Blogia

La obra de Gustav Meyrink

El Golem (XV) Tormento

El Golem (XV) Tormento

Tuve que caminar de noche por las calles iluminadas con las manos atadas y un policía con la bayoneta cala­da detrás de mi.

Bandas de chicos me seguían, escoltándome a dere­cha e izquierda alegremente, las mujeres, abriendo las ventanas, me amenazaban con sus cazos y gritaban in­jurias a mi paso.

Desde lejos vi acercarse el macizo cubo de piedras que formaba la prisión cuyo letrero, sobre el frontón, decía:

«La severidad de la justicia

protege a las personas honestas.»

Entré por una gigantesca puerta a un vestíbulo que apestaba a cocina.

Un hombre barbudo, con el sable, la chaqueta y la gorra del uniforme de empleado, descalzo y envueltas sus delgadas piernas en unos largos calzoncillos, se le­vantó, retiró el molinillo de café que tenía entre las rodillas y me ordenó desvestirme.

Después me registró los bolsillos, sacó todo lo que había en ellos y me preguntó si tenía... chinches.

Cuando negué me quitó los anillos de los dedos y me dijo que estaba bien, que podía volver a vestirme.

Me condujeron por varios pisos a través de largos pasillos en los que grandes cajas grises, que se podían cerrar, ocupaban los huecos de las ventanas.

A lo largo de la pared se sucedían, en una fila ininte­rrumpida, puertas de hierro con enormes pestillos y con pequeñas aberturas enrejadas, sobre cada una de las cuales ardía una llama de gas.

Un carcelero gigantesco, con aspecto de soldado— el primer rostro noble que veía hacía horas— abrió una de las puertas, me empujó a un agujero oscuro, apes­toso, estrecho como un armario, y cerró detrás de mí.

Me encontré en una oscuridad absoluta y traté de situarme a tientas.

Mi rodilla chocó contra un cubo de hojalata.

La habitación era tan estrecha que apenas podía dar­me la vuelta, pero, por fin, encontré una manilla y me encontré en una... celda.

A cada lado de la pared había dos catres con sacos de paja.

Entre ellos un pasillo, no más de un paso de ancho.

Arriba, en la pared de enfrente, una ventana enre­jada, de un metro cuadrado, dejaba entrar la pálida luz del cielo nocturno.

Un calor insoportable y el olor a ropas viejas apes­taban el aire y llenaban la habitación.

Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la os­curidad, vi que en tres de los camastros —el cuarto esta vacío— estaban sentados unos hombres con el uniforme de presidiario, los brazos apoyados sobre las rodillas y el rostro oculto en las manos.

Ninguno dijo una palabra.

Me senté en la cama vacía y esperé. Esperé. Esperé.

Una hora.

Dos... ¡tres horas!

Cada vez que creía oír un paso afuera me levantaba. Ahora, ahora venían a buscarme para llevarme ante el juez de instrucción.

Todas las veces fui desengañado. Una y otra vez se perdían los pasos en el pasillo.

Me desabroché el cuello, creía ahogarme.

Oí que un preso se movía gimiendo hacia otro.

—¿No se puede abrir esa ventana de ahí arriba? —pregunté desesperado en voz alta a la oscuridad. Casi me asusté de mi propia voz.

—No se puede —respondió un gruñido desde uno de los sacos de paja. A pesar de ello fui tanteando la pared con la mano: había una madera a la altura del pecho, dos jarros de agua, trozos de pan.

Con gran esfuerzo trepé hasta arriba y sujetándome de los barrotes pegué la cara contra las junturas de la ventana para respirar por lo menos un poco de aire fresco.

Estuve así hasta que me empezaron a temblar las rodillas. Ante mis ojos, sólo la niebla nocturna, de un gris oscuro uniforme.

Los fríos barrotes de hierro sudaban.

Debía ser cerca de medianoche.

Oí roncar tras de mí. Sólo uno parecía no poder dor­mir: daba vueltas en la paja y suspiraba a veces en voz baja.

—¿No iba a llegar nunca la mañana? El reloj volvió a dar la hora.

Conté con los labios temblorosos.

¡Una, dos, tres! Gracias a Dios, unas pocas horas y amanecería. Seguía sonando: ¿cuatro? ¿cinco? El sudor me cubrió la frente. ¡Seis!... siete... eran las once.

Sólo había pasado una hora desde que oyera el reloj por última vez.

Poco a poco se fueron ordenando mis pensamientos.

Wassertrüm me había pasado el reloj del desapare­cido Zottmann para hacerme sospechoso de haber co­metido un asesinato. Por lo tanto debía ser él mismo el asesino; si no, ¿cómo podía haber llegado el reloj a sus manos? Si se hubiera encontrado el cadáver en alguna parte y lo hubiera robado entonces habría ido a buscar los mil gulden de recompensa que ofrecían por encontrar al desaparecido. Pero eso no podía ser: todavía estaban los anuncios en las calles, como acaba­ba de ver claramente durante todo el trayecto hasta la cárcel.

Estaba claro que el cambalachero me había denun­ciado.

Y también que ocultaba al comisario por lo menos todo lo referente a Angelina. Si no, ¿a qué venía todo el interrogatorio sobre Savioli?

Por otra parte, de eso se deducía que Wassertrüm no tenía todavía la carta de Angelina en las manos.

Recapacité.

De golpe todo apareció con una espantosa claridad ante mis ojos, como si hubiese estado presente.

Sí, sólo así podía ser: Wassertrüm se había llevado ocultamente la cajita de hierro en la que creía estaban las pruebas, precisamente cuando revolvía con sus cóm­plices, los policías, en mi habitación, pero no la podía abrir en seguida puesto que yo llevaba la llave conmigo y quizá estuviese, precisamente ahora, forzándola en su agujero.

Con loca desesperación agité los barrotes, viendo a Wassertrüm ante mí revolver entre las cartas de Ange­lina.

¡Si por lo menos pudiera avisar a Charousek para que fuera a advertir a tiempo a Savioli!

Durante un momento me agarré a la esperanza de que la noticia de mi captura hubiese corrido como un reguero de pólvora por todo el barrio judío y confiaba en Charousek como en un ángel salvador. El camba­lachero no podía hacer nada contra su infernal ingenio. «Lo tendré agarrado por el gaznate, precisamente en el momento en que intente arrojarse sobre el cuello del Dr. Savioli», había dicho Charousek una vez.

Al minuto siguiente rechazaba todo esto y de nuevo me dominaba un miedo salvaje: ¿Y si Charousek lle­gaba tarde?

Entonces Angelina estaba perdida.

Me mordía los labios hasta hacerme sangre y me arañaba el pecho, arrepentido de no haber quemado entonces las cartas inmediatamente: me juré a mí mis­mo suprimir a Wassertrüm de este mundo el mismo momento en que me dejaran libre.

¿Qué más me daba? ¡Suicidarme o morir en la horca!

No dudé ni un momento de que el juez de instruc­ción creería en mis palabras si le narraba la historia del reloj de una forma plausible y le contaba las ame­nazas de Wassertrum.

Seguramente mañana mismo estaría ya libre: por lo menos la Corte haría encarcelar también a Wassertrum bajo sospecha de homicidio.

Contaba las horas y rezaba porque pasasen más de prisa; miraba afuera el aire negruzco.

Después de un tiempo inenarrablemente largo co­menzó a aclarar y, al principio como una mancha oscu­ra y después cada vez más claro, apareció un enorme rostro de cobre entre la tiniebla: el cuadrante del viejo reloj de una torre. Pero faltábanlas agujas —un nuevo suplicio.

Después dieron las cinco.

Oí cómo los presos se despertaban bostezando y man­tenían una conversación en checo.

Una de las voces me sonaba conocida; me volví, bajé de mi cama y vi a Loisa, el de la viruela, sentado en el catre frente al mío, que me miraba asombrado.

Los otros tipos de caras temerarias me miraban des­preciativos.

—¿Un maleante, eh? —le dijo uno a su camarada a media voz y le pegó con el codo.

El otro gruñó algo despectivo, revolvió en su saco de paja y sacando un hule negro lo puso en el suelo.

Después echó algo de agua del jarro sobre él, se arrodilló y reflejándose allí, se peinó con los dedos el pelo sobre la frente.

Al acabar, secó el hule con enorme delicadeza y lo escondió de nuevo bajo el camastro.

Entretanto, Loisa murmuraba todo el tiempo, con los ojos muy abiertos, como quien esté viendo ante sí a un fantasma.

—¡Pan Pernath, Pan Pernath!

—Veo que los señores se conocen —dijo en amane­rado dialecto el que estaba sin peinar a otro al que esto le había llamado la atención, y me hizo una inclinación burlona—. Permítame que me presente: Vóssatka es mi nombre. El negro Vóssatka. Incendiario —añadió orgulloso, una octava más bajo.

El que se había peinado escupió entre los dientes, me miró despectivo un momento, se señaló el pecho y dijo lacónicamente:

—Robo con fractura.

—Yo permanecí en silencio.

—Bueno, ¿bajo qué sospecha está usted aquí, señor conde? —preguntó el vienes después de una pausa. Recapacité un momento y dije tranquilamente:

—Por asesinato.

Los dos saltaron atónitos; la expresión de burla de sus caras dejó paso a una infinita admiración, exclama­ron como por una sola boca:

—Nuestros respetos, nuestros respetos.

Cuando vieron que no les hacía caso se volvieron a un rincón y charlaron en voz baja.

El que se había peinado se levantó, vino hacia mí, comprobó en silencio los músculos de mi brazo y se volvió meneando la cabeza hacia su amigo.

—Usted también está sin duda aquí bajo sospecha de haber asesinado a Zottmann, ¿no? —le pregunté a Loisa sin llamar la atención.

Él afirmó:

—Sí, hace mucho.

De nuevo pasaron unas horas.

Cerré los ojos y me tumbé como para dormir.

—¡Señor Pernath, señor Pernath! —oí de repente, muy suave, la voz de Loisa.

—¿Sí? —hice como si me despertara.

—Señor Pernath, por favor, perdóneme, por favor, por favor, ¿no sabe usted lo que hace la Rosina? ¿Está en casa? —tartamudeó el pobre muchacho. Me daba una pena infinita ver cómo dependía con sus ojos de mis labios, crispando sus manos de excitación y angustia.

—Le va bien. Ahora... ahora está de camarera en... en la taberna Zum alten Ungelt —le mentí. Vi cómo respiraba aliviado.

Dos presos depositaron en silencio unos cuencos de hojalata sobre una tabla con una cocción de salchichas hirviendo y dejaron tres de ellos en la celda; después, al cabo de unas horas, sonaron de nuevo los cerrojos y el vigilante me condujo ante el juez de instrucción.

Las rodillas me temblaban de impaciencia mientras bajábamos y subíamos escaleras.

—¿Cree posible que me pongan hoy en libertad? —pregunté tímidamente al vigilante.

Vi cómo, compadecido, ahogaba una sonrisa.

—Hum, ¿hoy? Hum. ¡Por Dios!, todo es posible. Me recorrió un escalofrío helado. De nuevo leí una placa de porcelana sobre una puer­ta y en ella un nombre.

KARL, BARON VON LEISETRETER

Juez de instrucción

De nuevo una habitación sin adornos y dos escri­torios con enormes montones de papeles.

Un hombre mayor, corpulento, con una bata blanca abierta, chaqueta negra, labios rojos y carnosos, y bo­tas crujientes:

—¿Es usted el señor Pernath?

—Sí.

—¿Tallador de piedras preciosas?

—Sí.

—¿Celda número 70?

—Sí.

—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?

—Le ruego, señor juez...

—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?

—Probablemente. Por lo menos yo lo supongo. Pero...

—¿Lo confiesa?

—¿Qué es lo que debo confesar, señor juez? ¡Soy inocente!

—¿Lo confiesa?

—No.

—Entonces lo declaro en detención preventiva, mien­tras se investiga. Guardián, llévese a este hombre.

—Por favor, escúcheme, señor juez. Hoy debo estar necesariamente en casa. Debo organizar unos asuntos muy importantes.

Alguien soltó una risita detrás del otro escritorio.

El barón sonrió satisfecho.

—Llévese a este hombre, guardián.

Pasaron días y días, semanas y semanas y seguía en la celda.

A las doce podíamos bajar todos los días al patio de la cárcel y pasear con los otros presos en filas de dos, dando vueltas en la tierra mojada.

Estaba prohibido hablar con los demás.

En la mitad del patio había un árbol sin ramas, mo­ribundo, en cuya corteza habían incrustado una imagen ovalada de la Virgen.

Junto a las murallas crecían unos raquíticos arbustos de ligustro con las hojas casi negras del hollín.

Alrededor, los barrotes de las celdas por las que a veces asomaban unas caras grises con los labios páli­dos, sin sangre.

Después, otra vez al calabozo de siempre, donde ha­bía pan, agua y sopa de salchicha y, los domingos, len­tejas podridas.

Sólo una vez habían vuelto a interrogarme.

Sí tenía testigos de que el «señor» Wassertrum me hubiese regalado el reloj.

—Sí, el señor Schemajah Hillel, es decir no —me acordé de que él no estuvo entonces—, pero el señor Charousek... no, no, ¡él tampoco estaba!

—En una palabra: ¿no había nadie?

—No, no había nadie, señor juez.

Otra vez la risita detrás de la mesa y de nuevo él:

—¡Guardián, llévese a este hombre!

Mi preocupación por Angelina se había convertido en una sorda resignación, ya no tenía por qué temblar por ella: o bien el plan de venganza de Wassertrum había sido un éxito hace ya mucho tiempo, o bien Cha­rousek había intervenido, me decía a mí mismo.

Pero la preocupación por Miriam me llevaba ahora casi a la locura.

He imaginado cómo esperaría hora tras hora a que se renovase el milagro, cómo saldría por la mañana al lle­gar el panadero, corriendo para buscar con manos tem­blorosas entre el pan, y cómo, quizá, se moriría de mie­do por mi causa.

Muy a menudo me despertaba este pensamiento por la noche, me subía a la madera de la pared y, mirando la cara cobriza del reloj de la torre, me desgarraba con el deseo de que mis pensamientos llegaran hasta Hillel y le gritaran al oído que debía ayudar a Miriam y li­brarla del suplicio de su esperanza de un milagro.

Después me echaba otra vez sobre la paja y conte­nía la respiración casi hasta explotar con el fin de hacer llegar a mí la imagen de mi doble y poder mandarlo a su lado, al lado de Miriam, para consolarla.

Una vez apareció junto a mi lecho con un cartel so­bre el pecho que llevaba las letras: Chabrat Zereh Aur Bocher y quise saltar de alegría, pues ahora podría arreglarse todo, pero desapareció en el suelo antes de que pudiera darle la orden de aparecerse a Miriam. ¡Y no recibir ni una noticia de mis amigos!

—¿Está prohibido recibir cartas? —les pregunté a mis camaradas.

No lo sabían.

Dijeron que nunca habían recibido ninguna, aun­que, por otra parte, tampoco había nadie que pudiera escribirles.

El vigilante me prometió que se enteraría.

Mis uñas se habían agrietado de mordérmelas y mi pelo se había vuelto al estado salvaje, pues no había tijera, peine, ni cepillos.

Tampoco había agua para lavarse.

Tenía continuas náuseas, pues la sopa estaba adere­zada con sosa en vez de sal, una prescripción de la cárcel para evitar «que llegue a ser excesivo el deseo sexual».

El tiempo transcurría en una horrible y gris monoto­nía. Giraba en círculo en la celda como la rueda de una tortura.

En ciertos momentos, que todos conocíamos perfec­tamente, uno de nosotros saltaba de repente y caminaba durante horas de un lado para otro, como un animal salvaje, para después dejarse caer, roto, sobre el catre y seguir estúpidamente esperando, esperando, esperando.

Cuando anochecía, nubes de chinches cubrían las pa­redes, como hormigas, y yo me preguntaba asombrado por qué el tipo del sable y de los calzoncillos me había revisado tan concienzudamente para ver si tenía bichos similares.

¿Temían acaso en el juzgado que surgiera un cruce de razas de insectos extraños?

Los miércoles por la mañana solía asomarse un tipo con cara de cerdo, un chambergo y grandes y anchos pantalones: era el médico de la prisión, el doctor Rosenblatt, que se convencía de que todos resplandecía­mos de salud.

Y cuando uno se quejaba, se quejase de lo que se quejase, recetaba... una pomada de cinc para frotarse el pecho.

Una vez vino con él el presidente del tribunal —un bribón alto y perfumado de la «buena sociedad», que tenía grabados en la cara los vicios más viles— a ver «si nadie se había ahorcado todavía», como decía el que se peinaba.

Me acerqué para hacerle una petición, pero se escon­dió de un salto detrás del guardián y, empuñando un revólver, me gritó qué quería.

Pregunté cortésmente si no había cartas para mí. En lugar de una respuesta, recibí del doctor Rosenblatt, que inmediatamente se alejó, un golpe en el pecho. También el señor presidente se apartó y dijo burlán­dose, por el hueco de la puerta, que mejor sería que confesara el crimen. Que antes no recibiría ninguna carta.

Hacía ya mucho que me había acostumbrado al mal ambiente y al calor, y, sin embargo, tiritaba continua­mente. Incluso cuando daba el sol.

Habían cambiado ya en alguna ocasión a dos de los presos. Pero a mí me daba igual. Esta semana eran un ratero y un asaltante de caminos, la próxima serían un falsificador de moneda y un encubridor.

Lo que vivía un día lo olvidaba al día siguiente.

Frente a la angustia de mi preocupación por Miriam palidecían todos los incidentes exteriores.

Sólo un hecho se me había grabado, me perseguía a veces como una caricatura hasta en sueños.

Estaba sobre la madera de la pared para ver el cielo y de repente sentí que un instrumento puntiagudo se me clavaba en la cadera, y cuando miré me di cuenta de que era la lima que se había metido por el bolsillo entre la chaqueta y el relleno del forro. Debía llevar mucho tiempo allí, de lo contrario el hombre de la en­trada la habría encontrado.

La saqué y la eché, sin darle importancia, en mi saco de paja.

Cuando bajé, había desaparecido y en ningún mo­mento dudé de que sólo Loisa podía haberla agarrado.

Unos días más tarde lo sacaron de la celda para po­nerlo un piso más abajo.

El guardián había dicho que dos presos en detención preventiva, acusados del mismo delito, como él y yo, no podían estar en la misma celda.

De todo corazón deseé que el pobre muchacho logra­ra liberarse con ayuda de la lima.

Vampiros, ladrones de tiempo. Gustav Meyrink

Vampiros, ladrones de tiempo. Gustav Meyrink

Mi abuelo está enterrado en el cementerio de Runkel, pequeña ciudad perdida en los límites de la provincia. En su losa sepulcral, cubierta de espesa capa de musgo, se leen, bajo la fecha casi borrada por el tiempo, y tan brillantes como si hubiesen sido grabados en la víspera, estos caracteres, en forma de cruz:

V I

VO

«VIVO»: sigo existiendo, quieren decir estos signos, me dijeron cuando, aún niño, leí la inscripción por primera vez. Esta se grabó profundamente en mi alma como si el muerto me la gritara desde el fondo de la tierra.

¡«VIVO» -sigo existiendo-, extraño epitafio! Aún ahora me parece escuchar su resonancia y cuando pienso en él siento la misma sensación de antaño. Veo a mi abuelo, a quien no conocí, yaciendo bajo tierra, intacto, con las manos juntas, los ojos muy abiertos e inmóviles, incorruptible en el reino de la putrefacción, aguardando apacible y pacientemente la resurrección.

He visitado cementerios de muchas ciudades, animado por el inexplicable y apenas consciente deseo de descubrir en otro monumento funerario la palabra que me guía. Sólo dos veces la encontré, en Dantzig y en Nuremberg. En ambos casos, bajo los nombres borrados por el tiempo, la palabra «VIVO» resplandecía como si el verbo mismo, grabado y dorado, fuese receptáculo de vida.

En mi infancia se me dijo, como una verdad irrefutable, que mi abuelo no había dejado escrito alguno. Por lo tanto me sentí sumamente sorprendido al encontrar hace poco en el cajón secreto de un viejo mueble perteneciente desde tiempo atrás a mi familia un paquete de notas escritas indudablemente por su mano. En la tapa se leía esta extraña frase: «Si el ser humano quiere escapar a la muerte, debe renunciar a esperar e ilusionarse». Al leerla, el verbo «VIVO» fulguraba ante mí, ese verbo que me acompañara cual brillante luz y que sólo se adormeciera en mi memoria para despertar, tanto en sueños como en vigilia, renovando sin cesar su REALIDAD. A veces me asaltaba la idea de que ese «VIVO» había sido escrito por la mano del destino en la piedra sepulcral, epitafio pensado tal vez por algún sacerdote. Pero la frase que encabezaba las notas de mi abuelo me dio la certeza de un significado profundo, tal vez de un misterio que debió haber llenado toda su existencia. Luego, al leer con atención, página por página, todo el paquete de notas, me sentí totalmente convencido.

En ellas se hablaba a menudo de sus relaciones personales y de hechos que no podían revelarse a extraños. Por eso me resultaba imposible precisar cuáles fueron los puntos de esas notas que se vinculan con la entrada en mi existencia de Juan Armando Obereit y con su permanencia entre los vampiros ladrones de tiempo.

De las notas de mi abuelo se desprende que fue miembro de la sociedad secreta de los «Hermanos de Filadelfia», orden cuyos orígenes se encuentran en el antiguo Egipto y cuyo fundador fuera Hermes Trismegisto. Encontré la explicación detallada de «gestos» y de «signos» que permiten a sus miembros reconocerse. También mencionaban frecuentemente a Juan Armando Obereit, químico al que ligaba con mi abuelo una profunda amistad y que vivía en Runkel. Presa de enorme curiosidad, quise conocer detalles de la vida de mi abuelo e iniciarme en la extraña y secreta filosofía que impregnaba cada línea de su manuscrito. Decidí pues trasladarme a Runkel y tratar de encontrar a los descendientes de Juan Armando Obereit para que me permitieran consultar los archivos de su familia.

Es difícil poder imaginar un lugar más irreal que esa pequeñísima ciudad de Runkel. Extendida al pie de la montaña coronada por el castillo de Runkelstein, cuna de los príncipes de Wied, se diría un fragmento intacto del medioevo perdido en nuestra época, con sus enmarañadas y angostas callejuelas, su desigual pavimento bordeado de hierbas silvestres y cubierto de musgo. Por la mañana me fui al cementerio. Cuando, bañado por el sol, iba de una tumba florida hacia la otra, leyendo maquinalmente los nombres de las cruces, mi mirada interior evocó vívidamente toda mi juventud. De lejos reconocí la losa sepulcral de mi abuelo, con su epitafio brillando al sol. Un anciano de blancos cabellos, rostro imberbe de acusado perfil, estaba sentado ante ella con el mentón apoyado sobre la empuñadura de marfil de su bastón. Me miró con sus ojos extraordinariamente jóvenes y vivaces como alguien que, asombrado por un gran parecido, tratara de recordar. Vestido a la moda antigua con cuello alto y corbata de seda negra, parecía surgir de un cuadro de otras épocas, pertenecer a un pasado lejano. Su aspecto, tan distinto del presente, me dejó estupefacto. Pero me hallaba tan profundamente sumergido en la ensoñación que en mí habían provocado las notas de mi abuelo, que inconscientemente murmuré un nombre:

-Obereit.

-Sí, me llamo Juan Armando Obereit -dijo el anciano con toda naturalidad.

Quedé sin aliento. Lo que luego supe, durante nuestra conversación, no contribuyó a disminuir mi asombro.¡Encontrarse en presencia de un hombre, apenas mayor que uno, y que sin embargo ha vivido un siglo y medio, no es cosa habitual! Me sentí como un adolescente, pese a mis cabellos grises, cuando caminamos juntos y él comenzó a hablarme, como de personas recientemente fallecidas, de Napoleón y de otros personajes de la historia que él había conocido.

-En la ciudad me consideran mi propio nieto -me dijo sonriendo al tiempo que con el dedo señalaba un monumento funerario fechado en 1798- Tendría que estar enterrado aquí. Hice grabar la fecha pues no deseo que los tontos me admiren como un moderno Matusalén...

Y agregó, adivinando mi pensamiento:

-El verbo «VIVO» será grabado cuando haya muerto en realidad...

Pronto nos unió una profunda amistad y fui a instalarme en su casa. Transcurrió casi un mes. A veces conversábamos animadamente hasta muy tarde por las noches. Cuando yo intentaba llevar el tema hacia el significado de la frase que me obsesionaba: «Si el ser humano quiere escapar a la muerte, debe renunciar a esperar e ilusionarse», él desviaba la conversación hacia otro punto. Sin embargo, una noche, la última que pasamos juntos, me interrumpió de pronto. La conversación había recaído en los antiguos procesos a las brujas y yo sostuve la opinión de que, evidentemente, se trataba de locas histéricas. Entonces dijo bruscamente:

-¿Usted no cree que un ser humano sea capaz de separarse de su envoltura corporal para ir -digamos como ejemplo- al Brocken?

Sacudí negativamente la cabeza.

-¿Quiere que se lo demuestre? -me dijo lanzando una mirada desafiante.

-Admito, sí –respondí- que las brujas podían entrar en trance mediante ciertos brebajes y que luego creían emprender el vuelo cabalgando sobre escobas.

Reflexionó un poco:

-Evidentemente, usted dirá que yo también soy juguete de mi imaginación -musitó en voz baja antes de encerrarse nuevamente en su mutismo.

Pero al cabo de un momento se puso de pie y tomó un cuaderno de su biblioteca.

-Tal vez esto le interese. Es el informe sobre una experiencia realizada hace muchos años. Debo decirle que por ese entonces yo era joven y lleno de esperanzas.

