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La obra de Gustav Meyrink

El Golem

El Golem (y XIX) Fin

El Golem (y XIX) Fin «¡... como un pedazo de grasa!»

Ésta es la piedra que parece un pedazo de grasa.

Todavía me resuenan las palabras en los oídos. Des­pués me levanto y tengo que esforzarme por recordar dónde estoy.

Acostado en la cama del hotel donde vivo.

No me llamo Pernath.

¿No ha sido todo más que un sueño?

¡No! Así no se sueña.

Miro el reloj: apenas he dormido una hora. Son las dos y media.

Y ahí está colgado ese extraño sombrero que hoy, al confundirme, he traído de la catedral del Hadschrim, cuando he estado sentado en un banco durante la misa mayor.

¿Hay algún nombre en él?

Lo agarro y leo, escrito con letras doradas sobre el suave y blanco forro de seda, ese extraño y sin embargo tan conocido nombre:

 

ATHANASIUS PERNATH

 

Ahora ya no estoy tranquilo; me visto apresurada­mente y bajo corriendo las escaleras.

—¡Portero! ¡Ábrame! Voy a salir una hora más de paseo.

—¿Adonde, por favor?

—Al barrio judío. A la Hahnpassgasse. Porque hay una calle que se llama así, ¿no?

—Claro, claro —sonrió el portero maliciosamente—. Pero le advierto que en el barrio judío ya no hay nada interesante. Todo está reconstruido y nuevo.

—No importa. ¿Dónde está la Hahnpassgasse?

El grueso dedo del portero señala un punto en el plano.

—Aquí, mire.

—¿Y la taberna Zum Loisitschek?

—Aquí, señor.

—Déme un trozo grande de papel.

—Tenga, señor.

Envuelvo en él el sombrero de Pernath. Es curioso, está casi nuevo, inmaculadamente limpio y sin embargo tan quebradizo como si fuese antiquísimo.

Por el camino voy pensando.

Todo lo que ha vivido este Athanasius Pernath lo he vivido yo con él en el sueño, en una noche lo he visto, oído y sentido, a la vez como si hubiera sido él. Pero ¿por qué no sé lo que vio él tras las ventanas en el momento en que, al desprenderse de la cuerda, gritó: ¡Hillel! ¡Hillel!?

Comprendo, en ese momento se separó él de mí.

Tengo que encontrar a ese Athanasius Pernath, aun­que tenga que dar vueltas y más vueltas durante tres días y tres noches. Me lo propongo.

 

Entonces, ¿ésta es la calle Hahnpass?

¡Ni se aproximaba a la que yo había visto en mi sueño!

Sólo casas nuevas.

Un minuto más tarde me encuentro sentado en el café Loisitschek. Un local sin estilo propio, bastante limpio.

Pero al fondo había un estrado con una barandilla de madera; no se puede negar una cierta semejanza con el viejo Loisitschek de mis sueños.

—¿Qué desea, por favor? —me pregunta la camarera, una guapa muchacha, literalmente enguantada en una chaqueta de frac de terciopelo rojo.

—Coñac, señorita. Así, gracias. Hum, ¿señorita?

—Sí, dígame.

—¿A quién pertenece este café?

—Al señor consejero comercial Loisitschek. Toda la casa es suya. Un señor muy elegante y rico.

¡Aja! ¡El señor con los dientes de jabalí en la cadena del reloj!, recordé.

Se me ocurre una buena idea, que me orientará:

—¡Señorita!

—Dígame.

—¿Hay aquí, entre los clientes, alguien que todavía recuerde cómo era antiguamente el barrio judío? Soy escritor y me interesa mucho.

La camarera piensa un momento.

—¿Entre los clientes? No. Pero, espere usted un mo­mento: el apuntador de billar que está ahí jugando con un estudiante' ¿lo ve usted?, ése con la nariz encorvada, el viejo, ése siempre ha vivido aquí y se lo podrá contar a usted todo. ¿Quiere que lo llame cuando acabe?

Seguí la mirada de la muchacha.

Un hombre viejo, delgado y con el pelo cano estaba apoyado junto al espejo y untaba con una tiza el taco. Una cara desolada, pero sin embargo extrañamente dis­tinguida. ¿Qué me recuerda?

—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador?

La camarera, de pie, apoya el codo sobre la mesa, mordisqueando un lapicero, y escribe a la velocidad del viento su nombre mil veces sobre la placa de mármol, borrando cada vez con sus dedos húmedos. Entre tanto, me va lanzando miradas más o menos ardientes, cuando lo consigue. Levanta, simultáneamente, las pestañas, pues ello aumenta inevitablemente la fascinación de su mirada.

—Señorita, ¿cómo se llama el apuntador? —repito mi pregunta. Me doy cuenta de que ella hubiera prefe­rido oír: Señorita, ¿por qué no lleva usted sólo eHrac? o algo así. Pero yo no se lo pregunto. Mi sueño me tiene demasiado obsesionado.

—¿Cómo se va a llamar? —dice ella gruñendo pues Ferri, Ferri Athenstädt.

¿Ah, sí? ¡Ferri Athenstädt! Bueno, de nuevo un viejo conocido.

—Cuénteme muchas, muchas cosas de él, señorita —digo reteniéndola, pero siento a la vez que necesito fortalecerme con otro coñac—. ¡Habla usted de una ma­nera tan encantadora! —siento repugnancia de mí mismo.

Ella se inclina misteriosamente hacia mí para que sus cabellos me cosquilleen la cara y susurra:

—El Ferri ése era antes todo un tipo. Dicen que per­tenece a la más antigua nobleza, pero naturalmente no son más que habladurías, sólo porque no lleva barba, y que debió de tener una enorme cantidad de dinero. Pero una judía pelirroja, que ya desde muy joven debió ser todo un «personaje» —escribió de nuevo rápidamente un par de veces su nombre—, se lo llevó todo. El di­nero, claro. Bueno, y luego, cuando él se quedó sin un céntimo, ella se fue y se casó con un señor muy impor­tante: con el... —me susurra al oído un nombre que no llego a entender—. Este caballero tuvo que renun­ciar naturalmente a todos sus honores y títulos y, des­de entonces, ya sólo pudo llamarse el caballero de Dämmerich. Bueno, además, él nunca pudo borrar lo que ha­bía sido antes. Yo siempre lo digo...

—¡Fritzi, la cuenta! —grita alguien desde el estrado.

Paseo mi mirada por el local y de repente oigo a mis espaldas un suave canto metálico, como el de un grillo.

Me vuelvo curioso. No creo en mis ojos:

Con la cara vuelta hacia la pared, viejo como Matu­salén, con una caja de música tan pequeña como un paquete de cigarrillos entre sus manos temblorosas y es­queléticas, sentado y totalmente encogido, veo al viejo ciego Nepthali Schaffranek en un rincón, dando vueltas al minúsculo manubrio.

Me acerco a él.

Canta susurrando confusamente para sí:

 

Señora Pick.

Señora Hock,

y estrellas rojas y azules

y charlan continuamente

de...

 

—¿Sabe usted cómo se llama ese anciano? —le pre­gunto a un camarero al pasar.

—No, señor, nadie lo conoce, ni a él, ni su nombre. Él mismo lo ha olvidado. Está completamente solo en el mundo. ¡Tiene ciento diez años! Todas las noches le damos un café por caridad.

Me inclino sobre el anciano y le digo una palabra al oído.

—¡Schaffranek!

Se contrae como atravesado por un rayo. Murmura algo y se pasa la mano por la frente.

—¿Me entiende usted, señor Schaffranek? Asiente.

—¡Atienda un momento, por favor! Quisiera pregun­tarle algo ocurrido hace mucho tiempo. Si contesta co­rrectamente a todo le daré este gulden que está aquí so­bre la mesa.

Gulden —repite el anciano y empieza inmediata­mente a tocar como un loco su rechinante caja de mú­sica.

Le tomo la mano.

—¡Piense un momento! ¿No conoció hace unos trein­ta y tres años a un tallador de piedras preciosas llamado Pernath?

—¡Hadrbolletz! ¡Pantalonero! —balbucea asmático y se echa a reír como si le hubiera contado un magnífico chiste.

—No, no, Hadrbolletz: ¡Pernath!

—¿Pereles? —y literalmente lanzó gritos de alegría.

—No, tampoco es Pereles; ¡Per - nath!

—¿Pascheles? —cacareó de alegría. Desilusionado abandono mi intento.

 

—¿Quería hablar conmigo, señor? —el apuntador Ferri Athenstädt está ante mí y se inclina con frialdad.

—Sí, exacto. Mientras tanto podemos jugar una par­tida de billar.

—¿Juega con dinero, señor? Le doy noventa a cien de ventaja.

—Está bien: vamos a un gulden. Mejor empiece us­ted, apuntador.

Su excelencia agarra el taco, apunta, falla y pone cara de mal humor. Ya sé de qué va: me deja llegar hasta noventa y nueve y después con una sola jugada acaba la serie.

Cada vez me siento más curioso. Voy directo a mi asunto.

—Intente recordar, señor apuntador: hace muchos años, aproximadamente en la época en que se hundió el puente de piedra, debió haber conocido en el barrio judío de entonces a cierto Athanasius Pernath.

Un hombre con una chaqueta de tela de rayas rojas y blancas, bizco, con unos pequeños pendientes de oro, que está sentado en el banco junto a la pared, levanta la mirada del periódico que está leyendo, me mira asom­brado y se persigna.

—¿Pernath? ¿Pernath? —repite el apuntador y se esfuerza por recordar—. ¿Pernath? ¿No era alto y del­gado? ¿De pelo castaño con una barba canosa?

—Sí. Exacto.

—¿Qué tendría entonces? Unos cuarenta años. Pa­recía... —su excelencia me mira asombrado de repente, con gran fijeza—. ¿Es usted pariente suyo, señor?

El bizco se persigna.

—¿Yo? ¿Un pariente? ¡Qué idea más extraña! No. Sólo me intereso por él. ¿Sabe usted algo más? —digo con serenidad, pero siento que se me hiela el corazón.

Ferri Athenstädt vuelve a recapacitar.

—Si no me equivoco, era considerado en su época como un loco. En cierta ocasión afirmó que se llama­ba... espere... sí, Laponder. Y después se hizo pasar por un tal Charousek.

—Ni una palabra de ésas es cierta —interrumpe de repente el bizco—. Charousek existió de verdad. Mi padre heredó de él unos cuantos miles de gulden.

—¿Quién es este hombre? —pregunté entonces al apuntador a media voz.

—Es barquero y se llama Tschamrda. En cuanto a Pernath, sólo me acuerdo, al menos así creo, de que unos años más tarde se casó con una bella judía, morena.

«¡Miriam!», me digo y me excito de tal modo que las manos me tiemblan y no puedo seguir fingiendo.

El barquero se persigna.

—Bueno, ¿qué le pasa a usted hoy, señor Tschamr­da? —pregunta el apuntador asustado.

—¡Ese Pernath no vivió jamás! —exclamó el bizco—. No lo creo.

De inmediato le sirvo una copa He coñac al hom­bre para que se haga más locuaz.

—Claro que hay gente que dice que ese Pernath vive todavía —soltó por fin el barquero—. Es, según he oído, tallador de piedras y vive en el Hradschim.

—¿Dónde, en el Hradschim? El barquero se persigna:

—Así es precisamente, vive donde ningún hombre vivo puede habitar, ¡junto a la muralla del último farol!

—¿Conoce usted su casa... señor... señor... Tschamr­da?

—¡Por nada del mundo quisiera subir allí! —pro­testó el bizco—. ¿Quién se cree usted que soy yo? ¡Je­sús, María y José!

—Pero por lo menos sí me podrá enseñar desde lejos el camino, ¿no, señor Tschamrda?

—Eso sí —gruñó—. Si quiere esperar hasta las seis de la mañana, entonces bajaré hasta el Moldava. Pero ¡no se lo aconsejo! ¡Se caerá a la Fosa de los Ciervos, se romperá el cuello y todos los huesos! ¡Santa Madre de Dios!

Vamos juntos por la mañana; desde el río nos llega un viento fresco. Lleno de impaciencia, apenas siento el suelo bajo mis pies.

De repente aparece ante mí la casa en la calle de la Vieja Escuela.

Reconozco cada una de las ventanas: el curvo ca­nalón, la reja, el borde de la ventana de piedra, brillante, como grasicnta: ¡todo, todo!

—¿Cuándo se quemó esta casa? —le pregunto al bizco. Estoy tan excitado que me zumban los oídos.

—¿Quemado? ¡Nunca!

—¡Claro, lo sé con seguridad!

—No.

—Pero ¡si yo lo sé! ¿Quiere usted apostar?

—¿Cuánto?

—Un gulden.

—¡Hecho! —y Tschamrda va a buscar al portero—. ¿Se ha quemado alguna vez esta casa?

—¿De dónde saca eso? —se ríe el hombre.

Sigo sin creerlo.

—Hace ya setenta años que vivo en esta casa —ase­veró el portero—, por lo tanto tengo que saberlo muy bien.

¡Curioso, curioso!

 

El barquero me lleva en su barca que consta de ocho tablas sin cepillar, con unos golpes de remo furiosos y torcidos, al otro lado del Moldava. Las aguas amarillas espuman contra la madera. Los tejados del Hradschim brillan rojos a la luz del sol del amanecer.

Se apodera de mí una incomprensible sensación de solemnidad. Una sensación que alborea suavemente como de una existencia anterior, como si todo el mundo a mi alrededor estuviera encantado: una experiencia como de sueño, como si viviera en varios sitios a la vez.

Bajo.

—¿Cuánto le debo, señor Tschamrda?

—Un crucero. Si no me hubiera ayudado a remar, le habría costado dos cruceros.

 

Ahora comienzo a ascender por el mismo camino que he subido ya una vez esta noche en mi sueño: la pequeña y solitaria escalera del castillo. Me golpea el corazón y sé por qué: ahora llego junto al árbol desho­jado, cuyas ramas caen por encima de la muralla.

No: está cubierto de flores blancas.

El aire está lleno de un dulce olor a lilas.

A mis pies yace la ciudad, envuelta en las primeras luces, como una visión de la tierra prometida.

Ni un ruido. Sólo aromas y luces.

Podría llegar con los ojos cerrados hasta la pequeña y curiosa calle de los Alquimistas, así de familiar y co­nocido me es de repente cada paso.

Pero allí, donde esta noche estaba la barandilla de madera de la casa blanca, ahora hay en la calleja unas soberbias rejas doradas y panzudas.

Dos cipreses se elevan sobre los arbustos florecidos y flanquean la puerta de entrada de la muralla que corre por detrás de la reja y a lo largo de ella.

Me estiro para mirar por encima de los arbustos y su nuevo esplendor me asombra: toda la muralla del jardín está cubierta de mosaicos. Azul turquesa con fres­cos dorados que representan el culto del dios egipcio Osiris.

La puerta es el mismo Dios: un hermafrodita com­puesto de dos mitades formadas por las dos hojas de la puerta: la derecha femenina, la izquierda masculina. Está sentado sobre un valioso trono de madreperla —en forma de medio arco— y su dorada cabeza es la de un conejo. Las orejas están hacia arriba y muy pegadas una a otra de forma que parecen las dos páginas de un libro abierto.

Huele a rocío y sobre la muralla llega hasta mí un suave aroma a jacintos.

Permanezco asombrado, como petrificado durante mu­cho rato. Me siento como si ante mí surgiera un mundo desconocido, y un viejo jardinero o criado con una cha­queta de corte extraño, chorreras y zapatos con hebillas de plata, se acerca por la izquierda hacia mí y me pre­gunta por entre los barrotes qué deseo.

Le entrego, sin una palabra, el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.

Lo agarra y cruza la puerta.

Al abrirse veo dentro una casa de mármol, como un templo, y en sus escaleras a

 

ATHANASIUS PERNATH

 

y apoyada en él a

 

MIRIAM

 

y ambos miran hacia abajo, a la ciudad.

Miriam se vuelve por un momento, me ve, sonríe y susurra algo a Athanasius Pernath.

Estoy fascinado por su belleza.

Está tan joven como la he visto en el sueño.

Athanasius Pernath se vuelve lentamente hacia mí y mi corazón se detiene:

Me siento como si me viera en un espejo, tan pare­cido es su rostro al mío.

Se cierra la puerta y sólo puedo ver al brillante her­mafrodita.

El viejo criado me entrega mi sombrero y me dice —siento su voz como si surgiera de las profundidades de la tierra—:

 

—El señor Athanasius Pernath le da muchísimas gra­cias y le ruega que no lo considere inhospitalario por no invitarlo a entrar en el jardín. Pero ésta es una severa norma de la casa desde tiempos muy lejanos.

Me encarga que le haga saber que él no se ha puesto su sombrero, ya que al momento se dio cuenta del cambio.

Solamente espera que el suyo no le haya causado muchos dolores de cabeza.

El Golem (XVIII) Libre

El Golem (XVIII) Libre

El coche se detuvo al cabo de unos pocos metros.

—¿Hahnpassgasse, señor?

—Sí, sí, pero de prisa.

De nuevo caminó un trecho el carruaje.

—Por amor de Dios, ¿qué pasa?

—¿Hahnpassgasse, señor?

—Sí, sí. He dicho que sí.

—No podemos entrar en coche en la Hahnpassgasse.

—¿Por qué no?

—Por todas partes está levantado el pavimento; dicen que van a hacer nuevas instalaciones de sanidad en el barrio judío.

—Bueno, entonces lléveme hasta donde pueda. Pero dése prisa.

El coche dio un salto encabritado y luego siguió tra­queteando plácidamente.

Bajé las ventanillas y llené mis ansiosos pulmones con el aire de la noche.

Todo era tan extraño para mí; tan incomprensible­mente nuevo: ¡las casas, las calles, las tiendas cerra­das!

Un perro blanco caminaba solo y taciturno por la mojada acera.

Lo seguí con la vista. ¡Qué extraño! ¡Un perro! Me había olvidado completamente de que existían esos ani­males. Lleno de alegría le grité como un niño.

—Pero bueno, ¿cómo se puede estar de tan mal hu­mor?

¿Qué diría Hillel? ¿Y Miriam?

Unos pocos minutos más y estaría en su casa. No dejaría de llamar a su puerta hasta que los sacara de la cama.

Ahora ya iba todo bien: ¡todos los sufrimientos de este año habían terminado!

¡Qué Navidades serían!

Este año no me las perdería durmiendo como la últi­ma vez.

Por un momento me volvió a paralizar el antiguo temor: me acordé de las palabras del preso con hocico de animal salvaje, su rostro quemado, el asesinato, pero ¡no, no! Lo rechacé con fuerza: no, no, no podía ser. ¡Miriam vivía! Yo había oído su voz por la boca de Laponder.

Un solo minuto más... medio minuto... y entonces...

El coche se detuvo ante un montón de ruinas. Por todas partes había barricadas de piedras del pavimento.

Sobre ellas ardían unas lámparas rojas.

Un ejército de trabajadores cavaba y paleaba bajo la luz de las antorchas.

Montones de escombros y ruinas cerraban el camino. Escalé por ellos, hundiéndome hasta las rodillas.

¡Ésta tenía que ser la Hahnpassgasse!

Intenté orientarme con gran esfuerzo. No había más que ruinas alrededor.

¡No era ésa la casa en la que yo había vivido!

Habían derrumbado la fachada.

Subí a un montón de tierra; debajo de mí había un estrecho camino amurallado, a lo largo del antiguo ca­llejón. Levanté la vista: las casas desnudas colgaban como gigantescos paneles unos junto a otros en el aire, alumbrados en parte por la luz de las antorchas y en parte por la oscura luz de la luna.

Eso de ahí arriba debió ser mi habitación: la reco­nocí por la pintura de las paredes.

Ya sólo quedaban los restos.

Y pegado junto a ella el estudio de Savioli. De re­pente sentí mi corazón vacío. ¡Qué extraño! ¡El estu­dio! ¡Angelina! ¡Estaba todo tan lejos, tan inevitable­mente lejos y detrás de mí!

Me volví. No quedaba ya una piedra sobre otra de lo que antes fue la casa de Wassertrum. Como si lo hubieran igualado todo a ras del suelo: la cambalachería, el sótano donde vivía Charousek... todo, todo.

«El hombre va por ahí como una sombra», recordé de repente una frase que en cierta ocasión había leído en cualquier parte.

Pregunté a un obrero si sabía dónde vivían ahora los que se habían alojado aquí y además si casualmente co­nocía al archivero Hillel.

—No hablo alemán —fue la respuesta.

Le di al hombre un gulden; al momento entendió el alemán, pero no me pudo informar.

Ni tampoco ninguno de sus camaradas.

Quizá podría enterarme de algo en Loisitschek.

Dijeron que el Loisitschek estaba cerrado, que iba a renovar la casa.

Entonces despertaría a alguien de la vecindad. ¿No era posible?

—En estos alrededores no vive ni un gato —dijo el obrero—. Está absolutamente prohibido. A causa del tifus.

—Pero el Alten Ungelt. Eso estará abierto, ¿no?

Ungelt está cerrado.

—¿Seguro?

—Seguro.

Dije al azar unos cuantos nombres de encubridores y traficantes de tabaco que habían vivido cerca; des­pués los nombres de Zwakh, Prokop, Vrieslander...

Todas las veces negó con la cabeza.

—Quizá conozca a Jaromir Kwássnitschka. El obrero puso más atención.

—¿Jaromir? ¿Es sordomudo?

Lancé gritos de alegría. ¡Gracias a Dios! Por lo me­nos un conocido.

—Sí. Es sordomudo. ¿Dónde vive?

—¿Recorta dibujitos? ¿De papel negro?

—Sí. Es él. ¿Dónde lo puedo encontrar?

El hombre me hizo la descripción más complicada posible de un café nocturno del centro de la ciudad y empezó inmediatamente a trabajar con la pala.

Durante más de una hora caminé por entre los mon­tones de escombros, balanceándome sobre los maderos y gateando por debajo de las vigas atravesadas en la calle. Todo el barrio judío se había convertido en un desierto pedregoso, como si lo hubiera destruido un te­rremoto.

Excitado y nervioso, cubierto de barro y con los za­patos destrozados, conseguí salir, por fin, del laberinto.

Un par de filas de casas más y me encontré delante de la taberna deseada.

Encima de la puerta colgaba un letrero donde se leía: Café Caos.

Un local desierto y diminuto en el que apenas ha­bía sitio para un par de mesas pegadas a la pared.

En el centro, sobre una mesa de billar de tres patas, roncaba un camarero.

Una verdulera estaba sentada en un rincón con su cesto de verduras a un lado, inclinada sobre un vaso de ron.

Por fin el camarero se dignó levantarse y preguntar­me qué quería. Por la mirada descarada con la que me observó de la cabeza a los pies, me di cuenta de lo des­harrapado de mi aspecto.

Me miré en el espejo y me asusté: una cara descono­cida, pálida y sin sangre, arrugada, gris como la masi­lla, con una barba hirsuta y un pelo largo y revuelto, me miraba fijamente.

Pregunté si había estado por allí el siluetista Jaromir, y pedí un café.

—No sé dónde se ha metido desde hace tiempo —res­pondió el camarero entre bostezos.

Se volvió a tumbar sobre la mesa de billar y siguió durmiendo.

Tomé de la pared el periódico Prager Tageblatt y es­peré.

Las letras corrían como hormigas sobre las páginas y no comprendí ni una de las palabras que leí.

Las horas pasaron y detrás de los cristales se veía ya el profundo azul oscuro que anunciaba la llegada del amanecer en un local con luz de gas.

De vez en cuando aparecían unos guardias con sus brillantes plumas verdes y miraban al interior siguiendo después con su paso lento y pesado.

Entraron tres soldados con cara de trasnochadores.

Un barrendero tomó una copa.

Por fin, por fin: Jaromir.

Había cambiado tanto que al principio no lo reco­nocí: había perdido los dientes delanteros, tenía los ojos apagados, el pelo ralo y unos profundos hoyos detrás de las orejas.

Estaba tan contento de encontrar, por fin, después de tanto tiempo, una cara conocida que salté hacia él y le di la mano.

Se comportó con extraordinaria timidez y miraba continuamente hacia la puerta. Intenté hacerle compren­der con todos los gestos posibles que me alegraba de haberlo encontrado. Pero parecía no creerme.

A cualquier pregunta que le hiciera obtenía siempre el mismo gesto de incomprensión de sus manos.

¿Cómo podía hacerme comprender? ¡Ya! ¡Una idea!

Pedí un lápiz y pinté, una detrás de otra, las caras de Zwakh, Vrieslander y Prokop.

—¿Qué? ¿Ya no está ninguno de ellos en Praga?

Agitó con viveza sus manos por el aire e hizo el gesto de contar dinero, hizo caminar sus dedos sobre la mesa y se golpeó el dorso de la mano. Adiviné: seguramente los tres habían recibido dinero de Charousek e iban formando compañía comercial por el mundo tras haber ampliado el teatro de marionetas.

—¿Y Hillel? ¿Dónde vive ahora? —dibujé su cara, una casa y añadí una interrogación.

Jaromir  no  comprendió  la  interrogación,  pues  no sabía leer, pero entendió lo que yo quería; tomó una cerilla, la tiró, al parecer, al aire y la hizo desaparecer rápidamente como un prestidigitador.

—¿Qué significa eso? ¿También Hillel se había ido de viaje?

Dibujé el ayuntamiento judío. El sordomudo negó con la cabeza.

—¿Entonces, Hillel ya no está allí?

—No —con la cabeza.

—¿Dónde está, entonces? De nuevo el juego de la cerilla.

—Quiere decir que este señor se ha ido y que nadie sabe adonde —intervino doctoralmente el barrendero que nos había estado observando durante todo el tiempo con gran interés.

El corazón se me encogió del susto: ¡Hillel se ha ido! Ahora estaba completamente solo en el mundo. Los muebles de la habitación comenzaron a desaparecer de mi vista.

—¿Y Miriam?

Mi mano temblaba de tal modo que no pude dibu­jar su cara de modo que se pareciese a ella.

