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La obra de Gustav Meyrink

El Golem (VIII): Visión

El Golem (VIII): Visión

Estuve caminando, midiendo la habitación hasta muy entrada la noche, sin descanso, y me devanaba los sesos buscando cómo podría yo ayudarla a «ella». Muchas veces estuve a punto de bajar donde Schemajah Hillel y de contarle lo que me había confiado, para pedirle consejo. Pero todas las veces rechacé esta decisión.

Era para mí tan grande, tan importante, que me pa­recía una profanación molestarlo con cosas de la vida exterior; pero, después, en otros momentos me sobre­venían ardientes dudas de si en realidad había vivido todo eso, de hecho había ocurrido hace tan poco, y sin embargo parecía todo tan pálido y descolorido en com­paración con los acontecimientos tangibles del día trans­currido.

¿Acaso había soñado? ¿Podía yo —un hombre al que había sucedido el inaudito hecho de olvidar su pasado— aceptar ni por un segundo como seguro algo cuyo único testigo para confirmarlo definitivamente era mi memoria?

Mi mirada se posó en la vela de Hillel que todavía yacía sobre el sillón. Gracias a Dios, por lo menos una cosa era segura: ¡había estado en contacto personal con él!

¿No debía correr hacia él sin pensarlo más y, abra­zándole las rodillas, contarle de hombre a hombre que un dolor indecible roía mi corazón?

Tenía la mano sobre el timbre y la volví a retirar: preveía lo que iba a pasar: Hillel pasaría suavemente su mano sobre mis ojos y... no, no, ¡eso no! Yo no tenía derecho a pedir ningún alivio. Ella confiaba en mí y. en mi ayuda y, aunque en ciertos momentos el peligro en que se encontraba me parecía mínimo e in­significante, ella lo consideraba gigantesco.

Mañana tendría tiempo de pedir consejo a Hillel. Me obligué a mí mismo a pensar fría y serenamente: ¿mo­lestarlo, ahora, en plena noche? No podía ser. Así sólo actuaría un loco.

Quise encender la luz, pero de nuevo lo dejé: el brillo de la luz de la luna caía desde los tejados a mi habitación y me daba más claridad de la que necesi­taba. Temí que la noche transcurriera más lenta si en­cendía la luz.

Había tanta desesperación en la idea de encender la lámpara sólo para esperar el día... Un miedo me decía silenciosamente que la mañana se apartaría con ello a una lejanía inalcanzable.

Me acerqué a la ventana: las filas de tejados barro­cos se mostraban como un cementerio espectral fluctuante en el aire: losas sepulcrales con las fechas bo­rradas, apiladas sobre estos sepulcros mohosos, estas «viviendas» en las que se ha horadado el hervidero de pasillos y cuevas de los vivientes.

Estuve así largo rato, mirando fijamente hacia arri­ba, hasta que muy poco a poco comencé a asustarme de por qué no me asustaba, cuando a través de los muros llegó hasta mis oídos claramente el ruido de unos pasos contenidos.

Escuché; no había duda: alguien caminaba al otro lado. El ligero quejido de las tablas denunciaba que una suela se arrastraba entre dudas.

De repente volví en mí. Me hice realmente más pe­queño, todo se encogió en mí ante la presión del deseo de oír. Todo concepto y toda noción de tiempo se con­virtió en presente.

Otro rápido crujido que se asustó de sí mismo y que en seguida acabó. Después, silencio sepulcral. Ese silen­cio expectante y terrible, que se traicionaba a sí mismo y que en unos minutos puede crecer gigantescamente. Permanecí inmóvil, con la oreja pegada a la pared y la amenazadora sensación en la garganta de que al otro lado había alguien que hacía exactamente lo mismo que yo.

Escuchaba y escuchaba; nada.

El ático de al lado parecía muerto.

En silencio —de puntillas— me acerqué al sillón que estaba junto a mi cama, agarré la vela de Hillel y la encendí.

Entonces recapacité: la puerta de metal del desván, que conducía al estudio de Savioli, sólo podía abrirse desde el otro lado.

Tomé al azar un alambre en forma de gancho que estaba encima de la mesa sobre mis cinceles: ese tipo de cerraduras saltan muy fácilmente. Con la primera presión alcancé el muelle de la cerradura.

¿Qué sucedería después?

No lo pensé mucho tiempo: ¡actuar, no pensar! ¡Aunque sólo fuera por destrozar esa espera al ama­necer!

Al momento me encontré ante la puerta del des­ván, me pegué a ella, introduje con mucho cuidado el alambre en la cerradura y escuché. Se oía exactamente un murmullo raspante en el estudio, como cuando al­guien abre un cajón.

Poco después cedió rápidamente el cerrojo.

Pude observar toda la habitación y vi, a pesar de que casi estaba a oscuras y mi vela me cegaba, que un hom­bre envuelto en un largo abrigo negro saltaba asustado por delante de una mesa —estuvo durante un segundo indeciso dudando de adonde debía dirigirse— e hizo un movimiento como si quisiera abalanzarse sobre mí. Pero en seguida se quitó el sombrero de la cabeza y se tapó rápidamente la cara con él.

Quise preguntar: «¿Qué busca usted aquí?», pero el hombre se me adelantó:

—¡Pernath! ¿Es usted? ¡Por Dios, apague esa luz! La voz me pareció conocida, pero no era en absoluto la del cambalachero Wassertrum.

Apagué automáticamente la vela.

La habitación estaba en penumbras —pálidamente iluminada por el tenue resplandor que entraba por el hueco de la ventana—, igual que la mía, y tuve que esforzar al máximo mis ojos hasta poder reconocer en el rostro demacrado y tísico, que de repente surgió del abrigo, los rasgos del estudiante Charousek.

Me vino a la boca «¡El monje!» y de golpe compren­dí la visión que tuve ayer en la catedral. ¡Charousek, ése era el hombre al que debía dirigirme!, y oí de nue­vo las palabras que me dirigiera aquel día de lluvia bajo el arco. «Aaron Wassertrum se enterará de que se puede pinchar a través de las paredes con agujas invi­sibles y envenenadas. ¡Será precisamente el día en que intente estrangular al Dr. Savioli!»

¿Tenía en Charousek un aliado? ¿Sabía él también lo que había ocurrido? Su presencia aquí en una hora tan extraña permitía suponerlo, pero temía plantearle la cuestión directamente.

Había corrido hacia la ventana y observaba la calle­ja entre las cortinas.

Me di cuenta de que temía que Wassertrum hubiera notado la claridad de mi vela.

—Usted, maestro Pernath, pensará seguro que soy un ladrón, puesto que estoy rebuscando aquí, de noche, en una casa que no es mía —comenzó a decir tras un largo silencio con voz insegura—, pero yo le juro...

Lo interrumpí inmediatamente y lo tranquilicé.

Para demostrar que no ocultaba en absoluto ninguna desconfianza hacia él, sino que más bien lo veía como un aliado, le conté, con pequeñas reservas que conside­raba necesarias, el motivo que me traía al estudio: te­mía que una mujer, muy próxima a mí, estuviese en peligro de convertirse de algún modo en víctima de los manejos chantajistas del cambalachero.

De la forma cortés con que me escuchaba, sin inte­rrumpirme con sus preguntas, deduje que conocía gran parte del asunto, aunque quizás no sabía todos los de­talles.

—¡Es cierto! —dijo pensativo cuando acabé—. Por lo tanto; ¡no me he equivocado! El individuo quiere asesinar a Savioli, pero por lo visto todavía no ha reu­nido material suficiente. ¿Por qué, si no, iba a estar merodeando continuamente por aquí? Pues ayer iba yo, digamos «casualmente», por la calleja Hahnpass —dijo él al notar mi gesto inquisitivo— y de repente me llamó la atención que Wassertrum paseara, al parecer despreocupado, de arriba a abajo, por delante del portalón, pero cuando creyó que nadie lo observaba entró rápi­damente en la casa. Inmediatamente lo seguí e hice como si quisiera visitarlo a usted, es decir, llamé a su puerta, y al hacerlo lo sorprendí manipulando con una llave en la cerradura de la puerta de hierro. Naturalmente en el momento que yo llegué lo dejó y, como precaución, llamó también a su puerta. Al parecer usted no estaba en casa, pues nadie abrió.

Después de preguntar cuidadosamente en el barrio judío, me enteré de que alguien, que por las descripcio­nes podía ser el Dr. Savioli, tenía aquí, a escondidas, un estudio. Puesto que el Dr. Savioli está gravemente enfermo, recompuse yo el resto del hecho.

Mire usted, esto lo he reunido yo rebuscando entre los cajones para adelantarme en cualquier caso a Was­sertrum —añadió Charousek señalando un paquete de cartas sobre la escribanía—. Es todo lo que he podido encontrar escrito. Espero que no haya nada más. Por lo menos he revuelto y buscado en todos los armarios y baúles, lo mejor que pude en la oscuridad.

Mis ojos observaban con atención la habitación mien­tras él hablaba e involuntariamente se quedaron fijos en una trampilla. Entonces me acordé borrosamente de que Zwakh me había hablado en una ocasión acerca de un acceso que conducía al estudio.

Era una placa cuadrada con una anilla.

—¿Dónde vamos a guardar las cartas? —dijo Cha­rousek de nuevo—. Usted, maestro Pernath, y yo so­mos seguramente los dos únicos en todo el ghetto que podemos parecerle inofensivos a Wassertrum —¿por qué precisamente yo, eso, voy a tener... motivos espe­ciales —vi cómo su cara se retorcía llena de un odio salvaje al pronunciar hiriente la última frase— y a usted lo considera... —Charousek ahogó la palabra «loco» en una tos rápida y artificial, pero yo adiviné lo que iba a decir. No me dolió; la impresión de poder ayudar­la a ella me hacía tan feliz que se había borrado toda sensiblería.

Nos pusimos de acuerdo en esconder el paquete en mi casa, y pasamos a mi habitación.

Hacía ya rato que Charousek se había marchado, pero yo no podía decidirme aún a meterme en la cama. Cierta insatisfacción interior que me remordía me lo impedía. Sentía que debía hacer algo más, pero ¿qué?

¿Hacer para el estudiante un plan de lo que debía seguir haciendo?

No era suficiente. De todas formas Charousek no perdía de vista a Wassertrum. De eso no existía duda alguna.

Me estremecí al pensar en el odio que había en sus palabras.

¿Qué le podía haber hecho Wassertrum?

Esa extraña inquietud interna crecía en mí y me lle­vaba casi a la desesperación: algo invisible, del más allá, me llamaba y yo no lo comprendía.

¿Debía bajar a ver a Schemajah Hillel?

Cada una de mis fibras se negaba a ello.

La visión en la catedral del monje sobre cuyos hom­bros apareció ayer la cabeza de Charousek, como res­puesta a mi mudo ruego de consejo, era para mí señal suficiente para no despreciar, desde ese momento, sin más ni más esos oscuros sentimientos y sensaciones. Ya no había ninguna duda de que en mí germinaban desde hace mucho tiempo fuerzas ocultas: lo sentía con de­masiada lucidez y demasiada potencia como para inten­tar negarlo.

Comprendí que la clave para entenderse en un len­guaje claro con el propio interior está en sentir las le­tras, no sólo en leerlas con la vista en los libros —en crear en sí mismo un intérprete que tradujera lo que los instintos murmuran sin palabras.

«Ellos tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen», recordé esta cita de la Biblia como una aclaración a la cuestión.

Noté que mis labios repetían mecánicamente «Llave, llave, llave», mientras que mi espíritu me repetía em­baucador esas extrañas ideas.

«¿Llave, llave?» Mi mirada se fijó en el torcido alam­bre que poco antes me había servido para abrir la puerta y una curiosidad ardiente me hostigó a descubrir adon­de conduciría la trampilla cuadrada del estudio.

Y, sin pensarlo más, entré de nuevo en el estudio de Savioli y tiré de la argolla de la trampilla, hasta que por fin conseguí levantar la tapa.

Al principio sólo oscuridad.

Después vi unas escaleras estrechas y empinadas que bajaban a la oscuridad. Descendí.

Durante un tiempo fui tanteando con las manos las paredes; pero nunca llegaba el fin, nichos húmedos de lodo y moho, esquinas, ángulos, recovecos, pasillos rectos hacia el frente, hacia la derecha e izquierda, res­tos de una vieja puerta de madera, divisiones en el ca­mino y de nuevo escaleras, escaleras hacia arriba y hacia abajo. Por todas partes un opaco y asfixiante olor a hongos y tierra.

Y sin un rayo de luz.

¡Si hubiera traído por lo menos la vela de Hillel!

Por fin un camino llano y liso.

Por el crujido de mis pasos deduje que caminaba sobre arena seca.

No podía ser más que uno de esos innumerables ca­minos que, al parecer, sin sentido y sin ninguna finali­dad, conducen por debajo del ghetto al río.

No me asombré: la mitad de la ciudad se hallaba desde tiempos inmemoriales sobre esos caminos subte­rráneos y los habitantes de Praga tenían desde hace mu­cho tiempo una razón decisiva para temer la luz del día.

La ausencia total de ruido sobre mi cabeza me decía que todavía me encontraba en la zona del barrio judío, que por la noche está como muerto, a pesar de que ya llevaba una eternidad caminando. Si hubiera habido sobre mí calles o plazas más animadas, se habrían dela­tado por el lejano ruido de los coches.

Durante un segundo me ahogó el miedo. ¿Qué pasa­ría si estuviese caminando en círculo? ¿Si me cayera en un agujero, me hiriera o rompiera una pierna y no pu­diese seguir avanzando?

¿Qué pasaría entonces con sus cartas en mi habita­ción? Caerían inevitablemente en manos de ese Wassertrum.

Sin quererlo, pensar en Schemajah Hillel, al que yo relacionaba vagamente con el concepto de un amigo y un guía, me tranquilizó.

Como medida de precaución seguí, sin embargo, más despacio, tanteando el paso; llevaba los brazos en alto para no golpearme la cabeza sin darme cuenta, en caso de que el techo se hiciera más bajo.

De tiempo en tiempo, y luego con mayor frecuencia, rozaba el techo por encima de mi cabeza con las manos, hasta que por fin las piedras bajaron tanto que tuve que agacharme para poder seguir.

De repente, entré con un brazo en alto en una habi­tación vacía.

Me quedé quieto y miré fijamente hacia arriba.

Poco a poco me pareció como si del techo cayera, tenue e indecisa, una luz silenciosa y apenas sensible. Acababa aquí una tubería, ¿quizá de algún sótano?

Me erguí y fui tanteando, con ambas manos, alrede­dor de mí, a la altura de la cabeza: la abertura era exac­tamente cuadrada y con paredes empedradas.

Conseguí distinguir al fondo los rasgos llenos de sombras de una cruz horizontal y por fin logré alcanzar los barrotes, escalar y deslizarme entre ellos.

Ahora estaba de pie sobre la cruz. Me orienté.

Aquí acababan, claramente, los restos de una escalera de caracol, si el tacto de mis dedos no me engañaba.

Tuve que ir tanteando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta encontrar por fin el segundo escalón, y entonces subí.

Eran en total ocho escalones. Cada uno casi a la altura de un hombre sobre el otro.

Extraordinario: la escalera acababa en una especie de plancha horizontal, que dejaba pasar la luz a través de las líneas que se cortaban con regularidad, según noté más abajo en el pasillo.

Me agaché cuanto pude para poder distinguir desde una distancia mayor la dirección de las líneas y vi con. asombro que formaban exactamente un hexágono, tal y como se encuentran en las sinagogas.

¿Qué podía ser?

De repente me di cuenta: ¡era una trampilla que por los cantos dejaba pasar la luz!

Una trampilla de madera en forma de estrella.

Apoyé con fuerza los hombros contra la placa y em­pujé hacia arriba. De pronto me encontré en una habi­tación iluminada por la clara luz de la luna.

Era bastante pequeña, totalmente vacía, excepto un pequeño montón de trastos en un rincón, y no tenía más que una ventana, con unas fuertes rejas.

No pude descubrir ninguna puerta, ni ninguna otra entrada, con excepción de la que yo acababa de utilizar, a pesar de la minuciosidad con que investigué una y otra vez las paredes.

Las barras de la ventana estaban muy juntas como para no dejar pasar más que una cabeza y pude ver que:

La habitación se encontraba aproximadamente a la altura de un tercer piso, pues las casas de enfrente no tenían más que dos pisos y eran bastante más bajas.

Apenas podía ver la acera de la calle, pues debido a la cegadora luz de la luna que me daba de lleno en la cara, estaba hundida en profundas sombras que me im­pedían totalmente distinguir los detalles.

Sin embargo, la calleja pertenecía sin duda al barrio judío, ya que las ventanas de enfrente estaban todas ta­piadas o señaladas en la construcción por listones, y sólo en el ghetto se vuelven las casas la espalda de esta ma­nera.

Me martirizaba en vano por deducir qué era la ex­traña construcción en la que me encontraba.

¿Sería quizás una torrecilla lateral abandonada de la iglesia griega? ¿O pertenecía acaso de algún modo a la sinagoga Altneus?

Los exteriores coincidían.

De nuevo miré a mi alrededor en la habitación: nada que me diera la más pequeña pista. Las paredes y el techo estaban desnudos, el revoque y la cal se habían caído hacía ya mucho tiempo y no había ni clavos ni agujeros que demostraran que la habitación hubiese estado habitada anteriormente.

El suelo estaba cubierto de polvo, hasta la altura de los tobillos, como si en decenios no hubiera entrado allí ningún ser viviente.

Me repugnaba rebuscar entre los trastos del rincón. Estaba totalmente a oscuras y no podía ver de qué se componían.

Por el aspecto exterior daba la impresión de que eran trapos, envueltos en un hatillo.

¿O eran un par de viejas maletas de madera negras?

Me acerqué y tanteando con el pie conseguí arrastrar con el taco, hasta la luz que vertía la luna a través de la habitación, una parte del mantón. Parecía como una cinta ancha y oscura, que muy despacio se desenrrolló.

¡Un punto brillante como un ojo!

¿Sería quizás un botón metálico?

Poco a poco me di cuenta: una manga salía del montón, una manga de un corte extraño y antiguo.

Debajo había como una pequeña caja blanca, o algo parecido que se abrió bajo mis pies y se deshizo en un montón de hojas con manchas.

Le di un pequeño empujón; una hoja voló hasta la luz.

¿Una foto?

Me agaché: un Fou.

Lo que me había parecido una caja blanca era un juego de tarots.

¿Podía haber algo más ridículo? ¡Un juego de car­tas en este lugar fantasmagórico!

Es curioso que tuviera que esforzarme por reír. Una ligera sensación de terror me invadió.

Busqué una explicación banal, de cómo podían haber llegado hasta aquí estas cartas. Entretanto las contaba mecánicamente.

Estaba completo: setenta y ocho piezas. Pero ya al contarlas algo me llamó la atención: las hojas eran como de hielo.

Salía de ellas un frío paralizador y, al tener el pa­quete de cartas en las manos, apenas lo podía soltar, tal era la rigidez de mis dedos. De nuevo busqué desa­foradamente una sencilla explicación:

Mi traje tan fino, mi larga caminata sin abrigo ni sombrero por esos pasillos subterráneos, la terrible no­che de invierno, las paredes de piedra, la horrible es­carcha que entraba con la luz de la luna por la ventana. Era bastante extraño que no hubiera notado el frío has­ta ahora. La excitación en la que me había encontrado todo el rato me debía de haber hecho olvidarlo.

Un escalofrío tras otro se deslizaban sobre mi piel. Poco a poco, capa tras capa, iba penetrando siempre más adentro de mi cuerpo.

Sentí que mi esqueleto se convertía en hielo y notaba cada uno de mis huesos como frías barras de metal, en las que se quedaba helada la carne.

No servía de nada correr alrededor de la habitación. ni taconear con los pies, ni golpearme con los brazos. Apreté los dientes para no oír su castañeteo.

Esto es la muerte, me dije, que pone sus manos frías sobre mi cabeza.

Y me defendía como un loco contra el sueño ato­londrante de la congelación, que venía a envolverme, cómodo y asfixiante, como un abrigo.

Las cartas en mi habitación —¡sus cartas!— gritaba algo dentro de mí: las encontrarán si me muero aquí. ¡Y ella que confía en mí! ¡Ha puesto su salvación en mis manos! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Grité a través de los barrotes de la ventana hacia la calleja vacía y el eco repetía: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»

Me eché al suelo y me levanté de nuevo de un salto. No podía morirme, ¡no podía! ¡Por ella, sólo por ella! Aunque tuviera que sacar chispas de mis huesos a gol­pes para calentarme.

Mi mirada se posó entonces sobre los harapos del rincón, me arrojé sobre ellos y me los eché con las ma­nos vacilantes sobre mis ropas.

Era un traje desgastado, de un paño grueso y oscuro, con un corte extraño, anticuadísimo.

Olía a moho.

Me acurruqué en el rincón de enfrente y noté que mi piel se iba calentando despacio, muy despacio. Pero la terrible sensación de mi propio esqueleto helado no quería desaparecer. Estaba allí, sentado, sin moverme, paseando la vista: la carta que había visto al principio —el Fou— estaba todavía a la luz en el centro de la habitación.

Algo me obligaba a mirarla fijamente.

Parecía, por lo que podía reconocer desde aquella distancia, pintada torpemente por un niño con acuare­las y representaba la letra hebrea, el aleph, en la forma de un hombre vestido a la antigua usanza de los fran­cos, con la perilla recortada, levantando el brazo iz­quierdo y señalando hacia abajo con el otro.

¿No tenía el rostro del hombre una extraña seme­janza con el mío?, me pregunté de pronto. La barba no le pegaba nada a un Fou; me arrastré hasta la carta y la arrojé al rincón con el resto de los cachivaches para librarme de ese miedo torturador.

Estaba allí y brillaba: una mancha indeterminada y grisácea desde la oscuridad.

Me obligué a pensar en lo que debería hacer para volver a mi casa:

¡Esperar a mañana! Llamar a los que pasaron por abajo para que subieran desde fuera con una escalera, velas o un farol. Sentí con absoluta seguridad que sin luz nunca lograría encontrar el regreso en esos inter­minables y eternos caminos llenos de encrucijadas... O, en el caso de que la ventana estuviera demasiado alta, que alguien desde arriba con una cuerda... ¡Santo cielo!, como un rayo cruzó por mi mente: ahora sabía dónde me encontraba: ¡En la habitación sin acceso —sólo con una ventana enrejada—, la antigua casa en la calleja Schulgasse, que todo el mundo evitaba! Ya una vez, hace muchos años, había bajado un hombre colgado de una cuerda desde el tejado para mirar a través de la ventana y la cuerda se había roto; sí: ¡me encontraba en la casa en la que siempre desaparecía el espectral Golem!