En su mirada, vuelta hacia sí mismo, vi que su espíritu se transportaba a tiempos muy lejanos.

-Entonces creía todavía en lo que los humanos llaman vida -continuó-. Hasta el día en que el destino me quitó todo lo que se puede amar en este mundo: mi mujer, mis hijos, todo. Conocí a su abuelo y me enseñó a comprender la íntima naturaleza de lo que llamamos nuestros deseos, lo que es esperar e ilusionarse en realidad; de qué manera estos rostros del demonio se vinculan entre sí y, sobre todo, cómo hacer para desenmascararlos. Los llamamos vampiros ladrones de tiempo, porque succionan el tiempo de nuestro corazón, esa verdadera savia de nuestra vida. En este mismo lugar él me enseñó a dar los primeros pasos por el camino que lleva a la victoria sobre la muerte, aplastando con el pie las serpientes de la esperanza. Y luego... -calló un instante- sí, luego me convertí en una especie de trozo de madera, insensible, que no sabe si lo están acariciando o rompiendo en pedazos, si lo arrojan al fuego o al agua. Ya nunca más busqué consuelo; mi ser interior está vacío desde hace tiempo. ¿Por qué razón habría deseado consolarme? Sé que antes era y que ahora VIVO. Hay una muy sutil diferencia entre ser y vivir.

-¡Usted lo dice con tanta sencillez, y sin embargo es atroz! -exclamé con horror.

-Sólo parece atroz -continuó suavemente, con una sonrisa-. De la inmovilidad del corazón irradia un profundo sentimiento de felicidad, imposible de imaginar. Es como una eterna melodía que, una vez nacida ya no puede extinguirse, ni en sueños, ni cuando el mundo exterior despierta por las artimañas de nuestros sentidos, ni tan siquiera en la muerte... ¿Quiere usted que yo le diga por qué los seres humanos mueren tan temprano y no viven mil años como los patriarcas de la Biblia? Porque son como sarmientos verdes de un árbol que olvidan que pertenecen a un tronco, que forman un solo cuerpo con él; y el primer otoño los marchita. Pero yo quería contarle cómo logré dejar mi cuerpo por primera vez.

»Hay una doctrina secreta sumamente antigua, tan antigua como el género humano. Se ha transmitido de boca en boca hasta nuestros días. Sin embargo, pocos seres la conocen. Esa doctrina nos brinda los medios de transponer los umbrales de la muerte sin perder la conciencia. El que lo consigue se convierte en dueño absoluto de sí mismo. Es un nuevo ser y lo que hasta entonces era su personalidad se convierte sólo en un instrumento, tal como lo son las manos y los pies.

»El corazón y la respiración se detienen como en el momento de la muerte cuando el nuevo espíritu se transporta, cuando partimos en éxodo como los israelitas de Egipto.

»Me entrené asiduamente durante mucho tiempo, soportando agotadoras torturas antes de lograr separarme de mi cuerpo. Al principio, creí flotar, como en sueños; a veces se tiene la impresión de volar con las rodillas recogidas sobre el cuerpo, muy liviano; pero de pronto me arrastró el torbellino de un río negro que corre de sur a norte -en nuestro lenguaje se dice: hacer correr el JORDÁN hacia sus fuentes- y su bramido era comparable al ruido de la sangre en los oídos. Un tumulto de voces invisibles me gritaba: "¡Atrás!" Temblando de miedo nadé hacia un arrecife surgido ante mí. A la luz de la luna distinguí en él a un ser, del tamaño de un niño de diez años, desnudo, sin sexo. Como Polifemo, tenía un tercer ojo sobre la frente y tendía los brazos, inmóvil, hacia el interior de la región.

»Luego recorrí una espesura, caminando por un camino liso y blanco. Mis pies no tocaban el suelo y cuando quise rozar con mis dedos las ramas de los árboles no lo logré. Una delgada. capa de aire impenetrable me separaba de ellas. Sólo un pálido resplandor, semejante al de la madera en putrefacción, me permitía distinguir las esas. Sus contornos parecían blandos, húmedos como moluscos y extrañamente agrandados. Pichones de pájaros, aún desprovistos de plumaje, de ojos redondos y mirada insolente, gordos e hinchados como patos cebados permanecían echados en un gigantesco nido. Un cervatillo que apenas podía caminar, pero del tamaño de un ciervo adulto, perezosamente tendido en la hierba volvía hacia mí su tumefacta cabeza. En cada ser había una pereza depravada. Poco a poco fui tomando conciencia del sitio en que me hallaba. Es una región tan real como la tierra, y sin embargo no es más que un reflejo de ella. Es el reino de los "DOBLES" que se nutren del meollo de las formas terrestres iniciales, se apoderan de él y alcanzan dimensiones gigantescas, alimentándose con sus vanos deseos de gloria y felicidad.

»Cuando cazadores de la tierra matan a la madre de bestezuelas que aún la necesitan, éstas esperan llenas de confianza y fe su alimento, hasta morir. Su doble espectral nace entonces en esa maldita isla de fantasmas y succiona como una araña la vida de los seres de nuestra tierra. Las fuerzas vitales de éstos se diluyen en esperanzas. Se condensan en formas que se metamorfosean en malas hierbas que todo lo invaden y la tierra se abona con el nutritivo aliento de un tiempo perdido para siempre en la inútil espera.

»Siguiendó mi peregrinación arribé a una ciudad llena de seres humanos. Reconocí a muchas de mis relaciones terrenales y recordé sus incontables esperanzas perdidas. Año tras año sus espaldas se curvaban cada vez más; mas no podían decidirse a arrancar los vampiros de sus corazones, sus demoníacos dobles, -que les iban devorando la vida y el tiempo. Aquí los encontré hinchados, convertidos en monstruos esponjosos de enormes vientres y ojos torvos y vacíos sobre unas mejillas abotargadas y grasientas, temblorosas como la gelatina. De un banco: Agencia de cambios FORTUNA, cada depósito gana el Premio Mayor, salía una sarcástica multitud, arrastrando bolsas repletas de oro. Las bocas de labios gruesos se torcían de satisfecha bestialidad: fantasmas convertidos en grasa y gelatina de quienes en la tierra se consumen tras el insaciable deseo de riquezas. Entré al atrio de un templo. Las columnas se erguían en demanda del cielo. En el interior, en un trono de sangre coagulada, se sentaba un monstruo con cuerpo humano y cuatro brazos. Espantoso y babeante hocico de una hiena: ídolo guerrero de tribus salvajes africanas que se sacrifican a sus supersticiones para lograr la victoria sobre sus enemigos.

»Estremecido de horror huí escapando de esas pútridas emanaciones. Volví a las calles y me detuve ante un palacio cuya magnificencia sobrepasaba todo lo que viera hasta ese entonces. Sin embargo, las piedras, techos, escaleras, todo me resultaba extrañamente familiar, construido antaño por mi propia imaginación.

»Como si fuese yo su único propietario, subí por una ancha escalera de mármol y leí mi nombre grabado en el portal: Juan Armando OBEREIT.

»Entré, y me vi sentado a una mesa, vestido de púrpura, magníficamente servido por mil esclavas. En ellas reconocí a todas las mujeres que deseé en mi vida. Un sentimiento de odio indescriptible se apoderó de mí al pensar que mi "DOBLE", ese otro yo, se regodeaba en el placer, se nutría de mi sustancia viva y que yo mismo había dado vida a ese usurpador, que era yo quien lo colmaba de riquezas, dejando que la fuerza mágica de mi ser se perdiera esperando, deseando, ilusionándome.

»Con espanto comprendí que toda mi vida se componía sólo de esperas, esperas que adquirían las formas más diversas, nada más que esperas, una especie de incesante sangría, y que la suma del tiempo que me quedaba para sentir, para gozar del momento presente, equivalía apenas a unas horas.

»Cual pompa de jabón estalló ante mí lo que hasta entonces considerara como el contenido, el sentido de la vida. En verdad le digo que todo lo que hacemos en la tierra engendra eternamente una nueva espera y una nueva ilusión. El mundo se satura con el soplo envenenado de la decrepitud de un presente que apenas ha nacido. ¿Nunca ha sentido usted la enervante debilidad que nos acomete en la sala de espera de un médico, de un abogado, de un municipio? Lo que llamamos "vida" es la sala de espera de la muerte. De pronto comprendí, en aquel entonces, el significado de la palabra "tiempo". Nosotros mismos somos seres hechos de tiempo, cuerpos que parecen materia y sólo son un tiempo "coagulado".

»Nuestro diario desgaste, ese proceso que nos marchita y nos lleva hacia la tumba, no es nada más que la reconversión en tiempo cuyos síntomas son la espera y la ilusión, como el hielo que, bajo la acción del calor, se transforma en agua y vapor. Vi que el cuerpo de mi "DOBLE" se estremecía al hacerse la luz en mi mente y que la máscara del miedo le cubría el rostro. Comprendí entonces lo que debía hacer: luchar con todas mis fuerzas contra esos fantasmas que succionan nuestra sangre cual vampiros. ¡Oh, bien saben por qué permanecen invisibles para los seres humanos y se esconden de sus miradas, esos parásitos que se nutren con nuestra vida!; la mayor astucia del demonio es aparentar que no existe. A partir de entonces extirpé de raíz de mi existencia la idea de "espera" y de "ilusión".»

-Señor Obereit, creo que perecería al primer paso, si intentara marchar por el horrible camino que usted eligió -dije cuando el anciano guardó silencio-. Puedo concebir que sea posible adormecer la esperanza y la ilusión con un trabajo incesante, sin embargo...

-¡Sí, sólo adormecer! Interiormente la «espera» sigue alerta. ¡Hay que cortar sus raíces con el hacha! -me interrumpió Obereit- ¡Convertirse en un autómata en la tierra! ¡Como un hombre en estado cataléptico! Nunca tienda su mano hacia un fruto que lo atrae si ello involucra la más mínima espera. No mueva usted un dedo, y todo caerá en su regazo. Al principio creerá viajar por un árido desierto, tal vez durante mucho tiempo. Luego, de pronto, se sentirá rodeado por la luz y verá las cosas, las bellas y las feas, con un nuevo e insospechado esplendor. Entonces ya no habrá para usted acontecimientos «importantes» y «desprovistos de importancia», todos serán igualmente «importantes» o «accesorios» y usted se sentirá acorazado por el efecto mágico de la sangre del dragón, como Sigfrido, y podrá decir: «Mi barca se lanza hacia la inmensidad del mar de la vida eterna y su vela es blanca como la nieve».

Esas fueron las últimas palabras que me dijo Juan Armando Obereit. Nunca más volví a verlo. Pasaron muchos años. Traté lo mejor que pude de seguir la doctrina de que me hablara. Mas la espera y la ilusión siguen aferradas a mi corazón. Soy demasiado débil para arrancar de mí esas malas hierbas y ya no me asombra encontrar, entre las numerosas piedras sepulcrales de los cementerios de este mundo, sólo unos pocos monumentos que tengan como epitafio la mágica inscripción:

V I

VO


 

El Golem (XIV): Ardid

El Golem (XIV): Ardid

Un día gris, ciego.

Había dormido hasta bien entrada la mañana, sin soñar, sin sentir, como en un letargo.

Mi vieja sirvienta no había venido, o había olvidado encender la calefacción.

Ceniza ya fría en la caldera.

Polvo sobre los muebles.

El suelo sin barrer.

Iba de un lado para otro tiritando.

En la habitación había un desagradable olor a aguar­diente barato. Mi abrigo y mis ropas apestaban a humo de tabaco.

Abrí violentamente la ventana, la volví a cerrar: el frío y sucio soplo de la calle era insoportable.

Unos gorriones con el plumaje empapado se acurru­caban inmóviles en el alero.

A todas partes que miraba no encontraba más que un descolorido desabrimiento.

Todo dentro de mí estaba desgarrado, destrozado.

El cojín del sillón ¡qué deshilacliado estaba! Las cri­nes del relleno salían por los bordes.

Había que mandarlo a tapizar, pero, ¿para qué?, ¡que se quedara así! El tiempo de otra desolada vida y todo se convertiría en trastos.

Y ahí, ¡esos desagradables e inútiles andrajos retor­cidos en la ventana!

¿Por qué no los retorcía para hacer una cuerda y ahorcarme con ella?

Entonces, por lo menos, ya no tendría que volver a ver esas cosas que dañan la vista y toda esa angustia gris que me carcomía habría pasado de una vez para siempre.

¡Sí! ¡Eso era lo más inteligente! ¡Poner fin a todo!

Precisamente hoy.

Sí, ahora, por la mañana. No ir siquiera a comer. Una idea repugnante, ¡matarse con el estómago lleno! Yacer bajo la tierra húmeda, llevando dentro de sí ali­mentos sin digerir, pudriéndose.

¡Si por lo menos el sol no volviera a salir y no des­pertara en el corazón esa insolente mentira de la alegría de vivir!

¡No! No volvería a dejarme engañar, no quería se­guir siendo el entretenimiento, la pelota de ese torpe destino sin sentido, que me sacaba y me arrojaba otra vez a los charcos, sólo para demostrarme, para que com­prendiera lo efímero, la inconstancia de todas las cosas humanas, hecho que conocía ya hace mucho, que lo sa­ben hasta los niños, que lo saben hasta los perros de la calle.

¡Pobre, pobre Miriam! ¡Si por lo menos pudiera ayudarla a ella!

Tenía que tomar una determinación, una primera e inquebrantable decisión, antes de que despertara de nue­vo en mí el maldito instinto de conservación y me enre­dase con nuevos engaños.

¿De qué me habían servido todos esos mensajes del reino de lo imperecedero?

Para nada, nada, absolutamente nada.

Quizás sólo para hacerme dar vueltas en círculo y sentir la tierra como una tortura insoportable.

Sólo había una solución.

Calculé de memoria el dinero que tenía en el banco.

Sí, sólo así podría ser, sólo eso quedaba. Era el único acto minúsculo, de todos los actos de mi vida, que podía tener algún sentido.

Todo lo que tenía —las piedras preciosas que ha­bía en el cajón también— todo lo envolvería en un pa­quete y se lo mandaría a Miriam. Eso la liberaría de la preocupación por la vida cotidiana, al menos por unos cuantos años. Y escribir a Hillel una carta explicándole lo del «milagro» de su hija.

Sólo él podía ayudarla.

Sentí que él sabría ayudarla.

Reuní las piedras y las guardé en el bolsillo; miré el reloj: si iba ahora al banco, en una hora podría estar ya todo en orden.

Después, ¡sólo me quedaría comprar un ramo de ro­sas rojas para Angelina! El dolor y el deseo aullaron dentro de mí. Sólo un día, un único día más, quería vivir aún.

¿Para tener que soportar otra vez esta misma y asfi­xiante desesperación?

No, ¡no debía esperar ni un solo minuto más! Me sobrevino como una satisfacción de no haber cedido.

Exacto: la lima. La metí en el bolsillo; pensaba ti­rarla por la calle, tal como me lo había propuesto ante­riormente.

¡Odiaba esa lima! ¡Qué poco había faltado para con­vertirme en un asesino por su culpa!

¿Quién venía a molestarme ahora?

Era el cambalachero.

—Sólo un momento, señor de Pernath —me rogó desconcertado cuando le indiqué que no tenía tiem­po—. Sólo un instante. Sólo unas palabras.

El sudor le corría por el rostro y temblaba de exci­tación.

—¿Se puede hablar aquí sin interrupciones, señor Pernath? No quisiera que el... el Hillel ése vuelva a venir. Mejor cierre la puerta, o si no entremos en la habitación de al lado —y me arrastró en su ruda for­ma tras de sí.

Miró tímidamente un par de veces a su alrededor y susurró:

—He estado pensando, ¿sabe?, en lo del otro día. Es mejor así. No sirve de nada. Bueno. Lo pasado, pa­sado.

Intenté leer en sus ojos.

Sostuvo mi mirada pero fue tal el esfuerzo que su mano se crispó en el respaldo de la silla.

—Me alegro, señor Wassertrum —dije tan amable­mente como pude—. La vida ya es demasiado triste como para amargarla además con odio.

—Exacto, igual que si estuviera oyendo la lectura de un libro —gruñó aliviado; rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó el reloj de oro con la tapa abolla­da— y para que vea que hablo sinceramente, acepte como regalo esta pequenez que le ofrezco.

—¿Qué está pensando? —exclamé rechazándolo—. Usted no creerá que... —Entonces recordé lo que Mi­riam me había contado de él y alargué la mano para no herirlo.

Pero vi que él no prestaba atención; de repente se había puesto blanco como la pared, escuchó extrañado y gruñó:

—¡Sí! ¡Ahora! Ya lo sabía. ¡Otra vez ese Hillel!, Está llamando.

Escuché, volví a la otra habitación y para tranquili­zarlo dejé medio cerrada la puerta de comunicación en­tre ambas habitaciones.

Esta vez no era Hillel. Entró Charousek y como di­ciendo que sabía quién estaba en la otra habitación se puso los dedos sobre los labios y me inundó, en un segundo, sin esperar a que yo dijera nada, con un to­rrente de palabras.

—Oh, honorable y estimado maestro Pernath, no puedo encontrar las palabras para expresar mi alegría por haberlo encontrado solo en su casa y en buena sa­lud. —Hablaba como un actor y su tono enfático y for­zado contrastaba de forma tan violenta con su cara demudada que me produjo un profundo horror.

—Nunca me hubiera atrevido, maestro Pernath, a venir a su casa en el desastroso estado en el que, con seguridad, me ha visto usted muchas veces por la calle, pero, ¿qué digo visto? ¿Cuántas veces me ha ten­dido usted su mano misericordiosa?

¿Sabe a quién debo el que hoy pueda presentarme aquí con el cuello blanco y un traje limpio? A uno de los hombres más nobles y, por desgracia, a menudo despreciado de nuestra ciudad. La emoción me domina cuando pienso en él.

A pesar de su condición modesta, siempre tiene su mano abierta para los pobres y los necesitados. Desde hace tiempo, cada vez que lo veía triste delante de su puerta, sentía en el fondo de mi corazón el deseo de acercarme a él y estrecharle la mano en silencio.

Hace unos días, cuando pasaba delante de su puerta, me llamó, me dio dinero y me puso así en condiciones de comprarme un traje a plazos.

¿Y sabe usted, señor Pernath, quién fue mi bien­hechor?

Lo digo con orgullo, pues creo que desde siempre he sido el único en intuir el gran corazón que se ocul­ta en su pecho: fue ¡el señor Aaron Wassertrum!

Comprendí naturalmente que Charousek representa­ba su comedia para el cambalachero que estaba escu­chando en la habitación de al lado; pero no entendía qué se proponía con ello; en ningún caso esa adulación tan burda me parecía adecuada para engañar al descon­fiado cambalachero. Charousek comprendió por mi ges­to de duda lo que estaba pensando, pues movió la ca­beza sonriendo irónicamente, y al parecer sus palabras siguientes debían indicarme también que conocía per­fectamente a su hombre y que sabía hasta dónde podía llegar.

—¡Sí! El-se-ñor-Aa-ron-Was-ser-trum! Casi me des­garra el corazón no poder decirle a él lo infinitamente agradecido que le estoy, y le ruego señor Pernath, que nunca le diga que he estado aquí y se lo he contado todo. Sé que el egoísmo de los hombres lo ha amargado y ha llenado su pecho de una irremediable y, por des­gracia, justificada desconfianza.

Soy psicólogo, pero también mi sensibilidad me dice que lo mejor es que el señor Wassertrum no sepa nun­ca, ni siquiera de mi boca, el alto concepto que tengo de él. Sería como sembrar la duda en su desgraciado corazón. Y nada más lejos de mis intenciones. Prefiero que me crea un ingrato: ¡Maestro Pernath! Yo también soy un desgraciado, y sé también, desde niño, lo que es estar solo y abandonado en el mundo. No conozco siquiera el nombre de mi padre. Ni nunca vi cara a cara a mi madre. Debió morir muy pronto —la voz de Cha­rousek se hizo extrañamente misteriosa y penetrante—. Y debió ser, según creo, una de esas naturalezas tan espirituales que nunca pueden expresar cuan infinito es su amor, naturalezas a las que pertenece también el señor Aaron Wassertrum.

Tengo una hoja arrancada del diario de mi madre, la llevo siempre en mi pecho, en la que dice que amó a mi padre, a pesar de que debió ser feo, como nunca ha amado mujer mortal a un hombre.

Sin embargo, al parecer, no se lo dijo nunca. Quizás por motivos parecidos a los que tengo yo ahora para no decirle al señor Wassertrum, aunque esto me desga­rre el corazón, el agradecimiento que siento hacia él.

Pero hay otra cosa más que se desprende de la hoja del diario, aunque casi hay que adivinarlo, pues las fra­ses están casi borradas por las lágrimas: mi padre, ¡que su memoria se borre tanto en el cielo como en la tie­rra!, debió haber tratado a mi madre de una manera abominable.

De repente Charousek cayó de rodillas, con gran es­truendo y gritó en un tono tan estremecedor que no supe si seguía representando su comedia o si se había vuelto loco:

—Oh, Tú, Todopoderoso, cuyo nombre no deben pronunciar los hombres, aquí estoy, arrodillado ante ti: ¡maldito, maldito, mil veces maldito sea mi padre por toda la eternidad!

Pronunció la última palabra desgarradamente y es­cuchó con atención durante unos segundos con los ojos muy abiertos.

Luego sonrió satánicamente. También a mí me pa­reció que Wassertrum había lanzado un suave gemido en la habitación de al lado.

—¡Perdóneme, maestro Pernath! —continuó Charousek después de una corta pausa, con una voz hábil­mente estrangulada—. Perdone que no haya sabido do­minarme, pero ésa es mi oración por la mañana y por la noche, que el Todopoderoso conceda que mi padre, esté donde esté, tenga el final más horrible que se pue­da imaginar.

Instintivamente quise responder cualquier cosa, pero Charousek me interrumpió rápidamente.

—Pero ahora llego, señor Pernath, al ruego que le quería hacer.

El señor Wassertrum tenía un protegido al que que­ría por encima de todas las cosas; debía ser un sobrino suyo. Dicen incluso que era hijo suyo, pero yo no lo creo, de lo contrario hubiese llevado su mismo nombre y en cambio se llama Wassory: doctor Teodoro Wassory.

Las lágrimas me vienen a los ojos cuando lo veo ante mí. Estaba ligado a él de todo corazón como si un lazo invisible de amor y parentesco me atara a él —Charousek sollozó como si no hubiese podido conti­nuar hablando por la emoción.

¡Y que un hombre tan noble tuviera que abandonar el mundo! ¡Ah, ay! Cualquiera que haya sido el motivo, yo nunca he llegado a enterarme, se quitó él mismo la vida. Yo fui uno de los que llamaron en auxilio, ¡ay!, pero demasiado tarde, ¡demasiado tarde! Cuando me encontraba solo junto al muerto y cubría su fría y páli­da mano con mis besos, entonces, ¿por qué no confesarlo, maestro Pernath?, al fin y al cabo no fue un robo, tomé una rosa del pecho del muerto y me apode­ré del frasquito con cuyo contenido el desgraciado ha­bía puesto rápido fin a su floreciente vida.

—Charousek sacó un frasco de medicina y continuó tembloroso—: Le dejo aquí sobre su mesa ambas co­sas, la flor marchita y la redoma; han sido para mí el recuerdo de un amigo perdido.

¡Cuántas veces, en horas de íntimo desamparo, cuan­do en la soledad de mi corazón deseaba la muerte año­rando a mi madre, jugaba con este frasquito que me proporcionaba un íntimo consuelo y cuyo contenido me bastaba verter del frasco sobre un pañuelo y aspi­rarlo para deslizarme sin dolor a los campos en que mi querido y buen Teodoro descansa de las penas de nues­tro Valle de Lágrimas.

Por ello, ahora, respetado Maestro, le pido, y para eso vine, que tenga ambas cosas y se las entregue al señor Wassertrum.

Dígale que se lo ha dado alguien que estaba muy cerca del doctor Wassory y cuyo nombre ha prometido no decir, quizás con una dama.

Él lo creerá y será para él un recuerdo, del mismo modo que lo ha sido para mí, un amuleto muy querido.

Éste será el agradecimiento secreto que le doy. Soy pobre y eso es todo lo que tengo, pero me alegra saber que ambas cosas le pertenecerán a él, sin sospechar que he sido yo quien se lo ha dado. Hay en ello algo infi­nitamente dulce para mí.

Y ahora, adiós, queridísimo Maestro, y mil gracias de antemano.

Me apretó la mano, guiñó un ojo y, al ver que no lo entendía, me susurró casi imperceptiblemente:

—Espere, señor Charousek, lo acompañaré hasta aba­jo repetí mecánicamente lo que leyera en sus labios y salí con él. En el oscuro descansillo nos detuvimos y quise despedirme de Charousek.

—Me imagino lo que ha pretendido con toda esa comedia. Usted... usted quiere que Wassertrum se en­venene con ese frasquito —le dije a la cara.

—Naturalmente —admitió de buen humor.

—¿Y usted cree que yo voy a ayudarlo en eso?

—Ño es en absoluto necesario.

—Pero usted acaba de decir que yo debía entregarle el frasco a Wassertrum, ¿no? Charousek movió la cabeza.

—Cuando vuelva verá que ya se lo ha guardado.

—¿Cómo puede suponerlo? —pregunté asombra­do—. Un hombre como Wassertrum no se suicidaría nunca, es demasiado cobarde para eso, no actúa nun­ca según sus impulsos.

