado y del futuro... una especie de mudo regocijo que transmite su fuerza alrededor de él, y en la que uno puede refugiarse para escapar del estridente torbellino que invade la casa, como en una nube que lo vuelve invisible.

El aire está lleno de brillo.

A Leonhard le brotan las lágrimas.

Un sonido violento –al abrirse la puerta– lo sobresalta, la madre lo enfrenta. "Ahora no es el momento de llorar; puedes ver muy bien que hay montones de cosas para hacer", las palabras lo golpean como latigazos. Nuevas órdenes se suceden, se anulan entre sí; las criadas sollozan, se las hace salir; los criados se empujan unos a otros mientras sacan los muebles al pasillo; cristales que se rompen, botellas de medicina se estrellan contra el piso; que llamen al médico, no: mejor al sacerdote; no, no, no: llamen al sepulturero y que no olvide traer la pala, y también un ataúd, y clavos; abran la capilla, hay que acondicionar la bóveda, enseguida, ya mismo, ¡qué esperan para encender las velas y cómo es posible que nadie se ocupe de amortajar el cadáver y de levantar el catafalco! ¿Es que hay que decirlo todo diez veces?

Leonhard comprueba espantado que el loco aquelarre de la vida no se detiene ante la majestad de la muerte, y que paso a paso va obteniendo la victoria en una guerra nauseabunda... siente que la paz de su interior se deshace como una tenue gasa.

Manos obsecuentes y serviles ya se han hecho cargo del sillón de ruedas y del muerto, ya lo alzan y se lo quieren llevar: Leonhard intenta interponerse entre él y ellos, protegerlo; alza indignado los brazos... pero los deja caer desalentado. Hace rechinar los dientes y se obliga a sí mismo a buscar los ojos de su madre para saber si en ellos puede leerse algún signo de duelo o de tristeza: ni por un segundo es posible captar su inquieta y errante mirada que, igual que un mono, salta de rincón a rincón, sube y baja, brinca y se desliza, de la puerta a la ventana, en una carrera demente que delata a una criatura sin alma... de la cual el dolor, como cualquier otro sentimiento, rebota como flechas contra un escudo, un repulsivo insecto gigantesco con forma de mujer que corporiza sobre este mundo la maldición que significa el trabajo estéril y falto de objetivo. Un paralizante terror invade el cuerpo de Leonhard, la contempla incrédulo como a un ser que viera por vez primera: para él su madre ya no tiene más nada de humano, se ha convertido en una criatura totalmente desconocida, perteneciente a un mundo demoníaco, mitad gnomo, mitad animal maligno.

El saber que es su madre hace que sienta su propia sangre como si fuera algo hostil que le carcome el cuerpo y el alma: una sensación que le eriza la piel, que lo asusta de sí mismo; quiere huir... lejos, muy lejos de su presencia; se refugia en el parque, ignora qué es lo que realmente quiere, adonde ir, choca contra un árbol, cae de espaldas al suelo, pierde la conciencia.

Maese Leonhard clava su vista interior en una imagen nueva que se mueve en su mente como en un delirio: la capilla, la misma en que ahora está sentado, se halla brillantemente iluminada por la luz de las velas, un sacerdote murmura delante del altar; hay un olor de flores que se marchitan, un ataúd abierto, el cadáver envuelto en su blanca capa de caballero feudal, las manos de amarilla cera plegadas sobre el pecho. Hay un brillo dorado en torno de las obscuras imágenes, hay hombres negros parados en semicírculo; labios que rezan, un hálito tenue y frío que sube desde abajo de la tierra; una puerta trampa de hierro con una cruz brillante se halla medio abierta, debajo hay un hueco negro que conduce a la cripta familiar. Apagados cánticos en idioma latino, la luz del sol detrás de los vidrios de colores arroja reflejos verdes, azules y rojos sobre flotantes nubes de incienso; se oye el argentino e insistente sonar de una campana, la mano del sacerdote mueve el hisopo sobre la cara muerta... De pronto, en derredor todo se pone en movimiento, doce pares de guantes blancos se apresuran a levantar el ataúd del catafalco, colocan la tapa, las cuerdas se tensan, el ataúd desaparece en las profundidades de la bóveda; los hombres bajan por la escalera de piedra,  sonidos huecos llenan el recinto, cruje la arenilla, reina una calma solemne. Caras graves van reapareciendo lentamente, la puerta trampa se inclina, se oye el chasquido de un cerrojo, de las junturas sale y se arremolina el polvo, la cruz brillante queda completamente vertical... Las velas se apagan y en su lugar vuelven a flamear las ramas secas del pequeño hogar, el altar y las imágenes de los santos se convierten nuevamente en paredes desnudas.

Las piedras se hallan cubiertas de tierra, las coronas de flores enmohecen y se pudren, la figura del sacerdote se desvanece en el aire, Maese Leonhard está nuevamente consigo mismo... solo.

Desde que el viejo conde ha muerto, hay algo que fermenta entre la servidumbre; la gente comienza a negarse a obedecer órdenes absurdas, uno tras otro lía su hatillo y se marcha... Los pocos que van quedando se vuelven rebeldes y trabajan a regañadientes, realizando únicamente las tareas más necesarias, y no responden cuando se los llama.

Con los labios apretados, la madre de Leonhard sigue, lo mismo que antes, su loca carrera a través de todas las estancias y alcobas del castillo, pero le falta el séquito; temblando de furia trata de correr los pesados muebles, pero éstos permanecen en el mismo lugar como si estuviesen  atornillados al piso,  nada responde a sus intentos desmanados, los cajones de las cómodas se atascan, no se abren ni se cierran; todo lo que toca se le cae de las manos, nadie lo levanta; miles de cosas se encuentran dispersas por todas partes, el desorden crece y se acumula y se convierte en un sinfín de barreras y obstáculos. Pero no hay nadie que restablezca el orden. Los estantes de la biblioteca resbalan de sus puestos, un alud de libros inunda la habitación, ahora es ya imposible llegar hasta la ventana y entonces el viento la sacude tanto que los vidrios se rompen; la lluvia entra a raudales y pronto el moho comienza a cubrirlo todo con su capa gris. La condesa brama como loca, golpea con los puños contra las paredes, jadea, chilla, rasga en jirones todo lo que se deja rasgar. La rabia impotente de saberse desobedecida, el hecho de que incluso su propio hijo –qué desde su caída sólo puede moverse trabajosamente ayudado por un bastón– no pueda ser utilizado como sirviente, la pone frenética y le quita el último resto de juicio que le queda: se pasa horas enteras hablando sola, rechina los dientes, da alaridos, corre por los pasillos como un animal salvaje.

Pero lentamente se va operando en ella una transformación extraña, sus rasgos se convierten en los de una bruja, sus ojos adquieren una tonalidad verdosa; como a la vista de fantasmas, aguza de pronto el oído clavando la mirada en el vacío, y sin dirigirse a nada ni a nadie, pregunta: "¿qué, qué, qué, qué debo hacer?".

El demonio que habitara en ella va dejando caer poco a poco su máscara, su accionar irracional y torpe de antes va dejando lugar a una maldad consciente y calculada. Ahora deja a los objetos en paz, no toca nada; el polvo y la suciedad se acumulan en todas partes, los espejos se empañan, el jardín se llena de maleza, no hay cosa que esté en su verdadero lugar, los utensilios más necesarios son inhallables; los sirvientes se declaran dispuestos a enmendar por lo menos lo peor de esta pesadilla, ella lo prohibe con palabras ásperas y bruscas... no le importa que todo esté patas arriba, que las tejas se caigan del techo, que las maderas se pudran y los lienzos se enmohezcan; con taimada malicia observa como el antiguo desasosiego de los que la rodean es reemplazado por otra clase de tormento, el ambiente está invadido ahora por un desagrado que produce desesperación; ya no le dirige más la palabra a nadie, ya no imparte órdenes, pero todo lo que hace lo emprende con el solapado propósito de mantener a la servidumbre en constante estado de alarma. Juega a estar loca. Se cuela de noche en los cuartos de las criadas, arroja estrepitosamente jarrones al suelo, estalla en agudas carcajadas. Usar los cerrojos no sirve para nada: tiene copia de todas las llaves del castillo; no hay una sola puerta que no pueda ser abierta de súbito y en cualquier momento. No se toma ni siquiera el tiempo de peinarse, los cabellos le cuelgan en greñas a lo largo de las sienes, come caminando, ya no se acuesta a dormir.

Anda vestida a medias, para que el crujir de su pollera no delate sus pasos; se desliza en puntas de pie sobre zapatillas de felpa, para poder hacer su repentina aparición, a modo de fantasma, como filtrada a través del ojo de la cerradura.

Sus rondas a la luz de la luna la llevan incluso hasta las cercanías de la capilla. Ya nadie se atreve a acercarse a ese lugar; comienza a correrse la voz de que han visto al espectro del conde muerto merodear por los alrededores.

Nunca se deja prestar ninguna clase de ayuda, todo lo que necesita se lo procura ella misma; ahora sabe perfectamente que sus apariciones silenciosas y fantasmales despiertan más temor entre la supersticiosa servidumbre que su despotismo anterior; los habitantes de la casa ya sólo se comunican entre sí mediante cuchicheos, nadie se atreve a decir una sola palabra en voz alta, todos parecen tener la conciencia intranquila aunque no exista el menor motivo para ello.

Pero sus miras están puestas muy en particular sobre su hijo; toda ocasión le parece propicia para hacer valer alevosamente la superioridad natural que le otorga su condición de madre, tratando de ahondar en él una sensación de dependencia, alimentar el angustiante temor que le da el saberse siempre observado y atizarlo hasta convertirlo en la obsesión delirante de ser atrapado en algo que no ha cometido y en la pesadilla de una constante sensación de culpabilidad.

Cuando él, de tanto en tanto, le dirige la palabra, ella le contesta con muecas burlonas que lo hacen enmudecer y sentirse como un criminal que lleva su propia abyección escrita en la frente como un estigma; el sordo temor de que ella pueda leer sus pensamientos más secretos y saber de su secreta alianza con Sabina, ha llegado a convertirse en horrible certeza cada vez que siente su punzante mirada fija en él: el mínimo ruido lo obliga a componer rápidamente una expresión despreocupada e inocente, que menos logra cuanto más se lo propone.

Cierto secreto anhelo, cierto enamoramiento, comienza a tejer sus finos hilos entre él y Sabina. Se intercambian esquelitas a hurtadillas y lo creen pecado mortal; ahogados por el aire pestilente de saberse continuamente perseguidos, los sentimientos tiernos se marchitan y son reemplazados por un ardiente e indomable deseo animal. Se apostan en el cruce de dos pasillos donde, si bien no pueden verse, uno de ellos tiene que poder notar a tiempo la llegada de la condesa; así conversan, y acuciados por el miedo de perder alguno de esos costosos minutos, llaman a las cosas crudamente por su nombre, sin circunloquios, caldean mutuamente sus sangres cada vez más.

Pero el espacio en que se mueven parece estrecharse día a día. La vieja, como si intuyera algo, clausura el segundo piso del castillo, luego el primero; sólo queda habilitada la planta baja donde la servidumbre entra y sale permanentemente; alejarse del castillo está terminantemente prohibido, el parque no brinda escondrijos, ni de día ni de noche; cuando lo ilumina la luz de la luna, pueden divisarse sus siluetas desde las ventanas, si la noche está obscura, corren continuamente el riesgo de ser perseguidos y sorprendidos, estén donde estén.

Sus deseos crecen hasta la concupiscencia a medida que se ven obligados a reprimirlos; derribar abiertamente las barreras que los separan es algo que ni se les ocurre: la obsesión de hallarse indefensos como esclavos, bajo el dominio de un extraño poder demoníaco que puede disponer a su antojo de la vida y de la muerte, es algo que se les ha inculcado tan hondamente desde la niñez, que en presencia de la condesa no se atreverían ni siquiera a mirarse en los ojos.

Un verano ardiente quema las praderas, la tierra se abre de tan seca, de noche el cielo es partido en mil pedazos por los rayos. La hierba, amarilla, embriaga los sentidos con su tibio aroma de pastizal, el aire caliente se agita alrededor de los muros; el ardor de los dos jóvenes alcanza su punto máximo; tanto sus pensamientos como sus acciones se dirigen a un solo objetivo, y cada vez que se ven apenas si pueden dominar la tentación de caer uno sobre el otro.

Sus noches son siempre afiebradas e insomnes, acosadas por anhelos salvajes; cada vez que abren   os ojos ven a la madre de Leonhard espiando a través de puertas o ventanas, oyen sus pasos  furtivos pasar delante de los umbrales; perciben todo ello mitad como cosa real y cierta, mitad como  producto de una alucinación, un sueño, pero apenas si los preocupa, sólo aguardan la llegada del día próximo, y tratar, por fin, cueste lo que cueste, de encontrarse en la capilla.

Permanecen en sus cuartos durante toda la mañana acechando detrás de la puerta –conteniendo el aliento y temblando de pies a cabeza– para obtener un indicio de que la vieja se encuentra en algún lugar apartado del castillo.

Las horas van transcurriendo en un tormento que les funde los huesos; llega el mediodía, en el interior de la casa se deja oír un ruido de ollas y vajilla que les brinda cierta sensación de seguridad; salen corriendo al jardín; la puerta de la capilla está apenas entornada, la abren de un golpe y la cierran dando un fuerte portazo.

No se dan cuenta de que la puerta trampa que lleva a la cripta se halla entreabierta, apuntalada por un taco de madera... no ven el negro hueco que se abre en el suelo, tampoco sienten el aire helado que sale de la bóveda mortuoria; se devoran con la mirada como animales de rapiña; Sabina intenta decir algo, sólo puede emitir un ronco balbuceo; Leonhard le arranca las ropas del cuerpo, se arroja sobre ella; jadeantes y encarnizados se trenzan como embravecidos contrincantes.

En la embriaguez de los sentidos pierden conciencia del mundo que los rodea; pasos silenciosos se arrastran hacia arriba por los escalones de piedra, los oyen claramente, pero en esos instantes lo toman con la misma indiferencia con que oirían el murmullo del follaje.

Aparecen dos manos en el borde superior del pozo, buscan apoyo en los cantos de las lajas. Lentamente alguien va surgiendo del suelo; Sabina lo ve con ojos entornados como detrás de un velo rojo; la sacude de pronto el reconocimiento de la verdadera situación, suelta un grito estridente:  es la horrible vieja, esa temible omnipresencia que ahora sale de la tierra.

Espantado, Leonhard se incorpora de un salto, mira como paralizado la mueca burlona que se dibuja en el rostro de su madre, y entonces estalla en él esa loca rabia siempre contenida; de un solo puntapié derriba el taco de madera y con él la puerta que apuntala; ésta se precipita y da ruidosamente en el cráneo de la vieja arrojándola hacia lo más profundo de la bóveda, oyéndose claramente el sonido seco que produce su cuerpo al estrellarse.

Incapaces de mover un solo músculo, de pronunciar una sola palabra, los dos jóvenes se quedan parados, cada uno con la mirada clavada en la cara del otro. Sus piernas se niegan a sostenerlos.

Sabina se pone de cuclillas para no caerse, esconde la cara entre las manos; Leonhard se arrastra hasta el reclinatorio.. Puede oírse el entrechocar de sus dientes. Pasan los minutos. Ninguno de los dos se atreve a moverse, sus miradas se esquivan; y de pronto, como movidos por el mismo resorte, como si los acuciara idéntico pensamiento, se lanzan hacia la puerta, salen afuera, regresan al castillo como perseguidos por todos los demonios.

La luz del crepúsculo convierte el agua del pozo en un charco sangriento, las ventanas del castillo parecen estar en llamas, las sombras de los árboles se van alargando hasta asemejarse a largos y negros brazos que se extienden tanteando con sus flacos dedos por el césped, pulgada tras pulgada, para ahogar el último canto de los grullos. El brillo de la luz se opaca bajo el aliento del anochecer. Se tiende el azul profundo de la noche y lo va cubriendo todo.

Inquieta y dubitativa, la servidumbre intercambia conjeturas acerca de dónde puede hallarse la condesa; le preguntan al joven amo, pero él se encoge de hombros y vuelve el rostro para que nadie pueda notar su palidez mortal.

Faroles encendidos atraviesan oscilantes el parque; recorren los bordes del estanque, iluminan las aguas, que negras como la brea, rechazan con indiferencia los rayos luminosos; la hoz de la luna lo sobrenada todo y las zancudas se agitan asustadas entre los juncos.

Al viejo jardinero se le ocurre soltar el perro; comienzan a rastrear la helada, los ladridos largos y tendidos llegan desde cada vez más lejos; Leonhard se sobresalta cada vez que los escucha, se le erizan los cabellos y se le congela la sangre, pues cree que puede ser su madre la que grita bajo tierra.

El reloj da la medianoche, el hombre aún no ha vuelto, la sensación incierta de una desgracia irrevocable se expande entre la servidumbre; todos se han sentado apretujados en la cocina, se relatan entre ellos historias escalofriantes acerca de personas que desaparecieron misteriosamente para volver luego convertidos en ogros que merodean por los cementerios y se alimentan de los cuerpos de los muertos.

Transcurren los días y las semanas: no hay rastros de la condesa; alguien le propone a Leonhard que haga decir una misa por la salvación de su alma, pero él rechaza violentamente tal propuesta.  Ordena vaciar la capilla, sólo queda en ella su reclinatorio de dorada madera tallada, en el que Leonhard permanece durante horas, meditando; no tolera que nadie entre en el recinto. Las mentes campesinas comienzan a dar vida a numerosas habladurías, una de las cuales sostiene que, si se mira por el ojo de la cerradura, se puede ver al joven conde con la oreja apretada contra el suelo, como escuchando algo que sucede abajo, en la bóveda.

De noche duerme con Sabina en la misma cama, no les importa que todos sepan que viven juntos como marido y mujer. El rumor acerca de un asesinato llega hasta el pueblo, no hay modo de acallarlo, comienza a tomar cada vez más cuerpo entre los lugareños; cierto día llega en su diligencia amarilla un secretario del ayuntamiento, semirraquítico y tocado con peluca, que se apea delante de la puerta principal del castillo: Leonhard se encierra con él durante largas horas; el hombre vuelve a partir, pasan meses y no se oye más nada de él, no obstante, los chismes maliciosos siguen corriendo de boca en boca.

Nadie pone en duda que la condesa tiene que estar muerta, pero sigue viviendo entre ellos como un fantasma invisible que logra hacer sentir su maligna presencia.

Todos miran a Sabina con mirada torva –de alguna manera se la considera culpable de lo sucedido– y todas las conversaciones se interrumpen cuando aparece el joven conde.

Leonhard simula no darse cuenta de nada, hace gala de un aire altanero que provoca rechazo.

Dentro de la casa todo sigue como antes; las plantas trepadoras se apoderaron totalmente de los muros, en las habitaciones han anidado ratones, ratas y lechuzas, el techo está resquebrajado, las vigas se van pudriendo poco a poco.

Sólo en la biblioteca se ha restablecido un relativo orden, pero los libros están enmohecidos por las mojaduras de la lluvia y apenas si son legibles. Leonhard se pasa días enteros doblado sobre los viejos tomos y trabajosamente trata de descifrar las hojas borroneadas que llevan la inclinada escritura de su padre; y siempre exige que Sabina se mantenga cerca suyo.

Cada vez que ella se aleja, Leonhard se siente presa de una salvaje inquietud, hasta en la capilla no entra ya si no es con ella; pero nunca se dirigen la palabra, sólo de noche, cuando está acostado a su lado, le acomete una suerte de delirio y su memoria escupe frases interminables, balbuceantes y apuradas, todo lo que saca durante el día de los libros; él sabe perfectamente por qué lo hace, que no es sino una lucha desesperada que libra su cerebro para defenderse con cada una de sus fibras de la espantosa imagen de su madre asesinada, que amenaza con tomar forma entre las sombras de la noche, y del sonido escalofriante producido por la puerta trampa, que lo persigue y que amenaza con meterse nuevamente en sus oídos si él cesa de acallarlo con el sonido de sus propias palabras. Sabina lo escucha rígidamente inmóvil, no lo interrumpe nunca, pero él siente que ella no entiende nada de lo que le oye decir, lo puede leer claramente en el vacío de sus ojos que miran siempre hacia el mismo punto lejano que ciertamente debe representar algo en que tampoco ella puede dejar de pensar.

Los dedos de ella sólo responden a la presión de los suyos después de largos minutos, de su corazón ya no le llega eco alguno; él trata de arrojar a ambos en el torbellino de la pasión para hallar así el camino que los devuelva a los días que quedaron detrás de aquél suceso y también un punto de partida para una existencia nueva. Sabina se deja estar entre sus brazos como sumida en un profundo sueño, y él ve crecer con espanto su vientre embarazado, donde un niño va cobrando vida, para dar testimonio de un asesinato.

Duerme pesadamente y sin sueños, pero ni aún así llega el olvido; no es más que un hundirse en una soledad sin límites, en la que incluso el cuadro de la desgracia desaparece de la vista dejando atrás nada más que una sensación de angustia que le atormenta el pecho. Es como si se obscurecieran de pronto todos los sentidos, es la misma sensación que la del hombre, que con ojos cerrados espera que con el próximo latido de su corazón le llegue el golpe de hacha del verdugo.