Un profundo horror, contra el que luchaba en vano y que ya no podía vencer ni siquiera al recordar las car­tas, paralizaba cualquier otro pensamiento y mi corazón comenzó a encogerse.

Me repetía arrebatado, con los labios entumecidos, que no era más que viento lo que entraba y llegaba helado hasta mí desde la esquina; me lo decía siempre más y más de prisa, con la respiración entrecortada; pero ya no servía de nada: aquella mancha blancuzca —la carta— se hinchaba formando pompas, llegaba tanteando hasta el rayo de luna y volvía arrastrándose a la oscuridad. Se producían sonidos que goteaban —medio imaginados, presentidos, semirreales— dentro de la habitación y sin embargo fuera de ella, a mi alre­dedor y sin embargo en otra parte..., muy dentro del corazón y de nuevo en medio de la habitación: ruidos, como cuando se cae un compás y la punta se clava en la madera.

Una y otra vez: la mancha blancuzca..., ¡la mancha blancuzca!... Me gritaba, metiéndomelo en la cabeza, es sólo una carta, una simple, absurda y tonta carta de juego..., en vano..., sin embargo ahora..., ahora el Fou ha tomado forma..., y agachado en la esquina me clava su mirada, en ¡mi propio rostro!

Estuve allí, encogido, inmóvil, durante horas y horas —en mi rincón, como un esqueleto helado y rígido en­vuelto en ropas extrañas y mohosas— y él también, allí mismo: mi propio yo.

Mudo e inmóvil.

Así nos estuvimos mirando a los ojos: uno el horri­ble reflejo del otro.

Él también vería cómo los rayos de luz se arrastran con la pereza de un caracol y palidecen más y más, subiendo por la pared como las agujas de un reloj que midiera la eternidad.

Lo hechicé con una mirada y no le sirvió de nada su deseo de desaparecer en la luz del amanecer que en­traba por la ventana en su ayuda.

Lo retuve.

Paso a paso he luchado con él por mi vida, por la vida que no es mía, porque ya no me pertenece.

Cuando se hizo cada vez más pequeño y volvió, con el principio del día, a esconderse en su carta, me le­vanté, fui hacia él y lo metí en el bolsillo..., ¡al Fou!

La calleja, abajo, seguía estando desierta, vacía.

Revolví y registré el rincón de la habitación que ahora se hallaba bajo la pálida luz matinal: escombros, una sartén roñosa, harapos apelillados, el cuello de una botella. Cosas muertas y, sin embargo, ¡tan extraña­mente conocidas!

Y también las paredes —¡qué claros se veían las grietas y los descascarillones!—. ¿Dónde los había visto?

Tomé el montón de cartas en la mano..., algo em­pieza a aclararse: ¿no las pinté yo mismo en una oca­sión, de niño, hace mucho tiempo?

Era un juego de tarots antiquísimo. Con caracteres hebraicos. —El número doce tiene que ser el «Ahor­cado», me vino parcialmente a la memoria—. ¿Con la cabeza hacia abajo, los brazos a la espalda? Lo busqué entre las cartas. ¡Aquí, aquí estaba!

De nuevo, medio en sueños, semiconsciente, una ima­gen se apareció ante mí: una escuela ennegrecida, gi­bosa, torcida, un edificio ceñudo, brujeril, con el hombro izquierdo levantado, y el otro apoyado en otra casa. Nosotros, unos cuantos chicos jóvenes..., hay en algu­na parte un sótano abandonado.

Entonces observé mi cuerpo y de nuevo enloquecí: aquel traje antiguo me era totalmente desconocido.

Me asustó el ruido de un carro, pero, al levantar la mirada: ¡ni un alma humana! Sólo un perro medita­bundo sentado en una esquina.

¡Ya! ¡Por fin! ¡Voces! ¡Voces humanas!

Dos viejas venían caminando lentamente cuando in­troduje media cabeza por entre las rejas y grité.

Con la boca entreabierta miraron, asombradas, hacia arriba y murmuraron algo. Pero cuando me vieron dieron un grito estridente y salieron corriendo. Compren­dí que habían pensado que yo era el Golem.

Esperaba que se arremolinara gente y que podría explicarme, pero pasó más de una hora y sólo de vez en cuando miraba desde abajo una cara pálida con mucho cuidado para retroceder de nuevo presa de un susto mortal.

Debería esperar a que tras de unas horas, o quizá mañana, llegaran los policías —la bofia, como solía llamarlos Zwakh.

No, preferí explorar parte de los pasillos subte­rráneos.

Quizás ahora, durante el día, entrase, por entre algu­nas grietas de las piedras, una huella de luz.

Bajé por la escalera. Continué por el camino por el que ayer había llegado —por entre montones de es­corias, de ladrillos rotos, a través de sótanos hundidos— subí por los ruinosos restos de una escalera y me en­contré, de repente... en el pasillo de la negra escuela, que poco antes viera en mi sueño.

Al momento fui arrastrado por una enorme ola de recuerdos: bancos sucios de tinta de arriba a abajo, cuadernos de cálculo, cantos berreantes de chiquillos, un chico que suelta una mariquita en clase, libros de lectura con sandwiches estrujados y olor a cascaras de naranja. Ahora lo sabía con seguridad: yo había estado aquí de niño. Pero no me concedí tiempo para pensar y me fui deprisa a casa.

El primer hombre que me encontré en la calle Salniter era un viejo judío con las patillas blancas, rizadas. Apenas me vio se tapó la cara con las manos y recitó en voz alta varias oraciones hebreas.

Al oír sus plegarias debió salir mucha gente de sus cuevas, pues detrás de mí se organizó un griterío indes­criptible. Me volví y vi que me seguía un ejército revo­loteante de rostros pálidos como cadáveres, desencaja­dos por el terror.

Me miré asombrado y comprendí: todavía llevaba encima, desde la noche, el extraño ropaje medieval y la gente creía tener ante sí al Golem.

Rápidamente volví una esquina y, detrás de un por­tal, me arranqué los harapos apelillados.

Casi inmediatamente pasó corriendo por delante mío un montón de gente, con palos en alto y las bocas des­encajadas, gritando.

El Golem (VII): Nieve

El Golem (VII): Nieve

«Mi querido y respetado maestro Pernath,

»Le escribo esta carta muy aprisa con un miedo te­rrible. Destruyala, por favor, en cuanto la haya leído —o mejor aún, tráigamela con el sobre. De lo contrario, no estaría tranquila.

»No confíe a ninguna alma humana que le he escri­to. ¡Tampoco a quien va a visitarlo hoy!

»Su cara noble y buena me ha llenado -—"reciente­mente"— (por esta pequeña alusión a un hecho del que usted fue testigo adivinará quién le escribe esta carta, pues temo escribir aquí mi nombre) de confianza. Esto, y el hecho de que su querido y bondadoso padre me diera clases siendo niña, me infunde el valor suficiente para dirigirme a usted, quizá como la única persona que pudiera ayudarme.

»Le ruego que venga esta tarde a las cinco a la cate­dral del Hradschin.

Una dama que usted conoce.»

 

Estuve sentado casi un cuarto de hora con la carta en la mano. La extraña y solemne sensación que me había rodeado desde ayer por la noche se había disipado de golpe —borrado por el soplo de aire fresco de un nuevo día terrenal. Venía hacia mí, sonriente y esperanzador, un nuevo y joven destino, un retoño prima­veral. Un corazón humano buscaba ayuda en mí. ¡En mí! ¡Qué distinta parece de repente mi habitación! El carcomido y arañado armario sonreía contento y los cuatro sillones me parecían cuatro viejos amigos que, colocados alrededor de la mesa, jugaban risueños y apa­cibles al tarot.

Mis horas tenían ahora un contenido, un contenido lleno de riqueza y esplendor.

¡Así que el árbol podrido todavía daría frutos!

Sentí cómo me recorría una fuerza viva que, hasta ahora, había permanecido dormida en mí, oculta en la profundidad de mi alma, cubierta por los escombros que amontonaba lo cotidiano, al igual que una fuente que surge rompiendo el hielo cuando se acaba el invierno.

Y abrigaba el preciso convencimiento, mientras tenía la carta en las manos, de que iba a poder prestar mi ayuda, fuera lo que fuese. La alegría de mi corazón me infundía esta seguridad.

Leí una y otra vez la frase «... Esto y el hecho de que su querido y bondadoso padre me diera clases siendo niña...»; se me cortó la respiración. ¿No sonaba como la promesa «Hoy estarás conmigo en el paraíso»? La misma mano que se tendía en busca de ayuda, me ofre­cía a cambio un regalo: el recuerdo que tanto deseaba me revelaría el misterio, me ayudaría a levantar la espesa cortina que se había cerrado tras mis recuerdos.

«Su querido y bondadoso padre»..., ¡qué extrañas sonaban estas palabras cuando las repetí en voz alta! —¡Padre!—. Por un momento vi aparecer en el sillón, que estaba junto a mi arca, el cansado rostro de un an­ciano de pelo blanco —extraño, totalmente extraño y, sin embargo, tan estremecedoramente conocido— des­pués volvieron mis ojos a equilibrarse y los martillos de mi corazón marcaron el palpable momento presente.

Me levanté asustado: ¿se me habría pasado la hora? A Dios gracias, todavía las cuatro y media.

Entré al dormitorio, tomé el sombrero y el abrigo y bajé las escaleras. ¡Qué me importaba hoy el cuchicheo de los oscuros rincones, los malignos, mezquinos y enojosos escrúpulos y las recriminaciones que siempre sur­gían de ellos!: «No te dejamos..., eres nuestro..., no queremos que estés contento..., ¡estaría bonito, alegría en esta casa!»

El fino y venenoso polvo de estos pasillos y de estas esquinas, que siempre se posaba sobre mí con sus ga­rras dispuestas a ahogarme, desaparecía hoy ante el há­lito de vida que salía de mi boca. Me paré un momen­to delante de la puerta de Hillel.

¿Debía entrar?

Un oculto temor me impidió llamar. Me sentía hoy tan distinto, como si no debiera entrar en su habitación. La mano de la vida me empujó hacia adelante, hacia la escalera de bajada.

La calleja estaba blanca, cubierta de nieve.

Creo que mucha gente me ha saludado. No me acuer­do si les respondí. Continuamente miraba mi pecho para comprobar si aún llevaba conmigo la carta.

De ese lugar salía cierto calor.

Caminé por el arco de cuadriculados emparrados del paseo que rodea la vieja ciudad, el Ring, y pasé ante la fuente de bronce, cuyas rejas barrocas estaban llenas de carámbanos de hielo, hacia el puente de piedra ador­nado por varias estatuas de santos además de la de Juan de Nepomuk.

Debajo, el río formaba nubes de espuma, lleno de odio contra los pilares.

Medio en sueños, mi mirada cayó sobre la roca hue­ca de San Luitgardo con sus «tormentos del condena­do»: la nieve se amontonaba sobre los párpados de los que pagaban sus culpas y sobre las cadenas atadas a sus manos, alzadas para rezar.

Arcos y soportales me recibieron y después me aban­donaron, pasaron lentamente junto a mí palacios con portales orgullosamente esculpidos, en los que cabezas de león mordían aros de bronce.

También aquí había nieve por todas partes, nieve suave, blanca, como la piel de un gigantesco oso polar.

Ventanas altas y envanecidas de sus molduras, bri­llantes por el hielo, miraban indiferentes hacia las nubes.

Me asombré de la cantidad de pájaros que volaban por el cielo.

Mientras subía los innumerables escalones de granito que conducían al Hradschin, cada uno tan ancho como el largo de cuatro cuerpos humanos, desaparecía, hun­diéndose paso a paso, la ciudad con sus tejados, ante mis sentidos.

Se acercaba el anochecer pegado a la fila de casas, cuando llegué a una plaza desierta en cuyo centro se alzaba la catedral hasta el trono de los ángeles.

Huellas, cuyos bordes rodeaban costras de hielo, se dirigían hasta la puerta secundaria.

Desde alguna parte, de una lejana casa, llegaba, en el silencio del anochecer, las suaves y perdidas notas de un armonio. Caían en el vacío, en el abandono, como lágrimas de un llanto melancólico.

Oí detrás de mí el sollozo del batiente cuando me recibió la puerta de la iglesia y me encontré en la os­curidad. El altar dorado brillaba hacia mí en su rígida quietud a través de la triste luz azulada, de la luz que entraba por los vitrales muriendo sobre los bancos. De las rojas lámparas de cristal saltaban chispas.

Olor mustio a cera e incienso.

Me apoyé en un banco. Mi sangre estaba extraña­mente tranquila en este reino de silencio."

Una vida sin palpitaciones llenaba este lugar, una oscura y paciente espera.

Los relicarios de plata dormían su sueño eterno.

¡Allí!... Desde muy lejos llegó amortiguado, ape­nas sensible para mi oído, un ruido de cascos de caba­llos, que pareció acercarse y luego se calló.

Un sonido seco como cuando se cierra la portezuela de un coche.

Se había acercado a mí el fru-fru de un vestido de seda y una delicada y fina mano de mujer me rozó el brazo.

—Por favor, por favor, vayamos allá, junto a la columna; me desagrada hablar aquí, entre esos bancos de rezos, de lo que tengo que hablar con usted.

Los solemnes cuadros de alrededor se desvanecieron en una tenue claridad. De repente me había alcanzado el día.

—No sé, maestro Pernath, cómo le puedo agradecer que haya hecho por mí el largo camino hasta aquí, con este mal tiempo.

Tartamudeé algunas palabras banales.

—Pero no conozco ningún otro lugar en el que pueda estar más segura de todo peligro y toda curiosidad. Se­guro que nadie nos ha seguido hasta aquí, a la iglesia.

Saqué la carta y se la entregué a la dama.

Estaba ella parcialmente envuelta en una costosa piel, pero, por el sonido de su voz, la había reconocido como la misma dama temerosa que aquel día entró, huyendo de Wassertrum en mi habitación en la calle Hahnpass.

Pero no estaba asombrado, pues no esperaba a nin­guna otra persona.

Mis ojos estaban fijos en su rostro que, en la oscu­ridad del nicho de la pared, parecía seguramente más pálido de lo que en realidad debía ser. Su belleza casi me cortó la respiración y estaba como fascinado. Hu­biera deseado arrojarme ante ella y besar sus pies, puesto que era ella a la que yo debía ayudar y me había elegido a mí para eso.

 

—Le ruego, por favor, de todo corazón, que olvide, por lo menos mientras estemos aquí, la situación en la que me vio aquella vez —siguió hablando oprimi­da—, en realidad tampoco sé lo que piensa sobre esas cosas...

—Yo ya soy un hombre mayor, pero ni una sola vez en mi vida me atreví a considerarme juez de mi próji­mo —fue lo único que pude decir.

—Se lo agradezco, maestro Pernath —dijo ella con sencillez y dulzura—. Y ahora escúcheme con paciencia, a ver si puede ayudarme en mi desesperación o si, por lo menos, puede darme algún consejo —sentí que un terrible temor la dominaba y oí temblar su voz.

—Aquella vez, en el estudio, me sobrevino la horri­ble seguridad de que aquel abominable monstruo me había estado siguiendo intencionadamente. Desde hacía algunos meses me había dado cuenta de que a cualquier parte que fuera... sola, con mi marido o con..., con el Dr. Savioli, siempre aparecía próxima a mí esa ho­rrible cara de asesino del cambalachero. Sus ojos biz­queantes me seguían despierta y en sueños. Todavía no sé qué pretende, pero quizás por esto me acucia aún más el miedo por las noches. ¿Cuándo me arrojará la cuerda alrededor del cuello?

Al principio el doctor Savioli me quiso tranquilizar dudando de lo que iba a poder hacer ese Aaron Wasser-trum; en el peor de los casos no podía tratarse más que de un pequeño chantaje o de algo semejante, pero cada vez que se pronunciaba el nombre de Wassertrum se le ponían blancos los labios. Yo lo presiento: el Dr. Savioli me ocultaba algo para tranquilizarme... algo terrible que puede costamos la vida o a él o a mí.

Más tarde me enteré de lo que con tanto cuidado quería ocultarme: ¡el cambalachero lo había ido a visi­tar varias veces a su casa por la noche!... Lo sé, lo siento en cada fibra de mi cuerpo; ocurre algo que nos va rodeando lentamente y que se cierra como los anillos de una serpiente. ¿Qué es lo que busca allí ese ase­sino? ¿Por qué no puede librarse de él el Dr. Savioli? No, no, ya no lo soporto más; he de hacer algo, cual­quier cosa antes de que me vuelva loca.

Quise contestarle con algunas palabras de consuelo, pero no me dejó acabar.

—En los últimos días la pesadilla que me amenaza con ahogarme está tomando continuamente formas tangibles. El Dr. Savioli se ha puesto repentinamente en­fermo, ya no puedo comunicarme con él, no puedo visitarlo, si no quiero esperar a cada momento que se descubra nuestro amor; está delirando continuamente y lo único de lo que me he podido enterar es de que en la fiebre se cree perseguido por un monstruo con labio leporino: ¡Aaron Wassertrum!

Sé lo valiente que es el Dr. Savioli; por eso es aún más terrible para mí, ¿se lo puede usted imaginar?, verlo ahora paralizado ante el peligro; yo misma no siento más que como la oscura proximidad de un es­pantoso ángel exterminador, destruido ante él.

Usted dirá que soy muy cobarde, que por qué no admito públicamente que pertenezco al Dr. Savioli, y lo dejo todo, si tanto lo quiero; todo: riqueza, honor, fama y demás, pero —gritó de tal forma que resonó en las galerías del coro— ¡no puedol ¡Yo tengo a mi hija, a mi querida niña pequeña y rubia! ¡No puedo dar a mi hija! ¿Cree usted que mi marido me la dejaría? Tome, tome esto, maestro Pernath —en su enajenación abrió de golpe un pequeño bolso que estaba lleno de collares de perlas y piedras preciosas— y lléveselos a ese asesino; sé que es codicioso; puede quedarse con todo lo que tengo, pero tiene que dejarme a mi hija. ¿Verdad que se callará? ¡Por el amor de Cristo, hable, diga por lo menos una palabra, que me quiere ayudar!

Con gran esfuerzo logré tranquilizar a la mujer ena­jenada, por lo menos lo suficiente como para que se sentara en un banco.

Hablé y le dije lo que se me ocurría en aquel mo­mento. Frases confusas y sin sentido.

Al mismo tiempo los pensamientos se removían en mi mente, de tal forma que apenas yo mismo entendía lo que mi boca decía: ideas fantásticas que caían des­truidas en cuanto nacían...

Mi mirada estaba ausente, fija en la estatua de un monje, en la hornacina de la pared. Hablaba. Poco a poco los rasgos de la estatua se fueron transfigurando, el hábito se convirtió en un raído gabán con el cuello subido y, de él, surgía un rostro juvenil con las meji­llas demacradas y manchadas por la tisis.

Antes de que pudiera comprender esta visión ya ha­bía vuelto a ser un monje. Mi pulso latía desenfrenado.

La desafortunada mujer se había inclinado sobre mi mano y lloraba en silencio.

Le transmití algo de la fuerza que me sobrevino en el momento en el que leí la carta y que, ahora, me lle­naba de nuevo y vi cómo, poco a poco, comenzó a dis­frutarla.

—Quiero decirle por qué me he dirigido precisamen­te a usted, maestro Pernath —comenzó de nuevo tras un largo silencio—. Han sido unas palabras que usted me dijo en una ocasión... y que no he podido olvidar en todos estos años.

¿Hace muchos años? La sangre se me coaguló.

—Usted se despidió de mí, yo no sé por qué ni cómo, pues yo era todavía una niña, y dijo tan amable y tristemente: «Sin duda nunca llegará ese momento, pero acuérdese de mí si alguna vez en la vida no tiene a nadie más a quien acudir. ¡Quizás el Señor me con­ceda que sea yo quien la ayudel» Me volví en seguida y dejé caer mi pelota en la fuente, para que usted no viera mis lágrimas. Entonces pensé en regalarle el co­razón de rojo coral que llevaba en el cuello, colgado de una cinta de seda, pero me avergoncé, porque hu­biera sido ridículo.

 

Recuerdos

Los dedos de la catalepsia buscaban tanteando mi garganta. Surgió ante mí un brillo, como de una olvidada y lejana región del anhelo: terrible e inmediata­mente una pequeña muchacha con un vestido blanco y a su alrededor las oscuras praderas de un parque pala­ciego, rodeado de viejos olmos. Lo vi de nuevo muy claro ante mí.

Debí palidecer; lo noté en la rapidez con que con­tinuó:

—Ya sé que sus palabras de entonces se debían al estado de ánimo de la despedida; pero muchas veces han sido un consuelo para mí y..., y yo se lo agradezco.

Apreté los dientes con todas mis fuerzas y ahogué en mi pecho el horrible dolor que me despedazaba.

Comprendí: había sido una mano piadosa la que había cerrado el pestillo de mis recuerdos. Ahora estaba escrito muy claramente en mi conciencia lo que un corto reflejo de viejos tiempos me acababa de traer: un amor que había sido demasiado fuerte para mi corazón, que había estado royéndome durante años el pensa­miento; y la noche de la locura se convirtió entonces en el bálsamo de mi espíritu herido.

Una calma mortal se posó poco a poco sobre mí y enfrió las lágrimas tras mis párpados. El eco de las campanas cruzó sombrío y orgulloso la catedral, y pude mirar sonriente y alegre los ojos que habían venido a buscar mi ayuda.

De nuevo oí el sordo ruido de la portezuela y el trote de los caballos.

Bajé a la ciudad por la nieve que tenía el brillo azu­lado de la noche.

Los faroles me miraban asombrados, guiñando los ojos, y de las montañas de abetos surgía el susurro de las lentejuelas y las nueces plateadas de la próxima Navidad.

En la plaza del ayuntamiento las viejas mendigas, bajo la luz de las velas, susurraban, envueltas en sus grises pañuelos de cabeza, una plegaria a la virgen, bajo la columna de María.

Ante la oscura entrada del barrio judío estaban los puestos del mercado navideño. En el centro, cubierto con un paño rojo, llamaba la atención, alumbrado por las antorchas medio encendidas, el escenario abierto de un teatro de marionetas.

El polichinela de Zwakh, vestido de púrpura y vio­leta, con el látigo en la mano del que colgaba una cala­vera, galopaba sobre las tablas en su caballo de madera.

Los pequeños —con sus gorros de piel tapándoles las orejas, en fila, unos junto a otros— miraban con las bocas abiertas y escuchaban ensimismados los ver­sos del poeta de Praga, Osear Wiener, que mi amigo Zwakh recitaba desde dentro del armario:

 

«Delante caminaba un muñeco

el muchacho era delgado como un poeta

iba vestido con trapos de colores

se tambaleaba y hacía gestos...»