—Entonces es que usted no conoce el insidioso ve­neno de la sugestión —me interrumpió serio Charou­sek—. Si hubiera hablado en tono cotidiano, quizás tendría usted razón, pero había calculado la más míni­ma entonación. ¡Sólo la conmoción más repugnante es capaz de influir en esos hijos de perra! ¡Créame! Hu­biera podido describirle cada uno de sus gestos tras mis palabras. No hay kitsch, como dicen los pintores, suficientemente infame que no arranque lágrimas de la muchedumbre, mendaz hasta la médula, ¡y que no le llegue al corazón! ¿Cree que, de no ser así, no se ha­bría acabado con todos los teatros hace ya mucho tiem­po? Se reconoce al populacho por su sentimentalismo. Miles de pobres diablos pueden morirse de hambre y nadie llora, pero si a un viejo cabestro pintarrajeado, disfrazado de sirvienta, le dan vueltas los ojos en esce­na, entonces los espectadores lloran como becerros. Aun­que el padrecito Wassertrum haya olvidado quizás ma­ñana lo que acaba de causarle algún desgarramiento al corazón, cada una de mis palabras revivirá en él cuando llegue la hora en que él mismo se sienta infinitamente digno de lástima. En el momento del gran miserere sólo es preciso un ligero impulso, y de eso me ocuparé yo, para que la mano más cobarde agarre el veneno. ¡Basta con que lo tenga cerca! Quizás el querido Teodoro tam­poco lo hubiera agarrado si yo no se lo hubiera hecho tan fácil.

—¡Charousek, es usted un hombre monstruoso! —ex­clamé horrorizado—. ¿Es que no siente ninguna...?

Me tapó la boca y me empujó a un rincón, contra la pared.

—¡Silencio!  ¡Ahí viene!

Con pasos vacilantes, apoyándose en la pared, bajó Wassertrum los escalones y pasó tambaleándose ante nosotros.

Charousek me dio la mano ligeramente y se deslizó en silencio tras él.

Cuando regresé a mi habitación vi que habían des­aparecido la rosa y el frasquito, y en su lugar estaba sobre la mesa el abollado reloj de oro.

 

Me dijeron en el banco que debería esperar ocho días antes de poder recibir mi dinero, pues era el plazo habitual.

Dije que llamaran al director, que tenía muchísima prisa y utilicé como excusa que pensaba salir de viaje en una hora.

Me respondieron que no se le podía ver y que de todas formas él no podía cambiar ninguna de las nor­mas del banco; un tipo, con un ojo de cristal que esta­ba a mi lado, se echó a reír.

¡Debía esperar la muerte, por lo tanto, ocho grises y horribles días!

Me parecía un espacio de tiempo sin fin.

Estaba tan derrotado que no sabía el tiempo que llevaba caminando de arriba para abajo, delante de la entrada de un café.

Por fin entré, sólo para librarme del tipo del ojo de cristal que me había seguido desde el banco y se mantenía siempre a mi lado. Cada vez que lo miraba bajaba la vista al suelo como buscando algo que se le hubiera perdido.

Llevaba una chaqueta clara a cuadros demasiado es­trecha y unos pantalones negros brillantes de grasa que colgaban de las piernas como bolsas. Se le había levan­tado un trozo de cuero de la bota izquierda en forma de huevo, de modo que parecía como si llevara un ani­llo en el pulgar del pie.

Apenas me senté, entró también él y se sentó en una mesa próxima.

Pensé que quería mendigarme e iba ya a sacar el mo­nedero cuando vi un enorme brillante en su grueso dedo de carnicero.

Estuve horas y horas en el café pensando que iba a volverme loco de nervios; pero ¿a dónde iba a ir? ¿A casa? ¿A dar vueltas? Una cosa me parecía aún peor que la otra.

El ambiente cargado, el continuo y necio golpeteo de las bolas de billar, el interminable carraspeo de un ven­dedor de periódicos medio ciego que estaba frente a mí, un teniente de Infantería con piernas de cigüeña que a veces se escarbaba la nariz, y otras se peinaba el bigo­te ante un espejito, con el dedo amarillento del cigarro, el grupo de oscuros italianos repugnantes, sudorosos, charlatanes que estaban alrededor de la mesa de cartas, en una esquina, y que tan pronto echaban entre gritos chillones sus triunfos sobre la mesa con grandes puñe­tazos como escupían al centro de la habitación como si estuvieran vomitando. ¡Y tener que ver todas estas co­sas repetidas dos y tres veces en los espejos! Me iba sacando, chupando lentamente la sangre de las venas.

Poco a poco oscureció y un camarero de pies planos y rodillas temblorosas buscaba tanteando con su garro­cha las lámparas de gas para, al fin, convencerse mo­viendo la cabeza de que no querían prender.

Siempre que giraba la cabeza me encontraba con la mirada de lobo del ojo de cristal que se escondía rápi­damente tras un periódico o hundía su sucio bigote en la taza de café vacía hacía ya mucho tiempo.

Tenía el sombrero tieso y redondo tan metido en la cabeza que las orejas se le ponían casi horizontales, pero no parecía tener intención de irse.

Ya no podía soportar más.

Pagué y me fui.

Cuando iba a cerrar la puerta detrás de mí, alguien me quitó el picaporte de las manos. Me volví.

¡De nuevo ese individuo!

De mal humor quise girar a la izquierda para ir en dirección al barrio judío, pero él se puso a mi lado y me lo impidió.

—¡Ya está bien! —le grité.

—Vamos, a la derecha —dijo brevemente. Me miró con frescura, muy fijamente.

—¡Usted es Pernath!

—Quiere decir seguramente señor Pernath. Sonrió con sorna.

—¡Basta ya de bromas! ¡Venga conmigo!

—Pero, bueno, ¿está usted loco? ¿Quién es usted? —le repliqué.

No contestó, se retiró el abrigo y cuidadosamente se­ñaló un águila de chapa que había estado oculta en el forro.

Comprendí: el individuo era uno de la policía secreta que me arrestaba.

—Pero dígame, por el amor de Dios, ¿qué pasa?

—Ya se enterará, en la comisaría —respondió grose­ramente—. ¡Venga, vamos ya!

Le propuse que tomáramos un coche.

—¡Nada de eso!

Llegamos a la comisaría.

Un policía me llevó hasta una puerta.

 

ALOIS OTSCHIN

Comisario de policía

 

leí sobre una placa de porcelana.

—Puede entrar —dijo el policía.

Había dos sucios escritorios, uno frente a otro, cu­biertos de montones de papeles.

Entre los escritorios, dos viejas sillas.

En la pared, un cuadro del emperador.

En el alféizar, una pecera con peces dorados.

No había nada más en la habitación.

Debajo del escritorio de la izquierda se veían un pie contrahecho y, junto a él, una gruesa zapatilla de fieltro que asomaba de unos deshilachados y usados pantalones grises.

Oí un murmullo. Alguien susurraba algunas palabras en checo y en seguida surgió del escritorio de la derecha el comisario de policía, que vino hacia mí.

Era un hombre pequeño con bigote gris y tenía la extraña manía de rechinar los dientes, como quien mira la cegadora luz del sol, antes de empezar a hablar.

Al hacerlo, guiñó los ojos detrás de los lentes, lo que le dio un horrible aspecto de infamia y villanía.

—Usted se llama Athanasius Pernath, y es —miró un papel blanco en el que no había nada escrito— ta­llador de piedras preciosas.

Al momento, el pie contrahecho de debajo de la otra mesa recobró vida: se frotó contra la pata de la silla y oí el rasgueo de una pluma de escribir.

Afirmé:

—Pernath. Tallador de piedras preciosas.

—Bueno, así que ya estamos de acuerdo, señor... Pernath, sí Pernath. Sí, sí. —El comisario me alargó am­bas manos, con un impulso de asombrosa amabilidad, ccímo si hubiera recibido la noticia más feliz del mundo, e hizo unos grotescos esfuerzos por poner cara de bue­na persona.

—Bueno, señor Pernath, cuénteme qué es lo que sue­le hacer durante todo el día.

—Creo que eso no le incumbe a usted, señor Otschin —respondí fríamente.

Entrecerró los ojos, esperó un momento y después prosiguió rápido como el rayo.

—¿Desde cuándo tiene relaciones la condesa con el doctor Savioli?

Estaba preparado para algo parecido y no moví si­quiera una pestaña.

Intentó, con habilidad, con rápidas preguntas y con­trapreguntas, enredarme en una contradicción, pero, a pesar de la fuerza con que latía de miedo mi corazón en el cuello, no me delaté y repetí una y otra vez que no había oído nunca el nombre de Savioli, que conocía a Angelina por mi padre y que a menudo me había en­cargado algunos camafeos.

Sin embargo, sentí claramente que el policía notaba que le estaba mintiendo y en su interior estaba lleno de rabia por no poder sonsacarme nada.

Recapacitó un momento, entonces me agarró de la chaqueta y me arrastró hacia él, señaló amenazadora­mente con el pulgar el escritorio izquierdo y me susurró al oído:

—¡Athanasius! Su querido padre fue mi mejor ami­go. ¡Quiero salvarlo, Athanasius! Tiene que decírmelo todo sobre la condesa. ¿Me oye? ¡Todo!

Yo no comprendí lo que quería decir.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué quiere decir sal­varme? —pregunté en voz alta.

El pie contrahecho dio unos fuertes golpes rabiosos en el suelo. El comisario se puso pálido de odio, se mordió un labio. Esperó. Sabía que saltaría en seguida (su sistema de intimidación me recordaba a Wasser-trum) y yo también esperé; vi que tras el escritorio surgía una cara de cabra, la propietaria del pie contrahecho, esperando... entonces el comisario me gritó en tono atronador:

—¡Asesino!

Me quedé mudo de asombro.

La cara de cabra se escondió otra vez de mal humor detrás de la mesa.

También el comisario parecía bastante desconcertado por mi calma, pero lo ocultó hábilmente acercando una silla en la que me obligó a sentarme.

—¿Entonces usted se niega a darme la información que le pido sobre la condesa, señor Pernath?

—No se la puedo dar, señor comisario, por lo me­nos en el sentido que usted espera. En primer lugar no conozco a nadie que se llame Savioli, y además, estoy absolutamente convencido de que es una calumnia el que la condesa engañe a su marido.

—¿Está usted dispuesto a jurarlo?

Se me cortó la respiración.

—Sí. En cualquier momento.

—Bueno, hum.

Se produjo una pausa más larga mientras el comisa­rio parecía recapacitar con esfuerzo.

Cuando me volvió a mirar, había un fingido rasgo de dolor en su expresión. Sin querer tuve que pensar en Charousek. Comenzó a decir con una voz ahogada por las lágrimas:

—A mí me lo puede usted decir, Athanasius, a mí, el viejo amigo de su padre, a mí, que lo he llevado en brazos... —apenas pude contener la risa: era como máximo diez años mayor que yo—. ¿No es cierto Atha­nasius que ha sido un caso de legítima defensa, no?

La cara de cabra volvió a salir.

—¡El asunto con Zottmann! —dijo el comisario gri­tándome el nombre a la cara.

La palabra me sentó como una puñalada: ¡Zottmann! ¡Zottmann! ¡El reloj! Ese nombre, Zottmann, era el que estaba grabado en el reloj.

Sentí que la sangre se me agolpaba en el corazón: el monstruo de Wassertrum me había dado el reloj para hacer recaer sobre mí la sospecha de asesinato.

El comisario se quitó inmediatamente la máscara, re­chinó los dientes y entrecerró los ojos:

—¿Así que confiesa usted el asesinato, Pernath?

—Todo esto es un error. Un terrible error. En nom­bre de Dios, escúcheme. ¡Se lo puedo explicar, señor comisario! —grité.

—Ahora me contará todo lo que se refiere a la se­ñora condesa —me interrumpió rápidamente—. Le ad­vierto que con eso mejorará su situación.

—No le puedo decir más de lo que le he dicho; la condesa es inocente.

Se mordió los dientes y se volvió hacia la cara de cabra.

—Escriba usted. Es decir, Pernath confiesa el asesi­nato del empleado de seguros Karl Zottmann.

Me dominó una rabia insensata.

—¡Usted, policía canalla! —grité—. ¿Se atrevería?

Busqué un objeto pesado.

Al instante dos policías me agarraron y me pusieron unas esposas.

El comisario se infló como un gallo sobre el es­tiércol.

—¿Y este reloj? —mostró de repente el reloj abo­llado en su mano—. ¿Vivía todavía el desgraciado de Zottmann cuando se lo robó, o no?

Me había vuelto a calmar completamente y respondí con voz muy clara para el protocolo:

—Ese reloj me lo ha regalado esta mañana el camba­lachero Aaron Wassertrum.

Hubo una gran carcajada y vi que el pie contrahecho y la zapatilla de fieltro comenzaron juntos un baile de alegría.

 

El Golem (XIII): Mujer

El Golem (XIII): Mujer

¿Dónde estaría Charousek?

Habían pasado casi veinticuatro horas y todavía no se había dejado ver.

¿Había olvidado la señal que habíamos concertado? ¿O es que no la veía?

Me acerqué a la ventana y puse el espejo de forma que los rayos de sol se reflejaran precisamente en el agu­jero enrejado del sótano.

La intervención de Hillel, ayer, me había tranqui­lizado bastante. Con seguridad me habría avisado si hubiese un peligro amenazador.

Además: Wassertrum no podía haber emprendido nada importante; nada más dejarme, volvió a su tienda; miré hacia abajo; justo, ahí estaba, apoyado detrás de las chapas de cocina, exactamente igual que como lo había visto esta mañana.

¡Insoportable, esta eterna espera!

El suave aire primaveral que entraba por la ventana de la habitación de al lado me ponía enfermo de año­ranza.

¡Esas gotas de nieve que se derriten en los tejados! ¡Y cómo brillan esos delgados hilos de agua a la luz del sol!

Me sentía atraído hacia el exterior por hilos invisi­bles. Paseaba impaciente de un lado a otro de la habita­ción. Me senté en un sillón. Me levanté de nuevo.

No quería apartarse de mí ese brote enfermizo de un incierto enamoramiento que me oprimía el pecho.

Me había estado atormentando toda la noche. Una vez había sido Angelina la que se había pegado a mí, después comencé a hablar muy inocentemente con Mi­riam, y apenas se había roto esta imagen apareció de nuevo Angelina y me besó; podía oler el perfume de su cabello y su suave piel de clavellina me cosquilleaba en el cuello. Despojó sus hombros desnudos, y se convir­tió en Rosina que bailaba con los ojos ebrios y entornados... con un frac... desnuda; y todo esto sucedía en un duermevela que, sin embargo, era exactamente igual a estar consciente. Igual que un dulce y ardiente despertar en las tinieblas.

Hacia el amanecer estaba mi doble junto a mi cama, el sombrío Habla Garmin, «el hálito de los huesos» del que había hablado Hillel; y lo miré a los ojos: estaba en mi poder y tenía que contestar a todas las preguntas que yo le hiciera sobre cosas eternas y del más allá; y él no esperaba más que eso, pero mi sed de misterios no podía contra el calor de mi sangre y se filtraba absorbida en el seco terreno de mi entendimiento. Ordené al fan­tasma que se fuera, que se convirtiera en la imagen de Angelina, pero se encogió formando la letra Aleph, cre­ció de nuevo y volvió a estar ahí, como mujer-coloso, totalmente desnuda, tal y como la vi entonces en el libro Ibbur, con el pulso igual a un terremoto, se inclinó sobre mí y respiré el narcotizante olor de su tibia carne.

 

¿Todavía no venía Charousek? Las campanas canta­ban desde la torre de la iglesia.

Esperaría un cuarto de hora más... pero, después,^ ¡fuera! Pasear por calles más animadas, llenas de gente vestida de fiesta, mezclarme en el alegre bullicio de los barrios de los ricos, ver mujeres hermosas con rostros coquetos, manos y pies finos.

Me disculpé a mí mismo diciéndome que quizá en­contrase casualmente a Charousek.

Tomé el antiguo juego de tarots del estante de libros para pasar el tiempo más de prisa.

¿Quizá de los dibujos pudiera sacar inspiración para el boceto de un camafeo?

Busqué el Fou.

No estaba. ¿Dónde podía haber ido a parar?

Miré otra vez todas las cartas y me perdí pensando en su significado oculto. Especialmente el Ahorcado, ¿qué podía significar?

Un hombre está colgado de una cuerda entre el cielo y la tierra, con la cabeza hacia abajo, los brazos atados a la espalda, la pantorrilla derecha cruzada sobre la pierna izquierda, de modo que parece una cruz sobre un triángulo puesto al revés.

Una comparación incomprensible.

¡Ya! ¡Por fin! Charousek venía.

¿O todavía no?

Alegre sorpresa, era Miriam.

—¿Sabe usted, Miriam, que ahora mismo pensaba bajar a verla y pedirle que viniera a dar un paseo con­migo? —No era toda la verdad, pero no le di más vuel­tas—. ¿Cierto que no me rechaza? Me siento hoy tan infinitamente feliz en mi corazón que debe ser usted, precisamente usted, quien corone mi alegría.

—¿De paseo? —buscó la palabra—. ¡Increíblemen­te extraño pasear!

—No es en absoluto extraño si tiene en cuenta los cientos de miles de personas que lo hacen, en realidad, durante toda su vida, no hacen otra cosa.

—Sí, ¡otras personas! —concedió, pero todavía total­mente sorprendida. Le tomé las manos:

—Yo quisiera, Miriam, que la alegría que pueden ex­perimentar otras personas la disfrute usted también, pero en una medida infinitamente mayor.

Repentinamente palideció y, por la fija turbación de su mirada, descubrí lo que pensaba.

Me dio un pinchazo.

—No puede llevarlo siempre consigo, Miriam —le dije—, el... milagro. ¿Quiere usted prometérmelo por... por amistad?

Se dio cuenta del temor que contenían mis palabras y levantó asombrada sus ojos hacia mí.

—Si no la afectara tanto podría alegrarme yo también, ¿pero así? ¿Sabe que estoy profundamente preocupado por usted, Miriam? Por... por... ¿cómo lo podría de­cir? ¡Por su salud mental. No lo tome literalmente, pero... yo desearía... que jamás se hubiera dado el milagro!

Esperaba que me contradijese, pero asintió sumida en sus pensamientos.

—Le duele, ¿no es cierto, Miriam? Tomó fuerzas y dijo:

—A veces también yo desearía que no se hubiese dado.

Sonaba para mí como un rayo de esperanza.

—Cuando pienso —hablaba muy despacio y como en sueños— que pudieran venir tiempos en los que ten­dría que vivir sin estos milagros...

—Usted puede hacerse rica de la noche a la mañana, entonces ya no necesitará más... —intervine sin pensar en sus palabras, pero en seguida me contuve cuando noté el horror de su rostro—, me refiero a que usted puede librarse de manera natural de las preocupacio­nes; los milagros que viviría después serían de tipo espiritual: vivencias internas.

Ella agitó la cabeza y dijo con brusquedad:

—Las vivencias internas no son ningún milagro. Ya es bastante extraño que, al parecer, haya hombres que no tengan ninguna. Desde mi infancia, día tras días, no­che tras noche, vivo yo —se interrumpió con un brusco movimiento y me di cuenta de que en ella había alguna otra cosa de la que nunca me había hablado, quizá la existencia de sucesos invisibles parecidos a los míos...— pero no es ahora el momento para hablar de esto. Incluso si resucitara y curase a los enfermos poniéndoles la mano encima, yo no lo podría llamar milagro. Sólo cuando la materia muerta, la tierra, sea animada por el espíritu y se rompan las leyes de la naturaleza, habrá sucedido aquello que estoy añorando desde que empecé

a razonar. Una vez me dijo mi padre que hay dos par­tes en la Cábala: una mágica y otra abstracta que nun­ca podrán coincidir. Es cierto que la mágica podrá atraer a la abstracta, pero jamás ocurrirá al revés. La mágica es un don, un regalo, la otra se puede con­seguir, si bien sólo con la ayuda de un guía. —Volvió a tomar el hilo del comienzo—: Es el don lo que deseo; lo que yo pueda conseguir me es indiferente y tiene para mí tan poco valor como el polvo. Cuando tengo que imaginar que podrían venir épocas, como he dicho antes, en las que tendría que vivir otra vez sin milagros —vi cómo se agarrotaban sus dedos, y el re­mordimiento y el dolor me desgarraban—, creo que po­dría morir ya, a la vista de esa sola posibilidad.

Le pregunté:

—¿Es ése el motivo por el que usted deseaba que el milagro no hubiera sucedido nunca?

—Sólo en parte. Pero además hay otra cosa. Yo... yo —recapacitó un momento— no estaba todavía ma­dura para vivir un milagro en esa forma. Es eso. ¿Cómo se lo podría explicar? Suponga, sólo como ejemplo, que desde hace años tiene cada noche un único sueño, que continúa siempre más complejo, en el que alguien, digamos un habitante de otro mundo, me enseña y me muestra en una imagen de mí misma, con sus con­tinuas transformaciones, no sólo lo alejada que estoy de la madurez mágica para poder vivir un «milagro», sino que me da la explicación lógica de las cuestiones que me preocupan durante el día y que en todo mo­mento puedo comprobar. Usted me comprenderá: un ser así suple toda la felicidad que uno pueda imaginar en la vida; es para mí el puente que me une con el «más allá», es la escala de Jacob por la que puedo ascender desde lo cotidiano a la luz, es mi guía, mi amigo; toda la confianza en que no podré perderme en los oscuros caminos que recorre mi alma por la locura y la confu­sión, la tengo puesta en él, quien nunca me ha engañado. Y ahora, de repente, contra todo lo que él me ha dicho, ¡se cruza un milagro en mi vida! ¿Qué es lo que debo creer ahora? ¿Todo lo que me ha llenado in­interrumpidamente durante tantos años fue sólo un en­gaño? Si tuviera que dudar de ello caería de cabeza en un abismo sin fin. Sin embargo, ¡ha sucedido el mila­gro! ¡Gritaría de alegría, si...!

—¿Si...? —la interrumpí sin respiración. Quizá pro­nunciara la palabra salvadora y podría confesarle todo.

—... si me enterara de que me he equivocado; de que en realidad no hubo ningún milagro. Pero sé, de igual modo que sé que ahora estoy aquí sentada, que me destrozaría —mi corazón se heló—. Ser rechazada y arrancada del cielo y tener que bajar de nuevo a la tierra, ¿cree usted que eso lo puede soportar un hom­bre?

—Pida ayuda a su padre —dije sin pensar a causa del miedo.

—¿A mi padre? ¿Ayuda? —me miró sin compren­der—. Donde no hay más que dos caminos, ¿podría encontrar él un tercero? ¿Sabe usted cuál sería mi única salvación? Que me sucediera a lo que le ha sucedido a usted. Si en este momento... pudiera olvidar... todo lo que tengo tras de mí: toda mi vida hasta el día de hoy... ¿No es curioso? Lo que usted considera una desgracia, sería para mí la mayor alegría.

Ambos permanecimos un largo rato en silencio.

Tomó repentinamente mi mano y sonrió. Casi alegre.

—Pero no quiero que usted se aflija por mi causa —ella me consolaba a mí, ¡a mí!—. Hace un momen­to estaba usted alegre y feliz por la primavera y ahora es la tristeza misma. No le debería haber dicho abso­lutamente nada. ¡Arránquelo de su cabeza y siga pen­sando como antes! Yo estoy tan contenta...

—¿Usted contenta, Miriam? —la interrumpí amar­gamente.

Puso cara de convencida.

—¡Sí! ¡De verdad! ¡Contenta! Cuando he venido es­taba indescriptiblemente temerosa, no sé por qué, pero no podía librarme de la sensación de que usted se en­cuentra en un gran peligro —escuché con atención—, pero en lugar de alegrarme por encontrarlo a usted tan sano y contento, lo he... Y...

Me esforcé por parecer dichoso:

—Y eso sólo lo puede arreglar si sale conmigo —in­tenté poner toda la alegría posible en mi voz—. Qui­siera ver, Miriam, si consigo una sola vez ahuyentar sus tristes pensamientos. Diga lo que quiera: usted no es en absoluto un mago del antiguo Egipto, sino, por el momento, sólo una joven a la que el viento tibio primaveral todavía puede jugar una mala pasada.

De repente se puso radiante:

—Pero, ¿qué le pasa hoy, señor Pernath? ¡Nunca lo he visto así! Por cierto, para nosotras, las chicas ju­días, «el viento tibio de la primavera» está controlado, como ya sabe, por nuestros padres, y no podemos más que obedecer. Y por supuesto, lo hacemos. Está en nues­tra sangre. En mi caso, no —añadió con seriedad—, porque mi madre se negó a casarse con ese horrible Aaron Wassertrum cuando querían obligarla a hacerlo.

—¿Qué? ¿Su madre? ¿Con el cambalachero de abajo?

Miriam afirmó:

—Gracias a Dios no se realizó. Pero para ese pobre hombre fue, lógicamente, un golpe duro.

—¿Pobre hombre, dice? —dije sobresaltado—. ¡Ese tipo es un criminal!

Ella movió pensativamente la cabeza.

—Seguro, un criminal. Pero el que se encuentra den­tro de un pellejo como ése y no se convierte en un criminal, tiene que ser un profeta.

Me acerqué a ella con curiosidad.

—¿Sabe usted algo exacto sobre él? Me interesa. Por algo muy especial...

—Si hubiera visto alguna vez su tienda por den­tro, señor Pernath, sabría al momento cómo es su alma. Se lo digo porque de niña estuve muchas veces allí. ¿Por qué me mira tan asombrado? ¿Es eso tan es­pecial? Conmigo fue siempre amable y bondadoso. Me acuerdo que una vez incluso me regaló una gran piedra muy brillante, era lo que más me había gustado de to­das sus cosas. Mi madre me dijo que era un brillante y tuve que devolverlo inmediatamente.