Cada mañana, cuando despierta, Leonhard se propone firmemente escapar de la prisión en que lo encierran sus recuerdos; rememora las palabras de su padre que lo instaban a buscar un punto fijo dentro de él..., pero entonces su mirada cae sobre la cara de Sabina, ve como trata de sonreírle sin conseguir en sus labios otra cosa que una tiesa mueca, y de nuevo comienza la loca huida de sí mismo.

Resuelve despedir a la servidumbre, no queda nadie más que el viejo jardinero y su mujer; pero ahora es el acecho de la soledad el que aumenta su tormento, el fantasma del pasado está cada vez más vivo.

No es ni su conciencia ni el sentirse culpable de una acción sangrienta lo que hace de Leonhard un ser tan desgraciado... nunca sintió remordimiento; el odio a la madre sigue siendo tan intenso como el día en que murió el padre; pero el que ahora esté nuevamente presente en todas partes como una sombra invisible, interponiéndose entre él y Sabina como un espectro informe e indomable, el que tenga que sentir constantemente esa mirada terrible fija en, él y que tenga que llevar siempre consigo la escena de la capilla como una llaga supurante, eso es lo que lo atormenta hasta perder la razón.

Él no es de los que creen que los muertos pueden hacer su aparición sobre la tierra, pero ahora constata con espanto que pueden seguir viviendo de una manera mucho más terrible, sin ningún tipo de disfraz o de envoltura, como mera influencia del diablo contra la cual no hay protección posible, ni puerta ni cerrojo, ni maldición ni rezo; lo comprueba toda vez que mira a Sabina. Cada objeto de la casa despierta el recuerdo de su madre, no hay cosa que no esté contaminada por su mano, que no haga renacer en él minuto a minuto su aborrecida imagen; los pliegues de los cortinados, las arrugas de la ropa, las vetas de la madera, las rayas y puntos de las baldosas... cuanto ve adopta la forma de su rostro; el parecido con sus propios rasgos lo asalta cada vez que se mira en el espejo, los latidos de su corazón se congelan de puro miedo a que pueda suceder lo imposible; que el semblante de él se convierta de pronto en el de ella..., que tenga que cargar con esa cara hasta el fin de su vida como una siniestra herencia.

El aire está preñado por su asfixiante y espectral presencia; el crujido de las maderas del entarimado suena como provocado por el paso de sus pies; no logran espantarla ni el calor ni el frío, ya sea en otoño o en los gélidos días de invierno, aunque sople la brisa suave de la primavera, todo no hace más que rozar la superficie, no hay estación del año ni transformación externa que pueda borrarla,

ahuyentarla; su búsqueda en pos de una imagen nítida, corpórea, es ininterrumpida, su meta es  hacerse visible, hallar una forma concreta y perdurable.

Leonhard está íntimamente convencido –y siente ese peso como el de una roca inmensa– de que esta aspiración de su madre muerta se verá cumplida un día, aunque no pueda imaginar cómo ni cuándo habrá de ser.

Sólo su propio corazón puede darle la ayuda que pide ya que, así por fin lo ha entendido, el mundo exterior está confabulado con ella. Pero la semilla que alguna vez su padre intentara sembrar en su alma parece haber marchitado; el breve momento de alivio y sosiego que sintiera entonces ya no se vuelve a repetir nunca más; por mucho que se esfuerza en revivir aquel estado de ánimo, sólo consigue convocar sensaciones banales e insípidas que son como flores de papel que carecen de perfume y se sostienen sobre horribles tallos de alambre.

Leonhard intenta insuflarles vida leyendo libros que puedan anudar el lazo espiritual que lo une con su padre; pero los ecos que él aguarda siguen callados, todo continúa siendo nada más que un laberinto de conceptos.

Escarbando con el viejo jardinero bajo el montón de tomos apilados cae en sus manos una serie de extraños objetos: pergaminos cubiertos con escrituras cifradas, imágenes que representan un macho cabrío con cara de hombre y cuernos de diablo y caballeros con capas blancas, las manos juntas, como en oración, cubriéndoles el pecho una cruz, cuyas extremidades representan cuatro piernas humanas, que con las rodillas formando el vértice de un ángulo recto, parecen estar corriendo en la misma dirección que las agujas del reloj. "Es la cruz satánica perteneciente a la orden del Temple", le explica de mala gana el jardinero; un pequeño retrato borroneado por el tiempo mostrando a una matrona con un vestido muy pasado de moda y que según reza el nombre que se halla bordado con cuentas de colores, es su abuela... con dos niños sentados en su regazo, un niño y una niña, cuyos rasgos son tan extrañamente familiares que no puede apartar por largo tiempo la mirada de ellos, y entonces nace en él la vaga sospecha de que deben ser sus propios padres aunque toda evidencia indique que se trata de hermanos.

El súbito desasosiego en el rostro del anciano, el modo en que esquiva su mirada y simula no haber  oído la pregunta acerca de quiénes son esos dos niños, refuerzan en Leonhard la sospecha de que está a punto de descubrir un secreto que le atañe a él directamente. En el mismo estuche del retrato encuentra también un atado de cartas amarillentas; Leonhard se apodera de ellas y resuelve leerlas ese mismo día. Es la primera noche, después de mucho tiempo, que pasa sin Sabina; ella se siente demasiado débil, prefiere estar sola, se queja de dolores.

Leonhard se pasea en la estancia en que murió su padre, camina impaciente de un rincón a otro; las cartas están sobre la mesa... quiere comenzar a leerlas..., pero hay algo, no sabe qué, que lo decide a postergar el temible momento una vez más. Lo estrangula una angustia nueva e incierta, y es como si alguien estuviera detrás de él amenazándolo de muerte; sabe que esta vez no es la presencia intangible y fantasmal de su madre la que le hace brotar de sus poros el sudor del miedo... son las sombras de un pasado lejano que está íntimamente ligado a esas cartas y que ahora lo acechan para arrastrarlo a él también hasta las profundidades de su reino.

Se acerca a la ventana, mira hacia afuera: todo es silencio de muerte alrededor; dos estrellas están muy juntas en la parte sur del cielo, su aspecto le resulta particularmente extraño, lo excita y no sabe por qué... es como un presentimiento de que algo muy grave está por ocurrir de un momento a otro; esas dos estrellas se le antojan las puntas luminosas de dos dedos dirigidos hacia él.

Se vuelve nuevamente hacia el interior de la habitación, las llamas de las dos velas que están sobre la mesa aguardan inmóviles cual dos amenazadores mensajeros procedentes del más allá; parecería que su resplandor viniera de muy lejos... de un lugar en que ninguna mano mortal podría haberlas colocado; imperceptiblemente se va acercando la hora, y en silencio, como cae la ceniza, las agujas del reloj siguen girando.

Leonhard cree haber oído un grito proveniente de la parte baja del castillo; escucha: el silencio es total. Lee las cartas: delante de él se va desarrollando la vida de su padre; es la lucha de un espíritu indomable que se rebela contra todo lo que es ley; Leonhard descubre a un titán que no tiene ninguna semejanza con el anciano quebrantado en su silla de ruedas; lo que puede ver ahora es la figura de un hombre capaz de pasar por encima de cadáveres si fuese necesario, y que al igual que todos sus antepasados, se ufana de ser un caballero de los templarios legítimos que ensalzan a Satanás como al verdadero creador del universo y que consideran la sola palabra "misericordia" como un oprobio irreparable. Entremezcladas con las cartas hay páginas de un diario que describen los tormentos de un alma sedienta y que insinúan la impotencia de un espíritu vacilante roído por las polillas de la vida cotidiana, y que ve una única salida: tomar el camino de regreso por una senda que conduce hacia la obscuridad total pasando por todos los abismos hasta terminar fatalmente en locura, y que, por consiguiente, niega toda tentativa de "retorno".

A través de todo ello puede seguirse, como trazada por un hilo rojo, la huella dejada por todo un linaje, que en este caso ha sido hostigado durante siglos hasta llegar a cometer crimen tras crimen... un legado siniestro que va pasando de padres a hijos y que los condena a no tener paz interior, nunca, pues siempre habrá una mujer, ya sea la madre, la esposa o la hija, ya sea como víctima de un hecho de sangre o como instigadora del mismo, que obstruirá el camino que conduce al reposo espiritual; mas también siempre habrá momentos, después de períodos de honda desesperación, en que brille la esperanza con la misma luminosidad de una estrella invencible: "A pesar de todo sabemos que habrá uno de nuestra casta que permanecerá erguido, que pondrá fin a esta maldición y que merecerá el título y la corona de Maestro".

Con la sangre atropellándosele en las venas, Leonhard se va enterando de la gran pasión de su padre por... su propia hermana y de episodios que le permiten descubrir que él, Leonhard, es fruto de esa unión, y no solamente él... ¡también Sabina! Ahora entiende cómo es posible que Sabina no sepa quiénes son sus padres, y el hecho de que no exista indicio alguno que delate su verdadero origen; ve cómo el pasado va cobrando vida y comprende: es su mismo padre quien trata de protegerlo al disponer que Sabina se eduque como una simple campesina –como una sierva de la condición más baja–, para que ambos, hijo e hija, no corran nunca el peligro de saberse producto de un incesto, aún en el caso en que se repitiera en ellos la maldición de sus mayores y se unieran, a su vez, como marido y mujer.

A Leonhard le es revelado todo, palabra por palabra, a través de una carta de su padre, quien lleno de temor le escribe a su futura esposa para instarla a que no delate su secreto y tome todos los recaudos necesarios para impedir cualquier descubrimiento futuro, y que por lo tanto queme esa carta. Conmovido, Leonhard intenta apartar sus ojos pero algo lo obliga a seguir leyendo, lo atrae como un imán... presiente que aún le quedan cosas por saber que, según teme, se asemejan a los hechos que sucedieron en la capilla y que van a conducirlo hasta los extremos mismos del espanto cuando se entere de ellas. Sú bitamente, con la claridad que produce el rayo que rasga las tinieblas, se le revela a través de todo lo sabido la perfidia de una fuerza enorme y demoníaca, que oculta tras la máscara de un destino implacable, se ha propuesto destrozar metódicamente su vida disparando una flecha envenenada tras otra desde un escondrijo invisible hasta que caiga vencido, quebrada ya la última fibra de su confianza y de su espíritu, sin otra alternativa que la de someterse al mismo destino de sus antepasados. Un sentimiento bestial lo invade, hace presa de él, sostiene la carta en la llama de la vela hasta que la última partícula de papel amenaza con quemarle la yema de los dedos, y en sus entrañas lo quema un rencor salvaje e irreconciliable contra el monstruo satánico en cuyas manos se halla la dicha y la desgracia de los seres. En sus oídos resuena el milenario grito de venganza lanzado por tantos linajes sucumbidos bajo el golpe del destino, cada uno de sus nervios se convierte en un puño, su alma es un solo grito de combate.

Siente que debe realizar algo enorme que estremezca cielo y tierra, siente que tras suyo se halla apostado un infinito ejército de muertos, las miríadas de ojos clavados sobre él, a la espera de un solo movimiento de su mano: para seguirlo a él que está vivo y que es el único que los puede conducir a la batalla para derrotar al enemigo común.

Tambaleando bajo los golpes de esa oleada de fuerza que se arroja sobre él, se levanta, mira a su alrededor: ¿qué, qué, qué hacer primero? ¿Incendiar la casa, despedazar su propio cuerpo, salir cuchillo en mano y derribar todo lo que se cruce en su camino? Cualquiera de estas acciones se le antoja diminuta; la conciencia de su propia pequeñez lo abruma, pero se rebela contra ella con juvenil obstinación, intuye una mueca burlona que lo observa desde todos los lugares de aquella estancia y que lo aguijonea y estimula nuevamente.

Intenta hacer gala de sensatez ante sí mismo... emula el gesto del guerrero experto y prudente; se llega hasta el arcón del dormitorio, llena sus bolsillos con oro y joyas, toma su capa y su sombrero, sale y atraviesa la niebla de la noche sin una sola despedida, el pecho invadido por planes confusos e infantiles: irá sin meta por el mundo para retar y vencer al amo del destino.

El castillo desaparece a sus espaldas entre las brumas blanquecinas; quiere evitar pasar delante de la capilla pero no puede, el hechizo que ejerce sobre él la maldición que pesa sobre todo su linaje no lo suelta... lo intuye, lo presiente; se obliga a sí mismo a seguir siempre derecho hacia adelante, durante horas, pero el espectro del recuerdo se mantiene a su lado, paso a paso; el negro follaje de los árboles se alza y vuelve a caer, aquí y allá, lo mismo que la puerta trampa; de pronto se atormenta pensando en la suerte de Sabina: sabe que es lazo maldito que le tiende la sangre materna –la misma que recorre sus propias venas– el que pretende frenar sus ímpetus y apagar el joven fuego de su entusiasmo bajo una gris ceniza insípida; se defiende con todas sus fuerzas, sigue" caminando a tientas, de tronco a tronco, hasta que a lo lejos divisa una luz que oscila en el aire a la altura del tamaño de un hombre, corre hacia ella, la pierde de vista, la ve otra vez brillar entre la niebla, cada vez más cerca, con la seducción de un fuego fatuo; es como una senda que lo obliga a seguir su trazo, zigzagueando de izquierda a derecha.

Un grito apagado y misterioso, apenas perceptible, atraviesa trémulo la noche.

Súbitamente, se alzan ante Leonhard altos y negros muros en medio de las sombras, ve una ancha puerta abierta y reconoce... su propia casa. Todo no ha sido más que una larga caminata en círculo alrededor del castillo, en torno al punto de partida.

Entre exhausto y vencido, baja el pomo de la puerta que conduce al cuarto de Sabina, y de pronto lo atrapa la gélida, mortal e incomprensible certidumbre de que en esa habitación está su madre en persona, de carne y hueso, un cadáver devuelto a la vida que allí lo está esperando.

Quiere volverse, refugiarse nuevamente en la obscuridad de la noche, no puede: una fuerza irresistible lo obliga a abrir la puerta.

Adentro yace Sabina, desangrada, con los ojos cerrados, blanca como un lienzo, y delante de ella se agita el cuerpo desnudo de una criatura recién nacida –una niña– con la cara arrugada y la mirada vacía e inquieta; en su frente hay una señal sangrienta... es, rasgo por rasgo, el vivo retrato de la mujer asesinada en la capilla.

Maese Leonhard ve a un hombre corriendo por los campos con la ropa desgarrada por espinas: es él mismo, tal como se lo viera huyendo horrorizado del castillo, arrojado de su propia casa por la firme mano del destino... exento ahora del vanidoso deseo de realizar grandezas...

En su memoria, la mano del tiempo va construyendo una ciudad tras otra: obscuras y luminosas, grandes y pequeñas, insolentes y tímidas, y una tras otra las vuelve a demoler; ahora aparecen ríos semejantes a largas serpientes plateadas, y grises estepas, y un traje de arlequín hecho de campos cultivados, verdes, marrones y morados; carreteras polvorientas, álamos puntiagudos, praderas aromáticas, animales que pastan y perros que mueven felices la cola; Cristos en los cruces de los caminos, blancos mojones; gentes, jóvenes y viejos; lluvias, los brillos del rocío, los ojos dorados de un sapo que se asoma desde un charco, herraduras con clavos oxidados, cigüeñas de una sola pata, cercos descascarados, flores amarillas, cementerios y nubes de algodón, el vapor de las alturas y el fuego de las fraguas; imágenes que vienen y se van –como el día y la noche– desapareciendo en el olvido y volviendo a aparecer como niños jugando al escondite ... cada vez que un olor, un eco o una voz muy queda las reclama...

Junto a Leonhard van pasando países, fortalezas y castillos, lo acogen cordialmente, el nombre de su linaje es bien conocido, lo tratan con amistad y con recelo. Habla con los habitantes de las villas, con los vagabundos, buhoneros, soldados y sacerdotes; dentro suyo, la sangre de su madre lucha con la sangre de su padre; lo que hoy lo llena de maravillado asombro reflejando la cola multicolor de un pavo real hecha de miles de partículas de cristal, se le antoja mañana gris y vano, según cual de sus padres obtenga su respectiva victoria temporaria... después retornan otra vez las espantosas horas en que ambas corrientes de vida se confunden y le permiten revestirse nuevamente con su propio yo, y entonces surgen otra vez los antiguos terrores que alberga su memoria y él vuelve a seguir –sordo, ciego y mudo– su camino, paso tras paso, envuelto en las marañas del pasado... entonces puede ver, Reflejada entre pupila y párpado, la cara anciana de la recién nacida, las inmóviles y vigilantes luces de aquellas dos estrellas que estaban esa noche tan juntas en el cielo, la carta, el castillo huraño y sórdido, Sabina muerta y sus blanquísimas manos cadavéricas, oye el balbuceo de su padre moribundo, el rumor de la seda del vestido de su madre y el crujir de un cráneo que se parte.

De tanto en tanto vuelve a hacer presa de él el temor de estar caminando –como aquella otra vez– en círculo... Todo bosque que conoce en el extranjero amenaza con convertirse en el parque familiar, detrás de cada muro puede hallarse su propia casa, las caras con que se cruza se parecen cada vez más a las de los criados y criadas de su juventud; se refugia en las iglesias, pernocta al aire libre, deambula detrás de procesiones, se emborracha en tabernas junto a prostitutas y ladrones, con el intento siempre de ocultarse de los ojos acechantes del destino para que nunca más lo pueda encontrar. Resuelve convertirse en monje: el abate del monasterio se escandaliza cuando oye su confesión y el nombre de su casta, sobre la que pesa la maldición de los Caballeros del Temple; se arroja de cabeza en el torbellino de la vida, pero ésta lo rechaza; sale en busca del diablo; el mal está en todas partes pero no le es imposible hallar a su instigador; lo busca en su propio yo, y en ese mismo instante su propio yo desaparece... sabe: tiene que estar en alguna parte ya que él no deja de sentirlo en ningún momento, aquél que busca es otro cada día, es como un arco iris que se deshace en el aire en cuanto trata de atraparlo con la mano.

Donde quiera que mire ve la sombra de la cruz de Satanás formada por cuatro piernas humanas que corren: en todas partes los seres procrean sin sentido, lo mismo crecen y sin sentido mueren; siente que el seno del que surge ese padecimiento interminable podría hallarse oculto detrás de ese molino de viento que se mueve eternamente, pero la ceniza en torno de la cual giran sus aspas permanece inasible para él, cual si fuere un mero punto geométrico.

Por el camino ve un fraile mendicante, Leonhard se le une; ora con él, ayuna con él y es casto como él; los años van cayendo como las cuentas de un rosario, nada cambia, ni por dentro ni por fuera, pero el sol parece más opaco.

Como siempre, a los pobres se les quita y a los ricos se les da; cuanto mayor la vehemencia con que mendiga pan, más son las piedras que le brinda el día... los cielos permanecen duros como el acero azul. El viejo e indoblegable odio hacia ese enemigo invisible de los hombres que logra disponer de sus destinos, vuelve a estallar en Leonhard.

Escucha al fraile predicar acerca de la justicia y de los tormentos del infierno que sufren los  condenados para siempre: le suena a canto de gallo endemoniado ... lo oye encolerizarse contra la impía Orden del Temple, que habiendo sido quemado mil veces en la hoguera, mil veces alza –inmune a la muerte– su cabeza y se extiende –tenaz y secreto– por el mundo entero, continuando su existencia inacabable.

Es la primera vez que Leonhard se entera de algo más preciso sobre la fe de los templarios: tienen dos dioses, uno superior, alejado de los seres, y uno inferior, Satanás, que a cada hora vuelve a crear el universo para llenarlo cada vez con más horrores y hacerlo más abominable cada día, hasta que el mundo quede ahogado finalmente en su propia sangre; sobre esos dos dioses se alza un tercero– en Baphomet– un ídolo de cabeza dorada y tres semblantes.

Estas palabras se graban en él como si fuesen lenguas de fuego las que hablaran.

Le es imposible poder llegar hasta las profundidades sobre las que el sentido de tales palabras se tiende como una oscilante alfombra de musgo, pero sabe –siente– con certeza inquebrantable, que este es el único camino que debe seguir para escapar de sí mismo: el Orden del Temple le tiende los brazos... es la herencia de los antepasados a la que ningún hombre puede sustraerse.

Abandona al monje.

Otra vez lo rodean las legiones de muertos que le gritan un nombre hasta que sus propios labios lo repiten y él logra entenderlo –sílaba por sílaba– tal como lo pronunciara su boca... es como si  naciera,  igual que un árbol, desde el fondo de su corazón, un nombre que le resulta totalmente extraño y que, no obstante, está íntimamente ligado con todo su ser, un nombre que viste de púrpura y lleva corona, que lo obliga a repetírselo a sí mismo constantemente en voz baja, del que no se puede defender, cuyo ritmo: Ja–co–bo–de–Vi–tria–co marca el paso de sus pies caminando sobre el suelo.