—¿También ha desaparecido Miriam?

—Sí. También desaparecida. Sin dejar rastro.

Gemí en voz alta, corrí de un lado a otro de la ha­bitación de tal modo que los tres soldados se miraron entre sí intrigados.

Jaromir intentó calmarme y se esforzó por transmi­tirme algo más, de lo que, al parecer, se había entera­do: apoyó una cabeza sobre un brazo, como quien duerme.

Me sujeté a la mesa.

—Por el amor de Dios, ¿se ha muerto Miriam? Movimiento negativo de cabeza. Jaromir volvió a apoyar su frente en el brazo.

Llegó el crepúsculo, se apagaron una tras otra las llamas y seguía sin poder entender lo que significaban sus gestos.

Me rendí. Recapacité.

Lo único que podía hacer era ir muy de mañana al ayuntamiento judío para pedir información sobre el pa­radero de Hillel y Miriam.

Tenía que encontrarlos...

Estaba sentado en silencio al lado de Jaromir, sordo y mudo como él.

Cuando al cabo de un rato levanté la mirada vi que estaba recortando con su tijera una silueta.

Reconocí el perfil de Rosina. Me alargó el papel por encima de la mesa, se tapó los ojos con la mano y lloró en silencio.

De repente se levantó y se fue tambaleando hacia la puerta sin hacer un solo gesto de saludo.

En el ayuntamiento judío me dijeron que el archivero Hillel había dejado de ir un día sin motivo y que no ha bía vuelto nunca más; en cualquier caso se había lle­vado, desde luego, a su hija, pues desde aquel momento tampoco a ella nadie la había visto. Eso fue todo lo que pude saber.

No había ni una sola pista de hacia dónde podrían haberse dirigido.

En el banco me dijeron que mi dinero seguía con­fiscado por orden judicial, pero que en cualquier mo­mento se esperaba el permiso para pagarme.

Así que también la herencia de Charousek debía se­guir el camino oficial, mientras yo esperaba con ar­diente impaciencia el dinero para ofrecerlo y gastarlo todo en buscar y seguir las huellas de Hillel y Miriam.

 

Había vendido las piedras preciosas que seguía lle­vando en el bolsillo y alquilado dos pequeñas buhardi­llas amuebladas que se comunicaban entre sí en la calleja de la Vieja Escuela, la única calle que había res­petado el saneamiento del barrio judío.

Extraña casualidad: era la misma casa bien conocida en la que, según decía la leyenda, había desaparecido el Golem hacía tiempo.

A los habitantes de la casa que, en su mayoría, eran comerciantes y obreros les había preguntado si había algo de cierto en ese rumor de la «habitación sin en­trada», y todos se rieron de mí. ¿Cómo podía creer en una locura y un absurdo semejante?

Mis propias experiencias y aventuras referentes a ello habían adquirido en la cárcel la palidez de un sue­ño apagado desde hacía mucho tiempo y ya sólo veía en ello símbolos sin vida, sin sangre, por lo que lo borré del libro de mis pensamientos.

Las palabras de Laponder, que a veces oía tan clara­mente dentro de mí, igual que si estuviese sentado allí delante, como entonces en la celda, me afirmaban en la idea de que debió de ser algo puramente interno lo que antes me había parecido una realidad tangible.

¿Acaso no había desaparecido y terminado todo lo que antes había poseído? El libro Ibbur, las cartas de tarot, Angelina e incluso mis viejos amigos Zwakh, Vrieslander y Prokop.

 

Era Nochebuena y había llevado a casa un árbol pequeño con velas rojas. Quería ser joven otra vez y tener a mi alrededor el brillo de las luces y el olor de los abetos y la cera ardiente.

Quizá antes de que se acabase el año estuviera ya de camino, buscando en las ciudades y los pueblos, o donde quiera que el instinto me dirigiese hacia Hillel y Miriam.

Toda impaciencia, toda espera y todo miedo de que hubiesen podido asesinar a Miriam se había ido apagando poco a poco y mi corazón sabía que los encon­traría.

Había en mí una continua sonrisa de felicidad y cada yez que ponía mi mano sobre algo me daba la sensa­ción de que de aquello surgiría una especie de salvación. De un modo extraño, estaba lleno del bienestar y la di­cha del hombre que vuelve tras una larga ausencia y desde lejos ve las torres de su ciudad natal.

Volví una vez más al viejo café para invitar a Jaromir a que pasara la Navidad conmigo. Me enteré de que no había vuelto nunca más por allí y ya pensaba irme entristecido cuando entró un viejo buhonero ofreciendo a la venta pequeñas antigüedades sin valor.

Revolví en su caja y entre todas las baratijas, peque­ños crucifijos, peinetas y broches cayó en mi mano un corazón de piedra roja colgado de una gastada cinta de seda y, lleno de asombro, lo reconocí como el recuer­do que Angelina me había dado, cuando todavía era una niña, junto a la fuente del parque de su castillo.

De golpe vi ante mí toda mi juventud, como si estu­viese mirando por una cámara oscura un dibujo pintado por una mano infantil.

Me quedé allí mucho, mucho rato, emocionado, mi­rando el pequeño corazón rojo.

Estaba sentado en mi buhardilla escuchando el chis­porroteo del abeto, mientras, de vez en cuando, se que­maba una pequeña rama bajo las velas de cera.

«Quizá esté el viejo Zwakh representando en este momento en alguna parte del mundo su "Noche de Ma­rionetas"», imaginé y declamé con voz misteriosa la es­trofa de Osear Wiener, su poeta preferido:

 

¿Dónde está el corazón de piedra roja?

Cuelga de una cinta de seda.

¡Oh tú, no entregues el corazón;

yo le he sido fiel y lo he amado,

he servido siete duros años

por este corazón, y lo he amado!

 

De repente sentí una extraña sensación de solemnidad.

Las velas habían ardido hasta el final. Sólo una llameaba trémula aún. El humo se apelotonaba en la habitación.

Como si una mano tirase de mí me volví: en el um­bral estaba mi propia imagen. Mi doble. Envuelto en un abrigo blanco. Con una corona sobre la cabeza.

Sólo un momento.

Entonces las llamas irrumpieron a través de la made­ra de la puerta y una nube de humo asfixiante y caliente inundó la habitación.

¡Un incendio en la casa! ¡Fuego! ¡Fuego!

Abro la ventana. Escalo hasta el tejado.

Desde lejos suenan ya las estridentes campanas de los bomberos.

Cascos brillantes y cortantes voces de mando.

Después la respiración espectral, rítmica de las bom­bas que se acurrucan, igual que los demonios del agua lo hacen para saltar sobre un mortal enemigo: el fuego.

Los cristales saltan y rojas llamaradas surgen por to­das las ventanas.

Se arrojan colchones, toda la calle está llena de ellos, los hombres saltan después y se los llevan heridos.

Pero en mí hay algo que brota con un frenético y exultante éxtasis; ¡no sé por qué! Los cabellos se me erizan.

Corro hacia la chimenea para no abrasarme, pero las llamas me buscan.

Atada a ella, la cuerda de un deshollinador.

La desenredo y me la enrollo en los tobillos y las muñecas, tal como aprendí de niño en clase de gimna­sia, y bajo tranquilamente por la fachada de la casa.

Paso ante mi ventana. Miro hacia dentro.

Dentro está todo iluminado.

Y entonces veo... entonces veo... todo mi cuerpo se convierte en un resonante grito de alegría:

—¡Hillel! ¡Miriam! ¡Hillel!

Quiero saltar a los barrotes.

Extiendo mi mano hacia ella. Dejo de sujetarme a la cuerda.

Por un momento cuelgo con la cabeza hacia abajo y las piernas cruzadas, entre el cielo y la tierra.

La cuerda canta por la tensión.

Las hebras se estiran con un crujido.

Caigo.

Pierdo el conocimiento.

Al caer me agarro al borde de la ventana, pero res­balo. No ofrece sostén: la piedra es lisa.

Lisa como un pedazo de grasa.

El Golem (XVII) Luna

El Golem (XVII) Luna

Al cabo de un rato le pregunté:

—¿Lo han interrogado ya?

—Vengo ahora mismo de ahí. Espero no tener que molestarle a usted aquí mucho tiempo.

«Pobre diablo», pensé, «no sabe lo que le espera a un preso en detención preventiva».

Quise irlo preparando poco a poco.

—Uno se va acostumbrando a estar sentado en silen­cio, cuando pasan los primeros días, los más difíciles. Puso cara amable, de compromiso. Pausa.

—¿Ha sido muy largo el interrogatorio, señor La­ponder?

Sonrió distraído.

—No. Sólo me han preguntado si confesaba el hecho y he tenido que firmar el expediente.

—¿Ha firmado confesándose culpable? —se me es­capó.

—¡Ya lo creo!

Lo dijo como si fuera lo más lógico del mundo.

No debe ser nada grave, me dije, porque no se mues­tra nada nervioso. Seguramente un reto a duelo o algo parecido.

—Yo por desgracia llevo tanto tiempo aquí que me parece toda una vida —suspiré involuntariamente y él puso cara de acompañarme en mis sentimientos—. No le deseo lo mismo, señor Laponder. Por lo que veo, es­tará pronto en libertad.

—Según como se tome —dijo tranquilamente, pero sonó como un oculto doble sentido.

—¿No lo cree usted? —pregunté sonriente. Él negó con la cabeza—. ¿Qué debo entender? ¿Qué hecho tan terrible ha cometido usted? Perdone, señor Laponder; no es curiosidad, sino simplemente simpatía lo que me mueve a hacerle esta pregunta.

Vaciló un momento, pero después respondió sin mo­ver siquiera una pestaña:

—Asesinato con estupro.

Fue como un golpe en la cabeza.

No pude articular ni un sonido a causa del horror y el espanto.

Pareció notarlo y, discretamente, retiró la vista, pero ni el más ligero gesto en la sonrisa de autómata de su rostro reveló que mi repentino y nuevo comportamiento lo hubiese herido.

No cambiamos ni una palabra más y retiramos en si­lencio nuestra mutua mirada.

Cuando, al entrar la noche, me tumbé, él siguió inme­diatamente mi ejemplo. Se desnudó, colgó cuidadosa­mente su ropa del clavo de la pared, se echó y pareció, por la regularidad y la profundidad de su respiración, dormirse inmediatamente.

En toda la noche no pude tranquilizarme.

La continua sensación de tener tal monstruo a mi lado y de tener que compartir con él el mismo aire, me era repulsiva y me excitaba tanto que todas las impre­siones del día, la carta de Charousek y todas las otras novedades, quedaron en segundo plano, como si no tu­vieran importancia.

Me había tumbado de forma que podía observar con­tinuamente al asesino, pues no hubiera podido soportar saber que estaba detrás de mí.

La celda se hallaba débilmente iluminada por la luz de la luna y yo podía ver que Laponder estaba allí tendido, inmóvil, casi tieso.

Sus rasgos tenían algo de cadáver y la boca semi-abierta acentuaba esta impresión.

Durante muchas horas permaneció sin cambiar ni una sola vez de posición.

Pero, pasada la medianoche, al caer un fino rayo de luna sobre su rostro, le sobrevino una ligera inquietud y movió inaudiblemente sus labios como quien habla en sueños. Parecía ser siempre la misma palabra —quizás una frase de tres sílabas— algo así como: «Déjame. Déjame. Déjame.»

Los días siguientes pasaron sin que yo le hiciera caso, y él tampoco rompió nunca el silencio.

Su comportamiento fue en todo momento amable y cortés. Cada vez que yo quería pasear de un lado a otro, él se daba cuenta inmediatamente y retiraba en silencio, cortésmente, los pies debajo de su camastro para no molestarme.

Empecé a hacerme reproches por mi sequedad, pero, a pesar de mi mejor voluntad, no podía liberarme del horror que me causaba.

Por mucho que deseara poder acostumbrarme a su proximidad, no era posible.

Esto me mantenía despierto incluso por la noche. Apenas dormía media hora.

Noche tras noche se repetía con toda exactitud el mismo proceso: esperaba respetuoso a que yo me acos­tara para desvestirse, doblaba meticulosamente su ropa, la colgaba, etcétera.

Una noche —debían ser las dos—, estaba de nuevo medio dormido de cansancio sobre la madera de la pa­red, mirando la luna llena, cuyos rayos se reflejaban como aceite brillante en el rostro de cobre del reloj de la torre, pensando lleno de tristeza en Miriam.

Oí de repente su voz, la voz de Miriam, detrás de mí.

Al momento me desperté, muy despierto, me volví y escuché.

Pasó un minuto.

Ya creía que me había equivocado cuando volvió. No pude entender las palabras claramente, pero sonaba algo así como:

—Pregúntame. Pregúntame.

Era sin duda la voz de Miriam.

Vacilante por la excitación bajé, tan silenciosamente como pude, y me acerqué a la cama de Laponder.

La luz de la luna caía de pleno sobre su cara, y pude distinguir claramente que tenía los párpados abiertos, pero sólo se veía el blanco del ojo.

Por la rigidez de los músculos de sus mejillas vi que estaba profundamente dormido.

Sólo los labios se volvieron a mover, igual que antes.

—Pregúntame. Pregúntame.

La voz era engañosamente parecida a la de Miriam.

—¿Miriam? ¿Miriam? —exclamé involuntariamente, pero al momento bajé el tono para no despertar al dormido.

Esperé a que su cara adquiriese de nuevo la rigi­dez del sueño y entonces repetí muy bajito:

—¿Miriam? ¿Miriam?

Su boca formó un «Sí» casi imperceptible, pero claro.

Acerqué mi oído a sus labios.

Al cabo de un momento oí susurrar la voz de Miriam, tan inconfundible que un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Bebía sus palabras con tal avidez que únicamente podía comprender su sentido. Ella me hablaba de amor y de una felicidad inenarrable, que por fin habíamos hallado nosotros y que ya nunca más nos volvería a separar, impacientemente, sin pausa, como quien teme ser interrumpido y que por lo tanto quiere aprovechar cada segundo.

Después su voz comenzó a perderse y por un rato se extinguió por completo.

—¿Miriam? —pregunté temblando de miedo y con­teniendo la respiración—. Miriam, ¿estás muerta?

Mucho tiempo sin respuesta.

Después, de un modo casi imperceptible:

—No, estoy viva, estoy durmiendo.

Nada más.

Escuché y escuché.

En vano.

Nada más.

Tuve que apoyarme en el borde del catre para no caerme sobre Laponder, debido a mi profunda emoción y al temblor.

La ilusión fue tan perfecta que durante unos minutos me pareció ver a Miriam realmente tendida ante mí, y tuve que reunir todas mis fuerzas para no besar los labios del asesino.

—¡Henoch!   ¡Henoch!

Reconocí inmediatamente la voz de Hillel.

—¿Eres tú, Hillel?

Sin respuesta.

Me acordé de haber leído que, para hacer hablar a los que duermen, no se les debe dirigir las preguntas al oído, sino hacia el plexo nervioso de la fosa epigástrica.

Así lo hice.

—¿Hillel?

—Sí, te oigo.

—¿Está bien Miriam? ¿Lo sabes todo? —pregunté en seguida.

—Sí, lo sé todo. Lo sabía hace mucho. No te pre­ocupes, Henoch, no te temo.

—¿Me podrás perdonar, Hillel?

—Ya te lo he dicho; no te preocupes.

—¿Nos volveremos a ver pronto? —temí no llegar a poder entender la respuesta, pues ya la última frase había sido sólo un suspiro.

—En eso confío. Te esperaré, si puedo, después ten­go que..., país.

—¿Adonde? ¿A qué país? —casi me caí sobre La­ponder—. ¿A qué país? ¿A qué país?

—País... Gad...  al sur... de Palestina.

La voz se apagó.

Cien preguntas más me cruzaban en mi desconcierto por la cabeza: ¿por qué me llama Henoch? Zwakh, Ja-romir, el reloj, Vrieslander, Angelina, Charousek.

—Adiós, suerte, y piense algunas veces en mí —sur­gió otra vez de repente en voz alta y clara de los la­bios del asesino.

Esta vez con la entonación de Charousek, pero sonó igual que si lo hubiese pronunciado yo mismo.

Recordé: era textualmente la frase final de la carta de Charousek.

El rostro de Laponder estaba ya en la oscuridad, la luz de la luna caía sobre el final del saco de paja. Un cuarto de hora más tarde habría de desaparecer de la habitación.

Hice una pregunta tras otra, pero no recibí ninguna respuesta más.

El asesino yacía inmóvil como un cadáver y tenía los párpados cerrados.

Me reproché con acritud no haber visto en Laponder durante los días anteriores nada más que al asesino y nunca al hombre.

Por lo que yo acababa de vivir era, al parecer, un sonámbulo, una criatura bajo la influencia de la luna llena.

Quizás había cometido el asesinato en una especie de estado crepuscular.

Con seguridad.

Ahora que alboreaba la mañana, había desaparecido la rigidez de sus rasgos, dejando paso a una expresión de paz espiritual.

Un hombre que tiene un asesinato sobre su concien­cia no puede dormir tan tranquilamente, me dije a mí mismo.

Apenas podía esperar el momento de su despertar.

¿Sabría él lo que había ocurrido?

Por fin .abrió los ojos, se encontró con mi mirada y desvió la vista.

Me acerqué a él al momento y tomé su mano.

—Perdóneme, señor Laponder, que haya sido hasta ahora tan poco amable con usted. Estaba aturdido. Era la sorpresa lo que...

—Créame, yo lo comprendo perfectamente —me in­terrumpió con vivacidad—, debe ser una sensación ho­rrible vivir con un asesino.

—No hable más de eso —le rogué—. Esta noche se me han ocurrido ciertas cosas y no puedo librarme de la idea de que usted quizás... —busqué las palabras adecuadas.

—Usted me considera un enfermo —dijo viniendo en mi ayuda. Afirmé.

—Creo poder deducirlo de ciertas pruebas. Yo..., yo..., ¿puedo hacerle una pregunta directa, señor Laponder?

—Se lo ruego.

—Suena algo extraño... pero, ¿me podría decir lo que ha soñado hoy?

Negó sonriendo con la cabeza.

—Yo nunca sueño.

—Pero usted ha hablado en sueños. Levantó  muy  asombrado  la  cabeza.  Recapacitó un momento. Después dijo con seguridad:

—Eso sólo pudo darse si usted me ha hecho pregun­tas —lo confesé—. Pero, como acabo de decir, nunca sueño... Yo..., yo... deambulo..., añadió después de una pausa a media voz.

—¿Que usted deambula? ¿Cómo puedo entender eso?

Parecía no querer hablar y me pareció oportuno con­tarle los motivos que me habían movido a entrar en él y le conté a grandes rasgos lo que había sucedido por la noche.

—Puede usted estar absolutamente seguro —dijo seriamente cuando acabé— de que todo está basado en la realidad. Cuando hace un momento he precisado que no sueño, sino que «deambulo», me refería a que mi mundo de los sueños está formado de manera dis­tinta a la de, digamos, los hombres normales. Llámelo, si quiere, un «salir del cuerpo». Así, por ejemplo, he estado esta noche en una habitación muy especial, a la que se entraba subiendo por una trampilla.

—¿Cómo era? —pregunté rápidamente—. ¿Estaba deshabitada? ¿Vacía?

—No, había muebles, pero no muchos. Una cama en la que dormía, o yacía en un letargo, una joven, y jun­to a ella estaba sentado un hombre con la mano sobre su frente —Laponder describió los rostros de ambos. Sin duda alguna, eran Hillel y Miriam. No me atrevía a respirar de impaciencia.

—Por favor, siga contando. ¿Había alguien más en la habitación?

—¿Alguien más? Espere; no; no había nadie más en la habitación. Sobre la mesa ardía un candelabro de siete velas. Luego una escalera de caracol conducía ha­cia abajo.

—¿Estaba rota? —lo interrumpí.

—¿Rota? No, no. Estaba en perfecto estado y de ella salía, a un lado, una cámara en la que estaba sen­tado un hombre con hebillas de plata en los zapatos, de un aspecto muy raro, como nunca había visto en un hombre: el color de su cara era amarillo y los ojos obli­cuos; estaba inclinado hacia adelante y parecía esperar algo. Quizá un encargo.

—Un libro. ¿No ha visto en ninguna parte un libro antiguo? —investigué. Se rascó la frente.

—¿Dice usted un libro? Sí, exacto: en el suelo había un libro. Estaba abierto, era todo él de pergamino y la página empezaba con una enorme A dorada.

—Usted quiere decir seguramente una I.

—No, con una A.

—¿Está seguro? ¿No era una I?

—No, era seguro una A.

Moví la cabeza y empecé a dudar. Al parecer Lapon-der, en su sueño, había estado leyendo en mi mente y lo había mezclado todo: Hillel, Miriam, el Golem, el libro Ibbur y el pasillo subterráneo.

—¿Hace mucho que tiene el don de «deambular», como usted dice? —le pregunté.

—Desde que cumplí veintiún años —se detuvo; pa­recía que no le gustaba hablar de ello; pero entonces esbozó, de repente, un gesto de infinita extrañeza y miró mi pecho fijamente, como si viera algo en él.

Sin hacer caso de mi asombro me tomó rápidamente de las manos y me rogó casi con ardor:

—Por el amor de Dios, dígamelo todo. Hoy es el úl­timo día que puedo pasar con usted, pues quizá dentro de una hora me vengan a buscar para llevarme a escu­char mi sentencia de muerte.

Lo interrumpí estupefacto:

—¡Entonces me tiene que llevar como testigo! Juraré que está enfermo. Usted es sonámbulo. No puede ser, no lo pueden ejecutar sin antes haber examinado el es­tado de su mente. ¡Piénselo bien!

Él negaba con nerviosismo.

—Pero eso es secundario; ¡por favor, dígamelo todo!

—Pero ¿qué es lo que le tengo que decir? Mejor hablemos de usted y...

—Usted tiene que haber vivido, ahora lo sé, ciertos hechos extraños que me atañen muy directamente, mu­cho más directamente de lo que usted puede ni siquiera imaginar, se lo ruego, ¡cuéntemelo todo! —rogó.

No podía comprender que mi vida le interesara más que sus propios problemas mucho más urgentes; para tranquilizarlo le conté todas las cosas incomprensibles que me habían sucedido.

Al final de cada capítulo él afirmaba con la satisfac­ción de quien comprende el asunto hasta el fondo.

Cuando llegué al punto en que tuve la aparición de aquel ser sin cabeza que me mostraba en la mano los granos rojos, negros, apenas pudo esperar el final.

—Entonces, usted se los tiró de la mano —murmuró pensativo—. Nunca hubiese creído que podía haber un tercer camino.

—No era un tercer camino —dije—, era lo mismo que si hubiese rechazado los granos. Él sonrió.

—¿No lo cree usted, señor Laponder?

—Si los hubiera rechazado, habría seguido usted el «Camino de la vida», pero los granos, que significan los poderes mágicos, se habrían perdido. De esta for­ma en cambio rodaron por el suelo, como usted acaba de decir. O sea: esos poderes se quedaron aquí y sus antepasados los cuidarán hasta que llegue el momento de su germinación. Entonces revivirán los poderes que ahora están dormidos en usted.

No comprendí bien.

—¿Mis antepasados cuidan los granos?

—Usted debe tomar todo lo que ha vivido como un símbolo —me explicó Laponder—. El círculo de hom­bres con resplandores azulados que lo rodeaban eran la cadena del «Yo» heredado, que todo nacido de madre lleva siempre consigo. El mundo no es «aislado», pero es preciso que se convierta en ello, ¡y a eso se le llama «inmortalidad»! Su alma está compuesta de muchos «Yos», igual que un hormiguero. Usted lleva en sí los restos anímicos de miles de antepasados: los amos de su estirpe. En todos los seres es así. ¿Cómo podría encon­trar su alimento un pollo recién salido de un huevo artificialmente empollado, si no llevara dentro de sí la experiencia de millones de años? La existencia del «ins­tinto» indica la presencia de los antepasados en el cuerpo y en el alma. Pero, perdóneme, no pretendía interrum­pirlo.

Acabé mi narración. Toda. Le conté incluso lo que Miriam había dicho sobre el «hermafrodita».

Cuando me detuve y levanté la vista, me di cuenta de que Laponder se había puesto pálido como la cera y que por sus mejillas corrían lágrimas.

Me levanté rápidamente, y, como si no lo hubiera no­tado, me puse a pasear de un lado para otro de la celda esperando a que se tranquilizara.

Después me senté frente a él y empleé toda mi capa­cidad de persuasión para convencerlo de lo absolutamen­te necesario que era mostrar a los jueces su estado men­tal enfermizo.

—¡Si por lo menos no hubiera usted confesado el ase­sinato! —finalicé.

—¡Pero tuve que hacerlo! Me lo preguntaron apelan­do a mi conciencia! —dijo ingenuamente.

—¿Considera peor una mentira que un asesinato? —pregunté estupefacto.

—En general, quizá no, pero en mi caso sí. Mire usted, cuando el juez me preguntó si lo confesaba, tuve la fuerza de decir la verdad. Yo podía, por lo tanto, ele­gir entre mentir o no mentir. Cuando cometí el asesi­nato, por favor, ahórreme los detalles, fue tan horrible para mí que no quisiera volver a recordarlo, cuando co­metí el asesinato, entonces no tenía elección. Pues a pesar de que actuaba con clara conciencia, a pesar de eso no tenía elección. Algo, cuya existencia no había imaginado anteriormente y que era más fuerte que yo, se despertó en mí. ¿Cree que si hubiera tenido posibilidad de elección habría asesinado? Nunca he matado, ni si­quiera al más pequeño animal, y ahora ya ni siquiera sería capaz.

Suponga que existiera la ley humana de matar y que, de no cumplirse, se castigase con la muerte, un caso semejante al de la guerra, yo ya me hubiera ganado la muerte. Pues no tendría otra elección. Sencillamente, no podría matar. Cuando cometí el asesinato, la situa­ción era exactamente al revés.

—Pues mucho mejor, ahora que usted se siente casi otro hombre, hay muchos más motivos que pondrán todo de su parte y lo librarán de la sentencia del juez —dije enfrentándome a él.