Al principio estuvo mucho tiempo sin querer aceptar­lo, pero después me lo arrancó de las manos y lo tiró lejos, lleno de rabia. Pude ver cómo le salían las lágri­mas; además, entonces, ya sabía el suficiente hebreo como para entender lo que murmuró: «Todo lo que toca mi mano está maldito.» Fue la última vez que me dejó visitarlo. Desde entonces nunca me volvió a invitar a que entrara. Y yo sé por qué: si no hubiese intentado consolarlo, todo habría seguido como hasta entonces, pero así, como me daba una inmensa pena y se lo dije, no me quiso volver a ver. ¿No lo entiende, señor Pernath? Es tan sencillo: es un poseso, un hombre que, en cuanto alguien se acerca a su corazón, se hace des­confiado, irremediablemente desconfiado. Se cree mucho más horrible de lo que en realidad es, sí es que eso es posible, y ésta es la razón de su modo de pensar y de actuar. Se dice que su mujer lo quería, quizás era más compasión que amor, pero de todas formas mucha gente así lo creía. El único que estaba convencido de lo con­trario era él mismo. En todas partes sospecha odio y traiciones.

Sólo con su hijo hizo una única excepción. ¿Quién sabe si era porque lo había visto crecer desde la lactan­cia, es decir, porque vivió desde el primer brote todas las características del niño y por eso nunca llegó al punto en el que pudiera haber comenzado su desconfianza, o porque era de sangre judía: verter todo el cariño que había en él, en su descendencia, por ese miedo instintivo de nuestra raza a que podamos morir sin cumplir una misión olvidada y que, sin embargo, pervive oscura­mente en nosotros? ¿Quién sabe?

Educó a su hijo con un cuidado y una perspicacia que rayaba casi en la sabiduría, milagrosa en un hombre de tan poca cultura. Apartó del camino del muchacho, con la agudeza de un psicólogo, todo aquello que pu­diera despertarle la conciencia, para ahorrarle futuras penas anímicas.

Le puso como maestro a un excelente sabio que de­fendía la opinión de que los animales no sienten y que sus manifestaciones de dolor no son más que un refle­jo mecánico.

Sacar de cada criatura toda la alegría y el placer po­sible para uno mismo y arrojar después la cascara como algo inservible: ése era poco más o menos al ABC de su sistema de educación.

Puede imaginarse, señor Pernath, que el dinero, como estandarte y llave del «poder», juega un papel de pro­tagonista. Y del mismo modo que oculta cuidadosa­mente su propia riqueza, para mantener ocultos los lími­tes de su influencia, así se inventó un medio para hacer posible algo semejante para su hijo, pero ahorrán­dole al mismo tiempo el sufrimiento de una vida apa­rentemente pobre: lo empapó con la mentira infernal de la «belleza», le mostró los gestos y el porte internos y externos de la estética, y le enseñó a imitar exterior-mente a un lirio del campo y ser en el interior un buitre.

Naturalmente, eso de la «belleza» no fue invención suya, sino seguramente la «corrección» de un consejo que le diera alguna persona culta.

Nunca lo ofendió en lo que más tarde su hijo pu­diera negarle. Al contrario, se lo obligó a hacer, pues su amor era lógico y, tal y como ya le he dicho de mi padre, del tipo que nos alcanza más allá de la tumba.

Miriam permaneció un momento en silencio y pude leer en su rostro cómo seguía tejiendo sus pensamien­tos. Lo noté en el cambio de tono de su voz cuando dijo:

—Frutos extraños crecen en el árbol del judaismo.

—Dígame, Miriam —le pregunté—, ¿no ha oído nunca que Wassertrum tiene en su tienda una figura de cera? Yo no sé quién me lo contó, quizás haya sido sólo un sueño...

—No, no, es cierto, señor Pernath, hay una figura de cera del tamaño de una persona, en la esquina en la que duerme, sobre un jergón de paja, en medio del más absoluto desorden. Se la regateó al propietario de una barraca de feria y, al parecer, sólo porque se parecía a una dama cristiana que, por lo que dicen, debió ser su amante.

«¡La madre de Charousek!», se me ocurrió.

—Miriam, ¿no sabe usted su nombre? Miriam negó con la cabeza:

—Pero si le interesa, puedo enterarme.

—¡No, por Dios, Miriam!, me da completamente igual —me di cuenta por el brillo de sus ojos de que hablando se había puesto muy vivaz y había salido de su depresión, y me propuse no dejarla volver a recaer en ella—. Pero lo que sí me interesa es el tema del que antes he hablado de pasada, eso del «viento tibio primaveral». Estoy seguro de que su padre no le impondría con quién debe casarse, ¿no?

Se echó a reír alegramente.

—¿Mi padre? ¡Qué dice usted!

—Bueno, eso es una gran alegría para mí.

—¿Por qué? —preguntó ella ingenuamente.

—Porque entonces todavía tengo una posibilidad.

Era sólo una broma y ella lo tomó como lo que era. Sin embargo, se levantó de un salto y fue hasta la ven­tana para que no pudiera ver cómo se ruborizaba.

Cambié de tono para ayudarla a salir de su apuro.

—Como viejo amigo, le pido una cosa: usted tiene que confiármelo cuando llegue el momento. ¿O es que piensa quedarse soltera?

—¡No, no, no! —lo negó tan decidida que involun­tariamente me eché a reír—. ¡Alguna vez me tendré que casar!

—¡Naturalmente! ¡Por supuesto! Se puso nerviosa como una jovencita.

—¿No puede estar serio durante un minuto por lo menos, señor Pernath? —obediente, puse cara de maes­tro y ella se volvió a sentar—. Bueno, cuando digo que alguna vez me tendré que casar me refiero a que hasta ahora no me he roto la cabeza pensando en ello, pero que, con seguridad, no entendería el sentido de la vida si tuviera que aceptar como mujer venir al mundo para no tener hijos.

Por primera vez vi marcados rasgos de mujer en su rostro.

—Es uno de mis sueños —continuó en voz baja— imaginarme como meta final que dos seres se fundan en uno... en eso que... ¿no ha oído nunca hablar del antiguo culto egipcio a Osiris? Se conviertan unidos en eso que el «hermafrodita» debe significar como sím­bolo.

Escuché con gran atención:

—¿El hermafrodita?...

—Me refiero a la unión mágica de lo masculino y lo femenino en la figura humana del semidiós. Eso, ¡como meta final! No, no como meta, sino como principio de un nuevo camino, eterno... sin fin.

—¿Y espera encontrar alguna vez —pregunté agita­do— al que usted busca? ¿No puede ser que viva en un país lejano, que quizá no exista en el mundo?

—De eso no sé nada —dijo sencillamente—. Sólo puedo esperar. Si él estuviera separado de mí por el tiempo y el espacio, cosa que no creo, ¿por qué estaría yo aquí ligada al ghetto? O por los abismos del desconocimiento mutuo, y no lo encontrara, entonces mi vida no ha tenido en absoluto ningún sentido y ha sido sólo el absurdo juego de un demonio idiotizado. Pero, ¡por favor, por favor, no hablemos más de eso! —me ro­gó—. Sólo expresar ese pensamiento deja un sabor te­rrible y terreno, y yo no quisiera que... —se interrum­pió de repente.

—¿Qué es lo que no quisiera, Miriam?

Levantó la mano. Se incorporó rápidamente y dijo:

—Señor Pernath, ¡tiene usted una visita! Se oía el suave fru-fru de unas faldas de seda en el pasillo.

Golpes horribles en la puerta: ¡Angelina! Miriam quiso marcharse; yo la retuve.

—¿Puedo presentarlas? La hija de un querido ami­go... la señora Condesa...

—Ni siquiera se puede ir en coche. Están levantando por todas partes el empedrado. ¿Cuándo se trasladará, señor Pernath, a una zona digna de una persona como usted? Afuera se derrite la nieve, el cielo está tan gozoso que a uno le estallaba el corazón y usted está aquí, enco­gido en esta cueva de estalactitas, como una rana; por cierto, ¿sabe que ayer estuve en mi joyero y me dijo que usted es el mayor artista, el más fino tallador de piedras que existe hoy, si no uno de los más grandes que nunca ha habido? —Angelina charlaba como un torrente y yo estaba encantado. Ya sólo veía sus brillantes ojos azules, sus pequeños pies en las diminutas botas de charol, su rostro caprichoso, que brotaba animado del enorme cue­llo de piel, y sus rosadas orejas.

Apenas tenía tiempo de respirar.

—Mi coche está en la esquina. Temía no encontrarlo en casa. Espero que usted no haya comido todavía, ¿no? Primero iremos... bueno, ¿adonde vamos primero? Pri­mero iremos... espere... sí, quizás al jardín botánico o mejor: a algún lugar al aire libre, pues ya se puede sen­tir en la atmósfera la germinación y el secreto brote de los capullos. ¡Vamos, vamos, agarre su sombrero!; des­pués comerá en mi casa y más tarde charlaremos hasta el anochecer. ¡Agarre su sombrero! ¿A qué espera? Abajo hay una manta muy suave y caliente: nos en­volveremos en ella hasta las orejas y nos acurrucaremos hasta que entremos en calor.

¿Qué podía decir yo?

—Me disponía a dar un paseo con la hija de mi amigo.

Antes de que pudiera acabar la frase, Miriam ya se había despedido rápidamente de Angelina.

La acompañé hasta la puerta, a pesar de que me lo quería impedir amablemente.

—Escúcheme, Miriam, no se lo puedo explicar, aquí en la escalera, hasta qué punto dependo de usted; yo preferiría mil veces acompañarla...

—No puede hacer esperar a la señora, señor Pernath —me interrumpió—. Adiós, ¡que se diviertan!

Lo dijo de corazón, sinceramente y sin alterarse, pero vi que el brillo de sus ojos se había apagado.

Bajó rápidamente la escalera y una gran pena me ahogó. Sentí como si hubiera perdido un mundo.

 

Como en un sueño me hallo sentado al lado de Ange­lina. Vamos conducidos por el rápido galope de los ca­ballos a través de las calles llenas de gente.

El oleaje de la vida me rodeaba y me aturdía de tal modo que apenas podía distinguir las pequeñas manchas de luz de las figuras que pasaban ante mí: joyas bri­llantes en los pendientes y las cadenas de los mangui­tos, brillantes sombreros de copa, guantes blancos, un caniche con un collar rosa que quería morder nuestras ruedas, caballos cubiertos de espuma corriendo a nues­tro encuentro con los arneses de plata, un escaparate con fulgurantes bandejas llenas de perlas y luminosos aderezos, brillo de seda y las finas caderas de las jó­venes.

El viento frío que nos cortaba la cara me hacía sentir mucho más fascinante el calor del cuerpo de Angelina. Los policías, en los cruces, se retiraban respetuosa­mente a un lado cuando pasábamos ante ellos.

Fuimos al trote por el muelle, que no tenía más que un estrecho paso para los coches en fila junto al puen­te de piedra, derrumbado y lleno de una multitud de rostros curiosos.

Apenas lo miré: la más mínima palabra de la boca de Angelina, sus pestañas, el rápido juego de sus la­bios, todo, todo era para mí infinitamente más impor­tante que ver cómo allá abajo los bloques de piedras se defendían de los ataques de los peñascos de hielo. Caminos en los parques. Después, tierra apisonada, elástica. Más adelante, el crujido de las hojas bajo los cascos de los caballos, aire húmedo, árboles gigantes­cos, sin hojas, llenos de nidos de cornejas, el verdor muerto de los prados con blancas islas de nieve flotante, todo ello pasaba ante mí como en un sueño.

Con unas breves palabras empezó a hablar Angelina del doctor Savioli, casi con indiferencia.

—Ahora que ya ha pasado el peligro —dijo con la encantadora ingenuidad de un niño— y que ya sé que está mejor, me parece terriblemente aburrido todo lo que ha pasado. Quiero volver a divertirme, cerrar los ojos y sumergirme en la espuma centelleante de la vida. Creo que todas las mujeres son así. Sólo que no lo admi­ten, ¿o son acaso tan tontas que ellas mismas ni lo sa­ben? ¿No lo cree usted también? —ni siquiera escuchó mi respuesta—. Además, las mujeres no me interesan en absoluto. Naturalmente no debe tomar esto como un halago, pero, de verdad, la simple presencia de un hom­bre simpático me es mucho más agradable que la más interesante conversación de una mujer, por muy inteli­gente que sea. Pues, al fin y al cabo, no son más que tonterías lo que dicen, como máximo algo de trapos, bueno, ¿y qué?, las modas tampoco cambian tan a me­nudo. ¿No es cierto que soy frivola? —preguntó de re­pente con tal coquetería que, cautivado por su encanto, tuve que esforzarme para no tomar su cabeza entre mis manos y besarla apasionadamente en el cuello—. ¡Diga que soy frivola!

Se acurrucó aún más cerca de mí y se colgó de mi brazo.

Salimos del paseo y recorrimos bosquecillos cuyos arbustos de adorno, rodeados de paja, parecían, en sus envoltorios, troncos de monstruos a los que les hubieran cortado las cabezas y los miembros.

Había gente sentada al sol en los bancos, que nos seguía con la mirada y juntaba sus cabezas.

Estuvimos un momento en silencio, sumidos en nues­tros propios pensamientos. ¡Cuan distinta era Angelina, completamente distinta de la Angelina que viviera hasta ahora en mi imaginación! ¡Como si no hubiera llegado realmente a mí hasta hoy!

¿Era de verdad la misma mujer que consolé en la catedral?

No podía retirar mi mirada de su boca entreabierta.

Ella seguía sin pronunciar una palabra. Parecía ver una imagen en su mente.

El coche giró entrando en un campo húmedo.

Olía a tierra que se despertaba.

—¿Sabe usted, señora...?

—Llámame Angelina —me interrumpió suavemente.

—¿Sabe, Angelina, que hoy he soñado toda la noche con usted? —dije casi a mi pesar.

Hizo un pequeño y rápido movimiento como si qui­siera desenlazar su brazo del mío y me miró con los ojos muy abiertos.

—¡Qué curioso! ¡Y yo con usted! Y en este momen­to estaba pensando en lo mismo.

De nuevo se interrumpió la conversación y los dos adivinamos que habíamos soñado lo mismo.

Lo sentí en el palpitar de su sangre. Su brazo tembla­ba imperceptiblemente contra mi pecho. Retiró violen­tamente su mirada de la mía y miró hacia fuera del coche.

Lentamente acerqué su mano a mis labios, retiró su guante blanco y perfumado, oí que su respiración se pre­cipitaba y, loco de amor, oprimí los dientes en su mano.

 

Horas más tarde caminaba hacia la ciudad como un borracho envuelto en la niebla vespertina. Elegía las calles al azar y, sin saberlo, estuve caminando durante mucho rato en círculo.

Después me encontré junto al río, apoyado en una barandilla de hierro, mirando fijamente las olas que bra­maban abajo.

Aún sentía los brazos de Angelina alrededor de mi cuello, veía ante mí la pileta de piedra de la fuente, junto a la que ya nos habíamos despedido una vez hace muchos años y en la que flotaban las hojas marchitas del olmo. Ella caminaba de nuevo a mi lado, como lo acabábamos de hacer un momento antes, apoyada su ca­beza sobre mi hombro, en silencio, al atardecer, por el parque de su castillo.

Me senté en un banco y me cubrí la cara con el som­brero para soñar.

Las aguas se precipitaban sobre el dique y su brami­do ahogaba los últimos y quejumbrosos sonidos de la ciudad a punto de adormecerse.

Cuando, de tanto en tanto, levantaba la mirada para arrebujarme más y más en mi abrigo, veía el río en­vuelto en sombras cada vez más profundas hasta que, por fin, oculto por la noche negra, fluyó oscuro, cruzado de una orilla a otra por rayas de la blanca espuma del dique.

La sola idea de tener que volver a mi triste casa me hacía temblar.

El brillo de una corta tarde me había convertido para siempre en un extraño en mi propio hogar.

En el término de unas pocas semanas, quizá sólo unos días, habría acabado la felicidad —y ya no queda­ría de ella más que un bello y doloroso recuerdo.

¿Y entonces?

Entonces estaría sin hogar, aquí y allá, a éste y al otro lado del río.

Me levanté. Sólo quise echar una mirada a través de las verjas al castillo tras cuyas ventanas ella dormía, antes de volver al sombrío ghetto. Tomé la dirección por la que había venido tanteando a través de la densa niebla, a lo largo de enormes filas de casas y de plazas dormidas, vi aparecer amenazadores y negros monumen­tos, casas señoriales aisladas y las volutas de las facha­das barrocas. La mortecina luz de un farol aumentó en el aire, hasta convertirse en gigantescas y fantásticas aureolas de los colores del arco iris, tras lo cual fue disminuyendo y apagándose hasta formar un ojo amari­llento y penetrante, que por fin se deshizo en el aire tras de mí.

Mi pie tanteaba anchas escaleras de piedra cubiertas de grava.

¿Dónde estaba? ¡En un camino equivocado que con­ducía a una empinada cuesta!

¿Muros de jardín a derecha e izquierda? Ramas sin hojas cuelgan sobre ellos. Caen del cielo, pues los tron­cos se esconden tras el espeso muro de niebla.

Un par de delgadas ramitas se rompen crujiendo al rozarlas con mi sombrero y caen, resbalando por mi abrigo, al gris y nebuloso abismo que me oculta los pies.

Después, un punto luminoso: una luz aislada en la lejanía, en algún lado, enigmática, entre cielo y tierra.

Debía haberme equivocado. No podía ser más que la antigua «Escalera del Castillo» junto a las laderas de los jardines de Fürstenberg.

Seguían largas sendas de tierra arcillosa. Un camino empedrado.

Una maciza sombra surge con la cabeza cubierta con un gorro de dormir negro y tieso: la «Daliborka», la torre del hambre en la que en otros tiempos morían las gentes de inanición, mientras los reyes perseguían la caza allá abajo en la «Fosa de los ciervos».

Una estrecha y retorcida calleja con troneras, un camino de caracol, apenas con el ancho suficiente para dejar paso a un hombre, y me encontré ante una hi­lera de casitas muy bajas, de las que ninguna era más alta que yo.

Si estiraba el brazo alcanzaba los tejados.

Había llegado a la calle de los «Hacedores de Oro» en la que, en la Edad Media, los adeptos de la alquimia calentaron la piedra filosofal y envenenaron los rayos de luna.

No había ningún otro camino de salida más que ese por el que había venido.

Pero no pude encontrar el hueco de la muralla por el que había entrado, y choqué contra una valla de ma­dera.

No había nada que hacer; tendré que despertar a al­guien para que me muestre el camino, me dije a mí mismo. Qué extraño que haya una casa aquí, cerrando la calle, mayor que las demás y al parecer habitada. No puedo recordar haberme dado cuenta de su existencia anteriormente.

¿Estará pintada de blanco para resaltar tan clara en la niebla?

Cruzo la verja y atravieso un estrecho jardín, pego la cara a los cristales: todo está apagado. Llamo a la ven­tana. Entonces, en el interior aparece por una puerta un hombre, increíblemente viejo, con una vela encendida en la mano, y con pasos temblorosos, se dirige hacia el centro de la habitación, se para y vuelve muy lentamen­te la cabeza hacia las polvorientas retortas y los alam­biques de alquimia de la pared, fija su mirada pensativa en las gigantescas telas de araña de las esquinas, hasta que, por fin, la dirige con fuerza sobre mí.

La sombra de sus pómulos le cae sobre las órbitas de sus ojos, de tal forma que parecen vacíos, como los de una momia.

Está claro que no me ve.

Golpeo el cristal.

No me oye. Sale de nuevo en silencio de la habita­ción, como un sonámbulo.

Espero en vano.

Llamo a la puerta de la casa. No sale nadie a abrir.

No me quedaba más remedio que seguir buscando y por fin encontré la salida de la calleja.

¿No sería mejor dirigirme hacia un lugar más pobla­do?, pensé, junto a mis amigos Zwakh, Prokop y Vries-lander que estarían sin duda en la taberna Alte Ungelt, por lo menos un par de horas, hasta que calmara mi desgarradora añoranza de los besos de Angelina. Rápi­damente me puse en camino.

Como un trébol de cadáveres estaban los tres, acu­rrucados alrededor de la apelillada mesa, los tres con una pipa blanca y fina entre los dientes y la habitación llena de humo.

Las oscuras paredes absorbían de tal modo la esca­sa luz de la anticuada lámpara, que apenas podían dis­tinguirse sus rasgos.

En la esquina estaba la camarera, flaca como un hueso, ajada y taciturna, con su eterna labor de calceta, sus ojos apagados y su nariz amarilla como el pico de un pato.

Delante de las puertas cerradas colgaban unas corti­nas rojo mate, de tal forma que las voces de los clien­tes de la habitación de al lado llegaban sólo como el suave zumbido de un enjambre de abejas.

Vrieslander con su sombrero cónico de ala tiesa pues­to, su bigote, el color gris plomizo de su cara y su cica­triz bajo el ojo, parecía un holandés borracho de algún siglo olvidado.

Josua Prokop se había colocado un tenedor entre sus rizos de músico, tamborileaba incansablemente con sus largos dedos huesudos y observaba asombrado cómo Zwakh se esforzaba por colocar alrededor de la panzu­da botella de aguardiente la capa purpúrea de una ma­rioneta.

—Éste va a ser Babinski —me explicó Vrieslander con gran seriedad—. ¿No sabe usted quién fue Babins­ki? Zwakh, cuéntele en seguida a Pernath quién fue Babinski.

Babinski fue —comenzó Zwakh en seguida, mas sin levantar un segundo la mirada de su trabajo— hace tiempo un famoso ladrón asesino de Praga. Durante mu­chos años practicó su vergonzoso oficio sin que nadie lo notara. Pero poco a poco les llamó la atención a las mejores familias de la ciudad que una vez faltaba uno y después otro miembro del clan a comer, a los que no se volvía a ver nunca más. Aunque al principio no di­jeron nada, ya que el asunto tenía también en cierta me­dida su lado bueno, pues era siempre un plato menos en la mesa, no podían olvidar que esto podía perjudicar su reputación en la sociedad y dar lugar a habladurías. En particular, porque se trataba de la total desapari­ción, sin dejar, rastro, de jóvenes casaderas.

Además, se veían obligados a subrayar con suficien­te fuerza ante los demás, por consideración de sí mis­mos, la agradable convivencia y la unión existentes en el seno de la familia. Cada vez aumentaban más y más las llamadas en los periódicos: «Vuelve, todo está per­donado (una circunstancia que Babinski, como la ma­yoría de los asesinos de profesión, no había tenido en cuenta al hacer sus cálculos), y que acabaron por llamar la atención general.

Babinski, que en el fondo tenía indudablemente un carácter idílico, se había construido con el tiempo, gra­cias a su infatigable actividad, una casita, pequeña pero agradable, en el encantador pueblecito de Krtsch, cerca de Praga. Era una casita muy limpia y brillante con un jardincito delante en el que florecían los geranios.

Como sus ingresos no le permitían agrandarla, se vio obligado a construir, para poder enterrar sin llamar la atención los cadáveres de sus víctimas, en lugar de un parterre de flores, como a él le hubiera gustado, una sencilla colina cubierta de hierba, adecuada a las circuns­tancias, que se podía alargar sin dificultad si el negocio o la temporada lo exigían.

Babinski tenía la costumbre de sentarse todas las tar­des en este lugar sagrado, tras los trabajos y esfuerzos del día, bajo los rayos del sol poniente, y tocar con su flauta toda una serie de melodías melancólicas.

—¡Espera! —lo interrumpió bruscamente Josua Pro­kop, sacó del bolsillo la llave de su casa y se la llevó como un clarinete a la boca cantando: «Zimzerlim zambusla — deh

—¿Estuvo usted allí para conocer tan bien la melo­día? —le preguntó Vrieslander asombrado. Prokop le dirigió una mirada furiosa.

—No, Babinski vivió antes que yo naciera. Pero yo, como compositor, soy el que mejor puede saber lo que debió haber tocado. Usted no puede opinar sobre esto. Usted no es músico. Zimzerlim zambusla busla deh.

Zwakh escuchó atentamente y cuando Prokop hubo guardado de nuevo su llave en el bolsillo continuó:

—El continuo crecimiento de la colina despertó las sospecha de los vecinos y fue un policía de Ziskov, un pueblo de los alrededores, quien vio casualmente desde lejos a Babinski ahogar a una anciana de la buena socie­dad, a quien pertenece el mérito de haber puesto de una vez para siempre fin a las actividades egoístas del mal­vado. Se capturó a Babinski en su Tusculum.

El tribunal, teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes de su, por lo demás, buena reputación, lo con­denó a morir en la horca; a la vez encargó a la firma de los hermanos Leipen, cordelería en grost et en détail, la entrega de los utensilios necesarios para la ejecución, ya que, en su gremio, eran los que mantenían los pre­cios más módicos, contra factura a enviar a un emplea­do superior del erario público.

Pero sucedió que la horca se rompió y Babinski ob­tuvo la conmutación a cadena perpetua.

El asesino cumplió veinte años tras los muros de San Pancracio, sin que una sola vez saliera el más míni­mo reproche de sus labios; todavía hoy, los empleados de la institución prodigan elogios a su ejemplar compor­tamiento, e incluso se le permitió tocar la flauta en los cumpleaños de nuestra graciosa majestad...

Prokop intentó sacar de nuevo su llave, pero Zwakh se lo impidió.

—Más tarde, debido a una amnistía general, Babins­ki fue indultado y obtuvo el puesto de portero en el convento de las Hermanas de la Misericordia.

El trabajo de jardinería que debía realizar era muy fácil y ligero para él, debido a la habilidad adquirida con la pala en sus anteriores actividades, de modo que le quedaba tiempo suficiente para cultivar su corazón y su espíritu con buenas lecturas, cuidadosamente esco­gidas. Los resultados fueron absolutamente satisfactorios.