 

Entré en la callejuela oscura y llena de esquinas que acababa en la plaza. En silencio, muchas personas mira­ban en la oscuridad, muy juntas unas a otras, un bando.

Un hombre encendió un fósforo y pude leer a trozos algunas líneas. Con oscuros pensamientos mi conciencia captó algunas palabras:

 

Se busca...

1.000 florines de recompensa

Señor mayor... vestido de negro...

... señas:

cara rellena, bien afeitada...

... color de pelo: blanco...

... Dirección policial... Habitación número...

 

Sin desearlo, sin tomar parte en ello, como un cadá­ver viviente, entré despacio en las oscuras filas de casas.

Un puñado de pequeñas estrellas brillaba en el cielo, en el estrecho y oscuro camino, sobre los tejados.

Mis pensamientos volvieron tranquilamente a la ca­tedral, y la serenidad de mi alma se hizo aún más pací­fica y profunda; desde la plaza llegó hasta mí, cortan­te y clara —como si estuviese junto a mi oreja— la voz del marionetista, a través del aire invernal:

«¿Dónde está el corazón de piedra roja

que colgaba de una cinta de seda

y brillaba en el rojo amanecer?»

 

El Golem (VI): Despierto

El Golem (VI): Despierto

Zwakh había subido las escaleras corriendo delante de nosotros y oí cómo intentaba calmar a Miriam, la hija del archivero Hillel que, atemorizada, le hacía mu­chas preguntas.

No me esforcé por escuchar lo que decían y adiviné más que entendí las palabras con que Zwakh contaba cómo yo había tenido un accidente y cómo venían a pedir que me dieran los primeros socorros para hacer­me salir de mi inconsciencia.

Todavía no podía mover ni un solo miembro y los dedos invisibles tenían aún agarrada mi lengua; pero mis pensamientos eran fijos y seguros y había perdido ya la sensación de terror. Sabía perfectamente dónde es­taba y lo que me pasaba y no me pareció extraño que me subieran como un muerto, que me pusieran sobre un camastro en la habitación de Hillel y... me dejaran luego solo.

Me envolvió un tranquilo y natural sosiego, parecido al que se disfruta al volver a casa después de una larga excursión.

La habitación estaba oscura y los marcos de las ventanas en forma de cruz se destacaban, con desvaídos perfiles, del vaho mate que subía de la calleja.

Todo me parecía lógico y no me extrañó que Hillel entrara con un candelabro judío de siete velas del Sabbath, ni que, con toda serenidad, me deseara «buenas noches», como a alguien cuya llegada se espera.

De repente me llamó fuertemente la atención algo especial que en todo el tiempo que llevaba viviendo en la casa no había notado —a pesar de que a menudo nos habíamos encontrado hasta tres y cuatro veces en las escaleras—, me di cuenta al verlo ir de un lado para otro ordenando cosas sobre la cómoda y al encender con el primer candelabro otro, también de siete velas.

Lo que noté fue lo bien proporcionados que eran su cuerpo y sus miembros, el fino corte de su rostro y su noble frente.

Ahora, a la luz de las velas, vi que no podía ser ma­yor que yo: tendría como máximo cuarenta y cinco años.

—Has venido unos minutos antes —comenzó a decir al cabo de un instante— de lo que se podría prever, de otro modo hubiera encendido antes las luces. —Señaló ambos candelabros, se acercó a la camilla y dirigió sus ojos oscuros y sombríos a alguien que estaba al parecer de pie o de rodillas a mi cabecera y al cual no alcanzaba a ver. Al tiempo movió los labios y dijo, sin pronun­ciarla, una frase.

Al instante los dedos invisibles soltaron mi lengua y el agarrotamiento de mi cuerpo desapareció. Me levanté y miré detrás de mí: en la habitación no había nadie más que Schemajah Hillel.

Su tuteo y la observación de que me esperaba ¡se referían entonces a mí!

Pero aún mucho más extraño que todo eso era en realidad para mí el no poder sentir ni el más mínimo asombro.

Hillel adivinó al parecer mis pensamientos, pues son­rió divertido mientras me ayudaba a levantarme de la camilla y, señalando un sillón, me dijo:

—No hay nada milagroso en ello. Sólo las cosas fan­tasmagóricas, los kiscuph, son terribles para los hom­bres, la vida araña y quema como un abrigo de cilicios, pero los rayos del sol del mundo espiritual son suaves Y templados.

Permanecí en silencio, pues no se me ocurría lo que podía contestarle. Como si no esperara respuesta algu­na, se sentó frente a mí y continuó tranquilamente:

—También a un espejo de plata, si tuviera sentimien­tos, le dolería ser límpido. Pero, al brillar, devuelve to­das las imágenes que caen sobre él sin dolor ni excitación, bienaventurado el hombre —añadió en voz baja— que puede decir de sí mismo: Yo estoy limpio. —Por un momento se hundió en sus pensamientos y lo oí mur­murar una frase en hebreo: «Lischnosécho kiwisi Adoschem.» Después, su voz me llegó otra vez claramente al oído:

—Has venido a mí en un profundo sueño y yo te he despertado. En el salmo de David está escrito: «En­tonces me dije a mí mismo, ahora empiezo: La mano derecha del Señor es quien ha hecho esta transfor­mación.»

Cuando los hombres se levantan del lecho se ima­ginan que han alejado el sueño de sí y no saben que son víctimas de sus sentidos, convirtiéndose en presa de un nuevo sueño mucho más profundo que aquél del que acaban de salir. Sólo existe una única forma de vi­gilia y es a la que tú te acercas ahora. Hablales a los hombres de ello: te dirán que estás enfermo, pues no pueden entenderte. Por eso es inútil y cruel decirles nada.

Van como un río...

Y están como dormidos.

Igual que la hierba que pronto se marchita... que se rompe al anochecer y se seca.

«¿Quién era el desconocido que vino a mi habita­ción y me dio el libro Ibbur? ¿Lo vi despierto o en sueños?», quise preguntarle, pero Hillel me contestó antes de que pudiera expresar estos pensamientos con palabras.

—Supon que el hombre que llegó a ti, y al que tú llamas el Golem, significa el despertar de la muerte a través de la más interna vida espiritual. ¡Todas y cada una de las cosas de la tierra no son más que un símbolo eterno, cubierto de polvo!

¿Cómo piensas con la vista? Cada forma que ves la piensas con la vista. Todo lo que ha adquirido una for­ma fue antes un fantasma.

Siento cómo los conceptos que hasta ahora habían estado anclados en mi cerebro se sueltan y surcan, como barcos sin timón, por un mar sin orillas. Hillel continuó tranquilamente:

—Quien ha sido despertado, ya no puede morir. Sue­ño y muerte es lo mismo.

«... ¿ya no puede morir?» —un dolor sordo me so­brecogió.

—Dos sendas corren paralelas: el camino de la vida y el camino de la muerte. Tú has tomado y leído el libro Ibbur. Tu alma se ha preñado del espíritu de la vida —lo oí decir.

—Hillel, Hillel, déjame seguir el camino que siguen todos los hombres: ¡el de la muerte! —gritó todo den­tro de mí.

La cara de Schemajah Hillel quedó rígida y seria.

—Los hombres no siguen ningún camino, ni el de la vida ni el de la muerte. Se mueven por ahí como la pelusa en la tormenta. En el Talmud está escrito: «An­tes de que Dios creara el mundo puso delante de los seres un espejo; en él vieron primero los dolores espi­rituales de la existencia y después los placeres. Enton­ces unos tomaron sobre sí las penalidades. Otros, sin embargo, se negaron a ello, por lo que Dios los borró del libro de la vida.» Tú, en cambio, sigues un camino y lo has tomado, además, por tu libre voluntad, aunque quizás ya lo hayas olvidado: tú has sido llamado por ti mismo. No te aflijas: poco a poco, cuando llega el conocimiento, llega también el recuerdo. Conocimiento y recuerdo son la misma cosa.

El tono amable y cariñoso con que habían sonado las palabras de Hillel me tranquilizó de nuevo y me sen­tí seguro como un niño enfermo que sabe que su padre está a su lado.

Levanté la vista y vi de pronto que muchas figuras llenaban la habitación, en círculo, alrededor de nosotros: unos envueltos en blancos sudarios de muerte, como los llevaban los antiguos rabinos, otros con sombreros de tres picos y hebillas de plata en los zapatos; pero Hillel pasó su mano sobre mis ojos y la habitación quedó vacía de nuevo.

Entonces me acompañó fuera, a la escalera, y me dio una vela encendida para que pudiera alumbrar el cami­no hasta mi habitación.

Me tumbé en la cama y quise dormir, pero el sueño no llegaba; me encontré en cambio en un extraño esta­do, muy diferente al de soñar, dormir y velar.

Aun habiendo apagado la luz, todo en la habitación me parecía tan nítido que podía distinguir exactamente cada forma particular. Al mismo tiempo, me sentía perfectamente cómodo y libre de esa terrible inquietud que lo tortura a uno cuando se encuentra en semejante si­tuación.

En mi vida había sido capaz de pensar con tal agu­deza y precisión como en este momento. El ritmo de la salud fluía por mis nervios y ordenaba mis pensamientos y los contornos de mi cuerpo, como un ejército en es­pera de mis órdenes.

Sólo llamar y venían a mí para cumplir lo que de­seaba.

Me acordé de una venturina que había querido ta­llar, en las últimas semanas, sin lograrlo, pues la mul­titud de laminillas centelleantes del mineral no querían nunca coincidir con los rasgos del rostro que yo había imaginado, y en un abrir y cerrar de ojos vi la solución ante mí y supe exactamente por dónde debía meter el buril para seguir sin equivocarme la estructura del mi­neral.

Antes era esclavo de una horda de impresiones y vi­siones fantásticas que a menudo no conocía; ideas o sentimientos que, de repente, me hacían sentir como rey y señor en mi propio reino.

Problemas de cálculo que antes sólo hubiera podido solucionar con gran esfuerzo y sobre el papel, se reunían de una vez en mi cabeza dándome el resultado como en un juego. Todo ello con la ayuda de una nueva capaci­dad, que se había despertado en mí, de ver y retener precisamente lo que necesitaba: números, formas, figu­ras o colores. Para cuestiones que no se podían resolver con este sistema —problemas filosóficos y otros simila­res—, esta visión interior era sustituida por el oído, en el que Schemajah Hillel hacía de narrador.

Realicé descubrimientos extrañísimos.

Las cosas que sin prestar atención había dejado pa­sar en mil ocasiones de mi vida, como simples palabras en mis oídos, estaban ahora repletas de valor en mis fibras más internas: lo que había aprendido «de me­moria» lo «comprendía» ahora de golpe como mi «pro­piedad». Los misterios de la formación de las palabras que nunca imaginé, estaban ahora desnudos ante mí.

La humanidad con sus «saltos» ideales que me había tratado despectivamente, con gesto noble de comercian­te íntegro, el pecho cubierto de las condecoraciones del pathos —se quitaba ahora humildemente la máscara caricaturesca y pedía excusas por no ser más que un mendigo y aun así el instrumento para... una estafa todavía más descarada.

¿Acaso no sigo soñando? ¿Acaso no he hablado si­quiera con Hillel?

Alargué la mano hacia el sillón que estaba junto a mi cama.

Exacto: todavía estaba allí la vela que me había dado Schemajah; me acurruqué de nuevo entre las al­mohadas, feliz como un niño que en la noche de Navi­dad se ha convencido de que existe y tiene cuerpo el maravilloso títere.

Me sentí como un perro de caza en la espesura de los enigmas espirituales que me rodeaban.

Primero intenté volver al punto de mi vida hasta el que llegaban mis recuerdos. Desde allí, creí que me seria posible ver esa parte de mi existencia que me había sumido en la oscuridad, por un extraño designio del destino.

Pero por más que me esforzara no llegaba, hace tiem­po, más allá que al triste patio de nuestra casa, obser­vando, a través del arco de la puerta, la cambalachería de Aaron Wassertrum: como si yo llevase un siglo vi­viendo en esta casa como tallador de piedras preciosas, siempre con la misma edad, y sin haber sido nunca un niño.

Desesperanzado, iba ya a renunciar a seguir gatean­do por los pasillos del pasado, cuando de pronto com­prendí con absoluta claridad que, si bien la ancha ave­nida de los acontecimientos acababa en mi memoria en el gran portal, no acababan ahí en cambio una gran cantidad de pequeños escalones que, a pesar de haber corrido siempre paralelos al camino principal, no había notado hasta ahora. «¿De dónde vienen», me gritaba casi en los oídos, «los conocimientos gracias a los que puedes ganarte la vida? ¿Quién te ha enseñado a tallar las gemas, a grabar y todo lo demás? ¿Leer, escribir, hablar... y comer... y caminar, respirar, pensar y sentir?»

Inmediatamente acepté este consejo interior. Retro­cedí sistemáticamente en mi pasado.

Me obligué a mí mismo a pensar en una ininterrum­pida sucesión en sentido inverso. ¿Qué ha pasado ahora mismo? ¿Cuál ha sido el punto de partida de esto? ¿Qué ha pasado antes?

De nuevo había llegado al portal. ¡Ahora, ahora! Sólo había que realizar un pequeño salto en el vacío, al abismo que me separaba de lo olvidado..., entonces apareció ante mí una imagen que me había dejado pasar al retroceder en mi vida con mis pensamientos: Schemajah Hillel pasaba sus manos sobre mis ojos, exacta­mente igual que antes en mi habitación.

Con ello se había borrado todo. Incluso el deseo de seguir investigando.

Sólo una cosa había ganado para siempre: el cono­cimiento de que la sucesión de acontecimientos en la vida son un callejón sin salida, por muy ancho y fácil de caminar que parezca. Son las escaleras estrechas y ocultas las que nos llevan a la patria perdida: es lo que está grabado en nuestro cuerpo con letra microscópica, apenas visible, y no la horrible cicatriz que deja la es­cofina de la vida exterior, lo que nos oculta la solución de los últimos enigmas.

Del mismo modo que podría volver a encontrar los días de mi juventud si tomase la cartilla y siguiera el alfabeto desde el final, es decir, de la Z a la A, para llegar al punto en que empecé a aprender en el colegio, comprendí que así también podría caminar y llegar a esa lejana patria que se encuentra más allá de todo pensamiento.

Un mundo de trabajo se me echaba encima. Me acor­dé de que también Hércules llevó durante mucho tiem­po la cúpula del cielo sobre su cabeza: un significado oculto se desprendía de esta leyenda. Así como Hércules se libró de ello por un engaño al pedirle al gigante At­las: «Deja que me ponga unos pañuelos atados para que este horrible peso no me aplaste la cabeza», se me ocu­rrió que, quizás, podría haber un oscuro camino para librarme de este escollo.

Un terrible recelo de seguir confiando ciegamente en que me guiaran los pensamientos me sobrevino de re­pente. Me tumbé por completo y me tapé con los de­dos los ojos y los oídos para que los sentidos no me distrajeran. Para matar cualquier pensamiento.

Pero mi voluntad se deshizo en pedazos ante la misma ley de antes: sólo podía alejar un pensamiento con otro distinto y en cuanto uno moría ya se cebaba el siguiente en su carne. Huí por la rápida corriente de mi sangre, pero los pensamientos me seguían pisando los talones; sólo por un momento me escondí en la herrería de mi corazón, pero en seguida me encontraron.

De nuevo vino en mi ayuda la amable voz de Hillel que dijo:

—¡Sigue en tu camino y no vaciles! La llave del arte del olvido pertenece a nuestros hermanos que caminan por el sendero de la muerte, pero tú estás preñado del espíritu de la... vida.

Apareció ante mí el libro Ibbur y dos letras brilla­ron: una que representaba la mujer de metal con el pulso fuerte como un terremoto; la otra, en intermi­nable lejanía: el hermnafrodita en el trono de nácar con la corona de madera roja sobre la cabeza.

Schemajah Hillel pasó por tercera vez sus manos so­bre mis ojos, y me dormí.

 

El Golem (V): Noche

El Golem (V): Noche

Dejé, sin voluntad, que Zwakh me llevara escaleras abajo.

Noté que el olor de la niebla que entraba desde la calle a la casa se hacía cada vez más marcado y sensi­ble. Josua Prokop y Vrieslander se habían adelantado unos pasos y se los oía hablar afuera, junto al portal.

—¡Tiene que haberse caído por la alcantarilla! ¡Al infierno!

Salimos a la calleja y vi que Prokop se agachaba y buscaba la marioneta.

—Me alegro de que no puedas encontrar esa absur­da cabeza —murmuró Vrieslander—. Se había apoyado contra la pared y su cara se iluminó y ensombreció de nuevo, al aspirar el fuego de una cerilla, en su corta pipa.

Prokop hizo un fuerte movimiento negativo con el brazo y se inclinó aún más. Estaba casi de rodillas so­bre el asfalto.

—¡Cállense! ¿No oyen nada?

Nos acercamos a él. Señaló en silencio la reja de la alcantarilla y apoyó las manos en la oreja para escu­char. Durante un rato no nos movimos y escuchamos atentamente.

Nada.

—¿Qué era, pues? —murmuró por fin el anciano marionetista; pero inmediatamente Prokop le agarró fuer­temente de la muñeca.

Durante un momento —apenas el tiempo de un la­tido— me pareció como si alguien allá abajo golpeara con la mano una chapa de hierro... casi inaudible. Un segundo más tarde, al pensarlo, ya había pasado todo; sólo en mi pecho resonaba como un eco de la memoria, y poco a poco se convirtió en un indeterminado senti­miento de horror.

Unos pasos que se acercaban calle arriba disiparon esta impresión.

—Vamonos, ¿qué hacemos aquí parados? —nos ad­virtió Vrieslander.

Caminamos a lo largo de la fila de casas. Prokop nos siguió, pero muy a disgusto.

—Apostaría el cuello a que alguien ha gritado allá abajo, preso de un miedo mortal, como si corriera un grave peligro.

Ninguno de nosotros le contestó, pero noté que algo así como un miedo inconsciente nos ataba la lengua.

Al poco rato estábamos ante las ventanas con corti­nas rojas de una taberna.

 

Salón LOISITSCHEK

(Hoy gran concierto)

 

se anunciaba en un cartón, cuyo margen estaba ador­nado con fotografías femeninas descoloridas.

Antes de que Zwakh pudiera poner la mano en el picaporte se abrió la puerta de entrada y un muchacho regordete de pelo negro y poco cuello, con una corba­ta verde de seda anudada alrededor del cuello desnudo y adornada la chaqueta del frac con un montón de dientes de cerdo, nos recibió inclinándose.

—Sí, sí, éstos son mis clientes... Pane Saffranek, ¡pon en seguida un mantel! —añadió rápidamente a su saludo gritando sobre los hombros hacia el local aba­rrotado de gente.

Un ruido, como si una rata corriera por las cuerdas de un piano, fue la respuesta.

—Sí, sí, éstos son mis clientes, éstos son mis clien­tes. ¡Miren! —continuaba murmurando sin parar el tipo rechoncho mientras nos ayudaba a quitarnos los abrigos.

—Sí, sí, hoy se ha reunido en mi casa toda la alta no­bleza del país —contestó triunfante al gesto asombrado de Vrieslander, al ver al fondo, en una especie de estrado, separado de la parte delantera de la taber­na por una barandilla y dos escaleras, a unos cuantos jóvenes vestidos de gala.

Nubes de humo se posaban sobre las mesas, detrás de las cuales estaban los largos bancos de madera apo­yados en la pared, llenos de figuras desastradas: las mozas del local desgreñadas, sucias, descalzas, sus du­ros pechos apenas cubiertos por pañuelos descoloridos, y a su lado los rufianes con gorras militares azules, el cigarrillo en la oreja, los ganaderos con manos peludas y dedos bastos que a cada movimiento expresaban el mudo lenguaje de su vileza, los camareros de mirada insolente y los escribientes, marcados de viruela, vis­tiendo pantalones a cuadros.

—¡Les voy a poner un biombo alrededor para que nadie los moleste! —graznó la aguda voz del regordete y un biombo decorado con pequeñas figuras de baila­rines chinos se desenrolló desde una mesa, en la esqui­na opuesta a la que nosotros habíamos ocupado.

Los rechinantes sonidos de un arpa apagaron el mur­mullo de voces del local.

Una pausa rítmica de un segundo.

Silencio sepulcral, como si todos contuvieran la res­piración.

De repente, con una claridad asombrosa, se oyó cómo las bocas de hierro del gas resoplaban sus planas lla­mas en forma de corazón. La música cayó sobre el cu­chicheo y se lo tragó.

Entonces, como si hubieran sido creadas en ese mis­mo instante, surgieron, de entre el humo, dos figuras ante mí.

Un anciano con larga y ondulada barba blanca de profeta, un gorrito de seda negra —como los que lle­van los antiguos padres de familia judíos— sobre la calva, con los ojos ciegos de un azul lechoso y crista­lino, fijos en el techo, estaba allí, sentado, moviendo en silencio los labios y sus dedos rígidos como las ga­rras de un buitre sobre las cuerdas del arpa. Junto a él, con un vestido de tafetán negro, reluciente de grasa, con pulseras y adornos de ámbar negro en el cuello y los brazos y una cruz igualmente ambarina y negra —como la imagen de la fingida moral burguesa— esta­ba una blanda figura de mujer, con un acordeón sobre el regazo.

Un salvaje tropel de sonidos surgió de sus instru­mentos, pero, poco a poco, la melodía se agotó hasta convertirse en un simple acompañamiento.

El anciano había mordido un par de veces el aire, abriendo la boca de tal forma que podían verse los ne­gros muñones de sus dientes. Desde el fondo de su pe­cho fue naciendo, lentamente, un fuerte bajo acompa­ñado de los extraños y estentóreos sonidos hebreos:

—Estrellas azules, rojas.

—Rititit —(chirrió la mujer e inmediatamente vol­vió a cerrar con fuerza la boca, como si ya hubiera dicho demasiado).

—Estrellas rojas, azules, a mí también me gusta comer croissants.

—Rititit,

—Barba roja, barba verde toda clase de estrellas...

—Rititit, rititit.

Las parejas comenzaron a bailar.

—Esta canción es en realidad una «bendición de la mesa» —nos explicó sonriente el marionetista mientras seguía el compás golpeando con la cucharilla de zinc, que estaba fija con una cadena a la mesa—. Hace más de cien años, siendo aprendices de panaderos, Barba roja y Barba verde envenenaron en la noche del Gran Sabbath, la víspera de Pascua, el pan, las estrellitas y los croissants, para provocar una muerte general en el barrio judío, pero el meschoress, el servidor de la co­munidad, se dio cuenta a tiempo por medio de una revelación divina y pudo entregar a los dos criminales a la policía de la ciudad. Los landomin y los borchelch, alumnos de la Yechiva, compusieron, como recuerdo de esa milagrosa salvación del peligro de muerte, esa extraordinaria canción que acabamos de oírle a esa ban­da de burdel.