Poco a poco ese nombre se convierte para él en una suerte de guía fantasmal que lo precede, ora como legendario Gran Maestre de los Caballeros del Temple, ora como una informe voz interior. Del mismo modo en que una piedra lanzada al aire cambia de pronto su recorrido para caer al suelo con velocidad creciente, así, de súbito, ese nombre significa para Leonhard un cambio de todos sus deseos, y es entonces que lo comienza a devorar, la poderosa, inexplicable necesidad de conocer a su dueño, y es al cumplimiento de ese único deseo ineludible que ahora se dirigen todos sus  pensamientos, todas sus acciones.

A veces podría jurar que el nombre le resulta totalmente nuevo, hasta que poco más tarde cree recordar con toda claridad que lo ha encontrado escrito en un libro de su padre, donde figura como cabeza suprema de la Orden; de nada sirve que se repita una y otra vez que es inútil preguntar en esta tierra por el Gran Maestro de Vitriaco, quien debió pertenecer a otro siglo y sus huesos deben estar pudriéndose desde hace mucho en una fosa; pero la razón ya no tiene poder alguno sobre el ansia de encontrar: la cruz de las cuatro piernas se adelanta a su paso corriendo, invisible, y lo arrastra tras él.

Busca en los archivos nobiliarios de los ayuntamientos, pregunta a los entendidos en heráldica, a nadie encuentra que conozca el nombre. Finalmente, en la biblioteca de un monasterio da con el mismo libro de su padre, lo lee página por página, línea por línea: el nombre Vitriaco no se encuentra en él.

Ahora duda de su propia memoria, todo su pasado oscila; pero el nombré Vitriaco queda, como único punto fijo, firme como una roca.

Ha resuelto desalojarlo para siempre de su mente, se fija una ciudad determinada como meta y al otro día oye un llamado que le llega de otra parte, de un lugar cualquiera, y que suena vagamente como Vi–tria–co, y sus pasos se apartan del camino inicial y toman otra calle; una torre de iglesia en el horizonte, la sombra de un árbol, el brazo de un indicador de millas, todo se convierte, por donde quiera imponerse a sí mismo la obligación de dudar, en el dedo que guía su marcha hacia el lugar en que vive el misterioso Gran Maestre de Vitriaco.

En una posada conoce a un curandero ambulante y comienza a alentar la vaga esperanza de que pueda tratarse de la persona que anda buscando, pero el curandero se hace llamar... doctor Schrepfer.

Es un hombre con pequeños y brillantes dientes de conejo, tez obscura y ojos vivaces, y parece no haber nada en la tierra que él no sepa, ningún lugar que él no conozca, ningún pensamiento que no adivine, ningún corazón cuyos abismos más profundos no pueda sondear, ninguna enfermedad que no pueda curar, ninguna lengua que calle cuándo él dispone que hable, ninguna moneda que no se halle a su alcance.

Las muchachas se agolpan a su alrededor para que les prediga el futuro por medio de las cartas o las líneas de las manos; todos enmudecen cuando les adivina el pasado y se alejan en silencio arrastrando los pies.

Leonhard permanece toda la noche a su lado bebiendo; en su ebriedad lo asalta por momentos la idea de que no es un ser humano el que se encuentra sentado frente suyo. Por instantes sus rasgos se borran hasta que no se ve más que el brillo de los dientes y detrás de éstos se van formando palabras que son por momentos como el eco de lo que él mismo está diciendo... cuando no una respuesta a preguntas aún no formuladas.

Parecería que el hombre pudiera leer sus deseos más íntimos: siempre lleva la conversación más intrascendente al tema de los templarios. Leonhard quiere sonsacarle si sabe algo de un tal Vitriaco, pero todas las veces, a último momento, cuando casi ya es demasiado tarde, lo detiene una profunda

sensación de desconfianza y el nombre se quiebra entre sus labios.

Siguen viaje juntos, adonde el azar los vaya llevando, de una romería a otra.

El doctor Schrepfer come fuego, traga sables, convierte agua en vino, se atraviesa la lengua con dagas sin derramar una sola gota de sangre, cura delirios, cicatriza llagas, convoca fantasmas, embruja a hombres y animales.

Leonhard no pierde de vista el hecho de que el hombre es un embustero, que no sabe leer ni escribir pero, sin embargo, realiza milagros; los paralíticos arrojan sus muletas y bailan, las parturientas dan a luz en cuanto sienten el contacto de su mano, los ataques de epilepsia cesan, las ratas salen corriendo en bandadas de las casas y se arrojan al agua. Leonhard no puede separarse de él, está bajo su hechizo y aún se cree libre.

Apenas la esperanza de que este hombre lo llevará hasta el Gran Maestre Vitriaco amenaza  extinguirse, la vuelve a reavivar una palabra cualquiera que parece ocultar un doble sentido, y otra vez las cadenas quedan echadas.

Todo lo que el saltimbanqui dice suena como una discrepancia: rechaza a la gente con violencia y así logra ayudarla; miente y sus palabras albergan la mayor de las verdades; dice la verdad, y tras ella se asoma burlona la mentira; fantasea sin el menor sentido y sus palabras se convierten en profecías; predice cosas que, según él, le dictan las estrellas: se cumplen, aunque de astrología no sepa absolutamente nada; prepara medicinas de yerbas totalmente inocuas: producen el resultado prometido; se ríe de los crédulos y es más supersticioso que una vieja campesina; se burla de los crucifijos y se santigua cuando un gato negro se cruza en su camino, cuando le hacen preguntas las contesta insolentemente con las mismas palabras de su interlocutor, y en su boca se convierten en las respuestas que dan exactamente en el clavo.

Leonhard observa con creciente asombro que en este instrumento terrenal se revela una maravillosa fuerza; poco a poco cree adivinar la clave del misterio: si se limita a ver solamente al mentiroso, todo lo que oye de sus labios se vuelve un disparatado devaneo, pero si uno se vuelve hacia esa fuerza invisible que se refleja en el doctor Schrepfer como los rayos del sol en un charco, el curandero charlatán se convierte de inmediato en un vocero y de su boca pugnan por brotar fuentes de la verdad más viva.

Leonhard se arriesga a hacer una tentativa, se sobrepone a su desconfianza, pregunta al hombre sin mirarlo a la cara –como si se dirigiera a las nubes violetas y purpúreas del atardecer– si conoce el nombre de Jacobo de... "Vitriaco", complementa el otro la pregunta, y se queda callado como sumido en éxtasis, hace una profunda reverencia hacia Occidente, adopta una expresión solemne y declama en voz baja y temblorosa que ha llegado por fin la hora de la resurrección, que él mismo es un templario cuya misión consiste en indicar, a los que van tanteando a través de las intrincadas sendas de la vida, aquella que conduce hacia el Maestro. Describe con un aluvión de palabras las maravillas que aguardan a los elegidos, el resplandor que rodea los rostros de los hermanos y los libera de todo remordimiento, contrición o penitencia, venga del incesto o de cualquier otro pecado, convirtiéndolos en cabezas de Jano, con sus miradas puestas en dos mundos, de eternidad en eternidad, testigos inmortales del más acá y del más allá... cual dos gigantescos peces escapados para siempre de la red de la temporalidad, que nadan en el océano de la existencia, inmortales, acá y allá, hasta la eternidad.

Luego señala extasiado las cimas azuladas de una cadena de montañas que se dibujan en el horizonte: allí adentro, en las mismas profundidades de la tierra, rodeado por altísimas columnas, se alza el santuario del orden del Temple, construido de dólmenes, donde una sola vez por año, en medio de las sombras de la noche, se reúnen los discípulos de la cruz de Baphomet... los elegidos del dios inferior que rige a los seres, tritura a los débiles y eleva a los fuertes a la condición de hijos suyos.

Sólo quien sea un verdadero caballero, un sacrílego de la cabeza a los pies, bautizado en las llamas de la insurrección espiritual, y no uno de aquellos que retroceden gimoteando temblorosos ante el pecado mortal y que se castran sin cesar con el cuento del Espíritu Santo, que en resumidas cuentas también es su propio yo, puede aspirar a la reconciliación con Satanás –el único ungido entre todos los dioses–, sin la cual no se puede aspirar nunca a salvar la desavenencia entre el deseo y el designio.

Leonhard escucha todo este discurso ampuloso con un sabor desagradable en la boca; de estas fantasías falaces se desprende algo monstruoso: allá en medio de un bosque de tierras alemanas existiría un templo oculto... pero el tono fanático que vibra en aquellas palabras acalla sus propios pensamientos cual el sonido ensordecedor de un órgano, deja que de él sea lo que el doctor Schrepfer disponga, se quita los zapatos, juntos encienden un fuego, las chispas salpican la obscuridad de la noche de verano, bebe de un tazón el repulsivo brebaje que el otro le prepara con quién sabe qué yerbas para purificarlo.

"¡Lucifer, tú que padeces injusticias, yo te saludo!", tal es el santo y seña que debe recordar. Leonhard escucha las frases; las sílabas le parecen estar extrañamente separadas, dispersas como pilares de piedra, algunas le suenan muy lejanas, otras, en cambio, parecen estar casi pegadas a su oído; de pronto dejan de ser meros nidos, se convierten en columnas y forman galerías... con la misma naturalidad con que en sueños las cosas se nos antojan capaces de convertirse unas en otras, siendo absorbidas a veces las más grandes por las mucho más pequeñas.

El curandero lo toma de la mano, caminan –según parece– durante un largo, largo trecho... a Leonhard le arden las plantas de los pies, siente como los terrones de tierra se van deshaciendo bajo el peso de su cuerpo.

Entre las sombras de la noche, las elevaciones del terreno se funden en figuras suaves y esponjosas. Momentos de duda se alternan sucesivamente con otros de confianza inquebrantable, es como la certeza de que algo de cierto debe esconderse detrás de las palabras de su guía... y es ella la que finalmente gana la batalla.

Luego vienen momentos de extraña exaltación, tras los que –cada vez que tropezando con alguna piedra– retoma el curso de la realidad, su cuerpo avanza como guiado por un antiguo sueño; el sobresalto producido queda olvidado de inmediato, y entre cada despertar se intercalan períodos vacíos y larguísimos que expulsan del presente todos sus recelos para darles cabida en época de un pasado muy lejano.

El camino se hunde.

Anchos escalones sonoros se precipitan hacia abajo.

Leonhard sigue adelante, tanteando a lo largo de frías y lisas paredes de mármol... está solo, quiere buscar a su acompañante.... cuando el sonido de trompetas, atronadoras como si llamaran a la resurrección, casi lo dejan sin conocimiento... Los huesos le vibran en el cuerpo, ante sus ojos la noche parece partirse en dos: el clamor de las fanfarrias se convierte súbitamente en una luz deslumbrante ... se halla parado en una blanca construcción abovedada.

En medio del recinto, muy cerca suyo, se balancea libremente una cabeza dorada con tres caras; la del centro le parece –al mirarla ligeramente de frente– igual a la suya pero mucho más joven, y en ella se refleja la expresión de la muerte a pesar de que el brillo del metal, tan fuerte que hace imposible ver con precisión los rasgos, irradia el influjo indestructible de la vida; pero no es la máscara de su juventud lo que Leonhard busca, él quiere ver a toda costa los otros dos rostros vueltos hacia las sombras, quiere conocer sus expresiones, pero cada vez que lo intenta ellos se lo impiden: la cabeza dorada gira al mismo tiempo en que él trata de rodearla, de modo que se enfrenta siempre con la misma cara.

Leonhard atisba a su alrededor tratando de adivinar cuál es la magia extraña que pone en  movimiento esa increíble cabeza, cuando de pronto ve que la pared del fondo se vuelve transparente como un vidrio y que del otro lado está, con los brazos abiertos, harapiento," jiboso, las anchas alas del sombrero cubriéndole los ojos, inmóvil como la misma muerte, parado sobre un montículo formado por esqueletos humanos entre los cuales brotan unas pocas briznas de hierba... el amo del mundo en persona.

Las trompetas enmudecen.

La luz se extingue.

La cabeza dorada ha desaparecido.

Sólo permanece el reflejo macilento de la putrefacción que envuelve a la imagen recién aparecida. Leonhard siente que un creciente entumecimiento va recorriendo su cuerpo paralizando cada una de sus miembros, su sangre queda como coagulada, el latido de su corazón es cada vez más lento y finalmente se para por completo.

Lo único que todavía le permite decir "yo" es una sola y diminuta chispa en un lugar impreciso de su pecho.

Las horas se van escurriendo como gotas perezosas y se dilatan hasta formar interminables años. Imperceptiblemente, el contorno de la imagen va adquiriendo realidad: bajo el tenue hálito gris del amanecer las manos extendidas se encogen lentamente hasta convertirse en muñones de madera putrefacta, las calaveras van cediendo vacilantes su lugar a las piedras redondas del camino cubiertas de polvo...

Leonhard se levanta trabajosamente; ante él se yergue amenazante, cubierto con harapos, la cara hecha de vidrios rotos, un... triste espantapájaros jiboso.

Los labios le arden de fiebre, su lengua está reseca; a su lado todavía esparcen un débil resplandor las cenizas del fuego de leña bajo el jarro que contiene los restos del brebaje ponzoñoso. El curandero se ha ido.... y con él su último peculio; pero Leonhard sólo percibe a medias todas estas cosas: las impresiones recibidas durante la noche aún alborotan demasiado en su conciencia; si bien es cierto que ese espantapájaros ya no es más el amo del mundo, también lo es que el amo del mundo ya no es más un lamentable espantapájaros, temible sólo para los miedosos, implacable sólo con los suplicantes, cubierto con la investidura de tiranos sólo para aquellos que prefieren ser esclavos y lo ven rodeado con el nimbo del poder... una deplorable caricatura a los ojos de los que son libres y orgullosos.

El secreto del doctor Schrepfer queda repentinamente revelado: el misterioso poder que irradia su ridícula persona no le pertenece a él ni a nadie que se oculte detrás de él cubierto con un manto que lo torne invisible. Es ni más ni menos que la mágica fuerza de los crédulos que no se atreven a creer en sí mismos y mucho menos hacer uso de esa fuerza por su propia cuenta y riesgo, teniendo por lo tanto que trasmitírsela a un fetiche –ya sea un hombre, un dios, una planta, un animal o el mismo diablo– para que su reflejo les sea devuelto milagrosamente; y es también la vara mágica del verdadero señor del mundo, del yo más profundo y omnipresente que todo lo devora, la fuente que sólo puede dar y nunca recibir sin convertirse en un impotente "tú", el yo bajo cuyo mandato el espacio debe desgarrarse y el tiempo convertirse en el rostro de un presente interminable; es la corona imperial del espíritu, pecar contra ella es el único delito que no se puede perdonar; es el poder que se anuncia a través del círculo luminoso de un presente mágico e indestructible, que lo absorbe todo hasta su fundamento original.

Dioses y seres, pasado y futuro, sombras y demonios, transcurren y se esfuman dentro de esa misma fuerza. Es el poder que no conoce límites y que más se hace sentir en el que a su vez es el más fuerte y el más grande; es la fuerza que siempre está adentro y nunca afuera... y que convierte todo lo que permanece afuera rápidamente en un espantapájaros.

En Leonhard se cumple la predicción del curandero en todo lo que al perdón de los pecados se refiere y no hay palabra que no se hiciera verdad; el maestro ha sido hallado: lo es el mismo Leonhard.

Del mismo modo en que un pez grande logra abrir un agujero en la red y escaparse, Leonhard se ha redimido a sí mismo de la maldición que pesaba sobre él desde sus ancestros... y es un redentor para todos aquellos que estén dispuestos a seguirlo.

Todo es pecado y nada lo es, todos los yo forman un yo común... esto ha quedado bien claro en su conciencia. ¿Dónde vive la mujer que no sea al mismo tiempo su hermana, cuál es el amor terrenal que no sea a su vez incesto, a qué ser –así fuese el más insignificante de los animalitos– puede matarse sin cometer matricidio y suicidio al mismo tiempo? ¿Qué otra cosa es su propio cuerpo que la herencia de miríadas de animales que vinieron antes que él?

No existe nadie que pueda disponer del destino sino ese único e inmenso yo que se refleja en innumerables espejos –grandes y pequeños, claros y opacos, malos y buenos, tristes o alegres– sin ser afectado ni por el dolor ni por la alegría, permaneciendo en el pasado y en el futuro como un presente perenne, al igual que el sol no se ensucia ni se arruga aunque quede reflejado en una charca o nade sobre olas encrespadas, sin sumergirse en el pasado ni emerger del futuro, por más que se evaporen todas las aguas y otras nuevas se formen de la lluvia: no hay nadie que disponga del destino sino el grande yo común; el origen, esa cosa que es la causa primitiva.

¿Dónde hay espacio, pues, para el pecado? Ese enemigo taimado e invisible que arroja flechas envenenadas desde las sombras, ya no existe; los demonios y los ídolos quedaron destruidos... muertos como los murciélagos aniquilados por la luz.

Leonhard ve a su madre muerta resucitar con sus gestos sin sosiego, a su padre, a su hermana y esposa Sabina: ya rió son más que imágenes, como lo es también el recuerdo de su propio cuerpo de niño, de joven y de hombre; sus verdaderas vidas son imperecederas y sin forma, lo mismo que su propio yo.

Se arrastra hacia el estanque que ha visto en las cercanías para refrescar su piel ardiente; ya no siente como suyos los dolores que desgarran sus entrañas, es como si fuesen de otro.

Ante la eterna presencia del alba, que a todo mortal se le antoja tan familiar como su propio rostro y que sin embargo resulta ser tan absoluta y definitivamente extraña como el semblante de uno mismo, se esfuman y desaparecen todos los espectros y se curan los males del cuerpo.

Y mientras contempla pensativo las blandas curvas de la orilla y las pequeñas islas cubiertas de juncos, lo asaltan nuevamente los recuerdos.

Y ve que está otra vez en el parque de sus años jóvenes.

¡Ha emprendido un largo viaje circular a través de las densas nieblas de la vida!

Una profunda paz se apodera de su corazón, el miedo y el espanto han quedado desterrados, se ha reconciliado con los muertos y los vivos y consigo mismo.

El destino ya no alberga más horrores para él, fueron borrados del pasado y del futuro.

De aquí en más, la dorada cabeza de la vida no posee sino una sola cara: el presente como sensación de una sagrada calma interminable le muestra su rostro eternamente joven; los otros dos permanecen ocultos para siempre como se oculta de la tierra la faz obscura de la luna.

El pensamiento de que todo lo que se mueve tiene que cerrarse inexorablemente hasta formar un círculo, y que también él forma parte de esa misma ley que hace que todos los cuerpos sean redondos y que así han de conservarse, adquiere para él algo infinitamente consolador; con claridad percibe la diferencia entre el símbolo satánico de las cuatro piernas humanas que corren   incesantemente y el de la cruz serenamente erguida.

¿Vivirá aún su hija? Debe ser ya una mujer anciana, apenas veinte años menor que él.

Tranquilo y en paz consigo mismo emprende el regreso a casa; el camino de grava se cubre ahora con un manto multicolor de frutos caídos y flores silvestres, los abedules jóvenes se han convertido en gigantes robustos y nudosos que visten de claro, un negro montículo de escombros –atravesado aquí y allá por umbrelas grises de maleza– cubre la cima de la montaña.

Invadido por una emoción extraña camina por entre la escombrera que arde bajo el sol: un viejo mundo familiar emerge del pasado con renovado brillo, las partículas que encuentra esparcidas debajo el maderamen carbonizado se van ensamblando hasta formar un todo; un péndulo de bronce logra el retorno mágico del reloj marrón de su infancia a este presente resucitado, las miles de gotas de sangre vertidas en los viejos momentos de dolor y espanto se vuelven salpicaduras rojas en el plumaje del ave fénix de la vida.

Una manada de ovejas que un grupo de perros silenciosos espantara hasta formar un cuadro casi perfecto, baja por la pradera; Leonhard pregunta al pastor por los habitantes de aquel castillo, el hombre murmura algo acerca de una maldición y de una vieja, última habitante del lugar en ruinas –una bruja malvada que lleva una señal sangrienta en la frente, igual a Caín, y que vive abajo, en la carbonera– y continúa su camino con gesto adusto y paso apurado.

Leonhard entra en la capilla que ahora está oculta por la espesura del bosque; la puerta está desvencijada, en el lugar vacío sólo queda el reclinatorio dorado cubierto por el moho; las ventanas están empañadas, el altar y las imágenes sagradas sucumbieron bajo la acción destructora de la  podredumbre, la cruz de la puerta trampa está a punto de ser devorada por el óxido; el moho lo ha invadido todo y le aúlla desde todas las junturas. Pasa su pie por la superficie de hierro, dejando al descubierto una sola franja de metal aún brillante que lleva una inscripción: "Construida por Jacobo de Vitriaco".

Las tenues telarañas que ligan unas con otras las cosas de esta tierra se desatan ante los ojos de Leonhard dando lugar a una singular revelación: el nombre sin importancia de un constructor extranjero que apenas se grabara en su memoria después de haber sido leído tantas veces durante su juventud y tantas otras veces olvidado, su acompañante invisible durante una ronda macabra entre las sombras de la noche –del cual creyó oír el llamado del maestro– está ahora a sus pies, convertido en un nombre indiferente a partir del mismo momento en que su misión ha terminado y cuando el secreto anhelo de volver a casa, al punto de partida, se ha visto cumplido.