Cada vez que la superiora lo enviaba los sábados por la tarde a la taberna para que alegrara un poco su espíritu, volvía puntualmente a casa, antes de la caída de la noche, declarando que la degradación de la moral pública lo entristecía y que muchos maleantes de la peor especie, ocultos en la noche, hacían inseguros los cami­nos, de modo que para todo ciudadano pacífico y lúcido era casi un deber dirigir a tiempo sus pasos hacia su morada.

En aquella época se introdujo entre los cereros de Praga la mala costumbre de poner en venta pequeñas figuras con un abrigo rojo que representaban al asesino Babinski. En ninguna de las familias en luto faltaba una de estas figuritas. Pero normalmente estaban en vitrinas en los escaparates y no había nada que indignase más a Babinski que ver una de ellas.

«Es totalmente indigno y prueba de una extraña brutalidad y falta de delicadeza el poner continuamente de esta manera a la vista de un hombre los errores de juventud» solía decir Babinski en esas ocasiones, «y es muy triste que no se haga nada para impedir este abuso».

En su lecho de muerte todavía siguió manifestándo­se en este sentido.

Pero no fue en vano, pues poco después intervino la autoridad prohibiendo la venta de las irritantes esta­tuillas de Babinski.

Zwakh bebió un gran trago de su grog y los tres son­rieron irónicamente, como demonios, después de lo cual volvió con prudencia la cabeza hacia la pálida camare­ra y vi cómo se secaba una lágrima.

—Bien, ¿y usted no nos cuenta nada de nada, ade­más de... que en agradecimiento por las joyas artísticas que se le han ofrecido haga de pagano, querido y ho­norable colega, tallador de piedras preciosas? —me pre­guntó Vrieslander después de una larga pausa melan­cólica.

Les conté mi caminata por la niebla.

Cuando en mi narración llegué al momento en que vi la casa blanca, se quitaron los tres las pipas de la boca en una gran tensión y, cuando terminé, Prokop dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¡Esto ya es demasiado! No hay ninguna leyenda que este Pernath no experimente en su propia carne. Por cierto, lo de la última aparición del Golem, ya está aclarado.

—¿Cómo aclarado? —pregunté perplejo.

—Usted conoce a ese mendigo judío medio loco, Haschile, ¿no? Pues bien, ese Haschile era el Golem.

—¿Un mendigo, el Golem?

—Sí, Haschile era el Golem. Esta tarde el fantasma paseaba contentísimo a pleno sol con su famoso traje del siglo xvi por la calle Salniter; fue cuando el desollador ha tenido la suerte de cazarlo con una correa de perro.

—¿Qué quiere decir con esto? ¡No entiendo ni una palabra! —interrumpí.

—Se lo estoy diciendo: era Haschile. He oído que hace unos días encontró aquella ropa detrás de la puerta de una casa. Por cierto, volvamos a la casa blanca: el asunto es terriblemente interesante. Cuenta una antigua leyenda según la que ahí arriba, en la calle de los Alqui­mistas, hay una casa que sólo es visible en la niebla y sólo para los mimados de la fortuna. Se la llama «El muro junto al único farol». Cuando se sube hasta allí, durante el día, no se ve más que una gran piedra gris; detrás de ella se precipita la profunda fosa de los Cier­vos, y usted Pernath, puede decir que ha tenido suerte de no haber dado un paso más: hubiera caído inevita­blemente en ella y se hubiera roto todos los huesos.

Cuentan que bajo la piedra se oculta un gigantesco tesoro, y que la piedra fue colocada por la Orden de los «Hermanos Asiáticos» como primera piedra de una casa que, al final de los días, será habitada por un hombre, mejor dicho por un hermafrodíta, un ser compuesto de hombre y mujer. Llevará en su escudo la imagen de una liebre: digamos de paso que la liebre era el símbolo de Osiris. Seguramente la costumbre del conejo de Pascua.

Dicen que, hasta que llegue el momento, Matusalén en persona monta guardia para que Satanás no la robe y dé a luz con este ser a un hijo: el llamado Armilos. ¿No ha oído nunca hablar de este Armilos? Incluso se sabe cuál sería su aspecto, es decir, los ancianos rabinos lo saben, si viniera al mundo: tendría cabellos de oro recogidos en una cola, partidos en dos rayas, los ojos en forma de hoz y largos brazos hasta los pies.

—¡Habría que pintar a ese elegante caballerete! —gruñó Vrieslander mientras buscaba un lápiz.

—Así que, Pernath, si alguna vez tiene la suerte de convertirse en un hermafrodita y en passant la de en­contrar el tesoro —añadió Prokop, ¡no se olvide de que siempre he sido su mejor amigo!

No tenía ánimo de bromas, sino que sentía un lige­ro dolor en el corazón.

Zwakh me lo debió notar, aunque no conocía la cau­sa, pues salió rápidamente en mi ayuda:

—De cualquier forma es muy extraordinario, casi in­quietante, que Pernath haya tenido esa visión precisa­mente en ese lugar que está tan estrechamente ligado a una antigua leyenda. Son coincidencias de cuyas re­des al parecer no puede librarse un hombre cuando su alma tiene la capacidad de ver formas que no se pueden captar por el tacto. No lo puedo evitar: lo más fascinante y atractivo es lo suprasensorial. ¿Qué dicen ustedes?

Vrieslander y Prokop se habían puesto serios, y to­dos nosotros pensamos que sobraba la respuesta.

—¿Qué piensa usted, Eulalia? —repitió Zwakh de espaldas.

La vieja tabernera se rascó la cabeza con la aguja, sonrió, enrojeció y dijo:

—Vayanse. No tienen vergüenza.

—Durante todo el día ha habido un ambiente terri­blemente tenso —dijo Vrieslander cuando nuestra hila­ridad se hubo calmado—. No he podido dar ni una pincelada. No he podido apartar en todo el rato mi pen­samiento de Rosina cuando bailó con el frac.

—¿La han encontrado? —pregunté.

—¡«Encontrado», eso es! La brigada de buenas cos­tumbres y de la moral la ha ganado para un compromiso de larga duración. Quizá le haya caído bien al señor comisario aquella vez en Loisitschek. De cualquier for­ma, ahora anda en una actividad febril y contribuye al aumento de turismo en el barrio judío. Por cierto que en poco tiempo se ha convertido en una muchacha fres­ca y lozana.

—Es asombroso, si se piensa lo que una mujer puede hacer de un hombre sólo con dejarse amar —intervino Zwakh, cortante—. Para conseguir el dinero que le per­mitiera estar con ella, se ha convertido ese pobre chico, Jaromir, de la noche a la mañana, en un artista. Va de bar en bar, recortando las siluetas de los clientes que se dejan retratar.

Prokop, que no había oído el final, chasqueó la lengua.

—¿De verdad? ¿Está realmente tan guapa Resina? ¿Le ha robado ya usted algún besito, Vrieslander?

La camarera se levantó rápidamente y abandonó in­dignada la habitación.

—¡Vieja gallina! De verdad que lo necesita, ¡accesos de virtud! ¡Puah! —gruñó Prokop a su espalda.

—¿Qué quiere? Se ha ido en el momento más esca­broso y además acababa de terminar su media —dijo Zwakh para calmarlo.

El patrón trajo más grog, y la conversación empezó a tomar un tono bochornoso. Demasiado sofocante como para que no me excitara aún más la sangre, en el estado febril en que me encontraba.

Luchaba contra ello, pero cuanto más me aislaba en mi interior y volvía a pensar en Angelina, tanto más violentos eran los zumbidos en mis oídos. Me despedí casi repentinamente.

La niebla, ya algo más dispersa, arrojaba cristales de hielo, pero todavía era lo suficiente densa como para no dejar ver los letreros de las calles y me desvié lige­ramente de mi camino.

Me había metido en otra calle e iba a doblar, cuan­do oí que me llamaban por mi nombre:

—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!

Miré a mi alrededor y hacia arriba.

Nadie.

Un portal abierto y encima, discretamente, un faro­lillo rojo bostezó junto a mí y me pareció distinguir en el fondo del pasillo una silueta.

Otra vez:

¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!, en un susurro.

Entré asombrado al pasillo y unos cálidos brazos de mujer me rodearon el cuello y, con el rayo de luz que salía de una puerta que se abría lentamente, vi a Rosina que se apretaba anhelante contra mí.

 

El Golem (XII): Impulso

El Golem (XII): Impulso

Las horas del último día se me habían pasado volan­do. Apenas tuve tiempo para comer.

Un ansia irrefrenable de actividad física me había retenido desde la mañana hasta la noche junto a la mesa de trabajo.

Había acabado la gema y Miriam se alegró como una niña.

También había restaurado la letra «I» del libro Ibbur.

Me apoyé en el respaldo y recordé tranquilamente todos los pequeños sucesos del día:

Cómo llegó la mujer que me servía por la mañana, después de la tormenta, con la noticia de que el puente de piedra se había derrumbado durante la noche.

Extraño. ¡Derrumbado! Quizá precisamente en el mo­mento en que yo tiré los granos; no, no, no debía pensar en eso; lo que hasta entonces había sucedido podía re­cibir un ligero toque de sobriedad y yo me había pro­puesto dejarlo enterrado en mi pecho, hasta que des­pertara por sí mismo; no debía removerlo.

¿Cuánto tiempo hace que paseé por el puente y ad­miré las estatuas de piedra? Y ahora ese puente que había estado en pie durante siglos, estaba en ruinas.

Casi me entristecía el hecho de que ya no podría pasear sobre él. Pues, aunque se reconstruyera, ya no sería el mismo misterioso puente de piedra.

Durante horas, mientras trabajaba en la gema, estu­ve pensando en ello y, tan naturalmente como si nunca lo hubiese tenido olvidado, renació en mí: ¿cuántas ve­ces miré siendo niño y también posteriormente la esta­tua de San Luitgardo y todas las demás que ahora es­taban enterradas en las aguas revueltas?

Había vuelto a ver en mi mente la intimidad de pe­queñas y queridas cosas que durante mi infancia consi­deraba mías; y a mi padre y a mi madre y a una gran cantidad de compañeros de colegio. Sólo de la casa en la que había vivido no me podía acordar.

Sabía que cualquier día aparecería de repente ante mí, cuando menos lo esperara; y me alegraba pensando en ese momento.

La sensación de que todo se desarrollaría de repente en mí, tan natural y sencillamente, era muy agradable. Cuando anteayer saqué el libro Ibbur del cofrecillo —y no había nada asombroso en él, sino que era como son todos los pergaminos antiguos adornados con valio­sas iniciales—, me pareció totalmente lógico.

No podía comprender que en aquella ocasión hubiera tenido una influencia tan fantasmagórica. Estaba escri­to en lengua hebrea, totalmente incomprensible para mí. ¿Cuándo vendría a recogerlo el desconocido? La alegría de vivir que había entrado en mí durante el trabajo se despertó de nuevo en todo su alegre frescor y espantó los pensamientos sombríos que querían atacar­me por la espalda.

En seguida tomé la foto de Angelina: pero ¿por qué no soñar una vez con felicidad, retener el luminoso pre­sente y juguetear con él como una pompa de jabón?

¿Acaso no podría realizarse lo que la añoranza de mi corazón me susurraba? ¿Era tan absolutamente im­posible que de la noche a la mañana me convirtiera en un hombre famoso? ¿Igual que ella, aunque de proce­dencia inferior? ¿Por lo menos igual que el Dr. Savioli? Pensé en la gema de Miriam: si me salieran otras como ésa... no cabía duda, ni los máximos artistas habían he­cho nada mejor.

Supongamos sólo una casualidad: ¿si el marido de Angelina se muriera de repente?

Me entraban escalofríos; un mínimo azar, y mi espe­ranza, mi más audaz esperanza, tomaba forma. La feli­cidad que me caería en suerte pendía de un hilo finísimo que en cualquier momento, por lo que sea, podía rom­perse.

¿No me habrían ocurrido ya miles de cosas milagro­sas? ¿Cosas de las cuales la humanidad ni siquiera sos­pecha que existan?

¿No era acaso un milagro que en el transcurso de pocas semanas se hubiera despertado en mí una capa­cidad artística que me elevaba ya muy por encima del término medio?

¡Me encontraba sólo al principio de este camino!

¿No tenía ningún derecho a la suerte?

¿Es que misticismo significa falta de deseos?

Yo acentuaba el «sí» en mí: ¡soñar sólo una hora, un minuto, una corta existencia humana!

Soñaba con los ojos abiertos:

Las piedras preciosas que estaban sobre Ía mesa cre­cían y crecían y me rodeaban por todas partes con cas­cadas de colores. Árboles de ópalo formaban grupos y reflejaban las olas de luz del cielo que brillaba azulado, como las alas de una gigantesca mariposa tropical en una lluvia de chispas, sobre una infinita pradera llena de un ardiente aroma estival.

Tenía sed y refresqué mis miembros en el rostro he­lado de los arroyos que corrían sobre rocas de brillante nácar.

Un hálito templado acariciaba las laderas, cubiertas de flores y de capullos, y me emborrachaba con el olor de los jazmines, los jacintos, los narcisos, las adelfas.

¡Insoportable! ¡Insoportable! Hice desvanecer la ima­gen. Tenía sed.

Esas eran las torturas del paraíso.

Abrí de golpe las ventanas y dejé que el viento acari­ciara mi frente.

Olí la primavera que se acercaba. ¡Miriam!

Me veía obligado a pensar en Miriam. En cómo tuvo que sujetarse a la pared para no caerse de excitación cuando vino a contarme que había sucedido un milagro, un verdadero milagro: había encontrado una moneda de oro en el pan que el panadero le había pasado a través de las rejas en el alféizar de la ventana de la cocina.

Busqué en mi bolsa. Esperando que no fuera ya de­masiado tarde, y que llegara todavía a tiempo para, por medio de un encantamiento, darle de nuevo un ducado.

Me había venido a ver a diario para hacerme com­pañía, como ella decía, pero no hablamos casi nada, tan «llena» estaba ella de su milagro. El hecho la había trastornado en lo más profundo de sus entrañas y cuan­do pienso en cómo a veces se ponía, de pronto, sin mo­tivo aparente, únicamente con el recuerdo, pálida hasta los labios, me mareo con el solo pensamiento de que en mi ceguera hubiera hecho cosas cuyo alcance era infinito.

Me entraba un terrible escalofrío al recordar las últi­mas y oscuras palabras de Hillel a este respecto.

La pureza de la finalidad no era ninguna disculpa para mí; el fin no justifica los medios, eso lo reconocía.

¿Y qué pasaba si además la finalidad de «querer ayu­dar» no era más que aparentemente «pura»? ¿No había acaso una mentira oculta detrás de todo ello? ¿El deseo propio e inconsciente de hacer el papel de auxiliador?

Empezaba a volverme loco a mí mismo.

Estaba claro que había juzgado a Miriam demasiado superficialmente.

Sólo por el hecho de ser hija de Hillel tenía que ser distinta a las demás muchachas.

¿Cómo podía haber sido tan temerario para interve­nir de un modo tan insensato en una vida interior que quizá era infinitamente superior a la mía?

Sólo el corte de su rostro, que encajaba cien veces más en la época de la sexta dinastía egipcia —y que incluso para esa época era demasiado espiritual— que en la nuestra, con sus rasgos de hombres racionalistas, de­bía habérmelo advertido.

No sé dónde leí en cierta ocasión: «Sólo el tonto des­confía del aspecto exterior.» ¡Cuan exacto! ¡Cuan exacto!

Miriam y yo éramos ahora buenos amigos; ¿debería confesarle que había sido yo quien había escondido día tras día los ducados en el pan?

El golpe sería demasiado repentino. La atolondraría.

No debería atreverme a eso. Debía actuar con más cuidado.

¿Debilitar de algún modo el milagro? ¿Poner el di­nero, en lugar de en el pan, en la escalera, de forma que lo tuviese que encontrar al abrir la puerta, etc. ¿En­contraría algo nuevo, menos basto, algún camino que la extrajera poco a poco de lo milagroso para volver a lo cotidiano? Esto me consolaba.

Sí. ¡Eso era lo correcto!

¿O acaso romper el nudo? ¿Contárselo a su padre y pedirle consejo? El rubor me subía a la cara. Para dar este paso habría tiempo, cuando todos los demás medios hubieran fallado.

Pero ¡manos a la obra! ¡No perder tiempo!

Se me ocurrió una buena idea: debería llevar a Mi­riam a algún lugar muy especial, arrancarla durante unas horas del ambiente acostumbrado para que recibiera otras impresiones.

Tomaríamos un coche y daríamos un paseo. ¿Quién nos conocería si evitábamos el barrio judío?

¿Quizá le interesara ver el puente derrumbado?

El viejo Zwakh, o una de sus antiguas amigas, podría acompañarla si le parecía terrible que yo fuera solo con ella.

Estaba firmemente decidido a no aceptar ninguna negativa.

 

En la puerta casi choqué con un hombre.

¡Wassertrum!

Debía haber estado espiando por la cerradura, pues estaba inclinado cuando tropecé con él.

—¿Me buscaba? —pregunté con brusquedad.

Tartamudeó unas palabras de disculpa en su impo­sible jerga; después asintió.

Lo invité a que entrara y se sentara, pero él se quedó junto a la mesa dando vueltas, nervioso, a la cinta del sombrero. En su cara y en cada uno de sus movimientos se reflejaba una profunda enemistad que en vano tra­taba de ocultar.

Nunca había visto antes a este hombre tan de cerca. No era su horrible fealdad lo que me repugnaba tan­to (ya que su fealdad casi me hacía sentir compasión por él: parecía una criatura a la que la misma naturale­za había pisoteado la cara al nacer, de rabia y asco), era otra cosa, algo imperceptible, algo que salía de él, lo que tenía la culpa.

La «sangre», como Charousek lo había denominado con acierto.

Involuntariamente me limpié la mano que le había dado al entrar.

A pesar de que lo hice sin llamar la atención, él debió darse cuenta, pues tuvo que hacer un enorme esfuerzo para ahogar las llamas de odio que nacían en su boca.

—Está bien esta casa —comenzó por fin a decir tar­tamudeando, cuando vio que yo no le daba el gusto de comenzar la conversación.

Como contradiciendo sus palabras cerró los ojos al hablar, quizá para no encontrarse córnñl mirada. ¿O quizá pensara que eso le daba a su cara una expresión humilde?

Era muy fácil darse cuenta del esfuerzo que hacía para hablar el alemán correctamente.

No me sentí obligado a contestarle y esperé a ver qué seguiría diciendo.

En su confusión tomó la lima que —sabe Dios cómo— todavía estaba, desde la visita de Charousek, sobre la mesa, pero retrocedió inmediatamente, como mordido por una culebra. Interiormente me asombró por su sub­consciente sensibilidad.

—Es natural, lógico, es parte del negocio, que esto esté bien —se esforzó por decir—, cuando se reciben... tan nobles visitas —quiso abrir los ojos para ver la im­presión que me hacían sus palabras, pero al parecer lo consideró demasiado pronto y los cerró de nuevo.

Quise llevarlo a un callejón sin salida:

—¿Se refiere a la dama que hace poco estuvo aquí, no? ¡Diga claramente lo que pretende!

Dudó un momento, me tomó de la muñeca y me arrastró hasta la ventana.

El modo extraño e inmotivado de hacerlo me recor­dó la forma en que unos días antes había llevado a su cueva al sordomudo Jaromir.

Con dedos encogidos me mostró un objeto brillante:

—¿Cree usted, señor Pernath, que se puede hacer algo con esto?

Era un reloj de oro con una tapa tan retorcida que casi parecía como si alguien lo hubiera hecho intencio­nadamente.

Agarré la lupa: las bisagras estaban casi rotas por la mitad y dentro. ¿No había allí algo grabado? Apenas legible y con una gran cantidad de arañazos recientes.

Despacio descifré:

 

K — rl Zott — mann

 

¿Zottmann?   ¿Zottmann?   ¿Dónde había leído yo ese nombre? No podía recordarlo. ¿Zottmann?

Wassertrum estuvo a punto de quitarme la lupa de la mano:

—En la maquinaria no hay nada. Eso ya lo he mirado yo. Pero fuera, la tapa, eso es horrible.

—No hace falta más que desabollarlo, como máximo unas pequeñas soldaduras. Eso se lo puede hacer exacta­mente igual cualquier joyero normal y corriente, señor Wassertrum.

—Sí, pero tengo interés en que sea un buen trabajo. Como se suele decir: artístico —me interrumpió rápida, casi angustiosamente.

—Bueno, si tiene tanto interés...

—¡Mucho interés! —su voz jadeaba casi de indig­nación—. Quiero llevar yo mismo el reloj. Y cuando se lo enseñe a alguien quiero poder decir: Mire, mire, así trabaja el señor von Pernath.

Me repugnaba ese tipo; me escupía sus desagradables lisonjas formalmente a la cara.

—Si vuelve dentro de una hora estará acabado. Wassertrum se encogió:

—Eso no puede ser. No quiero. Tres días. Cuatro días. La semana que viene es tiempo suficiente. Toda mi vida me reprocharía haberle dado prisas.

¿Qué quería con ponerse tan fuera de sí? Entré en la habitación de al lado y guardé el reloj en el cofreci­llo. La foto de Angelina estaba encima de todo. Rápida­mente volví a cerrar la tapa, por si Wassertrum miraba.

Cuando me volví me di cuenta de que había palide­cido.

Lo examiné con atención, pero borré inmediatamen­te mis sospechas. ¡Imposible! No podía haber visto nada.

—Bueno, entonces quizá la semana que viene —dije para terminar su visita.

De repente, parecía ya no tener prisa. Se acercó a un sillón y se sentó.

Contrariamente a su actitud anterior, tenía ahora al hablar bien abiertos sus ojos de besugo y miraba fija­mente el botón superior de mi chaleco. Pausa.

—Aquella fulana le ha dicho naturalmente que usted hiciese como si no supiera nada. ¿Noo? —soltó de im­proviso sin ningún preámbulo y dando un golpe con el puño en la mesa.

Había algo extraño y terrible en la incoherencia con que podía saltar, como el rayo, de un modo de hablar a otro, de unos tonos halagadores a otros brutales, y me pareció muy probable que la gente, especialmente las mu­jeres, se encontraran en un abrir y cerrar de ojos en su poder, sólo con que tuviera la más mínima arma con­tra ellas.

Quise saltar, agarrarlo del cuello y sacarlo al pasillo; ése fue mi primer pensamiento; pero después pensé si no sería más inteligente escucharlo primero.

—De verdad que no sé a qué se refiere, señor Was­sertrum —y me esforcé en poner una cara lo más tonta posible—. ¿Fulana? ¿Qué es eso: fulana?

—¿Acaso tengo que enseñarle alemán? —me dijo groseramente—. Tendrá que levantar la mano en el jui­cio cuando se trate de eso. ¿Me entiende bien? ¡Eso se lo digo yo! —empezó a gritar—: ¡A mí no me va a jurar usted en mi propia cara que «ésa» de ahí al lado —y señaló con el pulgar el estudio— entró aquí, en su casa, sólo con una manta... y nada más!

El odio me subía a los ojos; agarré al tipo por la pechera y lo sacudí:

—¡Si dice una sola palabra más en ese tono, le rom­peré todos los huesos del cuerpo! ¿Entendido? Se derrumbó en el sillón y tartamudeó.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere? Yo sólo ha­blaba.

Fui un par de veces de un lado a otro de la habita­ción para calmarme. No escuché todas las disculpas que baboseaba.

Después me senté frente a él, con la firme intención de arreglar el asunto con él de una vez para siempre, por lo menos en lo que se refería a Angelina, y, si no podía ser en paz, lo obligaría a declarar su enemistad y a disparar antes de tiempo sus débiles flechas.

Sin hacer el más mínimo caso de sus objeciones, le dije claramente que cualquier tipo de chantaje —y acen­tué esta palabra— fallaría, puesto que nunca podría for­talecer ninguna de sus acusaciones con pruebas y que yo sabría con seguridad encontrar testigos (suponiendo que estuviera dentro de lo posible llegar a eso), que An­gelina estaba demasiado cerca de mí como para que no la defendiera en un momento de necesidad, costase lo que costase, incluso con un juramento en falso.

Cada uno de los músculos de su cara se tensó y su labio leporino se separó casi hasta la nariz, rechinó los dientes e interrumpió una y otra vez mis palabras ha­ciendo glu-glu, como un pavo:

—¿Es que acaso quiero algo de esa fulana? ¡Pero escúcheme! —estaba fuera de sí de impaciencia, porque yo no me dejaba engañar—. Lo que a mí me importa es el doctor Savioli, por ese maldito perro... él... él —le salió de repente gritando desaforadamente.

Jadeó en busca de aire. En seguida me contuve: por fin estaba donde yo lo quería, pero al momento se había serenado y miraba de nuevo fijamente mi chaleco.

—Escuche, Pernath —se esforzó por imitar el frío y comedido hablar de los negociantes—. Usted sigue ha­blando de la ful... de la dama. ¡Bien! Está casada. Bue­no: ella se ha dejado llevar por ese... ese joven roñoso. ¿Qué tengo yo que ver con eso? —movía sus manos delante de mi rostro, con los dedos juntos como si to­mara con ellos una pizca de sal—. Allá ella, la fulana. Yo soy un hombre de mundo y usted es también un hombre de mundo. Eso ya lo conocemos los dos. ¿Noo? Yo lo único que quiero es mi dinero.¿Lo entiende us­ted, Pernath?

Lo escuché asombrado.

—¿Qué dinero? ¿Le debe a usted algo el doctor Saviolí?

Wassertrum respondió, evasivo:

—Cuentas, tengo cuentas con él. Al fin y al cabo es lo mismo.