Laponder hizo un movimiento de rechazo.

—Usted se equivoca. Los jueces tienen, desde su pun­to de vista, toda la razón. ¿Deben acaso dejar libre por ahí a un hombre como yo? ¿Para que mañana o pasado mañana vuelve a ocurrir la desgracia?

—No, pero a usted lo deberían internar en un estable­cimiento para enfermos mentales. ¡Eso es lo que quiero decir!

—Si yo estuviera loco, tendría usted razón —respon­dió Laponder con indiferencia—. Pero yo no estoy loco. Tengo otra cosa muy distinta: algo que parece muy se­mejante a la locura, pero que es precisamente lo con­trario. Por favor, escúcheme. Me comprenderá en segui­da. Lo que me acaba de contar sobre ese fantasma sin cabeza... naturalmente este fantasma es un símbolo: encontrará la clave con facilidad en cuanto piense un poco sobre ello; me pasó a mí también, exactamente igual. Sólo que yo acepté los granos. ¡Yo sigo, por lo tanto, el «Camino de la Muerte»! Lo más sagrado que hay para mí es poder dejarme guiar por lo espiritual que hay en mí. Ciego, confiado, adonde quiera que conduzca el camino: a la horca o al trono, a la pobreza o la ri­queza. Nunca he dudado, cuando estuvo la elección en mis manos. Por ello, cuando pude elegir, no mentí. Co­noce las palabras del profeta Miqué:

Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno

y lo que el Señor exige de ti.

 

Si yo hubiese mentido, habría creado la causa, por­que yo tenía la elección... cuando cometí el asesinato, no creé ninguna causa, era sólo el efecto de una causa que hacía mucho tiempo que tenía medio dormida en mí, sobre la que yo no tenía ningún poder. Por lo tanto, mis manos están limpias.

Al convertirme, lo espiritual que hay en mí, en un asesino, se ha cumplido una ejecución. Cuando los hom­bres me cuelguen de la horca, mi destino se liberará del de ellos: yo llegaré a la libertad.

Sentí que era un santo y el temor ante mi propia pequenez me erizaba el cabello.

—Usted me ha contado que había olvidado los re­cuerdos de su juventud debido a una intervención hip­nótica realizada en su conciencia por un médico hace mucho tiempo —continuó—. Ése es el signo, el estig­ma, de todos los que han sido mordidos por la «serpiente del reino espiritual». Parece casi necesario que en nuestra vida se injerten dos vidas, igual que el injerto noble en el árbol salvaje, para que pueda tener lugar el milagro de la resurrección. Lo que normalmente se­para la muerte, se separa así por la extinción de la me­moria: a veces sólo por un repentino giro en el interior.

En mi caso sucedió que una mañana, sin causa apa­rente, cuando tenía veintiún años, me desperté como cambiado. Todo lo que hasta entonces había querido me era de pronto indiferente: la vida me parecía tan tonta como una historia de indios y perdió en realidad; los sueños se convirtieron en una certeza, en una certeza apodíctica, concluyeme, entiéndame bien, en una certe­za apodíctica, real, y la vida diurna se convirtió en un sueño.

Todos los hombres podrían hacer esto, si tuvieran la clave. Y la única clave está, sola y exclusivamente, en que se tome conciencia en el sueño de la forma del propio «Yo», de la piel, por decirlo así, en que se en­cuentre la estrecha rendija por la que se desliza la con­ciencia entre el sueño profundo y la vigilia.

Por eso he dicho antes que «deambulo» y no que «sueño».

La lucha por la inmortalidad es una batalla por el cetro contra los fantasmas y los clamores que llevamos en nosotros mismos; y la espera a que el propio «Yo» se convierta en rey es la espera del Mesías.

Habla Gramil, el espectral, el «hálito de los hue­sos» de la Cábala, ése que usted vio, ése era el rey. Cuan­do esté coronado, entonces se rasgará la cuerda, con la que usted está unido al mundo a través de los sentidos, y el canal de la razón.

Usted me preguntará cómo puede ser que, a pesar de mi separación del mundo, me convirtiera de la noche a la mañana en un asesino. El hombre es como un tubo de cristal por el que ruedan bolas de colores; en casi todos los que viven sólo hay una. Si la bola es roja, a ese hombre se lo llama «malo»; si es amarilla, «bueno». Si se deslizan dos bolas, una roja y otra amarilla, una detrás de otra, se tiene un carácter «inestable». Nosotros, los «mordidos por la serpiente», vivimos en nues­tra existencia todo lo que normalmente vive en una raza durante toda una era: las bolas de colores se siguen velocísimas por el tubo de cristal y cuando se han aca­bado, somos profetas, nos hemos convertido en espejos de Dios —Laponder guardó silencio. Durante mucho rato no pude pronunciar palabra. Lo que acababa de oír me había atontado.

—¿Por qué me ha preguntado antes tan temerosa­mente por mis experiencias, cuando usted está mucho, mucho más alto que yo? —reanudé por fin la conver­sación.

—Usted se equivoca —dijo Laponder—. Estoy muy por debajo de usted. Se lo pregunté porque sentía que usted poseía la clave que a mí todavía me faltaba.

—¿Yo? ¿Una clave? ¡Oh, Dios!

—Sí, ¡usted! Y usted me la ha dado. No creo que haya un hombre en la tierra más feliz que yo ahora.

De fuera surgió un ruido: corrieron los pestillos. La­ponder apenas hizo caso.

—Lo del hermafrodita era la clave. Ahora tengo la seguridad. Y por eso estoy contento de que me vengan a buscar, pues pronto habré alcanzado la meta.

Las lágrimas no me dejaban distinguir la cara de Laponder, sólo podía oír la sonrisa en su voz.

—Y ahora, adiós, señor Pernath, y piense que lo que colgarán mañana serán sólo mis ropas. Usted me ha abierto el camino a lo más bello, a lo último que me quedaba por saber. Ahora comienza la boda... —se le­vantó y siguió al guardián—. Está estrechamente rela­cionado con el asesinato —fueron las últimas palabras que pude oír y que sólo comprendí oscuramente.

 

Desde aquella noche, cada vez que había luna llena, me parecía ver siempre la cara dormida de Laponder sobre la sábana gris de la cama.

Los días que siguieron a su marcha oí golpes de mar­tillos y clavos en el patio de ejecuciones, que llegaban hasta mí y a veces duraban hasta el amanecer.

Adiviné lo que significaba y, lleno de desesperación, me tapaba durante horas los oídos.

Pasaron los meses uno tras otro. Vi cómo el verano llegaba a su fin porque las miserables hojas del patio empezaron a marchitarse; lo notaba en el olor mohoso de las paredes.

Cuando, durante los paseos en el patio, caía mi vista sobre el árbol moribundo y la imagen de la Virgen in­crustada en su corteza, involuntariamente, lo relaciona­ba con la huella profunda que había dejado en mí el rostro de Laponder. Ese rostro de Buda con su tersa piel y su extraña y eterna sonrisa me daba vueltas continua­mente en la cabeza.

El juez me llamó una vez más —en septiembre— y me preguntó, con desconfianza, qué razones podía adu­cir por haber dicho en el banco que tenía que irme ur­gentemente de viaje; por qué había estado tan nervioso durante las horas precedentes a mi detención y por qué llevaba todas mis piedras preciosas en el bolsillo.

Cuando respondí que había tenido la intención de sui­cidarme, hubo una nueva sonrisa irónica detrás del es­critorio.

Hasta entonces estuve solo en mi celda y esto me permitía seguir con mis pensamientos, con mi pena por Charousek, quien, suponía, debía haberse muerto ya ha­cía mucho, y por Laponder, y con mi nostalgia de Mi­riam.

Después vinieron nuevos presos: viajantes ladrones con rostros ajados y decrépitos, gruesos y ventrudos ca­jeros de banco —«Huérfanos» como los hubiera llamado el negro Vóssatka— que apestaron el aire y mi estado de ánimo.

Uno de ellos contó, absolutamente indignado, que poco antes había habido un asesinato en la ciudad. Pero por suerte apresaron inmediatamente al autor que fue sometido a un proceso expeditivo.

—¡El desgraciado miserable se llamaba Laponder! —gritó un tipo con hocico de bestia salvaje al que ha­bían condenado por maltratar a niños, a los catorce días de prisión—. Lo agarraron con las manos en la masa. En el jaleo se cayó la lámpara y se incendió toda la ha­bitación. El cadáver de la chica quedó tan carbonizado que todavía hoy no se ha podido deducir quién era en realidad. Tenía el pelo negro y la cara delgada, eso es todo lo que se sabe. Y el Laponder ése no quiso soltar su nombre ni que reventase. Si hubiera sido yo le habría arrancado la piel y le hubiera espolvoreado pimienta en­cima. ¡Así son los señores finos! ¡Todos unos asesinos! ¡Como si no hubiera otros medios para librarse de una chica! —añadió con una sonrisa cínica.

La ira y la rabia bullían en mí y hubiera deseado arrastrarlo por el suelo.

Noche tras noche roncaba en la cama en la que había dormido Laponder. Por fin, pude respirar cuando lo pusieron en libertad.

Pero ni así conseguí librarme de él: sus palabras se me habían clavado como una flecha. La horrible sos­pecha de que podría haber sido Miriam la víctima de Laponder me carcomía continuamente, sobre todo en la oscuridad.

Cuanto más luchaba contra esta idea, más me aho­gaba en ella, hasta que casi se convirtió en una idea fija, una obsesión.

A veces se atenuaba y mejoraba, sobre todo cuando entraba la luna clara por entre las rejas: entonces po­día revivir las horas pasadas con Laponder y el profundo sentimiento que le profesaba me aliviaba el tormento, pero, de todas formas, me volvían con demasiada fre­cuencia los momentos en que veía a Miriam asesinada y carbonizada, y creía perder la razón de terror.

Los débiles indicios que tenía para mi sospecha se habían entretejido en aquellos momentos formando un todo cerrado, una pintura llena de detalles indescripti­blemente terroríficos.

Al principio de noviembre, hacia las diez, era ya no­che cerrada, había alcanzado mi desesperación tal punto que tuve que morder el saco de paja, como un animal rabioso, para no gritar; el guardia abrió repentinamente la celda y me obligó a acompañarlo al despacho del juez. Me sentía tal débil que me tambaleaba al andar.

Hacía ya mucho tiempo que había muerto en mí la esperanza de abandonar aquella horrible casa.

Me preparé a que me hicieran de repente, una vez más, una fría pregunta, a oír de nuevo la sonrisa irónica, estereotipada, detrás del escritorio y a tener que volver a las tinieblas.

El señor Barón von Leisetreter se había ido ya a su casa y en la habitación no había más que un viejo y jorobado escribano con dedos de araña.

Esperé, insensible, lo que sucedería.

El guardián había entrado conmigo y me miraba bo­nachón; esto me llamó la atención, pero estaba dema­siado abatido para comprender el significado de aquello.

—El resultado de la investigación —empezó a decir el escribano y riendo se subió a un sillón revolviendo durante mucho tiempo en el montón de libros en busca de los expedientes—, el resultado es que el tal Karl Zottmann en cuestión, tras un encuentro con la antigua prostituta Resina Metzeles, que por aquel entonces era conocida como «Rosina la Pelirroja», liberada posterior­mente por el sordomudo siluetista, actualmente bajo vi­gilancia policíaca, llamado Jaromir Kwássnitschka, del bar Kantsky, y que desde hace unos meses vive en cali­dad de favorita en flagrante concubinato con Su Exce­lencia el conde de Athenstädt, fue atraído antes de su muerte por una mano alevosa a un sótano subterráneo y aislado de la casa conscripcionis 21873, bajo el núme­ro romano III de la calle Hahnpass, número actual 7, allí encerrado y abandonado a una muerte por hambre o por frío. Pues, el arriba mencionado Zottmann... —explicó el escribano y, mirando por encima de las ga­fas, pasó por encima unas cuantas hojas del montón des­ordenado que llevaba en las manos—. «De la investiga­ción ha resultado también que al arriba mencionado Karl Zottmann le robaron, según todas las apariencias des­pués de su muerte, todas las pertenencias que llevaba, en especial un reloj de oro de doble tapa, citado en el fascículo P romana, sección Bäh —el escribano levantó el reloj por la cadena—. Por falta de verosimilitud no se ha podido dar crédito a la declaración jurada del si­luetista Jaromir Kwássnitschka, hijo huérfano del hostiero del mismo nombre, muerto hace diecisiete años, según la que había encontrado el reloj en la cama de su hermano Loisa, actualmente en fuga, y que lo había entregado contra recibo de dinero a Aaron Wassertrum, el rico anticuario, entre tanto desaparecido.

»De la investigación ha resultado además que el cadáver del mencionado Karl Zottmann llevaba, en el mo­mento de su descubrimiento, en el bolsillo trasero de su pantalón, una agenda en la que había apuntado, po­siblemente unos días antes de su muerte, varias notas que aclaran los hechos y que facilitan finalmente el arres­to del verdadero culpable por las autoridades reales e imperiales.

»En consecuencia, la atención de la alta fiscalía real e imperial se dirige al hasta ahora altamente sospecho­so, debido a las notas testamentarias de Zottmann, Loisa Kwássnitschka, actualmente fugitivo, y ordena el fin de la detención preventiva de Athanasius Pernath, tallador de piedras preciosas, hasta ahora sin antecedentes, y ce­sar todo proceso contra él.

Praga, Julio

      firmado

Dr. Barón Von Leisetreter.»

 

El suelo tembló bajo mis pies y por un minuto per­dí el conocimiento.

Cuando me desperté estaba sentado en una silla y el guardián me daba amables golpes en los hombros.

El escribano se había quedado completamente impa­sible, carraspeó, se sonó y me dijo:

—La lectura de esta disposición se ha retrasado hasta hoy porque comienza por una «P» y por orden alfabé­tico, lógicamente, viene al final —después siguió leyen­do—: «Además, es necesario poner a Athanasius Per­nath, tallador de piedras preciosas, en conocimiento de que, debido a la disposición testamental del estudiante de Medicina Innozenz Charousek, muerto en mayo, le corresponde un tercio de sus pertenencias como here­dero.»

El escribano metió la pluma en el tintero mientras pronunciaba las últimas palabras y comenzó a garaba­tear.

Esperé que soltara su sonrisita, pero no lo hizo.

—Innozenz Charousek —murmuré repitiendo absor­to sus palabras.

El guardián se inclinó sobre mí y me susurró al oído:

—Poco antes de su muerte estuvo conmigo el señor Charousek y se interesó por usted. Dijo que lo saludara cariñosamente. Naturalmente yo no se lo pude decir entonces. Por cierto que el señor Charousek tuvo un horrible final. Se suicidó. Se lo encontró caído de bru­ces sobre la tumba de Aaron Wassertrum. Había cavado dos profundos hoyos en la tierra y se abrió las venas de las muñecas metiendo después los brazos en los agu­jeros. Así se descargó. Debía estar loco, el señor Char...

El escribano empujó ruidosamente la silla y me en­tregó la pluma para que firmara.

Después se irguió orgulloso y dijo exactamente en el tono de su noble superior:

—Guardián, saque a este hombre.

Exactamente igual que hace mucho tiempo, el hombre del sable y de los calzoncillos de la puerta retiró el mo­linillo de café de su regazo; sólo que esta vez no me re­gistró, sino que me devolvió mis piedras preciosas, mi monedero con sus diez florines, mi abrigo y todo lo demás.

Entonces me encontré en la calle.

—¡Miriam! ¡Miriam! ¡Qué próximo está nuestro en­cuentro! —ahogué un grito de salvaje alegría.

Debía ser medianoche. La luna llena se escondía, sin brillo, como un plato de pálido latón, entre los vasos de bruma. El asfalto estaba cubierto de una sólida capa de suciedad.

Llamé un carruaje que en la niebla parecía un des­tartalado monstruo antediluviano; se me había olvi­dado andar y me tambaleaba, sobre unas plantas insen­sibles, como un enfermo con la columna desviada.

—¡Cochero, lléveme tan de prisa como pueda a la ca­lle Hahnpassgasse, número 7! ¿Me ha entendido? Hahnpassgasse, número 7.

El Golem (XVI) Mayo

El Golem (XVI) Mayo

A mi pregunta de qué fecha era —el sol calentaba tanto como en verano, y el cansado árbol del patio te­nía algunos capullos— el guardián permaneció al prin­cipio en silencio: pero después me susurró que era el 15 de mayo. En realidad, no lo podía decir, porque estaba prohibido hablar con los presos, especialmente con aquellos que no habían confesado su crimen y de­bían perder el control del tiempo.

¡Ya llevaba tres meses enteros en la cárcel y todavía seguía sin noticias del exterior!

Al oscurecer entraban por la ventana enrejada, que ahora en los días calurosos permanecía abierta, las sua­ves notas de un piano.

Uno de los presos me comentó que la hija del encar­gado de la despensa era la que tocaba el piano cada día al anochecer.

Día y noche soñaba con Miriam.

¿Cómo estaría?

A veces tenía la consoladora sensación de que mis pensamientos llegaban hasta ella, estaban junto a su cama mientras dormía y le ponían la mano tranquili­zadora sobre la frente.

Pero, en los momentos de desesperación, cuando lla­maban al interrogatorio a cada uno de mis compañeros —y a mí no— me angustiaba el miedo sordo de que quizás ya hubiese muerto hacía mucho tiempo.

Entonces le planteaba cuestiones al destino y le pre­guntaba si vivía o no, si estaba enferma o sana, y el número de pajas que sacaba del saco era el que me daba la respuesta.

Siempre que «salía mal», buscaba en mi interior una mirada hacia el futuro, intentaba engañar a mi alma, que me ocultaba el secreto, con preguntas al parecer muy lejanas al asunto, de si llegaría alguna vez el día en que pudiera estar alegre y reír de nuevo.

El oráculo siempre afirmaba en esos casos, y me po­nía contento y feliz durante una hora.

Así como nacen y crecen en silencio las plantas, nació y creció en mí un incomprensible y profundo amor por Miriam y no comprendía que hubiese podido estar sen­tado charlando con ella tan a menudo sin haberlo visto con toda claridad.

El tembloroso deseo de que ella pensase en mí con los mismos sentimientos crecía en esos instantes hasta convertirse en un presagio de certeza, y si entonces oía pasos en el pasillo casi temía que me vinieran a buscar y me dejaran en libertad, por si mi sueño, arrancado a la burda realidad del momento exterior, se diluyera en la nada.

Mi oído se había agudizado tanto en el largo tiempo de prisión que oía el más mínimo ruido.

Todos los días, al comenzar la noche, oía pasar en la lejanía un coche y me rompía la cabeza pensando quién podría ser.

Había algo raro y extraño en la idea de que afuera otros seres podían hacer y deshacer lo que quisieran —podían moverse libremente e ir de un lado a otro; sin embargo, no lo consideraban como una felicidad indes­criptible.

Ya no era capaz de imaginarme que yo también po­dría alguna vez volver a ser tan feliz como para poder pasear bajo el sol por las calles.

Me parecía que el día en que tuve a Angelina en mis brazos pertenecía a una existencia perdida ya hace mu­cho tiempo: lo recordaba con esa suave y dulce melan­colía que nos invade al abrir un libro y encontrar en él las flores marchitas que, en otro tiempo, llevó la amada de los años de juventud.

¿Seguiría aún el viejo Zwakh noche tras noche con Vrieslander y Prokop en la taberna Zum alten Ungelt volviendo loca a la seca Eulalia?

No, era mayo: la época en la que él marchaba con su vieja caja de marionetas por los pueblos de la pro­vincia y representaba en los verdes campos, en la en­trada de la población, la historia de Barbazul.

 

Estaba solo en la celda. Hacía un par de horas que se habían llevado a Vóssatka, el incendiario, mi único compañero desde hacía una semana, ante el juez de instrucción.

Su interrogatorio era esta vez extraordinariamente largo.

Por fin. El pestillo de hierro de la puerta retrocedió. Vóssatka entró con una expresión de infinita alegría y, tirando un montón de ropa sobre el catre, empezó a cambiarse rápido como el viento.

Iba arrojando al suelo con una maldición cada una de las prendas de su uniforme de presidiario.

—No han podido demostrar nada esos cerdos. ¡In­cendiario! ¡Tengo una vista! —y tiró con el pulgar de su párpado izquierdo—. El negro Vóssatka tiene sus agudezas. He dicho que había sido el viento y no me he apeado del burro. Ahora pueden encerrar al señor viento... cuando lo pillen. Hasta la vista, adiós. Iré a Loisitschek, y adelante —extendió los brazos e hizo un paso de baile—. Sólo una vez en la vida florece el mes de mayo —se puso con gran alboroto sobre el cráneo el sombrero duro con una pluma de pinzón azulada—. Ah, por cierto, esto le interesará, señor conde, ¿cono­ce la noticia? ¡Se ha escapado un amigo, el Loisa! Acabo de enterarme ahora, ahí arriba, donde los puer­cos. Eso fue el mes pasado, buscó la salida hacia Uldimoh y hace ya mucho que pasó, pfuff —se golpeó con los dedos el dorso de la mano—, debe de haber cruzado ya todas las montañas.

«¡Ja, la lima!», pensé para mí y sonreí.

—Bueno, prepárese también para esto pronto, señor conde —dijo el incendiario dándome amistosamente la mano—, para que lo suelten lo antes posible. Y cuando se quede sin dinero pregunte entonces en Loisitschek por el negro Vóssatka. Todas las chicas de ahí abajo me conocen. ¡Bueno! Entonces, a sus órdenes, señor conde. ¡Ha sido un placer!

Estaba todavía en la puerta cuando el guardián em­pujó en la celda a un nuevo preso.

En seguida reconocí al grosero de la gorra de soldado que estuvo junto a mí aquel día de tormenta bajo el arco de la calle Hahnpass. ¡Una agradable sorpresa! ¡Quizá sabía él por casualidad algo de Hillel y Zwakh y todos los demás!

Quise empezar a interrogarlo inmediatamente, pero para mi mayor asombro hizo un gesto misterioso y con el dedo sobre la boca me indicó que permaneciera ca­llado.

Sólo cuando hubieron cerrado la puerta desde fuera y se hubo perdido el ruido de los pasos del vigilante en el pasillo, brotó la vida en él.

Mi corazón latía con fuerza de excitación.

¿Qué significaba eso?

¿Me conocía él y qué quería?

Lo primero que hizo fue sentarse y quitarse la bota izquierda.

Entonces arrancó con los dientes una clavija del ta­cón y del hueco sacó una pequeña y retorcida lámina de metal, arrancó la suela, que al parecer estaba muy floja, y me dio ambas cosas con un gesto de orgullo.

Lo hizo todo a gran velocidad y sin poner la más mínima atención a mis nerviosas preguntas.

—¡Bueno, un saludo del señor Charousek! Estaba tan atolondrado que no pude decir ni una sola palabra.

—Basta agarrar el hierro por la noche y rasgar en dos la suela cuando nadie lo vea. Dentro está hueca —explicó el tipo con aire de pensador—. Y dentro encontrará una carta de Charousek.

Movido por el exceso de alegría, me lancé al cuello del granuja y se me saltaron las lágrimas.

Me rechazó con dulzura y me dijo en voz baja en tono de reproche:

—¡Debe usted contenerse, señor von Pernath! No tenemos ni un momento que perder. Pueden darse cuen­ta en seguida de que no es ésta la celda que me corres­ponde. El Franzl y yo hemos cambiado los números abajo, en la portería.

Debí poner una cara de tonto horrible, pues el pillo continuó:

—Aunque no entienda, da igual. ¡Estoy aquí y eso basta!

—Dígame, ¿qué hace el archivero Hillel, señor...?

—Wenzel —dijo en seguida en mi ayuda—. Me lla­mo el bello Wenzel.

—Dígame, Wenzel, ¿qué es del archivero Hillel y qué tal está su hija?

—No tenemos tiempo para eso —me interrumpió el bello Wenzel impaciente—. Pueden echarme de aquí en cualquier momento. Estoy aquí porque he confesado un robo extra...

—¿Qué? ¿Ha cometido un robo sólo por mí, sólo por poder llegar hasta mí, Wenzel? —pregunté con­movido.

El pillo movió despectivamente la cabeza.

—Si de verdad hubiera cometido yo un robo no lo confesaría. ¿Cómo puede suponer eso de mí?

Empecé a comprender: el bravo muchacho había usado un truco para poder pasarme la carta de Charou­sek en la cárcel.

—Bueno, lo primero —hizo un gesto de importan­cia—, tengo que darle unas clases de epilepsia.

—¿De qué?

—¡De epilepsia! Ponga mucha atención y no se ol­vide de nada. Ahora mire: primero se hace mucha sali­va en la boca —hinchó los carrillos y los movía de un lado para otro como cuando alguien se enjugaba la boca— y se echa baba por la boca, mire, así —y lo hizo con una naturalidad repugnante—. Después se retuerce uno los dedos en el puño, se da la vuelta a los ojos como si uno fuera a sacarlos —bizqueó horri­blemente— y después, esto es un poco más difícil, unos gritos ahogados. Mire, así, bo - bo - bo y al mismo tiempo se deja uno caer —se dejó caer al suelo todo lo largo que era, de modo que el suelo tembló, y dijo al levantarse—: Ésta es una epilepsia natural, tal como nos la enseñó el bienaventurado doctor Hulber en el «Batallón».

—Sí, sí, es engañosamente parecida —afirmé—. Pero, ¿para qué todo esto?

—Primero para que lo saquen de la celda —explicó el bello Wenzel—. El doctor Rosenblatt es un charla­tán. Aunque a uno le falte la cabeza, sigue diciendo: ¡este tipo está totalmente sano! Sólo ante la epilepsia siente un enorme respeto. Si se sabe hacerlo bien, se es trasladado en el acto a las celdas de enfermos y fu­garse de allí es un juego de niños —se puso profunda­mente misterioso—, pues los barrotes de la ventana de la celda de enfermos están limados y pegados sólo con un poco de porquería. ¡Éste es un secreto del «Ba­tallón»! Bastará con poner atención un par de noches y, cuando vea una cuerda caer desde el tejado hasta la ventana, levantará los barrotes en silencio, para que nadie se despierte, se atará por los hombros de la cuer­da y nosotros lo subiremos al tejado y lo bajaremos por el otro lado a la calle. ¡Con esto, basta!