Maese Leonhard contempla los restos de su vida cumplida como la de un ermitaño en medio de las marañas salvajes de la existencia; cubre su cuerpo con un silicio hecho de toscas mantas halladas entre las ruinas que quedaron del incendio, construye un hogar de ladrillos crudos.

Las siluetas de las personas que a veces se dejan ver por los alrededores de la capilla le parecen incorpóreas, igual que espectros; cobran vida recién cuando las incorpora en el círculo mágico de su yo, convirtiéndolas allí en inmortales.

Las formas de la existencia le son tan indiferentes como el rostro siempre cambiante de las nubes: múltiples y en el fondo nada más que vapor de agua. Eleva su mirada por encima de las copas nevadas de los árboles. Y otra vez, igual que entonces, en la noche aquella en que naciera su hija, hay dos estrellas muy juntas que brillan en el Sur del cielo, y que lo están mirando.

Antorchas se acercan a través del bosque.

Suena el metal de las guadañas.

Por entre los árboles vienen flotando rostros estremecidos por la cólera, se oyen voces  uchicheantes, la vieja jibosa de la carbonera está parada otra vez frente a la capilla, mueve sus brazos flacos como si fuesen aspas, señala la silueta diabólica que se dibuja en la nieve, llama a los supersticiosos campesinos, se acerca a la ventana y con ojos enloquecidos que brillan como dos estrellas verdes trata de espiar a través de los cristales empañados.

Sobre su frente arde un lunar rojo.

Maese Leonhard no se mueve, sabe que los que están afuera vienen a matarlo, sabe que la sombra diabólica que arroja su propio cuerpo hacia la nieve –y que nada significa ya que debe ser obediente a cada uno de sus movimientos– es la causa de la furia de aquella multitud supersticiosa, pero sabe también que aquél a quien van a matar: su cuerpo, no es más que una sombra, como también son sólo sombras todos ellos, inmateriales sombras en el reino falso de las sombras regido por la rueda del tiempo; y sabe que también ellas no hacen sino obedecer a las leyes del círculo de las que nada ni nadie escapa.

Sabe que la vieja del lunar rojo es su hija con los mismos rasgos de su madre y que de ella proviene el fin, para que así quede cerrado el arco.

El deambular circular del alma a través de las nieblas de los nacimientos retornando hacia la muerte.

Murciélagos (I) Nota Preliminar

Murciélagos (I) Nota Preliminar

Corre el año 1909, tres jóvenes estudiantes de arquitectura se instalan en un atelier de Dresde. Son Kirchner, Heckel y Schmidt-Rottluf; sus ideas son simples: "dejarse seducir por todas las audacias, por todas las veleidades revolucionarias". Este es uno de los elementos excepcionales del panorama

alemán: la pintura precede a la literatura, la imagen a la palabra. Ha nacido el expresionismo. Los artistas actúan casi por instinto, las telas son invadidas por la brutalidad de los colores y la violencia de los paisajes. Munch, Ensor, Rols, Redon y Kubin arrastran a los escritores y a los músicos, quienes comienzan los primeros experimentos que acabarán en el atonalismo. Todos los marcos del realismo y el romanticismo son desbordados, Wagner deja lugar a Schoenberg. Esto acaba con un largo período de literatura realista producto de la reacción contra el romanticismo.

Los primeros esbozos de literatura fantástica alemana debemos buscarlos en los pequeños textos místicos del siglo XIII, pero no se puede, sin embargo, hablar de fantasía en sentido estricto hasta fines del siglo XVIII. Es necesario llegar a Goethe para poder elaborar, si bien no conscientemente, la idea de la novela.

La magia, las consideraciones alquímicas, las reflexiones astrológicas, inundan las páginas del autor de Fausto y se proyectan sobre sus contemporáneos: Fleist, Hólderlin, Arnim. Así aparece otro de los grandes alemanes: E. T. A. Hoffman, heredero directo de Goethe y Novalis, con el que surge otra característica importante de lo fantástico alemán: su interconexión con la música, que también alcanzaría a Eichendorff, Chamisso y Brentano, quien no vaciló en afirmar que su "alma era una danzarina apasionada".

La música, la poesía y la fantasía marcan una época única del romanticismo, una floración de lo invisible, una búsqueda apasionada del Naturgeist (la esencia, la naturaleza íntima), que provocaría, que precipitaría la reacción necesaria. La búsqueda de un mundo ideal que no existía, error trágico de la mayor parte de los románticos alemanes, daría lugar a un período realista a ultranza. La  fantasía se refugia en algunas de las obras de Storm, Keller o Hauptmann. Sin embargo los ángeles no habían muerto, con el auge expresionista, renacen en Gustav Meyrink.

Gustav Meyer (luego Meyrink) nació en Viena el 19 de enero de 1868. Fue hijo natural de Marie Meyer, actriz de la corte del teatro de Munich, y de Carl Preiherr von Varnbühler, ministro de Estado.

Esta circunstancia sin duda le debe haber causado innúmeras humillaciones, lo que luego cimentaría su odio acérrimo contra la burguesía. Estudió en lo Academia Comercial de Praga, ciudad que lo iba a marcar para siempre, y a los veinte años ingresó como empleado al Banco Morgenstern. Su primer matrimonio data de 1892, a éste le sigue una época de desavenencias afectivas que preceden a su divorcio y posterior casamiento con Philoméne Bernt en 1905. En 1903 había ingresado como redactor en la revista de humor y sátira Lieber Augustin, donde publica sus primeros textos, para luego colaborar en Simplicissimus.

Der heisse Soldat (El soldado ardiente, 1903), Orchideen (Orquídeas, 1904) y Das Wachsfiguren kabinett (El museo de cera, 1908), publicados primero en forma separada, son reunidos bajo el título común de Des deutschen Spiesser Wunderhorn (El cuerno encantado del pequeño burgués alemán) en 1913, precediendo la aparición de su obra maestra, Der Golem (El Golem, 1915).

Gracias al suceso de esta última, Meyrink puede adquirir una pequeña propiedad cercana al lago de Starnberg, en Baviera, y dedicarse con tranquilidad al estudio de las ciencias ocultas y la parapsicología.

Explorando los archivos de su familia descubre que desciende en línea directa de un oficial bávaro de nombre Meyrink. Lo adopta de inmediato y en 1917 pasa a ser su apellido legal por decreto del rey de Baviera. Casi todos sus biógrafos hacen notar un hecho: Meyrink odiaba a su madre a quien reprochaba su nacimiento irregular y el fracaso de su primer matrimonio. Eso explicaría el rol nefasto que juegan las mujeres en sus relatos. Sin embargo, sus inclinaciones homosexuales también podrían justificar su visión del sexo como algo mezquino y sucio.

A partir de 1916 y casi hasta 1932, año de su muerte, se dedica a actividades secretas del más diverso orden (la telepatía, por ejemplo) y no cesa de publicar. Der grüne Gesicht (El rostro verde, 1916), Walpurgisnacht (Noche de Walpurgis, 1917), Derweisse Dominikaner (El dominico blanco, 1921), Der violette Tod (La muerte violeta, 1922), An der Schwelle des Jenseits (En el umbral del más allá, 1923) y Goldmachergeschichten (Cuentos de un alquimista, 1925) son obras en las cuales se mezclan las prácticas esotéricas, la exploración de subconsciente, los fenómenos visibles e invisibles. Todo esto y su gran amistad con Alfréd Kubin (autor de otro clásico, Die Andere Seite), lo inducen a abandonar la religión protestante y abrazar el budismo mahayana. Murió en Starnberg, su pequeña propiedad cercana a Munich, el 4 de diciembre de 1932, un año antes de la llegada del nazismo al poder.

Su obra está estructurada sobre cuatro temas mayores:

–la visión apocalíptica de la Primera Guerra Mundial, que se plasmaría en su novela El rostro verde y en muchos de sus relatos.

–El tema del zombi, el hombre mecanizado, el servidor privado de alma y de voluntad. (El Golem).

–El tema de la historia invisible: detrás de la historia alocada de los hombres existe otra, secreta, que está regulada por ciclos inmutables (La noche de Walpurgis).

–El tema del tiempo trascendental. Meyrink creía que había una especie de concentración del espacio y el tiempo (la duración del pasado, presente y futuro se confunden en una visión simultánea), idea que luego Borges (y antes que él Cyrano) desarrollaría en "El Aleph".

Su obra maestra, El Golem, está inspirada en una variante del relato de la creación según el Génesis. En los principios de nuestra era ciertos rabinos habían elaborado la hipótesis de poder construir, mediante artificios mágicos, un ser dotado de vida e inteligencia. Como la impronta divina había  sido la Palabra, creían poder hallar la fórmula fonética adecuada. En el siglo XII una secta judía imaginó 221 combinaciones de signos alfabéticos; con ellos era posible moldear una imagen humana de arcilla roja e infundirle vida. En el Renacimiento la leyenda del Golem cobra un aspecto diferente: destinado a fines domésticos, se transforma en servidor de los hombres. Su única particularidad es su crecimiento desmesurado que lo torna peligroso. Para poder matarlo es necesario borrar la primera letra de la fórmula escrita en su frente (emeth – verdad) y transformarla en muerte (meth). Este mito, en sus más diversas formas, es explotado por los escritores alemanes del siglo XIX: Archim von Arnim, E. T. A. Hoffmann, Hebbel y más tarde por algunos franceses, como Villiers de l'Isle Adam, si bien el tema está muy modificado.

Fledermaüse (Murciélagos, 1916) es su libro de relatos más importante. "Maese Leonhard", un relato que por su extensión es una verdadera "nouvelle", es uno de los más logrados. La fusión de dos historias, una de incesto y crimen –morosa y convincente–, y otra que lleva a Leonhard a la búsqueda de Jacobo de Vitriaco, mítico Gran Maestre de la Orden de los Templarios –mística y obsesiva–, es muy lograda y más tarde serviría de modelo a toda una generación de autores ingleses cultivadores del horror.

En el mismo nivel se ubican "La visita que J. H. Oberheit hace a las tempijuelas", "El cardenal Napellus" y "Los cuatro hermanos lunares", relato que contiene un curioso resumen, por así decirlo, de sus cuatro temas mayores.

"El juego de los grillos", "De como el Dr. Job Paupersum le trajo rosas rojas a su hija" y "Amadeo Knodlseder..." pertenecen, en cambio, al ciclo de obras satíficas y apocalípticas, producto de la influencia de la guerra sobre su alma mórbida.

Según Borges, "Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible". Nosotros agregaríamos que Meyrink, prefigurando a Freud, había descubierto que Tanatos está íntimamente relacionado con Eros.

Jorge A. Sánchez

El Golem (y XIX) Fin

El Golem (y XIX) Fin

«¡... como un pedazo de grasa!»

Ésta es la piedra que parece un pedazo de grasa.

Todavía me resuenan las palabras en los oídos. Des­pués me levanto y tengo que esforzarme por recordar dónde estoy.

Acostado en la cama del hotel donde vivo.

No me llamo Pernath.

¿No ha sido todo más que un sueño?

¡No! Así no se sueña.

Miro el reloj: apenas he dormido una hora. Son las dos y media.

Y ahí está colgado ese extraño sombrero que hoy, al confundirme, he traído de la catedral del Hadschrim, cuando he estado sentado en un banco durante la misa mayor.

¿Hay algún nombre en él?

Lo agarro y leo, escrito con letras doradas sobre el suave y blanco forro de seda, ese extraño y sin embargo tan conocido nombre:

 

ATHANASIUS PERNATH

 

Ahora ya no estoy tranquilo; me visto apresurada­mente y bajo corriendo las escaleras.

—¡Portero! ¡Ábrame! Voy a salir una hora más de paseo.

—¿Adonde, por favor?

—Al barrio judío. A la Hahnpassgasse. Porque hay una calle que se llama así, ¿no?

—Claro, claro —sonrió el portero maliciosamente—. Pero le advierto que en el barrio judío ya no hay nada interesante. Todo está reconstruido y nuevo.

—No importa. ¿Dónde está la Hahnpassgasse?

El grueso dedo del portero señala un punto en el plano.

—Aquí, mire.

—¿Y la taberna Zum Loisitschek?

—Aquí, señor.

—Déme un trozo grande de papel.

—Tenga, señor.

Envuelvo en él el sombrero de Pernath. Es curioso, está casi nuevo, inmaculadamente limpio y sin embargo tan quebradizo como si fuese antiquísimo.

Por el camino voy pensando.

Todo lo que ha vivido este Athanasius Pernath lo he vivido yo con él en el sueño, en una noche lo he visto, oído y sentido, a la vez como si hubiera sido él. Pero ¿por qué no sé lo que vio él tras las ventanas en el momento en que, al desprenderse de la cuerda, gritó: ¡Hillel! ¡Hillel!?

Comprendo, en ese momento se separó él de mí.

Tengo que encontrar a ese Athanasius Pernath, aun­que tenga que dar vueltas y más vueltas durante tres días y tres noches. Me lo propongo.

 

Entonces, ¿ésta es la calle Hahnpass?

¡Ni se aproximaba a la que yo había visto en mi sueño!

Sólo casas nuevas.

Un minuto más tarde me encuentro sentado en el café Loisitschek. Un local sin estilo propio, bastante limpio.

Pero al fondo había un estrado con una barandilla de madera; no se puede negar una cierta semejanza con el viejo Loisitschek de mis sueños.

—¿Qué desea, por favor? —me pregunta la camarera, una guapa muchacha, literalmente enguantada en una chaqueta de frac de terciopelo rojo.

—Coñac, señorita. Así, gracias. Hum, ¿señorita?

—Sí, dígame.

—¿A quién pertenece este café?

—Al señor consejero comercial Loisitschek. Toda la casa es suya. Un señor muy elegante y rico.

¡Aja! ¡El señor con los dientes de jabalí en la cadena del reloj!, recordé.

Se me ocurre una buena idea, que me orientará:

—¡Señorita!

—Dígame.

—¿Hay aquí, entre los clientes, alguien que todavía recuerde cómo era antiguamente el barrio judío? Soy escritor y me interesa mucho.

La camarera piensa un momento.

—¿Entre los clientes? No. Pero, espere usted un mo­mento: el apuntador de billar que está ahí jugando con un estudiante' ¿lo ve usted?, ése con la nariz encorvada, el viejo, ése siempre ha vivido aquí y se lo podrá contar a usted todo. ¿Quiere que lo llame cuando acabe?

Seguí la mirada de la muchacha.

Un hombre viejo, delgado y con el pelo cano estaba apoyado junto al espejo y untaba con una tiza el taco. Una cara desolada, pero sin embargo extrañamente dis­tinguida. ¿Qué me recuerda?

—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador?

La camarera, de pie, apoya el codo sobre la mesa, mordisqueando un lapicero, y escribe a la velocidad del viento su nombre mil veces sobre la placa de mármol, borrando cada vez con sus dedos húmedos. Entre tanto, me va lanzando miradas más o menos ardientes, cuando lo consigue. Levanta, simultáneamente, las pestañas, pues ello aumenta inevitablemente la fascinación de su mirada.

—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador? —repito mi pregunta. Me doy cuenta de que ella hubiera prefe­rido oír: Señorita, ¿por qué no lleva usted sólo eHrac? o algo así. Pero yo no se lo pregunto. Mi sueño me tiene demasiado obsesionado.

—¿Cómo se va a llamar? —dice ella gruñendo pues Ferri, Ferri Athenstädt.

¿Ah, sí? ¡Ferri Athenstädt! Bueno, de nuevo un viejo conocido.

—Cuénteme muchas, muchas cosas de él, señorita —digo reteniéndola, pero siento a la vez que necesito fortalecerme con otro coñac—. ¡Habla usted de una ma­nera tan encantadora! —siento repugnancia de mí mismo.

Ella se inclina misteriosamente hacia mí para que sus cabellos me cosquilleen la cara y susurra:

—El Ferri ése era antes todo un tipo. Dicen que per­tenece a la más antigua nobleza, pero naturalmente no son más que habladurías, sólo porque no lleva barba, y que debió de tener una enorme cantidad de dinero. Pero una judía pelirroja, que ya desde muy joven debió ser todo un «personaje» —escribió de nuevo rápidamente un par de veces su nombre—, se lo llevó todo. El di­nero, claro. Bueno, y luego, cuando él se quedó sin un céntimo, ella se fue y se casó con un señor muy impor­tante: con el... —me susurra al oído un nombre que no llego a entender—. Este caballero tuvo que renun­ciar naturalmente a todos sus honores y títulos y, des­de entonces, ya sólo pudo llamarse el caballero de Dämmerich. Bueno, además, él nunca pudo borrar lo que ha­bía sido antes. Yo siempre lo digo...

—¡Fritzi, la cuenta! —grita alguien desde el estrado.

Paseo mi mirada por el local y de repente oigo a mis espaldas un suave canto metálico, como el de un grillo.

Me vuelvo curioso. No creo en mis ojos:

Con la cara vuelta hacia la pared, viejo como Matu­salén, con una caja de música tan pequeña como un paquete de cigarrillos entre sus manos temblorosas y es­queléticas, sentado y totalmente encogido, veo al viejo ciego Nepthali Schaffranek en un rincón, dando vueltas al minúsculo manubrio.

Me acerco a él.

Canta susurrando confusamente para sí:

 

Señora Pick.

Señora Hock,

y estrellas rojas y azules

y charlan continuamente

de...

 

—¿Sabe usted cómo se llama ese anciano? —le pre­gunto a un camarero al pasar.

—No, señor, nadie lo conoce, ni a él, ni su nombre. Él mismo lo ha olvidado. Está completamente solo en el mundo. ¡Tiene ciento diez años! Todas las noches le damos un café por caridad.

Me inclino sobre el anciano y le digo una palabra al oído.

—¡Schaffranek!

Se contrae como atravesado por un rayo. Murmura algo y se pasa la mano por la frente.

—¿Me entiende usted, señor Schaffranek? Asiente.

—¡Atienda un momento, por favor! Quisiera pregun­tarle algo ocurrido hace mucho tiempo. Si contesta co­rrectamente a todo le daré este gulden que está aquí so­bre la mesa.

Gulden —repite el anciano y empieza inmediata­mente a tocar como un loco su rechinante caja de mú­sica.

Le tomo la mano.

—¡Piense un momento! ¿No conoció hace unos trein­ta y tres años a un tallador de piedras preciosas llamado Pernath?

—¡Hadrbolletz! ¡Pantalonero! —balbucea asmático y se echa a reír como si le hubiera contado un magnífico chiste.

—No, no, Hadrbolletz: ¡Pernath!

—¿Pereles? —y literalmente lanzó gritos de alegría.

—No, tampoco es Pereles; ¡Per - nath!

—¿Pascheles? —cacareó de alegría. Desilusionado abandono mi intento.

 

—¿Quería hablar conmigo, señor? —el apuntador Ferri Athenstädt está ante mí y se inclina con frialdad.

—Sí, exacto. Mientras tanto podemos jugar una par­tida de billar.

—¿Juega con dinero, señor? Le doy noventa a cien de ventaja.

—Está bien: vamos a un gulden. Mejor empiece us­ted, apuntador.

Su excelencia agarra el taco, apunta, falla y pone cara de mal humor. Ya sé de qué va: me deja llegar hasta noventa y nueve y después con una sola jugada acaba la serie.

Cada vez me siento más curioso. Voy directo a mi asunto.

—Intente recordar, señor apuntador: hace muchos años, aproximadamente en la época en que se hundió el puente de piedra, debió haber conocido en el barrio judío de entonces a cierto Athanasius Pernath.

Un hombre con una chaqueta de tela de rayas rojas y blancas, bizco, con unos pequeños pendientes de oro, que está sentado en el banco junto a la pared, levanta la mirada del periódico que está leyendo, me mira asom­brado y se persigna.

—¿Pernath? ¿Pernath? —repite el apuntador y se esfuerza por recordar—. ¿Pernath? ¿No era alto y del­gado? ¿De pelo castaño con una barba canosa?

—Sí. Exacto.

—¿Qué tendría entonces? Unos cuarenta años. Pa­recía... —su excelencia me mira asombrado de repente, con gran fijeza—. ¿Es usted pariente suyo, señor?

El bizco se persigna.

—¿Yo? ¿Un pariente? ¡Qué idea más extraña! No. Sólo me intereso por él. ¿Sabe usted algo más? —digo con serenidad, pero siento que se me hiela el corazón.

Ferri Athenstädt vuelve a recapacitar.

—Si no me equivoco, era considerado en su época como un loco. En cierta ocasión afirmó que se llama­ba... espere... sí, Laponder. Y después se hizo pasar por un tal Charousek.

—Ni una palabra de ésas es cierta —interrumpe de repente el bizco—. Charousek existió de verdad. Mi padre heredó de él unos cuantos miles de gulden.

—¿Quién es este hombre? —pregunté entonces al apuntador a media voz.

—Es barquero y se llama Tschamrda. En cuanto a Pernath, sólo me acuerdo, al menos así creo, de que unos años más tarde se casó con una bella judía, morena.

«¡Miriam!», me digo y me excito de tal modo que las manos me tiemblan y no puedo seguir fingiendo.

El barquero se persigna.