—¡Usted lo quiere matar! —grité. Se levantó de un salto. Dio un traspiés. Cacareó un par de veces.

—¡Sí!  ¡Asesinar!   ¡Cuánto tiempo piensa seguir representándome esa comedia! —señalé la puerta—: ¡Ha­ga el favor de salir!

Lentamente tomó su sombrero, se lo puso y se vol­vió para irse. Entonces se detuvo y me dijo con una tranquilidad de la que no lo hubiera creído capaz:

—También es cierto. Lo he querido dejar fuera de esto. Bueno. Si no, no. Los barberos piadosos hacen las peores heridas. Ya estoy harto. Si hubiera sido usted sensato, el doctor Savioli, al fin y al cabo, está en mitad de su camino, ¿no? Ahora lo haré con ustedes tres —y señaló con un gesto lo que pensaba: estrangulamiento.

Sus gestos expresaban una maldad satánica y pa­recía estar tan seguro, que se me heló la sangre en las venas. Debía tener en las manos un arma que yo no sos­pechaba y que tampoco Charousek conocía. Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. «¡La lima! ¡La lima!», sentí que me susurraba algo en mi cabeza. Calculé la distancia: un paso hasta la mesa... dos pasos hasta Was­sertrum, iba a saltar, pero apareció Hillel, como surgido del suelo, en la puerta.

La habitación se borró ante mis ojos.

Sólo veía —como a través de una niebla— que Hi­llel permanecía inmóvil y Wassertrum retrocedía paso a paso hasta la pared.

Entonces oí a Hillel decir:

—Usted, Aaron, conoce el dicho «Cada judío es fia­dor de los demás», ¿no? No se lo haga usted a uno tan difícil —añadió un par de palabras en hebreo que yo no comprendí.

—¿Por qué necesita usted husmear detrás de las puer­tas? —balbuceó el cambalachero con labios temblorosos.

—Si he escuchado o no, no debería preocuparlo. Hi­llel acabó otra vez con una frase en hebreo que esta vez sonó a amenaza. Esperé que se originara una disputa, pero Wassertrum no respondió ni una sílaba, recapacitó un momento y se fue de mala gana.

Miré asustado a Hillel. Me hizo una seña de que me callara. Al parecer esperaba algo, pues escuchaba con atención lo que pasaba en el pasillo. Quise ir a cerrar la puerta, pero él me hizo retroceder con un gesto impa­ciente.

Pasó más de un minuto y volvieron a oírse los pasos arrastrados del cambalachero por las escaleras. Sin decir una palabra salió Hillel y le hizo sitio.

Wassertrum esperó a que estuviera lejos como para no oírlo y entonces refunfuñó agriamente:

—Devuélvame mi reloj.

El Golem (XI): Miedo

El Golem (XI): Miedo

Tenía la intención de agarrar mi abrigo y mi som­brero e ir a comer a la pequeña taberna Zum alten Ungelt donde se reunían todas las noches, hasta muy tar­de, Zwakh, Vrieslander y Prokop y se contaban unos a otros locas historias; pero apenas entré en mi habita­ción se me fue la intención: como si unas manos invi­sibles me hubieran arrancado un paño o algo que lle­vara sobre el cuerpo.

Había en el aire una tensión de la que no podía dar cuenta, pero que, a pesar de todo, existía como algo palpable y que, en el transcurso de unos segundos, me dominó tan profundamente que al principio, a causa de la inquietud, no sabía por dónde empezar: encender la luz, cerrar la puerta, sentarme o pasear de un lado para otro.

¿Se había introducido o escondido alguien en mi ha­bitación durante mi ausencia? ¿Era el miedo de un hombre por ser visto lo que se me estaba contagiando? ¿Estaba acaso Wassertrum aquí?

Miré por detrás de las cortinas, abrí el armario y miré en el cuarto de al lado: nadie.

También el cofrecillo estaba en su lugar; no pare­cía haber sido tocado.

¿No sería lo mejor decidirme de una vez a quemar las cartas y librarme así para siempre de esa preocupa­ción?

Empecé a buscar la llave en el bolsillo de la chaque­ta... pero, ¿era necesario hacerlo ahora? Tenía tiempo suficiente hasta la mañana.

¡Primero encender la luz!

No podía encontrar las cerillas.

¿Estaba cerrada la puerta? Retrocedí un par de pa­sos. Me quedé quieto.

¿Por qué de repente ese miedo?

Querría reprocharme mi cobardía: pero mis pensa­mientos quedaban atascados en cuanto los había con­cebido.

Se me ocurrió de repente una idea loca, subir rápi­do, muy rápido a una mesa, levantar un sillón y rom­perle a él la cabeza hasta que cayera al suelo... si... si se acercaba.

—Pero si no hay nadie aquí —me dije en voz alta y de mal humor—, ¿has tenido miedo alguna vez en tu vida?

No servía de nada. El aire que respiraba se hacía cada vez más delgado y tan cortante como el éter.

Si hubiera visto algo, lo más horrible que se pueda uno imaginar, en un abrir y cerrar de ojos se me ha­bría pasado el miedo.

Nada se acercaba.

Escudriñaba con la mirada todos los rincones.

Nada.

En todas partes sólo cosas muy conocidas: muebles, arcas, la lámpara, el cuadro, el reloj de pared, viejos amigos sin vida.

Esperaba que cambiaran ante mis ojos y me dieran así la causa para considerar un engaño de mis sentidos el motivo de mi miedo.

Pero tampoco. Seguían fieles e inmóviles en sus for­mas. Demasiado inmóviles para que fuesen naturales en la semioscuridad de la habitación.

«Están bajo tu misma tensión forzada», sentí «No se atreven a hacer el más ligero movimiento.»

¿Por qué no funciona el reloj de pared?

La acechanza a nuestro alrededor ahogaba todo so­nido.

Moví la mano y me asombré de poder oír el ruido.

¡Si por lo menos silbara el viento alrededor de la casa! ¡Pero ni siquiera eso! O si la leña de la estufa chisporroteara: el fuego estaba apagado.

Y continuamente la misma horrible acechanza en el aire, sin pausa, sin orificios, como el fluir del agua.

¡Este estar-dispuesto-al-asalto de mis sentidos tan vano! Dudaba de poderlo soportar. La habitación lle­na de ojos que no veía... llena de manos, moviéndose sin una intención premeditada, que yo no podía su­jetar.

«Es el miedo que nace de sí mismo, el paralizante horror de la intocable nada, algo que no tiene forma y que sin embargo corroe nuestro pensamiento», com­prendí borrosamente.

Me puse rígido y esperé.

Esperé casi un cuarto de hora; ¡quizás «se» dejaría engañar y «se» acercaría a mí por detrás, y yo lo po­dría atrapar!

De repente, de improviso, me volví: de nuevo nada.

De la misma corrosiva nada, que no existía y que sin embargo llenaba la habitación con su terrible ace­chanza.

¿Y si saliera corriendo? ¿Qué me lo impedía?

«Vendría conmigo» supe al momento con inevita­ble seguridad. También sabía que no me serviría de nada encender la luz, y sin embargo estuve buscando el encendedor hasta que lo encontré.

Pero el pábilo de la vela no quería arder y tardó mucho en salir de la cera: la llama no quería ni vivir ni morir y cuando por fin consiguió en su lucha una existencia física, permaneció allí sin ningún brillo, cual hojalata amarilla y sucia. No, la oscuridad era mejor que eso.

La apagué de nuevo y me eché vestido sobre la cama. Conté los latidos de mi corazón: 1, 2, 3, 4 —hasta mil y otra vez desde el principio— horas, semanas, meses, me pareció, hasta que los labios se me quedaron secos y el pelo se me erizó: ni un segundo de alivio.

Ni uno solo.

Comencé a decir en voz alta palabras, tal y como me venían a la boca: príncipe, árbol, niño, libro, y las repetía con angustia hasta que repentinamente se de­tuvieron frente a mí, desnudas como horribles sonidos sin sentido de una época bárbara y prehistórica, y tuve que hacer un tremendo esfuerzo de pensamiento para reencontrar su significado: ¿p-r-í-n-c-i-p-e? ¿1-i-b-r-o?

¿No estaría loco? ¿O muerto? Tanteé a mi alre­dedor.

¡Levantarse!

¡Sentarme en el sillón!

Me dejé caer en él.

¡Ojalá viniera por fin la muerte!

¡Todo, con tal de no seguir sintiendo esta terrible acechanza sin sangre, fría!

—¡Yo... no quiero... yo... no... quiero! —chillé—. ¿Es que no oyen?

Me derrumbé sin fuerzas.

No podía comprender que siguiera viviendo.

Incapaz de pensar ni de hacer algo; miraba fijamen­te hacia delante.

«¿Por qué se acercaban los granos con tanta tena­cidad?», se aproximó a mí un pensamiento, retrocedió y volvió. Retrocedió. Volvió.

Poco a poco me di cuenta claramente de que ante mí había un ser extraño —quizás desde que estaba aquí sentado, ya estaba él ahí de pie— y me alargaba la mano:

Una criatura gris, de hombros anchos, del tamaño de un hombre ancho y rechoncho, apoyado sobre mi bastón de madera nudosa, en espiral.

Donde hubiera debido estar la cabeza, sólo podía distinguir una nube de pálido vapor.

Un oscuro olor a madera de sándalo y a húmeda pi­zarra surgía de la aparición.

Una sensación de estar absolutamente indefenso casi me robó los sentidos. Toda la tortura que me destro­zaba los nervios y que había soportado durante este tiempo se condensaba ahora y se convertía en un terror mortal que había adquirido forma en ese ser.

Mi sentido de autoconservación me decía que me volvería loco de horror y miedo si pudiera ver la cara del fantasma —me lo advertía, me lo gritaba a los oídos—; sin embargo, me atraía como un imán y no podía retirar la mirada de esa pálida nube y buscaba en ella ojos, nariz y boca.

Pero por mucho que me esforzase, el vapor perma­necía inmóvil. Si bien conseguía colocar sobre ese cuer­po rostros de todo tipo, sabía perfectamente, cada vez, que sólo provenían de mi imaginación.

Además, siempre se desvanecían —casi en el mismo segundo en que yo los creaba.

Sólo la forma de una cabeza de ibis egipcio duró algo más.

Los contornos del fantasma se ocultaban esquemáti­camente en la oscuridad, se contraían de un modo ape­nas perceptible y se expandían de nuevo, como por una suave respiración que recorría toda la figura, y era el único movimiento que se podía percibir en él. En lu­gar de pies tenía unos muñones de huesos que tocaban el suelo: la carne —gris y sin sangre— se había amon­tonado con bordes hinchados alrededor de los huesos.

Sin moverse, la criatura me alargaba su mano.

En ella había granos. Como una alubia de grandes, de color rojo y con puntos negros en el extremo.

¿Qué debía hacer yo con ellos?

Sentí borrosamente que sobre mí recaía una enor­me responsabilidad —una responsabilidad que supera­ba todo lo terreno—, si no hacía ahora lo correcto.

Presentí que en alguna parte, en el reino de las cau­sas, había dos platillos de balanza cargados cada uno de ellos con el peso de la mitad del mundo —y que cualquiera en el que se echara una mota de polvo, cae­ría al suelo.

¡Ésa era la horrible acechanza que me rodeaba! Com­prendí: «¡No mover ni un dedo!», me gritó mi enten­dimiento. «Aunque la muerte no viniera en toda la eternidad para librarme de este tormento.»

Pero también en ese caso habrías tomado una deci­sión: habrías rechazado los granos, murmuraba algo dentro de mí. Aquí no hay vuelta de hoja.

Miré a mi alrededor en busca de ayuda, para ver si encontraba una señal de lo que debía hacer. Nada.

Tampoco dentro de mí, ni un consejo, ni una ocu­rrencia: todo muerto, totalmente muerto.

Me di cuenta de que la vida de millares de personas pesaba lo que una pluma en este momento.

Debía ser muy tarde ya, noche profunda, pues yo no podía distinguir las paredes de mi habitación.

Al lado, en el ático, se oían pasos, alguien movía los armarios, abría cajones y los arrojaba golpeándolos con­tra el suelo, creí reconocer la voz de Wassertrum al prorrumpir, con tono de bajo, en salvajes maldiciones: pero no lo escuché. Era para mí tan insignificante como el crujido de un ratón. Cerré los ojos.

Rostros humanos pasaban en largas filas ante mí. Con los párpados cerrados, máscaras de muertos, in­móviles, mi propia familia, mis propios antepasados.

Por mucho que pareciera cambiar la forma, era siem­pre la misma cabeza la que parecía levantarse de su tumba —con el pelo liso y peinado, corto, con raya y rizos, con pelucas largas (estilo Felipe IV) y tupés ri­zados—, a través de los siglos hacia mí, hasta que los rasgos se me fueron haciendo cada vez más y más co­nocidos y se fueron uniendo todos en un último rostro: el rostro del Golem, con el que se rompía la cadena de antepasados.

Después la oscuridad convirtió mi habitación en un espacio infinito y vacío, en cuyo centro sabía que yo estaba sentado y ante mí la sombra gris con el brazo ten­dido de nuevo.

Cuando abrí los ojos, alrededor de nosotros había se­res extraños en dos círculos que se entrecruzaban for­mando un ocho.

Los de un círculo envueltos en un manto de tonalidad violeta, los otros con uno negro-rojizo. Hombres de una raza desconocida, delgados e innaturales, con los rostros ocultos tras paños brillantes.

El palpitar de mi corazón dentro de mi pecho me de­cía que había llegado el momento de la decisión. Mis dedos se estiraron en busca de los granos: entonces vi cómo una especie de temblor agitaba las figuras del círcu­lo rojizo.

¿Debería rechazar los granos? El temblor atacó al círculo azulado... miré con ojos fijos al hombre sin ca­beza; seguía allá, en la misma postura: inmóvil como antes.

Incluso su respiración había cesado. Levanté el brazo sin saber todavía lo que debía hacer y... di un golpe en la mano tendida del fantasma, de forma que todos los granos rodaron por el suelo.

Por un momento, tan repentino como una descarga eléctrica, perdí el conocimiento y creí caer en un abismo infinito; después me encontré seguro sobre mis piernas.

Las criaturas grises habían desaparecido. Igual que los seres del círculo rojizo.

Por el contrario, las figuras azuladas habían forma­do un círculo a mi alrededor: tenían sobre el pecho una inscripción en jeroglíficos dorados y llevaban en silen­cio —parecía un juramento— los granos dorados que yo había tirado al aire de la mano del fantasma sin ca­beza.

Oí que afuera una tormenta de granizo golpeaba con­tra los cristales y que el estrépito de un trueno rompía el aire.

Una tormenta de invierno con toda su incontenible fuerza asolaba la ciudad. Desde el río sonaban, a través del ulular de la tormenta, en intervalos rítmicos, los sor­dos disparos de cañón que anunciaban la ruptura de la capa de hielo del Moldava. La habitación llameaba a la luz de los continuados e ininterrumpidos relámpagos. De repente, me sentí tan débil que las rodillas me tem­blaban y tuve que sentarme.

—Tranquilízate —dijo claramente una voz a mi la­do—. Totalmente tranquilo, hoy es el Lelshimurim, la noche de la protección.

Poco a poco cedía la tormenta y el ruido ensordece­dor se convertía en el monótono tamborileo del granizo en los tejados.

El cansancio de mis miembros aumentó de tal forma que ya sólo sentía, confuso y medio en sueños, lo que sucedía a mi alrededor:

Un ser dijo desde el círculo las palabras siguientes:

El que buscáis no está aquí.

Los demás respondieron algo en una lengua extraña. Otro ser respondió muy suavemente con una frase en la que sólo entendí el nombre de

 

HENOCH

 

pero no el resto: el viento traía desde el río, demasiado fuerte, el ruido del hielo al romperse.

Entonces salió del círculo un ser que vino hacia mí. Señaló el jeroglífico sobre su pecho —eran las mismas letras que en los demás— y me preguntó si sabía inter­pretarlo.

Cuando —balbuceando por el cansancio— negué, alargó hacia mí la palma de su mano y la escritura aparecio luminosa sobre mi pecho en caracteres que al prin­cipio eran latinos:

 

CHABRAT ZEREH AUR BOCHER

 

pero que poco a poco se fueron transformando en aque­llos desconocidos.

Caí en un profundo sueño, sin soñar, como no había vuelto a conocer desde aquella noche en la que Hillel me había soltado la lengua.

 

El Golem (X): Necesidad

El Golem (X): Necesidad

Una batalla de copos de nieve tenía lugar ante mi ventana. Las estrellas de nieve —diminutos soldados envueltos en abriguitos blancos y gruesos— caían en regimientos, unos detrás de otros, ante el cristal, siem­pre en la misma dirección, como huyendo todos juntos ante un enemigo especialmente peligroso. De repente se hartaban de huir y, por motivos misteriosos, pare­cían tener un ataque de rabia y retrocedían rápidamen­te hasta que de nuevo les caían, por arriba y por abajo, nuevos ejércitos enemigos y transformaban todo en un remolino sin arreglo.

Me parecía que hacía ya muchos meses de aquellos acontecimientos extraordinarios que acababa de vivir, y de no ser porque llegaban diariamente nuevos y ex­citantes rumores sobre el Golem, que me hacían revi­virlo todo, creo que hubiera podido sospechar, en un momento de duda, haber sido víctima de un estado de oscuridad anímica.

De todos los coloridos arabescos que los sucesos habían tejido a mi alrededor, el que aún se destacaba con tonos más intensos era lo que me había contado Zwakh sobre la muerte no aclarada del llamado «ma­són».

Relacionar al varioloso Loisa con esto no podía acla­rar nada, a pesar de que no podía alejar de mí una oscura sospecha: casi inmediatamente después de que Prokop creyera oír aquella noche por el desagüe un ruido horrible, vimos al muchacho en Loisitschek. Si bien esto no nos daba pie para interpretar el grito bajo la tierra, que además podía haber sido perfectamente una ilusión de los sentidos, como el grito de auxilio de un hombre.

Me cegaba el torbellino de nieve delante de mis ojos, y comencé a ver todo en rayos danzantes. Dirigí de nuevo la atención a la gema que tenía ante mí. El mo­delo de cera que había hecho del rostro de Miriam podía imprimirse perfectamente en esta piedra lunar de brillo azulado. Me alegraba: había sido una agrada­ble coincidencia el que hubiera encontrado entre mi co­lección de minerales algo tan adecuado. La negra ma­triz de la hornablenda recogía en la piedra exactamente la luz precisa y los bordes coincidían tan exactos como si la naturaleza la hubiera creado ex profeso para convertirse en la imagen imperecedera del fino perfil de Miriam.

Mi intención al principio fue hacer con ello un ca­mafeo que representara al dios egipcio Osiris, pero la visión del hermafrodita del libro Ibbur, que en cual­quier momento podía recordar con absoluta claridad, me había excitado mucho artísticamente, sin embargo, poco a poco, descubrí en los primeros cortes tal pareci­do con la hija de Hillel, que todo mi plan sucumbió.

¡El libro Ibbur!

Excitado, retiré la herramienta de acero. Era increí­ble el número de acontecimientos que en tan poco tiempo habían concurrido en mi vida.

Como alguien que de repente se siente transportado a un inmenso desierto de arena, caí de pronto en la cuenta de la profunda y gigantesca soledad que me se­paraba de mi prójimo.

¿Podría hablar alguna vez en toda confianza —ex­ceptuando a Hillel—, con algún amigo, de lo que ha­bía vivido?

Era cierto que en las horas silenciosas de las pasa­das noches había vuelto ese recuerdo que durante toda mi juventud —desde mi primera infancia— me había atormentado con una inexplicable sed de portentos; pero la satisfacción de ese ardiente deseo había llegado como una tormenta que ahogaba en mi alma con su enorme fuerza el grito de sorpresa y de alegría.

Temblaba ante el momento en que volviera a mí y comprendiera lo sucedido en tal asfixiante y total cor­poreidad que parecía real.

Pero ahora no debía regresar aún. Primero disfru­tar de su encanto: ¡ver acercarse lo inexpresable en todo su fulgor!

Todavía lo tenía en mi poder. Sólo necesitaba en­trar en mi habitación y abrir la arqueta en la que esta­ba el libro Ibbur, ¡el regalo de lo invisible!

¡Cuánto tiempo hacía que mi mano lo había tocado, cuando metí allí las cartas de Angelina!

Ahora un sordo temblor, como cuando el viento, de tiempo en tiempo, tira sobre las aceras los montones de nieve formados en los tejados de las casas, segui­dos de pausas de profundo silencio, puesto que la col­cha de copos ahoga todo ruido en el asfalto.

Quise seguir trabajando, cuando de repente percibí el trote de un caballo a lo largo de la calle, tan fuerte que realmente se veían saltar las chispas.

Era imposible abrir la ventana y mirar afuera: unos músculos de hielo abrazaban los marcos de la ventana y los cristales estaban a medias cubiertos de nieve. Sólo pude ver que Charousek estaba, al parecer, muy apaciblemente junto al cambalachero Wassertrum —de­bían de haber estado hablando un momento antes— y vi cómo el asombro que se dibujaba en sus rostros crecía y cómo, sin decir una palabra, miraban claramente al coche que había desaparecido de mi vista.

Se me pasó por la cabeza que era el marido de An­gelina. ¡Ella misma no podía ser! Pasar con su equi­paje por aquí... ¡por la calle Hahnpass!... ¡a la vista de todo el mundo! ¡Hubiera sido una locura! Pero ¿qué debía decirle a su marido, si es que era él, y si me hacía preguntas directas?

Negar, naturalmente, negar.

Rápidamente imaginé la situación: sólo puede ser su marido. Ha recibido una carta anónima —de Wassertrum— diciéndole que había estado aquí en una cita, y ella ha buscado una excusa: seguramente que me ha encargado una gema o cualquier otra cosa. ¡Ya! Unos golpes furiosos en la puerta y... Angelina estaba ante mí.

No podía pronunciar ni una sola palabra, pero la ex­presión de su rostro me lo reveló todo: ya no necesi­taba esconderse. La canción se había acabado.

Sin embargo, algo surgió ante mí que se negaba a esta suposición. No lograba acabar de creer que la sen­sación de poder ayudarla me hubiese engañado.

La acompañé hasta el sillón. Le acaricié en silencio el cabello: y ella, muerta de cansancio, ocultó como un niño su cabeza en mi pecho.

Podíamos oír el chisporroteo de los leños que ar­dían en la estufa y miramos cómo su rojo fulgor pasa­ba rápidamente por el suelo, se encendía y apagaba..., se encendía y apagaba..., se encendía y apagaba.

«¿Dónde está el corazón de piedra roja...?» —excla­mó algo en mi interior. Me sobresalté: ¿dónde estoy? ¿Desde cuándo está ella aquí?

La examiné: en silencio, con cuidado, con mucho cui­dado, para que no se despertara y para no rozar con la sonda la herida abierta.

Por fragmentos, por tiempos, me enteré de lo que necesitaba saber, colocando y juntando todo como un mosaico.

—¿Su marido sabe...?

—No, todavía no; está de viaje.

Por lo tanto se trata de la vida del doctor Savioli; Charousek ha acertado. Y ella estaba aquí porque se trataba de la vida del doctor Savioli y no ya de la suya. Comprendí que ahora ella no pensaba en ocultar nada.

Wassertrum había estado otra vez donde el doctor Savioli. Había logrado llegar con amenazas y por la fuerza hasta su lecho de enfermo.

¡Y más!  ¡Más!  ¿Qué quería del doctor Savioli?

¿Qué quería? Ella se había enterado de la mitad y había adivinado la otra mitad: él quería que... que... él quería... herir al doctor Savioli.

También conocía ahora los motivos del violento e insensato odio de Wassertrum. ¡El doctor Savioli había conducido a la muerte a su hijo, el oculista Wassory!

Inmediatamente me sobrevino como un rayo este pensamiento: bajar y contárselo todo al cambalachero: que había sido Charousek el que había dado el golpe —en un segundo término— y no el doctor Savioli, que fue sólo el instrumento... Algo en mi cabeza me gritaba: «¡Traición, traición! ¿Pretendes entregar al po­bre y tísico Charousek, que os quería ayudar a ti y a ella, al ansia de venganza de ese bribón?» Y me des­garraba en pedazos sangrientos. Entonces mi pensa­miento expresó tranquila y muy fríamente la solución: «¡Loco! ¡Si lo tienes atrapado! Sólo necesitas agarrar esa lima de encima de la mesa, bajar y clavársela al cambalachero en la garganta, hasta que la punta salga por detrás, por la nuca.»

Mi corazón lanzó un grito de jubiloso agradecimien­to a Dios.

Seguí investigando.

—¿Y el doctor Savioli?

No cabía duda alguna de que él se suicidaría si ella no lo salvaba. Las enfermeras no le quitaban la vista de encima, lo habían aturdido con morfina, pero quizá si despertase de repente —quizás ahora preci­samente— y... y... no, no, ella tenía que irse, no po­día perder ni un minuto; me dijo que quería escribir a su marido y contárselo todo..., podría quedarse con la niña, pero tenía que salvar al doctor Savioli. Quita­ría de las manos de Wassertrum la única arma que te­nía y con la que la amenazaba.

Ella misma iba a descubrir el secreto, antes de que él pudiera delatarlo.

—¡Usted no hará eso, Angelina! —grité y pensé en la lima. Mi voz flaqueó por la alegría y el júbilo de mi poder.

Angelina quería soltarse:  la retuve.

—Sólo una cosa más: recapacite usted: ¿creerá su marido sin más ni más al cambalachero?

—Pero Wassertrum tiene pruebas, sin duda mis car­tas, quizá también una foto mía, todo lo que estaba escondido en el escritorio del estudio de al lado.

¿Cartas? ¿Foto? ¿Escritorio? Yo ya no sabía lo que hacía: estreché a Angelina contra mi pecho y la besé.