—¿Por qué tengo que huir de la cárcel —objeté tí­midamente—, si soy inocente?

—Tampoco es motivo para no huir —respondió el bello Wenzel y abrió grandes ojos de asombro.

Tuve que emplear toda mi elocuencia para abando­nar el peligroso plan que, según me dijo, era el resul­tado de una reunión del «Batallón».

Le parecía imposible que rechazara y dejara escapar ese «don de Dios», y prefiriera esperar hasta que me liberaran.

—De cualquier forma se lo agradezco a usted y a todos sus camaradas de todo corazón —dije conmovido y le estreché la mano—. Cuando haya pasado esta mala temporada, lo primero que haré será atestiguarles mi gratitud.

—No es necesario —rechazó Wenzel amablemente—. Si nos invita a un par de cervezas se lo agradeceremos, pero nada más. Charousek, que es ahora el «tesorero» del «Batallón», ya nos ha contado la clase de persona que es usted y cómo actúa en silencio para hacer el bien. ¿Debo decirle algo cuando salga dentro de unos días?

—Sí, por favor —dije rápidamente—, que vaya, por favor, a casa de Hillel y le diga que tengo miedo por la salud de su hija Miriam. Es preciso que no la pierda de vista. ¿Se acordará usted del nombre? ¡Hillel!

—¿Hirräl?

—No, Hillel.

—¿Hillär?

—No. Hill-el.

Wenzel casi se desgarró la lengua para pronunciar ese nombre imposible para un checo, pero, por fin, consiguió dominarlo poniendo extrañas caras.

—Otra cosa: me gustaría que el señor Charousek se ocupara, se lo ruego de corazón, en la medida en que pueda de la noble dama... él ya sabe a quién me re­fiero.

—Usted se lefiere seguramente a esa noble muñeca que andaba con ese teutón de Niemetz, el doctor Savioli, ¿no? Bueno, ésa ya se ha divorciado y se ha ido con la hija y el doctor Savioli lejos.

—¿Está usted seguro de ello?

Sentí que mi voz temblaba. A pesar de lo mucho que me alegraba por Angelina, sin embargo, se me encogía el corazón.

Todo lo que me había preocupado por ella, y ahora, ahora ya me había olvidado.

Me vino un sabor amargo a la garganta.

El pillo, con la delicadeza que caracteriza, por extra­ño que parezca, a todos los seres más abandonados en todo lo que se refiere al amor, pareció adivinar cómo me sentía, pues retiró tímidamente la mirada y no con­testó.

—¿Quizá sepa usted también cómo está la hija de Hillel, la señorita Miriam? ¿La conoce? —pregunté.

—¿Miriam? ¿Miriam? —el rostro de Wenzel se arru­gó como en un esfuerzo de memoria —¿Miriam?—. ¿Va a menudo por las noches al Loisitschek?

Involuntariamente me eché a reír.

—No. Seguro que no.

—Entonces no la conozco —dijo Wenzel secamente.

Estuvimos un rato en silencio.

Quizás haya algo sobre ella en la carta, esperé.

—Supongo que ya se habrá enterado —comenzó a decir Wenzel de repente— de que el diablo se ha lle­vado a Wassertrum, ¿no?

Me erguí anonadado.

—Sí, sí —Wenzel señaló su garganta—. Cric. Se lo digo yo. Fue horrible. Cuando entraron en la tienda, pues ya hacía un par de días que nadie lo había visto, fui yo naturalmente el primero en entrar. ¡Cómo no! Y allí abajo estaba él, sentado en un viejo y sucio sillón con el pecho cubierto de sangre y los ojos como de cris­tal. ¿Sabe usted? Soy un tipo fuerte, pero todo empezó a darme vueltas y creí, como se lo digo, que me iba a caer desmayado. Poco a poco tuve que convencerme y decirme a mí mismo: Wenzel, me dije, Wenzel, no te excites, no es más que un judío muerto. Tenía clavada una lima en la garganta y en la tienda estaba todo ti­rado y revuelto. Un asesinato con robo, naturalmente.

¡La lima! ¡La lima! Sentí como si se me cortara la respiración de terror. ¡La lima! ¡Así que al fin y al cabo la lima había encontrado su camino!

—Sé además quién fue —continuó después de una pausa, a media voz—. No fue otro que Loisa, el de la viruela. Encontré su navaja en el suelo, en la tienda, y me la guardé en seguida para que no la viera la poli. Él llegó a la tienda por un pasadizo subterráneo, de repente cortó sus palabras y escuchó tieso durante un segundo, se echó sobre su catre y empezó a roncar terriblemente.

Al momento sonó la cerradura de fuera y entró el guardián mirándome de mal humor.

Puse cara de indiferencia, pero era casi imposible despertar a Wenzel.

Después de muchos golpes se levantó bostezando y tambaleando, y, medio dormido, se dirigió hacia afuera seguido por el guardián.

Enfebrecido por la tensión desdoblé la carta de Charousek y leí:

 

12 de mayo

 

«Mi querido, pobre amigo y bienhechor:

»Semana tras semana he estado esperando que lo li­beraran —siempre en vano—, he intentado todos los pasos posibles con el fin de reunir material para que lo soltaran, pero no he encontrado nada.

»Pedí al juez de instrucción que acelerara el proceso, pero siempre me contestaba que él no podía hacer nada, que era asunto de la fiscalía y no suyo.

»¡Burros administrativos!

»Pero ahora mismo acabo de conseguir algo, que es­pero tenga el mayor éxito: me he enterado de que Jaromir le vendió a Wassertrum un reloj de oro que encontró en la cama de su hermano Loisa después de que lo detuvieran.

»En Loisitschek, adonde ahora van muchos detecti­ves, como usted sabe, se dice que encontraron en su casa el reloj del, al parecer, asesinado Zottmann, cuyo cadáver todavía no ha sido encontrado. Como corpus delicti. El resto lo he recompuesto yo: ¡Wassertrum, etcétera!

»He llamado inmediatamente a Jaromir y le he dado 1.000 florines —dejé caer la carta porque lágrimas de alegría me cegaban los ojos: sólo Angelina pudo haber dado esa cantidad a Charousek, pues ni Zwakh, ni Prokop, ni Vrieslander tenían tanto dinero. ¡Así que ella no me había olvidado! Seguí leyendo: 1.000 florines y prometido otros 2.000 si venía conmigo inmediata­mente a la Policía y confesaba haber quitado el reloj a su hermano, en su casa, y haberlo vendido después.

»Pero todo esto sólo se puede hacer mientras esta carta esté ya en camino, por Wenzel, hacia usted. El tiempo no da para más.

»Pero esté usted seguro: eso sucederá. Hoy. Se lo garantizo.

»No tengo ninguna duda de que Loisa cometió el crimen y de que el reloj es el de Zottmann.

»Pero si, contra lo que esperamos, no lo es, entonces Jaromir ya sabe lo que tiene que hacer, en cualquier caso él certificará que es el que encontraron en su casa.

»Así que tenga confianza y no desespere. Quizás esté ya muy próximo el día de su liberación.

»¿Llegará el día en que nos volvamos a ver?

»No lo sé.

»Casi prefiero decir que creo que no, pues mi fin se acerca a grandes pasos y debo estar preparado para que no me tome de sorpresa.

»Pero de una cosa esté seguro: nosotros nos volvere­mos a ver.

»Aunque no sea en esta vida y no sea como los muer­tos, en la otra, será en el final del tiempo: cuando el SEÑOR según está en la Biblia escupa de su boca a esos que fueron tibios, ni fríos ni cálidos.

»No se asombre de que yo hable así. No he hablado nunca con usted sobre estas cosas y, cuando en cierta ocasión usted nombró la palabra «Cábala», yo lo evité. Pero... sé lo que sé.

»Quizás entienda a lo que me refiero, pero si no es así, le ruego que borre de su memoria todo lo que le he dicho. Una vez en mis delirios creí ver un signo sobre su pecho. Puede ser que soñase despierto.

»Si de verdad no me entendiese, acepte que yo tenga ciertos conocimientos internos —casi desde mi infan­cia—, conocimientos que me han llevado por un cami­no especial y que no coincide con lo que la medicina enseña o, gracias a Dios, no conoce todavía, y espere­mos que no conozca nunca.

»Pero no me he dejado embrutecer por la ciencia, cuyo fin primordial es equipar una "sala de espera" que sería mejor destruir.

»¡Pero basta ya de esto!

»Quiero contarle todo lo que ha ocurrido mientras tanto.

»A1 final de abril llegó el momento en que mi suges­tión comenzó a actuar sobre Wassertrum.

»Lo noté porque empezó a hacer continuos gestos y a hablar consigo mismo por la calle. Esto es señal cer­tera de que los pensamientos de un hombre se están convirtiendo en una tormenta que un día se abatirá sobre él.

»Después, se compró una agenda y empezó a tomar notas. ¡Escribía!

»¡Escribía! Había para reírse: ¡Él escribía!

»Más tarde fue a ver a un notario. Desde abajo, de­lante de la casa, sabía lo que él estaba haciendo arriba: su testamento.

»Pero lo que nunca pensé es que me nombrara su heredero. Si se me hubiera ocurrido tal cosa, me hubie­ra entrado el Baile de San Vito de gusto y de alegría.

»Me nombró su único heredero porque, a su parecer, yo era el único en el mundo al que él podría todavía reparar de sus fechorías. Pero su conciencia lo engañó.

»O quizá fuese también la esperanza de que lo ben­dijese cuando, tras su muerte, me convirtiera de repen­te en millonario debido a su magnanimidad y reparase así la maldición que tuvo que oír en su habitación de mis labios.

»Por lo tanto ha sido triple la influencia de mi su­gestión. Es terriblemente gracioso que en secreto creye­ra en su recompensa en el Más-allá, después de estar durante toda su vida tratando con muchos esfuerzos de convencerse de lo contrario.

»Pero eso les pasa siempre incluso a los más inteli­gentes y se comprueba en la absurda y loca rabia que les entra cuando alguien se lo dice a la cara. Se sienten atrapados. A partir del momento en que Wassertrum volvió del notario, yo ya no lo perdí de vista.

»Durante la noche escuchaba con la oreja pegada a las maderas de las contraventanas de su tienda, pues, en cualquier momento, podría llegar lo decisivo.

»Creo que si hubiera quitado el tapón del frasco del veneno habría podido oír, incluso a través de los mu­ros, el chasquido suave que se producía al hacerlo.

»Quizá sólo faltaba una hora y se habría cumplido la obra de mi vida. Pero apareció un intruso y lo mató con una lima.

»Haga que Wenzel le cuente esto con más detalles: a mí me amarga demasiado tener que decírselo todo por escrito.

»Llámelo superstición, si quiere, pero cuando vi que se había derramado sangre —las cosas de la tienda esta­ban salpicadas—, me dio la impresión de que su alma se me había escapado.

»Hay algo en mí —un instinto sutil e infalible— que me dice que no es lo mismo que un hombre muera por una mano desconocida que por la suya propia. Sólo se hubiera cumplido mi misión si Wassertrum se hubiera llevado consigo a la tierra toda su sangre. Ahora que todo ha sucedido de un modo distinto me siento recha­zado, como un instrumento al que no se considera digno de las manos del ángel exterminador.

»Pero no quiero rebelarme. Mi odio es de ésos que van más allá de la tumba y de la muerte; además, aún tengo mi propia sangre que puedo derramar, y eso me he propuesto y deseo, para que siga a la suya paso a paso en el reino de las sombras.

»Desde que enterraron a Wassertrum voy todos los días al cementerio y me siento allí junto a su tumba y escucho en mi pecho para que éste me diga lo que debo hacer.

Creo que ya lo sé, pero quiero esperar hasta que la voz interior que me habla se haga clara como una fuente. Nosotros los hombres somos casi siempre im­puros y a menudo necesitamos de largos ayunos y vigi­lias para poder entender los susurros de nuestra alma.

»La semana pasada me dijo oficialmente el juzgado que Wassertrum me había nombrado su heredero uni­versal.

»No necesito asegurárselo, señor Pernath, que no uti­lizaré para mí mismo ni uno solo de sus florines. Me libraré de darle a "él" un asidero para el "Más-allá".

»Pondré en subasta las casas que él poseía y quemaré todo lo que él tocara con su mano, y de todo el dinero y los valores que consiga con ello le corresponderá a usted, a mi muerte, una tercera parte.

»Me parece verlo ya protestando y rechazándolo, pero puedo tranquilizarlo. Lo que usted recibirá es de su justa propiedad con sus intereses y el interés de los in­tereses. Hace ya mucho tiempo supe que, hace bastan­tes años, Wassertrum había arruinado a su padre y a su familia, pero hasta ahora no he podido probarlo con do­cumentos.

»Otra tercera parte se repartirá entre los doce miem­bros del "Batallón" que conocieron personalmente al doctor Hulbert. Quiero que cada uno de ellos sea rico y tenga acceso a "la buena sociedad" de Praga.

»Y la última tercera parte se repartirá equitativamen­te entre los futuros asesinos del país, para que, por falta de pruebas, sean puestos en libertad.

»Esto se lo debo a la opinión pública.

»Bien, creo que eso es todo.

»Y ahora, mi muy querido amigo, adiós, suerte, y piense algunas veces en su sincero y agradecido

Innozenc Charousek.»

 

Profundamente emocionado dejé la carta aparte.

No podía alegrarme con la noticia de mi próxima puesta en libertad.

¡Charousek! ¡Pobre muchacho! Se preocupaba por mi suerte como un hermano. Sólo porque una vez le rega­lé 100 florines. ¡Ojalá le pudiera dar una mano una vez más!

Pero sentí que él tenía razón. Nunca llegaría ese día.

Vi ante mí sus ojos enfebrecidos, sus hombros de tísico y su frente ancha y noble.

Quizás habría sido todo muy distinto si una mano caritativa hubiera intervenido a tiempo en esa vida des­trozada.

Volví a releer la carta.

¡Cuánto método había en la locura de Charousek! ¿Estaría loco en realidad?

Me avergoncé casi de haber tolerado ese pensamien­to un solo momento.

¿Es que sus alusiones no decían bastante? Él era un hombre como Hillel, como Miriam, como yo mismo; un hombre en el que dominaba su propia alma, que lo llevaba por encima de todos los barrancos y abismos de la vida a las cimas perpetuamente nevadas de un mundo no violado.

¿Es que acaso no era más puro él, que durante toda su vida estuvo planeando y meditando un asesinato, que cualquiera de esos que van por ahí arrugando la nariz y que pretenden seguir los mandamientos aprendidos maquinalmente de cualquier desconocido profeta mítico?

Él observaba el mandamiento que le dictaba su ins­tinto irresistible, sin pensar en ninguna «recompensa», ni aquí ni en el Más-allá.

Lo que había hecho, ¿no era acaso el más piadoso cumplimiento de un deber, en el sentido más esotérico de la palabra?

«Cobarde, pérfido, ávido de sangre, enfermo, una na­turaleza problemática de criminal»: me parecía oír ya el juicio que sobre él emitiría la multitud cuando inten­tasen aclarar las profundidades de su alma con sus lám­paras de establo, esta misma multitud babeante que nunca jamás comprenderá que el venenoso cólquico es mil veces más bello y más noble que la práctica cebo­lleta.

De nuevo se movió la cerradura desde fuera y oí que metían a alguien. Ni siquiera me volví, tal era la im­presión que me había causado la carta.

Ni una palabra sobre Angelina, ni sobre Hillel.

Claro; Charousek debió haber escrito con mucha pri­sa, en la letra se veía.

¿Me llegaría alguna otra carta secreta de él?

Apenas me atrevía a esperar y confiar interiormente en el día siguiente, en el paseo común de los presos en el patio. Ése era el sitio más fácil para que alguien del «Batallón» me diera, ocultamente, alguna nota.

Una suave voz me sacó de repente de mis cavila­ciones.

—¿Me permite, señor, que me presente? Mi nombre es Laponder, Amadeus Laponder.

Me volví.

Un hombre pequeño, delgado, todavía bastante jo­ven, elegantemente vestido, aunque sin sombrero, como todos los presos de prevención, se inclinó correctamente ante mí.

Estaba muy bien afeitado, como un actor, y sus gran­des ojos verdes, claros y brillantes, en forma de almen­dra, tenían la característica de que, aunque estaban di­rigidos directamente hacia mí, parecían, sin embargo, no verme.

Había en ellos algo así como... ausencia.

Susurré mi nombre, me incliné también y quise vol­verme, pero no pude apartar en mucho rato la mirada de ese hombre que producía una extraña impresión con su sonrisa de pagoda, que con los ángulos hacia arriba y los labios ligeramente arqueados, estaba plasmada continuamente en su rostro.

Parecía la estatua china de un buda de cuarzo rosa­do, con su piel lisa, casi transparente y su fina y deli­cada nariz de muchacha.

«Amadeus Laponder, Amadeus Laponder», repetía para mí.

¿Qué ha podido hacer él?

El Golem (XV) Tormento

El Golem (XV) Tormento

Tuve que caminar de noche por las calles iluminadas con las manos atadas y un policía con la bayoneta cala­da detrás de mi.

Bandas de chicos me seguían, escoltándome a dere­cha e izquierda alegremente, las mujeres, abriendo las ventanas, me amenazaban con sus cazos y gritaban in­jurias a mi paso.

Desde lejos vi acercarse el macizo cubo de piedras que formaba la prisión cuyo letrero, sobre el frontón, decía:

«La severidad de la justicia

protege a las personas honestas.»

Entré por una gigantesca puerta a un vestíbulo que apestaba a cocina.

Un hombre barbudo, con el sable, la chaqueta y la gorra del uniforme de empleado, descalzo y envueltas sus delgadas piernas en unos largos calzoncillos, se le­vantó, retiró el molinillo de café que tenía entre las rodillas y me ordenó desvestirme.

Después me registró los bolsillos, sacó todo lo que había en ellos y me preguntó si tenía... chinches.

Cuando negué me quitó los anillos de los dedos y me dijo que estaba bien, que podía volver a vestirme.

Me condujeron por varios pisos a través de largos pasillos en los que grandes cajas grises, que se podían cerrar, ocupaban los huecos de las ventanas.

A lo largo de la pared se sucedían, en una fila ininte­rrumpida, puertas de hierro con enormes pestillos y con pequeñas aberturas enrejadas, sobre cada una de las cuales ardía una llama de gas.

Un carcelero gigantesco, con aspecto de soldado— el primer rostro noble que veía hacía horas— abrió una de las puertas, me empujó a un agujero oscuro, apes­toso, estrecho como un armario, y cerró detrás de mí.

Me encontré en una oscuridad absoluta y traté de situarme a tientas.

Mi rodilla chocó contra un cubo de hojalata.

La habitación era tan estrecha que apenas podía dar­me la vuelta, pero, por fin, encontré una manilla y me encontré en una... celda.

A cada lado de la pared había dos catres con sacos de paja.

Entre ellos un pasillo, no más de un paso de ancho.

Arriba, en la pared de enfrente, una ventana enre­jada, de un metro cuadrado, dejaba entrar la pálida luz del cielo nocturno.

Un calor insoportable y el olor a ropas viejas apes­taban el aire y llenaban la habitación.

Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la os­curidad, vi que en tres de los camastros —el cuarto esta vacío— estaban sentados unos hombres con el uniforme de presidiario, los brazos apoyados sobre las rodillas y el rostro oculto en las manos.

Ninguno dijo una palabra.

Me senté en la cama vacía y esperé. Esperé. Esperé.

Una hora.

Dos... ¡tres horas!

Cada vez que creía oír un paso afuera me levantaba. Ahora, ahora venían a buscarme para llevarme ante el juez de instrucción.

Todas las veces fui desengañado. Una y otra vez se perdían los pasos en el pasillo.

Me desabroché el cuello, creía ahogarme.

Oí que un preso se movía gimiendo hacia otro.

—¿No se puede abrir esa ventana de ahí arriba? —pregunté desesperado en voz alta a la oscuridad. Casi me asusté de mi propia voz.

—No se puede —respondió un gruñido desde uno de los sacos de paja. A pesar de ello fui tanteando la pared con la mano: había una madera a la altura del pecho, dos jarros de agua, trozos de pan.

Con gran esfuerzo trepé hasta arriba y sujetándome de los barrotes pegué la cara contra las junturas de la ventana para respirar por lo menos un poco de aire fresco.

Estuve así hasta que me empezaron a temblar las rodillas. Ante mis ojos, sólo la niebla nocturna, de un gris oscuro uniforme.

Los fríos barrotes de hierro sudaban.

Debía ser cerca de medianoche.

Oí roncar tras de mí. Sólo uno parecía no poder dor­mir: daba vueltas en la paja y suspiraba a veces en voz baja.

—¿No iba a llegar nunca la mañana? El reloj volvió a dar la hora.

Conté con los labios temblorosos.

¡Una, dos, tres! Gracias a Dios, unas pocas horas y amanecería. Seguía sonando: ¿cuatro? ¿cinco? El sudor me cubrió la frente. ¡Seis!... siete... eran las once.

Sólo había pasado una hora desde que oyera el reloj por última vez.

Poco a poco se fueron ordenando mis pensamientos.

Wassertrüm me había pasado el reloj del desapare­cido Zottmann para hacerme sospechoso de haber co­metido un asesinato. Por lo tanto debía ser él mismo el asesino; si no, ¿cómo podía haber llegado el reloj a sus manos? Si se hubiera encontrado el cadáver en alguna parte y lo hubiera robado entonces habría ido a buscar los mil gulden de recompensa que ofrecían por encontrar al desaparecido. Pero eso no podía ser: todavía estaban los anuncios en las calles, como acaba­ba de ver claramente durante todo el trayecto hasta la cárcel.

Estaba claro que el cambalachero me había denun­ciado.

Y también que ocultaba al comisario por lo menos todo lo referente a Angelina. Si no, ¿a qué venía todo el interrogatorio sobre Savioli?

Por otra parte, de eso se deducía que Wassertrüm no tenía todavía la carta de Angelina en las manos.

Recapacité.

De golpe todo apareció con una espantosa claridad ante mis ojos, como si hubiese estado presente.

Sí, sólo así podía ser: Wassertrüm se había llevado ocultamente la cajita de hierro en la que creía estaban las pruebas, precisamente cuando revolvía con sus cóm­plices, los policías, en mi habitación, pero no la podía abrir en seguida puesto que yo llevaba la llave conmigo y quizá estuviese, precisamente ahora, forzándola en su agujero.

Con loca desesperación agité los barrotes, viendo a Wassertrüm ante mí revolver entre las cartas de Ange­lina.

¡Si por lo menos pudiera avisar a Charousek para que fuera a advertir a tiempo a Savioli!

Durante un momento me agarré a la esperanza de que la noticia de mi captura hubiese corrido como un reguero de pólvora por todo el barrio judío y confiaba en Charousek como en un ángel salvador. El camba­lachero no podía hacer nada contra su infernal ingenio. «Lo tendré agarrado por el gaznate, precisamente en el momento en que intente arrojarse sobre el cuello del Dr. Savioli», había dicho Charousek una vez.

Al minuto siguiente rechazaba todo esto y de nuevo me dominaba un miedo salvaje: ¿Y si Charousek lle­gaba tarde?

Entonces Angelina estaba perdida.

Me mordía los labios hasta hacerme sangre y me arañaba el pecho, arrepentido de no haber quemado entonces las cartas inmediatamente: me juré a mí mis­mo suprimir a Wassertrüm de este mundo el mismo momento en que me dejaran libre.

¿Qué más me daba? ¡Suicidarme o morir en la horca!

No dudé ni un momento de que el juez de instruc­ción creería en mis palabras si le narraba la historia del reloj de una forma plausible y le contaba las ame­nazas de Wassertrum.

Seguramente mañana mismo estaría ya libre: por lo menos la Corte haría encarcelar también a Wassertrum bajo sospecha de homicidio.

Contaba las horas y rezaba porque pasasen más de prisa; miraba afuera el aire negruzco.

Después de un tiempo inenarrablemente largo co­menzó a aclarar y, al principio como una mancha oscu­ra y después cada vez más claro, apareció un enorme rostro de cobre entre la tiniebla: el cuadrante del viejo reloj de una torre. Pero faltábanlas agujas —un nuevo suplicio.

Después dieron las cinco.

Oí cómo los presos se despertaban bostezando y man­tenían una conversación en checo.

Una de las voces me sonaba conocida; me volví, bajé de mi cama y vi a Loisa, el de la viruela, sentado en el catre frente al mío, que me miraba asombrado.

Los otros tipos de caras temerarias me miraban des­preciativos.

—¿Un maleante, eh? —le dijo uno a su camarada a media voz y le pegó con el codo.

El otro gruñó algo despectivo, revolvió en su saco de paja y sacando un hule negro lo puso en el suelo.

Después echó algo de agua del jarro sobre él, se arrodilló y reflejándose allí, se peinó con los dedos el pelo sobre la frente.

Al acabar, secó el hule con enorme delicadeza y lo escondió de nuevo bajo el camastro.

Entretanto, Loisa murmuraba todo el tiempo, con los ojos muy abiertos, como quien esté viendo ante sí a un fantasma.

—¡Pan Pernath, Pan Pernath!

—Veo que los señores se conocen —dijo en amane­rado dialecto el que estaba sin peinar a otro al que esto le había llamado la atención, y me hizo una inclinación burlona—. Permítame que me presente: Vóssatka es mi nombre. El negro Vóssatka. Incendiario —añadió orgulloso, una octava más bajo.

El que se había peinado escupió entre los dientes, me miró despectivo un momento, se señaló el pecho y dijo lacónicamente:

—Robo con fractura.

—Yo permanecí en silencio.

—Bueno, ¿bajo qué sospecha está usted aquí, señor conde? —preguntó el vienes después de una pausa. Recapacité un momento y dije tranquilamente:

—Por asesinato.