—Rititit, rititit.

—Estrella roja, azul... El rugido del anciano sonaba cada vez más hueco y fantástico.

De repente la melodía se hizo cada vez más confusa y retomó lentamente el ritmo del chlapak bohemio, un baile arrastrado, en el que las parejas juntaban fuerte­mente sus sudorosas mejillas.

—¡Muy bien! ¡Bravo! Eh, oye, toma, yep, yep —gri­tó desde el estrado un joven y delgado caballero con monóculo, vestido de frac, al arpista, metiendo una mano en el bolsillo de su chaleco y arrojando una mo­neda de plata en aquella dirección. No alcanzó su obje­tivo: pude ver cómo brilló sobre el montón de bailari­nes, pero de repente desapareció. Un vagabundo —su cara me resultaba conocida, creo que era el mismo que hace poco, durante la tormenta, estuvo al lado de Charousek— había sacado la mano de debajo del pañuelo del escote de su pareja de baile en donde la había te­nido pertinazmente hasta entonces, y de un manotazo, con la velocidad de un mono, sin perder por ello el compás del baile, había cazado la moneda. Ni un solo músculo de la cara del pillo se contrajo, sólo dos o tres parejas de su alrededor sonrieron en silencio.

—Por su habilidad puede deducirse que es del «Ba­tallón» —dijo Zwakh riendo.

—Seguro que el maestro Pernath no ha oído nunca hablar del «Batallón», ¿verdad? —interrumpió Vrieslander con una brusquedad que llamó la atención, diri­giendo al marionetista un guiño que yo no debía ver. Pero yo comprendí aquello; era igual que antes en mi habitación. Me consideraban un enfermo. Querían ale­grarme. Y Zwakh debía contar algo. Cualquier cosa.

Cuando el buen anciano me miró tan compasivamen­te, algo ardiente me subió del corazón a los ojos. ¡Si supiese cuánto daño me hacía su compasión!

No escuché las primeras palabras con las que el ma­rionetista introdujo su narración: sólo sé que me sentía como si me desgarrara lentamente. Tenía cada vez más frío y me ponía cada vez más rígido, como antes, cuan­do, convertido en cabeza de madera, estaba en el rega­zo de Vrieslander. Pero, de repente, me encontré den­tro de la narración que me envolvió extrañamente como el trozo sin vida de un libro.

Zwakh comenzó:

Historia del abogado Dr. Hulbert y su Batallón

«... Bueno, ¿qué puedo decir? Tenía la cara llena de arrugas y las piernas torcidas como un perro pa­chón. Desde muy joven lo único que conocía era su estudio. Un estudio seco, enervante. De lo que ganaba con enorme esfuerzo dando clases, tenía que mantener además a su madre enferma. Creo que aprendió cómo son las verdes praderas, los arbustos, las colinas en flor y los bosques en los libros. Usted mismo sabe el poco sol que llega a las negras callejas de Praga.

»Hizo su doctorado con distinción de honor; en rea­lidad, era lo lógico.

»Y con el tiempo se convirtió en un famoso aboga­do. Tan famoso que todo el mundo —jueces y abo­gados— iban a consultarlo cuando no sabían algo. Sin embargo, vivía pobremente, como un mendigo en una oscura habitación, cuyas ventanas daban a un patio.

»Así pasaron años y años, y la fama del Dr. Hul­bert como lumbrera de la ciencia se convirtió en dog­ma en todo el país. Pero nadie hubiera creído que un hombre como él fuera capaz de sentimientos delicados, sobre todo cuando su cabello había empezado a enca­necer y nadie hasta entonces lo había oído hablar de otra cosa que de jurisprudencia. Pero es precisamente en estos corazones encerrados en sí mismos donde las añoranzas son más ardientes.

»E1 día en que el Dr. Hulbert alcanzó la meta que durante su época de estudio fue la más activa, el día en que su Majestad el Emperador de Viena lo nombró Magnífico de nuestra Universidad, corrió la voz de que se había prometido con una joven bellísima de familia pobre, pero noble.

»Parecía que desde ese momento la felicidad había entrado en la casa del Dr. Hulbert. Pues, aunque no tuvieron hijos, trataba a su mujer con gran afecto, y convertir en realidad cualquiera de sus deseos, que él sabía adivinar tan sólo con una mirada, era su mayor alegría.

»Sin embargo, en su felicidad no se olvidó en abso­luto, como cualquier otro podría haber hecho, del pró­jimo que sufría. "Dios ha colmado mi anhelo", solía decir, "ha permitido que mis sueños se convirtieran en realidad, los sueños que tuve desde la infancia, y me ha dado el ser más encantador que hay sobre la tierra. Por eso quiero que un reflejo de esta felicidad se extienda a los demás mientras esté en mis manos."

»Y así fue como, cuando se dio la ocasión, tomó a un pobre estudiante aceptándolo como si fuera su propio hijo. Quizás recordaba el bien que hubiera re­presentado una buena acción como ésta para su propio cuerpo y espíritu durante los penosos años de su ju­ventud. Pero como en la tierra algunas acciones, que parecen buenas y nobles a los hombres, tienen las mis­mas consecuencias que otra digna de maldición, por­que quizás nosotros no sepamos distinguir claramente entre lo que lleva semillas venenosas y semillas buenas, sucedió que, de esta compasiva obra del Dr. Hulbert, nació la mayor desgracia para él.

»Su joven esposa se enamoró en seguida, con un ar­diente y oculto amor, del estudiante, y el destino despiadado quiso que, precisamente en el momento en que el rector volvía inesperadamente a su casa para sor­prenderla, en señal de su amor en el día de su cumpleaños, con un ramo de rosas, la encontrara en los bra­zos de aquél sobre el que había volcado su bondad...

»Se dice que la flor del cornezuelo puede perder para siempre su color cuando, de repente, cae sobre ella la luz blanquecina y sulfurosa del rayo que anuncia una tormenta de granizo; pero lo cierto es que el alma del anciano se anegó para siempre el día en que su feli­cidad se rompió en pedazos. Aquella misma noche estu­vo, él que hasta entonces no había sabido lo que era intemperancia, aquí en Loisitschek —casi inconsciente por la bebida— hasta el amanecer. Loisitschek se con­virtió en su hogar para el resto de su destrozada vida. En verano dormía en cualquier parte, sobre los escom­bros de alguna construcción, y en invierno, aquí, en estos bancos de madera.

»Se dejó caer en el olvido y nunca se volvió a ha­blar de sus títulos de doctor y catedrático de derecho. Nadie tenía corazón para levantar contra él, el hasta entonces famoso sabio, cualquier reproche escandali­zado por su cambio.

»Poco a poco se fue agrupando a su alrededor toda la chusma nocturna que merodeaba por el barrio ju­dío y así se llegó a la fundación de esa extraña comu­nidad que hoy se suele llamar el "Batallón".

»Los amplios conocimientos en leyes del Dr. Hul­bert se convirtieron en un manual para todos aquellos que estaban estrechamente vigilados por la policía. Si algún preso recién liberado estaba a punto de morir de hambre, el Dr. Hulbert lo mandaba totalmente desnu­do al paseo central, y el servicio del ayuntamiento, llamado Fischbanka, se veía obligado a darle un tra­je. Si habían expulsado de la ciudad a una muchacha sin domicilio, se casaba en seguida con un vagabundo que perteneciera al distrito, con lo cual se hacía resi­dente en él.

»E1 Dr. Hulbert conocía centenares de soluciones como éstas y, frente a sus consejos, la policía se ha­llaba impotente. Todo lo que estos marginados de la comunidad "ganaban" lo entregaban fielmente, hasta el último céntimo, a la banca común de la cual se ministraba el sustento necesario para vivir. Nunca se pro­dujo el más ligero engaño, ni la más mínima estafa. Puede que el nombre de "Batallón" surgiera debido a esta disciplina de hierro.

»E1 día 1 de diciembre, puntualmente, día del ani­versario de la desgracia del anciano, tenía lugar por la noche, aquí, en Loisilschek, una extraña fiesta. Apiña­dos, uno junto a otro, se reunían en este lugar todos los mendigos, vagabundos, rufianes y mujerzuelas, bo­rrachos y traperos, en absoluto silencio, como durante una misa. El Dr. Hulbert, desde aquella esquina donde están ahora los músicos, precisamente debajo del cua­dro de la Coronación de Su Majestad el Emperador, les contaba la historia de su vida: cómo consiguió as­cender, sacar el título de doctor para finalmente con­vertirse en Rector Magnífico.

»Cuando llegaba al momento en que entraba a la habitación de su mujer para celebrar su cumpleaños con el ramo de rosas, que al mismo tiempo era un re­cuerdo de aquel otro momento en que fuera a pedir su mano y la había convertido en su mujer, todos los años, se le rompía la voz y caía llorando sobre la mesa. Entonces alguna mujerzuela avergonzada se acercaba a veces a él, sigilosamente para que nadie la viera, y le ponía entre las manos una flor semimarchita.

»Ninguno de los oyentes se movía durante largo rato. Estos hombres son demasiado duros para llorar, pero miraban hacia abajo y se retorcían inseguros los dedos.

»Una mañana encontraron al Dr. Hulbert muerto sobre un banco junto al río Moldava. Creo que se heló.

»Todavía estoy viendo su entierro. El "Batallón" se había casi desangrado para hacerlo todo lo más es­pléndido posible.

»Delante iba el bedel de la universidad con su uni­forme de gala: llevaba en las manos un cojín dorado y sobre éste la cadena de oro; detrás de la carroza fú­nebre, en un grupo inextricable, todos los del "Bata­llón", descalzos, sucios, harapientos, rotos. Uno de ellos había vendido todo lo que tenía e iba con el cuerpo, las piernas y los brazos envueltos en viejos tro­zos de papel de periódico.

»Así le ofrecieron sus últimas honras.

»En el cementerio, sobre su tumba, hay una piedra blanca en la que se han grabado tres figuras: el Salva­dor crucificado entre los dos ladrones. Donado por una persona desconocida. Se murmura que fue la mujer del Dr. Hulbert quien ha erigido ese monumento a su recuerdo.

»En el testamento del abogado muerto estaba pre­visto un legado por el cual cada uno de los miembros del "Batallón" recibiría gratis, al mediodía, una sopa, aquí, en Loisitschek. Por eso estas cucharas están ata­das a la mesa y las depresiones que hay en la tabla sirven de platos. A las doce viene la camarera y echa el puré en estos harapos con una jeringa muy grande de metal, y si alguien no puede demostrar que perte­nece al "Batallón", recoge otra vez la sopa con la je­ringa.

»Desde esta mesa esa costumbre ha dado la vuelta al mundo como algo anecdótico.»

Un tumulto en el local me despertó de mi letargo. Las últimas frases que pronunció Zwakh pasaron vo­lando sobre mi conciencia. Todavía pude ver cómo mo­vía sus manos para aclarar perfectamente el modo de apretar y estirar el émbolo de la jeringa, pero de pronto todas las imágenes que se agitaban a nuestro alrededor se movieron tan rápida y automáticamente y, sin embargo, con tal espectral claridad ante mis ojos que, por unos momentos, me olvidé por completo de mí mismo y me sentí como una rueda en la maquinaria viva de un reloj.

La habitación se había convertido en un único tor­bellino de hombres. Arriba, en el estrado, docenas de señores con fracs negros, puños blancos y anillos bri­llantes. Un uniforme de dragón con galones de capitán de caballería. Al fondo, un sombrero de señora con plumas de avestruz color salmón.

El demudado rostro de Loisa miraba fijamente hacia arriba entre los barrotes de la barandilla. Yo lo miré; apenas podía mantenerse en pie. También estaba allí Jaromir, que miraba impasible hacia arriba, apoyada la fuerte espalda contra la pared, como si una mano invi­sible lo empujara.

Las figuras interrumpieron de repente el baile: el dueño del local debió haber gritado algo que los había asustado. La música seguía tocando, pero muy bajo, como si ya no se fiara de sí misma. Temblaba, se no­taba claramente. Y, sin embargo, en el rostro del dueño del local había una extraña expresión de salvaje y maliciosa alegría.

De pronto, aparece en la puerta de entrada el comi­sario de policía en uniforme. Tiene los brazos exten­didos para no dejar salir a nadie. Detrás de él, un agente de la brigada criminal.

—Entonces, aquí se sigue bailando, ¿eh? ¡A pesar de la prohibición! ¡Cerraré este tabernucho! y usted, patrón, ¡venga conmigo! Y todos los presentes ¡cami­nando, hacia la comisaría!

Se elevan voces de mando. El regordete no respon­dió, pero su expresión no se inmutó, tínicamente se había quedado aún más estereotipada.

La armónica se ha trabucado y ya sólo silba.

También el arpa esconde su rabo.

De repente, todas las caras están de perfil: todos mi­ran perplejos y sin esperanza hacia el estrado.

Entonces, una elegante figura vestida de negro des­ciende serenamente las escaleras y se dirige con lenti­tud hacia el comisario.

Los ojos del policía de la brigada criminal se quedan fijos en los negros zapatos de charol que se acercan.

El caballero se detiene a un paso del policía y pa­sea aburrido su mirada sobre él, de la cabeza a los pies, y, de nuevo, hacia arriba.

Los demás jóvenes nobles del estrado se han incli­nado sobre la barandilla e intentan contener la risa de­trás de sus pañuelos de seda gris.

El capitán de dragones sujeta una moneda de oro en el ojo y escupe unos restos de tabaco sobre el cabello de una joven que está apoyada debajo de él.

El comisario de policía se ha quedado pálido y mira confundido, fija y continuamente, la perla que lleva el aristócrata sobre la pechera de la camisa.

No puede soportar la mirada indiferente y sin brillo de esa cara afeitada e inamovible de nariz aguileña.

Lo saca de quicio. Lo destruye.

El silencio sepulcral de la taberna se hace cada vez más insoportable.

—Así son las estatuas de los caballeros que yacen con las manos enlazadas sobre los sarcófagos de piedra en las catedrales góticas —murmuró el pintor Vrieslander mirando al caballero.

Por fin el aristócrata rompe su silencio:

—Eh, hum —imita la voz del dueño del local—: Sí, sí, éstos son mis invitados, miren.

Unas bulliciosas carcajadas explotan en el local, con tal fuerza que los vasos tintinean; los vagabundos se agarran el estómago doblados de risa. Una botella vue­la contra la pared y se rompe en mil pedazos. El re­choncho propietario nos aclara en un murmullo temeroso: Su Serenísima Excelencia el Príncipe Ferri Athenstädt.

El príncipe le ha entregado al policía su tarjeta. El pobre funcionario la toma, saluda repetidamente y junta los talones.

De nuevo se hace el silencio. La muchedumbre espe­ra sin respirar lo que va a suceder.

El caballero habla de nuevo.

—Las señoras y los caballeros que están aquí reuni­dos... hum... son mis queridos invitados —Su Exce­lencia señala con un negligente movimiento del brazo a la chusma—. ¿Desea quizás, señor, que se los presente?

El comisario niega con una sonrisa forzada, tartamu­dea confundido algo sobre «el enojoso cumplimiento del deber» y por fin reúne fuerzas para decir:

—Ya veo que aquí todo es decente.

Esto reanima al capitán de dragones, se dirige hacia el fondo, hacia el sombrero femenino con plumas de avestruz, entre el júbilo de los jóvenes nobles, agarra a Resina por el brazo y la arrastra a la pista.

Vacila y tropieza por la embriaguez y mantiene los ojos cerrados. Lleva torcido el enorme y costoso som­brero y sobre su cuerpo desnudo no luce más que unas largas medias rosas y una chaqueta de frac de caballero.

Es algo parecido a una señal: la música se reanuda como enloquecida —rititit, rititit— y ahoga el fuerte graznido emitido por Jaromir, el sordomudo, al ver a Rosina desde el otro lado, junto a la pared.

Queremos irnos. Zwakh llama a la camarera.

El barullo general encubre sus palabras.

Las escenas que se desarrollan ante mí parecen fan­tásticas, como salidas del ensueño del opio. El capitán de caballería tiene a Rosina semidesnuda en sus brazos y se mueve con ella, lentamente, siguiendo el compás.

La multitud les ha dejado sitio respetuosamente.

Llegan murmullos de los bancos: «El Loisitschek. el Loisitschek», se alargan los cuellos, y, a la primera pareja de bailarines, se une otra aún más extraña. Un muchacho afeminado con un jersey rosa, una melena rubia hasta los hombros, los labios y las mejillas pinta­dos como una muchacha y los ojos entornados en un coqueto aire de turbación, cuelga lánguido del pecho del Príncipe Athenstädt.

Un vals dulzón brota del arpa. Una salvaje repugnan­cia por la vida se me agolpa como un nudo en la garganta.

Mi mirada busca temerosa la puerta: allí está el comisario, de espaldas para no ver nada, murmurando rápidamente algo al policía que esconde cierto objeto, Suenan como esposas.

Ambos miran hacia Loisa el varioloso que, por un momento, intenta ocultarse para después detenerse como paralizado, blanco como la pared y demudado de terror.

Una imagen toma cuerpo en mi memoria y se diluye en seguida: la imagen de Prokop escuchando por las rejas de la alcantarilla —hace una hora— y un grito de muerte que surge atronador de la tierra.

Quiero gritar y no puedo. Dedos fríos me abren la boca y retuercen mi lengua hacia dentro, contra los dientes, de forma que llena toda la cavidad como una bola y no puedo pronunciar ni una sola palabra.

No puedo ver esos dedos, sé que son invisibles y sin embargo los siento como algo corpóreo.

En mi conciencia está muy claro: pertenecen a la mano espectral que me entregó el libro Ibbur en mi habitación de la calle Hahnpass.

—¡Agua, agua!, gritó Zwakh a mi lado. Tiene aga­rrada mi cabeza y me alumbra las pupilas con una vela.

—Hay que llevarlo a su casa y llamar a un médico —el archivero Hillel sabe de estas cosas—. ¡Llevémoslo a su casa! —dijeron entre sí. Más tarde me encuentro tendido, rígido como un cadáver, sobre una camilla, y Prokop y Vrieslander me sacan fuera de aquel lugar.

El Golem (IV). Ponche

El Golem (IV). Ponche

Teníamos la ventana abierta para que saliera el humo del tabaco de mi pequeña habitación.

Entraba el aire frío de la noche y movía de un lado a otro los abrigos colgados detrás de la puerta.

—¡Ojalá volara el precioso tocado de Prokop! —dijo Zwakh y señaló el gran chambergo del músico, cuya ancha ala oscilaba como la de un pájaro negro.

Josua Prokob guiñó  alegremente ambos ojos.

—Lo hará —dijo—, seguramente lo hará...

—Quiere irse adonde Loisitschek, allí hay música y baile —dijo Vrieslander quitándole las palabras de la boca.

Prokop se echó a reír, mientras, con la mano, lleva­ba el compás de la música que el suave aire invernal arrastraba sobre los tejados.

Tomó mi vieja y rota guitarra, que estaba colgada de la pared, y haciendo como si pulsara sus cuerdas gastadas, cantó con agudo falsete y afectada pronun­ciación de argot una canción maravillosa.

Vrieslander lanzó una fuerte carcajada:

—¡Qué bien domina de pronto el argot! —y cantó con él.

—El chiflado de Nephtali Schaffranetk, el de la vi­sera verde, hace chirriar todas las noches en Loisitschek esta curiosa canción, mientras a su lado una pintarra­jeada figura femenina toca la armónica y grita el tex­to —me explicó Zwakh—. Debería venir alguna vez con nosotros a la taberna, maestro Pernath. Quizá des­pués, cuando hayamos acabado el ponche, ¿qué opina usted? Para celebrar su cumpleaños, ¿qué le parece?

—Sí, sí, venga con nosotros —dijo Prokop mientras cerraba la ventana—, una cosa como ésa hay que verla.

Tomamos nuestro ponche caliente y nos quedamos en silencio, pensando.

Vrieslander tallaba una marioneta.

—Usted nos ha separado virtualmente del mundo exterior, Josua —dijo Zwakh rompiendo el silencio—, desde que ha cerrado la ventana nadie ha pronunciado una sola palabra.

Sólo estaba pensando en lo extraño que es ver cómo el viento mueve cosas sin vida, cómo hace un momento hacía volar los abrigos —contestó rápidamente Prokop, como para disculparse con su silencio—. Parece tan mi­lagroso ver cómo de repente comienzan a agitarse las cosas que siempre han permanecido muertas, inmóvi­les. ¿No? Una vez estuve mirando en una plaza, en la que no había nadie y sin que notara el viento, puesto que me hallaba a cubierto tras una casa, cómo unos enormes trozos de papel corrían girando como locos y se perseguían unos a otros, como si se hubiesen jurado la muerte. Un momento más tarde parecían haberse calmado, pero de repente les sobrevino un brusco en­fado y, con una rabia sin sentido, se movieron a toda velocidad de un lado para otro, se apretujaron en una esquina y de nuevo se separaron como posesos para, fi­nalmente, desaparecer tras una esquina. Un grueso pe­riódico fue el único que no pudo seguirlos; se quedó tirado en el asfalto y se abría y cerraba lleno de odio; parecía que le faltara el aliento y procurara respirar. Me sobrevino una oscura sospecha: ¿qué pasaría si, al fin de cuentas, las cosas con vida fueran algo seme­jante a esos trozos de papel? ¿No es posible que haya un «viento» incomprensible e invisible que nos llevara de un lado para otro, y determinara nuestras acciones, mientras que nosotros, en nuestra simpleza, creemos vivir bajo nuestra propia y libre voluntad? ¿Y si la vida en nosotros no fuera más que un enigmático re­molino de aire? Ese viento del que dice la Biblia: ¿Sa­bes de dónde viene y adonde va? ¿Acaso no soñamos a veces que metemos las manos en aguas muy profun­das y sacamos peces de plata, cuando en realidad no ha pasado más que una helada corriente de aire que nos ha enfriado las manos?

—Prokop, habla usted del mismo modo que Pernath, ¿qué le ha pasado? —dijo Zwakh y miró con desconfianza al músico.

La historia que hemos escuchado antes, sobre el libro Ibbur —es una pena que usted haya llegado tarde y no la haya podido oír— lo ha puesto así de pensativo, dijo Vrieslander.

—¿Una historia acerca de un libro?