Su pelo rubio caía como un velo dorado sobre mi rostro.

Entonces la tomé por sus finas manos y le conté con vivas palabras que el enemigo mortal de Wasser­trum —un pobre estudiante bohemio— había traído las cartas y todo lo demás a un lugar seguro y que las tenía yo en mi poder, bien guardadas.

Ella se arrojó a mi cuello; reía y lloraba a la vez. Me besó y corrió hacia la puerta. Volvió otra vez y me besó de nuevo.

Después desapareció.

Yo estaba aturdido y sentía todavía la respiración de su boca en mi rostro.

Oí cómo las ruedas del coche y el rápido galope de las herraduras retumbaban en el asfalto. En un minu­to estaba todo de nuevo en silencio. Como una tumba.

También dentro de mí.

De repente la puerta se abrió detrás mío y Charousek apareció en mi habitación:

—Perdone, señor Pernath, he estado llamando mu­cho rato, pero usted parece no haber oído. Asentí en silencio.

—Espero que no haya pensado que me he recon­ciliado con Wassertrum, al verme hablar hace un mo­mento con él. —La sonrisa irónica de Charousek me decía que sólo estaba bromeando—. Usted debe saber­lo: la suerte me favorece; ese canalla de allí abajo comienza a aceptarme y a hacerme un lugar en su cora­zón, maestro Pernath. Es algo muy singular, eso de la voz de la sangre —añadió en voz baja, casi para sí mismo.

No entendía a lo que se refería con ello, y pensé que se me había escapado algo que no había oído. La excitación por la que acababa de pasar vibraba aún demasiado fuerte en mí.

—Quería regalarme un abrigo —continuó Charou­sek en voz alta—. Lo he rechazado, agradecido, por supuesto. Ya me calienta bastante mi propia piel. Ade­más, me ha obligado a llevarme dinero.

Estuve a punto de gritar: «¿Y usted lo ha acepta­do?», pero él no dejó que pronunciara una sola pa­labra.

—El dinero, naturalmente, lo he aceptado. Todo en la cabeza me daba vueltas.

—¿Aceptado? —tartamudeé.

—Nunca hubiera creído que se pudiera sentir una alegría tan pura en la tierra —Charousek se detuvo un momento e hizo un gesto—. ¿No es acaso una sensa­ción alentadora ver por todas partes que la «previsión material» actúa con sabiduría y circunspección en la economía de la naturaleza, como la mano de un eco­nomista? —Hablaba como un pastor y, mientras ha­blaba, jugueteaba con las manos en su bolsillo—. En verdad, siento como un deber sublime dedicar el tesoro se me ha confiado, hasta el último céntimo, al más noble de los fines. —¿Estaba borracho o loco? Charou-sek cambió súbitamente de tono—: Hay algo cómico y satánico en el hecho de que Wassertrum se pague a sí mismo... la medicina. ¿No cree?

Se despertó en mí la sospecha de lo que se escondía tras las palabras de Charousek, y sus ojos enfebrecidos me estremecieron.

—Pero, bueno, vamos a dejar esto ahora, maestro Pernath. Vamos a solucionar primero los asuntos que tenemos entre manos. La dama de antes, era ella, ¿no? ¿Qué le ha sucedido, qué le ha pasado para venir aquí públicamente?

Conté a Charousek lo que había pasado.

—Wassertrum no tiene, con absoluta seguridad, nin­guna prueba en su poder —me interrumpió alegremen­te—, si no, no hubiera rebuscado esta mañana otra vez en el estudio. ¡Es curioso que usted no lo haya oído! Ha estado allí una hora entera.

Me asombré de cómo podría saberlo todo con tanta exactitud y se lo dije.

—¿Puedo? —Como explicación tomó un cigarrillo de la mesa, lo encendió y añadió—: Mire usted, si abre ahora la puerta, la corriente que entra de la escalera arrastrará el humo del tabaco en esa dirección. Ésta es quizá la única ley de la naturaleza que Wassertrum conoce y, para cualquier eventualidad, ha mandado ha­cer en la pared del estudio que da a la calle (usted sabe que la casa le pertenece a él) un pequeño agujero ocul­to: una especie de ventilación, y en ella ha puesto una banderita roja. Así cuando alguien entra o sale de la habitación, es decir, cuando abre la puerta, Wassertrum nota la corriente desde abajo por el fuerte aleteo de la banderita. Pero en cualquier caso yo lo sé —añadió Charousek lentamente—. Por eso, cuando siento curio­sidad, puedo ver lo mismo que él desde el agujero del sótano, en el que el destino piadoso me ha concedido vivir. Este ingenioso invento es una patente del hono­rable patriarca, pero yo lo conozco desde hace años.

—¡Qué odio tan grande y sobrehumano debe tener­le para seguir así cada uno de sus pasos! Además, como dice usted, ¡desde hace años! —dije interrum­piéndolo.

—¿Odio?, Charousek rió convulsivamente. ¿Odio? Odio no es la expresión. Todavía está por crearse la palabra que pueda expresar mis sentimientos hacia él. Además, para ser exactos, no lo odio a él. Odio su sangre. ¿Comprende usted esto? La huelo como un animal salvaje, aun cuando haya una sola gota de su sangre en las venas de un hombre... y —apretó sus dientes—, y eso me sucede a veces aquí, en el ghetto. Incapaz de seguir hablando por la excitación, corrió hacia la ventana y miró afuera. Oí cómo mantuvo su jadeo. Ambos permanecimos un rato en silencio.

—¿Eh, qué es eso? —continuó de repente y me hizo unas rápidas señas—. ¡Deprisa, deprisa! ¿No tie­ne usted unos prismáticos o algo así?

Espiamos con cuidado tras las cortinas.

Jaromir, el sordomudo, estaba ante la puerta de la cambalachería y le hacía ofertas a Wassertrum, por lo que pude entender de su lenguaje de señas, para que comprara un objeto que tenía medio oculto en la mano. Wassertrum se abalanzó sobre ello como un buitre y entró en su cueva con él.

Al momento salió bruscamente —pálido como un muerto— y agarró a Jaromir por las solapas: se enta­bló una violenta lucha. De repente Wassertrum lo sol­tó y pareció recapacitar. Mordisqueaba furioso su labio leporino. Dirigió una mirada pensativa hacia arriba, ha­cia nosotros y llevó a Jaromir tranquilamente del brazo hacia el interior de la tienda.

Esperamos más de un cuarto de hora: parecía que no llegaban a un acuerdo en su negocio.

Por fin salió el sordomudo con gesto contento y si­guió su camino.

—¿Qué piensa usted de eso? —le pregunté—. No parece ser nada importante. Seguramente el pobre mu­chacho ha vendido algún objeto mendigado.

El estudiante no respondió y se sentó otra vez a la mesa en silencio.

Al parecer, él tampoco daba importancia al suceso, pues tras una pausa continuó a partir de donde se ha­bía interrumpido.

—Sí, le decía que odio su sangre. Interrúmpame, maestro Pernath, si vuelvo a excitarme. Quiero per­manecer frío. No puedo despilfarrar así mis mejores emociones. De lo contrario, luego me dominan como una borrachera. Un hombre con sentido de la vergüen­za debe hablar con palabras frías, no con exaltación, como una prostituta o... o un poeta. Desde que existe el mundo a nadie se le hubiera ocurrido «frotarse las manos» de dolor, si los actores no hubieran conside­rado ese gesto muy «plástico».

Comprendí que hablaba ciegamente adrede, para tran­quilizarse por dentro.

Pero no podía lograrlo. Caminaba nervioso por la habitación, agarraba todas las cosas posibles y las ponía luego, revueltas, en su sitio.

Después, de improviso, volvió a centrarse en el asunto.

—Noto esa sangre en los más pequeños e involun­tarios movimientos de un hombre. Conozco a algunos niños que se parecen a él, que son considerados suyos y, sin embargo, no son de la misma familia, a mí no se me puede engañar. Durante muchos años no supe que Wassory era hijo suyo, pero casi diría que lo había olido.

Ya desde niño, cuando no podía aún ni sospechar las relaciones que tiene conmigo Wassertrum —su mirada se posó durante un segundo en mí, escudriñán­dome—, poseía yo este don. Me dieron patadas, me pegaron de tal modo que ni un solo lugar de mi cuer­po dejó de sufrir aquel dolor furioso, me dejaban pasar hambre y sed hasta que me volvía medio loco y comía tierra y barro, pero nunca, nunca, pude odiar a los que me atormentaban. Sencillamente, no podía. Ya no ha­bía más sitio en mí para el odio. ¿Comprende usted? Y, sin embargo, todo mi ser estaba empapado de él.

Nunca me hizo Wassertrum ni lo más mínimo; quie­ro decir con esto que nunca me pegó ni golpeó, ni si­quiera me riñó cuando yo andaba por ahí siendo un vago callejero; lo sé con seguridad, y, sin embargo, todo lo que dentro de mí hervía de odio y sed de ven­ganza, estaba dirigido contra él. ¡Sólo contra él!

Es curioso que siendo niño no le jugara ninguna mala pasada. Cuando los demás se la hacían, yo me retiraba. Sin embargo, podía estar durante horas detrás del portal mirando fija e inmutablemente su cara a tra­vés de las rendijas de la puerta, hasta que, debido a esa inexplicable sensación de odio, lo veía todo negro.

Creo que fue entonces cuando puse la primera pie­dra de esa clarividencia que se despierta en mí cuando estoy con seres, e incluso con cosas, relacionados con él. Debí aprenderme entonces de memoria cada uno de sus movimientos: su modo de llevar la chaqueta, el modo con que toma las cosas, cómo tose y bebe y mil cosas más, hasta que todo esto se inculcó en mí, tala­drando e hiriendo mi alma de tal forma que, a primera vista y con absoluta seguridad, puedo reconocer sus huellas en su descendencia.

Más tarde se convirtió casi en una manía: arrojaba humildes y miserables cosas lejos de mí, sólo porque me torturaba la idea de que su mano las hubiera podi­do rozar; otras, por el contrario, estaban muy dentro de mí, las quería como amigos que también le desea­ban el mal.

Charousek se calló un momento. Vi cómo miraba absorto el vacío. Sus dedos acariciaban mecánicamente la lima que estaba sobre la mesa.

—Cuando, más tarde, un par de profesores compa­sivos reunieron dinero para mí y empecé a estudiar Fi­losofía y Medicina, y a la vez aprendí a pensar por mí mismo, tuve entonces conciencia de lo que es el odio: Sólo podemos odiar algo, tan profundamente como yo lo hago, si es parte de uno mismo.

Más tarde, cuando lo fui descubriendo... y poco a poco me enteré de todo: lo que era mi madre... y... y todavía debe seguir siendo si... si vive todavía... y... que mi propio cuerpo... —se volvió para que yo no viera su rostro— está lleno de su asquerosa sangre... sí, Pernath, ¿por qué no lo va a saber usted? ¡él es mi pa­dre!... entonces vi claramente dónde estaba la raíz. A veces me parece que existe una misteriosa relación con el hecho de que yo sea tísico y tenga que escupir san­gre: mi cuerpo se defiende contra todo lo que es de él y lo arroja con asco fuera de sí.

Este odio me ha acompañado con frecuencia hasta en los sueños y ha intentado consolarme con la imagen de todos los tormentos imaginables que podía hacer caer sobre él, pero cada vez los rechazaba, pues deja­ban en mí el insípido sabor de... la insatisfacción.

Cuando recapacito sobre mí mismo, me asombro de que no haya nada ni nadie en este mundo al que sea capaz de odiar, ni siquiera sentir antipatía, excepto por él y por su estirpe... entonces siento una desagradable sensación: yo podía ser eso que se llama un «buen hom­bre». Pero por suerte no es así. Ya se lo he dicho: ya no queda sitio en mí.

Y no crea que mi triste destino me ha amargado (pues de lo que le hizo a mi madre me enteré cuando ya era mayor), he disfrutado un día de alegría que deja muy atrás, en la sombra, la felicidad que se les ha con­cedido a otros mortales. No sé si usted sabe lo que es una piedad interna, verdadera, ardiente (yo tampoco la conocía hasta entonces), pero aquel día en el que Wassory se destruyó a sí mismo y vi, puesto que estaba abajo, junto a la tienda, cómo él recibía la noticia y la aceptaba tan abúlico, como un laico que no conoce el verdadero escenario de la vida, quieto durante una hora, sin inmutarse, con su labio leporino un poco más alto que de costumbre sobre los dientes y su mirada inmer­sa en sí misma, tan fija... tan... tan... particularmen­te... entonces sentí el aroma del incienso del arcángel al volar... ¿conoce usted el cuadro de la Virgen Negra en la iglesia de Tein?

Allí me incliné, y la oscuridad del paraíso envolvió mi alma.

Al contemplar a Charousek con sus ojos grandes y soñadores llenos de lágrimas, me acordé de las palabras de Hillel sobre el hermetismo del oscuro camino de los hermanos de la muerte.

Charousek continuó:

—Seguramente no le interesan a usted las circuns­tancias exteriores que pudieran «justificar» mi odio o hacerlo comprensible ante los jueces estatales: los he­chos pueden parecer piedras miliares y, sin embargo, no son más que cascaras de huevo vacías. Son en reali­dad el insistente ruido del corcho de champán en las mesas de los bullangueros, que sólo el simple considera como lo esencial del banquete. Wassertrum obligó a mi madre a ser suya con todos los medios infernales que tiene por costumbre utilizar... si no fue peor aún. Y después... bueno, pues... después la vendió a un burdel... esto no es difícil de hacer, si se tiene entre los amigos de negocios algunos consejeros de la policía; pero no crea que porque se había hartado de ella, ¡no! Conozco todos los recovecos de su corazón: la vendió precisamente en el día en que con gran terror se dio cuenta de que en realidad la quería. Los tipos como él actúan siempre aparentemente contra sentido, pero siem­pre igual. Pues lo que dentro de su ser llevan de la concupiscencia del hámster se despierta y chilla, al igual que cuando alguien viene y compra algo de su camba-lachería por muy bien que lo pague: él sólo siente la presión de «tener que darlo». Desearía comerse e intro­ducir muy adentro de sí mismo el concepto de «poseer» y, si alguna vez pudiera albergar un ideal, sería para convertirlo y disolverlo inmediatamente en el concepto abstracto de «propiedad».

Así creció en él en proporciones gigantescas hasta convertirse en una montaña de miedo: no estar seguro ya de sí mismo, no querer dar algo de amor, sino tener que darlo. Sentir en sí la presencia de algo invisible que encadenara silenciosamente su voluntad, o por lo. menos eso que él quisiera que fuera su voluntad. Ése fue el comienzo. Lo que vino después sucedió automá­ticamente. Igual que el esturión muerde mecánicamen­te, quiera o no, en el momento adecuado, cuando un objeto brillante pasa por su lado.

La venta de mi madre fue para Wassertrum una con­secuencia lógica. Tranquilizaba el resto de sus deseos dormidos: el ansia de dinero y el perverso placer de la automortificación. Perdóneme, maestro Pernath —la voz de Charousek sonó de repente tan dura y serena que me asusté—, perdone que hable de forma tan jui­ciosa, pero cuando se está en la universidad tiene uno tal enorme cantidad de libros usados, que involuntaria­mente cae uno en ese imbécil modo de expresarse.

Me esforcé por serle agradable y sonreí; comprendí perfectamente que luchaba contra las lágrimas.

De algún modo tengo que ayudarlo, pensé, por lo menos debo intentar mitigar su más amarga necesidad mientras esté en mis manos. Tomé del cajón de la có­moda, sin llamar su atención, el billete de cien florines que me quedaba en casa y me lo metí en el bolsillo.

—Cuando, dentro de un tiempo, viva en un ambien­te mejor y ejerza su profesión de médico, entrará en usted la paz, señor Charousek —le dije para dar a la conversación una dirección optimista—: ¿Cuándo se li­cenciará?

—En seguida. ¡Se lo debo a mis bienhechores! En realidad no tiene sentido porque mis días están con­tados.

Le comenté, como es costumbre en estos casos, que lo veía todo demasiado negro, pero lo negó rotunda­mente.

—Es mejor así. Además no produce placer imitar a un curandero y adquirir incluso un título como enve­nenador de fuentes. Por otra parte —continuó con su humor bilioso— no tengo posibilidad alguna de hacer algo en beneficio de esta parte del ghetto. —Agarró su sombrero—. Y ahora, ya no quiero molestarlo más. ¿O hay algo más que comentar en el asunto de Savioli? Creo que no. En cualquier caso hágamelo saber si se entera de algo nuevo. Lo mejor es que usted cuelgue un espejo en la ventana cuando quiera que venga a verlo. A mi casa, a mi sótano, no debe venir en ningún caso: Wassertrum sospecharía inmediatamente que es­tamos relacionados. Por cierto, tengo una enorme cu­riosidad por ver qué hará ahora que ha visto a la dama subir a su casa. Diga sencillamente que le ha traído alguna joya para que se la arregle y, si insiste, haga como si se pusiera furioso.

Parecía imposible encontrar un pretexto adecuado para entregarle a Charousek el billete: torné del alféizar la cera de modelar y dije:

—Venga, lo acompañaré por las escaleras. Hillel me espera —mentí.

Él se asombró:

—¿Son ustedes amigos?

—Un poco. ¿Lo conoce usted... o quizá desconfía de él —tuve que sonreír involuntariamente— tam­bién?

—¡No lo quiera Dios!  ¿Por qué lo dice tan serio? Charousek dudó y pensó:

—Yo mismo no sé por qué. Debe ser algo incons­ciente: siempre que me lo encuentro en la calle, qui­siera bajarme de la acera y arrodillarme ante él como ante un sacerdote que llevara una hostia consagrada. Vea usted, maestro Pernath, ahí tiene a un hombre que es en todos y cada uno de sus átomos todo lo con­trario de Wassertrum. Él es considerado por todos ios cristianos que viven en este barrio que, como siempre y también en este caso, están mal informados, como un personaje salido de un cuento del avaro-millonario oculto. Y, sin embargo, es increíblemente pobre.

Me sobresalté:

—¿Pobre?

—Sí, quizás incluso más pobre que yo. La pafabra «apropiarse» creo que no la conoce más que por los libros; pero cuando a primeros de mes sale del ayunta­miento corren a su encuentro todos los mendigos ju­díos, pues saben que a cualquiera de ellos le daría todo su miserable sueldo, aunque unos días después pasasen hambre él y su hija. Si es cierto lo que afirma una anti­quísima leyenda del Talmud según la cual, de doce es­tirpes judías, diez están malditas y dos benditas, él re­presenta las dos benditas y Wassertrum las otras diez juntas. ¿No se ha fijado cómo Wassertrum se pone de todos los colores posibles cuando Hillel pasa delante de él? ¡Es impresionante, se lo aseguro! Mire usted, esa sangre no se puede mezclar: los niños nacerían muertos, suponiendo que las madres no se murieran antes de pavor. Hillel es además el único al que Wassertrum no se atreve a acercarse... huye de él como del fuego. Probablemente porque Hillel significa para él lo incomprensible, lo absolutamente inextricable. Quizá presiente, en él al cabalista.

Ya estábamos bajando las escaleras.

—¿Cree usted que todavía existen cabalistas, que existe algo en la Cábala? —le pregunté interesado por lo que pudiera responder, pero él pareció no haber oído. Repetí mi pregunta.

Negó nerviosamente y señaló la puerta de una de las casas de la escalera compuesta de tapas de cajas:

—Tiene ahora nuevos vecinos, una familia judía po­bre: el músico loco Nephtalí Schaffranek con su hija, su yerno y sus nietos. Cuando oscurece y está solo con la niña le entra la locura: entonces ata a la niña de su pulgar para que no se le escape, la obliga a meterse en un gallinero y le enseña a «cantar» según sus instruc­ciones para que más tarde sepa ganarse su propio sus­tento, es decir, le enseña las canciones más locas que existen, textos en alemán, fragmentos que ha oído en cualquier parte y que en la oscuridad de su alma... considera himnos de batalla o algo parecido.

De hecho, sonaba suavemente en el pasillo una mú­sica extraña. El arco del violín rascaba una nota horri­blemente alta, siempre la misma; el esbozo de una canción callejera y dos débiles voces infantiles cantu­rreaban:

 

La señora Pick

la señora Hock

La señora Kle - pe - tarsch.

estaban siempre juntas

hablando sin parar...

 

Era como la locura y la comicidad juntas y, contra mi voluntad, tuve que soltar una carcajada.

—El yerno de Schaffranek, cuya mujer vende en el mercado jugo de pepinillos a los colegiales, va mero­deando todos los días por las oficinas —continuó Charousek rabioso— y va mendigando todas las estampi­llas. Después las selecciona y, cuando encuentra entre ellas alguna que por casualidad sólo está sellada al mar­gen, la coloca sobre otra, las corta por la mitad, pega las dos mitades sin sellar y la vende como nueva. Al principio era un negocio floreciente y le producía a ve­ces casi un florín diario, pero al final los grandes indus­triales judíos de Praga cayeron en la misma idea y lo hacen ellos. ¡Hacen su agosto!

—¿Disminuiría su necesidad, Charousek, si tuviera mucho dinero? —pregunté rápidamente. Nos encon­trábamos ante la puerta de Hillel y llamé.

—¿Me considera usted tan tonto como para creer que no lo haría? —me respondió asombrado.

Los pasos de Miriam se acercaban, esperé hasta que diera la vuelta al pomo y entonces metí rápidamente el billete en su bolsillo.

—No, señor Charousek, no lo considero así; pero usted me consideraría tonto a mí si no se lo propu­siera.

Antes de que pudiera responder nada le estreché la mano y cerré la puerta tras de mí. Mientras saludaba a Miriam escuchaba para saber lo que haría.

Estuvo parado un momento, luego suspiró en silen­cio y bajó despacio la escalera con paso dubitativo, como alguien que tiene que sujetarse a la barandilla para no caer.

Era la primera vez que entraba en la habitación de Hillel.

Sin ningún adorno, parecía una cárcel. El suelo ex­cesivamente limpio y cubierto de arena blanca. Nin­gún mueble, excepto dos sillas, una mesa y una cómoda. Un pie de madera a la izquierda y otro a la derecha, junto a la pared.

Miriam estaba sentada frente a mí junto a la venta­na y yo manipulaba mi cera de modelar.

—¿Es preciso tener el rostro que se modela delante para conseguir el parecido? —preguntó cohibida, sólo para romper el silencio.

Evitábamos tímidamente nuestras miradas. Ella no sabía adonde dirigir los ojos, de vergüenza y pudor por la miserable habitación, y mis mejillas también ardían por la vergüenza interior de no haberme preocupado mucho antes por la forma en que vivían ella y su padre.

¡Pero algo tenía que contestarle!

—No tanto para conseguir el parecido como para ve­rificar si interiormente se ha visto con exactitud —sen­tí mientras hablaba cuan erróneo era lo que estaba di­ciendo.

Durante años había seguido e imitado la falsa norma de los pintores según la cual es necesario estudiar la naturaleza exterior para poder crear algo artístico; pero, desde que en aquella noche me despertó Hillel, comen­zó a abrirse en mí la observación interior: la verdadera capacidad de ver con los ojos cerrados, que desaparece en cuanto se abren, el don que creen todos poseer y que, sin embargo, muy pocos tienen entre millones de personas.

¡Cómo podía hablar siquiera de la posibilidad de medir, con las burdas posibilidades de la vista, el in­equívoco modelo de la visión interna!

Por su gesto de asombro deduje que Miriam pensa­ba algo parecido.

—No debe tomarlo textualmente —me disculpé. Observaba con mucha atención cómo hendía sus ras­gos con el buril.

—¿Debe ser infinitamente difícil transportarlos des­pués, exactamente iguales, a la piedra?

—No, eso es sólo un trabajo mecánico. Bueno, en parte al menos. Pausa.

—¿Podré ver la gema cuando esté acabada? —pre­guntó.

—Es para usted, Miriam.

—No, no; eso no puede ser... eso... —vi que sus manos se ponían nerviosas.

—¿Ni siquiera esta pequenez quiere usted aceptar de mí? —la interrumpí en seguida—. Quisiera poder hacer algo más por usted.

Volvió el rostro rápidamente.

¡Qué había dicho! La debía de haber herido en lo más profundo.

Había sonado como si hubiese querido hacer una insinuación a su pobreza.

¿Podría arreglarlo todavía? ¿No sería aún peor?

Tomé nuevo ímpetu:

—¡Escúcheme tranquila, Miriam! Se lo ruego. Le debo muchísimo a su padre. Infinito, usted no lo puede calibrar...

Me miró insegura; al parecer no entendía nada. ...Sí, sí, infinito. Más que mi propia vida.

—¿Por qué estuvo con usted, entonces, cuando se desmayó? Eso era lógico.

Sentí que no conocía los lazos que me unían a su padre. Sondeé con cuidado hasta dónde podía llegar sin delatar lo que él le ocultaba a ella.

—Creo que hay que considerar mucho más profun­da que la ayuda exterior la ayuda interior. Me refiero a lo que pasa de la influencia espiritual de un hombre a otro. ¿Comprende lo que quiero decir con esto, Mi­riam? Se puede curar a las personas también espiritualmente, no sólo corporalmente, Miriam.

—¿Y eso lo ha hecho...?

—Sí, ¡eso ha hecho su padre conmigo! —la tomé de la mano—. ¿Comprende ahora que desee de todo corazón proporcionarle una alegría, si no a él mismo, a alguien que está tan cerca de él como usted? ¡Tenga un poco de confianza en mí! ¿No tiene ningún deseo que yo pueda satisfacer?

Ella negó con la cabeza.

—¿Cree que yo me siento infeliz aquí?