—Bueno, ¿qué le pasa a usted hoy, señor Tschamr­da? —pregunta el apuntador asustado.

—¡Ese Pernath no vivió jamás! —exclamó el bizco—. No lo creo.

De inmediato le sirvo una copa He coñac al hom­bre para que se haga más locuaz.

—Claro que hay gente que dice que ese Pernath vive todavía —soltó por fin el barquero—. Es, según he oído, tallador de piedras y vive en el Hradschim.

—¿Dónde, en el Hradschim? El barquero se persigna:

—Así es precisamente, vive donde ningún hombre vivo puede habitar, ¡junto a la muralla del último farol!

—¿Conoce usted su casa... señor... señor... Tschamr­da?

—¡Por nada del mundo quisiera subir allí! —pro­testó el bizco—. ¿Quién se cree usted que soy yo? ¡Je­sús, María y José!

—Pero por lo menos sí me podrá enseñar desde lejos el camino, ¿no, señor Tschamrda?

—Eso sí —gruñó—. Si quiere esperar hasta las seis de la mañana, entonces bajaré hasta el Moldava. Pero ¡no se lo aconsejo! ¡Se caerá a la Fosa de los Ciervos, se romperá el cuello y todos los huesos! ¡Santa Madre de Dios!

Vamos juntos por la mañana; desde el río nos llega un viento fresco. Lleno de impaciencia, apenas siento el suelo bajo mis pies.

De repente aparece ante mí la casa en la calle de la Vieja Escuela.

Reconozco cada una de las ventanas: el curvo ca­nalón, la reja, el borde de la ventana de piedra, brillante, como grasicnta: ¡todo, todo!

—¿Cuándo se quemó esta casa? —le pregunto al bizco. Estoy tan excitado que me zumban los oídos.

—¿Quemado? ¡Nunca!

—¡Claro, lo sé con seguridad!

—No.

—Pero ¡si yo lo sé! ¿Quiere usted apostar?

—¿Cuánto?

—Un gulden.

—¡Hecho! —y Tschamrda va a buscar al portero—. ¿Se ha quemado alguna vez esta casa?

—¿De dónde saca eso? —se ríe el hombre.

Sigo sin creerlo.

—Hace ya setenta años que vivo en esta casa —ase­veró el portero—, por lo tanto tengo que saberlo muy bien.

¡Curioso, curioso!

 

El barquero me lleva en su barca que consta de ocho tablas sin cepillar, con unos golpes de remo furiosos y torcidos, al otro lado del Moldava. Las aguas amarillas espuman contra la madera. Los tejados del Hradschim brillan rojos a la luz del sol del amanecer.

Se apodera de mí una incomprensible sensación de solemnidad. Una sensación que alborea suavemente como de una existencia anterior, como si todo el mundo a mi alrededor estuviera encantado: una experiencia como de sueño, como si viviera en varios sitios a la vez.

Bajo.

—¿Cuánto le debo, señor Tschamrda?

—Un crucero. Si no me hubiera ayudado a remar, le habría costado dos cruceros.

 

Ahora comienzo a ascender por el mismo camino que he subido ya una vez esta noche en mi sueño: la pequeña y solitaria escalera del castillo. Me golpea el corazón y sé por qué: ahora llego junto al árbol desho­jado, cuyas ramas caen por encima de la muralla.

No: está cubierto de flores blancas.

El aire está lleno de un dulce olor a lilas.

A mis pies yace la ciudad, envuelta en las primeras luces, como una visión de la tierra prometida.

Ni un ruido. Sólo aromas y luces.

Podría llegar con los ojos cerrados hasta la pequeña y curiosa calle de los Alquimistas, así de familiar y co­nocido me es de repente cada paso.

Pero allí, donde esta noche estaba la barandilla de madera de la casa blanca, ahora hay en la calleja unas soberbias rejas doradas y panzudas.

Dos cipreses se elevan sobre los arbustos florecidos y flanquean la puerta de entrada de la muralla que corre por detrás de la reja y a lo largo de ella.

Me estiro para mirar por encima de los arbustos y su nuevo esplendor me asombra: toda la muralla del jardín está cubierta de mosaicos. Azul turquesa con fres­cos dorados que representan el culto del dios egipcio Osiris.

La puerta es el mismo Dios: un hermafrodita com­puesto de dos mitades formadas por las dos hojas de la puerta: la derecha femenina, la izquierda masculina. Está sentado sobre un valioso trono de madreperla —en forma de medio arco— y su dorada cabeza es la de un conejo. Las orejas están hacia arriba y muy pegadas una a otra de forma que parecen las dos páginas de un libro abierto.

Huele a rocío y sobre la muralla llega hasta mí un suave aroma a jacintos.

Permanezco asombrado, como petrificado durante mu­cho rato. Me siento como si ante mí surgiera un mundo desconocido, y un viejo jardinero o criado con una cha­queta de corte extraño, chorreras y zapatos con hebillas de plata, se acerca por la izquierda hacia mí y me pre­gunta por entre los barrotes qué deseo.

Le entrego, sin una palabra, el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.

Lo agarra y cruza la puerta.

Al abrirse veo dentro una casa de mármol, como un templo, y en sus escaleras a

 

ATHANASIUS PERNATH

 

y apoyada en él a

 

MIRIAM

 

y ambos miran hacia abajo, a la ciudad.

Miriam se vuelve por un momento, me ve, sonríe y susurra algo a Athanasius Pernath.

Estoy fascinado por su belleza.

Está tan joven como la he visto en el sueño.

Athanasius Pernath se vuelve lentamente hacia mí y mi corazón se detiene:

Me siento como si me viera en un espejo, tan pare­cido es su rostro al mío.

Se cierra la puerta y sólo puedo ver al brillante her­mafrodita.

El viejo criado me entrega mi sombrero y me dice —siento su voz como si surgiera de las profundidades de la tierra—:

 

—El señor Athanasius Pernath le da muchísimas gra­cias y le ruega que no lo considere inhospitalario por no invitarlo a entrar en el jardín. Pero ésta es una severa norma de la casa desde tiempos muy lejanos.

Me encarga que le haga saber que él no se ha puesto su sombrero, ya que al momento se dio cuenta del cambio.

Solamente espera que el suyo no le haya causado muchos dolores de cabeza.

El Golem (XVIII) Libre

El Golem (XVIII) Libre

El coche se detuvo al cabo de unos pocos metros.

—¿Hahnpassgasse, señor?

—Sí, sí, pero de prisa.

De nuevo caminó un trecho el carruaje.

—Por amor de Dios, ¿qué pasa?

—¿Hahnpassgasse, señor?

—Sí, sí. He dicho que sí.

—No podemos entrar en coche en la Hahnpassgasse.

—¿Por qué no?

—Por todas partes está levantado el pavimento; dicen que van a hacer nuevas instalaciones de sanidad en el barrio judío.

—Bueno, entonces lléveme hasta donde pueda. Pero dése prisa.

El coche dio un salto encabritado y luego siguió tra­queteando plácidamente.

Bajé las ventanillas y llené mis ansiosos pulmones con el aire de la noche.

Todo era tan extraño para mí; tan incomprensible­mente nuevo: ¡las casas, las calles, las tiendas cerra­das!

Un perro blanco caminaba solo y taciturno por la mojada acera.

Lo seguí con la vista. ¡Qué extraño! ¡Un perro! Me había olvidado completamente de que existían esos ani­males. Lleno de alegría le grité como un niño.

—Pero bueno, ¿cómo se puede estar de tan mal hu­mor?

¿Qué diría Hillel? ¿Y Miriam?

Unos pocos minutos más y estaría en su casa. No dejaría de llamar a su puerta hasta que los sacara de la cama.

Ahora ya iba todo bien: ¡todos los sufrimientos de este año habían terminado!

¡Qué Navidades serían!

Este año no me las perdería durmiendo como la últi­ma vez.

Por un momento me volvió a paralizar el antiguo temor: me acordé de las palabras del preso con hocico de animal salvaje, su rostro quemado, el asesinato, pero ¡no, no! Lo rechacé con fuerza: no, no, no podía ser. ¡Miriam vivía! Yo había oído su voz por la boca de Laponder.

Un solo minuto más... medio minuto... y entonces...

El coche se detuvo ante un montón de ruinas. Por todas partes había barricadas de piedras del pavimento.

Sobre ellas ardían unas lámparas rojas.

Un ejército de trabajadores cavaba y paleaba bajo la luz de las antorchas.

Montones de escombros y ruinas cerraban el camino. Escalé por ellos, hundiéndome hasta las rodillas.

¡Ésta tenía que ser la Hahnpassgasse!

Intenté orientarme con gran esfuerzo. No había más que ruinas alrededor.

¡No era ésa la casa en la que yo había vivido!

Habían derrumbado la fachada.

Subí a un montón de tierra; debajo de mí había un estrecho camino amurallado, a lo largo del antiguo ca­llejón. Levanté la vista: las casas desnudas colgaban como gigantescos paneles unos junto a otros en el aire, alumbrados en parte por la luz de las antorchas y en parte por la oscura luz de la luna.

Eso de ahí arriba debió ser mi habitación: la reco­nocí por la pintura de las paredes.

Ya sólo quedaban los restos.

Y pegado junto a ella el estudio de Savioli. De re­pente sentí mi corazón vacío. ¡Qué extraño! ¡El estu­dio! ¡Angelina! ¡Estaba todo tan lejos, tan inevitable­mente lejos y detrás de mí!

Me volví. No quedaba ya una piedra sobre otra de lo que antes fue la casa de Wassertrum. Como si lo hubieran igualado todo a ras del suelo: la cambalachería, el sótano donde vivía Charousek... todo, todo.

«El hombre va por ahí como una sombra», recordé de repente una frase que en cierta ocasión había leído en cualquier parte.

Pregunté a un obrero si sabía dónde vivían ahora los que se habían alojado aquí y además si casualmente co­nocía al archivero Hillel.

—No hablo alemán —fue la respuesta.

Le di al hombre un gulden; al momento entendió el alemán, pero no me pudo informar.

Ni tampoco ninguno de sus camaradas.

Quizá podría enterarme de algo en Loisitschek.

Dijeron que el Loisitschek estaba cerrado, que iba a renovar la casa.

Entonces despertaría a alguien de la vecindad. ¿No era posible?

—En estos alrededores no vive ni un gato —dijo el obrero—. Está absolutamente prohibido. A causa del tifus.

—Pero el Alten Ungelt. Eso estará abierto, ¿no?

Ungelt está cerrado.

—¿Seguro?

—Seguro.

Dije al azar unos cuantos nombres de encubridores y traficantes de tabaco que habían vivido cerca; des­pués los nombres de Zwakh, Prokop, Vrieslander...

Todas las veces negó con la cabeza.

—Quizá conozca a Jaromir Kwássnitschka. El obrero puso más atención.

—¿Jaromir? ¿Es sordomudo?

Lancé gritos de alegría. ¡Gracias a Dios! Por lo me­nos un conocido.

—Sí. Es sordomudo. ¿Dónde vive?

—¿Recorta dibujitos? ¿De papel negro?

—Sí. Es él. ¿Dónde lo puedo encontrar?

El hombre me hizo la descripción más complicada posible de un café nocturno del centro de la ciudad y empezó inmediatamente a trabajar con la pala.

Durante más de una hora caminé por entre los mon­tones de escombros, balanceándome sobre los maderos y gateando por debajo de las vigas atravesadas en la calle. Todo el barrio judío se había convertido en un desierto pedregoso, como si lo hubiera destruido un te­rremoto.

Excitado y nervioso, cubierto de barro y con los za­patos destrozados, conseguí salir, por fin, del laberinto.

Un par de filas de casas más y me encontré delante de la taberna deseada.

Encima de la puerta colgaba un letrero donde se leía: Café Caos.

Un local desierto y diminuto en el que apenas ha­bía sitio para un par de mesas pegadas a la pared.

En el centro, sobre una mesa de billar de tres patas, roncaba un camarero.

Una verdulera estaba sentada en un rincón con su cesto de verduras a un lado, inclinada sobre un vaso de ron.

Por fin el camarero se dignó levantarse y preguntar­me qué quería. Por la mirada descarada con la que me observó de la cabeza a los pies, me di cuenta de lo des­harrapado de mi aspecto.

Me miré en el espejo y me asusté: una cara descono­cida, pálida y sin sangre, arrugada, gris como la masi­lla, con una barba hirsuta y un pelo largo y revuelto, me miraba fijamente.

Pregunté si había estado por allí el siluetista Jaromir, y pedí un café.

—No sé dónde se ha metido desde hace tiempo —res­pondió el camarero entre bostezos.

Se volvió a tumbar sobre la mesa de billar y siguió durmiendo.

Tomé de la pared el periódico Prager Tageblatt y es­peré.

Las letras corrían como hormigas sobre las páginas y no comprendí ni una de las palabras que leí.

Las horas pasaron y detrás de los cristales se veía ya el profundo azul oscuro que anunciaba la llegada del amanecer en un local con luz de gas.

De vez en cuando aparecían unos guardias con sus brillantes plumas verdes y miraban al interior siguiendo después con su paso lento y pesado.

Entraron tres soldados con cara de trasnochadores.

Un barrendero tomó una copa.

Por fin, por fin: Jaromir.

Había cambiado tanto que al principio no lo reco­nocí: había perdido los dientes delanteros, tenía los ojos apagados, el pelo ralo y unos profundos hoyos detrás de las orejas.

Estaba tan contento de encontrar, por fin, después de tanto tiempo, una cara conocida que salté hacia él y le di la mano.

Se comportó con extraordinaria timidez y miraba continuamente hacia la puerta. Intenté hacerle compren­der con todos los gestos posibles que me alegraba de haberlo encontrado. Pero parecía no creerme.

A cualquier pregunta que le hiciera obtenía siempre el mismo gesto de incomprensión de sus manos.

¿Cómo podía hacerme comprender? ¡Ya! ¡Una idea!

Pedí un lápiz y pinté, una detrás de otra, las caras de Zwakh, Vrieslander y Prokop.

—¿Qué? ¿Ya no está ninguno de ellos en Praga?

Agitó con viveza sus manos por el aire e hizo el gesto de contar dinero, hizo caminar sus dedos sobre la mesa y se golpeó el dorso de la mano. Adiviné: seguramente los tres habían recibido dinero de Charousek e iban formando compañía comercial por el mundo tras haber ampliado el teatro de marionetas.

—¿Y Hillel? ¿Dónde vive ahora? —dibujé su cara, una casa y añadí una interrogación.

Jaromir  no  comprendió  la  interrogación,  pues  no sabía leer, pero entendió lo que yo quería; tomó una cerilla, la tiró, al parecer, al aire y la hizo desaparecer rápidamente como un prestidigitador.

—¿Qué significa eso? ¿También Hillel se había ido de viaje?

Dibujé el ayuntamiento judío. El sordomudo negó con la cabeza.

—¿Entonces, Hillel ya no está allí?

—No —con la cabeza.

—¿Dónde está, entonces? De nuevo el juego de la cerilla.

—Quiere decir que este señor se ha ido y que nadie sabe adonde —intervino doctoralmente el barrendero que nos había estado observando durante todo el tiempo con gran interés.

El corazón se me encogió del susto: ¡Hillel se ha ido! Ahora estaba completamente solo en el mundo. Los muebles de la habitación comenzaron a desaparecer de mi vista.

—¿Y Miriam?

Mi mano temblaba de tal modo que no pude dibu­jar su cara de modo que se pareciese a ella.

—¿También ha desaparecido Miriam?

—Sí. También desaparecida. Sin dejar rastro.

Gemí en voz alta, corrí de un lado a otro de la ha­bitación de tal modo que los tres soldados se miraron entre sí intrigados.

Jaromir intentó calmarme y se esforzó por transmi­tirme algo más, de lo que, al parecer, se había entera­do: apoyó una cabeza sobre un brazo, como quien duerme.

Me sujeté a la mesa.

—Por el amor de Dios, ¿se ha muerto Miriam? Movimiento negativo de cabeza. Jaromir volvió a apoyar su frente en el brazo.

Llegó el crepúsculo, se apagaron una tras otra las llamas y seguía sin poder entender lo que significaban sus gestos.

Me rendí. Recapacité.

Lo único que podía hacer era ir muy de mañana al ayuntamiento judío para pedir información sobre el pa­radero de Hillel y Miriam.

Tenía que encontrarlos...

Estaba sentado en silencio al lado de Jaromir, sordo y mudo como él.

Cuando al cabo de un rato levanté la mirada vi que estaba recortando con su tijera una silueta.

Reconocí el perfil de Rosina. Me alargó el papel por encima de la mesa, se tapó los ojos con la mano y lloró en silencio.

De repente se levantó y se fue tambaleando hacia la puerta sin hacer un solo gesto de saludo.

En el ayuntamiento judío me dijeron que el archivero Hillel había dejado de ir un día sin motivo y que no ha bía vuelto nunca más; en cualquier caso se había lle­vado, desde luego, a su hija, pues desde aquel momento tampoco a ella nadie la había visto. Eso fue todo lo que pude saber.

No había ni una sola pista de hacia dónde podrían haberse dirigido.

En el banco me dijeron que mi dinero seguía con­fiscado por orden judicial, pero que en cualquier mo­mento se esperaba el permiso para pagarme.

Así que también la herencia de Charousek debía se­guir el camino oficial, mientras yo esperaba con ar­diente impaciencia el dinero para ofrecerlo y gastarlo todo en buscar y seguir las huellas de Hillel y Miriam.

 

Había vendido las piedras preciosas que seguía lle­vando en el bolsillo y alquilado dos pequeñas buhardi­llas amuebladas que se comunicaban entre sí en la calleja de la Vieja Escuela, la única calle que había res­petado el saneamiento del barrio judío.

Extraña casualidad: era la misma casa bien conocida en la que, según decía la leyenda, había desaparecido el Golem hacía tiempo.

A los habitantes de la casa que, en su mayoría, eran comerciantes y obreros les había preguntado si había algo de cierto en ese rumor de la «habitación sin en­trada», y todos se rieron de mí. ¿Cómo podía creer en una locura y un absurdo semejante?

Mis propias experiencias y aventuras referentes a ello habían adquirido en la cárcel la palidez de un sue­ño apagado desde hacía mucho tiempo y ya sólo veía en ello símbolos sin vida, sin sangre, por lo que lo borré del libro de mis pensamientos.

Las palabras de Laponder, que a veces oía tan clara­mente dentro de mí, igual que si estuviese sentado allí delante, como entonces en la celda, me afirmaban en la idea de que debió de ser algo puramente interno lo que antes me había parecido una realidad tangible.

¿Acaso no había desaparecido y terminado todo lo que antes había poseído? El libro Ibbur, las cartas de tarot, Angelina e incluso mis viejos amigos Zwakh, Vrieslander y Prokop.

 

Era Nochebuena y había llevado a casa un árbol pequeño con velas rojas. Quería ser joven otra vez y tener a mi alrededor el brillo de las luces y el olor de los abetos y la cera ardiente.

Quizá antes de que se acabase el año estuviera ya de camino, buscando en las ciudades y los pueblos, o donde quiera que el instinto me dirigiese hacia Hillel y Miriam.

Toda impaciencia, toda espera y todo miedo de que hubiesen podido asesinar a Miriam se había ido apagando poco a poco y mi corazón sabía que los encon­traría.

Había en mí una continua sonrisa de felicidad y cada yez que ponía mi mano sobre algo me daba la sensa­ción de que de aquello surgiría una especie de salvación. De un modo extraño, estaba lleno del bienestar y la di­cha del hombre que vuelve tras una larga ausencia y desde lejos ve las torres de su ciudad natal.

Volví una vez más al viejo café para invitar a Jaromir a que pasara la Navidad conmigo. Me enteré de que no había vuelto nunca más por allí y ya pensaba irme entristecido cuando entró un viejo buhonero ofreciendo a la venta pequeñas antigüedades sin valor.

Revolví en su caja y entre todas las baratijas, peque­ños crucifijos, peinetas y broches cayó en mi mano un corazón de piedra roja colgado de una gastada cinta de seda y, lleno de asombro, lo reconocí como el recuer­do que Angelina me había dado, cuando todavía era una niña, junto a la fuente del parque de su castillo.

De golpe vi ante mí toda mi juventud, como si estu­viese mirando por una cámara oscura un dibujo pintado por una mano infantil.

Me quedé allí mucho, mucho rato, emocionado, mi­rando el pequeño corazón rojo.

Estaba sentado en mi buhardilla escuchando el chis­porroteo del abeto, mientras, de vez en cuando, se que­maba una pequeña rama bajo las velas de cera.

«Quizá esté el viejo Zwakh representando en este momento en alguna parte del mundo su "Noche de Ma­rionetas"», imaginé y declamé con voz misteriosa la es­trofa de Osear Wiener, su poeta preferido:

 

¿Dónde está el corazón de piedra roja?

Cuelga de una cinta de seda.

¡Oh tú, no entregues el corazón;

yo le he sido fiel y lo he amado,

he servido siete duros años

por este corazón, y lo he amado!

 

De repente sentí una extraña sensación de solemnidad.

Las velas habían ardido hasta el final. Sólo una llameaba trémula aún. El humo se apelotonaba en la habitación.