Los dos saltaron atónitos; la expresión de burla de sus caras dejó paso a una infinita admiración, exclama­ron como por una sola boca:

—Nuestros respetos, nuestros respetos.

Cuando vieron que no les hacía caso se volvieron a un rincón y charlaron en voz baja.

El que se había peinado se levantó, vino hacia mí, comprobó en silencio los músculos de mi brazo y se volvió meneando la cabeza hacia su amigo.

—Usted también está sin duda aquí bajo sospecha de haber asesinado a Zottmann, ¿no? —le pregunté a Loisa sin llamar la atención.

Él afirmó:

—Sí, hace mucho.

De nuevo pasaron unas horas.

Cerré los ojos y me tumbé como para dormir.

—¡Señor Pernath, señor Pernath! —oí de repente, muy suave, la voz de Loisa.

—¿Sí? —hice como si me despertara.

—Señor Pernath, por favor, perdóneme, por favor, por favor, ¿no sabe usted lo que hace la Rosina? ¿Está en casa? —tartamudeó el pobre muchacho. Me daba una pena infinita ver cómo dependía con sus ojos de mis labios, crispando sus manos de excitación y angustia.

—Le va bien. Ahora... ahora está de camarera en... en la taberna Zum alten Ungelt —le mentí. Vi cómo respiraba aliviado.

Dos presos depositaron en silencio unos cuencos de hojalata sobre una tabla con una cocción de salchichas hirviendo y dejaron tres de ellos en la celda; después, al cabo de unas horas, sonaron de nuevo los cerrojos y el vigilante me condujo ante el juez de instrucción.

Las rodillas me temblaban de impaciencia mientras bajábamos y subíamos escaleras.

—¿Cree posible que me pongan hoy en libertad? —pregunté tímidamente al vigilante.

Vi cómo, compadecido, ahogaba una sonrisa.

—Hum, ¿hoy? Hum. ¡Por Dios!, todo es posible. Me recorrió un escalofrío helado. De nuevo leí una placa de porcelana sobre una puer­ta y en ella un nombre.

KARL, BARON VON LEISETRETER

Juez de instrucción

De nuevo una habitación sin adornos y dos escri­torios con enormes montones de papeles.

Un hombre mayor, corpulento, con una bata blanca abierta, chaqueta negra, labios rojos y carnosos, y bo­tas crujientes:

—¿Es usted el señor Pernath?

—Sí.

—¿Tallador de piedras preciosas?

—Sí.

—¿Celda número 70?

—Sí.

—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?

—Le ruego, señor juez...

—¿Sospechoso del asesinato de Zottmann?

—Probablemente. Por lo menos yo lo supongo. Pero...

—¿Lo confiesa?

—¿Qué es lo que debo confesar, señor juez? ¡Soy inocente!

—¿Lo confiesa?

—No.

—Entonces lo declaro en detención preventiva, mien­tras se investiga. Guardián, llévese a este hombre.

—Por favor, escúcheme, señor juez. Hoy debo estar necesariamente en casa. Debo organizar unos asuntos muy importantes.

Alguien soltó una risita detrás del otro escritorio.

El barón sonrió satisfecho.

—Llévese a este hombre, guardián.

Pasaron días y días, semanas y semanas y seguía en la celda.

A las doce podíamos bajar todos los días al patio de la cárcel y pasear con los otros presos en filas de dos, dando vueltas en la tierra mojada.

Estaba prohibido hablar con los demás.

En la mitad del patio había un árbol sin ramas, mo­ribundo, en cuya corteza habían incrustado una imagen ovalada de la Virgen.

Junto a las murallas crecían unos raquíticos arbustos de ligustro con las hojas casi negras del hollín.

Alrededor, los barrotes de las celdas por las que a veces asomaban unas caras grises con los labios páli­dos, sin sangre.

Después, otra vez al calabozo de siempre, donde ha­bía pan, agua y sopa de salchicha y, los domingos, len­tejas podridas.

Sólo una vez habían vuelto a interrogarme.

Sí tenía testigos de que el «señor» Wassertrum me hubiese regalado el reloj.

—Sí, el señor Schemajah Hillel, es decir no —me acordé de que él no estuvo entonces—, pero el señor Charousek... no, no, ¡él tampoco estaba!

—En una palabra: ¿no había nadie?

—No, no había nadie, señor juez.

Otra vez la risita detrás de la mesa y de nuevo él:

—¡Guardián, llévese a este hombre!

Mi preocupación por Angelina se había convertido en una sorda resignación, ya no tenía por qué temblar por ella: o bien el plan de venganza de Wassertrum había sido un éxito hace ya mucho tiempo, o bien Cha­rousek había intervenido, me decía a mí mismo.

Pero la preocupación por Miriam me llevaba ahora casi a la locura.

He imaginado cómo esperaría hora tras hora a que se renovase el milagro, cómo saldría por la mañana al lle­gar el panadero, corriendo para buscar con manos tem­blorosas entre el pan, y cómo, quizá, se moriría de mie­do por mi causa.

Muy a menudo me despertaba este pensamiento por la noche, me subía a la madera de la pared y, mirando la cara cobriza del reloj de la torre, me desgarraba con el deseo de que mis pensamientos llegaran hasta Hillel y le gritaran al oído que debía ayudar a Miriam y li­brarla del suplicio de su esperanza de un milagro.

Después me echaba otra vez sobre la paja y conte­nía la respiración casi hasta explotar con el fin de hacer llegar a mí la imagen de mi doble y poder mandarlo a su lado, al lado de Miriam, para consolarla.

Una vez apareció junto a mi lecho con un cartel so­bre el pecho que llevaba las letras: Chabrat Zereh Aur Bocher y quise saltar de alegría, pues ahora podría arreglarse todo, pero desapareció en el suelo antes de que pudiera darle la orden de aparecerse a Miriam. ¡Y no recibir ni una noticia de mis amigos!

—¿Está prohibido recibir cartas? —les pregunté a mis camaradas.

No lo sabían.

Dijeron que nunca habían recibido ninguna, aun­que, por otra parte, tampoco había nadie que pudiera escribirles.

El vigilante me prometió que se enteraría.

Mis uñas se habían agrietado de mordérmelas y mi pelo se había vuelto al estado salvaje, pues no había tijera, peine, ni cepillos.

Tampoco había agua para lavarse.

Tenía continuas náuseas, pues la sopa estaba adere­zada con sosa en vez de sal, una prescripción de la cárcel para evitar «que llegue a ser excesivo el deseo sexual».

El tiempo transcurría en una horrible y gris monoto­nía. Giraba en círculo en la celda como la rueda de una tortura.

En ciertos momentos, que todos conocíamos perfec­tamente, uno de nosotros saltaba de repente y caminaba durante horas de un lado para otro, como un animal salvaje, para después dejarse caer, roto, sobre el catre y seguir estúpidamente esperando, esperando, esperando.

Cuando anochecía, nubes de chinches cubrían las pa­redes, como hormigas, y yo me preguntaba asombrado por qué el tipo del sable y de los calzoncillos me había revisado tan concienzudamente para ver si tenía bichos similares.

¿Temían acaso en el juzgado que surgiera un cruce de razas de insectos extraños?

Los miércoles por la mañana solía asomarse un tipo con cara de cerdo, un chambergo y grandes y anchos pantalones: era el médico de la prisión, el doctor Rosenblatt, que se convencía de que todos resplandecía­mos de salud.

Y cuando uno se quejaba, se quejase de lo que se quejase, recetaba... una pomada de cinc para frotarse el pecho.

Una vez vino con él el presidente del tribunal —un bribón alto y perfumado de la «buena sociedad», que tenía grabados en la cara los vicios más viles— a ver «si nadie se había ahorcado todavía», como decía el que se peinaba.

Me acerqué para hacerle una petición, pero se escon­dió de un salto detrás del guardián y, empuñando un revólver, me gritó qué quería.

Pregunté cortésmente si no había cartas para mí. En lugar de una respuesta, recibí del doctor Rosenblatt, que inmediatamente se alejó, un golpe en el pecho. También el señor presidente se apartó y dijo burlán­dose, por el hueco de la puerta, que mejor sería que confesara el crimen. Que antes no recibiría ninguna carta.

Hacía ya mucho que me había acostumbrado al mal ambiente y al calor, y, sin embargo, tiritaba continua­mente. Incluso cuando daba el sol.

Habían cambiado ya en alguna ocasión a dos de los presos. Pero a mí me daba igual. Esta semana eran un ratero y un asaltante de caminos, la próxima serían un falsificador de moneda y un encubridor.

Lo que vivía un día lo olvidaba al día siguiente.

Frente a la angustia de mi preocupación por Miriam palidecían todos los incidentes exteriores.

Sólo un hecho se me había grabado, me perseguía a veces como una caricatura hasta en sueños.

Estaba sobre la madera de la pared para ver el cielo y de repente sentí que un instrumento puntiagudo se me clavaba en la cadera, y cuando miré me di cuenta de que era la lima que se había metido por el bolsillo entre la chaqueta y el relleno del forro. Debía llevar mucho tiempo allí, de lo contrario el hombre de la en­trada la habría encontrado.

La saqué y la eché, sin darle importancia, en mi saco de paja.

Cuando bajé, había desaparecido y en ningún mo­mento dudé de que sólo Loisa podía haberla agarrado.

Unos días más tarde lo sacaron de la celda para po­nerlo un piso más abajo.

El guardián había dicho que dos presos en detención preventiva, acusados del mismo delito, como él y yo, no podían estar en la misma celda.

De todo corazón deseé que el pobre muchacho logra­ra liberarse con ayuda de la lima.

El Golem (XIV): Ardid

El Golem (XIV): Ardid Un día gris, ciego.

Había dormido hasta bien entrada la mañana, sin soñar, sin sentir, como en un letargo.

Mi vieja sirvienta no había venido, o había olvidado encender la calefacción.

Ceniza ya fría en la caldera.

Polvo sobre los muebles.

El suelo sin barrer.

Iba de un lado para otro tiritando.

En la habitación había un desagradable olor a aguar­diente barato. Mi abrigo y mis ropas apestaban a humo de tabaco.

Abrí violentamente la ventana, la volví a cerrar: el frío y sucio soplo de la calle era insoportable.

Unos gorriones con el plumaje empapado se acurru­caban inmóviles en el alero.

A todas partes que miraba no encontraba más que un descolorido desabrimiento.

Todo dentro de mí estaba desgarrado, destrozado.

El cojín del sillón ¡qué deshilacliado estaba! Las cri­nes del relleno salían por los bordes.

Había que mandarlo a tapizar, pero, ¿para qué?, ¡que se quedara así! El tiempo de otra desolada vida y todo se convertiría en trastos.

Y ahí, ¡esos desagradables e inútiles andrajos retor­cidos en la ventana!

¿Por qué no los retorcía para hacer una cuerda y ahorcarme con ella?

Entonces, por lo menos, ya no tendría que volver a ver esas cosas que dañan la vista y toda esa angustia gris que me carcomía habría pasado de una vez para siempre.

¡Sí! ¡Eso era lo más inteligente! ¡Poner fin a todo!

Precisamente hoy.

Sí, ahora, por la mañana. No ir siquiera a comer. Una idea repugnante, ¡matarse con el estómago lleno! Yacer bajo la tierra húmeda, llevando dentro de sí ali­mentos sin digerir, pudriéndose.

¡Si por lo menos el sol no volviera a salir y no des­pertara en el corazón esa insolente mentira de la alegría de vivir!

¡No! No volvería a dejarme engañar, no quería se­guir siendo el entretenimiento, la pelota de ese torpe destino sin sentido, que me sacaba y me arrojaba otra vez a los charcos, sólo para demostrarme, para que com­prendiera lo efímero, la inconstancia de todas las cosas humanas, hecho que conocía ya hace mucho, que lo sa­ben hasta los niños, que lo saben hasta los perros de la calle.

¡Pobre, pobre Miriam! ¡Si por lo menos pudiera ayudarla a ella!

Tenía que tomar una determinación, una primera e inquebrantable decisión, antes de que despertara de nue­vo en mí el maldito instinto de conservación y me enre­dase con nuevos engaños.

¿De qué me habían servido todos esos mensajes del reino de lo imperecedero?

Para nada, nada, absolutamente nada.

Quizás sólo para hacerme dar vueltas en círculo y sentir la tierra como una tortura insoportable.

Sólo había una solución.

Calculé de memoria el dinero que tenía en el banco.

Sí, sólo así podría ser, sólo eso quedaba. Era el único acto minúsculo, de todos los actos de mi vida, que podía tener algún sentido.

Todo lo que tenía —las piedras preciosas que ha­bía en el cajón también— todo lo envolvería en un pa­quete y se lo mandaría a Miriam. Eso la liberaría de la preocupación por la vida cotidiana, al menos por unos cuantos años. Y escribir a Hillel una carta explicándole lo del «milagro» de su hija.

Sólo él podía ayudarla.

Sentí que él sabría ayudarla.

Reuní las piedras y las guardé en el bolsillo; miré el reloj: si iba ahora al banco, en una hora podría estar ya todo en orden.

Después, ¡sólo me quedaría comprar un ramo de ro­sas rojas para Angelina! El dolor y el deseo aullaron dentro de mí. Sólo un día, un único día más, quería vivir aún.

¿Para tener que soportar otra vez esta misma y asfi­xiante desesperación?

No, ¡no debía esperar ni un solo minuto más! Me sobrevino como una satisfacción de no haber cedido.

Exacto: la lima. La metí en el bolsillo; pensaba ti­rarla por la calle, tal como me lo había propuesto ante­riormente.

¡Odiaba esa lima! ¡Qué poco había faltado para con­vertirme en un asesino por su culpa!

¿Quién venía a molestarme ahora?

Era el cambalachero.

—Sólo un momento, señor de Pernath —me rogó desconcertado cuando le indiqué que no tenía tiem­po—. Sólo un instante. Sólo unas palabras.

El sudor le corría por el rostro y temblaba de exci­tación.

—¿Se puede hablar aquí sin interrupciones, señor Pernath? No quisiera que el... el Hillel ése vuelva a venir. Mejor cierre la puerta, o si no entremos en la habitación de al lado —y me arrastró en su ruda for­ma tras de sí.

Miró tímidamente un par de veces a su alrededor y susurró:

—He estado pensando, ¿sabe?, en lo del otro día. Es mejor así. No sirve de nada. Bueno. Lo pasado, pa­sado.

Intenté leer en sus ojos.

Sostuvo mi mirada pero fue tal el esfuerzo que su mano se crispó en el respaldo de la silla.

—Me alegro, señor Wassertrum —dije tan amable­mente como pude—. La vida ya es demasiado triste como para amargarla además con odio.

—Exacto, igual que si estuviera oyendo la lectura de un libro —gruñó aliviado; rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó el reloj de oro con la tapa abolla­da— y para que vea que hablo sinceramente, acepte como regalo esta pequenez que le ofrezco.

—¿Qué está pensando? —exclamé rechazándolo—. Usted no creerá que... —Entonces recordé lo que Mi­riam me había contado de él y alargué la mano para no herirlo.

Pero vi que él no prestaba atención; de repente se había puesto blanco como la pared, escuchó extrañado y gruñó:

—¡Sí! ¡Ahora! Ya lo sabía. ¡Otra vez ese Hillel!, Está llamando.

Escuché, volví a la otra habitación y para tranquili­zarlo dejé medio cerrada la puerta de comunicación en­tre ambas habitaciones.

Esta vez no era Hillel. Entró Charousek y como di­ciendo que sabía quién estaba en la otra habitación se puso los dedos sobre los labios y me inundó, en un segundo, sin esperar a que yo dijera nada, con un to­rrente de palabras.

—Oh, honorable y estimado maestro Pernath, no puedo encontrar las palabras para expresar mi alegría por haberlo encontrado solo en su casa y en buena sa­lud. —Hablaba como un actor y su tono enfático y for­zado contrastaba de forma tan violenta con su cara demudada que me produjo un profundo horror.

—Nunca me hubiera atrevido, maestro Pernath, a venir a su casa en el desastroso estado en el que, con seguridad, me ha visto usted muchas veces por la calle, pero, ¿qué digo visto? ¿Cuántas veces me ha ten­dido usted su mano misericordiosa?

¿Sabe a quién debo el que hoy pueda presentarme aquí con el cuello blanco y un traje limpio? A uno de los hombres más nobles y, por desgracia, a menudo despreciado de nuestra ciudad. La emoción me domina cuando pienso en él.

A pesar de su condición modesta, siempre tiene su mano abierta para los pobres y los necesitados. Desde hace tiempo, cada vez que lo veía triste delante de su puerta, sentía en el fondo de mi corazón el deseo de acercarme a él y estrecharle la mano en silencio.

Hace unos días, cuando pasaba delante de su puerta, me llamó, me dio dinero y me puso así en condiciones de comprarme un traje a plazos.

¿Y sabe usted, señor Pernath, quién fue mi bien­hechor?

Lo digo con orgullo, pues creo que desde siempre he sido el único en intuir el gran corazón que se ocul­ta en su pecho: fue ¡el señor Aaron Wassertrum!

Comprendí naturalmente que Charousek representa­ba su comedia para el cambalachero que estaba escu­chando en la habitación de al lado; pero no entendía qué se proponía con ello; en ningún caso esa adulación tan burda me parecía adecuada para engañar al descon­fiado cambalachero. Charousek comprendió por mi ges­to de duda lo que estaba pensando, pues movió la ca­beza sonriendo irónicamente, y al parecer sus palabras siguientes debían indicarme también que conocía per­fectamente a su hombre y que sabía hasta dónde podía llegar.

—¡Sí! El-se-ñor-Aa-ron-Was-ser-trum! Casi me des­garra el corazón no poder decirle a él lo infinitamente agradecido que le estoy, y le ruego señor Pernath, que nunca le diga que he estado aquí y se lo he contado todo. Sé que el egoísmo de los hombres lo ha amargado y ha llenado su pecho de una irremediable y, por des­gracia, justificada desconfianza.

Soy psicólogo, pero también mi sensibilidad me dice que lo mejor es que el señor Wassertrum no sepa nun­ca, ni siquiera de mi boca, el alto concepto que tengo de él. Sería como sembrar la duda en su desgraciado corazón. Y nada más lejos de mis intenciones. Prefiero que me crea un ingrato: ¡Maestro Pernath! Yo también soy un desgraciado, y sé también, desde niño, lo que es estar solo y abandonado en el mundo. No conozco siquiera el nombre de mi padre. Ni nunca vi cara a cara a mi madre. Debió morir muy pronto —la voz de Cha­rousek se hizo extrañamente misteriosa y penetrante—. Y debió ser, según creo, una de esas naturalezas tan espirituales que nunca pueden expresar cuan infinito es su amor, naturalezas a las que pertenece también el señor Aaron Wassertrum.

Tengo una hoja arrancada del diario de mi madre, la llevo siempre en mi pecho, en la que dice que amó a mi padre, a pesar de que debió ser feo, como nunca ha amado mujer mortal a un hombre.

Sin embargo, al parecer, no se lo dijo nunca. Quizás por motivos parecidos a los que tengo yo ahora para no decirle al señor Wassertrum, aunque esto me desga­rre el corazón, el agradecimiento que siento hacia él.

Pero hay otra cosa más que se desprende de la hoja del diario, aunque casi hay que adivinarlo, pues las fra­ses están casi borradas por las lágrimas: mi padre, ¡que su memoria se borre tanto en el cielo como en la tie­rra!, debió haber tratado a mi madre de una manera abominable.

De repente Charousek cayó de rodillas, con gran es­truendo y gritó en un tono tan estremecedor que no supe si seguía representando su comedia o si se había vuelto loco:

—Oh, Tú, Todopoderoso, cuyo nombre no deben pronunciar los hombres, aquí estoy, arrodillado ante ti: ¡maldito, maldito, mil veces maldito sea mi padre por toda la eternidad!

Pronunció la última palabra desgarradamente y es­cuchó con atención durante unos segundos con los ojos muy abiertos.

Luego sonrió satánicamente. También a mí me pa­reció que Wassertrum había lanzado un suave gemido en la habitación de al lado.

—¡Perdóneme, maestro Pernath! —continuó Charousek después de una corta pausa, con una voz hábil­mente estrangulada—. Perdone que no haya sabido do­minarme, pero ésa es mi oración por la mañana y por la noche, que el Todopoderoso conceda que mi padre, esté donde esté, tenga el final más horrible que se pue­da imaginar.

Instintivamente quise responder cualquier cosa, pero Charousek me interrumpió rápidamente.

—Pero ahora llego, señor Pernath, al ruego que le quería hacer.

El señor Wassertrum tenía un protegido al que que­ría por encima de todas las cosas; debía ser un sobrino suyo. Dicen incluso que era hijo suyo, pero yo no lo creo, de lo contrario hubiese llevado su mismo nombre y en cambio se llama Wassory: doctor Teodoro Wassory.

Las lágrimas me vienen a los ojos cuando lo veo ante mí. Estaba ligado a él de todo corazón como si un lazo invisible de amor y parentesco me atara a él —Charousek sollozó como si no hubiese podido conti­nuar hablando por la emoción.

¡Y que un hombre tan noble tuviera que abandonar el mundo! ¡Ah, ay! Cualquiera que haya sido el motivo, yo nunca he llegado a enterarme, se quitó él mismo la vida. Yo fui uno de los que llamaron en auxilio, ¡ay!, pero demasiado tarde, ¡demasiado tarde! Cuando me encontraba solo junto al muerto y cubría su fría y páli­da mano con mis besos, entonces, ¿por qué no confesarlo, maestro Pernath?, al fin y al cabo no fue un robo, tomé una rosa del pecho del muerto y me apode­ré del frasquito con cuyo contenido el desgraciado ha­bía puesto rápido fin a su floreciente vida.

—Charousek sacó un frasco de medicina y continuó tembloroso—: Le dejo aquí sobre su mesa ambas co­sas, la flor marchita y la redoma; han sido para mí el recuerdo de un amigo perdido.

¡Cuántas veces, en horas de íntimo desamparo, cuan­do en la soledad de mi corazón deseaba la muerte año­rando a mi madre, jugaba con este frasquito que me proporcionaba un íntimo consuelo y cuyo contenido me bastaba verter del frasco sobre un pañuelo y aspi­rarlo para deslizarme sin dolor a los campos en que mi querido y buen Teodoro descansa de las penas de nues­tro Valle de Lágrimas.

Por ello, ahora, respetado Maestro, le pido, y para eso vine, que tenga ambas cosas y se las entregue al señor Wassertrum.

Dígale que se lo ha dado alguien que estaba muy cerca del doctor Wassory y cuyo nombre ha prometido no decir, quizás con una dama.

Él lo creerá y será para él un recuerdo, del mismo modo que lo ha sido para mí, un amuleto muy querido.

Éste será el agradecimiento secreto que le doy. Soy pobre y eso es todo lo que tengo, pero me alegra saber que ambas cosas le pertenecerán a él, sin sospechar que he sido yo quien se lo ha dado. Hay en ello algo infi­nitamente dulce para mí.

Y ahora, adiós, queridísimo Maestro, y mil gracias de antemano.

Me apretó la mano, guiñó un ojo y, al ver que no lo entendía, me susurró casi imperceptiblemente:

—Espere, señor Charousek, lo acompañaré hasta aba­jo repetí mecánicamente lo que leyera en sus labios y salí con él. En el oscuro descansillo nos detuvimos y quise despedirme de Charousek.

—Me imagino lo que ha pretendido con toda esa comedia. Usted... usted quiere que Wassertrum se en­venene con ese frasquito —le dije a la cara.

—Naturalmente —admitió de buen humor.

—¿Y usted cree que yo voy a ayudarlo en eso?

—Ño es en absoluto necesario.

—Pero usted acaba de decir que yo debía entregarle el frasco a Wassertrum, ¿no? Charousek movió la cabeza.

—Cuando vuelva verá que ya se lo ha guardado.

—¿Cómo puede suponerlo? —pregunté asombra­do—. Un hombre como Wassertrum no se suicidaría nunca, es demasiado cobarde para eso, no actúa nun­ca según sus impulsos.

—Entonces es que usted no conoce el insidioso ve­neno de la sugestión —me interrumpió serio Charou­sek—. Si hubiera hablado en tono cotidiano, quizás tendría usted razón, pero había calculado la más míni­ma entonación. ¡Sólo la conmoción más repugnante es capaz de influir en esos hijos de perra! ¡Créame! Hu­biera podido describirle cada uno de sus gestos tras mis palabras. No hay kitsch, como dicen los pintores, suficientemente infame que no arranque lágrimas de la muchedumbre, mendaz hasta la médula, ¡y que no le llegue al corazón! ¿Cree que, de no ser así, no se ha­bría acabado con todos los teatros hace ya mucho tiem­po? Se reconoce al populacho por su sentimentalismo. Miles de pobres diablos pueden morirse de hambre y nadie llora, pero si a un viejo cabestro pintarrajeado, disfrazado de sirvienta, le dan vueltas los ojos en esce­na, entonces los espectadores lloran como becerros. Aun­que el padrecito Wassertrum haya olvidado quizás ma­ñana lo que acaba de causarle algún desgarramiento al corazón, cada una de mis palabras revivirá en él cuando llegue la hora en que él mismo se sienta infinitamente digno de lástima. En el momento del gran miserere sólo es preciso un ligero impulso, y de eso me ocuparé yo, para que la mano más cobarde agarre el veneno. ¡Basta con que lo tenga cerca! Quizás el querido Teodoro tam­poco lo hubiera agarrado si yo no se lo hubiera hecho tan fácil.

—¡Charousek, es usted un hombre monstruoso! —ex­clamé horrorizado—. ¿Es que no siente ninguna...?

Me tapó la boca y me empujó a un rincón, contra la pared.

—¡Silencio!  ¡Ahí viene!

Con pasos vacilantes, apoyándose en la pared, bajó Wassertrum los escalones y pasó tambaleándose ante nosotros.

Charousek me dio la mano ligeramente y se deslizó en silencio tras él.