—En realidad sobre un hombre que trajo un libro y cuyo aspecto era muy extraño. Pernath no sabe cómo se llama, dónde vive ni lo que quería y, a pesar de que su aspecto debe haber sido muy llamativo, no lo puede describir claramente. —Zwakh lo escuchaba con atención.

—Es muy curioso —dijo tras un silencio—, ¿care­cía el desconocido por casualidad de barba y tenía los ojos oblicuos?

—Sí, creo contesté—, es decir, yo..., yo estoy se­guro. ¿Lo conoce usted?

El marionetista movió la cabeza negando.

—Sólo me ha recordado al Golem. Vrieslander, el pintor, dejó caer de repente el cuchi­llo de tallar:

—¿Golem? He oído hablar mucho de eso. ¿Sabe usted, Zwakh, algo sobre el Golem?

—¿Quién puede decir que sabe algo sobre el Go­lem? —contestó Zwakh encogiéndose de hombros—. Se lo relega al reino de la leyenda hasta que un día sucede algo en una calle que de repente lo resucita. Durante un tiempo todo el mundo habla de él y los rumores crecen hasta lo increíble. Se hacen tan exa­gerados y desmedidos que finalmente vuelven a de­rrumbarse debido a su propia incredibilidad. Se dice que el origen de la historia se remonta probablemente al siglo xvi. Cuentan que un rabino creó, según métodos de la Cábala ahora perdidos, un hombre artificial, el llamado Golem, para que lo ayudara, como su cria­do, a tocar las campanas en la sinagoga y a hacer todos los trabajos duros. Pero también cuentan que no le salió un hombre auténtico, ya que su única forma de vida consistía en vegetar de un modo rudo y semiinconsciente; además, según dicen, sólo durante el día, gracias a la influencia de una hoja mágica que le ponía entre los dientes y que atraía las libres fuerzas sidera­les del universo. Cuando una noche el rabino se olvidó de quitarle, antes de la oración, la hoja de la boca, di­cen que cayó en un estado de delirio tal que, corriendo en la oscuridad de las callejas, destruyó todo lo que encontraba en su camino. Hasta que el rabino se en­frentó a él y destruyó la hoja. La criatura debió caer sin vida. No quedó nada más de él que la figura enana de barro que hoy todavía se puede ver en la antigua sinagoga de Altneus.

—Se dice que en cierta ocasión llamaron al rabino al palacio del emperador, que conjuró e hizo visibles a los muertos —interrumpió Prokop—. Algunos inves­tigadores modernos afirman que para ello utilizó una linterna mágica.

—Sí, no hay ninguna explicación lo suficientemente simple y absurda como para no encontrar el aplauso de la gente de ahora —continuó inmutable Zwakh—. ¡Una linterna mágica! Como si el emperador Rodolfo, que se dedicó toda su vida a estas cosas, no se hubie­ra dado cuenta a primera vista de un engaño tan burdo. Yo, naturalmente, no puedo decir en qué se basa la leyenda del Golem, pero, sin embargo, sí estoy seguro de que en esta parte de la ciudad hay algo que no pue­de morir, que vive y se mueve a nuestro alrededor y que está relacionado con ella. Mis antepasados han vi­vido aquí generación tras generación y nadie puede, mejor que yo, retroceder a recuerdos heredados y vivi­dos de la aparición del Golem.

Zwakh dejó de hablar de repente, y se notaba que sus pensamientos retrocedían al pasado.

Tal y como estaba sentado junto a la mesa, apoyada la cabeza, sus mejillas coloradas y juveniles extraña­mente alumbradas bajo la luz de la lámpara y su pelo blanco, comparé mentalmente sin querer sus rasgos con las máscaras de sus marionetas, que tantas veces me había enseñado.

¡Qué extraño! ¡Cuánto se parecía el anciano a ellas!

¡La misma expresión y el mismo corte de cara!

Sentí que hay cosas en la tierra que no se pueden separar de otras y, al recordar el sencillo destino de Zwakh, me pareció de pronto fantasmagórico y terri­ble que un hombre como él pudiera retroceder de re­pente —a pesar de que había disfrutado de una edu­cación mejor que la de sus antepasados y de que debía haber sido actor— a su raída y desgastada caja de ma­rionetas para volver de nuevo a las ferias anuales y hacer con los mismos muñecos, que había sido el mis­mo miserable medio de vida que el de sus antepasados, las mismas rígidas contorsiones y representar las mis­mas aburridas historias.

Comprendí que él no puede separarse de ellos; for­man parte de su vida. Cuando ha estado lejos de ellos se convirtieron en pensamientos y vivieron en su men­te y no lo dejaron descansar tranquilo hasta que volvió con ellos. Por eso los trata ahora con tanto cariño y los viste orgulloso con lentejuelas.

—Zwakh, ¿no quiere seguir contándonoslo? —le rogó Prokop al anciano, mirándonos a Vrieslander y a mí para saber si nosotros también lo deseábamos.

—No sé por dónde empezar —dijo dudando el an­ciano—, no es difícil captar la historia del Golem. Tal y como ha dicho Pernath hace un rato: sabe exacta­mente cómo era el desconocido y sin embargo no pue­de describirlo. Aproximadamente cada treinta y tres años se repite un hecho en nuestras callejas que no tiene en sí mismo nada especialmente excitante y que, sin embargo, produce un gran terror, para el que no existe ni aclaración ni causa justificada. Sucede siempre que un hombre totalmente desconocido, sin barba, de cara amarillenta y tipo mongol aparece caminando des­de la calle de La Antigua Escuela por el barrio judío, envuelto en un traje antiguo y raído, con pasos regu­lares, dando traspiés como si a cada momento fuera a caerse hacia adelante y, de repente..., se hace invisible. Generalmente da la vuelta a una esquina y desaparece. Se dice que otras veces describe un círculo en su cami­no y que vuelve al punto de partida: una casa antiquí­sima cerca de la sinagoga. Algunos, excitados, afirman también que lo vieron doblar una esquina e ir hacia ellos, pero que, al dirigirse claramente hacia ellos, se hacía cada vez más pequeño, igual que alguien que se pierde en la lejanía, hasta que finalmente desaparece. Hace sesenta y seis años fue especialmente grande la impresión que produjo, pues todavía me acuerdo (yo entonces era muy pequeño) de que el edificio de la calle de La Antigua Escuela fue registrado de arriba a abajo. También se comprobó que en esa casa hay real­mente una habitación con una ventana con rejas que no tiene acceso. Colgaron ropa de todas las ventanas para poder distinguirla mejor desde la cajle y así se identificó la huella de ese hecho real. Como no era po­sible llegar hasta ella de otra forma, un hombre bajó colgado de una cuerda desde el tejado para verla. Pero apenas había llegado cerca de la habitación, se rompió la cuerda y el desgraciado se destrozó la cabeza en el asfalto. Cuando quisieron intentarlo otra vez, eran tan dispares las opiniones sobre la situación de la ventana que se abandonó el intento. Yo mismo encontré al Go­lem por primera vez en mi vida hace treinta y tres años. Lo encontré debajo de un arco que forma una casa sobre la calle, venía hacia mí y casi chocamos. To­davía hoy no comprendo lo que pasó entonces en mí. Pues en verdad nadie tiene continuamente, día tras día, la impresión exacta de que va a encontrarse con el Golem. En aquel momento, sin embargo, estoy seguro, totalmente seguro, algo gritó en mí un momento antes de que llegase a verlo: ¡El Golem! En aquel mismo momento salió alguien a tropezones de la oscuridad del pasaje y aquel desconocido pasó por mi lado. Un segun­do más tarde una tormenta de caras pálidas y excitadas vino hacia mí y me atosigaron preguntándome si lo ha­bía visto. Al contestar, sentí como si mi lengua se li­brara de una rigidez que no había notado antes. Estaba verdaderamente asombrado de poder moverme y me di cuenta claramente (aunque sólo durante una fracción de segundo) de que debía haber permanecido en una especie de agarrotamiento. Por mucho tiempo he me­ditado sobre todo esto y me parece que cuando más cerca estoy de la verdad es cuando me digo: en el transcurso de cada generación aparece siempre, rápida como el rayo, una epidemia espiritual en la ciudad ju­día, que domina las almas de aquellos que viven por algún motivo, para nosotros desconocido, y que hace que surjan, como un espejismo, los rasgos de un ser característico que quizás hace siglos vive aquí y tiene ansias de poseer forma y figura. Quizás está entre nos­otros hora tras hora y nosotros no lo percibimos. Del mismo modo que tampoco oímos el sonido del diapasón que vibra hasta que toca la madera y la hace vibrar también a ella. Tal vez no sea más que algo así como una obra de arte anímica, sin conciencia interna..., una obra de arte que nace de lo informe, al igual que un cristal según leyes inmutables. ¿Quién sabe? ¿No podría ser que, del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo, debido a la continua repetición de esos pensamientos, siempre iguales, que envenenan el aire, aquí en el ghetto haya una descarga repentina y súbita, una explosión anímica que sacase a la luz del día nuestro subconsciente para, al igual que allí el rayo, crear aquí un fantasma en todas y cada una de las cosas, el símbolo del alma de la masa, si se supiera entender correctamente el enigmático lenguaje de las formas? Del mismo modo que algunos fenómenos anuncian la caída del rayo, también aquí hay ciertos terribles presagios de la amenazadora aparición de ese fantasma en el reino de la realidad. El revoque de un muro al derrumbarse toma el aspecto de un hombre al caminar; y en las fi­guras que configura el hielo se forman rasgos de caras rígidas. La arena de los tejados parece caer de un modo distinto al normal y crea en el espectador receloso la sospecha de que es una inteligencia invisible, que se esconde temerosa de la luz, la que la arroja, e intenta misteriosamente trazar toda una serie de extraños ras­gos. Si la vista descansa en un monótono enrejado o en las asperezas de la piel, se apodera de nosotros el des­agradable don de ver en todas partes significativas for­mas premonitorias, formas que en nuestros sueños cre­cen hasta hacerse gigantescas. Y siempre cruza, como un hilo rojo, en todos estos esquemáticos intentos de los rebaños del pensamiento, reunidos para resquebra­jar los muros de lo cotidiano, la angustiosa seguridad de que se nos arranca con premeditación y contra nuestra voluntad nuestro más verdadero y propio in­terior, sólo para que con ellos pueda tomar forma plástica la figura del fantasma. Cuando hace unos ins­tantes he oído que Pernath afirmaba haberse encontra­do a un hombre sin barba y con los ojos rasgados, he tenido delante de mí al Golem, tal y como lo vi en­tonces. Apareció ante mí como surgido del suelo. Y cierto y sordo temor de que algo inexplicable se nos acercaba me ha dominado por un momento; el mismo miedo que sentí ya una vez en mi infancia cuando las primeras manifestaciones espectrales anunciaban la som­bra del Golem. Hace ya probablemente sesenta y seis años. Fue una noche en la que el prometido de mi hermana había venido de visita para fijar en familia el día de su boda. Entonces, para entretenernos, fundimos plomo. Yo estaba allí con la boca abierta y no compren­día lo que aquello significaba; en mi confusa e infantil imaginación lo relacionaba con el Golem del que había oído contar muchas cosas y me imaginé que en cual­quier momento tendría que abrirse la puerta y entraría un desconocido. Mi hermana vació la cuchara con el metal líquido en el agua y se burló de mí divertida, porque lo miraba muy excitado. Mi abuelo sacó con sus manos marchitas y temblorosas el trozo de plomo y lo puso bajo la luz. Inmediatamente se apoderó de nos­otros un gran nerviosismo. Hablábamos en voz alta y atropelladamente; quise llegar hasta él, pero me lo impidieron. Más tarde, cuando fui mayor, mi padre me contó que el metal fundido había formado una cabeza pequeña, pero muy clara, lisa y redonda como vaciada en un molde y de tal semejanza con los rasgos del Go­lem que todos se asustaron. He hablado muy a menudo de esto con el archivero Schemajah Hillel, que tiene encomendado el cuidado de todas las cosas de la sina­goga Altneus y también de esa figura de barro de la época del emperador Rodolfo. Se ha ocupado y ha estu­diado mucho sobre la Cábala, y piensa que ese pedazo de tierra con miembros humanos quizás no sea nada más que un antiguo presagio, exactamente igual que en mi caso lo fue la cabeza. El desconocido que anda por ahí debe ser la figura imaginaria que el rabino medieval había pensado antes de poder revestirla de materia, y que vuelve en regulares períodos de tiempo, en la mis­ma configuración astral bajo la que fue creada, tortu­rada por el deseo de tener una vida material. También la mujer de Hillel, que ya ha fallecido, vio al Golem cara a cara y se sintió, al igual que yo, en un estado de catalepsia total, mientras ese misterioso ser se encon­traba cerca. Ella decía que estaba firmemente conven­cida de que no había podido ser más que su propia alma la que, habiendo salido del cuerpo, estaba frente a ella y había mirado fijamente su rostro con los rasgos de una criatura desconocida. A pesar del terrible miedo que se apoderó de ella, ni un solo momento la aban­donó la seguridad de que ese otro no podía ser más que una parte de su propio ser.

—Es increíble —murmuró Prokop sumido en sus pensamientos.

También el pintor Vrieslander pareció sumergirse en los suyos.

Llamaron a la puerta y la vieja mujer que me trae por las noches el agua y todo lo que necesito entró, puso la jarra de barro en el suelo y salió de nuevo en silencio. Todos habíamos levantado la vista y mirado, como re­cién despertados, por toda la habitación, pero ninguno dijo ni una sola palabra en mucho tiempo.

Como si con la anciana hubiera entrado en la habi­tación una nueva presencia a la que primero había que acostumbrarse.

—¡Sí! Rosina la pelirroja es otra de ésas de las que no es fácil liberarse y que aparece continuamen­te por todos los rincones y esquinas —dijo de repente Zwakh—. Esa risa estereotipada e irónica la conozco de toda la vida. Primero la abuela, después la madre... ¡y siempre la misma cara, ni un rasgo distinto! El mis­mo nombre, Rosina..., es siempre como una resurrec­ción de la anterior.

—¿No es Rosina la hija del cambalachero Aaron Wassertrum? —pregunté.

—Eso se dice —opinó Zwakh—. Pero Aaron Was­sertrum tiene algunos hijos de los que nada se sabe. Tampoco se sabe quién fue el padre de la madre de Rosina, ni tampoco qué fue de ella. Con quince años tuvo un hijo y desde entonces no ha vuelto. Su desaparición estuvo relacionada con un crimen que, por lo que recuerdo, se cometió en la casa por su culpa. Exac­tamente igual que su hija. Fue ella la que metió los fantasmas en la cabeza de sus hijos aún adolescentes. Uno de ellos todavía vive, a menudo lo veo, pero he olvidado su nombre. Los demás murieron en seguida, pero de aquella época no me acuerdo más que de epi­sodios aislados que se mueven en mi memoria en imá­genes borrosas. Había por aquel entonces un hombre medio tonto que iba por las noches de taberna en ta­berna y que, por un par de monedas, hacía una silueta de los clientes recortándola en papel negro. Cuando se emborrachaba se ponía indeciblemente triste y, entre lágrimas y sollozos, recortaba sin interrupción siempre el mismo marcado perfil de una muchacha hasta que se le acababa el papel. Por lo que se podía deducir de ciertas relaciones, que yo he olvidado hace mucho, amó, siendo todavía casi un niño, a una tal Rosina, probable­mente la abuela de la actual, tan profundamente que por ello perdió la razón. Haciendo el cálculo de los años no puede ser más que la abuela de la actual Rosina.

Zwakh calló y se apoyó en el respaldo.

El destino se mueve en esta casa en círculo y vuel­ve una y otra vez al mismo punto, pensé por un mo­mento, y me vino a la memoria la terrible imagen de un gato con la mitad de la cabeza herida, dando vaci­lantes vueltas en círculo.

De repente oí al pintor Vrieslander decir con voz muy clara:

—Ahora viene la cabeza.

Sacó un trozo de madera del bolsillo y comenzó a tallarlo:

Un pesado cansancio se posó sobre mis párpados y me apoyé en el respaldo, fuera de la luz.

El agua para el ponche hervía en la marmita y Josua Prokop llenó de nuevo los vasos. La música de baile entraba suave, muy suave, por la ventana cerra­da; a veces callaba del todo y despertaba otra vez, según si el aire la perdía por el camino o la subía hasta nosotros desde la calleja.

Al cabo de un momento el músico me preguntó si yo no quería brindar con ellos.

No contesté. Había perdido de tal forma el deseo de moverme que no caí siquiera en la idea de abrir la boca.

Pensé que dormía, tan pétrea era la calma interior que se había apoderado de mí. Tuve que mirar el cu­chillo brillante de Vrieslander —que mordía sin des­canso pequeños trozos de la madera— para conven­cerme de que estaba despierto.

En la lejanía susurraba la voz de Zwakh que con­taba de nuevo toda clase de historias maravillosas so­bre marionetas y complicados cuentos que se había inventado para sus representaciones.

También se habló del doctor Savioli y de la dama, esposa de un noble, que venía a visitarlo a escondidas en su oculto estudio.

De nuevo vi en mi mente la irónica y triunfante son­risa de Aaron Wassertrum.

Pensé si debía contar a Zwakh lo que anteriormente había ocurrido, pero consideré que no merecía ese es­fuerzo y que no tenía sentido. Además sabía que mi voluntad fallaría si intentaba hablar ahora.

De repente, los tres que estaban alrededor de la mesa me miraron atentamente y Prokop dijo en voz muy alta: —se ha dormido —tan alto que casi pare­ció que lo preguntaba.

Siguieron hablando en voz baja y me di cuenta de que se referían a mí.

El cuchillo de tallar de Vrieslander bailaba de un lado para otro, recogiendo la luz que caía de la lám­para y el brillo que se reflejaba me quemaba los ojos.

Murmuraron algo así como «estar loco» y me puse a escuchar su conversación.

—No deberíamos nunca tocar delante de Pernath temas como el del Golem —dijo con reproche Josua Prokop—. Cuando antes ha estado hablando del libro Ibbur, nos hemos callado todos y no hemos hecho pre­guntas;  apostaría a que lo ha soñado.  ¿No lo creen así? Pernath es un tipo muy especial. Zwakh afirmó:

—Tiene usted toda la razón. Es como si se quisiera entrar en pleno día en una habitación llena de polvo, en la que las paredes y el techo estuvieran forrados de telas picadas y el suelo estuviera cubierto por una es­pesa capa de yesca seca del pasado; no hace falta más que rozarlo para que el fuego prenda en todos los rin­cones.

—¿Estuvo Pernath mucho tiempo en el manicomio? Es una pena, pues no puede tener más de cuarenta años— dijo Vrieslander.

—No lo sé. Además tampoco tengo idea ni de dónde es ni cuál fue su oficio anterior. Su apariencia es de antiguo noble francés, con su delgada figura y su peri­lla. Hace muchos años que un médico amigo mío me pidió que cuidara un poco de él y que le buscara una casa pequeña, aquí en estas callejas, donde nadie se preocupase por él ni lo inquietara con preguntas sobre tiempos pasados. —Zwakh me miró otra vez emocio­nado—. Desde entonces vive aquí, restaura antigüeda­des, pule gemas y en ello ha encontrado su pequeño bienestar. Es una suerte para él que, al parecer, haya olvidado todo lo que tiene relación con su desgracia. Por lo que más quieran, no le pregunten nunca cosas que puedan despertar el pasado en su memoria. ¡Cuán­tas veces me lo pidió aquel viejo médico! Sabe usted, Zwakh, decía siempre, tenemos cierto método; hemos enclaustrado, por decirlo así, con mucho trabajo, su enfermedad, igual que se cierra una tumba, porque a ella se unen tristes recuerdos. La charla del marione-tista llegaba hasta mí como el carnicero se acerca a su víctima, oprimiéndome el corazón con manos rudas y terribles.

Desde siempre existía en mí un sordo tormento..., un presentimiento como si me hubieran quitado algo y como si en mi vida hubiera recorrido un largo cami­no al borde del camino, como un sonámbulo. Nunca había conseguido encontrar su origen.

Ahora estaba abierto ante mí el camino hacia la solu­ción del enigma y me quemaba insoportablemente como una herida abierta.

La enfermiza repugnancia de unir mis recuerdos a hechos pasados, y ese extraño sueño, que vuelve de tiempo en tiempo, en el que estoy en una casa en la que hay una serie de habitaciones cerradas inaccesibles para mí, el continuo fallo de mi memoria y de mi mente en cuanto a las cosas que se refieren a mi juventud, todo esto tenía ya de repente una terrible aclaración: había estado loco y se había utilizado la hipnosis para cerrar la «habitación» que me unía a las otras cámaras de mi mente y que me había convertido en un apatrida en el mundo que me rodea.

¡Y sin esperanzas de recobrar los recuerdos perdidos!

Los resortes de mi pensamiento y de mis actos es­tán ocultos en otra existencia ya olvidada y comprendí que... nunca los conocería: soy una planta cortada, como un retoño que brota de raíces extrañas. Aunque quisiera forzar la entrada de esa «habitación» cerrada, ¿no caería en manos de los fantasmas que han estado allí desterrados?

Recordé la historia del Golem que acababa de con­tar Zwakh una hora antes y de repente me di cuenta de la enorme y misteriosa relación entre la legendaria cámara sin entrada en la que se decía que vivía el des­conocido y mi significativo sueño.

¡Sí! También en mi caso se rompería la cuerda si quería intentarlo, si quería mirar por la ventana enre­jada de mi interior.

Cada vez estaba más clara esa extraña relación y tomaba para mí un carácter indescriptiblemente atemorizador.

Sentía que había cosas... intangibles, soldadas y uni­das entre sí, que corren unas al lado de otras como caballos salvajes que no saben por dónde va el camino.

También en el ghetto; una habitación, un cuarto cuya entrada nadie puede encontrar, ¡un ser espectral que vive en él y que de vez en cuando camina por las calles para llevar a los hombres al terror!

 

Vrieslander seguía tallando la cabeza y la madera crujía bajo la hoja de su cuchillo.

Me hacía casi daño oírlo y miré para comprobar si acabaría pronto.

Parecía como si la cabeza, que se movía como en manos de un pintor, tuviera conciencia y mirara hacia todos los lados. Después sus ojos se posaron en mí,, tranquilos al haberme encontrado.

Pero yo ya no pude apartar mi mirada; la fijaba en el rostro de madera.

Por un momento parecía que el cuchillo buscaba du­doso algo, por fin raspó decidido una línea y de repen­te los rasgos del pedazo de madera adquirieron una vida terrible.

Reconocí la cara amarilla del desconocido que me había traído el libro.

Después ya no pude distinguir nada, la mirada no había durado más de un minuto y sentí que mi cora­zón había cesado de latir y que aleteaba temeroso.