Como si una mano tirase de mí me volví: en el um­bral estaba mi propia imagen. Mi doble. Envuelto en un abrigo blanco. Con una corona sobre la cabeza.

Sólo un momento.

Entonces las llamas irrumpieron a través de la made­ra de la puerta y una nube de humo asfixiante y caliente inundó la habitación.

¡Un incendio en la casa! ¡Fuego! ¡Fuego!

Abro la ventana. Escalo hasta el tejado.

Desde lejos suenan ya las estridentes campanas de los bomberos.

Cascos brillantes y cortantes voces de mando.

Después la respiración espectral, rítmica de las bom­bas que se acurrucan, igual que los demonios del agua lo hacen para saltar sobre un mortal enemigo: el fuego.

Los cristales saltan y rojas llamaradas surgen por to­das las ventanas.

Se arrojan colchones, toda la calle está llena de ellos, los hombres saltan después y se los llevan heridos.

Pero en mí hay algo que brota con un frenético y exultante éxtasis; ¡no sé por qué! Los cabellos se me erizan.

Corro hacia la chimenea para no abrasarme, pero las llamas me buscan.

Atada a ella, la cuerda de un deshollinador.

La desenredo y me la enrollo en los tobillos y las muñecas, tal como aprendí de niño en clase de gimna­sia, y bajo tranquilamente por la fachada de la casa.

Paso ante mi ventana. Miro hacia dentro.

Dentro está todo iluminado.

Y entonces veo... entonces veo... todo mi cuerpo se convierte en un resonante grito de alegría:

—¡Hillel! ¡Miriam! ¡Hillel!

Quiero saltar a los barrotes.

Extiendo mi mano hacia ella. Dejo de sujetarme a la cuerda.

Por un momento cuelgo con la cabeza hacia abajo y las piernas cruzadas, entre el cielo y la tierra.

La cuerda canta por la tensión.

Las hebras se estiran con un crujido.

Caigo.

Pierdo el conocimiento.

Al caer me agarro al borde de la ventana, pero res­balo. No ofrece sostén: la piedra es lisa.

Lisa como un pedazo de grasa.

El Golem (XVII) Luna

El Golem (XVII) Luna

Al cabo de un rato le pregunté:

—¿Lo han interrogado ya?

—Vengo ahora mismo de ahí. Espero no tener que molestarle a usted aquí mucho tiempo.

«Pobre diablo», pensé, «no sabe lo que le espera a un preso en detención preventiva».

Quise irlo preparando poco a poco.

—Uno se va acostumbrando a estar sentado en silen­cio, cuando pasan los primeros días, los más difíciles. Puso cara amable, de compromiso. Pausa.

—¿Ha sido muy largo el interrogatorio, señor La­ponder?

Sonrió distraído.

—No. Sólo me han preguntado si confesaba el hecho y he tenido que firmar el expediente.

—¿Ha firmado confesándose culpable? —se me es­capó.

—¡Ya lo creo!

Lo dijo como si fuera lo más lógico del mundo.

No debe ser nada grave, me dije, porque no se mues­tra nada nervioso. Seguramente un reto a duelo o algo parecido.

—Yo por desgracia llevo tanto tiempo aquí que me parece toda una vida —suspiré involuntariamente y él puso cara de acompañarme en mis sentimientos—. No le deseo lo mismo, señor Laponder. Por lo que veo, es­tará pronto en libertad.

—Según como se tome —dijo tranquilamente, pero sonó como un oculto doble sentido.

—¿No lo cree usted? —pregunté sonriente. Él negó con la cabeza—. ¿Qué debo entender? ¿Qué hecho tan terrible ha cometido usted? Perdone, señor Laponder; no es curiosidad, sino simplemente simpatía lo que me mueve a hacerle esta pregunta.

Vaciló un momento, pero después respondió sin mo­ver siquiera una pestaña:

—Asesinato con estupro.

Fue como un golpe en la cabeza.

No pude articular ni un sonido a causa del horror y el espanto.

Pareció notarlo y, discretamente, retiró la vista, pero ni el más ligero gesto en la sonrisa de autómata de su rostro reveló que mi repentino y nuevo comportamiento lo hubiese herido.

No cambiamos ni una palabra más y retiramos en si­lencio nuestra mutua mirada.

Cuando, al entrar la noche, me tumbé, él siguió inme­diatamente mi ejemplo. Se desnudó, colgó cuidadosa­mente su ropa del clavo de la pared, se echó y pareció, por la regularidad y la profundidad de su respiración, dormirse inmediatamente.

En toda la noche no pude tranquilizarme.

La continua sensación de tener tal monstruo a mi lado y de tener que compartir con él el mismo aire, me era repulsiva y me excitaba tanto que todas las impre­siones del día, la carta de Charousek y todas las otras novedades, quedaron en segundo plano, como si no tu­vieran importancia.

Me había tumbado de forma que podía observar con­tinuamente al asesino, pues no hubiera podido soportar saber que estaba detrás de mí.

La celda se hallaba débilmente iluminada por la luz de la luna y yo podía ver que Laponder estaba allí tendido, inmóvil, casi tieso.

Sus rasgos tenían algo de cadáver y la boca semi-abierta acentuaba esta impresión.

Durante muchas horas permaneció sin cambiar ni una sola vez de posición.

Pero, pasada la medianoche, al caer un fino rayo de luna sobre su rostro, le sobrevino una ligera inquietud y movió inaudiblemente sus labios como quien habla en sueños. Parecía ser siempre la misma palabra —quizás una frase de tres sílabas— algo así como: «Déjame. Déjame. Déjame.»

Los días siguientes pasaron sin que yo le hiciera caso, y él tampoco rompió nunca el silencio.

Su comportamiento fue en todo momento amable y cortés. Cada vez que yo quería pasear de un lado a otro, él se daba cuenta inmediatamente y retiraba en silencio, cortésmente, los pies debajo de su camastro para no molestarme.

Empecé a hacerme reproches por mi sequedad, pero, a pesar de mi mejor voluntad, no podía liberarme del horror que me causaba.

Por mucho que deseara poder acostumbrarme a su proximidad, no era posible.

Esto me mantenía despierto incluso por la noche. Apenas dormía media hora.

Noche tras noche se repetía con toda exactitud el mismo proceso: esperaba respetuoso a que yo me acos­tara para desvestirse, doblaba meticulosamente su ropa, la colgaba, etcétera.

Una noche —debían ser las dos—, estaba de nuevo medio dormido de cansancio sobre la madera de la pa­red, mirando la luna llena, cuyos rayos se reflejaban como aceite brillante en el rostro de cobre del reloj de la torre, pensando lleno de tristeza en Miriam.

Oí de repente su voz, la voz de Miriam, detrás de mí.

Al momento me desperté, muy despierto, me volví y escuché.

Pasó un minuto.

Ya creía que me había equivocado cuando volvió. No pude entender las palabras claramente, pero sonaba algo así como:

—Pregúntame. Pregúntame.

Era sin duda la voz de Miriam.

Vacilante por la excitación bajé, tan silenciosamente como pude, y me acerqué a la cama de Laponder.

La luz de la luna caía de pleno sobre su cara, y pude distinguir claramente que tenía los párpados abiertos, pero sólo se veía el blanco del ojo.

Por la rigidez de los músculos de sus mejillas vi que estaba profundamente dormido.

Sólo los labios se volvieron a mover, igual que antes.

—Pregúntame. Pregúntame.

La voz era engañosamente parecida a la de Miriam.

—¿Miriam? ¿Miriam? —exclamé involuntariamente, pero al momento bajé el tono para no despertar al dormido.

Esperé a que su cara adquiriese de nuevo la rigi­dez del sueño y entonces repetí muy bajito:

—¿Miriam? ¿Miriam?

Su boca formó un «Sí» casi imperceptible, pero claro.

Acerqué mi oído a sus labios.

Al cabo de un momento oí susurrar la voz de Miriam, tan inconfundible que un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Bebía sus palabras con tal avidez que únicamente podía comprender su sentido. Ella me hablaba de amor y de una felicidad inenarrable, que por fin habíamos hallado nosotros y que ya nunca más nos volvería a separar, impacientemente, sin pausa, como quien teme ser interrumpido y que por lo tanto quiere aprovechar cada segundo.

Después su voz comenzó a perderse y por un rato se extinguió por completo.

—¿Miriam? —pregunté temblando de miedo y con­teniendo la respiración—. Miriam, ¿estás muerta?

Mucho tiempo sin respuesta.

Después, de un modo casi imperceptible:

—No, estoy viva, estoy durmiendo.

Nada más.

Escuché y escuché.

En vano.

Nada más.

Tuve que apoyarme en el borde del catre para no caerme sobre Laponder, debido a mi profunda emoción y al temblor.

La ilusión fue tan perfecta que durante unos minutos me pareció ver a Miriam realmente tendida ante mí, y tuve que reunir todas mis fuerzas para no besar los labios del asesino.

—¡Henoch!   ¡Henoch!

Reconocí inmediatamente la voz de Hillel.

—¿Eres tú, Hillel?

Sin respuesta.

Me acordé de haber leído que, para hacer hablar a los que duermen, no se les debe dirigir las preguntas al oído, sino hacia el plexo nervioso de la fosa epigástrica.

Así lo hice.

—¿Hillel?

—Sí, te oigo.

—¿Está bien Miriam? ¿Lo sabes todo? —pregunté en seguida.

—Sí, lo sé todo. Lo sabía hace mucho. No te pre­ocupes, Henoch, no te temo.

—¿Me podrás perdonar, Hillel?

—Ya te lo he dicho; no te preocupes.

—¿Nos volveremos a ver pronto? —temí no llegar a poder entender la respuesta, pues ya la última frase había sido sólo un suspiro.

—En eso confío. Te esperaré, si puedo, después ten­go que..., país.

—¿Adonde? ¿A qué país? —casi me caí sobre La­ponder—. ¿A qué país? ¿A qué país?

—País... Gad...  al sur... de Palestina.

La voz se apagó.

Cien preguntas más me cruzaban en mi desconcierto por la cabeza: ¿por qué me llama Henoch? Zwakh, Ja-romir, el reloj, Vrieslander, Angelina, Charousek.

—Adiós, suerte, y piense algunas veces en mí —sur­gió otra vez de repente en voz alta y clara de los la­bios del asesino.

Esta vez con la entonación de Charousek, pero sonó igual que si lo hubiese pronunciado yo mismo.

Recordé: era textualmente la frase final de la carta de Charousek.

El rostro de Laponder estaba ya en la oscuridad, la luz de la luna caía sobre el final del saco de paja. Un cuarto de hora más tarde habría de desaparecer de la habitación.

Hice una pregunta tras otra, pero no recibí ninguna respuesta más.

El asesino yacía inmóvil como un cadáver y tenía los párpados cerrados.

Me reproché con acritud no haber visto en Laponder durante los días anteriores nada más que al asesino y nunca al hombre.

Por lo que yo acababa de vivir era, al parecer, un sonámbulo, una criatura bajo la influencia de la luna llena.

Quizás había cometido el asesinato en una especie de estado crepuscular.

Con seguridad.

Ahora que alboreaba la mañana, había desaparecido la rigidez de sus rasgos, dejando paso a una expresión de paz espiritual.

Un hombre que tiene un asesinato sobre su concien­cia no puede dormir tan tranquilamente, me dije a mí mismo.

Apenas podía esperar el momento de su despertar.

¿Sabría él lo que había ocurrido?

Por fin .abrió los ojos, se encontró con mi mirada y desvió la vista.

Me acerqué a él al momento y tomé su mano.

—Perdóneme, señor Laponder, que haya sido hasta ahora tan poco amable con usted. Estaba aturdido. Era la sorpresa lo que...

—Créame, yo lo comprendo perfectamente —me in­terrumpió con vivacidad—, debe ser una sensación ho­rrible vivir con un asesino.

—No hable más de eso —le rogué—. Esta noche se me han ocurrido ciertas cosas y no puedo librarme de la idea de que usted quizás... —busqué las palabras adecuadas.

—Usted me considera un enfermo —dijo viniendo en mi ayuda. Afirmé.

—Creo poder deducirlo de ciertas pruebas. Yo..., yo..., ¿puedo hacerle una pregunta directa, señor Laponder?

—Se lo ruego.

—Suena algo extraño... pero, ¿me podría decir lo que ha soñado hoy?

Negó sonriendo con la cabeza.

—Yo nunca sueño.

—Pero usted ha hablado en sueños. Levantó  muy  asombrado  la  cabeza.  Recapacitó un momento. Después dijo con seguridad:

—Eso sólo pudo darse si usted me ha hecho pregun­tas —lo confesé—. Pero, como acabo de decir, nunca sueño... Yo..., yo... deambulo..., añadió después de una pausa a media voz.

—¿Que usted deambula? ¿Cómo puedo entender eso?

Parecía no querer hablar y me pareció oportuno con­tarle los motivos que me habían movido a entrar en él y le conté a grandes rasgos lo que había sucedido por la noche.

—Puede usted estar absolutamente seguro —dijo seriamente cuando acabé— de que todo está basado en la realidad. Cuando hace un momento he precisado que no sueño, sino que «deambulo», me refería a que mi mundo de los sueños está formado de manera dis­tinta a la de, digamos, los hombres normales. Llámelo, si quiere, un «salir del cuerpo». Así, por ejemplo, he estado esta noche en una habitación muy especial, a la que se entraba subiendo por una trampilla.

—¿Cómo era? —pregunté rápidamente—. ¿Estaba deshabitada? ¿Vacía?

—No, había muebles, pero no muchos. Una cama en la que dormía, o yacía en un letargo, una joven, y jun­to a ella estaba sentado un hombre con la mano sobre su frente —Laponder describió los rostros de ambos. Sin duda alguna, eran Hillel y Miriam. No me atrevía a respirar de impaciencia.

—Por favor, siga contando. ¿Había alguien más en la habitación?

—¿Alguien más? Espere; no; no había nadie más en la habitación. Sobre la mesa ardía un candelabro de siete velas. Luego una escalera de caracol conducía ha­cia abajo.

—¿Estaba rota? —lo interrumpí.

—¿Rota? No, no. Estaba en perfecto estado y de ella salía, a un lado, una cámara en la que estaba sen­tado un hombre con hebillas de plata en los zapatos, de un aspecto muy raro, como nunca había visto en un hombre: el color de su cara era amarillo y los ojos obli­cuos; estaba inclinado hacia adelante y parecía esperar algo. Quizá un encargo.

—Un libro. ¿No ha visto en ninguna parte un libro antiguo? —investigué. Se rascó la frente.

—¿Dice usted un libro? Sí, exacto: en el suelo había un libro. Estaba abierto, era todo él de pergamino y la página empezaba con una enorme A dorada.

—Usted quiere decir seguramente una I.

—No, con una A.

—¿Está seguro? ¿No era una I?

—No, era seguro una A.

Moví la cabeza y empecé a dudar. Al parecer Lapon-der, en su sueño, había estado leyendo en mi mente y lo había mezclado todo: Hillel, Miriam, el Golem, el libro Ibbur y el pasillo subterráneo.

—¿Hace mucho que tiene el don de «deambular», como usted dice? —le pregunté.

—Desde que cumplí veintiún años —se detuvo; pa­recía que no le gustaba hablar de ello; pero entonces esbozó, de repente, un gesto de infinita extrañeza y miró mi pecho fijamente, como si viera algo en él.

Sin hacer caso de mi asombro me tomó rápidamente de las manos y me rogó casi con ardor:

—Por el amor de Dios, dígamelo todo. Hoy es el úl­timo día que puedo pasar con usted, pues quizá dentro de una hora me vengan a buscar para llevarme a escu­char mi sentencia de muerte.

Lo interrumpí estupefacto:

—¡Entonces me tiene que llevar como testigo! Juraré que está enfermo. Usted es sonámbulo. No puede ser, no lo pueden ejecutar sin antes haber examinado el es­tado de su mente. ¡Piénselo bien!

Él negaba con nerviosismo.

—Pero eso es secundario; ¡por favor, dígamelo todo!

—Pero ¿qué es lo que le tengo que decir? Mejor hablemos de usted y...

—Usted tiene que haber vivido, ahora lo sé, ciertos hechos extraños que me atañen muy directamente, mu­cho más directamente de lo que usted puede ni siquiera imaginar, se lo ruego, ¡cuéntemelo todo! —rogó.

No podía comprender que mi vida le interesara más que sus propios problemas mucho más urgentes; para tranquilizarlo le conté todas las cosas incomprensibles que me habían sucedido.

Al final de cada capítulo él afirmaba con la satisfac­ción de quien comprende el asunto hasta el fondo.

Cuando llegué al punto en que tuve la aparición de aquel ser sin cabeza que me mostraba en la mano los granos rojos, negros, apenas pudo esperar el final.

—Entonces, usted se los tiró de la mano —murmuró pensativo—. Nunca hubiese creído que podía haber un tercer camino.

—No era un tercer camino —dije—, era lo mismo que si hubiese rechazado los granos. Él sonrió.

—¿No lo cree usted, señor Laponder?

—Si los hubiera rechazado, habría seguido usted el «Camino de la vida», pero los granos, que significan los poderes mágicos, se habrían perdido. De esta for­ma en cambio rodaron por el suelo, como usted acaba de decir. O sea: esos poderes se quedaron aquí y sus antepasados los cuidarán hasta que llegue el momento de su germinación. Entonces revivirán los poderes que ahora están dormidos en usted.

No comprendí bien.

—¿Mis antepasados cuidan los granos?

—Usted debe tomar todo lo que ha vivido como un símbolo —me explicó Laponder—. El círculo de hom­bres con resplandores azulados que lo rodeaban eran la cadena del «Yo» heredado, que todo nacido de madre lleva siempre consigo. El mundo no es «aislado», pero es preciso que se convierta en ello, ¡y a eso se le llama «inmortalidad»! Su alma está compuesta de muchos «Yos», igual que un hormiguero. Usted lleva en sí los restos anímicos de miles de antepasados: los amos de su estirpe. En todos los seres es así. ¿Cómo podría encon­trar su alimento un pollo recién salido de un huevo artificialmente empollado, si no llevara dentro de sí la experiencia de millones de años? La existencia del «ins­tinto» indica la presencia de los antepasados en el cuerpo y en el alma. Pero, perdóneme, no pretendía interrum­pirlo.

Acabé mi narración. Toda. Le conté incluso lo que Miriam había dicho sobre el «hermafrodita».

Cuando me detuve y levanté la vista, me di cuenta de que Laponder se había puesto pálido como la cera y que por sus mejillas corrían lágrimas.

Me levanté rápidamente, y, como si no lo hubiera no­tado, me puse a pasear de un lado para otro de la celda esperando a que se tranquilizara.

Después me senté frente a él y empleé toda mi capa­cidad de persuasión para convencerlo de lo absolutamen­te necesario que era mostrar a los jueces su estado men­tal enfermizo.

—¡Si por lo menos no hubiera usted confesado el ase­sinato! —finalicé.

—¡Pero tuve que hacerlo! Me lo preguntaron apelan­do a mi conciencia! —dijo ingenuamente.

—¿Considera peor una mentira que un asesinato? —pregunté estupefacto.

—En general, quizá no, pero en mi caso sí. Mire usted, cuando el juez me preguntó si lo confesaba, tuve la fuerza de decir la verdad. Yo podía, por lo tanto, ele­gir entre mentir o no mentir. Cuando cometí el asesi­nato, por favor, ahórreme los detalles, fue tan horrible para mí que no quisiera volver a recordarlo, cuando co­metí el asesinato, entonces no tenía elección. Pues a pesar de que actuaba con clara conciencia, a pesar de eso no tenía elección. Algo, cuya existencia no había imaginado anteriormente y que era más fuerte que yo, se despertó en mí. ¿Cree que si hubiera tenido posibilidad de elección habría asesinado? Nunca he matado, ni si­quiera al más pequeño animal, y ahora ya ni siquiera sería capaz.

Suponga que existiera la ley humana de matar y que, de no cumplirse, se castigase con la muerte, un caso semejante al de la guerra, yo ya me hubiera ganado la muerte. Pues no tendría otra elección. Sencillamente, no podría matar. Cuando cometí el asesinato, la situa­ción era exactamente al revés.

—Pues mucho mejor, ahora que usted se siente casi otro hombre, hay muchos más motivos que pondrán todo de su parte y lo librarán de la sentencia del juez —dije enfrentándome a él.

Laponder hizo un movimiento de rechazo.

—Usted se equivoca. Los jueces tienen, desde su pun­to de vista, toda la razón. ¿Deben acaso dejar libre por ahí a un hombre como yo? ¿Para que mañana o pasado mañana vuelve a ocurrir la desgracia?

—No, pero a usted lo deberían internar en un estable­cimiento para enfermos mentales. ¡Eso es lo que quiero decir!