Cuando regresé a mi habitación vi que habían des­aparecido la rosa y el frasquito, y en su lugar estaba sobre la mesa el abollado reloj de oro.

 

Me dijeron en el banco que debería esperar ocho días antes de poder recibir mi dinero, pues era el plazo habitual.

Dije que llamaran al director, que tenía muchísima prisa y utilicé como excusa que pensaba salir de viaje en una hora.

Me respondieron que no se le podía ver y que de todas formas él no podía cambiar ninguna de las nor­mas del banco; un tipo, con un ojo de cristal que esta­ba a mi lado, se echó a reír.

¡Debía esperar la muerte, por lo tanto, ocho grises y horribles días!

Me parecía un espacio de tiempo sin fin.

Estaba tan derrotado que no sabía el tiempo que llevaba caminando de arriba para abajo, delante de la entrada de un café.

Por fin entré, sólo para librarme del tipo del ojo de cristal que me había seguido desde el banco y se mantenía siempre a mi lado. Cada vez que lo miraba bajaba la vista al suelo como buscando algo que se le hubiera perdido.

Llevaba una chaqueta clara a cuadros demasiado es­trecha y unos pantalones negros brillantes de grasa que colgaban de las piernas como bolsas. Se le había levan­tado un trozo de cuero de la bota izquierda en forma de huevo, de modo que parecía como si llevara un ani­llo en el pulgar del pie.

Apenas me senté, entró también él y se sentó en una mesa próxima.

Pensé que quería mendigarme e iba ya a sacar el mo­nedero cuando vi un enorme brillante en su grueso dedo de carnicero.

Estuve horas y horas en el café pensando que iba a volverme loco de nervios; pero ¿a dónde iba a ir? ¿A casa? ¿A dar vueltas? Una cosa me parecía aún peor que la otra.

El ambiente cargado, el continuo y necio golpeteo de las bolas de billar, el interminable carraspeo de un ven­dedor de periódicos medio ciego que estaba frente a mí, un teniente de Infantería con piernas de cigüeña que a veces se escarbaba la nariz, y otras se peinaba el bigo­te ante un espejito, con el dedo amarillento del cigarro, el grupo de oscuros italianos repugnantes, sudorosos, charlatanes que estaban alrededor de la mesa de cartas, en una esquina, y que tan pronto echaban entre gritos chillones sus triunfos sobre la mesa con grandes puñe­tazos como escupían al centro de la habitación como si estuvieran vomitando. ¡Y tener que ver todas estas co­sas repetidas dos y tres veces en los espejos! Me iba sacando, chupando lentamente la sangre de las venas.

Poco a poco oscureció y un camarero de pies planos y rodillas temblorosas buscaba tanteando con su garro­cha las lámparas de gas para, al fin, convencerse mo­viendo la cabeza de que no querían prender.

Siempre que giraba la cabeza me encontraba con la mirada de lobo del ojo de cristal que se escondía rápi­damente tras un periódico o hundía su sucio bigote en la taza de café vacía hacía ya mucho tiempo.

Tenía el sombrero tieso y redondo tan metido en la cabeza que las orejas se le ponían casi horizontales, pero no parecía tener intención de irse.

Ya no podía soportar más.

Pagué y me fui.

Cuando iba a cerrar la puerta detrás de mí, alguien me quitó el picaporte de las manos. Me volví.

¡De nuevo ese individuo!

De mal humor quise girar a la izquierda para ir en dirección al barrio judío, pero él se puso a mi lado y me lo impidió.

—¡Ya está bien! —le grité.

—Vamos, a la derecha —dijo brevemente. Me miró con frescura, muy fijamente.

—¡Usted es Pernath!

—Quiere decir seguramente señor Pernath. Sonrió con sorna.

—¡Basta ya de bromas! ¡Venga conmigo!

—Pero, bueno, ¿está usted loco? ¿Quién es usted? —le repliqué.

No contestó, se retiró el abrigo y cuidadosamente se­ñaló un águila de chapa que había estado oculta en el forro.

Comprendí: el individuo era uno de la policía secreta que me arrestaba.

—Pero dígame, por el amor de Dios, ¿qué pasa?

—Ya se enterará, en la comisaría —respondió grose­ramente—. ¡Venga, vamos ya!

Le propuse que tomáramos un coche.

—¡Nada de eso!

Llegamos a la comisaría.

Un policía me llevó hasta una puerta.

 

ALOIS OTSCHIN

Comisario de policía

 

leí sobre una placa de porcelana.

—Puede entrar —dijo el policía.

Había dos sucios escritorios, uno frente a otro, cu­biertos de montones de papeles.

Entre los escritorios, dos viejas sillas.

En la pared, un cuadro del emperador.

En el alféizar, una pecera con peces dorados.

No había nada más en la habitación.

Debajo del escritorio de la izquierda se veían un pie contrahecho y, junto a él, una gruesa zapatilla de fieltro que asomaba de unos deshilachados y usados pantalones grises.

Oí un murmullo. Alguien susurraba algunas palabras en checo y en seguida surgió del escritorio de la derecha el comisario de policía, que vino hacia mí.

Era un hombre pequeño con bigote gris y tenía la extraña manía de rechinar los dientes, como quien mira la cegadora luz del sol, antes de empezar a hablar.

Al hacerlo, guiñó los ojos detrás de los lentes, lo que le dio un horrible aspecto de infamia y villanía.

—Usted se llama Athanasius Pernath, y es —miró un papel blanco en el que no había nada escrito— ta­llador de piedras preciosas.

Al momento, el pie contrahecho de debajo de la otra mesa recobró vida: se frotó contra la pata de la silla y oí el rasgueo de una pluma de escribir.

Afirmé:

—Pernath. Tallador de piedras preciosas.

—Bueno, así que ya estamos de acuerdo, señor... Pernath, sí Pernath. Sí, sí. —El comisario me alargó am­bas manos, con un impulso de asombrosa amabilidad, ccímo si hubiera recibido la noticia más feliz del mundo, e hizo unos grotescos esfuerzos por poner cara de bue­na persona.

—Bueno, señor Pernath, cuénteme qué es lo que sue­le hacer durante todo el día.

—Creo que eso no le incumbe a usted, señor Otschin —respondí fríamente.

Entrecerró los ojos, esperó un momento y después prosiguió rápido como el rayo.

—¿Desde cuándo tiene relaciones la condesa con el doctor Savioli?

Estaba preparado para algo parecido y no moví si­quiera una pestaña.

Intentó, con habilidad, con rápidas preguntas y con­trapreguntas, enredarme en una contradicción, pero, a pesar de la fuerza con que latía de miedo mi corazón en el cuello, no me delaté y repetí una y otra vez que no había oído nunca el nombre de Savioli, que conocía a Angelina por mi padre y que a menudo me había en­cargado algunos camafeos.

Sin embargo, sentí claramente que el policía notaba que le estaba mintiendo y en su interior estaba lleno de rabia por no poder sonsacarme nada.

Recapacitó un momento, entonces me agarró de la chaqueta y me arrastró hacia él, señaló amenazadora­mente con el pulgar el escritorio izquierdo y me susurró al oído:

—¡Athanasius! Su querido padre fue mi mejor ami­go. ¡Quiero salvarlo, Athanasius! Tiene que decírmelo todo sobre la condesa. ¿Me oye? ¡Todo!

Yo no comprendí lo que quería decir.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué quiere decir sal­varme? —pregunté en voz alta.

El pie contrahecho dio unos fuertes golpes rabiosos en el suelo. El comisario se puso pálido de odio, se mordió un labio. Esperó. Sabía que saltaría en seguida (su sistema de intimidación me recordaba a Wasser-trum) y yo también esperé; vi que tras el escritorio surgía una cara de cabra, la propietaria del pie contrahecho, esperando... entonces el comisario me gritó en tono atronador:

—¡Asesino!

Me quedé mudo de asombro.

La cara de cabra se escondió otra vez de mal humor detrás de la mesa.

También el comisario parecía bastante desconcertado por mi calma, pero lo ocultó hábilmente acercando una silla en la que me obligó a sentarme.

—¿Entonces usted se niega a darme la información que le pido sobre la condesa, señor Pernath?

—No se la puedo dar, señor comisario, por lo me­nos en el sentido que usted espera. En primer lugar no conozco a nadie que se llame Savioli, y además, estoy absolutamente convencido de que es una calumnia el que la condesa engañe a su marido.

—¿Está usted dispuesto a jurarlo?

Se me cortó la respiración.

—Sí. En cualquier momento.

—Bueno, hum.

Se produjo una pausa más larga mientras el comisa­rio parecía recapacitar con esfuerzo.

Cuando me volvió a mirar, había un fingido rasgo de dolor en su expresión. Sin querer tuve que pensar en Charousek. Comenzó a decir con una voz ahogada por las lágrimas:

—A mí me lo puede usted decir, Athanasius, a mí, el viejo amigo de su padre, a mí, que lo he llevado en brazos... —apenas pude contener la risa: era como máximo diez años mayor que yo—. ¿No es cierto Atha­nasius que ha sido un caso de legítima defensa, no?

La cara de cabra volvió a salir.

—¡El asunto con Zottmann! —dijo el comisario gri­tándome el nombre a la cara.

La palabra me sentó como una puñalada: ¡Zottmann! ¡Zottmann! ¡El reloj! Ese nombre, Zottmann, era el que estaba grabado en el reloj.

Sentí que la sangre se me agolpaba en el corazón: el monstruo de Wassertrum me había dado el reloj para hacer recaer sobre mí la sospecha de asesinato.

El comisario se quitó inmediatamente la máscara, re­chinó los dientes y entrecerró los ojos:

—¿Así que confiesa usted el asesinato, Pernath?

—Todo esto es un error. Un terrible error. En nom­bre de Dios, escúcheme. ¡Se lo puedo explicar, señor comisario! —grité.

—Ahora me contará todo lo que se refiere a la se­ñora condesa —me interrumpió rápidamente—. Le ad­vierto que con eso mejorará su situación.

—No le puedo decir más de lo que le he dicho; la condesa es inocente.

Se mordió los dientes y se volvió hacia la cara de cabra.

—Escriba usted. Es decir, Pernath confiesa el asesi­nato del empleado de seguros Karl Zottmann.

Me dominó una rabia insensata.

—¡Usted, policía canalla! —grité—. ¿Se atrevería?

Busqué un objeto pesado.

Al instante dos policías me agarraron y me pusieron unas esposas.

El comisario se infló como un gallo sobre el es­tiércol.

—¿Y este reloj? —mostró de repente el reloj abo­llado en su mano—. ¿Vivía todavía el desgraciado de Zottmann cuando se lo robó, o no?

Me había vuelto a calmar completamente y respondí con voz muy clara para el protocolo:

—Ese reloj me lo ha regalado esta mañana el camba­lachero Aaron Wassertrum.

Hubo una gran carcajada y vi que el pie contrahecho y la zapatilla de fieltro comenzaron juntos un baile de alegría.

 

El Golem (XIII): Mujer

El Golem (XIII): Mujer ¿Dónde estaría Charousek?

Habían pasado casi veinticuatro horas y todavía no se había dejado ver.

¿Había olvidado la señal que habíamos concertado? ¿O es que no la veía?

Me acerqué a la ventana y puse el espejo de forma que los rayos de sol se reflejaran precisamente en el agu­jero enrejado del sótano.

La intervención de Hillel, ayer, me había tranqui­lizado bastante. Con seguridad me habría avisado si hubiese un peligro amenazador.

Además: Wassertrum no podía haber emprendido nada importante; nada más dejarme, volvió a su tienda; miré hacia abajo; justo, ahí estaba, apoyado detrás de las chapas de cocina, exactamente igual que como lo había visto esta mañana.

¡Insoportable, esta eterna espera!

El suave aire primaveral que entraba por la ventana de la habitación de al lado me ponía enfermo de año­ranza.

¡Esas gotas de nieve que se derriten en los tejados! ¡Y cómo brillan esos delgados hilos de agua a la luz del sol!

Me sentía atraído hacia el exterior por hilos invisi­bles. Paseaba impaciente de un lado a otro de la habita­ción. Me senté en un sillón. Me levanté de nuevo.

No quería apartarse de mí ese brote enfermizo de un incierto enamoramiento que me oprimía el pecho.

Me había estado atormentando toda la noche. Una vez había sido Angelina la que se había pegado a mí, después comencé a hablar muy inocentemente con Mi­riam, y apenas se había roto esta imagen apareció de nuevo Angelina y me besó; podía oler el perfume de su cabello y su suave piel de clavellina me cosquilleaba en el cuello. Despojó sus hombros desnudos, y se convir­tió en Rosina que bailaba con los ojos ebrios y entornados... con un frac... desnuda; y todo esto sucedía en un duermevela que, sin embargo, era exactamente igual a estar consciente. Igual que un dulce y ardiente despertar en las tinieblas.

Hacia el amanecer estaba mi doble junto a mi cama, el sombrío Habla Garmin, «el hálito de los huesos» del que había hablado Hillel; y lo miré a los ojos: estaba en mi poder y tenía que contestar a todas las preguntas que yo le hiciera sobre cosas eternas y del más allá; y él no esperaba más que eso, pero mi sed de misterios no podía contra el calor de mi sangre y se filtraba absorbida en el seco terreno de mi entendimiento. Ordené al fan­tasma que se fuera, que se convirtiera en la imagen de Angelina, pero se encogió formando la letra Aleph, cre­ció de nuevo y volvió a estar ahí, como mujer-coloso, totalmente desnuda, tal y como la vi entonces en el libro Ibbur, con el pulso igual a un terremoto, se inclinó sobre mí y respiré el narcotizante olor de su tibia carne.

 

¿Todavía no venía Charousek? Las campanas canta­ban desde la torre de la iglesia.

Esperaría un cuarto de hora más... pero, después,^ ¡fuera! Pasear por calles más animadas, llenas de gente vestida de fiesta, mezclarme en el alegre bullicio de los barrios de los ricos, ver mujeres hermosas con rostros coquetos, manos y pies finos.

Me disculpé a mí mismo diciéndome que quizá en­contrase casualmente a Charousek.

Tomé el antiguo juego de tarots del estante de libros para pasar el tiempo más de prisa.

¿Quizá de los dibujos pudiera sacar inspiración para el boceto de un camafeo?

Busqué el Fou.

No estaba. ¿Dónde podía haber ido a parar?

Miré otra vez todas las cartas y me perdí pensando en su significado oculto. Especialmente el Ahorcado, ¿qué podía significar?

Un hombre está colgado de una cuerda entre el cielo y la tierra, con la cabeza hacia abajo, los brazos atados a la espalda, la pantorrilla derecha cruzada sobre la pierna izquierda, de modo que parece una cruz sobre un triángulo puesto al revés.

Una comparación incomprensible.

¡Ya! ¡Por fin! Charousek venía.

¿O todavía no?

Alegre sorpresa, era Miriam.

—¿Sabe usted, Miriam, que ahora mismo pensaba bajar a verla y pedirle que viniera a dar un paseo con­migo? —No era toda la verdad, pero no le di más vuel­tas—. ¿Cierto que no me rechaza? Me siento hoy tan infinitamente feliz en mi corazón que debe ser usted, precisamente usted, quien corone mi alegría.

—¿De paseo? —buscó la palabra—. ¡Increíblemen­te extraño pasear!

—No es en absoluto extraño si tiene en cuenta los cientos de miles de personas que lo hacen, en realidad, durante toda su vida, no hacen otra cosa.

—Sí, ¡otras personas! —concedió, pero todavía total­mente sorprendida. Le tomé las manos:

—Yo quisiera, Miriam, que la alegría que pueden ex­perimentar otras personas la disfrute usted también, pero en una medida infinitamente mayor.

Repentinamente palideció y, por la fija turbación de su mirada, descubrí lo que pensaba.

Me dio un pinchazo.

—No puede llevarlo siempre consigo, Miriam —le dije—, el... milagro. ¿Quiere usted prometérmelo por... por amistad?

Se dio cuenta del temor que contenían mis palabras y levantó asombrada sus ojos hacia mí.

—Si no la afectara tanto podría alegrarme yo también, ¿pero así? ¿Sabe que estoy profundamente preocupado por usted, Miriam? Por... por... ¿cómo lo podría de­cir? ¡Por su salud mental. No lo tome literalmente, pero... yo desearía... que jamás se hubiera dado el milagro!

Esperaba que me contradijese, pero asintió sumida en sus pensamientos.

—Le duele, ¿no es cierto, Miriam? Tomó fuerzas y dijo:

—A veces también yo desearía que no se hubiese dado.

Sonaba para mí como un rayo de esperanza.

—Cuando pienso —hablaba muy despacio y como en sueños— que pudieran venir tiempos en los que ten­dría que vivir sin estos milagros...

—Usted puede hacerse rica de la noche a la mañana, entonces ya no necesitará más... —intervine sin pensar en sus palabras, pero en seguida me contuve cuando noté el horror de su rostro—, me refiero a que usted puede librarse de manera natural de las preocupacio­nes; los milagros que viviría después serían de tipo espiritual: vivencias internas.

Ella agitó la cabeza y dijo con brusquedad:

—Las vivencias internas no son ningún milagro. Ya es bastante extraño que, al parecer, haya hombres que no tengan ninguna. Desde mi infancia, día tras días, no­che tras noche, vivo yo —se interrumpió con un brusco movimiento y me di cuenta de que en ella había alguna otra cosa de la que nunca me había hablado, quizá la existencia de sucesos invisibles parecidos a los míos...— pero no es ahora el momento para hablar de esto. Incluso si resucitara y curase a los enfermos poniéndoles la mano encima, yo no lo podría llamar milagro. Sólo cuando la materia muerta, la tierra, sea animada por el espíritu y se rompan las leyes de la naturaleza, habrá sucedido aquello que estoy añorando desde que empecé

a razonar. Una vez me dijo mi padre que hay dos par­tes en la Cábala: una mágica y otra abstracta que nun­ca podrán coincidir. Es cierto que la mágica podrá atraer a la abstracta, pero jamás ocurrirá al revés. La mágica es un don, un regalo, la otra se puede con­seguir, si bien sólo con la ayuda de un guía. —Volvió a tomar el hilo del comienzo—: Es el don lo que deseo; lo que yo pueda conseguir me es indiferente y tiene para mí tan poco valor como el polvo. Cuando tengo que imaginar que podrían venir épocas, como he dicho antes, en las que tendría que vivir otra vez sin milagros —vi cómo se agarrotaban sus dedos, y el re­mordimiento y el dolor me desgarraban—, creo que po­dría morir ya, a la vista de esa sola posibilidad.

Le pregunté:

—¿Es ése el motivo por el que usted deseaba que el milagro no hubiera sucedido nunca?

—Sólo en parte. Pero además hay otra cosa. Yo... yo —recapacitó un momento— no estaba todavía ma­dura para vivir un milagro en esa forma. Es eso. ¿Cómo se lo podría explicar? Suponga, sólo como ejemplo, que desde hace años tiene cada noche un único sueño, que continúa siempre más complejo, en el que alguien, digamos un habitante de otro mundo, me enseña y me muestra en una imagen de mí misma, con sus con­tinuas transformaciones, no sólo lo alejada que estoy de la madurez mágica para poder vivir un «milagro», sino que me da la explicación lógica de las cuestiones que me preocupan durante el día y que en todo mo­mento puedo comprobar. Usted me comprenderá: un ser así suple toda la felicidad que uno pueda imaginar en la vida; es para mí el puente que me une con el «más allá», es la escala de Jacob por la que puedo ascender desde lo cotidiano a la luz, es mi guía, mi amigo; toda la confianza en que no podré perderme en los oscuros caminos que recorre mi alma por la locura y la confu­sión, la tengo puesta en él, quien nunca me ha engañado. Y ahora, de repente, contra todo lo que él me ha dicho, ¡se cruza un milagro en mi vida! ¿Qué es lo que debo creer ahora? ¿Todo lo que me ha llenado in­interrumpidamente durante tantos años fue sólo un en­gaño? Si tuviera que dudar de ello caería de cabeza en un abismo sin fin. Sin embargo, ¡ha sucedido el mila­gro! ¡Gritaría de alegría, si...!

—¿Si...? —la interrumpí sin respiración. Quizá pro­nunciara la palabra salvadora y podría confesarle todo.

—... si me enterara de que me he equivocado; de que en realidad no hubo ningún milagro. Pero sé, de igual modo que sé que ahora estoy aquí sentada, que me destrozaría —mi corazón se heló—. Ser rechazada y arrancada del cielo y tener que bajar de nuevo a la tierra, ¿cree usted que eso lo puede soportar un hom­bre?

—Pida ayuda a su padre —dije sin pensar a causa del miedo.

—¿A mi padre? ¿Ayuda? —me miró sin compren­der—. Donde no hay más que dos caminos, ¿podría encontrar él un tercero? ¿Sabe usted cuál sería mi única salvación? Que me sucediera a lo que le ha sucedido a usted. Si en este momento... pudiera olvidar... todo lo que tengo tras de mí: toda mi vida hasta el día de hoy... ¿No es curioso? Lo que usted considera una desgracia, sería para mí la mayor alegría.

Ambos permanecimos un largo rato en silencio.

Tomó repentinamente mi mano y sonrió. Casi alegre.

—Pero no quiero que usted se aflija por mi causa —ella me consolaba a mí, ¡a mí!—. Hace un momen­to estaba usted alegre y feliz por la primavera y ahora es la tristeza misma. No le debería haber dicho abso­lutamente nada. ¡Arránquelo de su cabeza y siga pen­sando como antes! Yo estoy tan contenta...

—¿Usted contenta, Miriam? —la interrumpí amar­gamente.

Puso cara de convencida.

—¡Sí! ¡De verdad! ¡Contenta! Cuando he venido es­taba indescriptiblemente temerosa, no sé por qué, pero no podía librarme de la sensación de que usted se en­cuentra en un gran peligro —escuché con atención—, pero en lugar de alegrarme por encontrarlo a usted tan sano y contento, lo he... Y...

Me esforcé por parecer dichoso:

—Y eso sólo lo puede arreglar si sale conmigo —in­tenté poner toda la alegría posible en mi voz—. Qui­siera ver, Miriam, si consigo una sola vez ahuyentar sus tristes pensamientos. Diga lo que quiera: usted no es en absoluto un mago del antiguo Egipto, sino, por el momento, sólo una joven a la que el viento tibio primaveral todavía puede jugar una mala pasada.

De repente se puso radiante:

—Pero, ¿qué le pasa hoy, señor Pernath? ¡Nunca lo he visto así! Por cierto, para nosotras, las chicas ju­días, «el viento tibio de la primavera» está controlado, como ya sabe, por nuestros padres, y no podemos más que obedecer. Y por supuesto, lo hacemos. Está en nues­tra sangre. En mi caso, no —añadió con seriedad—, porque mi madre se negó a casarse con ese horrible Aaron Wassertrum cuando querían obligarla a hacerlo.

—¿Qué? ¿Su madre? ¿Con el cambalachero de abajo?

Miriam afirmó:

—Gracias a Dios no se realizó. Pero para ese pobre hombre fue, lógicamente, un golpe duro.

—¿Pobre hombre, dice? —dije sobresaltado—. ¡Ese tipo es un criminal!

Ella movió pensativamente la cabeza.

—Seguro, un criminal. Pero el que se encuentra den­tro de un pellejo como ése y no se convierte en un criminal, tiene que ser un profeta.

Me acerqué a ella con curiosidad.

—¿Sabe usted algo exacto sobre él? Me interesa. Por algo muy especial...

—Si hubiera visto alguna vez su tienda por den­tro, señor Pernath, sabría al momento cómo es su alma. Se lo digo porque de niña estuve muchas veces allí. ¿Por qué me mira tan asombrado? ¿Es eso tan es­pecial? Conmigo fue siempre amable y bondadoso. Me acuerdo que una vez incluso me regaló una gran piedra muy brillante, era lo que más me había gustado de to­das sus cosas. Mi madre me dijo que era un brillante y tuve que devolverlo inmediatamente.

Al principio estuvo mucho tiempo sin querer aceptar­lo, pero después me lo arrancó de las manos y lo tiró lejos, lleno de rabia. Pude ver cómo le salían las lágri­mas; además, entonces, ya sabía el suficiente hebreo como para entender lo que murmuró: «Todo lo que toca mi mano está maldito.» Fue la última vez que me dejó visitarlo. Desde entonces nunca me volvió a invitar a que entrara. Y yo sé por qué: si no hubiese intentado consolarlo, todo habría seguido como hasta entonces, pero así, como me daba una inmensa pena y se lo dije, no me quiso volver a ver. ¿No lo entiende, señor Pernath? Es tan sencillo: es un poseso, un hombre que, en cuanto alguien se acerca a su corazón, se hace des­confiado, irremediablemente desconfiado. Se cree mucho más horrible de lo que en realidad es, sí es que eso es posible, y ésta es la razón de su modo de pensar y de actuar. Se dice que su mujer lo quería, quizás era más compasión que amor, pero de todas formas mucha gente así lo creía. El único que estaba convencido de lo con­trario era él mismo. En todas partes sospecha odio y traiciones.

Sólo con su hijo hizo una única excepción. ¿Quién sabe si era porque lo había visto crecer desde la lactan­cia, es decir, porque vivió desde el primer brote todas las características del niño y por eso nunca llegó al punto en el que pudiera haber comenzado su desconfianza, o porque era de sangre judía: verter todo el cariño que había en él, en su descendencia, por ese miedo instintivo de nuestra raza a que podamos morir sin cumplir una misión olvidada y que, sin embargo, pervive oscura­mente en nosotros? ¿Quién sabe?

Educó a su hijo con un cuidado y una perspicacia que rayaba casi en la sabiduría, milagrosa en un hombre de tan poca cultura. Apartó del camino del muchacho, con la agudeza de un psicólogo, todo aquello que pu­diera despertarle la conciencia, para ahorrarle futuras penas anímicas.

Le puso como maestro a un excelente sabio que de­fendía la opinión de que los animales no sienten y que sus manifestaciones de dolor no son más que un refle­jo mecánico.