Y sin embargo, seguía consciente —como entonces— de ese rostro.

Se había convertido en mí mismo y sobre el regazo de Zwakh miraba a todos lados.

Mis ojos se paseaban por la habitación y una extra­ña mano movía mi cráneo.

Entonces vi de repente el gesto asustado de Zwakh y oí sus palabras:

—¡Dios mío, éste es el Golem!

Se originó una pequeña lucha, pues querían arran­car a la fuerza la talla de las manos de Vrieslander, pero él se defendió y gritó riendo:

—¿Qué decís? No se parece en absoluto —y librán­dose de ellos abrió la ventana y tiró la cabeza a la calle.

Perdí entonces el conocimiento y me sumergí en una profunda oscuridad cruzada por brillantes hilos dora­dos y cuando, después de mucho tiempo —eso me pareció—, desperté, oí golpear la cabeza en el asfalto.

—Ha dormido tan profundamente que no ha no­tado siquiera que lo sacudíamos —me dijo Josua Prokop—. El ponche se ha acabado y usted se lo ha per­dido todo.

El ardiente dolor que me había producido lo que poco antes había oído se apoderó otra vez de mí y cuando quise gritar que no había estado soñando, les ha­blé sobre el libro Ibbur, y les dije que podía sacarlo de la caja y mostrárselo.

Pero no pude llegar a pronunciar estas palabras y semejantes pensamientos no pudieron impedir que los invitados se marcharan.

Zwakh me puso a la fuerza el abrigo y exclamó:

—Venga con nosotros a Loisitschek, maestro Pernath, y se animará un poco.

El Golem (III) Praga

El Golem (III) Praga

Charousek, el estudiante, estaba junto a mí con el cuello de su fina y delgada capa subido, y pude oír cómo los dientes le castañeaban de frío.

Puede contraer una enfermedad mortal en esta puerta tan fría y con tanta corriente, me dije y lo insté a que me acompañara a casa.

Pero él rechazó mi oferta.

—Se lo agradezco, maestro Pernath —murmuró tiri­tando—. Siento no tener ya tiempo; debo ir en seguida a la ciudad. ¡Además nos calaríamos hasta los huesos a los pocos pasos de salir a la calle! ¡El chaparrón no quiere amainar!

Los aguaceros barrían los tejados y caían por los rostros de las casas como ríos de lágrimas.

Incliné un poco hacia delante la cabeza y pude ver enfrente, en el cuarto piso, mi ventana, tan mojada por la lluvia que sus cristales parecían haberse reblandeci­do; se había vuelto opaca y áspera como una ampolla.

Un arroyo de mugre amarillenta bajaba por el calle­jón y el arco del portón se llenó de transeúntes que es­peraban a que acabara la tormenta.

—Ahí flota un ramo de novia —dijo de repente Cha­rousek y señaló un ramo de mirtos marchitos arrastrado por el agua sucia.

Alguien detrás de nosotros, se rió de esto.

Al volverme, vi que había sido un hombre mayor, elegantemente vestido, el pelo blanco y la cara inflada como la de un sapo.

Algo desagradable se desprendía de aquel hombre; retiré mi atención de él y contemplé las casas de feo color que tenía ante mí, como animales viejos y malhu­morados, acurrucados unos junto a otros bajo la lluvia. ¡Qué terribles y viejas parecían todas!

Habían sido edificadas sin criterio y aparecían como maleza que surge del suelo.

Se construyeron apoyadas en una amarillenta muralla de piedra, lo único que se mantenía aún de un alargado edificio anterior que data de hace dos o tres siglos. Las construyeron al buen tuntún, sin tener en cuenta las demás: aquí, media casa esquinada y con la fachada hacia atrás; al lado, otra que sobresalía como un colmillo.

Bajo el oscuro y triste cielo, parecía como si estu­viesen dormidas y no se notaba nada de la vida engaño­sa y hostil que, a veces, emana de ellas, cuando la niebla de las noches de otoño cubre las callejas y ayuda a ocul­tar su silencioso y apenas perceptible juego de gestos y actitudes.

En el tiempo que llevo viviendo aquí, toda una exis­tencia, se ha afirmado en mí la impresión imborrable de que ciertas horas de la noche y del amanecer acostum­bran a susurrar un consejo mudo y misterioso. A veces un débil temblor, imposible de aclarar, cruza por sus pa­redes y se escapan ruidos que corren por sus tejados y caen por las cañerías —y nosotros los percibimos obtu­samente, sin mayor atención, sin investigar su origen.

A menudo soñaba que había espiado estas casas en sus movimientos espectrales y me había enterado con gran asombro de cuáles eran los verdaderos amos ocul­tos de esta calleja, que se podían deshacer de su vida y de su sentimiento, para volverla a recuperar; se la pres­tan durante el día a los habitantes que viven aquí para exigírsela de nuevo a la noche siguiente con interés de usurero.

Y cuando estos extraños hombres que aquí viven se­mejantes a sombras, entes —no nacidos de madre—, construidos su pensamiento y su forma de actuar por retazos sin ninguna selección, cuando pasan por mi es­píritu, me siento más inclinado que nunca a creer que los sueños se esconden en oscuras verdades que, al estar despierto, permanecen latentes en mi alma, como impresiones de cuentos en colores.

Vuelve a despertarse calladamente en mí la leyenda del Golem espectral, de ese hombre artificial que hace tiempo construyera de materia, aquí en el ghetto, un rabino conocedor de la Cábala, quien lo convirtió en un ser autómata y sin pensamiento, al situar tras sus dientes una mágica cifra numérica.

Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en algu­no, tras quitar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente.

¡Qué asechanza tan latente y terrible existe en estas criaturas!

Nunca se las ve trabajar y, sin embargo, están des­piertas muy temprano, se levantan con la primera luz de la mañana y esperan conteniendo la respiración, como un sacrificio que nunca llega.

Y si alguna vez parece posible que alguien entre en su territorio, algún indefenso del que se puedan enri­quecer, cae de repente sobre ellas un miedo paralizador que las vuelve a hacer esconderse en sus rincones y mantenerse apartadas y temerosas de cualquier pro­vecho.

Nadie parece lo bastante débil, para que ellas se sien­tan con el valor suficiente para apoderarse de él.

—Animales de rapiña, degenerados y sin dientes, a los que se les ha quitado su fuerza y sus armas— dijo Charousek mirándome dubitativo.

¿Cómo podía adivinar lo que yo estaba pensando? Sentí que, a veces, se atizan tanto los pensamientos propios que éstos son capaces de saltar, como chispas, a la mente del compañero.

—¿... De qué vivirán? —dije al cabo de un rato.

—¿Vivir? ¿De qué? ¡Algunos de ellos son millo­narios!

Miré a Charousek. ¿A qué se refería con esto?

Pero el estudiante permaneció en silencio y miró ha­cia las nubes.

Por un momento se acalló el murmullo que silbaba en el portal, escuchándose sólo el ruido de la lluvia.

¿Qué quería decir con aquello de que «Algunos de ellos son millonarios»?

De nuevo fue como si Charousek hubiera adivinado mis pensamientos. ,

Señaló al cambalachero Aaron Wassertrum que esta­ba junto a nosotros, y hacia cuyo lado el agua arrastraba la herrumbre de los cacharros en charcos rojizos.

—Aaron Wassertrum, por ejemplo, es millonario, posee casi un tercio del barrio judío. ¿No lo sabía us­ted, señor Pernath?

En verdad, se me cortó la respiración:

—¡Aaron Wassertrum! El cambalachero Aaron Was­sertrum, ¿millonario?

—Ah, lo conozco perfectamente —continuó encarni­zadamente Charousek, como si hubiese esperado que yo le preguntase—. Conozco también a su hijo, el doc­tor Wassory. ¿Nunca ha oído hablar de él? —¿Del doctor Wassory el famoso oculista? Hace un año toda la ciudad hablaba entusiasmada de él, del gran sabio. Nadie supo entonces que había abjurado de su nombre y que anteriormente se había llamado Wassertrum. Le gustaba representar el papel del hombre de ciencia mundano, y si alguna vez se hablaba de su origen, respondía humilde y afectado, con medias palabras, que su padre aún vivía, que era originario del ghetto y que él había tenido que ascender a la luz con muchos esfuerzos, con toda clase de preocupaciones e increíbles penalidades, sí,  ¡sacrificios y desvelos!

—Sí, ¡pero nunca dijo con las preocupaciones y los sacrificios de quién, ni con qué medios! ¡Pero yo sé la relación que tiene con el gheitol —Charousek me tomó del brazo, lo apretó y lo agitó con fuerza.

—Maestro Pernath, soy tan pobre que ni yo, casi, puedo comprenderlo, mire, me veo obligado a ir medio desnudo y como un vagabundo, y, sin embargo, soy un estudiante de medicina..., ¡un hombre con formación!

Se abrió la capa y vi, con asombro, que no llevaba ni camisa ni chaqueta, vestía el abrigo sobre la piel desnuda.

—Ya era así de pobre cuando provoqué la caída de esa bestia, de ese todopoderoso y famoso doctor Wassory, y aún no hay nadie que sospeche de mí. En rea­lidad, fui el verdadero causante. En la ciudad se piensa que un tal doctor Savioli fue quien publicó y dio a co­nocer sus prácticas y el que lo llevó al suicidio. Pero yo le aseguro que el doctor Savioli no fue otra cosa que mi instrumento. Yo solo maquiné el plan y reuní el material, proporcioné las pruebas e hice tambalear, en silencio, sin que nadie lo notara, piedra tras piedra, todo el edificio del doctor Wassory, hasta que llegó el momento en el que ni todo el dinero del mundo, ni todo el ingenio del ghetto hubiesen podido evitar la caída, para la que sólo era preciso ya un pequeño em­pujón. Sabe usted, así..., como se juega al ajedrez. Exactamente igual que en un juego de ajedrez. ¡Y na­die sabe que fui yo! Sin duda alguna el cambalachero Aaron Wassertrum tiene de vez en cuando la terrible sospecha, que no lo deja dormir, de que fue alguien, al cual no conoce, que siempre está cerca de él sin que, sin embargo, pueda atraparlo, otro, y no el doctor Savioli, el que dirigía con su propia mano el juego. Y aunque Aaron Wassertrum es uno de esos cuyos ojos son capaces de ver a través de las murallas, no comprende que hay mentes capaces de calcular cómo se puede atravesar esas murallas con agujas largas, invisi­bles y envenenadas, a través de sillares, de piedras pre­ciosas, para llegar a acertar en la vena de la vida.

Y Charousek se dio un golpe en la frente y se echó a reír como un salvaje.

—En seguida se enterará Aaron Wassertrum del día exacto en que piense saltar al cuello del doctor Savioli. ¡Exactamente ese mismo día! También he calculado esta partida de ajedrez hasta el último movimiento. Esta vez será un gambito de rey. No existe ni un solo movimiento hasta el amargo final para el que no tenga una fatal respuesta. Yo le digo que quien se aventure conmigo a este gambito de rey, saltará por los aires como una marioneta desamparada cuelga de finos hilos, hilos de los que yo tiro, me oye bien, de los que yo tiro, acabando con su libre voluntad.

El estudiante hablaba como enfebrecido. Lo miré asustado a la cara.

—¿Qué le han hecho a usted Aaron Wassertrum y su hijo para que esté tan lleno de odio? Charousek lo rechazó con fuerza:

—Dejemos esto, ¡pregunte mejor qué es lo que le rompió el cuello al doctor Wassory! ¿O prefiere que hablemos de esto en otra ocasión? La lluvia ha cesado. ¿Quizá quiera regresar a su casa?

Bajó la voz como alguien que, de repente, se calma por completo. Yo moví la cabeza a un lado.

—¿Ha oído usted alguna vez cómo se cura actual­mente el glaucoma? ¿No? Entonces se lo tengo que aclarar para que comprenda todo perfectamente, maes­tro Pernath. Escuche: el glaucoma es una fatal enfer­medad del ojo interno que culmina en ceguera y no existe más que un solo medio para detener el avance del mal, lo que se llama iridectomía, que consiste en cortar del iris del ojo un pequeño trozo cuneiforme. Sus consecuencias inevitables son unos tremendos deslumbramientos, que permanecen para toda la vida; sin embargo, la mayoría de las veces se detiene el proceso de la ceguera. Pero el diagnóstico del glaucoma es un caso  muy  particular.  Pues  existen  momentos,  sobre todo al principio de la enfermedad, en que los síntomas más claros desaparecen aparentemente, y en tales casos el médico nunca puede asegurar, a pesar de no encon­trar ninguna huella de la enfermedad, que el médico anterior, de diferente opinión, se haya necesariamente confundido. Pero, en cuanto se ha realizado la iridectomía, que naturalmente se puede llevar a cabo tanto en un ojo sano como en uno enfermo, es imposible confir­mar si antes existía realmente el glaucoma o no. El doctor Wassory había construido, a partir de éstas y otras circunstancias, un monstruoso plan. Infinidad de veces, especialmente en mujeres, diagnosticó glaucoma en donde sólo existían leves molestias visuales, sólo para llegar a una operación que no le ofrecía dificul­tades y sin embargo le proporcionaba mucho dinero. Como, además, sólo tenía a pobres indefensos en sus manos, no necesitaba para su crimen ni la más ligera huella de valor. Ve usted, maestro Pernath, la degene­rada fiera había llegado a unas condiciones vitales, en las que no necesitaba ni fuerza ni arma alguna para descuartizar a  su  víctima.   ¡Sin poner absolutamente nada en juego! ¿Lo comprende? ¡Sin tener que arries­gar lo más mínimo! El doctor Wassory supo conseguir, a través de gran cantidad de dudosas publicaciones en revistas especializadas, fama de extraordinario especia­lista e incluso supo evitar, arrojando arena en sus ojos, que sus colegas, que eran demasiado ingenuos y decen­tes, lo descubrieran. La consecuencia lógica fue un río de pacientes que buscaban ayuda en él. Si acudía al­guien a su consulta para ser reconocido de leves mo­lestias visuales, inmediatamente se ponía manos a la obra con sus alevosos planes. Comenzaba por el inte­rrogatorio normal al enfermo, pero muy hábilmente, para estar cubierto en cualquier caso, anotaba sólo aque­llas respuestas que permitían diagnosticar el glaucoma. Y con mucha cautela sondeaba si había existido algún diagnóstico anterior. En la conversación mencionaba de paso que lo habían llamado urgentemente del extran­jero con el propósito de tomar acuerdos científicos muy importantes y que por ello al día siguiente tenía que salir de viaje. En la investigación del ojo que realizaba inmediatamente con rayos de luz eléctrica ocasionaba intencionadamente al enfermo todo el daño posible. ¡Todo premeditado! ¡Todo premeditado! Al acabar el interrogatorio, cuando llegaba el momento en que el paciente preguntaba sobre la gravedad de su caso y hacía las preguntas normales sobre los posibles moti­vos de preocupación, hacía Wassory su primer movi­miento de ajedrez. Se colocaba frente al enfermo, de­jaba pasar un minuto y pronunciaba después, con voz comedida y sonora, la frase: «La ceguera de ambos ojos es inevitable en muy poco tiempo.» La escena que lógi­camente seguía era terrible. La gente se desmayaba con frecuencia, lloraba y gritaba y se arrojaba al suelo pre­sa de la mayor desesperación. Perder la vista significa perderlo todo. Y, cuando de nuevo llegaba el inevita­ble momento en el que la pobre víctima se abrazaba a las rodillas del doctor Wassory suplicando si no había en todo el mundo de Dios ninguna ayuda ni solución posibles, realizaba la bestia su segundo paso de ajedrez y se transformaba a sí mismo en ese... dios que podía ofrecer toda la ayuda necesaria. ¡Todo, todo en el mun­do es como una jugada de ajedrez, maestro Pernath! Una operación inmediata, decía pensativo el doctor Wassory, era lo único que podía traer la salvación y, con una vanidad salvaje y codiciosa que de repente le sobrevenía, se deshacía en un torrente de palabras en una amplia descripción de tal o cual caso, los cuales tenían una enorme semejanza con el presente, en la in­numerable cantidad de enfermos que a él únicamente debían el haber conservado la luz de sus ojos y otras cosas por el estilo. Se regodeaba realmente con el sen­timiento de ser considerado una especie de ser superior en cuyas manos se halla el bienestar y el dolor del prójimo. Pero la desamparada víctima se encontraba deshecha a sus pies, con el corazón lleno de ardientes interrogantes, con el sudor del miedo en la frente y no se atrevía siquiera a interrumpir sus palabras por miedo a irritarlo a él: el único que todavía podía ayu­darla. El doctor Wassory acababa su discurso diciendo que, desgraciadamente, sólo podía realizar la operación unos meses más tarde, cuando volviera de su viaje. Espero, en tales casos siempre se debía esperar lo me­jor, que para entonces no sea demasiado tarde, decía. Los enfermos, naturalmente, saltaban entonces aterro­rizados para decir que bajo ninguna circunstancia que­rían esperar ni un solo día más y rogaban suplicantes que los aconsejara sobre otro oculista-cirujano de la ciudad al cual pudieran acudir. Ése era el momento en el que el doctor Wassory realizaba su último movimien­to de ajedrez. Paseaba de un lado para otro meditando cabizbajo, arrugaba su frente con pesar para susurrar preocupado que una intervención por parte de otro médico requeriría por desgracia una nueva investiga­ción del ojo con la luz eléctrica y que esto sería nece­sariamente fatal, el mismo paciente sabía lo doloroso que es, debido a los rayos cegadores. Otro médico por lo tanto, aparte de que a muchos de ellos les faltaba la práctica necesaria en la iridectomía, precisamente por ser necesaria esa nueva revisión, no podía actuar hasta que hubiera transcurrido bastante tiempo y se hubie­ran regenerado los nervios ópticos.

Charousek cerró los puños.

—A esto lo llamamos en ajedrez jugada obligatoria, querido maestro Pernath. Y lo que seguía después era una nueva jugada obligatoria, un movimiento obligado tras otro. Porque, para entonces, el paciente, medio loco de desesperación, suplicaba al doctor Wassory que tuviera piedad y que retrasara su viaje un solo día para realizar él mismo la operación. Se trataba de algo más que una muerte rápida. La espera atroz y agobiante de quedarse ciego en cualquier momento es lo más terri­ble que puede existir. Y cuanto más se resistía el mons­truo y se lamentaba de que el retraso del viaje podría ocasionarle inevitables perjuicios, tanto mayores eran las cantidades que los enfermos le ofrecían... volunta­riamente. Cuando la cantidad ofrecida le parecía al doc­tor Wassory suficiente, cedía y el mismo día, antes de que cualquier eventualidad estropeara su plan, ocasionaba al mísero ese daño irreparable, esa continua sen­sación de estar cegado, esa sensación que debe conver­tir la vida en un suplicio, al tiempo que borraba de una vez para siempre las huellas de su canallada. Con estas operaciones en ojos sanos no sólo aumentaba el doctor Wassory su gloria y su fama como médico in­comparable que siempre consigue detener la amenaza de la ceguera, sino que al mismo tiempo calmaba su insaciable ansia de dinero y se envanecía cuando sus ingenuas víctimas, sin sospecharse perjudicadas en su cuerpo y en su bolsillo, lo miraban y lo alababan como su único amparo, su salvador. Sólo un hombre que tiene sus raíces en el ghetto, con sus innumerables, increíbles y, sin embargo, insuperables recursos, que desde niño ha aprendido a estar al acecho como una araña, que conoce a todos los hombres de la ciudad, hasta sus más mínimas relaciones, que conoce y adivina sus fortunas, sólo un hombre así (casi se lo podría llamar un «semi-vidente») es capaz de realizar durante años tales mons­truosidades. Si yo no hubiera existido, todavía hoy se­guiría realizando su «oficio» y lo hubiera practicado hasta la vejez para, finalmente situado como un hono­rable patriarca en el círculo de sus familiares, ser con gran honor un claro ejemplo para las generaciones futuras, disfrutando del ocaso de su vida hasta que al final le sobreviniera a él también el reventón final.

«Pero yo también nací en el ghetto y también mi sangre está colmada de esa atmósfera de ingenio infer­nal; por eso pude causar su perdición: del mismo modo que las fuerzas invisibles causan la caída de un hombre o que del cielo sereno cae un rayo.

»El doctor Savioli, un joven médico alemán, tiene el mérito de haberlo descubierto —pero yo lo empujé y amontoné prueba tras prueba hasta que llegó el día en que el fiscal alargó su brazo en busca del doctor Wassory. ¡Y entonces se suicidó la fiera! ¡Bendita sea la hora! Como si mi doble hubiera estado junto a él y hubiera guiado su mano, se suicidó con la redoma de nitrato de amilo que yo había dejado en su habita­ción cuando lo empujara a pronunciar sobre mí mismo el falso diagnóstico del glaucoma, intencionadamente y con el ardiente deseo de que ese nitrato de amilo fuera lo que le diera el empujón definitivo.

»En la ciudad se dijo que había sido una apoplejía. El nitrato de amilo causa una muerte muy parecida a una apoplejía. Pero no se pudo mantener ese rumor durante mucho tiempo.

Charousek se quedó parado de repente, ensimisma­do, como si se hubiera perdido en un profundo proble­ma, mirando hacia adelante, tras lo cual se encogió de hombros mirando hacia la tienda de Aaron Wassertrum.

—Ahora está solo —murmuró—, totalmente solo, con su avaricia... y... y su muñeca de cera.

Sentí los latidos del corazón en la garganta.

Miré horrorizado a Charousek.

¿Estaría loco? Debían ser fantasías febriles las que lo hacían inventar tales cosas.

¡Seguro, seguro! ¡Todo ello se lo ha imaginado, lo ha soñado!

No puede ser cierta la monstruosidad que ha contado sobre el oculista. Está tísico y las fiebres de la muerte dan vueltas en su cerebro.

Quise calmarlo con algunas frases divertidas, dirigir sus pensamientos hacia otra vía más agradable.

En ese instante, antes de encontrar las palabras ade­cuadas, cruzó como un rayo por mi memoria la ima­gen de aquel Wassertrum de labio leporino espiando con sus ojos redondos de besugo mi habitación a través de la puerta abierta.

¡Doctor Savioli! ¡Doctor Savioli!..., sí..., sí..., ése era el nombre por el que el marionetista Zwakh había llamado al joven elegante que le alquilara el estudio!

¡Doctor Savioli! Surgía en mi interior como un gri­to. Una serie de nebulosas imágenes se perseguían en­tre las terribles sospechas que se arrojaban sobre mí.