—Si yo estuviera loco, tendría usted razón —respon­dió Laponder con indiferencia—. Pero yo no estoy loco. Tengo otra cosa muy distinta: algo que parece muy se­mejante a la locura, pero que es precisamente lo con­trario. Por favor, escúcheme. Me comprenderá en segui­da. Lo que me acaba de contar sobre ese fantasma sin cabeza... naturalmente este fantasma es un símbolo: encontrará la clave con facilidad en cuanto piense un poco sobre ello; me pasó a mí también, exactamente igual. Sólo que yo acepté los granos. ¡Yo sigo, por lo tanto, el «Camino de la Muerte»! Lo más sagrado que hay para mí es poder dejarme guiar por lo espiritual que hay en mí. Ciego, confiado, adonde quiera que conduzca el camino: a la horca o al trono, a la pobreza o la ri­queza. Nunca he dudado, cuando estuvo la elección en mis manos. Por ello, cuando pude elegir, no mentí. Co­noce las palabras del profeta Miqué:

Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno

y lo que el Señor exige de ti.

 

Si yo hubiese mentido, habría creado la causa, por­que yo tenía la elección... cuando cometí el asesinato, no creé ninguna causa, era sólo el efecto de una causa que hacía mucho tiempo que tenía medio dormida en mí, sobre la que yo no tenía ningún poder. Por lo tanto, mis manos están limpias.

Al convertirme, lo espiritual que hay en mí, en un asesino, se ha cumplido una ejecución. Cuando los hom­bres me cuelguen de la horca, mi destino se liberará del de ellos: yo llegaré a la libertad.

Sentí que era un santo y el temor ante mi propia pequenez me erizaba el cabello.

—Usted me ha contado que había olvidado los re­cuerdos de su juventud debido a una intervención hip­nótica realizada en su conciencia por un médico hace mucho tiempo —continuó—. Ése es el signo, el estig­ma, de todos los que han sido mordidos por la «serpiente del reino espiritual». Parece casi necesario que en nuestra vida se injerten dos vidas, igual que el injerto noble en el árbol salvaje, para que pueda tener lugar el milagro de la resurrección. Lo que normalmente se­para la muerte, se separa así por la extinción de la me­moria: a veces sólo por un repentino giro en el interior.

En mi caso sucedió que una mañana, sin causa apa­rente, cuando tenía veintiún años, me desperté como cambiado. Todo lo que hasta entonces había querido me era de pronto indiferente: la vida me parecía tan tonta como una historia de indios y perdió en realidad; los sueños se convirtieron en una certeza, en una certeza apodíctica, concluyeme, entiéndame bien, en una certe­za apodíctica, real, y la vida diurna se convirtió en un sueño.

Todos los hombres podrían hacer esto, si tuvieran la clave. Y la única clave está, sola y exclusivamente, en que se tome conciencia en el sueño de la forma del propio «Yo», de la piel, por decirlo así, en que se en­cuentre la estrecha rendija por la que se desliza la con­ciencia entre el sueño profundo y la vigilia.

Por eso he dicho antes que «deambulo» y no que «sueño».

La lucha por la inmortalidad es una batalla por el cetro contra los fantasmas y los clamores que llevamos en nosotros mismos; y la espera a que el propio «Yo» se convierta en rey es la espera del Mesías.

Habla Gramil, el espectral, el «hálito de los hue­sos» de la Cábala, ése que usted vio, ése era el rey. Cuan­do esté coronado, entonces se rasgará la cuerda, con la que usted está unido al mundo a través de los sentidos, y el canal de la razón.

Usted me preguntará cómo puede ser que, a pesar de mi separación del mundo, me convirtiera de la noche a la mañana en un asesino. El hombre es como un tubo de cristal por el que ruedan bolas de colores; en casi todos los que viven sólo hay una. Si la bola es roja, a ese hombre se lo llama «malo»; si es amarilla, «bueno». Si se deslizan dos bolas, una roja y otra amarilla, una detrás de otra, se tiene un carácter «inestable». Nosotros, los «mordidos por la serpiente», vivimos en nues­tra existencia todo lo que normalmente vive en una raza durante toda una era: las bolas de colores se siguen velocísimas por el tubo de cristal y cuando se han aca­bado, somos profetas, nos hemos convertido en espejos de Dios —Laponder guardó silencio. Durante mucho rato no pude pronunciar palabra. Lo que acababa de oír me había atontado.

—¿Por qué me ha preguntado antes tan temerosa­mente por mis experiencias, cuando usted está mucho, mucho más alto que yo? —reanudé por fin la conver­sación.

—Usted se equivoca —dijo Laponder—. Estoy muy por debajo de usted. Se lo pregunté porque sentía que usted poseía la clave que a mí todavía me faltaba.

—¿Yo? ¿Una clave? ¡Oh, Dios!

—Sí, ¡usted! Y usted me la ha dado. No creo que haya un hombre en la tierra más feliz que yo ahora.

De fuera surgió un ruido: corrieron los pestillos. La­ponder apenas hizo caso.

—Lo del hermafrodita era la clave. Ahora tengo la seguridad. Y por eso estoy contento de que me vengan a buscar, pues pronto habré alcanzado la meta.

Las lágrimas no me dejaban distinguir la cara de Laponder, sólo podía oír la sonrisa en su voz.

—Y ahora, adiós, señor Pernath, y piense que lo que colgarán mañana serán sólo mis ropas. Usted me ha abierto el camino a lo más bello, a lo último que me quedaba por saber. Ahora comienza la boda... —se le­vantó y siguió al guardián—. Está estrechamente rela­cionado con el asesinato —fueron las últimas palabras que pude oír y que sólo comprendí oscuramente.

 

Desde aquella noche, cada vez que había luna llena, me parecía ver siempre la cara dormida de Laponder sobre la sábana gris de la cama.

Los días que siguieron a su marcha oí golpes de mar­tillos y clavos en el patio de ejecuciones, que llegaban hasta mí y a veces duraban hasta el amanecer.

Adiviné lo que significaba y, lleno de desesperación, me tapaba durante horas los oídos.

Pasaron los meses uno tras otro. Vi cómo el verano llegaba a su fin porque las miserables hojas del patio empezaron a marchitarse; lo notaba en el olor mohoso de las paredes.

Cuando, durante los paseos en el patio, caía mi vista sobre el árbol moribundo y la imagen de la Virgen in­crustada en su corteza, involuntariamente, lo relaciona­ba con la huella profunda que había dejado en mí el rostro de Laponder. Ese rostro de Buda con su tersa piel y su extraña y eterna sonrisa me daba vueltas continua­mente en la cabeza.

El juez me llamó una vez más —en septiembre— y me preguntó, con desconfianza, qué razones podía adu­cir por haber dicho en el banco que tenía que irme ur­gentemente de viaje; por qué había estado tan nervioso durante las horas precedentes a mi detención y por qué llevaba todas mis piedras preciosas en el bolsillo.

Cuando respondí que había tenido la intención de sui­cidarme, hubo una nueva sonrisa irónica detrás del es­critorio.

Hasta entonces estuve solo en mi celda y esto me permitía seguir con mis pensamientos, con mi pena por Charousek, quien, suponía, debía haberse muerto ya ha­cía mucho, y por Laponder, y con mi nostalgia de Mi­riam.

Después vinieron nuevos presos: viajantes ladrones con rostros ajados y decrépitos, gruesos y ventrudos ca­jeros de banco —«Huérfanos» como los hubiera llamado el negro Vóssatka— que apestaron el aire y mi estado de ánimo.

Uno de ellos contó, absolutamente indignado, que poco antes había habido un asesinato en la ciudad. Pero por suerte apresaron inmediatamente al autor que fue sometido a un proceso expeditivo.

—¡El desgraciado miserable se llamaba Laponder! —gritó un tipo con hocico de bestia salvaje al que ha­bían condenado por maltratar a niños, a los catorce días de prisión—. Lo agarraron con las manos en la masa. En el jaleo se cayó la lámpara y se incendió toda la ha­bitación. El cadáver de la chica quedó tan carbonizado que todavía hoy no se ha podido deducir quién era en realidad. Tenía el pelo negro y la cara delgada, eso es todo lo que se sabe. Y el Laponder ése no quiso soltar su nombre ni que reventase. Si hubiera sido yo le habría arrancado la piel y le hubiera espolvoreado pimienta en­cima. ¡Así son los señores finos! ¡Todos unos asesinos! ¡Como si no hubiera otros medios para librarse de una chica! —añadió con una sonrisa cínica.

La ira y la rabia bullían en mí y hubiera deseado arrastrarlo por el suelo.

Noche tras noche roncaba en la cama en la que había dormido Laponder. Por fin, pude respirar cuando lo pusieron en libertad.

Pero ni así conseguí librarme de él: sus palabras se me habían clavado como una flecha. La horrible sos­pecha de que podría haber sido Miriam la víctima de Laponder me carcomía continuamente, sobre todo en la oscuridad.

Cuanto más luchaba contra esta idea, más me aho­gaba en ella, hasta que casi se convirtió en una idea fija, una obsesión.

A veces se atenuaba y mejoraba, sobre todo cuando entraba la luna clara por entre las rejas: entonces po­día revivir las horas pasadas con Laponder y el profundo sentimiento que le profesaba me aliviaba el tormento, pero, de todas formas, me volvían con demasiada fre­cuencia los momentos en que veía a Miriam asesinada y carbonizada, y creía perder la razón de terror.

Los débiles indicios que tenía para mi sospecha se habían entretejido en aquellos momentos formando un todo cerrado, una pintura llena de detalles indescripti­blemente terroríficos.

Al principio de noviembre, hacia las diez, era ya no­che cerrada, había alcanzado mi desesperación tal punto que tuve que morder el saco de paja, como un animal rabioso, para no gritar; el guardia abrió repentinamente la celda y me obligó a acompañarlo al despacho del juez. Me sentía tal débil que me tambaleaba al andar.

Hacía ya mucho tiempo que había muerto en mí la esperanza de abandonar aquella horrible casa.

Me preparé a que me hicieran de repente, una vez más, una fría pregunta, a oír de nuevo la sonrisa irónica, estereotipada, detrás del escritorio y a tener que volver a las tinieblas.

El señor Barón von Leisetreter se había ido ya a su casa y en la habitación no había más que un viejo y jorobado escribano con dedos de araña.

Esperé, insensible, lo que sucedería.

El guardián había entrado conmigo y me miraba bo­nachón; esto me llamó la atención, pero estaba dema­siado abatido para comprender el significado de aquello.

—El resultado de la investigación —empezó a decir el escribano y riendo se subió a un sillón revolviendo durante mucho tiempo en el montón de libros en busca de los expedientes—, el resultado es que el tal Karl Zottmann en cuestión, tras un encuentro con la antigua prostituta Resina Metzeles, que por aquel entonces era conocida como «Rosina la Pelirroja», liberada posterior­mente por el sordomudo siluetista, actualmente bajo vi­gilancia policíaca, llamado Jaromir Kwássnitschka, del bar Kantsky, y que desde hace unos meses vive en cali­dad de favorita en flagrante concubinato con Su Exce­lencia el conde de Athenstädt, fue atraído antes de su muerte por una mano alevosa a un sótano subterráneo y aislado de la casa conscripcionis 21873, bajo el núme­ro romano III de la calle Hahnpass, número actual 7, allí encerrado y abandonado a una muerte por hambre o por frío. Pues, el arriba mencionado Zottmann... —explicó el escribano y, mirando por encima de las ga­fas, pasó por encima unas cuantas hojas del montón des­ordenado que llevaba en las manos—. «De la investiga­ción ha resultado también que al arriba mencionado Karl Zottmann le robaron, según todas las apariencias des­pués de su muerte, todas las pertenencias que llevaba, en especial un reloj de oro de doble tapa, citado en el fascículo P romana, sección Bäh —el escribano levantó el reloj por la cadena—. Por falta de verosimilitud no se ha podido dar crédito a la declaración jurada del si­luetista Jaromir Kwássnitschka, hijo huérfano del hostiero del mismo nombre, muerto hace diecisiete años, según la que había encontrado el reloj en la cama de su hermano Loisa, actualmente en fuga, y que lo había entregado contra recibo de dinero a Aaron Wassertrum, el rico anticuario, entre tanto desaparecido.

»De la investigación ha resultado además que el cadáver del mencionado Karl Zottmann llevaba, en el mo­mento de su descubrimiento, en el bolsillo trasero de su pantalón, una agenda en la que había apuntado, po­siblemente unos días antes de su muerte, varias notas que aclaran los hechos y que facilitan finalmente el arres­to del verdadero culpable por las autoridades reales e imperiales.

»En consecuencia, la atención de la alta fiscalía real e imperial se dirige al hasta ahora altamente sospecho­so, debido a las notas testamentarias de Zottmann, Loisa Kwássnitschka, actualmente fugitivo, y ordena el fin de la detención preventiva de Athanasius Pernath, tallador de piedras preciosas, hasta ahora sin antecedentes, y ce­sar todo proceso contra él.

Praga, Julio

      firmado

Dr. Barón Von Leisetreter.»

 

El suelo tembló bajo mis pies y por un minuto per­dí el conocimiento.

Cuando me desperté estaba sentado en una silla y el guardián me daba amables golpes en los hombros.

El escribano se había quedado completamente impa­sible, carraspeó, se sonó y me dijo:

—La lectura de esta disposición se ha retrasado hasta hoy porque comienza por una «P» y por orden alfabé­tico, lógicamente, viene al final —después siguió leyen­do—: «Además, es necesario poner a Athanasius Per­nath, tallador de piedras preciosas, en conocimiento de que, debido a la disposición testamental del estudiante de Medicina Innozenz Charousek, muerto en mayo, le corresponde un tercio de sus pertenencias como here­dero.»

El escribano metió la pluma en el tintero mientras pronunciaba las últimas palabras y comenzó a garaba­tear.

Esperé que soltara su sonrisita, pero no lo hizo.

—Innozenz Charousek —murmuré repitiendo absor­to sus palabras.

El guardián se inclinó sobre mí y me susurró al oído:

—Poco antes de su muerte estuvo conmigo el señor Charousek y se interesó por usted. Dijo que lo saludara cariñosamente. Naturalmente yo no se lo pude decir entonces. Por cierto que el señor Charousek tuvo un horrible final. Se suicidó. Se lo encontró caído de bru­ces sobre la tumba de Aaron Wassertrum. Había cavado dos profundos hoyos en la tierra y se abrió las venas de las muñecas metiendo después los brazos en los agu­jeros. Así se descargó. Debía estar loco, el señor Char...

El escribano empujó ruidosamente la silla y me en­tregó la pluma para que firmara.

Después se irguió orgulloso y dijo exactamente en el tono de su noble superior:

—Guardián, saque a este hombre.

Exactamente igual que hace mucho tiempo, el hombre del sable y de los calzoncillos de la puerta retiró el mo­linillo de café de su regazo; sólo que esta vez no me re­gistró, sino que me devolvió mis piedras preciosas, mi monedero con sus diez florines, mi abrigo y todo lo demás.

Entonces me encontré en la calle.

—¡Miriam! ¡Miriam! ¡Qué próximo está nuestro en­cuentro! —ahogué un grito de salvaje alegría.

Debía ser medianoche. La luna llena se escondía, sin brillo, como un plato de pálido latón, entre los vasos de bruma. El asfalto estaba cubierto de una sólida capa de suciedad.

Llamé un carruaje que en la niebla parecía un des­tartalado monstruo antediluviano; se me había olvi­dado andar y me tambaleaba, sobre unas plantas insen­sibles, como un enfermo con la columna desviada.

—¡Cochero, lléveme tan de prisa como pueda a la ca­lle Hahnpassgasse, número 7! ¿Me ha entendido? Hahnpassgasse, número 7.

El Golem (XVI) Mayo

El Golem (XVI) Mayo

A mi pregunta de qué fecha era —el sol calentaba tanto como en verano, y el cansado árbol del patio te­nía algunos capullos— el guardián permaneció al prin­cipio en silencio: pero después me susurró que era el 15 de mayo. En realidad, no lo podía decir, porque estaba prohibido hablar con los presos, especialmente con aquellos que no habían confesado su crimen y de­bían perder el control del tiempo.

¡Ya llevaba tres meses enteros en la cárcel y todavía seguía sin noticias del exterior!

Al oscurecer entraban por la ventana enrejada, que ahora en los días calurosos permanecía abierta, las sua­ves notas de un piano.

Uno de los presos me comentó que la hija del encar­gado de la despensa era la que tocaba el piano cada día al anochecer.

Día y noche soñaba con Miriam.

¿Cómo estaría?

A veces tenía la consoladora sensación de que mis pensamientos llegaban hasta ella, estaban junto a su cama mientras dormía y le ponían la mano tranquili­zadora sobre la frente.

Pero, en los momentos de desesperación, cuando lla­maban al interrogatorio a cada uno de mis compañeros —y a mí no— me angustiaba el miedo sordo de que quizás ya hubiese muerto hacía mucho tiempo.

Entonces le planteaba cuestiones al destino y le pre­guntaba si vivía o no, si estaba enferma o sana, y el número de pajas que sacaba del saco era el que me daba la respuesta.

Siempre que «salía mal», buscaba en mi interior una mirada hacia el futuro, intentaba engañar a mi alma, que me ocultaba el secreto, con preguntas al parecer muy lejanas al asunto, de si llegaría alguna vez el día en que pudiera estar alegre y reír de nuevo.

El oráculo siempre afirmaba en esos casos, y me po­nía contento y feliz durante una hora.

Así como nacen y crecen en silencio las plantas, nació y creció en mí un incomprensible y profundo amor por Miriam y no comprendía que hubiese podido estar sen­tado charlando con ella tan a menudo sin haberlo visto con toda claridad.

El tembloroso deseo de que ella pensase en mí con los mismos sentimientos crecía en esos instantes hasta convertirse en un presagio de certeza, y si entonces oía pasos en el pasillo casi temía que me vinieran a buscar y me dejaran en libertad, por si mi sueño, arrancado a la burda realidad del momento exterior, se diluyera en la nada.

Mi oído se había agudizado tanto en el largo tiempo de prisión que oía el más mínimo ruido.

Todos los días, al comenzar la noche, oía pasar en la lejanía un coche y me rompía la cabeza pensando quién podría ser.

Había algo raro y extraño en la idea de que afuera otros seres podían hacer y deshacer lo que quisieran —podían moverse libremente e ir de un lado a otro; sin embargo, no lo consideraban como una felicidad indes­criptible.

Ya no era capaz de imaginarme que yo también po­dría alguna vez volver a ser tan feliz como para poder pasear bajo el sol por las calles.

Me parecía que el día en que tuve a Angelina en mis brazos pertenecía a una existencia perdida ya hace mu­cho tiempo: lo recordaba con esa suave y dulce melan­colía que nos invade al abrir un libro y encontrar en él las flores marchitas que, en otro tiempo, llevó la amada de los años de juventud.

¿Seguiría aún el viejo Zwakh noche tras noche con Vrieslander y Prokop en la taberna Zum alten Ungelt volviendo loca a la seca Eulalia?

No, era mayo: la época en la que él marchaba con su vieja caja de marionetas por los pueblos de la pro­vincia y representaba en los verdes campos, en la en­trada de la población, la historia de Barbazul.

 

Estaba solo en la celda. Hacía un par de horas que se habían llevado a Vóssatka, el incendiario, mi único compañero desde hacía una semana, ante el juez de instrucción.

Su interrogatorio era esta vez extraordinariamente largo.

Por fin. El pestillo de hierro de la puerta retrocedió. Vóssatka entró con una expresión de infinita alegría y, tirando un montón de ropa sobre el catre, empezó a cambiarse rápido como el viento.

Iba arrojando al suelo con una maldición cada una de las prendas de su uniforme de presidiario.

—No han podido demostrar nada esos cerdos. ¡In­cendiario! ¡Tengo una vista! —y tiró con el pulgar de su párpado izquierdo—. El negro Vóssatka tiene sus agudezas. He dicho que había sido el viento y no me he apeado del burro. Ahora pueden encerrar al señor viento... cuando lo pillen. Hasta la vista, adiós. Iré a Loisitschek, y adelante —extendió los brazos e hizo un paso de baile—. Sólo una vez en la vida florece el mes de mayo —se puso con gran alboroto sobre el cráneo el sombrero duro con una pluma de pinzón azulada—. Ah, por cierto, esto le interesará, señor conde, ¿cono­ce la noticia? ¡Se ha escapado un amigo, el Loisa! Acabo de enterarme ahora, ahí arriba, donde los puer­cos. Eso fue el mes pasado, buscó la salida hacia Uldimoh y hace ya mucho que pasó, pfuff —se golpeó con los dedos el dorso de la mano—, debe de haber cruzado ya todas las montañas.

«¡Ja, la lima!», pensé para mí y sonreí.

—Bueno, prepárese también para esto pronto, señor conde —dijo el incendiario dándome amistosamente la mano—, para que lo suelten lo antes posible. Y cuando se quede sin dinero pregunte entonces en Loisitschek por el negro Vóssatka. Todas las chicas de ahí abajo me conocen. ¡Bueno! Entonces, a sus órdenes, señor conde. ¡Ha sido un placer!

Estaba todavía en la puerta cuando el guardián em­pujó en la celda a un nuevo preso.

En seguida reconocí al grosero de la gorra de soldado que estuvo junto a mí aquel día de tormenta bajo el arco de la calle Hahnpass. ¡Una agradable sorpresa! ¡Quizá sabía él por casualidad algo de Hillel y Zwakh y todos los demás!

Quise empezar a interrogarlo inmediatamente, pero para mi mayor asombro hizo un gesto misterioso y con el dedo sobre la boca me indicó que permaneciera ca­llado.