Sacar de cada criatura toda la alegría y el placer po­sible para uno mismo y arrojar después la cascara como algo inservible: ése era poco más o menos al ABC de su sistema de educación.

Puede imaginarse, señor Pernath, que el dinero, como estandarte y llave del «poder», juega un papel de pro­tagonista. Y del mismo modo que oculta cuidadosa­mente su propia riqueza, para mantener ocultos los lími­tes de su influencia, así se inventó un medio para hacer posible algo semejante para su hijo, pero ahorrán­dole al mismo tiempo el sufrimiento de una vida apa­rentemente pobre: lo empapó con la mentira infernal de la «belleza», le mostró los gestos y el porte internos y externos de la estética, y le enseñó a imitar exterior-mente a un lirio del campo y ser en el interior un buitre.

Naturalmente, eso de la «belleza» no fue invención suya, sino seguramente la «corrección» de un consejo que le diera alguna persona culta.

Nunca lo ofendió en lo que más tarde su hijo pu­diera negarle. Al contrario, se lo obligó a hacer, pues su amor era lógico y, tal y como ya le he dicho de mi padre, del tipo que nos alcanza más allá de la tumba.

Miriam permaneció un momento en silencio y pude leer en su rostro cómo seguía tejiendo sus pensamien­tos. Lo noté en el cambio de tono de su voz cuando dijo:

—Frutos extraños crecen en el árbol del judaismo.

—Dígame, Miriam —le pregunté—, ¿no ha oído nunca que Wassertrum tiene en su tienda una figura de cera? Yo no sé quién me lo contó, quizás haya sido sólo un sueño...

—No, no, es cierto, señor Pernath, hay una figura de cera del tamaño de una persona, en la esquina en la que duerme, sobre un jergón de paja, en medio del más absoluto desorden. Se la regateó al propietario de una barraca de feria y, al parecer, sólo porque se parecía a una dama cristiana que, por lo que dicen, debió ser su amante.

«¡La madre de Charousek!», se me ocurrió.

—Miriam, ¿no sabe usted su nombre? Miriam negó con la cabeza:

—Pero si le interesa, puedo enterarme.

—¡No, por Dios, Miriam!, me da completamente igual —me di cuenta por el brillo de sus ojos de que hablando se había puesto muy vivaz y había salido de su depresión, y me propuse no dejarla volver a recaer en ella—. Pero lo que sí me interesa es el tema del que antes he hablado de pasada, eso del «viento tibio primaveral». Estoy seguro de que su padre no le impondría con quién debe casarse, ¿no?

Se echó a reír alegramente.

—¿Mi padre? ¡Qué dice usted!

—Bueno, eso es una gran alegría para mí.

—¿Por qué? —preguntó ella ingenuamente.

—Porque entonces todavía tengo una posibilidad.

Era sólo una broma y ella lo tomó como lo que era. Sin embargo, se levantó de un salto y fue hasta la ven­tana para que no pudiera ver cómo se ruborizaba.

Cambié de tono para ayudarla a salir de su apuro.

—Como viejo amigo, le pido una cosa: usted tiene que confiármelo cuando llegue el momento. ¿O es que piensa quedarse soltera?

—¡No, no, no! —lo negó tan decidida que involun­tariamente me eché a reír—. ¡Alguna vez me tendré que casar!

—¡Naturalmente! ¡Por supuesto! Se puso nerviosa como una jovencita.

—¿No puede estar serio durante un minuto por lo menos, señor Pernath? —obediente, puse cara de maes­tro y ella se volvió a sentar—. Bueno, cuando digo que alguna vez me tendré que casar me refiero a que hasta ahora no me he roto la cabeza pensando en ello, pero que, con seguridad, no entendería el sentido de la vida si tuviera que aceptar como mujer venir al mundo para no tener hijos.

Por primera vez vi marcados rasgos de mujer en su rostro.

—Es uno de mis sueños —continuó en voz baja— imaginarme como meta final que dos seres se fundan en uno... en eso que... ¿no ha oído nunca hablar del antiguo culto egipcio a Osiris? Se conviertan unidos en eso que el «hermafrodita» debe significar como sím­bolo.

Escuché con gran atención:

—¿El hermafrodita?...

—Me refiero a la unión mágica de lo masculino y lo femenino en la figura humana del semidiós. Eso, ¡como meta final! No, no como meta, sino como principio de un nuevo camino, eterno... sin fin.

—¿Y espera encontrar alguna vez —pregunté agita­do— al que usted busca? ¿No puede ser que viva en un país lejano, que quizá no exista en el mundo?

—De eso no sé nada —dijo sencillamente—. Sólo puedo esperar. Si él estuviera separado de mí por el tiempo y el espacio, cosa que no creo, ¿por qué estaría yo aquí ligada al ghetto? O por los abismos del desconocimiento mutuo, y no lo encontrara, entonces mi vida no ha tenido en absoluto ningún sentido y ha sido sólo el absurdo juego de un demonio idiotizado. Pero, ¡por favor, por favor, no hablemos más de eso! —me ro­gó—. Sólo expresar ese pensamiento deja un sabor te­rrible y terreno, y yo no quisiera que... —se interrum­pió de repente.

—¿Qué es lo que no quisiera, Miriam?

Levantó la mano. Se incorporó rápidamente y dijo:

—Señor Pernath, ¡tiene usted una visita! Se oía el suave fru-fru de unas faldas de seda en el pasillo.

Golpes horribles en la puerta: ¡Angelina! Miriam quiso marcharse; yo la retuve.

—¿Puedo presentarlas? La hija de un querido ami­go... la señora Condesa...

—Ni siquiera se puede ir en coche. Están levantando por todas partes el empedrado. ¿Cuándo se trasladará, señor Pernath, a una zona digna de una persona como usted? Afuera se derrite la nieve, el cielo está tan gozoso que a uno le estallaba el corazón y usted está aquí, enco­gido en esta cueva de estalactitas, como una rana; por cierto, ¿sabe que ayer estuve en mi joyero y me dijo que usted es el mayor artista, el más fino tallador de piedras que existe hoy, si no uno de los más grandes que nunca ha habido? —Angelina charlaba como un torrente y yo estaba encantado. Ya sólo veía sus brillantes ojos azules, sus pequeños pies en las diminutas botas de charol, su rostro caprichoso, que brotaba animado del enorme cue­llo de piel, y sus rosadas orejas.

Apenas tenía tiempo de respirar.

—Mi coche está en la esquina. Temía no encontrarlo en casa. Espero que usted no haya comido todavía, ¿no? Primero iremos... bueno, ¿adonde vamos primero? Pri­mero iremos... espere... sí, quizás al jardín botánico o mejor: a algún lugar al aire libre, pues ya se puede sen­tir en la atmósfera la germinación y el secreto brote de los capullos. ¡Vamos, vamos, agarre su sombrero!; des­pués comerá en mi casa y más tarde charlaremos hasta el anochecer. ¡Agarre su sombrero! ¿A qué espera? Abajo hay una manta muy suave y caliente: nos en­volveremos en ella hasta las orejas y nos acurrucaremos hasta que entremos en calor.

¿Qué podía decir yo?

—Me disponía a dar un paseo con la hija de mi amigo.

Antes de que pudiera acabar la frase, Miriam ya se había despedido rápidamente de Angelina.

La acompañé hasta la puerta, a pesar de que me lo quería impedir amablemente.

—Escúcheme, Miriam, no se lo puedo explicar, aquí en la escalera, hasta qué punto dependo de usted; yo preferiría mil veces acompañarla...

—No puede hacer esperar a la señora, señor Pernath —me interrumpió—. Adiós, ¡que se diviertan!

Lo dijo de corazón, sinceramente y sin alterarse, pero vi que el brillo de sus ojos se había apagado.

Bajó rápidamente la escalera y una gran pena me ahogó. Sentí como si hubiera perdido un mundo.

 

Como en un sueño me hallo sentado al lado de Ange­lina. Vamos conducidos por el rápido galope de los ca­ballos a través de las calles llenas de gente.

El oleaje de la vida me rodeaba y me aturdía de tal modo que apenas podía distinguir las pequeñas manchas de luz de las figuras que pasaban ante mí: joyas bri­llantes en los pendientes y las cadenas de los mangui­tos, brillantes sombreros de copa, guantes blancos, un caniche con un collar rosa que quería morder nuestras ruedas, caballos cubiertos de espuma corriendo a nues­tro encuentro con los arneses de plata, un escaparate con fulgurantes bandejas llenas de perlas y luminosos aderezos, brillo de seda y las finas caderas de las jó­venes.

El viento frío que nos cortaba la cara me hacía sentir mucho más fascinante el calor del cuerpo de Angelina. Los policías, en los cruces, se retiraban respetuosa­mente a un lado cuando pasábamos ante ellos.

Fuimos al trote por el muelle, que no tenía más que un estrecho paso para los coches en fila junto al puen­te de piedra, derrumbado y lleno de una multitud de rostros curiosos.

Apenas lo miré: la más mínima palabra de la boca de Angelina, sus pestañas, el rápido juego de sus la­bios, todo, todo era para mí infinitamente más impor­tante que ver cómo allá abajo los bloques de piedras se defendían de los ataques de los peñascos de hielo. Caminos en los parques. Después, tierra apisonada, elástica. Más adelante, el crujido de las hojas bajo los cascos de los caballos, aire húmedo, árboles gigantes­cos, sin hojas, llenos de nidos de cornejas, el verdor muerto de los prados con blancas islas de nieve flotante, todo ello pasaba ante mí como en un sueño.

Con unas breves palabras empezó a hablar Angelina del doctor Savioli, casi con indiferencia.

—Ahora que ya ha pasado el peligro —dijo con la encantadora ingenuidad de un niño— y que ya sé que está mejor, me parece terriblemente aburrido todo lo que ha pasado. Quiero volver a divertirme, cerrar los ojos y sumergirme en la espuma centelleante de la vida. Creo que todas las mujeres son así. Sólo que no lo admi­ten, ¿o son acaso tan tontas que ellas mismas ni lo sa­ben? ¿No lo cree usted también? —ni siquiera escuchó mi respuesta—. Además, las mujeres no me interesan en absoluto. Naturalmente no debe tomar esto como un halago, pero, de verdad, la simple presencia de un hom­bre simpático me es mucho más agradable que la más interesante conversación de una mujer, por muy inteli­gente que sea. Pues, al fin y al cabo, no son más que tonterías lo que dicen, como máximo algo de trapos, bueno, ¿y qué?, las modas tampoco cambian tan a me­nudo. ¿No es cierto que soy frivola? —preguntó de re­pente con tal coquetería que, cautivado por su encanto, tuve que esforzarme para no tomar su cabeza entre mis manos y besarla apasionadamente en el cuello—. ¡Diga que soy frivola!

Se acurrucó aún más cerca de mí y se colgó de mi brazo.

Salimos del paseo y recorrimos bosquecillos cuyos arbustos de adorno, rodeados de paja, parecían, en sus envoltorios, troncos de monstruos a los que les hubieran cortado las cabezas y los miembros.

Había gente sentada al sol en los bancos, que nos seguía con la mirada y juntaba sus cabezas.

Estuvimos un momento en silencio, sumidos en nues­tros propios pensamientos. ¡Cuan distinta era Angelina, completamente distinta de la Angelina que viviera hasta ahora en mi imaginación! ¡Como si no hubiera llegado realmente a mí hasta hoy!

¿Era de verdad la misma mujer que consolé en la catedral?

No podía retirar mi mirada de su boca entreabierta.

Ella seguía sin pronunciar una palabra. Parecía ver una imagen en su mente.

El coche giró entrando en un campo húmedo.

Olía a tierra que se despertaba.

—¿Sabe usted, señora...?

—Llámame Angelina —me interrumpió suavemente.

—¿Sabe, Angelina, que hoy he soñado toda la noche con usted? —dije casi a mi pesar.

Hizo un pequeño y rápido movimiento como si qui­siera desenlazar su brazo del mío y me miró con los ojos muy abiertos.

—¡Qué curioso! ¡Y yo con usted! Y en este momen­to estaba pensando en lo mismo.

De nuevo se interrumpió la conversación y los dos adivinamos que habíamos soñado lo mismo.

Lo sentí en el palpitar de su sangre. Su brazo tembla­ba imperceptiblemente contra mi pecho. Retiró violen­tamente su mirada de la mía y miró hacia fuera del coche.

Lentamente acerqué su mano a mis labios, retiró su guante blanco y perfumado, oí que su respiración se pre­cipitaba y, loco de amor, oprimí los dientes en su mano.

 

Horas más tarde caminaba hacia la ciudad como un borracho envuelto en la niebla vespertina. Elegía las calles al azar y, sin saberlo, estuve caminando durante mucho rato en círculo.

Después me encontré junto al río, apoyado en una barandilla de hierro, mirando fijamente las olas que bra­maban abajo.

Aún sentía los brazos de Angelina alrededor de mi cuello, veía ante mí la pileta de piedra de la fuente, junto a la que ya nos habíamos despedido una vez hace muchos años y en la que flotaban las hojas marchitas del olmo. Ella caminaba de nuevo a mi lado, como lo acabábamos de hacer un momento antes, apoyada su ca­beza sobre mi hombro, en silencio, al atardecer, por el parque de su castillo.

Me senté en un banco y me cubrí la cara con el som­brero para soñar.

Las aguas se precipitaban sobre el dique y su brami­do ahogaba los últimos y quejumbrosos sonidos de la ciudad a punto de adormecerse.

Cuando, de tanto en tanto, levantaba la mirada para arrebujarme más y más en mi abrigo, veía el río en­vuelto en sombras cada vez más profundas hasta que, por fin, oculto por la noche negra, fluyó oscuro, cruzado de una orilla a otra por rayas de la blanca espuma del dique.

La sola idea de tener que volver a mi triste casa me hacía temblar.

El brillo de una corta tarde me había convertido para siempre en un extraño en mi propio hogar.

En el término de unas pocas semanas, quizá sólo unos días, habría acabado la felicidad —y ya no queda­ría de ella más que un bello y doloroso recuerdo.

¿Y entonces?

Entonces estaría sin hogar, aquí y allá, a éste y al otro lado del río.

Me levanté. Sólo quise echar una mirada a través de las verjas al castillo tras cuyas ventanas ella dormía, antes de volver al sombrío ghetto. Tomé la dirección por la que había venido tanteando a través de la densa niebla, a lo largo de enormes filas de casas y de plazas dormidas, vi aparecer amenazadores y negros monumen­tos, casas señoriales aisladas y las volutas de las facha­das barrocas. La mortecina luz de un farol aumentó en el aire, hasta convertirse en gigantescas y fantásticas aureolas de los colores del arco iris, tras lo cual fue disminuyendo y apagándose hasta formar un ojo amari­llento y penetrante, que por fin se deshizo en el aire tras de mí.

Mi pie tanteaba anchas escaleras de piedra cubiertas de grava.

¿Dónde estaba? ¡En un camino equivocado que con­ducía a una empinada cuesta!

¿Muros de jardín a derecha e izquierda? Ramas sin hojas cuelgan sobre ellos. Caen del cielo, pues los tron­cos se esconden tras el espeso muro de niebla.

Un par de delgadas ramitas se rompen crujiendo al rozarlas con mi sombrero y caen, resbalando por mi abrigo, al gris y nebuloso abismo que me oculta los pies.

Después, un punto luminoso: una luz aislada en la lejanía, en algún lado, enigmática, entre cielo y tierra.

Debía haberme equivocado. No podía ser más que la antigua «Escalera del Castillo» junto a las laderas de los jardines de Fürstenberg.

Seguían largas sendas de tierra arcillosa. Un camino empedrado.

Una maciza sombra surge con la cabeza cubierta con un gorro de dormir negro y tieso: la «Daliborka», la torre del hambre en la que en otros tiempos morían las gentes de inanición, mientras los reyes perseguían la caza allá abajo en la «Fosa de los ciervos».

Una estrecha y retorcida calleja con troneras, un camino de caracol, apenas con el ancho suficiente para dejar paso a un hombre, y me encontré ante una hi­lera de casitas muy bajas, de las que ninguna era más alta que yo.

Si estiraba el brazo alcanzaba los tejados.

Había llegado a la calle de los «Hacedores de Oro» en la que, en la Edad Media, los adeptos de la alquimia calentaron la piedra filosofal y envenenaron los rayos de luna.

No había ningún otro camino de salida más que ese por el que había venido.

Pero no pude encontrar el hueco de la muralla por el que había entrado, y choqué contra una valla de ma­dera.

No había nada que hacer; tendré que despertar a al­guien para que me muestre el camino, me dije a mí mismo. Qué extraño que haya una casa aquí, cerrando la calle, mayor que las demás y al parecer habitada. No puedo recordar haberme dado cuenta de su existencia anteriormente.

¿Estará pintada de blanco para resaltar tan clara en la niebla?

Cruzo la verja y atravieso un estrecho jardín, pego la cara a los cristales: todo está apagado. Llamo a la ven­tana. Entonces, en el interior aparece por una puerta un hombre, increíblemente viejo, con una vela encendida en la mano, y con pasos temblorosos, se dirige hacia el centro de la habitación, se para y vuelve muy lentamen­te la cabeza hacia las polvorientas retortas y los alam­biques de alquimia de la pared, fija su mirada pensativa en las gigantescas telas de araña de las esquinas, hasta que, por fin, la dirige con fuerza sobre mí.

La sombra de sus pómulos le cae sobre las órbitas de sus ojos, de tal forma que parecen vacíos, como los de una momia.

Está claro que no me ve.

Golpeo el cristal.

No me oye. Sale de nuevo en silencio de la habita­ción, como un sonámbulo.

Espero en vano.

Llamo a la puerta de la casa. No sale nadie a abrir.

No me quedaba más remedio que seguir buscando y por fin encontré la salida de la calleja.

¿No sería mejor dirigirme hacia un lugar más pobla­do?, pensé, junto a mis amigos Zwakh, Prokop y Vries-lander que estarían sin duda en la taberna Alte Ungelt, por lo menos un par de horas, hasta que calmara mi desgarradora añoranza de los besos de Angelina. Rápi­damente me puse en camino.

Como un trébol de cadáveres estaban los tres, acu­rrucados alrededor de la apelillada mesa, los tres con una pipa blanca y fina entre los dientes y la habitación llena de humo.

Las oscuras paredes absorbían de tal modo la esca­sa luz de la anticuada lámpara, que apenas podían dis­tinguirse sus rasgos.

En la esquina estaba la camarera, flaca como un hueso, ajada y taciturna, con su eterna labor de calceta, sus ojos apagados y su nariz amarilla como el pico de un pato.

Delante de las puertas cerradas colgaban unas corti­nas rojo mate, de tal forma que las voces de los clien­tes de la habitación de al lado llegaban sólo como el suave zumbido de un enjambre de abejas.

Vrieslander con su sombrero cónico de ala tiesa pues­to, su bigote, el color gris plomizo de su cara y su cica­triz bajo el ojo, parecía un holandés borracho de algún siglo olvidado.

Josua Prokop se había colocado un tenedor entre sus rizos de músico, tamborileaba incansablemente con sus largos dedos huesudos y observaba asombrado cómo Zwakh se esforzaba por colocar alrededor de la panzu­da botella de aguardiente la capa purpúrea de una ma­rioneta.

—Éste va a ser Babinski —me explicó Vrieslander con gran seriedad—. ¿No sabe usted quién fue Babins­ki? Zwakh, cuéntele en seguida a Pernath quién fue Babinski.

Babinski fue —comenzó Zwakh en seguida, mas sin levantar un segundo la mirada de su trabajo— hace tiempo un famoso ladrón asesino de Praga. Durante mu­chos años practicó su vergonzoso oficio sin que nadie lo notara. Pero poco a poco les llamó la atención a las mejores familias de la ciudad que una vez faltaba uno y después otro miembro del clan a comer, a los que no se volvía a ver nunca más. Aunque al principio no di­jeron nada, ya que el asunto tenía también en cierta me­dida su lado bueno, pues era siempre un plato menos en la mesa, no podían olvidar que esto podía perjudicar su reputación en la sociedad y dar lugar a habladurías. En particular, porque se trataba de la total desapari­ción, sin dejar, rastro, de jóvenes casaderas.

Además, se veían obligados a subrayar con suficien­te fuerza ante los demás, por consideración de sí mis­mos, la agradable convivencia y la unión existentes en el seno de la familia. Cada vez aumentaban más y más las llamadas en los periódicos: «Vuelve, todo está per­donado (una circunstancia que Babinski, como la ma­yoría de los asesinos de profesión, no había tenido en cuenta al hacer sus cálculos), y que acabaron por llamar la atención general.

Babinski, que en el fondo tenía indudablemente un carácter idílico, se había construido con el tiempo, gra­cias a su infatigable actividad, una casita, pequeña pero agradable, en el encantador pueblecito de Krtsch, cerca de Praga. Era una casita muy limpia y brillante con un jardincito delante en el que florecían los geranios.

Como sus ingresos no le permitían agrandarla, se vio obligado a construir, para poder enterrar sin llamar la atención los cadáveres de sus víctimas, en lugar de un parterre de flores, como a él le hubiera gustado, una sencilla colina cubierta de hierba, adecuada a las circuns­tancias, que se podía alargar sin dificultad si el negocio o la temporada lo exigían.

Babinski tenía la costumbre de sentarse todas las tar­des en este lugar sagrado, tras los trabajos y esfuerzos del día, bajo los rayos del sol poniente, y tocar con su flauta toda una serie de melodías melancólicas.

—¡Espera! —lo interrumpió bruscamente Josua Pro­kop, sacó del bolsillo la llave de su casa y se la llevó como un clarinete a la boca cantando: «Zimzerlim zambusla — deh

—¿Estuvo usted allí para conocer tan bien la melo­día? —le preguntó Vrieslander asombrado. Prokop le dirigió una mirada furiosa.

—No, Babinski vivió antes que yo naciera. Pero yo, como compositor, soy el que mejor puede saber lo que debió haber tocado. Usted no puede opinar sobre esto. Usted no es músico. Zimzerlim zambusla busla deh.

Zwakh escuchó atentamente y cuando Prokop hubo guardado de nuevo su llave en el bolsillo continuó:

—El continuo crecimiento de la colina despertó las sospecha de los vecinos y fue un policía de Ziskov, un pueblo de los alrededores, quien vio casualmente desde lejos a Babinski ahogar a una anciana de la buena socie­dad, a quien pertenece el mérito de haber puesto de una vez para siempre fin a las actividades egoístas del mal­vado. Se capturó a Babinski en su Tusculum.

El tribunal, teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes de su, por lo demás, buena reputación, lo con­denó a morir en la horca; a la vez encargó a la firma de los hermanos Leipen, cordelería en grost et en détail, la entrega de los utensilios necesarios para la ejecución, ya que, en su gremio, eran los que mantenían los pre­cios más módicos, contra factura a enviar a un emplea­do superior del erario público.

Pero sucedió que la horca se rompió y Babinski ob­tuvo la conmutación a cadena perpetua.

El asesino cumplió veinte años tras los muros de San Pancracio, sin que una sola vez saliera el más míni­mo reproche de sus labios; todavía hoy, los empleados de la institución prodigan elogios a su ejemplar compor­tamiento, e incluso se le permitió tocar la flauta en los cumpleaños de nuestra graciosa majestad...

Prokop intentó sacar de nuevo su llave, pero Zwakh se lo impidió.

—Más tarde, debido a una amnistía general, Babins­ki fue indultado y obtuvo el puesto de portero en el convento de las Hermanas de la Misericordia.

El trabajo de jardinería que debía realizar era muy fácil y ligero para él, debido a la habilidad adquirida con la pala en sus anteriores actividades, de modo que le quedaba tiempo suficiente para cultivar su corazón y su espíritu con buenas lecturas, cuidadosamente esco­gidas. Los resultados fueron absolutamente satisfactorios.

Cada vez que la superiora lo enviaba los sábados por la tarde a la taberna para que alegrara un poco su espíritu, volvía puntualmente a casa, antes de la caída de la noche, declarando que la degradación de la moral pública lo entristecía y que muchos maleantes de la peor especie, ocultos en la noche, hacían inseguros los cami­nos, de modo que para todo ciudadano pacífico y lúcido era casi un deber dirigir a tiempo sus pasos hacia su morada.

En aquella época se introdujo entre los cereros de Praga la mala costumbre de poner en venta pequeñas figuras con un abrigo rojo que representaban al asesino Babinski. En ninguna de las familias en luto faltaba una de estas figuritas. Pero normalmente estaban en vitrinas en los escaparates y no había nada que indignase más a Babinski que ver una de ellas.

«Es totalmente indigno y prueba de una extraña brutalidad y falta de delicadeza el poner continuamente de esta manera a la vista de un hombre los errores de juventud» solía decir Babinski en esas ocasiones, «y es muy triste que no se haga nada para impedir este abuso».

En su lecho de muerte todavía siguió manifestándo­se en este sentido.

Pero no fue en vano, pues poco después intervino la autoridad prohibiendo la venta de las irritantes esta­tuillas de Babinski.

Zwakh bebió un gran trago de su grog y los tres son­rieron irónicamente, como demonios, después de lo cual volvió con prudencia la cabeza hacia la pálida camare­ra y vi cómo se secaba una lágrima.

—Bien, ¿y usted no nos cuenta nada de nada, ade­más de... que en agradecimiento por las joyas artísticas que se le han ofrecido haga de pagano, querido y ho­norable colega, tallador de piedras preciosas? —me pre­guntó Vrieslander después de una larga pausa melan­cólica.

Les conté mi caminata por la niebla.

Cuando en mi narración llegué al momento en que vi la casa blanca, se quitaron los tres las pipas de la boca en una gran tensión y, cuando terminé, Prokop dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¡Esto ya es demasiado! No hay ninguna leyenda que este Pernath no experimente en su propia carne. Por cierto, lo de la última aparición del Golem, ya está aclarado.

—¿Cómo aclarado? —pregunté perplejo.

—Usted conoce a ese mendigo judío medio loco, Haschile, ¿no? Pues bien, ese Haschile era el Golem.

—¿Un mendigo, el Golem?