Deseaba interrogar a Charousek, contarle atemori­zado todo lo que entonces experimenté, cuando observé que un fuerte ataque de tos se había apoderado de él, hasta casi hacerlo caer. Sólo pude ya distinguir cómo, apoyándose en la pared con ambas manos, caminaba con esfuerzo bajo la lluvia tras dedicarme un ligero gesto de despedida.

Sí, sí, tenía razón, no estaba delirando, sentí, es el fantasma impalpable del crimen, el que se arrastra día y noche por estas callejas e intenta materializarse.

Está en el aire y nosotros no lo vemos. De repente se posa sobre un alma humana sin que nosotros lo sos­pechemos..., aquí, allá y, antes de que lo podamos apre­sar, desaparece, y ya todo ha pasado.

A nosotros sólo nos llegan oscuras palabras sobre un suceso terrible.

De golpe comprendí en lo más profundo de su ser a esas criaturas misteriosas que viven a mi alrededor: se mueven sin voluntad por su existencia, agitadas por una corriente magnética invisible igual que hace un momento flotaba el ramo de novia, arrastrado por el arroyo de mugre.

Tuve la sensación de que todas las casas me miraban fijamente con sus engañosas caras cubiertas de innom­brable maldad; los portalones: bocas negras abiertas, cuyas lenguas se habían podrido, gargantas de las que, en cualquier momento, podría surgir un grito ensorde­cedor, tan estridente y lleno de odio que necesariamen­te aterrorizaría hasta lo más hondo de nuestro ser.

¿Qué había dicho al final el estudiante sobre el cam­balachero? Susurré de nuevo sus palabras: Aaron Wassertrum estaba ahora solo con su avaricia y con... su muñeca de cera.

¿A qué se refería con eso de su muñeca de cera?

Debe de haber sido una comparación, me dije cal­mándome a mí mismo; una de esas comparaciones en­fermizas con las que suele sorprender y atacar a los demás, sin que al principio se comprendan, y que, tras ser descifradas, pueden asustar a uno tanto como aque­llas cosas, de formas extrañas, sobre las cuales cae re­pentinamente un súbito rayo de luz.

Respiré profundamente para tranquilizarme y alejar de mí la terrible impresión que me había producido lo contado por Charousek.

Miré con mayor atención a la gente que esperaba conmigo en el portal: junto a mí estaba ahora el viejo gordo. El mismo que un rato antes se había reído tan desagradablemente.

Llevaba una levita negra y guantes y miraba con sus ojos negros saltones el portal de enfrente, sin apartar la vista un momento.

Su cara, bien afeitada, de rasgos anchos y vulgares, se estremecía de excitación.

Involuntariamente seguí sus miradas y noté que es­taban como hechizadas, fijas en la pelirroja Rosina, que estaba allí, al otro lado de la calleja, con su perenne sonrisa en los labios.

El viejo se esforzaba en hacerle señas y yo vi que ella lo sabía, pero se comportaba como si no lo enten­diera.

Por fin el viejo, sin aguantar más, cruzó la calle de puntillas, saltando sobre los charcos con la ridicula elasticidad de una pelota negra de goma.

Parecía ser conocido, pues oí toda clase de comen­tarios que lo confirmaban. Un vagabundo que estaba detrás de mí con un pañuelo de punto rojo en el cue­llo, un gorro militar azul, el cigarro virginia detrás de la oreja, hacía, con una sonrisa irónica en la boca, alu­siones que yo no entendía.

Sólo comprendí que en el barrio judío llamaban al viejo «el masón»; en su idioma se denomina con este mote al hombre que suele buscar a las adolescentes y al que ciertas relaciones íntimas con la policía le ase­guran la impunidad ante cualquier descuido.

Después, la cara de Rosina y la del viejo desapare­cieron al otro lado, en la oscuridad del portal de la casa.

El Golem (II) Capítulo I

El Golem (II) Capítulo I

Sí, no me he confundido en la impresión de que al­guien sube la escalera detrás de mí a cierta distancia, siempre igual, con la intención de visitarme, ese alguien debe estar ahora aproximadamente en el último tramo.

Ahora dobla la esquina en la que está la vivienda del archivero Schemajah Hillel y pasa, de los gastados bal­dosines de piedra, al pasillo del piso superior que está cubierto de ladrillos rojos.

Ahora va palpando a lo largo de la pared, y ahora, precisamente ahora, debe leer, deletreando con dificul­tad en la oscuridad, mi nombre sobre el letrero de la puerta.

Erguí mi cuerpo en el centro de la habitación y miré hacia la entrada.

Entonces se abrió la puerta y entró él.

Sólo dio unos pasos hacia mí, sin quitarse el sombre­ro ni decir una sola palabra.

Así se comporta cuando está en su casa, pensé, y me pareció muy normal que así fuera, y no de otra forma.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un libro.

Después lo hojeó largamente.

La cubierta del libro era de metal y los bajorrelieves, en forma de rosetas y sellos, estaban rellenos de color y de pequeñas piedras.

Por fin encontró el lugar que buscaba y lo señaló.

Pude descifrar el título del capítulo «Ibbur, la satu­ración del alma».

La gran inicial, impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de la página que recorrí involuntariamente y que estaba descascarillada de un lado.

Yo debía repararla.

La inicial no estaba pegada al pergamino, como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino.

En el lugar de la inicial, ¿habría un agujero en la hoja?

Si así era, en la otra cara, ¿debería estar la «I» al revés?

Volví la página y vi confirmada mi suposición.

Sin querer leí también esta página y la siguiente.

Y seguí leyendo y leyendo.

El libro me hablaba, como en sueños, sólo que con mucha más claridad. Y afectaba a mi corazón como una pregunta.

De una boca invisible fluían palabras, revivían y ve­nían hacia mí. Se volvían y cambiaban ante mí, como esclavas vestidas de colores, y después caían al suelo o desaparecían como el vapor irisante en el aire y hacían sitio a la siguiente. Cada una tenía, durante un momen­to, la esperanza de que yo la eligiera y renunciara a ver la que llegaba por detrás.

Había algunas entre ellas que aparecían vanidosas como pavos, con preciosos vestidos y cuyos pasos eran lentos y medidos.

Otras, como reinas, aunque envejecidas y desgasta­das, con los párpados pintados, con un gesto de don­cella en la boca y cubiertas las arrugas con una pintura horrible.

Yo dejaba correr mi vista sobre ellas hacia la siguiente y mi mirada pasó sobre largas filas de rostros y figuras grises, tan vulgares y sin expresión, que parecía imposi­ble grabarlas en la memoria.

Trajeron entonces a rastras a una mujer, totalmente desnuda y tan gigantesca como un legendario coloso de hierro.

La mujer se paró un segundo ante mí y se inclinó hacia mí.

Sus pestañas eran tan largas como todo mi cuerpo y señaló, muda, el pulso de su mano izquierda.

Sonaba como un terremoto y sentí que en ella estaba la vida del mundo entero.

Desde lejos vino deprisa una procesión de coribantes.

Un hombre y una mujer se abrazaron. Los vi venir desde lejos y la fila se acercaba cada vez más con un ruido ensordecedor.

Entonces oí la vibrante canción de las estáticas muy cerca de mí y mis ojos buscaron a la pareja abrazada.

Pero ésta se había convertido en una sola figura y es­taba sentada, medio masculina, medio femenina —un hermafrodita—, en un trono de nácar.

Y la corona del hermafrodita acababa en una tablilla de madera roja, en la que el gusano de la destrucción había roído misteriosas runas.

Detrás, envuelto en una nube de polvo, se acercaba trotando un rebaño de ovejas pequeñas y ciegas: los ani­males que, como alimento, llevaban al gigante hermafro­dita en su séquito para mantener a su grupo de coribantes.

A veces, entre las figuras que surgían de la invisible boca, había algunas que venían de las tumbas, un paño cubriendo su cara.

Y se paraban ante mí y dejaban caer bruscamente sus velos y miraban fijamente con ojos rapaces mi co­razón, de tal forma que un terror helado me subía a la cabeza y la sangre se me estancaba como un río ante las rocas que caen del cielo, en medio de su lecho.

Una mujer pasó volando ante mí. No vi su rostro, pues ella lo retiró; llevaba un abrigo de lágrimas, flu­yendo.

Cabalgatas de máscaras pasaban bailando y riendo sin preocuparse de mí.

Sólo un pierrot se vuelve pensativo y regresa hacia donde yo estaba. Se planta ante mí y se mira en mi cara como si fuera un espejo.

Hace gestos tan raros, levantando y moviendo sus brazos —unas veces con recelo, otras con rapidez—, que se apodera de mí un fantasmagórico deseo de imitarlo, de guiñar los ojos como él, encoger los hombros y hacer gestos con la boca.

Pero otras figuras que vienen por detrás lo empujan impacientes a un lado, pues todas quieren llegar a verme.

Pero ninguno de estos seres tiene consistencia.

Son perlas resbaladizas, ensartadas en un hilo de seda, notas de una melodía que fluyen de la boca invisible.

Ya no era un libro lo que me hablaba. Era una voz. Una voz que quería algo de mí, que yo no entendía por mucho que me esforzara. Que me atormentaba con preguntas ardientes e incomprensibles.

Pero la voz que pronunciaba estas palabras materiali­zadas era una voz muerta y sin eco.

Cada nota que suena en el mundo presente tiene mu­chos ecos, igual que muchas cosas tienen una sombra grande y otras pequeñas, pero esta voz ya no tiene ecos: hace ya mucho, mucho tiempo que se han apagado y desaparecido.

Había leído el libro hasta el final, y todavía lo soste­nía entre las manos, cuando tuve la sensación de que había estado hojeando y buscando en mi mente y no en sus páginas.

Todo lo que me había dicho la voz lo había llevado toda mi vida dentro de mí, sólo que había estado oculto y olvidado y se había mantenido escondido en mis pen­samientos hasta hoy.

Levanté la vista.

¿Dónde estaba el hombre que me había traído el libro?

¿Se habría ido?

¿Lo recogería cuando hubiese acabado?

¿O se lo debería llevar yo?

Pero no podía acordarme de que hubiera dicho dón­de vivía.

Quise recordar su apariencia, pero no lo conseguí.

¿Cómo iba vestido? ¿Era viejo o joven?, ¿de qué color eran su cabello, su barba?

Nada, ya no me acordaba de nada. Todas las imá­genes que me creaba de él se deshacían, inconsistentes, antes de que las pudiese formalizar en mi cerebro.

Cerré los ojos y apreté la mano contra los párpados para cazar aunque sólo fuera una mínima parte de su imagen.

Nada, nada.

Me coloqué en mitad de la habitación y miré hacia la puerta como había hecho antes —cuando él vino— e imaginé: ahora dobla la esquina, ahora camina por el pasillo de piedra, ahora está leyendo ahí fuera el letrero de mi puerta, «Athanasius Pernath», y ahora entra. En vano.

Ni el más ligero rastro de cómo era su figura quiere despertarse en mí.

Vi el libro sobre la mesa y deseé hallar en mi pensa­miento la mano que lo había sacado del bolsillo y me lo había entregado.

No podía acordarme siquiera de si llevaba guantes o no, si era joven o arrugada, si llevaba sortijas o no.

De repente tuve una idea extraña.

Era como una inspiración a la que no puede uno oponerse.

Me puse el abrigo y el sombrero, salí al pasillo y bajé la escalera. Entonces volví lentamente a mi cuarto si­guiendo el mismo recorrido.

Despacio, muy despacio, igual que había venido él. Y cuando abrí la puerta vi que mi habitación estaba en la oscuridad, pero ¿no era totalmente de día, ahora mis­mo, cuando salí?

¡Cuánto tiempo debí permanecer pensando que no noté lo tarde que era!

E intenté imitar al desconocido, su paso y sus gestos, y a pesar de ello no los podía recordar.

¡Cómo iba a conseguir imitarlo, si no tenía ya el más ligero indicio de cómo era!

Pero todo fue distinto. Muy distinto de lo que yo había pensado.

Mi piel, mis músculos, mi cuerpo se acordaron de re­pente sin comunicárselo al cerebro. Hacían movimientos no intencionados, que yo no deseaba.

¡Como si mis miembros ya no me pertenecieran!

De golpe, mi andar se había vuelto extraño y vaci­lante al dar unos cuantos pasos en la habitación.

Éste es el paso de un hombre que continuamente está a punto de caer hacia delante, me dije.

Sí, sí, sí, ¡así era su paso!

Lo sabía claramente, es así.

Yo tenía una cara extraña, sin barba y con barbi­lla pronunciada, y miraba desde unos ojos rasgados.

Esta no es mi cara, quise gritar asustado y quise palparla, pero mi mano no siguió mis deseos y se hundió en el bolsillo para sacar un libro.

Exactamente igual que él lo había hecho antes.

De repente, estoy sentado otra vez sin sombrero y sin abrigo, junto a la mesa. Y soy yo. Yo, yo.

Athanasius Pernath.

Me sacudieron el horror y el espanto, y mi corazón palpitaba a toda velocidad a punto de estallar, y sentí algo: los dedos fantasmagóricos, que ahora mismo ha­bían manipulado en mi cerebro, acababan de abando­narme.

Todavía percibía en la nuca las frías huellas de su roce.

Entonces supe cómo era el desconocido, y hubiera podido sentirlo de nuevo en mí —en cualquier momen­to— con sólo quererlo; pero imaginarme su imagen ante mí, verlo ante mis ojos, esto todavía no lo puedo hacer y además nunca lo podré.

Me di cuenta de que era como un negativo, una for­ma hueca invisible, cuyas líneas no puedo captar, en la que me tengo que introducir yo mismo si quiero ser cons­ciente, en mi propio yo, de su figura y de su expresión.

En el cajón de mi mesa había una caja de hierro; en ella quise guardar el libro, y de allí sólo lo tomaría para sacar el desperfecto de la inicial «I», cuando se hubiera alejado de mí este estado de debilidad mental.

Tomé el libro de la mesa.

Entonces tuve la impresión de no haberlo tocado; tomé la caja: la misma sensación. Como si el sentido del tacto tuviera que recorrer un trecho muy largo en com­pleta oscuridad antes de llegar a mi conciencia, como si las cosas estuvieran alejadas una cantidad enorme de años y pertenecieran a un pasado que hacía mucho tiempo se había alejado.

La voz que me rodea en la oscuridad buscándome para atormentarme con la piedra grasicnta ha pasado por delante sin verme. Yo sé que viene del reino del sueño. Pero lo que he vivido ha sido real, por eso no logro verme y siento que me busca en vano.

 

Hubo un hombre llamado Meyrink… que dejó una huella indeleble

Hubo un hombre llamado Meyrink… que dejó una huella indeleble

Del blog infoKrisis hemos extraído este artículo que resume algunos de los rasgos esenciales de la obra de Gustav Meyrink. Lo reproducimos para nuestros lectores:

Infokrisis.- Tras el cierre del número 3 de la revista IdentidaD he podido disfrutar de un pequeño lapso de tranquilidad que he utilizado para releer la obra de un autor, como mínimo, “anómalo”: Gustav Meyrink. A ello concurrieron dos circunstancias, la lectura del tomo I de “Introduzione alla Magia” recopilada por el Grupo de Ur, a caballo entre los años 20 y 30, y la reordenación de mi biblioteca en la que las obras de Louis Pauwels han ocupado durante años un lugar destacado. En la famosa obra de Pauwels, elaborada codo a codo con Jacques Bergier, “Le matin des magiciens”, se reproduce lo que los autores titulan “Un admirable texto de Gustav Meyrink”. Ese mismo texto es el que 35 años antes el Grupo de Ur había utilizado para sus estudios sobre el mundo mágico.

La obra de Meyrink en castellano

Se trata de uno de los fragmentos más maravillosos en la historia de la literatura europea que forma parte de la novela de Meyrink “El Rostro Verde” (edición española en Ediciones Sirio, Málaga 1989, págs. 204-211) y que empieza así: “La llave que abre nuestra naturaleza interior está oxidada desde el Diluvio, se llama Velar; Velar lo es todo…”. Leí este texto a los 15 años y ya entonces me impresionó. Lo volví a leer en francés en la celda 21 de la cárcel parisina de La Santé donde residí durante el verano de 1981 en tanto que perseguido político y me volvió impresionar.

Lo he recordado muchas veces en las que me he sentado ante un muro blanco para practicar el Zen y ha sido, para mí, de mucha más ayuda que los cursos del tres al cuarto que se imparten en seudo-dojos de pago. En los primeros años 70, algunos intuíamos que la obra de Meyrink contenía algo que estaba ausente en cualquier otro novelista del siglo, incluidos Borges y el mismo Kafka. Afortunadamente, en 1970 recibí un catálogo italiano de Edizioni di Ar que ofrecía toda la obra de Meyrink en aquella lengua que hube de aprender para familiarizarme con Julius Evola y con el propio Meyrink. Solamente en 1972 apareció en Tusquets Editores, El Golem, la primera obra traducida a la lengua española. Hoy, a ese libro, semidestrozado, le sigo considerando la mejor novela de mi biblioteca, después de El Quijote, el Romancero español y las grandes epopeyas clásicas.

Hubo que esperar luego a que Planeta publicara en 1987 “El Dominico Blanco”, otra de las grandes novelas de Meyrink que en el 2000 sería reeditada por Abraxas en nueva traducción. La misma editorial había publicado en 1986 El Ángel de la Ventana de Occidente. Y, finalmente, Siruela publicó en 1996 una recopilación de cuentos del mismo autor.

Hoy estos libros están agotados y varios de estos títulos se saldaron en su momento. No hay lugar para Meyrink entre la literatura-basura de nuestro tiempo. Honor para él que supo hacer de la literatura un vehículo de acceso al mundo mágico.

El estilo de Meyrink.

Hay brillantez en la redacción de sus novelas y mucho más en sus temáticas. Como en la obra de todo autor existen obras “mejores” (El Golem y El Dominico Blanco) y obras “menos buenas” (El Ángel de la Ventana de Occidente y El Rostro Verde), pero todas, óigase bien, todas, son absolutamente imprescindibles porque, en su conjunto, forman un corpus doctrinal de enorme profundidad.

El viejo maestro Julius Evola dedicó al “sistema” de Meyrink uno de sus últimos artículos en el diario Roma del 7 de julio de 1972. No es un análisis literario, sino de los contenidos esotéricos e iniciáticos de sus novelas, apenas cuatro folios que demuestran que casi 45 años después de haber conocido la obra de Meyrink en el marco de los trabajos del Grupo de Ur, Evola no había olvidado su contribución a la reformulación del esoterismo occidental.

Dice Evola: “Meyrink es un autor verdaderamente único en su género. Decir que escribía “novelas” no es absolutamente exacto. Si en ellos lo sobrenatural tiene una parte importante, el todo no se reduce a lo fantástico como en la obra de Lovecraft o de Hoffman”.

A diferencia de estos autores, a los que cabría añadir al Jorge Luis Borges atraído por la cábala hebrea, especialmente en su relato El Aleen, Meyrink hace algo muy distinto a novelas: en su conjunto crea un propio sistema iniciatico. Hay que ser muy cautos con esta palabra.

La iniciación parte de un concepto anterior y superior: la existencia de dos mundos separados, el mundo de lo físico y el mundo de lo metafísico, el mundo que es materia y el que está más allá de la materia; la iniciación sería el puente que uniría ambos mundos y que permitiría a la naturaleza humana, básicamente material o “espiritual” (pensamiento y voliciones), pasar al mundo superior. Hay distintos “modelos” iniciáticos en función de las distintas tradiciones, pero todos parten de la idea de muerte-resurrección. Muerte para el hombre-viejo ligado solamente al mundo de la materia y resurrección de un hombre-nuevo alterado antológicamente en su esencia interior, no como concepto sino como realidad perceptible. Esto y no otra cosa es la iniciación.

El problema que se plantea es que, estando la iniciación ligada a tradiciones concretas, y dado el panorama de destrucción de las formas tradicionales propias de Occidente a partir del Renacimiento, parece como si se hayan cerrado las puertas, restando solamente tres formas residuales de iniciación: la doctrina de los sacramentos de la Iglesia Católica, convertida en una liturgia que parece haber perdido la memoria de sus orígenes, la iniciación masónica de la que resulta muy discutible si ha existido transmisión regular a partir del momento en que se forma la Gran Logia de Londres en 1717 que ya entonces carece de “regularidad iniciativa” en relación a las antiguas corporaciones; y, finalmente, los restos de las corporaciones medievales que solamente subsisten en Francia en el fenómeno del “compagnonage” [al que hemos dedicado un par de artículos en infokrisis]. Así pues, el panorama es desolador: la masonería y el catolicismo son discutibles en tanto que sistemas iniciáticos y en cuanto al compagnonage está vinculado a un país (Francia) y al ejercicio de unas pocas profesiones, estando también hoy extremadamente desfigurado. No es raro que desde el siglo XIX, algunos occidentales hayan vuelto la mirada hacia Oriente.

El resultado no ha sido menos catastrófico y quienes han cometido la imprudencia de seguir el ejemplo de René Guénon vinculándose al Islam o quienes se han sentido atraídos por el budismo tibetano desembarcado en los años 70 en Occidente, han sufrido vicisitudes que casi entran en el terreno de lo atrabiliario más que de lo iniciático. En cuanto al Zen, la única suerte es su simplicidad y la ausencia de rituales que requieran la pertenencia a una “escuela iniciática”. Por no hablar de los destrozos causados por innumerables sectas que, a partir de la Sociedad Teosófica y de sus distintas ramificaciones y escisiones, llevaron a generaciones de “espiritualistas” occidentales a vías muertas, si no a las peores desviaciones. Meyrink las conoció. En su juventud se vinculó a la Sociedad Teosófica y al espiritismo.

Abandonó pronto la primera y quedó horrorizado por lo que vio en las sesiones espiritistas a las que frecuentemente ataca en sus novelas, en especial en el capítulo de El Dominico Blanco titulado “El Rostro de Medusa”. Meyrink experimentó en sí mismo el cierre de las vías iniciáticas en Occidente. Conoció, desde luego, el khabalismo hebreo, practicó alguna forma de hinduismo y conocía también las técnicas del yoga.

Evola resalta que su temática estaba próxima de la doctrina hinduista del anâtmâ que niega la existencia de un Yo en el ser humano. Esta doctrina fue incorporada al budismo de los orígenes y Evola cita al respecto un fragmento de El Rostro Verde: “¿Usted cree que todos aquellos que están circulando ahora mismo por estas calles, poseen un Yo? No poseen nada. Son poseídos en cada momento por un fantasma que desempeña en ellos el papel de un Yo”. Liberarse de ese “fantasma del yo” es la finalidad de toda doctrina iniciática y está presente casi de manera obsesiva en la obra de Meyrink hasta constituir la médula de El Dominico Blanco y de El Golem.