Sólo cuando hubieron cerrado la puerta desde fuera y se hubo perdido el ruido de los pasos del vigilante en el pasillo, brotó la vida en él.

Mi corazón latía con fuerza de excitación.

¿Qué significaba eso?

¿Me conocía él y qué quería?

Lo primero que hizo fue sentarse y quitarse la bota izquierda.

Entonces arrancó con los dientes una clavija del ta­cón y del hueco sacó una pequeña y retorcida lámina de metal, arrancó la suela, que al parecer estaba muy floja, y me dio ambas cosas con un gesto de orgullo.

Lo hizo todo a gran velocidad y sin poner la más mínima atención a mis nerviosas preguntas.

—¡Bueno, un saludo del señor Charousek! Estaba tan atolondrado que no pude decir ni una sola palabra.

—Basta agarrar el hierro por la noche y rasgar en dos la suela cuando nadie lo vea. Dentro está hueca —explicó el tipo con aire de pensador—. Y dentro encontrará una carta de Charousek.

Movido por el exceso de alegría, me lancé al cuello del granuja y se me saltaron las lágrimas.

Me rechazó con dulzura y me dijo en voz baja en tono de reproche:

—¡Debe usted contenerse, señor von Pernath! No tenemos ni un momento que perder. Pueden darse cuen­ta en seguida de que no es ésta la celda que me corres­ponde. El Franzl y yo hemos cambiado los números abajo, en la portería.

Debí poner una cara de tonto horrible, pues el pillo continuó:

—Aunque no entienda, da igual. ¡Estoy aquí y eso basta!

—Dígame, ¿qué hace el archivero Hillel, señor...?

—Wenzel —dijo en seguida en mi ayuda—. Me lla­mo el bello Wenzel.

—Dígame, Wenzel, ¿qué es del archivero Hillel y qué tal está su hija?

—No tenemos tiempo para eso —me interrumpió el bello Wenzel impaciente—. Pueden echarme de aquí en cualquier momento. Estoy aquí porque he confesado un robo extra...

—¿Qué? ¿Ha cometido un robo sólo por mí, sólo por poder llegar hasta mí, Wenzel? —pregunté con­movido.

El pillo movió despectivamente la cabeza.

—Si de verdad hubiera cometido yo un robo no lo confesaría. ¿Cómo puede suponer eso de mí?

Empecé a comprender: el bravo muchacho había usado un truco para poder pasarme la carta de Charou­sek en la cárcel.

—Bueno, lo primero —hizo un gesto de importan­cia—, tengo que darle unas clases de epilepsia.

—¿De qué?

—¡De epilepsia! Ponga mucha atención y no se ol­vide de nada. Ahora mire: primero se hace mucha sali­va en la boca —hinchó los carrillos y los movía de un lado para otro como cuando alguien se enjugaba la boca— y se echa baba por la boca, mire, así —y lo hizo con una naturalidad repugnante—. Después se retuerce uno los dedos en el puño, se da la vuelta a los ojos como si uno fuera a sacarlos —bizqueó horri­blemente— y después, esto es un poco más difícil, unos gritos ahogados. Mire, así, bo - bo - bo y al mismo tiempo se deja uno caer —se dejó caer al suelo todo lo largo que era, de modo que el suelo tembló, y dijo al levantarse—: Ésta es una epilepsia natural, tal como nos la enseñó el bienaventurado doctor Hulber en el «Batallón».

—Sí, sí, es engañosamente parecida —afirmé—. Pero, ¿para qué todo esto?

—Primero para que lo saquen de la celda —explicó el bello Wenzel—. El doctor Rosenblatt es un charla­tán. Aunque a uno le falte la cabeza, sigue diciendo: ¡este tipo está totalmente sano! Sólo ante la epilepsia siente un enorme respeto. Si se sabe hacerlo bien, se es trasladado en el acto a las celdas de enfermos y fu­garse de allí es un juego de niños —se puso profunda­mente misterioso—, pues los barrotes de la ventana de la celda de enfermos están limados y pegados sólo con un poco de porquería. ¡Éste es un secreto del «Ba­tallón»! Bastará con poner atención un par de noches y, cuando vea una cuerda caer desde el tejado hasta la ventana, levantará los barrotes en silencio, para que nadie se despierte, se atará por los hombros de la cuer­da y nosotros lo subiremos al tejado y lo bajaremos por el otro lado a la calle. ¡Con esto, basta!

—¿Por qué tengo que huir de la cárcel —objeté tí­midamente—, si soy inocente?

—Tampoco es motivo para no huir —respondió el bello Wenzel y abrió grandes ojos de asombro.

Tuve que emplear toda mi elocuencia para abando­nar el peligroso plan que, según me dijo, era el resul­tado de una reunión del «Batallón».

Le parecía imposible que rechazara y dejara escapar ese «don de Dios», y prefiriera esperar hasta que me liberaran.

—De cualquier forma se lo agradezco a usted y a todos sus camaradas de todo corazón —dije conmovido y le estreché la mano—. Cuando haya pasado esta mala temporada, lo primero que haré será atestiguarles mi gratitud.

—No es necesario —rechazó Wenzel amablemente—. Si nos invita a un par de cervezas se lo agradeceremos, pero nada más. Charousek, que es ahora el «tesorero» del «Batallón», ya nos ha contado la clase de persona que es usted y cómo actúa en silencio para hacer el bien. ¿Debo decirle algo cuando salga dentro de unos días?

—Sí, por favor —dije rápidamente—, que vaya, por favor, a casa de Hillel y le diga que tengo miedo por la salud de su hija Miriam. Es preciso que no la pierda de vista. ¿Se acordará usted del nombre? ¡Hillel!

—¿Hirräl?

—No, Hillel.

—¿Hillär?

—No. Hill-el.

Wenzel casi se desgarró la lengua para pronunciar ese nombre imposible para un checo, pero, por fin, consiguió dominarlo poniendo extrañas caras.

—Otra cosa: me gustaría que el señor Charousek se ocupara, se lo ruego de corazón, en la medida en que pueda de la noble dama... él ya sabe a quién me re­fiero.

—Usted se lefiere seguramente a esa noble muñeca que andaba con ese teutón de Niemetz, el doctor Savioli, ¿no? Bueno, ésa ya se ha divorciado y se ha ido con la hija y el doctor Savioli lejos.

—¿Está usted seguro de ello?

Sentí que mi voz temblaba. A pesar de lo mucho que me alegraba por Angelina, sin embargo, se me encogía el corazón.

Todo lo que me había preocupado por ella, y ahora, ahora ya me había olvidado.

Me vino un sabor amargo a la garganta.

El pillo, con la delicadeza que caracteriza, por extra­ño que parezca, a todos los seres más abandonados en todo lo que se refiere al amor, pareció adivinar cómo me sentía, pues retiró tímidamente la mirada y no con­testó.

—¿Quizá sepa usted también cómo está la hija de Hillel, la señorita Miriam? ¿La conoce? —pregunté.

—¿Miriam? ¿Miriam? —el rostro de Wenzel se arru­gó como en un esfuerzo de memoria —¿Miriam?—. ¿Va a menudo por las noches al Loisitschek?

Involuntariamente me eché a reír.

—No. Seguro que no.

—Entonces no la conozco —dijo Wenzel secamente.

Estuvimos un rato en silencio.

Quizás haya algo sobre ella en la carta, esperé.

—Supongo que ya se habrá enterado —comenzó a decir Wenzel de repente— de que el diablo se ha lle­vado a Wassertrum, ¿no?

Me erguí anonadado.

—Sí, sí —Wenzel señaló su garganta—. Cric. Se lo digo yo. Fue horrible. Cuando entraron en la tienda, pues ya hacía un par de días que nadie lo había visto, fui yo naturalmente el primero en entrar. ¡Cómo no! Y allí abajo estaba él, sentado en un viejo y sucio sillón con el pecho cubierto de sangre y los ojos como de cris­tal. ¿Sabe usted? Soy un tipo fuerte, pero todo empezó a darme vueltas y creí, como se lo digo, que me iba a caer desmayado. Poco a poco tuve que convencerme y decirme a mí mismo: Wenzel, me dije, Wenzel, no te excites, no es más que un judío muerto. Tenía clavada una lima en la garganta y en la tienda estaba todo ti­rado y revuelto. Un asesinato con robo, naturalmente.

¡La lima! ¡La lima! Sentí como si se me cortara la respiración de terror. ¡La lima! ¡Así que al fin y al cabo la lima había encontrado su camino!

—Sé además quién fue —continuó después de una pausa, a media voz—. No fue otro que Loisa, el de la viruela. Encontré su navaja en el suelo, en la tienda, y me la guardé en seguida para que no la viera la poli. Él llegó a la tienda por un pasadizo subterráneo, de repente cortó sus palabras y escuchó tieso durante un segundo, se echó sobre su catre y empezó a roncar terriblemente.

Al momento sonó la cerradura de fuera y entró el guardián mirándome de mal humor.

Puse cara de indiferencia, pero era casi imposible despertar a Wenzel.

Después de muchos golpes se levantó bostezando y tambaleando, y, medio dormido, se dirigió hacia afuera seguido por el guardián.

Enfebrecido por la tensión desdoblé la carta de Charousek y leí:

 

12 de mayo

 

«Mi querido, pobre amigo y bienhechor:

»Semana tras semana he estado esperando que lo li­beraran —siempre en vano—, he intentado todos los pasos posibles con el fin de reunir material para que lo soltaran, pero no he encontrado nada.

»Pedí al juez de instrucción que acelerara el proceso, pero siempre me contestaba que él no podía hacer nada, que era asunto de la fiscalía y no suyo.

»¡Burros administrativos!

»Pero ahora mismo acabo de conseguir algo, que es­pero tenga el mayor éxito: me he enterado de que Jaromir le vendió a Wassertrum un reloj de oro que encontró en la cama de su hermano Loisa después de que lo detuvieran.

»En Loisitschek, adonde ahora van muchos detecti­ves, como usted sabe, se dice que encontraron en su casa el reloj del, al parecer, asesinado Zottmann, cuyo cadáver todavía no ha sido encontrado. Como corpus delicti. El resto lo he recompuesto yo: ¡Wassertrum, etcétera!

»He llamado inmediatamente a Jaromir y le he dado 1.000 florines —dejé caer la carta porque lágrimas de alegría me cegaban los ojos: sólo Angelina pudo haber dado esa cantidad a Charousek, pues ni Zwakh, ni Prokop, ni Vrieslander tenían tanto dinero. ¡Así que ella no me había olvidado! Seguí leyendo: 1.000 florines y prometido otros 2.000 si venía conmigo inmediata­mente a la Policía y confesaba haber quitado el reloj a su hermano, en su casa, y haberlo vendido después.

»Pero todo esto sólo se puede hacer mientras esta carta esté ya en camino, por Wenzel, hacia usted. El tiempo no da para más.

»Pero esté usted seguro: eso sucederá. Hoy. Se lo garantizo.

»No tengo ninguna duda de que Loisa cometió el crimen y de que el reloj es el de Zottmann.

»Pero si, contra lo que esperamos, no lo es, entonces Jaromir ya sabe lo que tiene que hacer, en cualquier caso él certificará que es el que encontraron en su casa.

»Así que tenga confianza y no desespere. Quizás esté ya muy próximo el día de su liberación.

»¿Llegará el día en que nos volvamos a ver?

»No lo sé.

»Casi prefiero decir que creo que no, pues mi fin se acerca a grandes pasos y debo estar preparado para que no me tome de sorpresa.

»Pero de una cosa esté seguro: nosotros nos volvere­mos a ver.

»Aunque no sea en esta vida y no sea como los muer­tos, en la otra, será en el final del tiempo: cuando el SEÑOR según está en la Biblia escupa de su boca a esos que fueron tibios, ni fríos ni cálidos.

»No se asombre de que yo hable así. No he hablado nunca con usted sobre estas cosas y, cuando en cierta ocasión usted nombró la palabra «Cábala», yo lo evité. Pero... sé lo que sé.

»Quizás entienda a lo que me refiero, pero si no es así, le ruego que borre de su memoria todo lo que le he dicho. Una vez en mis delirios creí ver un signo sobre su pecho. Puede ser que soñase despierto.

»Si de verdad no me entendiese, acepte que yo tenga ciertos conocimientos internos —casi desde mi infan­cia—, conocimientos que me han llevado por un cami­no especial y que no coincide con lo que la medicina enseña o, gracias a Dios, no conoce todavía, y espere­mos que no conozca nunca.

»Pero no me he dejado embrutecer por la ciencia, cuyo fin primordial es equipar una "sala de espera" que sería mejor destruir.

»¡Pero basta ya de esto!

»Quiero contarle todo lo que ha ocurrido mientras tanto.

»A1 final de abril llegó el momento en que mi suges­tión comenzó a actuar sobre Wassertrum.

»Lo noté porque empezó a hacer continuos gestos y a hablar consigo mismo por la calle. Esto es señal cer­tera de que los pensamientos de un hombre se están convirtiendo en una tormenta que un día se abatirá sobre él.

»Después, se compró una agenda y empezó a tomar notas. ¡Escribía!

»¡Escribía! Había para reírse: ¡Él escribía!

»Más tarde fue a ver a un notario. Desde abajo, de­lante de la casa, sabía lo que él estaba haciendo arriba: su testamento.

»Pero lo que nunca pensé es que me nombrara su heredero. Si se me hubiera ocurrido tal cosa, me hubie­ra entrado el Baile de San Vito de gusto y de alegría.

»Me nombró su único heredero porque, a su parecer, yo era el único en el mundo al que él podría todavía reparar de sus fechorías. Pero su conciencia lo engañó.

»O quizá fuese también la esperanza de que lo ben­dijese cuando, tras su muerte, me convirtiera de repen­te en millonario debido a su magnanimidad y reparase así la maldición que tuvo que oír en su habitación de mis labios.

»Por lo tanto ha sido triple la influencia de mi su­gestión. Es terriblemente gracioso que en secreto creye­ra en su recompensa en el Más-allá, después de estar durante toda su vida tratando con muchos esfuerzos de convencerse de lo contrario.

»Pero eso les pasa siempre incluso a los más inteli­gentes y se comprueba en la absurda y loca rabia que les entra cuando alguien se lo dice a la cara. Se sienten atrapados. A partir del momento en que Wassertrum volvió del notario, yo ya no lo perdí de vista.

»Durante la noche escuchaba con la oreja pegada a las maderas de las contraventanas de su tienda, pues, en cualquier momento, podría llegar lo decisivo.

»Creo que si hubiera quitado el tapón del frasco del veneno habría podido oír, incluso a través de los mu­ros, el chasquido suave que se producía al hacerlo.

»Quizá sólo faltaba una hora y se habría cumplido la obra de mi vida. Pero apareció un intruso y lo mató con una lima.

»Haga que Wenzel le cuente esto con más detalles: a mí me amarga demasiado tener que decírselo todo por escrito.

»Llámelo superstición, si quiere, pero cuando vi que se había derramado sangre —las cosas de la tienda esta­ban salpicadas—, me dio la impresión de que su alma se me había escapado.

»Hay algo en mí —un instinto sutil e infalible— que me dice que no es lo mismo que un hombre muera por una mano desconocida que por la suya propia. Sólo se hubiera cumplido mi misión si Wassertrum se hubiera llevado consigo a la tierra toda su sangre. Ahora que todo ha sucedido de un modo distinto me siento recha­zado, como un instrumento al que no se considera digno de las manos del ángel exterminador.

»Pero no quiero rebelarme. Mi odio es de ésos que van más allá de la tumba y de la muerte; además, aún tengo mi propia sangre que puedo derramar, y eso me he propuesto y deseo, para que siga a la suya paso a paso en el reino de las sombras.

»Desde que enterraron a Wassertrum voy todos los días al cementerio y me siento allí junto a su tumba y escucho en mi pecho para que éste me diga lo que debo hacer.

Creo que ya lo sé, pero quiero esperar hasta que la voz interior que me habla se haga clara como una fuente. Nosotros los hombres somos casi siempre im­puros y a menudo necesitamos de largos ayunos y vigi­lias para poder entender los susurros de nuestra alma.

»La semana pasada me dijo oficialmente el juzgado que Wassertrum me había nombrado su heredero uni­versal.

»No necesito asegurárselo, señor Pernath, que no uti­lizaré para mí mismo ni uno solo de sus florines. Me libraré de darle a "él" un asidero para el "Más-allá".

»Pondré en subasta las casas que él poseía y quemaré todo lo que él tocara con su mano, y de todo el dinero y los valores que consiga con ello le corresponderá a usted, a mi muerte, una tercera parte.

»Me parece verlo ya protestando y rechazándolo, pero puedo tranquilizarlo. Lo que usted recibirá es de su justa propiedad con sus intereses y el interés de los in­tereses. Hace ya mucho tiempo supe que, hace bastan­tes años, Wassertrum había arruinado a su padre y a su familia, pero hasta ahora no he podido probarlo con do­cumentos.

»Otra tercera parte se repartirá entre los doce miem­bros del "Batallón" que conocieron personalmente al doctor Hulbert. Quiero que cada uno de ellos sea rico y tenga acceso a "la buena sociedad" de Praga.

»Y la última tercera parte se repartirá equitativamen­te entre los futuros asesinos del país, para que, por falta de pruebas, sean puestos en libertad.

»Esto se lo debo a la opinión pública.

»Bien, creo que eso es todo.

»Y ahora, mi muy querido amigo, adiós, suerte, y piense algunas veces en su sincero y agradecido

Innozenc Charousek.»

 

Profundamente emocionado dejé la carta aparte.

No podía alegrarme con la noticia de mi próxima puesta en libertad.

¡Charousek! ¡Pobre muchacho! Se preocupaba por mi suerte como un hermano. Sólo porque una vez le rega­lé 100 florines. ¡Ojalá le pudiera dar una mano una vez más!

Pero sentí que él tenía razón. Nunca llegaría ese día.

Vi ante mí sus ojos enfebrecidos, sus hombros de tísico y su frente ancha y noble.

Quizás habría sido todo muy distinto si una mano caritativa hubiera intervenido a tiempo en esa vida des­trozada.

Volví a releer la carta.

¡Cuánto método había en la locura de Charousek! ¿Estaría loco en realidad?

Me avergoncé casi de haber tolerado ese pensamien­to un solo momento.

¿Es que sus alusiones no decían bastante? Él era un hombre como Hillel, como Miriam, como yo mismo; un hombre en el que dominaba su propia alma, que lo llevaba por encima de todos los barrancos y abismos de la vida a las cimas perpetuamente nevadas de un mundo no violado.

¿Es que acaso no era más puro él, que durante toda su vida estuvo planeando y meditando un asesinato, que cualquiera de esos que van por ahí arrugando la nariz y que pretenden seguir los mandamientos aprendidos maquinalmente de cualquier desconocido profeta mítico?

Él observaba el mandamiento que le dictaba su ins­tinto irresistible, sin pensar en ninguna «recompensa», ni aquí ni en el Más-allá.

Lo que había hecho, ¿no era acaso el más piadoso cumplimiento de un deber, en el sentido más esotérico de la palabra?

«Cobarde, pérfido, ávido de sangre, enfermo, una na­turaleza problemática de criminal»: me parecía oír ya el juicio que sobre él emitiría la multitud cuando inten­tasen aclarar las profundidades de su alma con sus lám­paras de establo, esta misma multitud babeante que nunca jamás comprenderá que el venenoso cólquico es mil veces más bello y más noble que la práctica cebo­lleta.

De nuevo se movió la cerradura desde fuera y oí que metían a alguien. Ni siquiera me volví, tal era la im­presión que me había causado la carta.

Ni una palabra sobre Angelina, ni sobre Hillel.

Claro; Charousek debió haber escrito con mucha pri­sa, en la letra se veía.

¿Me llegaría alguna otra carta secreta de él?

Apenas me atrevía a esperar y confiar interiormente en el día siguiente, en el paseo común de los presos en el patio. Ése era el sitio más fácil para que alguien del «Batallón» me diera, ocultamente, alguna nota.

Una suave voz me sacó de repente de mis cavila­ciones.

—¿Me permite, señor, que me presente? Mi nombre es Laponder, Amadeus Laponder.

Me volví.

Un hombre pequeño, delgado, todavía bastante jo­ven, elegantemente vestido, aunque sin sombrero, como todos los presos de prevención, se inclinó correctamente ante mí.

Estaba muy bien afeitado, como un actor, y sus gran­des ojos verdes, claros y brillantes, en forma de almen­dra, tenían la característica de que, aunque estaban di­rigidos directamente hacia mí, parecían, sin embargo, no verme.

Había en ellos algo así como... ausencia.

Susurré mi nombre, me incliné también y quise vol­verme, pero no pude apartar en mucho rato la mirada de ese hombre que producía una extraña impresión con su sonrisa de pagoda, que con los ángulos hacia arriba y los labios ligeramente arqueados, estaba plasmada continuamente en su rostro.

Parecía la estatua china de un buda de cuarzo rosa­do, con su piel lisa, casi transparente y su fina y deli­cada nariz de muchacha.

«Amadeus Laponder, Amadeus Laponder», repetía para mí.

¿Qué ha podido hacer él?