—Sí, Haschile era el Golem. Esta tarde el fantasma paseaba contentísimo a pleno sol con su famoso traje del siglo xvi por la calle Salniter; fue cuando el desollador ha tenido la suerte de cazarlo con una correa de perro.

—¿Qué quiere decir con esto? ¡No entiendo ni una palabra! —interrumpí.

—Se lo estoy diciendo: era Haschile. He oído que hace unos días encontró aquella ropa detrás de la puerta de una casa. Por cierto, volvamos a la casa blanca: el asunto es terriblemente interesante. Cuenta una antigua leyenda según la que ahí arriba, en la calle de los Alqui­mistas, hay una casa que sólo es visible en la niebla y sólo para los mimados de la fortuna. Se la llama «El muro junto al único farol». Cuando se sube hasta allí, durante el día, no se ve más que una gran piedra gris; detrás de ella se precipita la profunda fosa de los Cier­vos, y usted Pernath, puede decir que ha tenido suerte de no haber dado un paso más: hubiera caído inevita­blemente en ella y se hubiera roto todos los huesos.

Cuentan que bajo la piedra se oculta un gigantesco tesoro, y que la piedra fue colocada por la Orden de los «Hermanos Asiáticos» como primera piedra de una casa que, al final de los días, será habitada por un hombre, mejor dicho por un hermafrodíta, un ser compuesto de hombre y mujer. Llevará en su escudo la imagen de una liebre: digamos de paso que la liebre era el símbolo de Osiris. Seguramente la costumbre del conejo de Pascua.

Dicen que, hasta que llegue el momento, Matusalén en persona monta guardia para que Satanás no la robe y dé a luz con este ser a un hijo: el llamado Armilos. ¿No ha oído nunca hablar de este Armilos? Incluso se sabe cuál sería su aspecto, es decir, los ancianos rabinos lo saben, si viniera al mundo: tendría cabellos de oro recogidos en una cola, partidos en dos rayas, los ojos en forma de hoz y largos brazos hasta los pies.

—¡Habría que pintar a ese elegante caballerete! —gruñó Vrieslander mientras buscaba un lápiz.

—Así que, Pernath, si alguna vez tiene la suerte de convertirse en un hermafrodita y en passant la de en­contrar el tesoro —añadió Prokop, ¡no se olvide de que siempre he sido su mejor amigo!

No tenía ánimo de bromas, sino que sentía un lige­ro dolor en el corazón.

Zwakh me lo debió notar, aunque no conocía la cau­sa, pues salió rápidamente en mi ayuda:

—De cualquier forma es muy extraordinario, casi in­quietante, que Pernath haya tenido esa visión precisa­mente en ese lugar que está tan estrechamente ligado a una antigua leyenda. Son coincidencias de cuyas re­des al parecer no puede librarse un hombre cuando su alma tiene la capacidad de ver formas que no se pueden captar por el tacto. No lo puedo evitar: lo más fascinante y atractivo es lo suprasensorial. ¿Qué dicen ustedes?

Vrieslander y Prokop se habían puesto serios, y to­dos nosotros pensamos que sobraba la respuesta.

—¿Qué piensa usted, Eulalia? —repitió Zwakh de espaldas.

La vieja tabernera se rascó la cabeza con la aguja, sonrió, enrojeció y dijo:

—Vayanse. No tienen vergüenza.

—Durante todo el día ha habido un ambiente terri­blemente tenso —dijo Vrieslander cuando nuestra hila­ridad se hubo calmado—. No he podido dar ni una pincelada. No he podido apartar en todo el rato mi pen­samiento de Rosina cuando bailó con el frac.

—¿La han encontrado? —pregunté.

—¡«Encontrado», eso es! La brigada de buenas cos­tumbres y de la moral la ha ganado para un compromiso de larga duración. Quizá le haya caído bien al señor comisario aquella vez en Loisitschek. De cualquier for­ma, ahora anda en una actividad febril y contribuye al aumento de turismo en el barrio judío. Por cierto que en poco tiempo se ha convertido en una muchacha fres­ca y lozana.

—Es asombroso, si se piensa lo que una mujer puede hacer de un hombre sólo con dejarse amar —intervino Zwakh, cortante—. Para conseguir el dinero que le per­mitiera estar con ella, se ha convertido ese pobre chico, Jaromir, de la noche a la mañana, en un artista. Va de bar en bar, recortando las siluetas de los clientes que se dejan retratar.

Prokop, que no había oído el final, chasqueó la lengua.

—¿De verdad? ¿Está realmente tan guapa Resina? ¿Le ha robado ya usted algún besito, Vrieslander?

La camarera se levantó rápidamente y abandonó in­dignada la habitación.

—¡Vieja gallina! De verdad que lo necesita, ¡accesos de virtud! ¡Puah! —gruñó Prokop a su espalda.

—¿Qué quiere? Se ha ido en el momento más esca­broso y además acababa de terminar su media —dijo Zwakh para calmarlo.

El patrón trajo más grog, y la conversación empezó a tomar un tono bochornoso. Demasiado sofocante como para que no me excitara aún más la sangre, en el estado febril en que me encontraba.

Luchaba contra ello, pero cuanto más me aislaba en mi interior y volvía a pensar en Angelina, tanto más violentos eran los zumbidos en mis oídos. Me despedí casi repentinamente.

La niebla, ya algo más dispersa, arrojaba cristales de hielo, pero todavía era lo suficiente densa como para no dejar ver los letreros de las calles y me desvié lige­ramente de mi camino.

Me había metido en otra calle e iba a doblar, cuan­do oí que me llamaban por mi nombre:

—¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!

Miré a mi alrededor y hacia arriba.

Nadie.

Un portal abierto y encima, discretamente, un faro­lillo rojo bostezó junto a mí y me pareció distinguir en el fondo del pasillo una silueta.

Otra vez:

¡Señor Pernath! ¡Señor Pernath!, en un susurro.

Entré asombrado al pasillo y unos cálidos brazos de mujer me rodearon el cuello y, con el rayo de luz que salía de una puerta que se abría lentamente, vi a Rosina que se apretaba anhelante contra mí.

 

El Golem (XII): Impulso

El Golem (XII): Impulso Las horas del último día se me habían pasado volan­do. Apenas tuve tiempo para comer.

Un ansia irrefrenable de actividad física me había retenido desde la mañana hasta la noche junto a la mesa de trabajo.

Había acabado la gema y Miriam se alegró como una niña.

También había restaurado la letra «I» del libro Ibbur.

Me apoyé en el respaldo y recordé tranquilamente todos los pequeños sucesos del día:

Cómo llegó la mujer que me servía por la mañana, después de la tormenta, con la noticia de que el puente de piedra se había derrumbado durante la noche.

Extraño. ¡Derrumbado! Quizá precisamente en el mo­mento en que yo tiré los granos; no, no, no debía pensar en eso; lo que hasta entonces había sucedido podía re­cibir un ligero toque de sobriedad y yo me había pro­puesto dejarlo enterrado en mi pecho, hasta que des­pertara por sí mismo; no debía removerlo.

¿Cuánto tiempo hace que paseé por el puente y ad­miré las estatuas de piedra? Y ahora ese puente que había estado en pie durante siglos, estaba en ruinas.

Casi me entristecía el hecho de que ya no podría pasear sobre él. Pues, aunque se reconstruyera, ya no sería el mismo misterioso puente de piedra.

Durante horas, mientras trabajaba en la gema, estu­ve pensando en ello y, tan naturalmente como si nunca lo hubiese tenido olvidado, renació en mí: ¿cuántas ve­ces miré siendo niño y también posteriormente la esta­tua de San Luitgardo y todas las demás que ahora es­taban enterradas en las aguas revueltas?

Había vuelto a ver en mi mente la intimidad de pe­queñas y queridas cosas que durante mi infancia consi­deraba mías; y a mi padre y a mi madre y a una gran cantidad de compañeros de colegio. Sólo de la casa en la que había vivido no me podía acordar.

Sabía que cualquier día aparecería de repente ante mí, cuando menos lo esperara; y me alegraba pensando en ese momento.

La sensación de que todo se desarrollaría de repente en mí, tan natural y sencillamente, era muy agradable. Cuando anteayer saqué el libro Ibbur del cofrecillo —y no había nada asombroso en él, sino que era como son todos los pergaminos antiguos adornados con valio­sas iniciales—, me pareció totalmente lógico.

No podía comprender que en aquella ocasión hubiera tenido una influencia tan fantasmagórica. Estaba escri­to en lengua hebrea, totalmente incomprensible para mí. ¿Cuándo vendría a recogerlo el desconocido? La alegría de vivir que había entrado en mí durante el trabajo se despertó de nuevo en todo su alegre frescor y espantó los pensamientos sombríos que querían atacar­me por la espalda.

En seguida tomé la foto de Angelina: pero ¿por qué no soñar una vez con felicidad, retener el luminoso pre­sente y juguetear con él como una pompa de jabón?

¿Acaso no podría realizarse lo que la añoranza de mi corazón me susurraba? ¿Era tan absolutamente im­posible que de la noche a la mañana me convirtiera en un hombre famoso? ¿Igual que ella, aunque de proce­dencia inferior? ¿Por lo menos igual que el Dr. Savioli? Pensé en la gema de Miriam: si me salieran otras como ésa... no cabía duda, ni los máximos artistas habían he­cho nada mejor.

Supongamos sólo una casualidad: ¿si el marido de Angelina se muriera de repente?

Me entraban escalofríos; un mínimo azar, y mi espe­ranza, mi más audaz esperanza, tomaba forma. La feli­cidad que me caería en suerte pendía de un hilo finísimo que en cualquier momento, por lo que sea, podía rom­perse.

¿No me habrían ocurrido ya miles de cosas milagro­sas? ¿Cosas de las cuales la humanidad ni siquiera sos­pecha que existan?

¿No era acaso un milagro que en el transcurso de pocas semanas se hubiera despertado en mí una capa­cidad artística que me elevaba ya muy por encima del término medio?

¡Me encontraba sólo al principio de este camino!

¿No tenía ningún derecho a la suerte?

¿Es que misticismo significa falta de deseos?

Yo acentuaba el «sí» en mí: ¡soñar sólo una hora, un minuto, una corta existencia humana!

Soñaba con los ojos abiertos:

Las piedras preciosas que estaban sobre Ía mesa cre­cían y crecían y me rodeaban por todas partes con cas­cadas de colores. Árboles de ópalo formaban grupos y reflejaban las olas de luz del cielo que brillaba azulado, como las alas de una gigantesca mariposa tropical en una lluvia de chispas, sobre una infinita pradera llena de un ardiente aroma estival.

Tenía sed y refresqué mis miembros en el rostro he­lado de los arroyos que corrían sobre rocas de brillante nácar.

Un hálito templado acariciaba las laderas, cubiertas de flores y de capullos, y me emborrachaba con el olor de los jazmines, los jacintos, los narcisos, las adelfas.

¡Insoportable! ¡Insoportable! Hice desvanecer la ima­gen. Tenía sed.

Esas eran las torturas del paraíso.

Abrí de golpe las ventanas y dejé que el viento acari­ciara mi frente.

Olí la primavera que se acercaba. ¡Miriam!

Me veía obligado a pensar en Miriam. En cómo tuvo que sujetarse a la pared para no caerse de excitación cuando vino a contarme que había sucedido un milagro, un verdadero milagro: había encontrado una moneda de oro en el pan que el panadero le había pasado a través de las rejas en el alféizar de la ventana de la cocina.

Busqué en mi bolsa. Esperando que no fuera ya de­masiado tarde, y que llegara todavía a tiempo para, por medio de un encantamiento, darle de nuevo un ducado.

Me había venido a ver a diario para hacerme com­pañía, como ella decía, pero no hablamos casi nada, tan «llena» estaba ella de su milagro. El hecho la había trastornado en lo más profundo de sus entrañas y cuan­do pienso en cómo a veces se ponía, de pronto, sin mo­tivo aparente, únicamente con el recuerdo, pálida hasta los labios, me mareo con el solo pensamiento de que en mi ceguera hubiera hecho cosas cuyo alcance era infinito.

Me entraba un terrible escalofrío al recordar las últi­mas y oscuras palabras de Hillel a este respecto.

La pureza de la finalidad no era ninguna disculpa para mí; el fin no justifica los medios, eso lo reconocía.

¿Y qué pasaba si además la finalidad de «querer ayu­dar» no era más que aparentemente «pura»? ¿No había acaso una mentira oculta detrás de todo ello? ¿El deseo propio e inconsciente de hacer el papel de auxiliador?

Empezaba a volverme loco a mí mismo.

Estaba claro que había juzgado a Miriam demasiado superficialmente.

Sólo por el hecho de ser hija de Hillel tenía que ser distinta a las demás muchachas.

¿Cómo podía haber sido tan temerario para interve­nir de un modo tan insensato en una vida interior que quizá era infinitamente superior a la mía?

Sólo el corte de su rostro, que encajaba cien veces más en la época de la sexta dinastía egipcia —y que incluso para esa época era demasiado espiritual— que en la nuestra, con sus rasgos de hombres racionalistas, de­bía habérmelo advertido.

No sé dónde leí en cierta ocasión: «Sólo el tonto des­confía del aspecto exterior.» ¡Cuan exacto! ¡Cuan exacto!

Miriam y yo éramos ahora buenos amigos; ¿debería confesarle que había sido yo quien había escondido día tras día los ducados en el pan?

El golpe sería demasiado repentino. La atolondraría.

No debería atreverme a eso. Debía actuar con más cuidado.

¿Debilitar de algún modo el milagro? ¿Poner el di­nero, en lugar de en el pan, en la escalera, de forma que lo tuviese que encontrar al abrir la puerta, etc. ¿En­contraría algo nuevo, menos basto, algún camino que la extrajera poco a poco de lo milagroso para volver a lo cotidiano? Esto me consolaba.

Sí. ¡Eso era lo correcto!

¿O acaso romper el nudo? ¿Contárselo a su padre y pedirle consejo? El rubor me subía a la cara. Para dar este paso habría tiempo, cuando todos los demás medios hubieran fallado.

Pero ¡manos a la obra! ¡No perder tiempo!

Se me ocurrió una buena idea: debería llevar a Mi­riam a algún lugar muy especial, arrancarla durante unas horas del ambiente acostumbrado para que recibiera otras impresiones.

Tomaríamos un coche y daríamos un paseo. ¿Quién nos conocería si evitábamos el barrio judío?

¿Quizá le interesara ver el puente derrumbado?

El viejo Zwakh, o una de sus antiguas amigas, podría acompañarla si le parecía terrible que yo fuera solo con ella.

Estaba firmemente decidido a no aceptar ninguna negativa.

 

En la puerta casi choqué con un hombre.

¡Wassertrum!

Debía haber estado espiando por la cerradura, pues estaba inclinado cuando tropecé con él.

—¿Me buscaba? —pregunté con brusquedad.

Tartamudeó unas palabras de disculpa en su impo­sible jerga; después asintió.

Lo invité a que entrara y se sentara, pero él se quedó junto a la mesa dando vueltas, nervioso, a la cinta del sombrero. En su cara y en cada uno de sus movimientos se reflejaba una profunda enemistad que en vano tra­taba de ocultar.

Nunca había visto antes a este hombre tan de cerca. No era su horrible fealdad lo que me repugnaba tan­to (ya que su fealdad casi me hacía sentir compasión por él: parecía una criatura a la que la misma naturale­za había pisoteado la cara al nacer, de rabia y asco), era otra cosa, algo imperceptible, algo que salía de él, lo que tenía la culpa.

La «sangre», como Charousek lo había denominado con acierto.

Involuntariamente me limpié la mano que le había dado al entrar.

A pesar de que lo hice sin llamar la atención, él debió darse cuenta, pues tuvo que hacer un enorme esfuerzo para ahogar las llamas de odio que nacían en su boca.

—Está bien esta casa —comenzó por fin a decir tar­tamudeando, cuando vio que yo no le daba el gusto de comenzar la conversación.

Como contradiciendo sus palabras cerró los ojos al hablar, quizá para no encontrarse córnñl mirada. ¿O quizá pensara que eso le daba a su cara una expresión humilde?

Era muy fácil darse cuenta del esfuerzo que hacía para hablar el alemán correctamente.

No me sentí obligado a contestarle y esperé a ver qué seguiría diciendo.

En su confusión tomó la lima que —sabe Dios cómo— todavía estaba, desde la visita de Charousek, sobre la mesa, pero retrocedió inmediatamente, como mordido por una culebra. Interiormente me asombró por su sub­consciente sensibilidad.

—Es natural, lógico, es parte del negocio, que esto esté bien —se esforzó por decir—, cuando se reciben... tan nobles visitas —quiso abrir los ojos para ver la im­presión que me hacían sus palabras, pero al parecer lo consideró demasiado pronto y los cerró de nuevo.

Quise llevarlo a un callejón sin salida:

—¿Se refiere a la dama que hace poco estuvo aquí, no? ¡Diga claramente lo que pretende!

Dudó un momento, me tomó de la muñeca y me arrastró hasta la ventana.

El modo extraño e inmotivado de hacerlo me recor­dó la forma en que unos días antes había llevado a su cueva al sordomudo Jaromir.

Con dedos encogidos me mostró un objeto brillante:

—¿Cree usted, señor Pernath, que se puede hacer algo con esto?

Era un reloj de oro con una tapa tan retorcida que casi parecía como si alguien lo hubiera hecho intencio­nadamente.

Agarré la lupa: las bisagras estaban casi rotas por la mitad y dentro. ¿No había allí algo grabado? Apenas legible y con una gran cantidad de arañazos recientes.

Despacio descifré:

 

K — rl Zott — mann

 

¿Zottmann?   ¿Zottmann?   ¿Dónde había leído yo ese nombre? No podía recordarlo. ¿Zottmann?

Wassertrum estuvo a punto de quitarme la lupa de la mano:

—En la maquinaria no hay nada. Eso ya lo he mirado yo. Pero fuera, la tapa, eso es horrible.

—No hace falta más que desabollarlo, como máximo unas pequeñas soldaduras. Eso se lo puede hacer exacta­mente igual cualquier joyero normal y corriente, señor Wassertrum.

—Sí, pero tengo interés en que sea un buen trabajo. Como se suele decir: artístico —me interrumpió rápida, casi angustiosamente.

—Bueno, si tiene tanto interés...

—¡Mucho interés! —su voz jadeaba casi de indig­nación—. Quiero llevar yo mismo el reloj. Y cuando se lo enseñe a alguien quiero poder decir: Mire, mire, así trabaja el señor von Pernath.

Me repugnaba ese tipo; me escupía sus desagradables lisonjas formalmente a la cara.

—Si vuelve dentro de una hora estará acabado. Wassertrum se encogió:

—Eso no puede ser. No quiero. Tres días. Cuatro días. La semana que viene es tiempo suficiente. Toda mi vida me reprocharía haberle dado prisas.

¿Qué quería con ponerse tan fuera de sí? Entré en la habitación de al lado y guardé el reloj en el cofreci­llo. La foto de Angelina estaba encima de todo. Rápida­mente volví a cerrar la tapa, por si Wassertrum miraba.

Cuando me volví me di cuenta de que había palide­cido.

Lo examiné con atención, pero borré inmediatamen­te mis sospechas. ¡Imposible! No podía haber visto nada.

—Bueno, entonces quizá la semana que viene —dije para terminar su visita.

De repente, parecía ya no tener prisa. Se acercó a un sillón y se sentó.

Contrariamente a su actitud anterior, tenía ahora al hablar bien abiertos sus ojos de besugo y miraba fija­mente el botón superior de mi chaleco. Pausa.

—Aquella fulana le ha dicho naturalmente que usted hiciese como si no supiera nada. ¿Noo? —soltó de im­proviso sin ningún preámbulo y dando un golpe con el puño en la mesa.

Había algo extraño y terrible en la incoherencia con que podía saltar, como el rayo, de un modo de hablar a otro, de unos tonos halagadores a otros brutales, y me pareció muy probable que la gente, especialmente las mu­jeres, se encontraran en un abrir y cerrar de ojos en su poder, sólo con que tuviera la más mínima arma con­tra ellas.

Quise saltar, agarrarlo del cuello y sacarlo al pasillo; ése fue mi primer pensamiento; pero después pensé si no sería más inteligente escucharlo primero.

—De verdad que no sé a qué se refiere, señor Was­sertrum —y me esforcé en poner una cara lo más tonta posible—. ¿Fulana? ¿Qué es eso: fulana?

—¿Acaso tengo que enseñarle alemán? —me dijo groseramente—. Tendrá que levantar la mano en el jui­cio cuando se trate de eso. ¿Me entiende bien? ¡Eso se lo digo yo! —empezó a gritar—: ¡A mí no me va a jurar usted en mi propia cara que «ésa» de ahí al lado —y señaló con el pulgar el estudio— entró aquí, en su casa, sólo con una manta... y nada más!

El odio me subía a los ojos; agarré al tipo por la pechera y lo sacudí:

—¡Si dice una sola palabra más en ese tono, le rom­peré todos los huesos del cuerpo! ¿Entendido? Se derrumbó en el sillón y tartamudeó.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere? Yo sólo ha­blaba.

Fui un par de veces de un lado a otro de la habita­ción para calmarme. No escuché todas las disculpas que baboseaba.

Después me senté frente a él, con la firme intención de arreglar el asunto con él de una vez para siempre, por lo menos en lo que se refería a Angelina, y, si no podía ser en paz, lo obligaría a declarar su enemistad y a disparar antes de tiempo sus débiles flechas.

Sin hacer el más mínimo caso de sus objeciones, le dije claramente que cualquier tipo de chantaje —y acen­tué esta palabra— fallaría, puesto que nunca podría for­talecer ninguna de sus acusaciones con pruebas y que yo sabría con seguridad encontrar testigos (suponiendo que estuviera dentro de lo posible llegar a eso), que An­gelina estaba demasiado cerca de mí como para que no la defendiera en un momento de necesidad, costase lo que costase, incluso con un juramento en falso.

Cada uno de los músculos de su cara se tensó y su labio leporino se separó casi hasta la nariz, rechinó los dientes e interrumpió una y otra vez mis palabras ha­ciendo glu-glu, como un pavo:

—¿Es que acaso quiero algo de esa fulana? ¡Pero escúcheme! —estaba fuera de sí de impaciencia, porque yo no me dejaba engañar—. Lo que a mí me importa es el doctor Savioli, por ese maldito perro... él... él —le salió de repente gritando desaforadamente.

Jadeó en busca de aire. En seguida me contuve: por fin estaba donde yo lo quería, pero al momento se había serenado y miraba de nuevo fijamente mi chaleco.

—Escuche, Pernath —se esforzó por imitar el frío y comedido hablar de los negociantes—. Usted sigue ha­blando de la ful... de la dama. ¡Bien! Está casada. Bue­no: ella se ha dejado llevar por ese... ese joven roñoso. ¿Qué tengo yo que ver con eso? —movía sus manos delante de mi rostro, con los dedos juntos como si to­mara con ellos una pizca de sal—. Allá ella, la fulana. Yo soy un hombre de mundo y usted es también un hombre de mundo. Eso ya lo conocemos los dos. ¿Noo? Yo lo único que quiero es mi dinero.¿Lo entiende us­ted, Pernath?

Lo escuché asombrado.

—¿Qué dinero? ¿Le debe a usted algo el doctor Saviolí?

Wassertrum respondió, evasivo:

—Cuentas, tengo cuentas con él. Al fin y al cabo es lo mismo.

—¡Usted lo quiere matar! —grité. Se levantó de un salto. Dio un traspiés. Cacareó un par de veces.

—¡Sí!  ¡Asesinar!   ¡Cuánto tiempo piensa seguir representándome esa comedia! —señalé la puerta—: ¡Ha­ga el favor de salir!

Lentamente tomó su sombrero, se lo puso y se vol­vió para irse. Entonces se detuvo y me dijo con una tranquilidad de la que no lo hubiera creído capaz:

—También es cierto. Lo he querido dejar fuera de esto. Bueno. Si no, no. Los barberos piadosos hacen las peores heridas. Ya estoy harto. Si hubiera sido usted sensato, el doctor Savioli, al fin y al cabo, está en mitad de su camino, ¿no? Ahora lo haré con ustedes tres —y señaló con un gesto lo que pensaba: estrangulamiento.

Sus gestos expresaban una maldad satánica y pa­recía estar tan seguro, que se me heló la sangre en las venas. Debía tener en las manos un arma que yo no sos­pechaba y que tampoco Charousek conocía. Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. «¡La lima! ¡La lima!», sentí que me susurraba algo en mi cabeza. Calculé la distancia: un paso hasta la mesa... dos pasos hasta Was­sertrum, iba a saltar, pero apareció Hillel, como surgido del suelo, en la puerta.

La habitación se borró ante mis ojos.

Sólo veía —como a través de una niebla— que Hi­llel permanecía inmóvil y Wassertrum retrocedía paso a paso hasta la pared.

Entonces oí a Hillel decir:

—Usted, Aaron, conoce el dicho «Cada judío es fia­dor de los demás», ¿no? No se lo haga usted a uno tan difícil —añadió un par de palabras en hebreo que yo no comprendí.

—¿Por qué necesita usted husmear detrás de las puer­tas? —balbuceó el cambalachero con labios temblorosos.

—Si he escuchado o no, no debería preocuparlo. Hi­llel acabó otra vez con una frase en hebreo que esta vez sonó a amenaza. Esperé que se originara una disputa, pero Wassertrum no respondió ni una sílaba, recapacitó un momento y se fue de mala gana.

Miré asustado a Hillel. Me hizo una seña de que me callara. Al parecer esperaba algo, pues escuchaba con atención lo que pasaba en el pasillo. Quise ir a cerrar la puerta, pero él me hizo retroceder con un gesto impa­ciente.

Pasó más de un minuto y volvieron a oírse los pasos arrastrados del cambalachero por las escaleras. Sin decir una palabra salió Hillel y le hizo sitio.

Wassertrum esperó a que estuviera lejos como para no oírlo y entonces refunfuñó agriamente:

—Devuélvame mi reloj.