Meyrink, desengañado por los distintos sistemas iniciáticos degenerados o que llegaban a Europa en pésimas condiciones de transmisión, o simplemente que eran verdaderas doctrinas caricaturescas (teosofismo, neorosacrucianismo y ocultismo en general), decidió elaborar su propio sistema, dándole coherencia y homogeneidad. Este sistema está presente en sus novelas y es lo que el “último Evola” en Cabalgar el Tigre (1966) llama “vías autónomas hacia la trascendencia”, algo que para René Guénon constituía una herejía. Así pues, las obras de Meyrink contienen un verdadero método iniciático y no pueden ser leídas como simples relatos imaginativos, más o menos brillantes y más o menos literariamente perfectos, sino que es preciso percibir en ellos su dimensión trascendente y transfiguradora.

La técnica utilizada por Meyrink para transmitir estos conocimientos es crear una atmósfera angustiosa (el gueto de Praga en El Golem y la “casa de la última farola” en sus últimos capítulos), la vivienda del aristocrático barón en la que vive el protagonista de El Dominico Blanco, el Salón de Artículos Misteriosos de Chidher el Verde, en El Rostro Verde, etc. Luego crea una trama casi onírica o completamente onírica y va alternando capítulos en los que la trama novelesca va avanzando, con otros donde aprovecha para fijar las bases de su teoría iniciática.

Éstos son inseparables de aquellos, resulta imposible entender el desenlace de sus novelas desatendiendo de las contribuciones teóricas que, por lo demás, están perfectamente integradas en la narración.

Meyrink, el hombre de Praga

Había nacido el 19 de enero de 1868 –a las 13:30 para quienes quieran establecer su carta astral- en el hotel Blauer Bock de la Mariahilfer Strasse, en Viena y su verdadero nombre era Gustav Meier. Su padre, el barón Karl Warnbüller von und zu Hemmingen, ministro en Güttemberg, jamás lo reconoció. En cuanto a su madre, un actriz teatral, Maria Wilhelmina Adelheyd Meier, jamás consiguió entenderse con ella. Pronto cambió su apellido por el de Meyrink que utilizaría para firmar sus obras, pero también en su vida civil. Es difícil valorar si este origen –hijo bastardo de un noble y de una corista- le influyó en su peculiar psicología, lo que sí es cierto es que en todas sus novelas aparecen guiños a lo que fue su vida personal y su origen. Es frecuente, por ejemplo, que aparezcan figuras de nobles ancianos, actrices fracasadas, prostitutas portuarias.

De todos ellos, quizás, el que sale mejor parado es el padre adoptivo del protagonista de El dominico blanco, “barón Bartalömeus von Jöcher, farolero honorario”. Por el contrario, los nobles que aparecen en El rostro verde son personajes ridículos y de hábitos anómalos. Sea como fuere, al alcanzar la fama, la familia del padre le autorizó a utilizar su apellido, gesto que Meyrink declinó con orgullo. La madre permanecía poco tiempo en el hogar, así que Meyrink convivió en la mayor parte de su infancia y adolescencia con sus abuelos en la ciudad de Hamburgo. Cuando fallecieron éstos, se vio obligado a acompañar a su madre en las distintas giras que hizo por centroeuropa. Eso le llevó a Munich de Baviera, nuevamente a Hamburgo y finalmente a Praga en 1883 donde su madre trabajó en el Teatro Alemán. Luego, incorporada a otras compañías, dejaría a su hijo adolescente de apenas 17 años solo en Praga. Meyrink permanecería en esa ciudad durante 20 años y la absorbería por todos sus poros tal como demuestra la descripción precisa y lúgubre que realiza del gueto judío en El Golem.

En su juventud se interesó por el ocultismo convencional y el espiritismo. Sus biógrafos cuentan que intentó suicidarse a los 24 años, pero justo en el momento en el que, tras haber escrito su testamento y varias cartas a sus seres queridos, estaba preparando la pistola, alguien lanzó bajo el quicio de la puerta un folleto ocultista de orientación espiritista que cambiaría su vida. El título de este opúsculo era sintomático: La vida que vendrá.

A partir de este momento y a lo largo de toda su vida se inicia el sendero espiritual de Gustav Meyrink que le llevaría por senderos erróneos –espiritismo, seudorosacrucianismo, teosofía- y, más adelante, por fuentes más directamente conectadas con la verdadera espiritualidad: khábala, budismo, zen... para terminar con una interpretación esotérica del cristianismo muy evidente en algunos fragmentos de su novela El rostro verde. En el momento en el que la Golden Dawn consiguió atraer a la crema de la intelectualidad europea, Meyrink ingresó en sus filas.

No está claro –al menos no en las biografías que hemos consultado siempre en lengua extranjera- el por qué se separó del ocultismo convencional y se introdujo en el mundo de la tradición esotérica. Da la sensación de que fue de una etapa hacia la siguiente, más que “progresando”, rompiendo con la anterior y rectificando el tiro hasta reconstruir un sistema, en cierto sentido, muy parecido al del helenismo de los primeros siglos de nuestra era, y en concreto extremadamente similar a la doctrina de Plotino. Lo cierto es que en todas sus grandes obras proliferan las puyas contra el espiritismo del que abomina y denuncia como una gran falsificación y del teosofismo y de sus prácticas sectarias.

Un año antes de intentar suicidarse (1892), Meyrink ingresó en la sociedad teosófica fundando la logia de Praga junto al famoso escritor Julius Zeyer. Era demasiado joven como para poder advertir la formidable patraña seudo-espiritualista y el inextricable galimatías ocultista creado por la Blavatsky.

Llama la atención que muchos hombres de amplia cultura e inteligencia, que aceptaron inicialmente el mensaje del teosofismo, terminaron muriendo prematuramente en medio de agudas depresiones que destruyeron su sistema inmunológico o, simplemente, les llevaron directamente al suicidio. Recordamos, por ejemplo, el caso de Montoliu y Togores, fundador, junto a Josep Xifré Hamel, de la Sociedad Teosófica en España que murió prematuramente tras obsesionarse con prácticas mediúmnicas y por la confusión mental subyacente en el corpus doctrinal de ese grupo ocultista.

Como hemos visto, Meyrink “solamente” intentó suicidarse. En esa ciudad concluyó su bachillerato y luego estudios de economía y comercio. Tuvo distintos trabajos relacionados con esta profesión y se especializó en comercio internacional y negocios de exportación. Casualmente conoció al sobrino nieto del poeta alemán Christian Morgenstern con quien fundo su banco, Meier&Morgenstern.

En ese tiempo, la personalidad de Meyrink era francamente frívola y recuerda mucho a los años de juventud del arquitecto catalán Antoni Gaudí. Ambos fueron dandys, amantes del lujo y las comodidades, de la buena vida e incluso dotados de un carácter soberbio y altivo. A diferencia de Gaudí, Meyrink destacó como deportista e incluso alcanzó éxitos internacionales como regatista. Se convirtió en una adicto al ajedrez, especialidad en la que también destacó. Se dice que fue el primer propietario de un vehículo que cruzo Praga y era un maestro en esgrima y tiro.

La banca privada creada por Meyrink le proporcionaba un aceptable nivel de vida, pero le desagradaba extraordinariamente ese trabajo. En sus obras, los comerciantes, negociantes y funcionarios son tratados de una manera despectiva. La cambalachería del viejo Wassertrum, el repelente personaje con labio leporino de El Golem, es la traslación simbólica de todas las insatisfacciones que le proporcionó su trabajo. Sea como fuere, en un momento dado, la banca quiebra y Meyrink termina en la cárcel completamente arruinado.

No hay mal que por bien no venga, así que, a partir de 1902, para sobrevivir, empieza a realizar traducciones de Dickens y a colaborar en distintos medios de prensa, especialmente en la revista satírica Simplicisimus. Su primer cuento, publicado en esta revista, se titula El soldado caliente. Luego aborda la composición de pequeños cuentos fantásticos. Poco a poco, se irá familiarizando con el noble arte de la escritura a la que irá trasladando sus experiencias interiores. Evola dice de Meyrink que “más que crear personajes y sus andanzas, los “veía””. Se nutrió de Kafka, a quien conoció personalmente después de una florida correspondencia. Y sintió una especial predilección por la obra de Thomas Mann con quien también mantuvo un abundante intercambio epistolar.

El incidente que generó la ruina económica de Meyrink y de la banca Meier&Morgenstern es confuso, pero parece que cuando todavía no estaba casado con la que luego sería su segunda mujer, alguien la insultó públicamente y Meyrink retó a un oficial del ejército austriaco, pero éste se negó a batirse en duelo alegando el carácter bastardo de Meyrink. No sólo eso, el ofensor se las dio de ofendido y denunció a Meyrink por ultraje al honor. Meyrink fue juzgado y condenado, pero, el denunciante y sus amigos de la casta militar emprendieron una campaña contra el banco Meier&Morgenstern, acusando a Meyrink de estafa. La policía lo detuvo, registró el banco. No se encontraron pruebas y en el juicio fue absuelto por el delito de estafa, pero fue nuevamente arrestado al fallar el tribunal la sentencia por delito de honor favorablemente a la parte demandante. Cumplió quince días de prisión y, cuando salió, la Banca Meier&Morgenstern se había, literalmente, evaporado.

Esto le generó un profundo desasosiego que se refleja también en los capítulos en los que el protagonista de El Golem, Athanasius Pernath, resulta detenido y termina encarcelado. Los niveles de angustia de este episodio superan en nuestra modesta opinión los alcanzados por Kafka en su obra El Castillo. Ambos compartieron un espíritu antiburocrático y consideraron siempre las instituciones burguesas como absolutamente paralizantes.

Sus cinco grandes novelas son escritas en un período relativamente corto, cuando su militancia ocultista ha quedado muy atrás. El Golem aparece en 1915, El rostro verde un año después, La noche de Walpurgis al siguiente y El dominico blanco cuando ya ha terminado la Primera Guerra Mundial (en 1917) y El ángel de la ventana de occidente en 1927. Estabilizada su posición económica y abandonadas las privaciones de sus años de adolescencia, se casó con Hedwig Aloisia Certi, un matrimonio que resultaría nefasto y que le hizo profundamente infeliz. También aparecen algunas pinceladas de este matrimonio fracasado y especialmente de Aloisia en la figura desagradable de Aglaja en El Dominico Blanco.

Su segundo matrimonio con Philomene Bernt, con quien casó en 1905, le hizo padre de dos hijos, Sybil Felizata (nacida en 1906) y Harro Fortunat (1908). Mientras se encontraba esquiando en los Alpes, Harro sufrió un grave accidente a los 22 años que le dejó inmovilizado en una silla. Dos años después terminó suicidándose, en 1932. Su padre le sobrevivió pocos meses, falleciendo en el 7 de la Himbselstrasse de Starnberg el 4 de diciembre del mismo año.

Su amada esposa le sobreviviría 32 años, falleciendo en 1964. En el primer tercio de siglo la fama de Meyrink como autor fue extraordinaria.

Su obra El Golem impulso al expresionismo cinematográfico alemán a ocuparse de este mito en la famosa película de Paul Wegener en 1920 que, sin adentrarse en la narración de Meyrink, describe con extraordinaria precisión el mito rescatado por Meyrink en el capítulo V de su novela aparecida cinco años antes.

El advenimientos del nacional-socialismo perjudicó a la obra de Meyrink, demasiado inspirado por la khábala y con una propensión a presentar personajes hebreos en su obra. Los militantes comunistas no desconfiaban menos de Meyrink, que había descrito con singular precisión el asalto al Palacio de Invierno de San Petersburgo en 1917, en su novela La noche de Walpurgis. La novela, compuesta en 1921 en medio de las insurrecciones comunistas que asolaron Alemania y tuvieron sus prolongaciones en Austria, evidencia en el episodio del asalto a los palacios de Malá Strana lo peligroso de los movimientos de masas surgidos de los estratos más irracionales de la personalidad e incontrolables en el momento en que se ponen en marcha. Peor le fue a la obra de Meyrink bajo el comunismo. Difícilmente podía considerar la administración comunista como “amigable” a un autor que enfatizaba el dominio del alma, algo que el materialismo histórico condenaba. No se volvió a editar a Meyrink hasta finales de los años 60. En esa noche oscura de treinta años, solamente Carl Gustav Jung aludió al autor capaz de describir la angustia del gueto de Praga. Al caer el comunismo, su obra completa se volvió a editar en Praga, la ciudad a la que tanto amó.

Las ideas de Gustav Meyrink

Las fuentes de Meyrink son múltiples y se fueron enriqueciendo a medida que su visión se liberó de los prejuicios ocultistas. Realizó incursiones en las distintas formas de budismo, se interesó por la masonería y, por supuesto, por la khábala, conoció formas de hinduismo y el resultado de todas influencias positivas fueron las temáticas de sus cinco grandes novelas. Se discute todavía hoy si Meyrink fue iniciado en algunas de estas escuelas.

Evola fue el primero en plantearlo en el artículo que hemos mencionado en el diario Roma: “Es posible que Meyrink hubiera recibido una iniciación en sentido propio. A primera vista, en su juventud, un impulso hacia lo sobrenatural le había llevado a interesarse en algunas formas espurias de ocultismo y el mismo espiritismo, del que, sin embargo, se separó decididamente pronunciando luego severos juicios. Luego, gracias a contactos sucesivos con hinduistas y con ambientes cabalísticos encontró “la vía” y estuvo en condiciones de formular una concepción global de la vida con orientación mágica e iniciática de alto valor artístico por su claridad y autenticidad, difícilmente encontrable en novelas de este tipo”. Estamos de acuerdo con Evola en que las dos influencias de Meyrink fueron la khábala y el hinduismo que, de forma natural, le llevó al budismo. Ahora bien, da la sensación de que Meyrink, extrajo de las enseñanzas que había recibido y de sus experiencias personales unas consecuencias que traslada a sus obras y que le llevan a definir una “vía autónoma hacia la trascendencia”.

Esta vía está basada en seis principios fundamentales (y muchos otros secundarios que se integran o desprenden, incorporados a los argumentos):

1) La consideración del Yo como una máscara ilusoria. En algunas novelas de Meyrink el tiempo es literalmente devorado y el autor genera una nebulosa espacio temporal que se superpone a los rasgos de unos personajes que cambian con facilidad y están, en muchos casos, reducidos a la dimensión extrema de espectros. Para Meyrink, la existencia es pura ilusión y el yo una construcción artificiosa y variable que puede adquirir distintas formas incluso personales (un psiquiatra definiría al maestro Athanasius Pernath, protagonista de El Golem, como una personalidad múltiple, cuando en realidad, sumergido en el mundo onírico proyecta un ego con distintas irisaciones ).

2) El estado normal de existencia como similar al sueño. La existencia del ser humano “normal” (esto es, no iniciado) es un estado de vida inferior y desnaturalizada, similar al sueño. Así pues, no solamente nuestro propio mundo interior y nuestra existencia están ligadas al sueño sino que también nuestra forma de percibir es completamente onírica y subjetiva. Aceptar esto y percibirlo supone, en la práctica, relativizar la experiencia de la existencia y las vicisitudes de la vida. Si Meyrink crea un clima absolutamente onírico y demencial en sus obras, especialmente en El dominico blanco y en El Golem, es precisamente porque sus protagonistas viven en sueños y desarrollan su vida entre durmientes. Y, de la misma forma que en el sueño no existe ni espacio ni tiempo, en los relatos de Meyrink todo transcurre en una sugerente oscuridad que genera una actitud emocional de angustia y desesperación, disipadas en los momentos de mayor oscuridad por los fragmentos contrapuestos que contienen una clara y luminosa enseñanza de alta sabiduría. En esos momentos, no es el ser dormido quien habla, sino el que se mantiene en vela, el que está despierto.

3) La necesidad de buscar la trascendencia dentro del ser humano. Los autotitulados “maestros espirituales” decepcionaron a Meyrink mientras permaneció en los conventículos ocultistas. De ahí que siempre sugiera “buscar en el interior” lo que no existe fuera o lo que tiene una existencia problemática. Meyrink desconsidera la idea de un dios personal y exterior y se siente mucho más partidario de un dios interiorizado que solamente se trata de revivir. No es, pues, como en el caso de Loew el rabino de Praga que en el siglo XVI creó el homúnculo y le insufló vida en forma de Golem, sino al contrario: se trata de encontrar esa “llave de la vida trascendente” que está “oxidada desde el diluvio” e insuflarle vida. Así ese “átomo” divino se convierte en dios y no es que anide entre nosotros, sino que se identifica con el “que ha despertado”.

4) La equiparación entre el despertar y el “segundo nacimiento”. Es la temática central de El rostro verde. En parte, esta es también la base del sistema de Gurdjieff. Meyrink afirma que “el sendero que conduce a la vida eterna es delgado como el filo de un cuchillo”, pero puede recorrerse a condición de no mirar a otros sino de mirar dentro de uno mismo (“El que mira a los demás, pierde el equilibrio y cae”). Familiarizado con el Antiguo Testamento, Meyrink considera el sendero espiritual como la trayectoria que va de Adán a Cristo, de la caída primordial y de la pérdida del sentido de la verdadera espiritualidad, al nacimiento de un Dios en el portal de Belén “que no está sino en tu corazón”. Meyrink insiste mucho en esta idea hasta llegar a comparar al negro bantú que aparece en esta novela el papel de “rey Baltasar”. Existen en las novelas de Meyrink algunas pinceladas escatológicas y apocalípticas. Meyrink está persuadido de que se avecina el nacimiento de un “tiempo nuevo” en el que la humanidad sufrirá las convulsiones de un parto. No explica ni cuándo se producirá ese “adviento”, ni cuándo aparecerá la figura del “salvador” de la humanidad, simplemente apunta esta hipótesis. En un punto de El rostro verde, Meyrink alude al Souquiant de las tradiciones africanas: “Un hombre que puede cambiar de piel es un Souquiant. Vive eternamente. Un espíritu, Invisible. Sabe hechizar todo”. Cuando alguien es poseído por éste Souquiant renace, deja atrás la piel vieja como hace la serpiente y se revista de una piel renovada. Dice más adelante: “Sabe que el verdadero segundo nacimiento es esto: que tú seas uno conmigo y reconozcas que yo, tu guía hasta el árbol de la vida, has sido tú mismo”.

5) La mujer y el sexo como puertas de acceso a la trascendencia. Esta temática aparece en casi todas las novelas de Meyrink, alcanzando sus más altas cumbres en El Dominico Blanco (en la figura trascendente de Ofelia) y en El Ángel de la Ventana de Occidente. Meyrink alude a la “unión con la mujer” para reconstruir el andrógino primordial. Esa mujer debe ser “especial”, y estará en sí misma dotada para la relación trascendente. Para Meyrink lo masculino y lo femenino no estarán solamente en relación de polaridad, insuficiente para aproximar a ambas partes a la trascendencia y que, como máximo puede alcanzar las cotas del amor romántico y exaltado que se conoce en cuanto se conoce la sonrisa de una mujer. Lo que propone Meyrink va mucho más allá del nivel más elevado del amor profano. Se trata de alcanzar con la mujer una tensión espiritual y un antagonismo reales y similares a las que mantienen los protagonistas de El Ángel de la ventana de Occidente. En esta novela, uno de los personajes contrapone relaciones sexuales en las cuales la polaridad latente se eleva al grado máximo para convertir la relación erótica en extrema y destructiva. En el momento del orgasmo deberían diluirse los rasgos de la personalidad y generarse una situación similar a la muerte que abriría a una nueva vida y a un renacimiento (temática propia de El Rostro verde, en especial). Esta forma de sexualidad no tendría apenas nada que ver con el “eros animal procreador”, simple traslación del instinto de supervivencia o con el “amor plebeyo” experimentado habitualmente y que aparece en El rostro verde en la figura de la guarra del puerto. Meyrink alude a la “muerte que viene de la mujer” y alude a una serie de postulados que seguramente conoció durante sus pesquisas por el yoga tántrico.

6) La orden iniciática. En los últimos capítulos de “El dominico blanco” se evidencia que su padre espiritual, el barón Von Jöcker, pertenecía a una vieja orden iniciática cuyos miembros se reconocían “por el apretón” (una forma particular de estrechar la mano). Esta hermandad iniciática sería el equivalente real a la “aurea catena” inmaterial que une a los iniciados más allá del espacio y del tiempo. Esta hermandad estaría formada por “los que han despertado” o por “los que velan” y a ellos correspondería el control de los destinos de los hombres. Pero estas influencias no han sido traídas de la lectura de las obras teosóficas, supuestamente inspiradas por los “mahatmas” (o “guías ocultos del universo”) con los que la Blavatsky se vinculada a fin de cubrir sus obras de una patina de infalibilidad. La idea de la existencia de una “aurea catena” procede de la tradición occidental y está presente en todas las grandes tradiciones del mundo indo-europeo tal como René Guénon puso de manifiesto en su obra sobre El Rey del Mundo. A diferencia de Guénon que consideraba imposible abordar una vía de trascendencia sin lo que él llama una “iniciación regular”, Meyrink (con Evola) coinciden afirmando que “es preciso tener un guía, pero éste sólo puede surgir del reino del espíritu”.

Una obra a rescatar, ya

Toda la obra de Guenón está incorporada en Internet. No importa que sus obras impresas no se hayan reeditado desde principios de los años 90. Buena parte de la obra de Evola, de Schuon, de Coomaraswamy, etc, son así mismo accesibles en formatos digitales. Nada parecido ocurre con la obra de Meyrink. Hasta ahora parece que nadie haya decidido invertir 40 ú 80 horas en digitalizar sus textos y pasarlos por OCR (¿algún voluntario?).

Existen, eso sí, unas pocas páginas en castellano dedicadas a la obra de este autor y la correspondiente nota en Wikipedia. Pero basta recurrir a cualquier motor de búsqueda para percibir que se trata de un autor en vías de desaparición de los catálogos editoriales. Y eso es malo, o muy malo, porque en estos tiempos de “rebajas espirituales por fin de temporada” y a falta de verdaderos maestros espirituales, la “vía autónoma hacia la trascendencia” que describe Evola en Cabalgar el Tigre, es uno de los pocos resquicios que quedan para experimentar el verdadero sentido de la trascendencia.Basta simplemente un ordenador, un scanner, un programa de reconocimiento de caracteres y un programa de tratamiento de textos, o bien un convertidor en PDF. Y sobre todo, falta tiempo.

No quisiera concluir este breve tributo a la obra de Meyrink sin solicitar de los lectores su esfuerzo para poder disponer en el tiempo más breve posible de la obra de Gustav Meyrink digitalizada y puesta gratuitamente al servicio de todos los buscadores.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

Lunes, 17 de Diciembre de 2007 11:31 #