—Seguro que no. Pero quizá tenga a veces preocu­paciones que yo pueda evitar. Está obligada, ¿oye us­ted?, ¡obligada a dejarme tomar parte en ellas! ¿Por qué viven aquí en esta triste y oscura calle, si no lo necesitan? Usted es joven todavía, Miriam, y...

—Usted también vive aquí, señor Pernath —me in­terrumpió sonriendo—, ¿qué lo ata a esta casa?

Me desconcertó. Sí, sí, era cierto. ¿Por qué vivía yo aquí? No me lo podía explicar. ¿Qué te ata a esta casa?, me repetía ensimismado. No podía encontrar ninguna explicación y por un momento me olvidé to­talmente de dónde estaba. Me encontraba de repente subido en alguna parte allí arriba —en un jardín— y olía el maravilloso aroma de las flores del saúco... miré hacia abajo, a la ciudad...

—¿He removido alguna herida? ¿Le he hecho daño? —llegó a mí la voz de Miriam desde muy lejos.

Ella se había inclinado sobre mí y miraba asustada escudriñando mi rostro.

Debí haber estado mucho rato inmóvil, pues parecía muy preocupada.

Por un momento se tambaleó todo de un lado para otro dentro de mí, pero después, despejando de repen­te el camino, abrí a Miriam todo mi corazón.

Le conté a ella, como a un querido y viejo amigo con el que se ha estado unido toda la vida y ante el que no se guarda ningún secreto, lo que me pasaba y de qué modo me había enterado por la narración de Zwakh de que en los años anteriores había estado loco y de que me habían robado los recursos del pasado. Cómo en los últimos tiempos, se habían despertado en mí imágenes que debían tener sus raíces en aquellos días, cada vez más y más a menudo, haciéndome tem­blar ante el momento en que se aclarara todo de nuevo y me volviese a desgarrar.

Le oculté sólo lo que me ponía en mayor relación con su padre: mis experiencias en los pasillos subterráneos y todo lo demás.

Ella se había acercado a mí y escuchaba con una aten­ción respetuosa y profunda que me hacía un bien inde­cible.

Por fin había encontrado una persona con la que po­dría desahogarme cuando mi soledad espiritual me fue­ra demasiado difícil. Seguro: estaba además Hillel, pero para mí estaba como un ser más allá de las nubes, que venía y desaparecía como una luz a la que yo no me podía acercar cuando la añoraba.

Se lo dije y ella me comprendió. También ella lo veía así, a pesar de que era su padre.

Él dependía de ella con infinito amor y ella de él. —Y, sin embargo, estoy separada de él como por una pared de cristal —me confió—, que no puedo romper. Desde que puedo pensar, siempre fue así. Cuando niña lo veía en mis sueños junto a mi cama, siempre estaba vestido con el traje de sumo sacerdote: las tablas de oro de Moisés con las doce piedras sobre el pecho y de sus sienes salían brillantes rayos azulados. Creo que su amor es del tipo que trasciende a la tumba, dema­siado grande para que nosotros lo podamos captar. Tam­bién mi madre decía eso cuando hablábamos a escon­didas de él —de repente se estremeció y todo su cuerpo tembló. Quise levantarme, pero ella me lo impidió—. Tranquilícese. No es nada. Sólo un recuerdo. Cuando murió mi madre, sólo yo sé cómo la quería, a pesar de que no era entonces más que una niña, creí ahogarme de dolor y corrí hacia él y me agarré a su chaqueta y quería gritar, pero no podía, porque todo en mí se había paralizado... y... y entonces... recuerdo... me miró sonriendo, me besó en la frente y me pasó sua­vemente la mano sobre los ojos; y desde aquel instan­te hasta hoy todo dolor por haber perdido a mi madre ha sido como arrancado de mí. No pude verter ni una sola lágrima cuando la enterraron; veía el sol como la mano acariciadora de Dios en el cielo y me asombraba de por qué lloraban los hombres. Mi padre iba tras el féretro a mi lado, y cada vez que yo miraba hacia arri­ba, me sonreía en silencio, y sentía cómo la gente se asombraba al verlo.

—¿Es usted feliz, Miriam, totalmente feliz? ¿No hay nada terrible para usted en la idea de tener como pa­dre a un ser que está por encima de toda la humani­dad? —le pregunté suavemente.

—Paso mi vida como en un sueño bienaventurado. Cuando hace un momento me ha preguntado, señor Pernath, si no tenía preocupaciones y por qué vivía­mos aquí, he estado a punto de echarme a reír. ¿Es hermosa la naturaleza? Bueno, los árboles son verdes y el cielo azul, pero todo esto me lo puedo imaginar aún mucho más bello cuando cierro los ojos. ¿He de estar para verlos sentada en un prado? ¿Esa gran can­tidad de pequeñas necesidades... y... y el hombre? Todo eso está mil veces superado por la confianza y la espera.

—¿La espera? —pregunté asombrado.

—La espera de un milagro. ¿No lo sabe usted? ¿No? Entonces es usted un hombre muy, muy pobre. ¡Tan pocos creen en él! Mire, éste es también motivo de que no salga nunca, de que no me trate con nadie. Antes tuve, naturalmente, un par de amigas, judías, por supuesto, como yo, pero nunca hablábamos de lo mismo; ellas no me entendían a mí y yo no las entendía a ellas. Cuando yo hablaba de milagros, al principio creían que lo hacía en broma, pero cuando se dieron cuenta de lo serio que era para mí y de que yo no entendía por mi­lagro lo que los alemanes con sus lentes entienden por «el crecimiento normal de la hierba y cosas por el es­tilo», sino más bien todo lo contrario, hubieran querido pensar que estaba loca, pero sabía cómo defenderme porque soy bastante ágil de pensamiento, había apren­dido hebreo y arameo y puedo leer el Targumin y el Midraschim y otras cosas por el estilo de poca impor­tancia. Por último encontraron una palabra que ya no significaba nada: me llamaban «excéntrica».

Cuando les quería explicar que lo importante, lo esen­cial para mí en la Biblia y en las otras escrituras sagra­das era el milagro y sólo el milagro, y no las normas de ética y moral, que no pueden ser más que caminos ocultos para llegar al verdadero milagro, sólo sabían responderme con lugares comunes, pues temían confe­sar que lo único que creían de las escrituras religiosas podía estar exactamente igual en los libros de leyes civiles. Sólo oír la palabra «milagro» les resultaba incó­modo, desagradable. Decían que se les abría la tierra debajo de los pies.

¡Como si pudiera haber algo mejor que perder la tierra debajo de los pies!

En cierta ocasión oí decir a mi padre que el mundo está aquí para que nosotros nos lo imaginemos roto, que es entonces cuando empieza la vida. Yo no sé a qué se refería con la «vida», pero a veces siento que un día me «despertaré». Aunque no puedo imaginarme en qué estado despertaré. Siempre pienso que lo pre­cederán esos milagros.

«¿Has visto ya algunos puesto que continuamente los esperas?», me preguntaban con frecuencia mis amigas y, cuando lo negaba, de repente se ponían conten­tas, seguras de su triunfo. Dígame, maestro Pernath, ¿puede usted comprender esos corazones? Yo no les quería confiar que yo sí he vivido milagros —los ojos de Miriam brillaban—, aunque terriblemente pequeños.

Sentí que lágrimas de alegría entorpecían sus pala­bras en la garganta.

... Pero usted me comprenderá: a menudo, semanas, incluso meses —Miriam hablaba muy suavemente—, hemos vivido sólo de milagros. Cuando ya no había más pan en casa, ni un solo bocado, pensaba: ¡Ahora ha llegado la hora! Me quedaba aquí sentada... y es­peraba y esperaba hasta que los latidos de mi corazón no me dejaran respirar. Y... y de repente, cuando se me ocurría, salía por las calles de un lado para otro, tan rápida como podía, para volver a casa a tiempo, antes de que volviese mi padre. Y... y siempre encon­traba dinero, una veces más, otras menos, pero siempre lo suficiente para poder comprar lo rnás necesario. A veces encontraba un florín tirado en medio de la calle, lo veía brillar desde lejos y la gente lo pisaba, resba­laba por encima, pero nadie se daba cuenta. Esto me daba demasiado valor, tanto que no salía directamente, sino que buscaba a mi alrededor, en la cocina, como un niño, para ver si no había caído dinero o pan del cielo.

Me pasó una idea por la cabeza y tuve que sonreír divertido.

Ella lo notó.

—No se ría, señor Pernath —rogó—. Créame, sé que los milagros crecerán y que un día... La tranquilicé:

—¡Pero si no me río, Miriam! ¡Qué piensa usted! Soy infinitamente feliz de que no sea como los demás que, tras cada acción, miran y buscan las causas acostumbradas, cuando (en tales casos nosotros siempre: ¡Gracias a Dios!) ocurre de otra forma. Me alargó la mano:

—¿Verdad, señor Pernath, que no volverá a decir que me quiere, o nos quiere ayudar? Ahora que ya lo sabe, ¿se da cuenta de que, si lo hiciera, me robaría la posibilidad de vivir un milagro?

Se lo prometí. Pero en mi corazón me hice una sal­vedad.

Entonces se abrió la puerta y Hillel entró.

Miriam lo abrazó; y él me saludó cariñosa y amisto­samente, pero con un formal «usted».

Parecía como si pasara también sobre él una especie de suave cansancio o inseguridad, ¿o quizás me equi­vocaba?

Tal vez era sólo por la oscuridad de la habitación.

—Seguro que está usted aquí para pedirme conse­jo —comenzó a decir cuando Miriam nos dejó solos— en el asunto que se refiere a esa dama desconocida...

Pensaba interrumpirlo asombrado, pero él no me dejó hablar.

—Lo sé por el estudiante Charousek. Le he habla­do en la calle, porque lo he visto extraordinariamente cambiado. Me lo ha contado todo. Con el corazón pic­tórico. También me dijo que usted... le ha regalado di­nero.

Me miraba intensamente y acentuaba cada una de sus palabras de un modo muy extraño, pero sin dejar­me ver lo que pretendía con ello.

—Seguro por eso ha llovido del cielo un par de go­tas más de felicidad y en este... caso quizás no haya hecho daño, pero —recapacitó un momento—, pero a veces sólo se ocasiona daño a uno mismo y a los de­más. ¡No es tan fácil ayudar, como usted cree, querido amigo! Si fuera así sería muy, muy sencillo solucionar el mundo. ¿O no lo cree así?

—¿Es que usted no les da también a los pobres? ¿Y a veces incluso todo lo que tiene? —pregunté. Movió sonriendo la cabeza:

—Me parece que de la noche a la mañana se ha con­vertido en un talmudista, puesto que contesta a una pre­gunta con otra. Así es difícil discutir.

Se paró un momento, como si tuviera que contestar, pero de nuevo comprendía lo que esperaba.

—Pero bueno, volvamos al tema —continuó en otro tono de voz—, no creo que su protegida, me refiero a la dama, esté de momento amenazada por algún pe­ligro. Deje que las cosas sigan su camino. En realidad se dice que «el hombre listo lo prevé todo», pero a mí me parece que el más listo es el que espera estando preparado para todo. Quizás se dé la ocasión de que Aaron Wassertrum se reúna conmigo, pero eso debe salir de él; yo no daré un paso, él debe venir aquí, o a usted o a mí, da igual; entonces hablaré con él. De­penderá de él decidirse a seguir mi consejo o no. Yo me lavo las manos con inocencia.

Intentaba angustiado leer en su rostro. Nunca había hablado tan fríamente y de un modo tan especialmente amenazador. Pero detrás de esos ojos negros y profun­dos dormía un abismo escondido.

Me acordé de las palabras de Miriam: «Hay como una pared de cristal entre él y nosotros.»

No pude hacer nada más que estrecharle en silencio la mano y marcharme.

Me acompañó hasta la puerta y, cuando empecé a subir las escaleras y me volví, vi que Miriam se había quedado parada y que me saludaba amistosamente, como alguien que quisiera decir todavía algo más, pero que no puede.

 

El Golem (IX): Luz

El Golem (IX): Luz

Había llamado un par de veces a lo largo del día a la puerta de Hillel; no podía tranquilizarme, tenía que hablar con él y preguntarle qué significaban todos esos extraños sucesos; pero siempre me decían que no esta­ba en casa.

Su hija me pondría en contacto con él en cuanto lle­gara del ayuntamiento judío.

¡Una muchacha especial, esta Miriam!

Un tipo, como no he visto antes.

Una belleza tan extraña que en un primer momento no se podía captar; una belleza que lo deja a uno mudo nada más verla y que despierta una sensación inexplicable, algo así como una suave falta de valor.

Estuve recapacitando y tuve la certeza de que su ros­tro respondía a unos cánones de belleza perdidos hace siglos.

Entonces imaginé qué piedra preciosa debía elegir para plasmarla en una gema, conservando a la vez la ex­presión artificial: pero me di cuenta de que en lo más superficial, en lo más externo, en el brillo negro-azu­lado de su cabello, en sus ojos, algo superaba todo lo que yo pudiera pensar. ¿Cómo retener en un camafeo esa delgadez no terrena de su rostro, para los sentidos y para la mirada, sin limitarse a la torpe imitación de los cánones de orientación «artística»?

Comprendí que sólo se podría solucionar con un mo­saico, pero ¿qué material debería elegir? Se necesitaría toda una vida para poder elegir lo adecuado.

¿Dónde estaría Hillel?

Lo añoraba como a un querido y viejo amigo.

Era curioso cómo en pocos días había entrado tan hondo en mi corazón, pues, en realidad, para ser exacto, sólo había hablado con él una sola vez en mi vida.

Sí, exacto: las cartas  sus cartas— mejor sería esconderlas. Para mi tranquilidad, en caso de que en otra ocasión faltara de casa por mucho tiempo.

Las saqué del arca: estarían más seguras en el joyero.

De entre las cartas resbaló una fotografía. No quería mirarla, pero era demasiado tarde.

El tejido del brocado sobre los hombros desnudos

—tal y como lo vi en ella por primera vez, cuando entró para refugiarse en mi habitación desde el estudio de Savioli—, me saltó a los ojos.

Un horrible dolor me taladró. Leí la dedicatoria al pie de la foto sin comprender las palabras, y el nombre:

 

Tu Angelina.

¡Angelina!

Cuando pronuncié este nombre se rompió de arriba a abajo la cortina que me ocultaba los años de mi ju­ventud.

Creí estar a punto de derrumbarme de desolación. Agarroté los dedos en el aire y gemí, me mordí la mano: ¡Santo Cielo!, pedí, rogué seguir solo siendo ciego, seguir viviendo en ese letargo, como hasta ahora.

El dolor me subía hasta la garganta. Manaba. Tenía un extraño sabor dulce..., como sangre.

¡Angelina!

El nombre daba vueltas en mis venas y se convirtió en una insoportable y espectral caricia.

Con un brusco arranque me encogí y me obligué —apretando los dientes— a mirar la foto, hasta hacer­me poco a poco su propietario.

¡Amo había escrito sobre ella!

Como esta noche sobre la carta.

¡Por fin, pasos! ¡Pasos de hombre!

Él venía.

Lleno de gozo fui corriendo hasta la puerta y la abrí de un tirón.

Schemajah Hillel estaba fuera y, detrás de él —yo me hice ligeros reproches porque lo sentí como una desilusión—, con las mejillas coloradas y los ojos re­dondos de niño, el viejo Zwakh.

—Veo con alegría que se encuentra usted muy bien, maestro Pernath —comenzó Hillel.

¡Qué frío aquel «usted»!

Frío. Un frío constante, mortal, entró de repente en la habitación.

Aturdido, oí a medias lo que Zwakh, casi sin aliento por la excitación, comenzó rápidamente a contarme:

—¿Sabe usted ya que el Golem ha vuelto a aparecer? Hace muy poco que hemos hablado de eso, ¿se acuerda, Pernath? Todo el barrio judío está excitado. Vrieslander mismo lo ha visto. Y otra vez ha comenzado, como siem­pre, con un asesinato. —Escuché asombrado: ¿un ase­sinato?

Zwakh me zarandeó:

—¿No sabe usted nada de eso, Pernath? Abajo hay unos enormes pasquines de la policía, en todas las es­quinas: dicen que han asesinado al grueso Zottmann, el «masón»..., bueno me refiero al director de los Se­guros de Vida Zottmann. Ya han detenido a Loisa, aquí en la casa, y Rosina la Pelirroja ha desaparecido sin dejar huella. El Golem..., el Golem..., me pone los pelos de punta.

No le contesté y rebusqué en los ojos de Hillel. ¿Por qué me miraba tan fijamente?

Una risa contenida contrajo de repente los ángulos de su boca.

Comprendí. Era por mí.

Hubiera deseado arrojarme a su cuello de júbilo y alegría.

Encantado y fuera de mí, caminaba sin ningún plan por la habitación. ¿Qué debía traer? ¿Vasos? ¿Una botella de vino de Borgoña? (pero no tenía más que una). ¿Puros? Por fin hallé las palabras.

—Pero, ¿por qué no se sientan? —Rápidamente empujé unos sillones hacia mis amigos. Zwakh comenzó a enfadarse.

—¿Por qué sonríe siempre, Hillel? ¿No cree usted que el Golem ha aparecido y camina como un espectro? Me parece que usted no cree en absoluto en el Golem.

—Yo no creería en él, aunque lo viera aquí, delante de mí, en la habitación —contestó Hillel tranquila­mente dirigiéndome su mirada. Comprendí el doble sentido que encerraban sus palabras.

Zwakh, asombrado, dejó de beber.

—¿No le sirve para nada, Hillel, el testimonio de cientos de personas? Ya lo verá usted, Hillel, piense en mis palabras: ¡habrá ahora una muerte tras otra en el barrio judío! Yo lo conozco. El Golem lleva una terrible corte tras de sí.

—Una acumulación de sucesos similares no es nada milagroso —contestó Hillel. Lo dijo acercándose a la ventana y miró hacia la cambalachería—. Cuando llega el hielo caliente del deshielo se siente hasta en las raí­ces, tanto en las buenas como en las venenosas.

Zwakh me guiñó alegre un ojo y señaló con la ca­beza a Hillel.

—Si el rabino quisiera hablar, nos podría contar cosas que nos erizarían el pelo —dijo a media voz—. Sche-majah se volvió.

—Yo no soy «rabino», aunque pueda utilizar el título. Yo no soy más que un humilde archivero en el ayun­tamiento judío y llevo el Registro de Vivos y Muertos.

Sentí que en sus palabras había un significado ocul­to. También el marionetista lo sintió inconscientemen­te; se quedó en silencio, y durante largo rato nadie dijo una palabra.

—Escuche, rabino..., perdone, Hillel, quería decir —comenzó de nuevo Zwakh al cabo de un tiempo, y su voz sonaba muy grave—. Hace ya mucho que quiero preguntarle algo. No necesita usted contestarme si no quiere o no puede.

Schemajah se acercó a la mesa y jugó con el vaso de vino: no bebía; quizá se lo impedía el ritual judío.

—Pregunte tranquilamente, Zwakh.

—¿Sabe usted algo acerca de la oculta ciencia judía de la Cábala, Hillel?

—Sólo un poco.

—He oído que hay un documento por el que se pue­de comprender la Cábala: el Sohar.

—Sí, el Sohar, el libro del brillo.

—Ve usted, ahí está —empezó a gemir Zwakh—. ¿No es una injusticia que clama al cielo el que una es­critura que, al parecer, tiene la clave para la compren­sión de la Biblia y para alcanzar la felicidad...?

Hillel lo interrumpió.

—Sólo algunas de las claves.

—Bueno, bien, ¡pero por lo menos algunas! ¿Y que esta escritura, por su alto valor y su rareza, sólo sea accesible a los ricos? ¡En un original único que para colmo está en el museo de Londres! Por lo menos eso me han contado. Y además en caldeo, arameo, hebreo, ¡o qué sé yo! ¿He tenido yo, por ejemplo, alguna vez en mi vida la posibilidad de aprender estas lenguas o de viajar a Londres?

—¿Ha dirigido siempre todos sus deseos con tanta intensidad hacia esta meta? —preguntó Hillel con una ligera ironía.

«Pues la verdad..., no» —concedió Zwakh, en cierto aspecto turbado.

—Entonces, no debería quejarse —dijo Hillel seca­mente—. El que no lucha por el espíritu con todos los átomos de su cuerpo, como uno que se está aho­gando busca el aire, ése no podrá ver los misterios de Dios.

«Sin embargo, debería haber un libro en el que estén todas las claves de los enigmas del otro mundo, no sólo algunas» me pasó por la cabeza, mientras mi mano jugaba automáticamente con el Fou, que todavía lleva­ba en el bolsillo, pero antes de que pudiera formular mi opinión, ya la había expresado Zwakh. Hillel sonrió de nuevo como una esfinge.

—Toda pregunta que un hombre pueda formular está resuelta en el mismo momento en que la plantea espiritualmente.

—¿Entiende usted lo que quiere decir con eso? —me preguntó Zwakh.

Yo no le respondí y contuve la respiración para no perder una sola palabra de la lección de Hillel.

Schemajah continuó.

—Toda la vida no es nada más que preguntas que han tomado forma, que llevan en sí el germen de las respuestas, respuestas que van preñadas de preguntas. El que vea en ella cualquier otra cosa es un loco.

Zwakh dio un puñetazo en la mesa.

—Sí, preguntas que cada vez son distintas y res­puestas que cada uno comprende de una forma dife­rente.

—Precisamente de eso se trata —dijo Hillel ama­blemente—. El curar a todos los hombres con una sola cuchara... es únicamente privilegio de los médi­cos. El que pregunta recibe la respuesta que necesita: de lo contrario la criatura iría por el camino de sus añoranzas. ¿Cree usted que nuestras escrituras judías están escritas en consonantes únicamente por capri­cho? Cada uno tiene que encontrar para sí mismo las ocultas vocales que le aclaren el significado hecho para él, pues la palabra viva no se debe quedar rígida en un dogma muerto.

El marionetista negó con fuerza.

—Estas son sólo palabras, rabino, ¡palabras! ¡Qui­siera ser el último Fou si de ello sacara algo!

¡Fou! La palabra me golpeó como un rayo. Estuve a punto de caerme de la silla de susto. Hillel evitó mi mirada.

—El último Fou. ¿Quién sabe si no se llama usted así en realidad? —resonó desde lejos en mi oído la respuesta de Hillel—. No se debe estar nunca dema­siado seguro de las propias circunstancias. Por cierto, ya que hablamos de cartas, señor Zwakh, ¿juega usted a tarots?

—¿Tarots? Naturalmente, desde la infancia.

—Entonces me extraña que pregunte por un libro en el que esté la Cábala, cuando usted mismo la ha tenido miles de veces en sus manos.

—¿Yo? ¿En las manos? ¿Yo? —Zwakh se llevó las manos a la cabeza.

—Sí, ¡usted! ¿No le ha llamado nunca la atención que los tarots tienen veintidós triunfos, exactamente el mismo número que las letras del alfabeto hebreo? Además, ¿no nos muestran claramente nuestras car­tas bohemias una gran cantidad de imágenes que son obviamente símbolos: el loco, la muerte, el demonio, el juicio final? ¿Cuan alto desea en realidad que le responda la vida al oído? En realidad, no necesita sa­ber que tarok o tarot significa lo mismo que la Tora judía, la ley, o la antigua forma egipcia tarut es la pre­gunta, y la palabra tarisk en la antiquísima lengua zend es yo exijo la respuesta. Los sabios sí deben saberlo, antes de mantener la afirmación de que el tarot pro­viene de la época de Carlos VI. Y del mismo modo que el Fou es la primera carta del juego, así también es el hombre la primera imagen de su primer libro de estampas, su propio doble: la letra hebrea Aleph, que, construida según la forma de un hombre, señala con una mano al cielo y con otra hacia abajo, quiere decir: «Igual que arriba es abajo; lo mismo ocurre abajo que arriba.» ¡Por eso he preguntado hace un momento si de verdad se llama usted Zwakh y no Fou!..., pero no lo evoque. Hillel me miraba mientras tanto fija­mente y yo sospechaba que en el fondo de sus pala­bras ponía cada vez un nuevo significado.

—¡Pero no lo llame, señor Zwakh! Se puede llegar a oscuros caminos, de los que nunca se ha vuelto, pues no encontró la salida nadie... que no llevara un talis­mán consigo. La tradición cuenta que en cierta ocasión descendieron tres hombres al reino de la oscuridad, uno se volvió loco, el otro ciego y sólo el tercero, el rabino Ben Akiba, pudo volver sano y dijo que se había encontrado a sí mismo. Usted me dirá que otros se encontraron también a sí mismos, por ejemplo Goethe, quienes en un puente, o en cualquier otro escalón, que lleva desde una orilla a otra, se miraron a sí mismos a los ojos y no se volvieron locos. Pero en esos casos sólo se trataba de un reflejo de la propia conciencia y no del verdadero doble: no era eso que se llama «el hálito de los huesos», el «Habal Garmin» del que se ha dicho: «tal y como fue a la tumba incorrupto, así resucitará el día del juicio final». —La mirada de Hi­llel penetraba cada vez más profundamente en mis ojos—. Nuestras abuelas dicen de ese estado: «Vive muy alto sobre la tierra en una habitación sin puertas, con una sola ventana, desde la que es imposible comu­nicarse con los hombres. ¡El que sepa dominarlo e instruirlo será un buen amigo de sí mismo!» Por últi­mo, por lo que se refiere a los tarots, sabe usted tanto como yo: para cada jugador aparecen las cartas de una forma distinta, pero el que utiliza los triunfos correc­tamente, ése gana la partida... Pero, ¡venga usted, se­ñor Zwakh! Vamonos, de lo contrario se va usted a beber todo el vino del maestro Pernath, y no le va a quedar nada para él.